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Textos panegíricos en torno a «dos hombres» de sor Juana1

María Dolores Bravo Arriaga





La existencia de sor Juana en tanto religiosa está marcada por la influyente autoridad de los poderosos eclesiásticos que norman la conciencia y la moral individual y colectiva de los novohispanos de finales del siglo XVII. La vida social está, en gran medida, regida por valores emanados de la religión; en un estado absolutista en el cual el virrey, en representación del soberano, es vicepatrón de la Iglesia, es inimaginable una moral laica. La transgresión a los principios religiosos es la violación a la ética social.

«La vida entera del hombre novohispano estuvo trascendida de religiosidad. La Iglesia católica controlaba vidas y conciencias. El poder civil y el eclesiástico estaban unidos y en varias ocasiones se vieron representados por una misma persona. La sociedad novohispana fue una sociedad providencialista, todo acto humano estaba considerado como determinado por la Providencia. Desde su nacimiento hasta su muerte el hombre novohispano debía sujetarse a los dictados de la Santa Madre Iglesia considerándolos siempre significativos de la voluntad de Dios. No había por lo tanto, ni se podía concebir que la hubiera, ninguna actividad humana fuera de la Iglesia»2.



Si esta sujeción total a la Iglesia es universal para los novohispanos, con mayor razón lo es, como señalábamos líneas arriba, para aquellos que han tomado el estado religioso. Tanto hombres como mujeres que eligen la vida de clausura se ven condicionados por una serie de normas y de disciplinas que son la esencia misma y la razón de ser de las órdenes regulares. Como sabemos, la palabra regular viene precisamente de las reglas que marcan la existencia cotidiana de religiosos y monjas.

Es a través de esta forma de vida como se justifica o se condena a alguien que ha entregado sus potencias físicas y espirituales a Dios. Cada orden religiosa se norma mediante las llamadas Reglas y Constituciones, especie de libro de oro que contiene cada uno de los actos, pensamientos y disciplinas, tanto exteriores como interiores, por los que se debe guiar aquél o aquélla que haya entrado a la vida monacal. La entrega a Dios debe ser excluyente de cualquier inclinación y apetencia que no sea la misma enajenación del ser con todas sus potencias, a la relación del individuo con la divinidad. Es así que la vocación debe cifrarse en la anuencia absoluta a la vida del claustro, lo cual sólo se logra con una vocación plenamente convencida. Ahora bien, ¿está sor Juana guiada por esta vocación que se mira en aquéllos y aquéllas cuyas biografías nos dicen que están desde pequeños ansiando abandonar el mundo para entrar al servicio de Dios? Sabemos que la respuesta es no, y es la propia escritora quien se encarga de revelarnos el puntual motivo que la hace abrazar la vida conventual:

«Sabe también Su Majestad que no consiguiendo esto [reprimir su inclinación a las letras y al estudio], he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad»3.



En sor Juana es declarada, pues, la intención de hacer vida monástica con el solo propósito de dedicarse al estudio. Incluso resulta un poco escandalosa la aseveración de contraponer en franca paradoja la «estudiosa intención» y la abierta repugnancia y desagrado que le causan los ejercicios, así como la estorbosa y obligatoria vida gregaria y uniforme de una comunidad. Es claro -y sor Juana en absoluto pretende embozarlo- que ella entra como religiosa por dos razones: la aversión que tiene hacia el matrimonio y el deseo de estudiar.

