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Parayso occidental

plantado y cultivado por la liberal benefica mano de los muy catholicos y poderosos Reyes de España Nuestros Señores en su magnifico Real Convento de Jesus Maria de Mexico

Facsímile de la primera edición
(México, 1684)


Carlos de Sigüenza y Góngora



Presentación de Manuel Ramos

Introducción de Margo Glantz





  -VII-  
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Presentación


Manuel Ramos Medina
Director Centro de Estudios de Historia de México
Condumex


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- I -

En el Nuevo Mundo, la escritura de las crónicas históricas cobró una nueva dimensión tanto en estructura como en contenido. Algunos españoles que llegaron a las tierras recién descubiertas se preocuparon por escribir y describir sus experiencias. En el siglo XVI, frailes, militares, intelectuales, y viajeros redactaron sus vivencias con la finalidad de resguardar su memoria histórica y no perderla en el olvido. Así, dieron cuenta de sus enfrentamientos con los naturales; los trabajos que emprendieron para los primeros asentamientos urbanos; sus aventuras y sus asombros. Varios de estos escritos no fueron conocidos sino hasta mucho tiempo después de que se redactaron. Sabemos que algunos se perdieron definitivamente porque el paso del tiempo los carcomió e hizo desaparecer; otros están todavía ocultos en bibliotecas y colecciones privadas.

En el siglo XVII, las crónicas religiosas pretendían rescatar las historias de las diversas órdenes establecidas en territorios como la Nueva España. Los religiosos y frailes mostraban en sus escritos verdaderas apologías de las fundaciones de sus congregaciones. De esta manera, dieron a conocer vidas de santos no canonizados, como ejemplos que podrían ser imitados tanto por la orden religiosa como por la sociedad. A través de esas crónicas, además de conocer las historias fundacionales y la acción de los primeros religiosos, nos enteramos de la vida económica, política, social y religiosa novohispana. Ellas representan una fuente de inapreciable valor para el estudio de la vida cotidiana. Por ejemplo,   -VIII-   sabemos que las monjas sacrificaban animales en los conventos: la madre Marina de la Cruz «se le mandó por su mano y sin ayuda alguna, matase, desollase y desquartizase los carneros que se traían de provisión cada semana»1.

Las monjas enclaustradas también anotaban en sus conventos las memorias de sus antepasadas, aunque en forma diferente a como lo hacían los monjes. Los monasterios femeninos, establecidos a partir de la segunda mitad del siglo XVI en la ciudad de México y en las principales ciudades del virreinato de la Nueva España, guardaban la tradición de recuperar sus hechos del pasado y con ese fin nombraban a un miembro de su comunidad religiosa: la cronista. Esta religiosa redactaba los acontecimientos más relevantes para la comunidad, en el interior del convento, en papeles que posteriormente eran encuadernados y forrados con pálidos pergaminos que con la pátina del tiempo se transformaban en amarillo tostado, y cuyos lomos ornamentaban las bibliotecas conventuales de las monjas.

No sólo la cronista escribía. Sabemos que confesores y directores espirituales recomendaban y, en ocasiones, obligaban a sus dirigidas a escribir sus experiencias religiosas. Estos manuscritos, guardados celosamente en el convento, difícilmente se facilitaban al mundo profano. El objetivo principal de los manuscritos monjiles era cimentar la memoria del convento a través de las lecturas constantes de su fundación. Prácticamente estos escritos no fueron dados a la estampa, salvo raras excepciones, pues no eran noticias públicas sino intimidades de una casa que sólo las hermanas leían y reflexionaban a través de su lectura en el refectorio o en las recreaciones.

Carlos de Sigüenza y Góngora, autor del Parayso Occidental, plantado y cultivado por la liberal benefica mano de los muy Catholicos y poderosos Reyes de España Nuestros Señores en su magnifico   -IX-   Real Convento de Jesus Maria de México, impresión realizada en México en 1684, persiguió varios objetivos; algunos son claramente mostrados en sus textos; otros, más ocultos, nos dejan entrever los fines materiales del libro.

Destaca en primer lugar como uno de los principales objetivos de su obra, escribir «historia de mugeres para mugeres»2; y perpetuar así las vidas de las madres virtuosas del Real Convento de Jesús María.

Con la publicación del libro Parayso Occidental pretendía también dar a conocer a su entorno las vidas de las monjas «para que con infatigable trabajo y desvelo [de que soy buen testigo] sacase de las muertas cenizas de las antiguas memorias las vivientes Estrellas, que nunca mexor Astrólogo que hoy saca a la luz pública del mundo, allanando sus estudios y diligencia en su Parayso Occidental»3.

Hubo otro objetivo que era común cuando se daba a la estampa una crónica religiosa en el Nuevo Mundo. Este consistía en informar al Real y Supremo Consejo de indias, al Consejo de Castilla y, desde luego, al monarca, sobre la historia de la orden religiosa o el monasterio para ser favorecido por el rey. Se enviaban varios ejemplares de la obra a España y se repartían en las instituciones. Así, Sigüenza siguió este consejo: dar a conocer a Carlos II y a la corte los frutos del real monasterio de Jesús María que el rey Felipe II, «Salomón de España»; había fundado bajo su patronato en el siglo XVI. Como patronos, los reyes de España estaban obligados a apoyar económicamente la obra del convento. A fines del XVII se inició en el monasterio una nueva etapa constructiva4, y quizá la publicación del libro respondió a ello. Esa puede ser una forma de interpretar las exageradas virtudes de las religiosas que muestra Sigüenza y Góngora.

  -X-  

Las historias que aborda Sigüenza son las vidas de las monjas, descendientes de conquistadores y primeros pobladores que, en general, no podían pagar la dote. El autor trata de sacar los más íntimos secretos, entre apariciones, arrobamientos, figuras demoníacas y celestiales. Como afirma Guillermo Tovar y de Teresa «parece ser el científico [Sigüenza] que impugna, y no el que escribe las páginas de este libro, que describe fenómenos extraños del comportamiento»5.

El objetivo de la edición príncipe del Parayso Occidental fue dar a conocer, asimismo, los inicios del tercer convento de monjas concepcionistas fundado en la ciudad de México. El autor dedica, además, veintiocho capítulos a historiar la vida extremadamente virtuosa de Marina de la Cruz «principal objeto de esta historia». Redacta también la biografía de la madre Inés de la Cruz, la fundadora del convento de San José de carmelitas descalzas de la ciudad de México, la continuadora de la obra de Santa Teresa de Jesús, con lo que resalta los frutos del monasterio de Jesús María. Finalmente, da noticias sobre otras religiosas preclaras del convento concepcionista, así como sobre la vida del capellán Mathías de Gámez.

La publicación de la fundación y primeros tiempos del real convento de Jesús María que el lector tiene entre sus manos, constituye una de las crónicas excepcionales sobre historia de monjas que se editaron durante la época colonial6. El autor afirma claramente que el libro no sintetiza una obra personal, sino que se sirvió de los escritos de las religiosas para llevar a cabo la obra: «y así ocurrí al archivo del Real Convento cuyos papeles se me entregaron». Sigüenza, pues, fue privilegiado al tener acceso al «taller del historiador»; generado por las mismas monjas, y descubrir por sí mismo   -XI-   los propios manuscritos antiguos, que le fueron prestados para su estudio e interpretación. Sigüenza otorga el crédito a las religiosas escritoras, y en ocasiones -como es el caso de la biografía de Inés de la Cruz, fundadora del convento de San José, primer carmelo de la ciudad de México- cita completo el texto de la biografía7.

Otras fuentes de información las constituyeron las pláticas con las mismas monjas quienes, a pesar de contar con las biografías de todas las religiosas, conocían por tradición oral del mismo convento los hechos excepcionales de algunas de ellas.




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- II -

Carlos de Sigüenza y Góngora nació en la ciudad de México en 1645. Hijo de Carlos Sigüenza «maestro que fue del serenísimo príncipe don Balthasar Carlos»8 y de Dionisia Suárez de Figueroa y Góngora, sevillana, hija de familia con pretensiones aristocráticas, a quien conoció en México. Don Carlos se trasladó a la Nueva España en 1640 en busca de una fortuna que no encontró.

