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Las ascesis y las rateras noticias de la tierra: Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla


Margo Glantz





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No hay mejor fórmula para describir este trabajo que la expresión inglesa «work in progress»: simples notas que apuntan hacia un trabajo futuro: el de una erótica conformada por el ascetismo, esa obsesión constante en el periodo barroco y, por tanto, también en el México del siglo XVII: un ferviente deseo de vencer a la prisión corporal y aniquilar su materialidad; como consecuencia, un esfuerzo incesante por destruir el cuerpo. Un solo resultado: su presencia insoslayable en el discurso. Podríamos simplificar diciendo que si el cuerpo del místico se desvanece, el del asceta se agiganta. «La corrupción del cuerpo es el presupuesto de su inmortalidad», como diría Barthes1. Ese deseo ha sido privilegiado por el discurso hagiográfico que organiza una composición de lugar, un discurso de virtudes y un repertorio anecdótico2 mediante el cual se da cuenta de momentos singulares en que el cuerpo es el espacio escenográfico de una erotización. Cuando se define el modelo de santidad, se comparte un mismo repertorio de imágenes, la misma concepción retórica y formas semejantes de puestas en escena. No es extraño, los márgenes de originalidad son muy estrechos, se procede siempre de acuerdo a una rigurosa organización predeterminada por escrito, y definida como un modelo a imitar, el de los Ejercicios espirituales de San Ignacio y el Camino de perfección de Santa Teresa, [...]3.

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  -274-   Octavio Paz, «pueden adivinarse [en su biografía] dos pasiones: la teología y las religiosas»4. Sin embargo, a pesar de que posee varios de los rasgos distintivos del discurso hagiográfico, la vida del obispo de Puebla acusa ciertas diferencias si se compara con las hagiografías de otras figuras de la misma época, entre otras la del jesuita Núñez de Miranda, confesor de la monja jerónima o la del arzobispo Aguiar y Seijas, sus denodados perseguidores. Aunque cabe decir aquí que, examinados con atención todos estos textos y leyendo entre los intersticios, es posible siempre encontrar marcadas diferencias frente al modelo severamente instituido.

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Fray Miguel de Torres, sobrino de Sor Juana, escribe la hagiobiografía de Fernández intitulada, siguiendo los modelos hiperbólicos del tiempo, Dechado de príncipes eclesiásticos5. De los primeros datos consignados por el biógrafo no es posible inferir ninguna diferencia con el canon: el obispo es visto conforme al patrón tradicional, puesto que se idealiza su condición de prelado y de político, se le conceden antecedentes nobles y heroicos, aunque sus máximas cualidades sean la humildad y la obediencia, en suma es «dechado vivo y ejemplar admirable de buenas obras en doctrina, en integridad y en gravedad»6. De acuerdo con el modelo que tipifica a todas las figuras prominentes de su tiempo a quienes la fama consagró, los dones recibidos son infusos, el signo de una elección divina, ya que, como asegura Torres, «por el orden de la naturaleza hubiéramos nacido todos igualmente nobles, a no haber invertido la culpa el orden sucesivo de la naturaleza»7. Del pecado original proviene la desigualdad; la pérdida del Paraíso humilla, envilece, sólo se salva quien ha sido elegido por Dios, una predestinación que contradice el libre albedrío.   -276-   El castigo impuesto por el pecado original puede también redimirse si se cuenta con una genealogía que compruebe la prosapia y, efectivamente, el padre del obispo proviene de una «noble y virtuosa estirpe cuyas raíces se dilataron en el solar ilustre de los santa cruces», prosapia que verifica las diferencias de clase y los aristocráticos caminos de la salvación. Además, y como en los cuentos de hadas y en los dramas del Siglo de Oro, la nobleza -o lo que es lo mismo, la sangre azul- se verifica en el donaire y en el buen talle. Fascinado, Torres describe su belleza en el Dechado de príncipes eclesiásticos:

[...] porque a la grande hermosura de su ánimo correspondía la buena disposición de su cuerpo y perfección agradable de su rostro. Era más alta que baja su proporcionada estatura, sin falta ni imperfección algunas, antes si con perfecta organización en todos sus miembros; el color era blanco, el rostro tenía lleno y rozagante en las mejillas y labios, los ojos negros y vivos, aunque con su modestia mortificados. Con este semblante manifestaba un natural tan agradable y benigno que sólo con su presencia conciliaba los respetuosos afectos de quien lo miraba [...]8.