Ambas razones implican significativamente una independencia tácita del principio de autoridad patriarcal, predominante en una sociedad como la hispánica, en la que la palabra del varón es infalible y se deriva de manera simbólica de la autoridad divina. Es claro que la intelectual que reúne armónicamente la potencia racional con el interés empírico de la observación de la realidad está lejos de ser una asceta o una mística transportada en inefables e inconscientes arrobos. La atipicidad de sor Juana reside también en ser una religiosa cuyo mundo creativo y cuyas obras más subjetivas reflejan un genio laico, más aún, profundamente profano. El recelo que la monja-escritora despierta en sus superiores es pues muy comprensible en su contexto: ella representa una transgresión latente: un Faetón o unas mineidas convertidas, por obra de una metamorfosis vergonzante, en murciélagos, especie desafiante de la lógica de la naturaleza, seres híbridos que no acaban de ser ni aves ni mamíferos. Sabida es su debilidad hacia los transgresores; su opera magna, Primero Sueño, se estructura en torno a una serie tópica de transgresiones, empezando por la sombra piramidal que pretende también sacrílegamente alcanzar los ámbitos superiores a ella vedados. Si sor Juana es la antirreligiosa en cuanto a docilidad, sumisión a la autoridad y enajenación de la voluntad, ¿quién o quiénes encaman en su tiempo el ideal de perfección que en su sociedad son los modelos de mimesis para los laicos; quiénes de ellos imitan el ejemplar ejercicio de las virtudes cristianas? La respuesta la dan los innumerables textos hagiográficos escritos en torno a una serie de hombres y mujeres contemporáneos a nuestra escritora y que son los protagonistas de relatos fascinantes que, con base en su frecuencia y popularidad, forman un género surgido genuinamente de la mentalidad y de la necesidad espiritual de los novohispanos, que conforma el imaginario colectivo de su tiempo y de su entorno. En relación con sor Juana me interesan especialmente los escritos panegíricos dedicados a las figuras de poder que la rodearon; a dos influyentes religiosos quienes -según buena parte de los estudiosos de Juana Inés- tuvieron influencia para que en ella se diera lo que Octavio Paz llama «su abjuración». Reproducimos las palabras del ensayista:

«Regaló sus libros a su persecutor [Aguiar y Seijas], castigó su cuerpo, humilló su inteligencia y renunció a su don más suyo: la palabra. El sacrificio en el altar de Cristo fue un acto de sumisión ante prelados soberbios. En sus convicciones religiosas encontró una justificación de su abjuración intelectual: los poderes que la destrozaron fueron los mismos que ella había servido y alabado»4.



Al referirse a los poderosos eclesiásticos que precipitaron su ruina y su -seguramente- desgano vital con la renuncia definitiva a una existencia que sin actividad intelectual perdió para ella todo sentido, alude a su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, y al singular y maniático arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas, de quien Francisco de la Maza dijo las siguientes certeras palabras: «[...] de don Francisco Aguiar y Seixas, obsesivo donador de limosnas, misógino hasta la exageración y enemigo de la literatura, lo único que podemos decir es que era más de manicomio que de palacio episcopal»5.

El padre Núñez de Miranda, a pesar de no ostentar una alta dignidad eclesiástica, sí en cambio es uno de los más influyentes conductores de conciencias de su tiempo. Perteneciente a la Compañía de Jesús, encarna a la perfección el férreo espíritu de la milicia ignaciana, que logra la eficaz conversión de los espíritus por medio de significativas imágenes que sintetizan ámbitos sobrenaturales y metafísicos, encarnados en representaciones de una concreción casi naturalista. Es lo que san Ignacio llamaba «la composición de lugar», que hace que el devoto «imagine» los más intrincados parajes trascendentes, revestidos de temibles pero familiares representaciones de castigo, que convencen al más reticente. En otro trabajo en el que aludimos a este personaje y a la biografía que de él escribe Juan Antonio de Oviedo, decíamos lo siguiente:

«Núñez tal vez -sin la voluntad consciente de Oviedo- se presenta como una autoridad terrible; como el asceta que se sabe él mismo paradigma moral de una sociedad. Son varios los capítulos en los que nos habla de su mortificación, su penitencia y su continuo control de las pasiones. No en vano Núñez fue el confesor más prestigiado de su sociedad»6.