Carlos de Sigüenza y Góngora fue el segundo hijo de una prole de nueve. Su hermana, la religiosa Lutgarda de Jesús, ingresó al convento de Jesús María, y es probable que por eso el autor del Parayso Occidental hubiera tenido un contacto más estrecho con el monasterio de las concepcionistas.

El 17 de octubre de 1660, a los quince años de edad, Sigüenza ingresó a la Compañía de Jesús. Después de cursar su noviciado, dos años después, pronunciaba los votos de pobreza, castidad y obediencia en el colegio de Tepotzotlán. No pudo perseverar en la Compañía por razones disciplinarias, por lo que fue formalmente despedido de la orden el 15 de agosto de 16689, a pesar de   -XII-   las súplicas y ruegos para que no se llevara a cabo su expulsión. La experiencia que vivió como jesuita lo marcó profundamente, y durante el resto de su vida insistió en su reingreso a la Compañía, pero no fue aceptado. Seguramente la añoranza por una existencia dedicada al servicio de la Iglesia y al estudio, así como por la seguridad que proporcionaba el pertenecer a la orden, estuvo presente hasta el final de sus días.

Después de su vivencia en la Compañía de Jesús, Sigüenza y Góngora se desempeñó como catedrático en la Real y Pontificia Universidad de México. En 1672 quedó vacante la cátedra de Matemáticas y Astrología que ganó por concurso. Su salario era sumamente modesto, por lo que tuvo que aceptar trabajos diversos para su manutención y la de sus hermanas. Fue cosmógrafo principal del reino; inspector general de cañoneros; contador de la universidad; corrector de la Inquisición, entre otras actividades.

En tiempos del arzobispo de México Francisco de Aguiar y Seijas obtuvo una prebenda mejor remunerada y con alojamiento incluido en el Hospital del Amor de Dios, donde permaneció, como capellán, hasta su muerte; fue también limosnero de este arzobispo10, y entre sus deberes estaba la distribución de cien pesos entre las mujeres pobres de la ciudad, cuya presencia no soportaba el prelado11.

El autor de la crónica que hoy presentamos era conocedor de las lenguas antiguas de México. Su interés por la historia prehispánica lo llevó a escribir la Historia antigua del imperio de los Chichimecas, «que oy llamamos Mexicanos, desde poco después del diluvio hasta los tiempos presentes»12. Otras monografías sobre el tema son Ciclografía mejicana, La Genealogía de los reyes mejicanos, Calendario de los meses y fiestas de los mejicanos y algunas más que no contaron con el apoyo financiero y en poco tiempo   -XIII-   desaparecieron13. Obra de gran interés es la Libra astronómica y filosófica, tratado polémico sobre la naturaleza de los cometas, que tuvo la suerte de ser publicada gracias a la generosidad de un admirador que pagó la edición. Al combinar la objetividad científica con la subjetividad emocional, la obra refleja las tensiones de la época barroca14.

Carlos de Sigüenza y Góngora fue, además, coleccionista de códices, mapas y antigüedades diversas. Su valiosa biblioteca, así como sus instrumentos científicos fueron donados en su testamento a la Compañía de Jesús.

El autor del Parayso Occidental fue amigo y compañero intelectual de sor Juana Inés de la Cruz15. La monja jerónima le dedicó un soneto que alude a la descripción del Arco Triunfal que compuso Sigüenza para el recibimiento del virrey de México, el marqués de la Laguna16.

Sigüenza fue un escritor infatigable. Sin embargo, no logró publicar todas sus obras: «Si hubiera quien costeara en la Nueva España los impresos (como lo ha hecho ahora el convento Real   -XIV-   de Jesús María) no hay duda que sacara yo a luz diferentes obras a cuya composición me ha estimulado el sumo amor que a mi patria tengo y en que se pudieran hallar singularísimas noticias»17. Las dificultades económicas para editar sus trabajos se debieron a que los recursos eran insuficientes18. La publicación del Parayso Occidental, obra costosa, fue respaldada por el mismo convento concepcionista de Jesús María. Fue una edición de magnifica impresión por sus tipos y papel19.

A través de toda su obra, el sabio criollo, orgullo de México, encarna y simboliza la transición de la ortodoxia extrema de la América Española del siglo XVII a la creciente heterodoxia del siglo XVIII, como afirma Leonard20.

Finalmente, don Carlos murió en 1700 en la ciudad de México y fue sepultado en la iglesia de San Pedro y San Pablo de la Compañía de Jesús, reflejo de su amor por la orden jesuítica.

El Parayso Occidental, a pesar de la importancia histórica que representa, no había sido reeditado anteriormente. Existen muy pocos ejemplares de la edición príncipe de 1684. Si a eso sumamos el interés por el estudio de la mujer en la época colonial, justificamos debidamente esta edición facsímile que no dudamos será de gran utilidad para investigadores y curiosos de nuestra historia colonial.

Desde hace treinta años, el Centro de Estudios de Historia de México CONDUMEX desarrolla un esfuerzo continuo por dar a conocer su acervo a través de la publicación facsímile de sus libros más valiosos y de difícil consulta. Con ello pretende difundir su patrimonio y enriquecer, en la medida de lo posible, otras bibliotecas de historia de México.

  -XV-  

Margo Glantz, dedicada desde hace ya varios años a desentrañar la vida de los conventos de monjas, con el entusiasmo y profesionalidad que la caracterizan, prologa la edición de este libro coeditado con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.





  -[XVI]-     -XVII-  
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Introducción

Un paraíso occidental: el huerto cerrado de la virginidad



Margo Glantz
Profesora emérita
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM


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La genealogía del paraíso y el patriotismo criollo

Siempre se ha tenido nostalgia del paraíso perdido. Siempre se ha achacado la culpa de esa pérdida a Eva, cuya violenta carnalidad y deseo de transgresión violaron la pureza del Edén, tentando a Adán. Jesús y María fueron los redentores: Jesús, nuevo Adán; María, nueva Eva. Así, en pleno Nuevo Mundo, en el seno de la naturaleza americana -esa zona tórrida inhabitable- pudo erigirse un nuevo paraíso, domesticando el caos y cultivando un nuevo jardín, al transformar las terribles selvas en hermosos jardines, esa «voracidad del tiempo por vegetable» donde han crecido nuevas flores «que se han de inmortalizar por racionales en el mismo empíreo». Con esta hipérbole, don Carlos de Sigüenza y Góngora justifica, en su dedicatoria, la construcción de un nuevo paraíso terrenal en occidente: el convento de monjas concepcionistas de Jesús María. ¿Y cómo dudarlo? ¿No se han conjuntado en la advocación del edificio los nombres de las dos máximas figuras de la cristiandad? ¿No se demostró con la Divina Concepción la definitiva pureza del cuerpo de María, la nueva Eva, en cuyo seno fue sin pecado concebido Jesús, el nuevo Adán? Y al exaltar ese fértil campo, el convento novohispano, poblado de vírgenes semejantes a flores indianas, ¿no se inserta Sigüenza en la corriente patriótica «que trató de dar a la imperial ciudad de México un pasado distinguido y un presente glorioso», según las justas palabras de David Brading?21

  -XVIII-  

En este libro, hecho por encargo, publicado en la ciudad de México en 168422, y basado en los archivos del convento, en entrevistas a «más de cien personas», en autos y cédulas, Sigüenza aprovecha para reclamar otras oportunidades de publicación para obras suyas, y quizá debe deducirse, más estimables que esta historia de mujeres,

«a cuya composición me ha estimulado el sumo amor que a mi patria tengo, y en lo que se pudieran hallar singularísimas noticias, no siendo la menos estimable deducir la serie y cosas de los chichimecas que hoy llamarnos mexicanos, desde poco después del diluvio hasta los tiempos presentes, y esto no con menos pruebas que con demostraciones innegables por matemáticas. Cosas son estas y otras sus semejantes que requieren mucho volumen, y así probablemente morirán conmigo (pues jamás tendré con qué poder imprimirlo por mi gran pobreza). Quiera Dios nuestro Señor que no sea así, lo que tengo averiguado de Santo Tomás Apóstol en esta tierra y de su cristiandad primitiva, ni el teatro de la Santa Iglesia metropolitana de la ciudad de México, donde se hallarán las grandezas que de esta ciudad tengo prometidas y casi escritas. DE LO MUCHO [sic] que he comunicado a los Indios para saber sus cosas, puedo decir el que me hallo con cierta ciencia de las idolatrías, supersticiones y vanas observancias en que hoy entienden, y que me alegraría me mandasen escribir para su remedio...».