Por su parte, Francisco de la Maza remacha: «Según sus retratos, a los sesenta años conservaba su cara de adolescente»9. Un prelado que en varias de sus cartas dirigidas a religiosas insiste en «abrazar la mortificación» y cultivar «el ejercicio de la aniquilación», se preocupa sin embargo «por vigorizar los miembros y fortalecer la salud con el ejercicio»10. La palabra ejercicio se utiliza aquí en su sentido literal, el cultivo del cuerpo, o sea un entrenamiento regular para robustecerlo, la legua diaria que el futuro obispo caminaba en Palencia con el fin de visitar a una media hermana, religiosa en un convento, quien lo ayudó a dar los primeros pasos para perfeccionar su   -277-   espíritu. Desde una edad muy tierna es admirado por «la capacidad de su espíritu y la bizarría gallarda de su cuerpo»11 y, en 1693, en plena actividad en su obispado, ante una posible invasión inglesa en el Caribe, intenta organizar un ejército para defender las posesiones españolas, hazaña nunca realizada en la vida real pero sí en lo imaginario, por lo cual el obispo se hace retratar vestido de mosquetero con la espada al cinto, en franca nostalgia de una profesión que lo hubiese podido consagrar como héroe y, si caemos en la tentación de hacer elucubraciones, en un apuesto caballero, bien dispuesto a emprender lances amorosos12. Y este guapo obispo tan perfectamente proporcionado en todas sus partes, las espirituales como las corporales, cuidaba de que las jóvenes vírgenes, cuyo deseo era ser religiosas

[...] habían de ser nobles y de buena gente y que fuesen de buena cara porque lo primero que procuraba era saber si era de buena gente y tenían buen parecer. Éstas eran las que admitía en el Convento de Santa Mónica [...]13.



Son palabras de María de San José, religiosa de Santa Mónica, fundadora más tarde de un convento de agustinas en Oaxaca y autora de una autohagiobiografía; palabras que traducen las preferencias estéticas y raciales de quien sería famoso por elegir un pseudónimo femenino y monacal, y quien, al finalizar su célebre Carta de Sor Filotea, le aseguraría, quizá conmovido, a Sor Juana:

Esto desea a V. md. quien, desde que la besó, muchos años ha, la mano, vive enamorada de su alma, sin que se haya entibiado este amor con la distancia ni el tiempo; porque el amor espiritual no padece achaques de mudanza, ni le reconoce el que es puro, si no es hacia el crecimiento14.



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¿Un alma enamorada? Sin duda, pero también un hombre cuya máxima obsesión sería la del propio cuerpo, concebido éste como el «sobrescrito con que indica la naturaleza las perfecciones del alma»15. Contraste flagrante con aquellos que despreciaban el cuerpo y lo preferían poco atractivo o con quienes al tenerlo hermoso dedicaban todos sus esfuerzos para destruirlo. Podemos leerlo en muchos textos contemporáneos; escojo uno, el que habla de Marina de la Cruz, una monja biografiada por don Carlos de Sigüenza y Góngora, autor de Parayso occidental, la primera historia de ese género escrita en la Nueva España:

Halláronla entonces no sólo ceñida desde la cintura al pecho con una cadena en extremo gruesa, sino lastimadas las piernas, los muslos y los brazos con coracinas de hierro y punzantes rayos, cuyas correas fue necesario se cortasen con tijeras y con cuchillos por estar ya cubierta de carne las ligaduras. Creo que el que más sentía su espíritu le quitasen del cuerpo aquellos instrumentos de merecer, que ni aun el mismo cuerpo, siendo así que se le arrancaban pedazos suyos entre los rayos y cadenas con vehemente dolor16.