Además de su proclividad para escuchar y recriminar en la confesión, el padre Núñez fue un muy famoso orador pastoral de su tiempo. No obstante -y esto es lo más importante para nosotros, lectores e investigadores del siglo XX- el jesuita es un prolífico escritor. Esto nos posibilita el relacionar su obra literaria con la de sor Juana y ver lo diametralmente opuestas que resultan entre sí. La de la genial monja es una obra de creación guiada por la inteligencia, la creatividad poética y por un libre espíritu imaginativo. Núñez por el contrario, es un escritor de púlpito que en sus sermones -muchos de ellos, por cierto, dirigidos a monjas- usa sus más convincentes recursos retóricos y preceptivos para guiar a los fieles al ansiado camino de perfección. Su pluma, asimismo, está presente en los más renombrados acontecimientos y celebraciones de la cultura dominante. Por ejemplo, a él y a otro jesuita, Francisco de Uribe, se debe el Túmulo erigido por el Tribunal de la Inquisición en honor del monarca Felipe IV, fechado en 1666. Este honor le concierne por ser calificador del Santo Oficio. En las más importantes celebraciones religiosas encontramos discursos de este orador: en dedicaciones de templos, canonizaciones de santos; escribe, igualmente, oraciones fúnebres dedicadas a benefactores. El registro de este escritor es muy variado; no obstante, su finalidad como orador, como ensayista, como tratadista y teólogo práctico se puede resumir en las siguientes palabras de Josefina Muriel:

«Los escritos del padre Núñez de Miranda fueron hechos para dar mayor alcance y permanencia a lo que decía en público y en privado; esto es, lo que exponía en el púlpito y aconsejaba en el confesionario. Su principal temática se refiere a los medios para vivir con mayor perfección la vida cristiana en relación con la seguridad de la salvación eterna; la otra parte de su obra la constituyen los sermones panegíricos y los elogios fúnebres»7.



Decíamos que las noticias más abundantes que sobre este personaje se tienen, se deben a su biógrafo, el también jesuita Oviedo. La obra se estructura en dos partes, como es común en este tipo de vidas. La primera se centra especialmente en lo que podríamos llamar «su biografía externa», es decir, las acciones que como confesor, maestro, prefecto de congregación, y otros roles apostólicos relevantes, realiza Núñez a lo largo de su vida. En el Libro Segundo se privilegia lo que podríamos llamar la «biografía interior» del protagonista, o sea, las virtudes que lo significan; el cumplimiento puntual de sus votos como sacerdote jesuita; el momento de su muerte; el reconocimiento de sus contemporáneos; y algunos prodigios que hace al «hablar», ya difunto, con algunas personas. Es interesante observar cómo al escritor lo que le interesa especialmente es el ascetismo en el comportamiento de su personaje; de ahí que sean muy importantes dos capítulos que él eslabona secuencialmente y que se centran en las mortificaciones corporales (XV) y en las espirituales (XVI). En el primer capítulo aludido se habla de los castigos o más bien de los autocastigos con los que Núñez trata de borrar la presencia de esa «cárcel del alma», que es nuestra investidura material. El menosprecio del cuerpo y la inmisericorde forma de anularlo son rasgos sobresalientes del comportamiento ascético. Al igual que Aguiar y Seijas, Núñez va madurando su condición ascética en la más férrea disciplina que los prepara para la vida trascendente. En estos pasajes, los del castigo corporal, no deja de estar presente el gusto barroco por el tremendismo y por el efecto de las descripciones plenas de sensorialidad: «Ésta [la disciplina] la tenía toda gastada, y ensangrentada, como también el cancel, y paredes del aposento, aunque siempre procuraba buscar la disciplina que fuesse muy dura, y fuerte, y con todo jamás se daba por satisfecho»8.

Esta forma de masoquismo magnificado llega a extremos desagradables y escatológicos cuando el narrador, aludiendo al testimonio directo de la primera persona, manifestada en un «yo» cuenta que más penoso que el cilicio era: «[...] el que le causaban con sus mordeduras los muchos animalillos, que en él [el cilicio] se criaban y el mortificado Padre sufría con grande paciencia, y alegría»9.