Esta declaración, además de amarga, es útil. Nos permite determinar con exactitud por qué Sigüenza empieza su historia del convento estableciendo comparaciones entre las monjas, sus contemporáneas, es decir, las habitantes de Jesús María, y las «vestales de la gentilidad mexicana». Para hacerlo, imprime una cita de don Fernando de Alba Ixtlixóchitl, considerado por el criollo como «el Cicerón mexicano», cita que le sirve para demostrar que, a pesar de su barbarie, los antiguos mexicanos destinaban   -XIX-   a jóvenes vírgenes para que cuidasen de los templos, de la misma manera que los eremitas de la primera iglesia cristiana y los romanos. Las palabras del cronista mestizo y las del cronista criollo concuerdan al manifestar su admiración por rituales que parecen, avant la lettre, cristianos: coronarse de flores, antes de profesar; despojarse de sus ricos hábitos para vestir trajes especiales; cortarse los cabellos, ayunar, tener singular modestia y compostura; ser castas, no pecar ni en pensamiento ni en obra, además de enclaustrarse y cumplir con gestualizaciones ceremoniales de tipo reglamentario. Razones que le permiten definir dos de los propósitos fundamentales de su obra: primero, exaltar a los antiguos mexicanos «por que si entre gentiles a quienes por ser posesión de las tinieblas oscuras y faltarles, por ello, la luz de la inteligencia, se servía a los dioses mentidos con tan austeros rigores» (Parayso, 5a), fueron capaces de vislumbrar algunos de los visos de la, para ellos, verdadera religión, cosa que por extensión enaltecía a los criollos nacidos en América; y, segundo, para defender a esos mismos criollos que, como él mismo, habían tenido la poca fortuna de que su nombre hubiera ido «perdiendo crédito por mexicano y doméstico, lo que aquél ha merecido en otras partes por europeo y romano, como si la bondad de las cosas no las distribuye Dios indefinidamente a todas las partes donde llegó su poder» (Parayso, 5b). Palabras que, debo decir de paso, mantienen su vigencia. Las vestales indígenas y sus costumbres parecían anticipar de extraña manera los severos códigos que habrían de regir a las religiosas de la Nueva España. La prefiguración de dogmas y ceremoniales cristianos es reiterada en varias ocasiones por distintas personalidades de esa época y habla de la gestación del patriotismo criollo, cuya máxima manifestación fue el guadalupanismo que han trabajado Francisco de la Maza, Jaques Lafaye y David Brading23, entre otros estudiosos del   -XX-   tema, mostrando cómo las apariciones de la Virgen de Guadalupe y «la eterna impresión de su imagen en el ayate de Juan Diego se concebía como un milagro parecido al de la transubstanciación efectuado durante el sacramento de la eucaristía»24. Y para sor Juana Inés de la Cruz, las ceremonias realizadas para festejar al Dios de las Semillas -a pesar de ser un remedo diabólico del mismo sacramento- eran, en suma, su prefiguración, la anticipación de un dogma refinado; el que simboliza un sacrificio humano incruento, donde el cuerpo de Cristo se transforma en un manjar que sirve de alimento y de purificación a los fieles. En la loa a El Divino Narciso, el personaje alegórico América describe de manera sorprendente esas semejanzas, esa prefiguración:


«... Demás de que su
protección, no se limita
sólo a corporar sustento
de la material comida, sino
que después, haciendo
manjar de sus carnes mismas...
de las manchas el alma nos purifica».



Y la Religión arguye:


«¡Válgame dios! ¿Qué dibujos,
qué remedos o qué cifras
de nuestras sacras verdades
quieren ser esas mentiras...
¿Hasta dónde tu malicia
quiere remedar de Dios
las sagradas maravillas?»25



  -XXI-  

Las creencias guadalupanas de Sigüenza, presentes en otras de sus obras, son manifestaciones de la misma línea de patriotismo criollo implícita en su afirmación de que puede demostrar, «con exactitud matemática», la presencia de Tomás Apóstol en esta tierra y «su cristiandad primitiva». De igual forma, su cuidadosa transcripción de las palabras de Ixtlixóchitl, en relación con las vestales indígenas, reitera su criollismo26: no sólo en la gentilidad pagana o en la religión hebrea hay prefiguraciones de la verdadera religión; esas anticipaciones también existieron en las creencias y rituales de los antiguos mexicanos, aunque se trate de un bosquejo imperfecto, un remedo de su objeto. Es más, lleno de admiración, desbordado en los elogios, confiesa la superioridad del México prehispánico, si se toma en cuenta la conducta intachable de sus sacerdotisas:

«Y si de lo contrario... como suceso no digno de encomendarlo al olvido, no nos dan noticias las tradiciones indígenas ni sus pinturas históricas, glóriese México de que ni aun en el tiempo de su gentilidad y barbarismo, lloró en sus vírgenes la falta de integridad, que tal vez en Roma fue triste presagio de los infortunios que a tal desgracia siguieron».

(Parayso, 5a)                







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El cuerpo de la fábrica

La admiración producida por la virtuosa conducta de las mujeres indígenas dedicadas a los rituales religiosos, no es, sin embargo, suficiente. Es posible valorar otras formas de vida distintas a las cristianas, pero no se pueden legitimar. Para Sigüenza, como para sus contemporáneos y sus cercanos antepasados, los conquistadores y los misioneros, sólo existe una verdadera religión.

  -XXII-  

Cuando Las Casas dice «la humanidad es una», se está refiriendo a la universal exclusividad del catolicismo. Así lo entiende nuestro autor cuando declara:

«No se desempeñaba bastantemente la América ya cristiana, sino era adelantado a nuestro Dios verdadero el culto religioso, con que en el tiempo de la gentilidad reverenciaba a los ídolos, y siendo entonces la populosísima ciudad de México, el mayor teatro de abominable piedad: ¿cómo no habla de ser ahora un delicioso Parayso de religión y virtud? Testigos sean cuantos templos magníficos le ocupan al aire los dilatados espacios, que antes se profanaban con el humo sacrílego de sacrificios humanos, en cuya fábrica, más que el cuidado de diligentes artífices, se desveló el fervor de los primeros cristianos, reconocidos al amor con que se afanaban los sacerdotes».


(5b).                


No hay que engañarse: Sigüenza admira en extremo las simetrías, el paralelismo que permite comparar el esplendoroso pasado prehispánico y su civilizada organización con ciertos aspectos de la vida cristiana, pero no puede aceptarla como modelo, a lo sumo es una prefiguración inconclusa y en ocasiones sacrílega del mundo verdadero, ese edificio católico cuyas bases se empezaron a construir en América después de la Conquista.

Sin embargo, al referirse a una construcción en especial, en este caso la del convento de Jesús María de cuya existencia histórica Sigüenza es el responsable, pues ha sido elegido para reseñarla y dejar en letras de molde «esa elevada fama que se logra eternizada en la imprenta», como explicaba uno de los panegiristas de sor Juana.

«Este que es genio natural en los vivientes, adornados de estas prendas y dotados por la naturaleza de tan plausibles gracias, los consagra la humildad de la madre sor Juana solamente a la noticia común de los que pueden lograrla en su siglo, por no tener ocultos los dones de Dios, renunciando por su voto. Mas, por no privar a los venideros de noticias tan singulares como provechosas, determinó su buen gusto de vuestra merced [Orúe y Arbieto] eximirlos del olvido, en inmortalizar con la estampa su memoria, para que la cadencia conceptuosa   -XXIII-   de sus dulces metros suene en los oídos de los presentes, y de ellos trascienda la memoria de los venideros...»27.


Las letras de molde son, por tanto, eternas28. Hay una duplicación muy reiterada en la época: por un lado, se construye el monumento, templo concreto y visible; por otro, se da «razón» de su fábrica en letras de imprenta. Un ejemplo característico es el Neptuno alegórico de sor Juana, cuya arquitectura pereció y cuya «razón» persiste, eternizada por los moldes de imprenta, y en el caso que nos ocupa, el Teatro de virtudes políticas de Sigüenza29.