ArribaAbajo Las niñas de mis ojos

La devoción que Santa Cruz tuvo por las monjas fue un signo, según palabras de Francisco de la Maza, de ese traslado platónico que hacen los hombres castos de convertir su sensualidad en amor espiritual, humano, legítimo y muchas veces provechoso17. Y ciertamente esa devoción fue provechosa: con obstinación, el prelado se preocupó por proteger a las   -279-   niñas nobles y pobres, fundando colegios, de los cuales exclama admirado Torres:

[...] en menos de veinte años pasan de cincuenta las colegialas que han salido del humilde retiro de sus colegios para subir al tálamo del Divino Cordero, su inmaculado Esposo18.



Salvar a las mujeres del pecado consistía en proteger sus cuerpos y mantenerlos vírgenes para halagar al Esposo, es decir Cristo, aunque podría decirse sin exageración que la cuidadosa selección hecha por el prelado haría pensar en algo personal, y hasta en una substitución, en la que de manera metafórica el obispo se convertía en Jesús. Si vamos más lejos, es posible decir que la figura concreta del Esposo no es Cristo, sino Fernández de Santa Cruz, quien ha construido un harem. Muchos conventos o «místicos jardines [...] para flores de virginal pureza»19 son fundados y sostenidos por el prelado y también casas de recogimiento para las mujeres

[...] que, antes pecadoras, habían sido público escándalo de la república y, ya convertidas, eran ejemplo vivo de penitencia, a imitación de aquel bello asombro de la gracia, Santa María Egipciaca, su titular y patrona20.



Recogimiento transformado primero en colegio y luego en convento, nada menos que el de Santa Mónica. Así delineado por una figura retórica «perfecta», la de «dechado de príncipes eclesiásticos», en la exaltada visión de su hagiobiógrafo, Fernández de Santa Cruz se dibuja como un apasionado coleccionista: ¿no busca acaso ejemplares perfectos de vírgenes jóvenes, bellas y nobles para encerrarlas en un sagrado recinto y protegerlas contra el mundo?

Había discurrido el Señor Don Manuel hacer colegios de niñas doncellas, nobles y virtuosas la que era casa de mujeres recogidas, y luego que la tuvo desocupada puso en ejecución su   -280-   buena idea y, para que tuviese el colegio una comunidad en aquel número que juzgaba su ilustrísima proporcionado a su intento, solicitó con diligente estudio en todo su obispado informes desapasionados de aquellas nobles doncellas en quienes se hallaban las prendas de virtud, juicio, nobleza y hermosura, que suele ser muchas veces el sobrescrito con que indica la naturaleza las perfecciones del alma, y no puso menor estudio en que fuesen pobres de bienes de fortuna porque suelen ser éstas las más expuestas a los golpes de la desgracia. Con estas diligencias consiguió el prelado tan crecido número de vírgenes que pudo elegir entre las que tenía nominadas aquellas que por resplandecer más en las prendas y calidades que se deseaban, llegaron a llenar con su conocimiento y experiencia el concepto del gran juicio de príncipe tan prudente21.



Un mismo recinto alojaría sucesivamente a esas mujeres pecadoras, «ejemplo vivo de penitencia» y, luego a aquellas jóvenes seleccionadas de entre el «crecido número de vírgenes» coleccionadas. ¿Será excesivo hacer algún tipo de asociación? Tomás Palacios Berruecos, el único hermano varón de la ya mencionada María de San José, y por tanto el jefe de una familia rural que contaba entre sus miembros a una madre viuda y a siete hijas solteras, responde con violencia a una proposición de Fernández de Santa Cruz para recibir en su colegio, insisto, antes recogimiento de mujeres, a sus hermanas, y verbaliza de manera rotunda algo que yo he esbozado con timidez. Oigamos las palabras de su hermana:

Mi hermano Tomás siempre fue muy entero en todas sus cosas. Luego que vio lo que contenía la carta comenzó a alterarse, diciendo que, viviendo él, sería descrédito suyo el entrar a sus hermanas en colegio ninguno, que si fuera convento de religiosas, que en tal caso se podía entrarnos, pero que de no, que por ninguna manera. Con esta resolución respondió a la carta del señor obispo Santa Cruz, sin que mi madre pudiese impedírselo por más que hizo, a pesar de todas, que aunque no todas nos inclinábamos a ser religiosas, sentíamos mucho el que mi hermano se disgustase con su Ilustrísima, porque a   -281-   todas nos seguía mucho daño y perdíamos el bien que nos podía hacer. Luego que el señor Obispo vio la carta que mi hermano le escribió y la respuesta que en ella le daba, que luego alzó la mano en procurar nuestro remedio, y nunca más volvió a tratar con mi hermano en ninguna materia, ni volvió a ponérsele delante, que con ser Su Señoría tan benigno como era, mas en enojándose con una persona era terrible de desenojarse22.