No obstante, las penalidades corporales sólo tienen sentido para dominar las pasiones interiores, y el biógrafo parece decirnos que la mayor victoria para un asceta es el triunfo sobre la propia debilidad. La pasión fundamental y el pecado sobresaliente del jesuita Núñez es la cólera, que contenía con un gran esfuerzo. Sin decirlo, Oviedo sugiere, o el lector lo infiere, que esta impaciencia colérica es realmente producto de una marcada intolerancia.

Antes de continuar refiriendo las virtudes que Oviedo privilegia en la parte climática de su biografía de Núñez, quisiéramos señalar cómo el confesor de sor Juana aparece como una verdadera figura de poder. Cuando acaece su muerte, los congregantes de la Purísima, de la que él fue cabeza durante muchos años, le erigen un túmulo, honor conferido sólo a las grandes dignidades eclesiásticas y civiles. Este dato nos revela cómo la sociedad novohispana vive en función de sus gestos y prácticas espirituales y religiosas; con esto queremos decir que es un universo que gira, en cada una de sus acciones, alrededor de un centro trascendente.

Huelga decir que el virrey, conde de Galve, asiste a sus honras fúnebres. No es menos importante la referencia que hace Oviedo a la amistad y admiración que las jerarquías eclesiásticas más importantes de su tiempo le dispensaron. Tal es el caso de Aguiar y Seijas y de Manuel Fernández de Santa Cruz, o sea, la sor Filotea de la Cruz de sor Juana.

Con base en el cumplimiento y consecución de las virtudes para lograr la perfección, los hagiógrafos crean un personaje-tipo que cumple sublimadamente con las señas de santidad que su rol ejemplar le indica. De alguna forma u otra, el biografiado se convierte en un protagonista ideal y paradigmático, en el que la relación con el personaje real es, si no falsa, sí hiperbólica y plenamente literaria. Veamos algunas de estas virtudes emblemáticas en la biografía que sobre Núñez escribe el padre Oviedo. El Libro Segundo de la Vida de Núñez se cifra esencialmente en las virtudes que el confesor de sor Juana vive a plenitud. Los hagiógrafos proceden de lo general a lo particular; es decir, primero teorizan sobre cada una de las virtudes propias del cristiano y del religioso perfecto, y a continuación -y en esto residiría lo esencialmente narrativo y novelesco de estos relatos- cuentan una serie de conmovedores y emocionantes episodios para ejemplificar vivencialmente la perfección de su personaje. Así, Oviedo constata lo siguiente:

«Antes de descender en particular a los admirables exemplos que de todas las virtudes religiosas nos dexó el Venerable Padre Antonio Núñes, me pareció necessario permitir este capítulo, assi porque el fervor, diligencia, y cuidado en practicarlas, es el que da su mayor vigor, y hermosura; como por aver sido éste [el cuidado en practicarlas] una de las cosas más principales de su prolongada vida [...], un tan infatigable fervor, y tezón tan incansable en todo lo que miraba a la observancia religiosa, y exercicio práctico de las virtudes [...]»10.



Ante la imposibilidad de detenernos en el caudal de virtudes que profesa el confesor no sólo de sor Juana sino de la otra mujer quizá más célebre de su tiempo, Catharina de San Joan, la famosa «China poblana», nos detendremos en la de la pureza o castidad, tan importante en una sociedad perturbada constantemente por las tentaciones carnales y por la presencia pecaminosa del cuerpo. No obstante, quisiera señalar que la castidad es fundamental no sólo como control moral y social de una colectividad, sino porque junto con la pobreza y la obediencia conforman los tres votos que el religioso jura el día de su profesión. Inherentes a éstas, y como sucedánea inherente a la pobreza, se encuentra la humildad. El capítulo VIII del Libro Segundo se intitula precisamente «Del cuidado y vigilancia que puso en la guarda de la pureza». El autor utiliza una comparación preciosa y poética que admiramos a continuación: «[...] como el instituto Apostólico de la Compañía le obligaba a tratar con todo género de Personas, necesitaba de valerse de otros medios, para que aun en medio de los peligros le conservase Salamandra viva, y vigorosa sin lesión del fuego la castidad»11.