En ese espacio predeterminado para un templo, cada elemento parecería obedecer solamente al principio de la edificación cristiana, la construcción concreta de un espacio destinado a la religiosidad, semejante a esos templos magníficos que cambiarían el panorama de la ciudad, antes profanada por edificios sacrílegos. Se prefiguran, sin embargo, varios signos ominosos, subrayados por Sigüenza: idealmente, los problemas políticos no hubiesen debido prevenir la construcción de la fábrica, esa obra física   -XXIV-   concreta, el convento de Jesús María, cuyo fin principal había sido el de albergar a las descendientes de conquistadores empobrecidos, cuya progenie femenina se desclasaba por matrimonios indignos o cuya belleza las exponía a la ruina. Los moldes de imprenta dan cuenta de un sistema complicado de cesiones y ventas de casas; de recolección de dinero; de petición de limosnas y de licencias; de búsqueda de dotes; de enredos burocráticos y disputas de intereses. Un conjunto de incidentes desgraciados que va tejiendo una intrincada maraña: la historia de una fundación retardada, de una fábrica construida a retazos, con tropiezos y groseros accidentes; de una construcción que se alarga por décadas, que se desplaza por la ciudad, que es inaugurada varias veces y destruida por cataclismos naturales y políticos; arruinada por sus mayordomos y que, para ser aún más novelesca, conjunta entre sus patronos y enemigos numerosos virreyes y arzobispos, acaudalados comerciantes y piadosos cortesanos. Esa cauda de desgracias y dotes incluye terremotos, inundaciones, mortandad de indios, las consecuentes carestías y, a la vez, una abundancia desmesurada de patrocinios, entre los que destaca el del rey Felipe II, interesado en colocar en el nuevo convento a su hija ilegítima, doña Micaela de los Ángeles, a quien le servía de aya nada menos que la abadesa del convento doña Isabel Bautista. Esta ilegitimidad resguardada, esa infanta bastarda, protegida por las religiosas y por cuya causa se acelera la construcción de la fábrica, muere, adolescente, con el juicio perturbado, y hace decir a Sigüenza, sin disimulada crítica, «fue el único motivo del voluntarioso empeño y de la liberalidad magnífica» del soberano español. La organización jerárquica que determina la edificación busca consolidarla con abundantes reliquias cuya imponente llegada, desde ultramar, basta para dotar a varios conventos de la Nueva España. También, y como para anticipar las procesiones y festejos que acompañarán las varias inauguraciones del convento y su iglesia, una sucesión de dignatarios civiles y eclesiásticos asocia su nombre a Jesús María, durante el dilatado tiempo de su erección. Varios virreyes, Martín Enríquez, Luis de Velazco el II, el conde de Monterrey, el marqués de Guadalcázar,   -XXV-   el marqués de Gelves, y antes el marqués de Villa Manrique de quien Sigüenza comenta que, hacia 1590, «embarazó en las competencias y desazones que motivaron su deposición, en que experimentó los ceños de enojo y de la crueldad» (23b). Diversos arzobispos, algunos también virreyes, son dignos de mencionarse, desde Pedro Moya de Contreras, pariente de Felipe II, pasando por don Juan Pérez de la Serna, hasta fray García Guerra, que ostentó los dos cargos, es decir, el de arzobispo y virrey.

A pesar de su piedad y fervor cristianos, Sigüenza deja transparentar una dura crítica contra muchos de los funcionarios encargados de promover la construcción del convento y los procedimientos empleados para ello, incluyendo los gastos ocasionados por los numerosos festejos que, aun antes de terminarse, se organizaron para celebrar su próxima inauguración; gastos que, en ocasiones, sobrepasaban las cantidades necesarias para terminar la edificación:

«... y a las primeras diligencias, con grave sentimiento de la ciudad, se halló en todo lo hasta allí obrado grandísima falta y desproporción, sin más recurso para la enmienda que gastar en su remedio nueve mil pesos. Habíalo causado la poca fortaleza de aquel lugar, cuanto la falta de ciencia de su primer arquitecto, pensión ordinaria de las fábricas, no sé si se diga de la América o de todo el mundo, pues cuando para su perpetuidad se debían encomendar a los artífices más consumados, se fían de los menos inteligentes o por la baratura grande con que las hacen o por los empeños y regalos con que los solicitan. Pero sin que lo embarazase este inconveniente, se emprendió la conclusión de la obra con fervor grande, y más cuando ofrecieron para ello las religiosas no desechables cantidades, con que estrecharon sus rentas».


(25b y 26a)                


No obstante, en esta perspectiva, es importante mantener una rigurosa buena fe, una técnica de severa aceptación. En el fondo, por su religiosidad y también por cortesanía, Sigüenza se ve obligado a prodigar palabras admirativas a esta retardada fábrica, y a hablar de las alhajas que «asearon» el convento, aunque reduzca la descripción de la opulencia, comprimiéndola a estrechas frases: «Se vio como en primoroso compendio todo lo que   -XXVI-   es estimable en el universo, así de tejidos y bordados como de joyas, pinceles, estatuas y resto de cosas que más aprecian los hombres» (27a).

Frente al dispendio elogia el recato de una «elegante imagen del ángel tutelar», colocado en un trono majestuoso, para que se contase con el único indispensable custodio de esa «racional clausura». Admira la procesión y los octavarios organizados por el marqués de Guadalcázar para celebrarla antes de tiempo, queriendo usufructuar el título de patrón, a pesar de que aún faltaba una torre del templo y el altar mayor:

«Suspendiéronse en esta ocasión los ánimos de todos, cuando después de haber admirado el adorno de las calles, se les hizo patente la majestad de la iglesia, cuya capacidad, bastantemente esparcida, fue digna esfera de toda la actividad y cuidado del generoso virrey... Pero para qué quiero cansarme en referir menudencias, cuando con decir que en sólo los fuegos que distribuidos desde la nueva iglesia hasta el real palacio regocijaron la ciudad e iluminaron la noche, se gastaron por su cuenta cinco mil pesos, de lo que fácilmente se puede colegir la magnificencia augusta de este gran príncipe, y la razón con que celebran la singularidad de esta función los que alcanzaron el verla, ¡y si esto es algo de lo mucho que se admiró la víspera de la fiesta, que pudiera (si la abundancia no me indeterminara la elección) decir del día! Y ¡qué no dijera (aunque muchos lo tuvieran por increíble) del resto del octavario! Pero mejor es encomendarlo al silencio porque no se repute por quimérico lo que expresare, o porque no se piense que el haber sido esta dedicación excepcional de todas, fue por adular al virrey que lo disponía, o en obsequio del rey nuestro señor, por ser aquella su casa».


(27b).                





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La fabricación de un cuerpo santo

Frente al boato y al dispendio, la clausura y la austeridad; frente a la fiesta, ese intento de transgredir los límites que separan el mundo invisible del visible, la estrecha constricción, un rígido y cuadriculado esquema de rituales donde cada gesto y cada golpe construyen una nueva corporeidad lacerada. En la fábrica del   -XXVII-   convento y en la clausura que propone se advierte un intento por deslindar varios tipos de cuerpos distintos: primero, el de la fábrica, en parte ya descrito, ese templo o lugar sagrado, cuyas paredes marcan una imposibilidad de retorno, el emparedamiento y la obligada convivencia cotidiana entre mujeres, aparentemente el único cuerpo sólido sujeto, sin embargo, como ya lo ha dicho el propio Sigüenza, a las peripecias del tiempo y a las veleidades humanas y cuya contrapartida será el templo espiritual, el templo emblemático, ese templo que en uno de los villancicos cantados en la dedicación del templo de san Bernardo sor Juana define así:


«Que este es el templo material
que al fin llegará a ceder
a los embates del tiempo
su generosa altivez
pero aquél, del tiempo
ignora el desdén...
Aquél que es eterno, porque
su planta en el alma es
y lo que durare el alma,
durará el templo también:
porque habite Dios en él,
para siempre en él»30.


Luego, el cuerpo deseado o cuerpo místico, ese cuerpo que diseña un objetivo de un camino que se dirige a un lugar marcado por una desaparición, la del Esposo, Cristo, al que se abrazan, ardientes, las profesas, porque, como aclara De Certeau,

«... aquello que se formula como rechazo del cuerpo o del mundo, lucha ascética o ruptura profética, sólo es la elucidación necesaria y preliminar de un estado de hecho, a partir del cuál comienza la tarea de ofrecer un cuerpo al espíritu, de "encarnar" el discurso y de producir una verdad»31.