ArribaAbajoLa piel de santidad

Si examinamos someramente las cartas que el obispo Fernández de Santa Cruz escribió a varias religiosas entre las que se cuentan simples monjas, novicias o preladas, es posible advertir que sus preceptos travestidos de consejos se encaminan de manera primordial a «dar gusto a Dios». Es necesaria aquí una explicación: como apéndice al libro de Torres se incluyen varias cartas de Fernández de Santa Cruz dirigidas a distintas religiosas, entre las que se cuenta Sor Juana, pero si bien a ella le escribe con el pseudónimo de Sor Filotea, la mayor parte las cartas destinadas a otras monjas van firmadas con su nombre y cargo de obispo, primero desde Guadalajara, y luego, desde Puebla. Y ese deseo esencial, el de «dar gusto a Dios», se logra mediante el ejercicio de la aniquilación, precisado por el obispo de esta forma:

Hija mía el camino que has de llevar no admite sequedades, porque si el camino adonde caminamos es la aniquilación y no quieres nada; quien tiene la sequedad quiere el consuelo y esta es falta en el ejercicio de la aniquilación23.



La falta de deseo por lo terrenal, ese «dar gusto a Dios», es abandonarse totalmente a los designios del Señor, carecer de voluntad, nulificarla o tenerla sólo para lograr erradicarla en su totalidad y aprender a obedecer ciegamente a Dios, por   -282-   intermedio del confesor, y por lo que se deduce de estas cartas, sobre todo del obispo:

El silencio interior no es discurrir ni pensar en cosas inútiles ni en las indiferentes, pero siempre el pensamiento ha de estar empleado en Dios o en las cosas de obligación y de la obediencia que Dios, también en el cielo, Infierno, Muerte y en las imágenes de Cristo24.



Estar en Cristo conduce a prescindir del afecto de todas las criaturas; consiste en suprimir todos los afectos terrenales para trasmutarlos en amor celestial:

[...] los vehementes deseos te deben templar, pues queremos en dos días ser pacientes, humildes, y aunque este deseo trae piel de santidad, encierra en sí una secreta presunción. Conténtate ahora con estar descontenta con estas inclinaciones y deja a Dios que las quite cuando gustare25.



Un desasimiento de lo terrenal para abrazarse a lo celestial, «no poner oficio en criatura alguna», para darle primacía absoluta a Dios. Este desasimiento implica por lo tanto prescindir de todos los afectos humanos y practicar la obediencia ciega, es decir, entrar en la pasividad más extrema, dejarse poseer y estar a la merced del único y posible dueño, Dios, mediante el despojo total, la aniquilación:

No debes querer más que el gusto de Dios, sin querer ni quietud ni luces, ni otra cosa que el beneplácito de Dios, que es lo que dice San Francisco de Sales de la estatua, que si tuviera conocimiento y la preguntaran que hacía en su nicho inmóvil respondiera que estarse allí porque gustaba su dueño el estatuario, que aunque no hacía nada le bastaba que su dueño le mirarse, porque no quería más que estar al gusto de su dueño26.