La forma más eficaz de salir ileso en los peligros y tentaciones de la lujuria es naturalmente evitar el trato con cualquier objeto de tentación y deseo; esto es lo que hacía el padre Antonio. Cuando, sin embargo, tenía que enfrentar a alguna mujer, el biógrafo refiere lo siguiente:

«El propósito que tenía hecho de no visitar Mujeres lo guardaba tan inviolable, y rigorosamente, que teniendo por hijas de confesión muchas de las más principales señoras de esta Corte [...] jamás las visitaba, y si alguna vez lo hacia, era por negocio muy preciso, y entonces muy de paso, y con sumo recato en la vista, acciones, y palabras. Y como siempre fue muy corto de vista, se alegraba mucho por ello, porque decía [...] que quitarse los anteojos en esas visitas, y demás concursos, evitaba la ocasión de mirar aun inadvertidamente Mujeres»12.



Para concluir con Núñez de Miranda, diremos que, por ironía del destino, muere exactamente dos meses antes que sor Juana, el 17 de febrero de 1695, mientras la escritora fallece el 17 de abril del mismo año.

Además de la biografía que de Aguiar y Seijas conservamos -ya también muy consultada por los estudiosos de sor Juana-, hemos localizado unos interesantísimos escritos, publicados a raíz del fallecimiento de este príncipe de la Iglesia. Creemos que ésta es precisamente la razón por la cual sobre Aguiar y Seijas encontremos más textos que sobre Núñez. Su calidad de prelado hizo que el Cabildo eclesiástico de su diócesis y las órdenes religiosas de su obispado le dedicaran sentidas oraciones fúnebres, que han llegado hasta nosotros.

Sobre don Francisco de Aguiar y Seijas hemos localizado tres panegíricos biográficos, predicados al morir el peculiar arzobispo de México, célebre por sus recalcitrantes manías, entre ellas la misoginia. Uno de sus panegiristas dice que con orgullo confesaba el arzobispo que: «Por la Divina Misericordia ha treinta años que no veo Mujer alguna»13. También se cuenta que no visitaba a los virreyes en turno por no encontrar a las virreinas; asimismo, era famosa la ausencia de mujeres en el servicio de la casa arzobispal. Era proverbial que había muerto tan casto como nació. Otra de las obsesiones que lo ha hecho célebre es la pobreza y la manía de dar todo cuanto tenía en limosnas. Es cierto que Aguiar, oriundo de Galicia, había tomado el hábito de la orden seráfica de san Francisco, célebre por su renuncia a los bienes materiales y por su notoria humildad. No obstante, la idea fija que Aguiar tenía de desprenderse de lo material alcanzó niveles patológicos.

Sobre esta figura del XVII novohispano, también tan relacionada con sor Juana, tomamos un texto hasta ahora no trabajado por los investigadores (hasta donde tenemos noticia), escrito por el fraile franciscano Joseph de Torres Pezellin y que lleva el nombre de Sermón en las honras, que hizo el venerable orden tercero de penitencia del Señor San Francisco de México [...] [a] Don Francisco de Aguiar y Seixas, 1698. Es en este año, tres después del fallecimiento de sor Juana y de Núñez de Miranda, cuando muere este singular personaje.

El autor insiste, en este interesante escrito, en varias virtudes y rasgos de perfección del prelado, sobre todo en su castidad y candor, que hacía que pareciera una criatura exenta del pecado original, «que en él no había pecado Adán»14. Su rigor y ascetismo, señala Torres, lo hacen un brazo providencial de Dios para perfeccionar este arzobispado:

«[...] que siendo [...] [esta ciudad enferma] desde que mereció tener la sombra de Su Señoría Ilustríssima viniendo a ser su Arçobispo, comenzó a convalecer de sus enfermedades, sanando de sus relaxaciones [...] Desde que este Príncipe vino a ser digníssimo Prelado de esta Iglesia Mexicana, no ay estado que no se reformasse en su instituto, ni desliz que no se contuviese [...]»15.