  -XXVIII-  

¿Cómo produce Sigüenza esa verdad? ¿De qué elementos consta ese cuerpo escrito, el de las monjas? ¿Cómo se determina su diaria rutina de virtudes inscritas en el cuerpo? Esas virtudes que destruyen su cuerpo y edifican una santidad sustentada en una coreografía sistemática y cotidiana, la gestualización reglamentada por las constituciones, las distribuciones de las horas del día, los costumbrarios. Sigüenza aprovecha documentos existentes y complementa los datos con entrevistas, encuestas, exámenes. Produce luego varios textos de corte hagiográfico, pues ha entrado en la clausura, en ese mundo que se quiere espiritual. Divide su obra en libros: uno de ellos está dedicado a la famosa aspirante a la santidad, Marina de la Cruz; otro intercala un manuscrito hecho por otra monja, la famosa Inés de la Cruz, y aunque en ocasiones intervenga para corregirlo o para comentarlo, nos permite escuchar una voz facturada de manera distinta. Haría falta examinar con atención las dos formas de discurso y compararlo para determinar sus leyes32. Por formar parte de un mundo racional, ese universo debería estar enmarcado por el orden que construye un paraíso, el huerto cerrado, donde crecen las flores que en este caso -y por imitación del emblema que define a la virgen María- son azucenas, flores bellas, olorosas, flores de martirio. Ese hermoso jardín elabora una didáctica y una estética del padecer, pues como se dice en un costumbrario del convento de Jesús María, manuscrito en 1685, es decir, un año después de la publicación de este libro del letrado criollo:

«... ejemplo tenemos en Cristo que fue el dechado de todo, el que nos dio la ley de gracia, nos enseñó los consejos evangélicos que son a los que en la profesión nos obligamos, y así mesmo nos da norma de la ceremonia, la modestia con que conversaba, el modo de tratar de sus discípulos y apóstoles, para orar hincado de rodillas, bajando la cabeza al hablar con su Divino padre, otras veces se postraba en tierra, otra levantaba los ojos, otra cruzaba las manos, las palabras suyas siempre pocas, el reírse pocas veces, el llorar muchas, vémosle obrar   -XXIX-   como prelado, con qué mansedumbre, al enseñar con qué vigilancia al celo y bien de sus ovejas...»33.


Contraste extremo: las fiestas de dedicación del templo, puro deleite, enorme derroche, gasto de energías y de riquezas. La clausura, en cambio, propicia la pobreza, la indigencia, la limpieza moral y la inmundicia física, la cercanía extrema y perpetua con el cuerpo y sus secreciones, las verbalizadas y las que son omitidas, es decir, de manera primordial, la producción de sangre y de lágrimas. Uno de los signos de elección que desde su tierna infancia advierte Marina de la Cruz es descrito así por don Carlos:

«Apenas dio indicios Marina de haber conseguido el uso de la razón, cuando descubrió una maravillosa sinceridad y candidez, así de las palabras que profería, como en las acciones que le observaban, y que, aunque acompañadas de la prudencia, conservó siempre en un mismo tenor por todo el tiempo de su admirable vida... y el buen ejemplo de su solícita madre, comenzaron a introducirla en el camino de la virtud, con tan felices progresos cuanto eran fervorosos los ejercicios en que ocupaba los días y entretenía las noches, porque... retirándose al lugar más oculto de su pequeña casa, gastaba grandes ratos en rezar el rosario de María santísima..., manifestaban las lágrimas que corrían por su rostro tierno la interior devoción que alegraba su espíritu...».


(55a).                


Manual de táctica espiritual, manejado como una práctica, es decir, como un conjunto de ejercicios cotidianos, al estilo de los que preconizaba san Ignacio de Loyola. Ese tormento que se inflige sobre uno mismo es una técnica ascética para preparar al alma para la santidad; un ejercicio de dolor; una técnica para producirlo; una técnica cuyos instrumentos se adecuan para conseguir como máximo objetivo una producción cotidiana de dolor.

Los modelos se constituyen como una preceptiva tanto en lo que se refiere al comportamiento corporal como al diálogo con   -XXX-   Dios, esa comunión anímica que logran alcanzar los místicos al final de su camino de perfección, y que los aspirantes a la santidad deben ineludiblemente recorrer si pretenden llegar a su meta. En suma, la santidad es un entrenamiento; exactamente lo dice así san Ignacio de Loyola, el creador del método, en sus Anotaciones para tomar alguna inteligencia en los ejercicios espirituales:

«Por este nombre... se entiende todo método de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental y de otras espirituales operaciones... Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, por la misma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud de su alma, se llaman ejercicios espirituales»34.


Y en ese entrenamiento, la sangre producida es una ganancia, alcanza un gran valor imitativo, iguala el propio cuerpo con el del amado. Este procedimiento produce a veces un deleite inusitado, como lo confiesa Inés de la Cruz:

«[Cuando niña] hacía todo lo que podía de penitencias, aunque no era inclinada a mucho rigor, porque me quitaba la salud, y pasaba gran trabajo en andarme guardando donde no me viesen, para tener disciplina, me bajaba a las cuatro de la mañana a una caballeriza, y por no hacer ruido la tenía con sólo rocetas de abrojos, y experimentaba lo que decían los mártires que no sentían los tormentos, pues con ser tales las disciplinas, y sobre llagas, no sólo no sentía dolor, sino antes una suavidad del cielo».


(Cursivas mías, p. 133a).                


  -XXXI-  

El sacrificio, la práctica continua de laceramiento que produce tan perfecta dosificación del dolor es premiada. Una de las recompensas son las visiones. Esta relación confirma el estereotipo visionario, pero también dibuja un dato histórico que, como en este contexto, siempre se contamina de hagiografía. Marina de la Cruz no sólo ve a la Madre de Dios, a sus santos y a los candidatos a la beatificación; en muchas ocasiones dialoga con y contempla a Cristo, y recibe un alto premio, es acariciada y consolada por Él, y confirma su deseo al ver a su hija muerta colocada entre los serafines que animan la corte celestial. Este conjunto de sueños y visiones aquilata a las monjas así favorecidas durante su camino hacia la perfección: tiene carácter de presea, es la afirmación, la corroboración que muestra la predilección de Dios, su Esposo, por ellas. Esa marca, esa predilección, las señala; las aparta del resto del rebaño; muestra públicamente los designios del Señor; revela su presencia cuando manifiesta con señales la elección, y la corrobora con el premio recibido que se designa con el característico nombre de finezas. Al convertir la visión en un emblema, asegura el futuro de este ejercicio de la santidad, que en cierta medida acerca a las monjas -otorgándoles un remedo de la gloria que creen merecer- con la que es virgen por antonomasia, la Madre de Dios, cuya inmaculada concepción y sagrada fertilidad le concede la inmensa merced de ser intercesora entre los pecadores y Cristo. ¿Qué mayor justificación podría darse para unas monjas concepcionistas? ¿Qué premio mejor?

Hemos vuelto al punto de partida: al construir la fábrica del templo que las aloja, se ha adornado y enriquecido con reliquias, y esas reliquias han sido importadas desde España y desde Roma. En los momentos hagiográficos de su texto, Sigüenza demuestra que la vida de santidad ha acarreado la fama para las monjas más destacadas; una fama sustentada en el martirio publicitado que, cuando mueren, permite al convento enriquecerse con nuevas reliquias las cuales, para colmo, se han producido en la Nueva España.



  -XXXII-  
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El cuerpo monacal y sus vestiduras

Al escribir su libro, reitera el autor, «no ha sido otro mi intento sino escribir historia», y al disculparse de su estilo poco florido agrega: «Siendo mi asunto el escribir historia de mujeres para mujeres, claro está que hiciera muy mal en hacerlo así». Nótese el matiz un tanto peyorativo de Sigüenza al hablar de lo femenino, cosa habitual en la época, sobre todo si se trata de un libro que está destinado a ser leído sobre todo por un público del sexo débil. Este texto, remacho, nunca reeditado hasta ahora, sería, según su autor, un libro de historia: la historia de un convento femenino de la orden concepcionista de Jesús María, inaugurado en la ciudad de México en 1580, y escrito a petición de las propias monjas, a finales del siglo XVII. Pero por el tema que trata, un escrito de ese tipo no puede ser un mero libro de historia; es además, y antes que nada, un libro hagiográfico; narra la vida de las monjas más destacadas de ese convento y sus esfuerzos por alcanzar la santidad, estado que pretendía lograrse poniendo en marcha un método, un manual de táctica espiritual, mejor definido como una técnica ascética para ascender por el camino de la perfección.