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Nada nuevo se advierte en esta descripción, numerosas veces repetida en textos hagiobiográficos, pero en Santa Cruz los ejercicios se matizan: el desasimiento encuentra una imagen de bulto, una especie de estatua, la de quien por despojo total de sí mismo se ha transformado en objeto inerte, entregado a la mirada. ¿Cómo, entonces, llegar a esa perfección, a esa disponibilidad, a la inercia integral? Una lectura concienzuda resalta las paradojas. Sólo es posible alcanzar la aniquilación o el desasimiento -estar a la merced de Dios, a la medida de sus deseos-, a) si se obedece ciegamente a los superiores e, implícitamente al confesor quien tiene jurisdicción total sobre las preladas del convento -«Pídele a la rectora licencia para todo, hasta para beber»27; b) si se emprende un adiestramiento cotidiano que consiste en un regulado juego de comportamientos; c) si se elabora un modelo para los hábitos de conducta; d) si se impone un código de despojo matizado: «a la cabecera pongas madera pero si te quitare el sueño tiempo considerable no la pongas»28; e) si se ejecuta una coreografía doméstica: «Dormir en cruz sólo los viernes, lunes y miércoles»; f) si se codifica una burocracia vestimentaria que articula el concepto de la humildad:

No tengas hábito hasta que la prelada te lo mande, ni lo pidas, sino remiéndalo, y adora y besa los remiendos como la gala mayor con que se viste la santa pobreza, que no sé cómo no te da gran consuelo en verte peor vestida que todas29.



g) y, si se reglamentan los ayunos, que deben practicarse sin exageración:

No te desayunes el domingo, y el viernes bebe el atole sin dulce, los demás días déjalo a la providencia30 [...] En el comer sean dos huevos, el potaje del caldo y otro plato y en ésto no   -284-   dejes nada, si dieron otro extraordinario o fruta, en eso caiga la mortificación31.



Burocracias claustrales, cuya unidad sustantiva es sin embargo la organización de una ascesis. Pero ya se ha visto que se trata de un ejercicio moderado del castigo, de una práctica cuidadosa que no daña demasiado el cuerpo, que mantiene su integridad y, en cierta medida, su belleza32. Es una mortificación dosificada, un moderado ejercicio de santidad, una práctica que contrasta en sus resultados con las encarnizadas prácticas que atormentan y laceran los cuerpos ascéticos tradicionales; en México, el de Marina de la Cruz, el de Catarina de San Juan, el del arzobispo Aguiar y Seijas. En verdad se trata de una práctica ascética que cuida con esmero de no destruir la armonía corporal.




Arriba Y les entregó su corazón...

El convento de Santa Mónica en Puebla y sobre todo sus monjas fueron siempre predilectas del obispo, al grado de que consideraba a las religiosas como lo más cercano que tenía, una de las partes más preciadas de su cuerpo, «las niñas de sus ojos». Esta predilección fue siempre manifiesta, y en el lapso transcurrido entre 1680, año en que decidió darle una nueva jerarquía a su colegio, hasta el de 1688 en que recibió las autorizaciones necesarias para convertirlo en convento mediante una bula papal, trató de calmar, según lo expresado por Torres, «la mortificación que causó al celoso príncipe   -285-   la dilación de sus ardientes ansias» , mediante limosnas que protegían a sus moradoras de los problemas del mundo, e imponiéndoles de antemano las reglas y constituciones vigentes en cualquier convento de religiosas de velo negro y coro. Las manifestaciones de júbilo que orquestaron el triunfo de este obispo a quien se admiraba por su humildad dan cuenta «[...d]el estruendo producido cuando con un solemne repique participa[ro]n las lenguas de las campanas de toda la ciudad». En realidad, mucho antes de recibir los permisos eclesiásticos reglamentarios, el obispo ya había empezado a construir la fábrica del convento, una «primorosa arquitectura», y ya había provisto

[...] para el sustento de las dichas señoras veinte religiosas [...]; se fincaron sesenta mil pesos en posesiones seguras, para que con los réditos tuviesen los alimentos necesarios sus hijas, y expresa su Exa. Illma. en la escritura que su voluntad es que dichas veinte dotes se perpetúen y mantengan para que las niñas nobles, virtuosas y pobres de bienes de fortuna a quienes Dios llamare a su convento de Santa Mónica no tengan por falta de dote ninguna dificultad para corresponder a la divina vocación [...]33.