En la virtud que más se solaza el autor es en la de la pobreza, que conlleva las de la misericordia y la humildad. Con marcado estilo barroco, abundando en símiles, hipérboles e hipérbatos, Torres Pezellin hila un bien tramado relato del rasgo de santidad para él sobresaliente en el arzobispo: su pobreza. Alude a su generosidad y largueza para con los pobres. También menciona la bienaventuranza de aquel que imita las obras de Cristo; Aguiar fue, según su biógrafo, «Príncipe en Cristo pobre, según nos lo enseñan sus obras».

La frugalidad de sus costumbres llama también la atención del panegirista. La parquedad en la comida lo lleva a que «[...] Su comer era las más vezes, ya que no langostas como el Baptista en el desierto, a lo menos como él se sustentaba de lechugas, o unas yerbas sin mas zaçón que coserlas [...]»16.

Su pobreza se manifiesta en correlaciones alternas entre su calidad de príncipe y de pobre franciscano. Entre los símiles, el autor establece el de la mayor de las jerarquías, que es la de su dignidad pontificia como príncipe de la Iglesia, correlacionada con la de tercero franciscano, lo alto y lo bajo se cifran en el obispo, quien, en un juego barroco de palabras, conjuga su prelacía con su humildad seráfica: «Hízose semejante a los demás Terceros, pues como desnudándose de su dignidad, se puso en estado de merecer, porque se hizo inferior respecto de la perfección de su superior estado»17.

La parte climática del sermón es la conexión entre Aguiar y los pobres, uno de sus más célebres rasgos a lo largo de su vida. Torres relata la extensísima labor del personaje como benefactor y limosnero. Narra innumerables obras de beneficio realizadas por el difunto arzobispo. Entre sus acciones filantrópicas el prelado se esmera en dotar a los recogimientos de mujeres. Al igual que Aguiar, el autor se mimetiza con su misoginia y emite el siguiente juicio: «Sólo su Señoría Ilustrísima ha conseguido el imposible de enclaustrar mujeres locas, pues para las faltas de juicio edificó recogimiento a sus expensas, siendo sustentadas, y cuydadas de su limosna»18.

Posteriormente y para concluir, el autor aborda el tema favorito que orla la celebridad de Aguiar y Seijas: su caridad y prodigalidad para con los pobres. Entre las anécdotas cuenta cómo despojó a un Santo Niño de sus joyas para darlas a los pobres: «Para qué quiere este Santo Niño tantas joyas, y vestidos, mejor fuera que lo desnudaran, y vendiessen las joyas, y vestidos, para que con su valor se vistiessen los niños vivos desnudos»19.

El remate de la generosidad del personaje es el efectismo de cuando se le pregunta qué conservaba para él, y contesta Aguiar: «[...] dexo para mí la esperanza»20.

En este bien elaborado sermón no faltan las narraciones prodigiosas y los toques sobrenaturales; tal es el caso cuando el prelado se encuentra a un mendigo, al cual lleva al palacio episcopal. El menesteroso, quien padece de lepra, es acostado en cama de su Ilustrísima. Lo insólito ocurre cuando: «[...] bajando adonde estava su leproso, lo que halló fue q[ue] sobre la cama en que le puso, sólo se veía la imagen de un Santo Crucifixo. Sin duda sería a quien avía cargado como a pobre N[uestro] Ilustríssimo Arçobispo»21.

El final del sermón se pliega a los condicionamientos de la retórica del desenlace y concluye con patéticas expresiones de desaliento y lamentación. Con las siguientes palabras del orador queremos terminar este trabajo, con la magnificación elegiaca de este barroco prelado que sintió como aberrante el genio de sor Juana:

«Y pues es assí, si han quedado lágrimas, sentimientos, suspiros, o sollozos, conviértanse a sentir la infelicidad del pueblo q[ue] le pierde, que ese sólo es el infeliz quando nuestro Ilustrísimo Príncipe passa a coronarse con el premio de la gloria adonde por la Misericordia de Dios: Requiescat in pace, Amen»22.







 
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