Ahora hablaré de esa práctica, tal y como la manejaron dos de las monjas mencionadas, Marina e Inés de la Cruz, en las que me detendré ahora. El Parayso está dividido en tres partes. La primera relata la historia de la fundación del convento de Jesús María y sus peripecias; además, dedica un fragmento importante de su exposición a narrar los trabajos individuales e institucionales para erigir otro convento, el de San José, de carmelitas descalzas, cuyas fundadoras son justamente Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación, con el apoyo espiritual de Marina de la Cruz, a quienes el autor dedica el mayor número de páginas de la segunda y tercera parte de su obra, junto con la vida de otras religiosas.

Las dos hermanas que he escogido tienen puntos en común y algunas diferencias. Ambas son españolas, pero han vivido casi toda su vida en la Nueva España; ambas aspiran a la santidad, el   -XXXIII-   principal objetivo de una religiosa al entrar a un convento, y ambas manifiestan, como es lógico, una gran perseverancia en la consecución de su fin. Hasta allí la semejanza; en otros aspectos, sus vidas son totalmente opuestas: Marina fue casada y viuda dos veces y cuando entra al convento, al principio de la quinta década de su vida, lo hace con su única hija, una joven de trece años, de gran belleza, que muere súbitamente de una enfermedad misteriosa. Inés escoge desde niña un modelo de santidad, el de la eremita y el de la mártir, para convertirse más tarde en fundadora de convento -en franca imitación de santa Teresa de Jesús-, y entra en el claustro cuando tiene dieciocho años. La vida de Marina es narrada por el autor del libro y la de Inés fue escrita por la propia monja y ha sido intercalada por Sigüenza como parte de su material narrativo, aunque suela hacer sobre la marcha observaciones y hasta correcciones.

Sin embargo, a pesar de las diferencias que las separan y del distinto punto de vista de los dos textos -diferencias que por otra parte son dignas de estudiarse detenidamente en otro momento-, cuando se define el modelo de santidad los dos discursos comparten un mismo repertorio de imágenes, la misma concepción retórica, y formas semejantes de puestas en escena. Ello no es extraño; los márgenes de originalidad son muy estrechos, pues siempre se procede de acuerdo con una rigurosa organización predeterminada por escrito, y definida como un modelo que debe imitarse: el de los ejercicios espirituales de san Ignacio y el camino de perfección de santa Teresa, y las compilaciones tradicionales de hagiografía, los Flos Sanctorum, como sor Juana siguió las enseñanzas de Ovidio en la sección del poema que hemos mencionado.

Los modelos se constituyen como una preceptiva tanto en lo que se refiere al comportamiento corporal como al diálogo con Dios, esa comunión anímica que al final de su camino de perfección logran alcanzar los místicos, y que los aspirantes a la santidad deben ineludiblemente recorrer si pretenden llegar a su meta.



  -XXXIV-  
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El ejercicio metódico de la santidad

Aunque se nace con predisposición a la santidad, ello no basta para conseguirla; es necesario practicar incesantemente un método a la vez obligatorio y abierto: un producto del libre albedrío que al reconocer los signos, las marcas divinas, definidas por acontecimientos vitales surgidos desde la infancia, y que integrada a un método conforma una técnica, organiza una práctica y pone en marcha al aspirante deseoso de cubrir las etapas del camino de perfección. Esa técnica encarnizada se inicia, como ya se dijo, con un trabajo corporal y un despliegue de signos teatralizados, mantenidos primero en secreto, y luego, publicitados. Desde niñas las dos monjas van montando un aparato escénico y definiendo el lugar de la representación. Marina, nacida en 1536, enseñada por su madre a practicar una religiosidad se retira «al lugar más oculto de su pequeña casa (donde) gastaba grandes ratos en rezar el Rosario de María Santísima» (p. 55a). A su vez, Inés, nacida en 1570, practica con fervor la soledad, se corta los cabellos y se descalza en la iglesia «y alargaba el vestido que nadie me viese, que en esto tuve gran recato» (p. 131b). Es decir, se produce un doble movimiento, uno de marginación (apartarse de los otros en lugares específicos y cuidadosamente escogidos, y luego enclaustrarse), y otro de socialización, publicitar la conducta del aspirante a la santidad, convertirlo en un modelo social, casi en reliquia pública.

Los signos se van acumulando para conformar un destino determinado por una conducta sistemática y ejercida desde la infancia, con el fin de lograr la perfección y crear un catálogo de virtudes, propiciado por el esfuerzo constante y reiterado. Ese catálogo de virtudes perfecciona el espíritu, pero, como ya lo he reiterado, su consecución exige una práctica corporal. Dice Barthes que el modelo del trabajo de oración es aquí «mucho menos místico que retórico»35 y la retórica va siempre asociada a un ejercicio físico, reglamentado por escrito, es decir, una retórica   -XXXV-   corporal, en donde se delinean posturas claves, propiciatorias, por ejemplo, ponerse en pie, de rodillas, postrarse en el suelo, alzar los ojos al cielo, abrir los brazos en cruz, caminar con los pies y los brazos atados, pasear, producir la oscuridad en el lugar donde se está o inundarlo de luz, etcétera36, como ya se vio en relación con el Costumbrario, redactado por la madre superiora del convento. Preceptos que cada aspirante a la santidad adecua a su propia personalidad para salirse de la norma y, siempre constreñida por ella, tocar una nota original y acrisolar el modelo. La espiritualidad es, entonces, también concreción. La meditación propuesta por Ignacio de Loyola contiene «una oración preparatoria, dos preámbulos, tres puntos principales y un coloquio»37. Y este ejercicio espiritual que aspira al diálogo («al coloquio») se apoya, como ya dije, en una serie de posiciones corporales -ejercicios espirituales-, y una composición de lugar («la composición será ver con la vista de la imaginación el lugar corpóreo donde se halla la cosa que quiero contemplar»)38. En el estado místico se produce la comunicación con Dios, «el coloquio», como lo llama Ignacio, y aunque ese estado sea justamente «la suspensión del discurso», según la expresión empleada por santa Teresa39, es decir, la mudez, la pérdida del habla -y casi por inferencia, la del cuerpo-, esa comunicación se logra sólo mediante una práctica ascética, cuyo escenario es de nuevo el cuerpo.




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Los usos del cuerpo

Antes de establecer cualquier comunicación hay que preparar el espíritu para lograrla, y a ello tienden todos los manuales que se han escrito con ese objeto. Luego, para preparar el espíritu hay que domar el cuerpo, territorio del demonio; para lograrlo existen   -XXXVI-   varios métodos, puestos en práctica con constancia ejemplar. Los flagelos, los cilicios, los ayunos, forman parte de las llamadas «adiciones» útiles para perfeccionarse en los ejercicios, propuestos por san Ignacio:

«... castigar la carne, es a saber, dándole dolor sensible, el cual se da trayendo cilicios o sogas o barras de hierro sobre las carnes, flagelándose o llagándose, y otras maneras de asperezas»40.


Durante su última enfermedad -la madre Marina de la Cruz muere a los sesenta años-, sus compañeras la despojan en el hospital de los instrumentos de tortura, sus eternos compañeros, con los cuales se había «mortificado fieramente» el cuerpo:

«Halláronla entonces no sólo ceñida desde la cintura al pecho con una cadena en extremo gruesa, sino lastimadas las piernas, los muslos y los brazos con coracinas de hierro y punzantes rayos, cuyas correas fue necesario se cortasen con tijeras y con cuchillos por estar ya cubierta de carne las ligaduras. Creo que el que más sentía su espíritu le quitasen del cuerpo aquellos instrumentos de merecer, que ni aún el mismo cuerpo, siendo así que se le arrancaban pedazos suyos entre los rayos y cadenas con vehemente dolor».


(P. 103a).                