Un amor obstinado, una devoción particular que pretendió proteger al convento y a sus habitantes de los embates del tiempo; sus disposiciones testamentarias incluyeron cuantiosos legados para permitir que se aumentase el número de religiosas y garantizar su bienestar terrenal. Pero el acto más significativo de esa devoción nos remite de nuevo a un dato concreto y corporal, un dato que en su flagrancia parece neutralizar la espiritualidad, aunque sea evidente también su carácter simbólico:

Dícese este legado último respecto de los que pertenecen a bienes reales, que del tesoro más noble, más rico y más apreciable que tenía el generoso pecho de este pastor sagrado les hizo entrega y donación por último legado en su testamento,   -286-   el corazón, miembro principal del cuerpo, centro vivo del amor, palacio de la voluntad, órgano de los espíritus y parte la más noble de todas las que componen el viviente humano, y mucho más noble por serlo de aquel príncipe tan heroico34.



El gesto de Santa Cruz tiene antecedentes, sigue los lineamientos de un modelo, y es por ello una imitación, la del ejemplo codificado por «San Francisco de Sales, el gran Príncipe de Génova, a quien [Santa Cruz] tuvo por patrono»35 y quien había adoptado como pseudónimo el nombre de Sor Filotea, mismo nombre usado por el obispo de Puebla para amonestar a Sor Juana Inés de la Cruz. La imitación se acrisola cuando les hereda a las monjas de Santa Mónica el órgano más preciado de su cuerpo. Al adaptar las mismas prácticas del modelo, perfecciona la imitación: su corazón se convierte en reliquia del convento.

Esta práctica es antigua; ya hemos visto cómo el obispo imita a su modelo, el obispo de Sales, quien a su vez tenía antes una ya sólida tradición cuya práctica consistía en considerar a las vísceras de los santos -o de los que aspiraban a serlo- como reliquias. En su libro La chair impassible36, el historiador boloñés Piero Camporesi describe prácticas que ahora nos parecen terroríficas y que entonces formaban parte de una realidad cotidiana, y por tanto, ordinaria. Basta con reseñar un ejemplo, el de la beata Chiara de Montefalco, apellidada de la Cruz, muerta en olor de santidad en 1308, y objeto de una operación muy especial realizada en aras del pudor por sus hermanas de convento, quienes, con habilidad sospechosa, tajaron su cuerpo y procedieron a extirpar de él las vísceras y privilegiar su corazón, desmesuradamente crecido, y que ese mismo día fue encerrado primero en un cofre, y al siguiente operado con el fin de verificar si el desmesurado tamaño del órgano ocultaba un milagro:

El domingo por la noche, las hermanas Lucía, Catarina y Francesca fueron a la sala donde se encontraba el corazón, encerrado en un cofre. Habiéndolo tomado, todas se arrodillaron y la hermana Francesca, antes de abrirlo, pronunció con humildad estas palabras: «Señor, creo que en este corazón se encuentra vuestra Santa Cruz, aunque mis pecados me hacen indigna de encontrarla». Diciendo ésto agarró el corazón en una mano y en la otra la navaja y al principio no supo cómo cortar, pues el corazón estaba rodeado de grasa, según el tipo del cuerpo que lo contenía. Decidida por fin, comenzó cortando desde la parte superior, allí donde el corazón es más ancho y continuó hasta el extremo.

A causa de la abundancia de sangre las religiosas no advirtieron de inmediato lo que había dentro: vieron que el corazón era cóncavo y dividido en dos partes que no se reunían sino hasta la circunferencia; después la hermana Francesca tocó con el dedo en la mitad del corazón donde se encontraba el nervio. Cuando trató de arrancarlo, se desprendió fácilmente y con gran sorpresa apareció la forma de la cruz hecha de carne y colocada en el interior de la cavidad del corazón excavada siguiendo la forma de esta cruz. Al ver esto, Sor Margarita comenzó a gritar: «Milagro, milagro» [...]

Más tarde, se le ocurrió a Sor Giovanna que quizá en el interior del corazón pudiese haber otras cosas misteriosas; por ello, le pidió a la hermana Francesca que observara con más detenimiento [...] Y he aquí que, palpando con cuidado, encontró otro pequeño nervio que de la misma manera se desprendía del corazón, igual que la cruz; y al observarlo atentamente descubrieron que representaba el flagelo con el que Cristo había sido azotado cuando se encontraba atado a la columna.

Las religiosas, estupefactas ante tales misterios no pudieron menos que alabar al Señor, autor de esos milagros [...]37.



Ese corazón se había convertido en una reliquia, certificada después en juicio público por algunos monjes que al principio habían dudado de la capacidad femenina para producir milagros. Y las reliquias son fragmentos de un cuerpo sagrado, ¿no dice acaso Covarrubias en su Diccionario que «las reliquias son los pedacitos de huesos de los santos, dichas así   -288-   porque siempre son en poca cantidad»?, ¿y no se completa esta definición con la que nos da el Diccionario de Autoridades cuando se lee que las reliquias son «por antonomasia la parte pequeña de una cosa sagrada, como de la Cruz de Cristo, o de cualquiera otra cosa que tocase a su Divinísimo Cuerpo, o fuese regada con su preciosísima sangre»? La reliquia es una prueba concreta y visible de la santidad, un objeto que puede concentrar en su pequeñez una devoción y una ritualidad. Por elección divina, la monja italiana oculta en su cuerpo una reliquia, descubierta por sus compañeras de claustro dentro de su cuerpo y ofrecida a los fieles como una réplica maravillosa de la pasión de Cristo, quien ha dado su sangre para redimir a los mortales, y quien en continua sucesión de milagros reitera su augusta presencia. Aunque en el caso del obispo se siga con una tradición que marca los milagros en los cuerpos de quienes buscan la santidad y hace del corazón la víscera más preciada, el órgano preferido, el procedimiento es diferente. El obispo es quien de motu propio hace de su propio corazón un precioso legado destinado a sus queridas monjas, las niñas de sus ojos -también legados al convento de Santa Mónica- y al hacerlo lo erige en reliquia, consagrada a acompañar para siempre a quienes fueran sus elegidas durante su ejemplar vida. Además, y éste no es un problema menor, en el acto mismo de legar a los fieles una porción de su corporeidad se transparenta un deseo, el de volverse santo.

Esta fineza que fue la mayor que hizo en demostración de la caridad con que amaba a sus más queridas hijas, su pastor y padre amantísimo, lo acredita no sólo semejante al sol material llamado Corazón38 del Cielo en divinas y humanas letras porque colocado en el cuarto cielo reparte como el corazón a todos los demás astros su luz e influye en todo lo criado con igualdad, sino al mejor sol de justicia quien entregó el corazón a su más amartelada esposa, cuando herido el pecho con los dulces arpones de su pureza hermosa, él dice en los Cantares que le sacó el corazón de su centro39.



La alusión es meridiana: el corazón de Santa Cruz se asemeja al del Esposo y en esa trasmutación ha quedado traspasado de un amor correspondido por sus amarteladas esposas. Una observación: ¿por qué a este acto de imitación que enmascara un gesto de soberbia, se le denomina fineza? Basta recordar la polémica suscitada por la Crisis de un sermón, en la que Sor Juana discutía las finezas de Cristo. San Francisco de Sales, escogido por Fernández de Santa Cruz como modelo de imitación, copia a su vez al verdadero modelo, Cristo, cuyo corazón sagrado es el trasunto de su divinidad y también de su humanidad. El intento de Santa Cruz para convertir a su corazón en una reliquia para las monjas de Santa Mónica es de hecho y a la vez un acto de gran amor y de soberbia pura; y, sin embargo, fray Miguel de Torres (quien ha jurado observar las disposiciones dictadas por Urbano VIII que censuraban cualquier biografía que pudiese originar un culto sujeto a veneración) califica ese legado como su máxima fineza, y transforma esa disposición testamentaria en un símbolo religioso, semejante en materia y en espíritu al más excelso de los sacramentos: la eucaristía, cuyo emblema es justamente el «Sagrado Corazón de Jesús», aunque ese culto no hubiese estado aún sancionado oficialmente por la Iglesia. Entregar su corazón a sus amadas monjas es perpetuar su memoria en una reliquia, conservada hasta ahora celosamente en ese convento; es querer volverse santo de inmediato e imitar de manera rigurosa -¿sacrílega?- no sólo a su modelo, el obispo de Sales, sino también a Cristo.







 
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