Es significativo que cuando Sigüenza describe esta escena hace hincapié en el aspecto espiritual del dolor, a pesar de que la crudeza de la transcripción remita sobre todo al cuerpo, como en una de las citas de Ignacio antes mencionadas. La «fiera mortificación del cuerpo» -según la expresión usada por Sigüenza para definir esta intensa y sangrienta práctica espiritual- produce no sólo la interlocución divina, es decir, ese coloquio con Dios preconizado por san Ignacio o la conversación que anhela tener con El san Juan de la Cruz, sino que también provoca una serie de visiones, signos reveladores de una comunicación establecida con lo divino, que se mantendrá siempre y cuando la   -XXXVII-   reiteración de las visitas y del consiguiente diálogo entre divinidad y ejercitante.




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El repertorio de imágenes: las visiones

Como ya lo reiteraba más arriba, al definirse el modelo de santidad se comparte un mismo repertorio de imágenes con la misma articulación retórica y formas semejantes de puestas en escena y escenografías. Las visiones constituyen el ámbito más definitivo para verificar esta aseveración delimitan un campo de metáforas y una iconografía imaginaria que también se fundamenta en los ejercicios de Ignacio de Loyola y se refuerza con la iconografía real, la que se encuentra en las iglesias, sacristías, conventos, domicilios particulares, etcétera, y se repite sistemáticamente en los sermones y en el confesionario. Recuérdese que Ignacio siempre aconseja poner en marcha la imaginación como apoyo de la meditación, por ello, cuando se refiere a la meditación del infierno, con el fin de combatir las asechanzas del Demonio y evitar la condenación eterna, exige:

«El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos, y las ánimas como en cuerpos ígneos.

» El segundo punto oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra nuestro Señor y contra todos sus santos.

» El tercero oler con el olfato humo, piedra, azufre, sentina y cosas pútridas.

»El cuarto gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y el verme de la conciencia.

»El quinto tocar con el tacto, es a saber, como los fuegos tocan y abrasan las ánimas»41.


La continua mortificación, el ejercicio inclemente del tormento corporal, favorece e intensifica las visiones o condiciona el tipo   -XXXVIII-   de sueños. Ellas constituyen un teatro portátil de la mente, cuyas acciones y personajes provienen de un repertorio preestablecido, dominado por la poderosa figura del fundador de la Compañía de Jesús y de sus seguidores, los sacerdotes y padres espirituales de estas monjas. Es evidente que el inventario de imágenes que puede trazarse se modifica al influjo de la biografía personal de cada una de las monjas hagiografiadas y, además, por el tipo de sus inclinaciones y su peculiar manera de asociación. En el caso de Marina de la Cruz, los sueños y las visiones son casi siempre pasivos; su modo de trabajo para cumplir el camino de perfección o logro de la santidad, se apoya en la humildad y en el sacrificio, en el modelo de la abnegación, el que ofrece la otra mejilla a quien ataca aunque, como sucede en estos casos, esta pasividad recubra una agresividad, advertida por las monjas que la atacan furiosamente cuando ella trata de ordenar y dirigir la conducta y los modos de oración de las otras habitantes del convento; como represalia la condenan a los trabajos más humillantes, inmundos y pesados; la calumnian al acusarla de incontinencia por haber sido dos veces casada; atribuyen la muerte de su hija a un justo castigo divino y gozan con ello, y es, en fin, el centro de todos los chismes del convento. Así se fortalece: su triunfo es mayor porque realza una de sus virtudes primordiales, la humildad.

Marina ve procesiones y asambleas divinas; conversa con la virgen María, santa Teresa, María Magdalena; esas sagradas figuras la visitan, le dan consejos, intervienen en los asuntos del convento, la corrigen, la aclaman, le ayudan a delinear su figura de vidente, de productora de profecías que pueden referirse a su propia muerte, a la de otras monjas o dignatarios de la vida colonial, o a catástrofes públicas como terremotos, inundaciones, fuegos, plagas y pestes. Privilegio del que también goza en ocasiones la madre Inés de la Cruz, y sólo concedido a quienes dedican su vida a las privaciones, reguladas por la fiera mortificación. Un rasgo particular y específico de las visiones personales de Marina de la Cruz es su relación concreta en vida, y luego en espíritu, con quien en México era conocido como el admirable anacoreta Gregorio López, o Siervo de Dios, candidato a la santidad   -XXXIX-   en España y en el Vaticano, una de las grandes figuras de la devoción popular, y a quien ella había conocido personalmente durante su estancia en Zacatecas. Esta relación confirma el estereotipo visionario, pero también dibuja un dato histórico que como siempre en este contexto se contamina de hagiografía.

Marina de la Cruz no sólo ve a la Madre de Dios, a sus santos y los candidatos a la beatificación; en muchas ocasiones dialoga con y contempla a Cristo, y recibe un alto premio; es acariciada y consolada por Él, y confirma su deseo al ver a su hija muerta colocada entre los serafines que animan la corte celestial. Este conjunto de sueños y visiones aquilata a las monjas así favorecidas durante su camino hacia la perfección: tiene carácter de presea, es la afirmación, la corroboración que muestra la predilección de Dios, su Esposo, por ellas. Esa marca, esa predilección las señala, las aparta del resto del rebaño, muestra públicamente los designios del Señor, revela su presencia cuando manifiesta con señales la elección y la corrobora con el premio recibido, designado con el característico nombre de finezas. Al convertir la visión en un emblema, asegura el futuro de este ejercicio de la santidad, que permite acercarse a la Virgen María. Así, Inés y Marina tienen el poder de enderezar entuertos dentro de su convento, o de provocar castigos aun contra aquellos que aparecen como vicarios de Dios en la tierra, como lo demuestra la anécdota que vincula una acción de Inés de la Cruz con el mandatario fray García Guerra:

«Cuando aquellos grandes temblores de tierra, diome el Señor a entender era por los toros que el Arzobispo-Virrey corría en Viernes (para colmo, Viernes Santo). Era entonces prelada una religiosa de grande entendimiento y virtud llamada Ana de San Miguel y de quien hacía muchos aprecios aquel Príncipe; acerté a estar con ella la segunda vez que tembló y díjile: "Madre, pues lo tomará bien de Vuestra Reverencia, escríbale que él es ocasión de esos temblores". Respondiome: "¿Quién me mete a mí en eso?" Viendo que no quería, sentí una eficaz inspiración de escribirle, como lo hice, y dentro de un cuarto de hora le había enviado la carta por medio de nuestro Vicario, pero luego, al instante, cayó sobre mí tan gran desconsuelo y congoja que no me conocía pues no dándoseme antes nada de todo el infierno, ahora (no   -XL-   sé lo que fue, ni lo entendí), no podía tener resignación, ni entrar en razón y pasé la más terrible noche que puede ser.

»Persuadíame a que había hecho una grande locura y que había de venir el Arzobispo para ponerme en la cárcel y lo que más sentía era que lo supiese la abadesa y monjas mi libertad, figurábaseme cada rato llamaban en la portería. Por la mañana di gracias a Dios que había amanecido con vida y el sólo alivio que aquella noche tuve fue pensar me llevaría Dios antes de amanecer, vino la luz de Dios y desaparecieron las tinieblas, supe no se levantó más el Arzobispo y quedé advertida en conocer las astucias de nuestro enemigo».


(Parayso, pp. 143b y 144a).                


Muy significativo es este texto que he citado largamente por el interés que tiene. La inspiración -semejante en todo a una visión, pero sin representación- que tiene la madre Inés le viene de Cristo, podemos suponer, aunque ella lo disfrace hábilmente para no pecar de soberbia y ser castigada, o para disfrazar ese orgullo. Orgullo que, por otra parte, se manifiesta claramente al establecerse la relación que existe entre la muerte del arzobispo-virrey y la escritura de la carta, con lo que se demuestra el favor que Dios le ha hecho al convertirla en depositaria de su venganza, intermediaria del castigo a la transgresión, e instrumento para castigar un pecado mortal. Es más, esta conexión entre dos acciones que producen una tercera, es decir, un sacrilegio -ir a los toros en viernes-, produce temblores de tierra y la carta de reproche de la monja ocasiona la muerte del Virrey: ambos actos, uno natural, fenómeno meteorológico, y otro, volitivo, signos inequívocos de la voluntad de Dios y muestras terribles de su ira y del castigo que merecen los pecadores. Un espectáculo celebrado en día sagrado provoca la muerte del transgresor, gracias a la mano -en este caso literal, porque es ella quien escribe la carta- de Inés de la Cruz. De esta forma, se prueban dos cosas. En primer lugar, la ya muy reiterada comprobación de que Dios premia, señala, predestina; en segunda medida, que el poder eclesiástico y civil de la Nueva España puede ser puesto en entredicho por una simple monja, siempre y cuando ésta haya sido elegida y recompensada por Dios.



  -XLI-  
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Reflejo de virtudes: las reliquias

Me parecen comprensibles estos mecanismos. Las monjas ocupan un lugar singular en la sociedad, son víctimas propiciatorias, «anhelan -asevera Sigüenza- consagrarse a la Divina Majestad en virginal holocausto» (p. 6a). Concentran en su cuerpo macerado los pecados del mundo, los asumen y los limpian y, a su debido tiempo, si persisten en su vida mortificada y son vistas públicamente como santas, aunque no se logre la canonización eclesiástica, es decir, institucional y burocrática, son a su vez convertidas en reliquias. Y las reliquias son necesarias, insiste Sigüenza, para consuelo de las monjas y para lograr acrecentar el número de fieles en la iglesia (p. 16a y b). Basta leer el relato que el autor del Parayso occidental hace de la muerte de Marina de la Cruz para comprobarlo:

«Como la fama de las excelentes virtudes de la V. M. Marina de la Cruz, no cabiendo en la clausura del convento real de Jesús María, se había extendido por toda la ciudad de México con aprecios grandes, no es ponderable el sentimiento y conmoción que causó en toda ella al saber su muerte. Acudieron al redoble de las campanas desde las más ínfimas, hasta las más primeras y más preeminentes personas de la república, así para venerar el difunto cuerpo, como para solicitar por reliquia alguna pequeña prenda de su pobre ropa, teniéndose por dichoso el que lo conseguía, porque siendo sus alhajas en extremo pocas, ya se habían apoderado de ellas las religiosas con tanta diligencia que ni aún la piedra en que solía recostarse cuando dormía perdonó el cuidado. Combináronse espontáneamente para su entierro... los cabildos eclesiásticos y secular y las comunidades todas de religiosos, con el resto de los sujetos de primera clase, en cuyas voces no se le daba otro epíteto a la V. M. de santa. Concepto que comprobaban con la devoción con que le besaban los pies, y conque todos los solicitaban, aunque fueran hilachas de la mortaja, o por lo menos el tocar los rosarios a su cadáver yerto».


(P. 105a).                


Numerosos casos hay en la historia colonial de personajes a quienes la mentalidad popular transformó en santos, aunque no hubiesen sido canonizados por la institución eclesiástica. Uno de ellos es el ya mencionado siervo de Dios, Gregorio López, de cuyos huesos -considerados como reliquias y codiciados por los   -XLII-   fundadores oficiales del convento de San José (S. p. 46b), entre los que se cuenta el arzobispo Pérez de la Serna- se hizo una donación al arzobispado con el producto de las limosnas aportadas por las reliquias al convento recién fundado. Otra figura fue, como ya lo vimos en la extensa cita arriba incluida, Marina de la Cruz42. Es evidente que la sociedad novohispana estaba hambrienta de santidad, es decir, de víctimas propiciatorias capaces de sobrepasar la ruptura entre el lenguaje burocrático, el dogma, y la encarnación de una fe. Los personajes señalados por una marca especial localizan la expresión religiosa a través de gestos específicos absorbidos por el pueblo y, como puede comprobarse por la cita, dentro de éste pueden entrar sin distinción todas las clases sociales, incluyendo a las monjas.

El convento opera como un mecanismo de sustitución: las religiosas, seres débiles, inocentes, practicantes de las virtudes teologales -son caritativas y humildes, obedientes, castas, abnegadas- ejercen en su contra un suplicio corporal para ayudar a borrar los pecados del mundo. Cumplen el papel que en el contexto tradicional desempeña la víctima ofrecida en un altar para apaciguar la violencia del Dios, o para hacerle peticiones propiciatorias. Son vírgenes ofrecidas en holocausto, como en la antigüedad, semejantes a las víctimas sacrificiales inmoladas por un sacerdote durante una ceremonia ritual. Es más, su cuerpo mismo se transforma en un espacio sagrado, cuando al supliciarse se constituyen de manera simultánea en altar, víctimas y sacerdotes, es decir, concentran en su corporeidad todos los elementos del sacrificio y de la víctima propiciatoria43. Imitan la vida de Cristo, en un momento específico: el de la Pasión; reviven en su cuerpo, el cuerpo atormentado del Salvador; marcan en su carne las heridas de las que mana la sangre. El   -XLIII-   suplicio es, entonces, un acto de adoración: se flagelan para imitar el sacrificio de Cristo flagelado por sus verdugos. En este sentido, la monja es a la vez la víctima y el verdugo, el medio visible del sacrificio, y el sacrificio es la oferta a Dios de una víctima propiciatoria, signo o símbolo del ofrecimiento que la criatura hace de sí misma para reconocer la total dependencia en que se halla respecto de su Creador44.

La vida de las religiosas es el reflejo de las virtudes cristianas. Insisto: el convento que las alberga se convierte por extensión en un lugar sagrado, en donde viven mujeres castas cuyo oficio medular es liberar a los pecadores de sus pecados, y concentrar en sus cuerpos el castigo que debiera caer sobre los otros. Ése es el sentido de su sacrificio, pues éste lava la culpa de los que no han sido sacrificados. Pero para que este sacrificio sea reconocido y válido es necesario que se vuelva público. La actividad de las monjas cuando de niñas se apartan para actuar su predestinación y definir su destino -al principio solitario, marginal-, se vuelve social y objeto de culto compartido, cuando avanzan en el camino de perfección y construyen paso a paso su destino, el de santas.

«Su ordinario modo de orar [prosigue diciendo Sigüenza, respecto a Marina de la Cruz] era estando en cruz y siendo en su oración tan perseverante bien se puede echar de ver lo que padecería su cuerpo con tan violenta postura. Bajaba muchas veces al refectorio cargando en algunas ocasiones una cruz en extremo pesada sobre sus flacos hombros; otras entraba disciplinándose las espaldas con rigor notable; otras andando con pies y manos como si fuese bestia, y arrastrando unas pesadas piedras que le lastimaban el cuerpo cuanto no es decible, y, como si todo ello fuese muy poco, con palabras muy ponderativas y con ardientes lágrimas se acusaba aún de sus más levísimos pensamientos. Cosas todas que compungiendo en lo más vivo del corazón aún a sus mayores émulas, las obligaban a que interrumpiendo la   -XLIV-   refección la acompañasen en las lágrimas, sollozos, pasando desde allí al coro y originándole de uno y otro el que muchas mejorasen de vida y se olvidasen del mundo».


(P. 108a y b).                


Teatralidad dentro del convento, ceremonia necesaria, representación viva del acto de contrición, condición sine qua non de la vida comunitaria. Inés de la Cruz advierte que «sentía mucho mortificarse en público, y por eso hacía grandes mortificaciones en el refectorio» (p. 145a). La colectivización de la penitencia permite trascender la clausura y aumentar la fama de santidad de una monja; con ello crecen las expectativas en toda la ciudad, como ya lo vimos en el caso de la muerte de Marina de la Cruz.

La fama así adquirida convierte el acto mismo del suplicio en una operación de compraventa. Las monjas, chivos expiatorios de la comunidad, redimen con sus cuerpos y sus oraciones el libertinaje y los placeres a que se entregan los demás, los pecados que cometen, sus actos de soberbia. Los ricos pagan, y ellas responden con sus oraciones intercediendo ante la Virgen y, cuando han llegado a ser famosas, ante Dios45. De este modo, lo terrenal es redimido a cuenta de lo celestial mediante las oraciones y los suplicios.

«... los maitines se decían en un oratorio a las doce de la noche y entonces era el descanso y alivio de todas mis penas, porque así que entraba en él me parecía hallarme en el cielo y entre los coros de Ángeles... y mientras más largos eran los maitines más me alegraba; después de acabados, tenía disciplina...».


El sacrificio de las monjas es reconocido universalmente; su impacto -primero en el convento, y luego en el siglo- provoca una reacción y organiza una didáctica del padecer, una estética del sufrimiento y una retórica textual.







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