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La excepción y la regla: estudios sobre espiritualidad y cultura en la Nueva España

María Dolores Bravo Arriaga



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A José Amezcua Gómez
en su viva memoria



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José Pascual Buxó

La conmemoración, en 1951, de los trescientos años del nacimiento de Sor Juana Inés de la Cruz no sólo propició la publicación de sus Obras completas -editadas con celoso rigor filológico por Alfonso Méndez Plancarte-, sino que renovó el interés de la crítica por la vida y la producción literaria de la «Décima Musa». A partir de la tercera década del siglo, y luego de los estudios señeros de Amado Nervo, Ezequiel A. Chávez y Ermilo Abreu Gómez, habían ido apareciendo en el extranjero algunos trabajos que contribuirían de manera decisiva no sólo a la mejor comprensión crítica de su obra, sino que paralelamente comenzaron a liberarla de aquel halo de santidad que -al decir de los críticos católicos- había coronado el trágico final de sus días. Recordemos, en este brevísimo recorrido por la bibliografía sobre Sor Juana, los notables e innovadores trabajos de los hispanistas alemanes Karl Vossler y Ludwig Pfandl (publicados en su lengua original entre 1934 y 1946, aunque traducidos al español con retraso notable). Por esos mismos años, en México, Enrique A. Cervantes, Guillermo Ramírez España y Lota M. Spell dieron a luz importantes documentos relativos a Sor Juana, entre ellos su partida bautismal, que fijaba su nacimiento a finales de 1648 y no de 1651, como se había creído a partir de las noticias de Diego Calleja puestas al frente de la Fama y obras póstumas de Sor Juana (Madrid, 1700).

En los años inmediatos a la publicación del primer tomo de las Obras completas por parte del Fondo de Cultura Económica, tanto en México   —10→   como en Argentina, Colombia, Ecuador, Cuba, España y Francia aparecieron numerosos libros o ensayos, muchos de ellos -es verdad- con el sólo propósito de divulgar los conocimientos histórico-literarios o los juicios críticos hasta entonces más aceptados, pero otros ciertamente notables por la solidez y novedad de sus contribuciones; tales fueron los de Robert Ricard y -al final de la década de los 50- los de José Gaos, en especial por lo que se refiere a los paradigmas literarios del Primero sueño, así como a la formación humanística y filosófica de Sor Juana. Por lo que hace a la experiencia religiosa de la poetisa, el católico Robert Ricard postulaba una doble «conversión»: la de la joven Juana Inés que constriñe su pasión por el estudio a las reglas de una comunidad (la de las monjas jerónimas) y la de Sor Juana Inés renunciando definitivamente al cultivo de su entendimiento para entregarse a las más arduas prácticas de mortificación ascética. Quizá por no polemizar con los críticos mexicanos que defendían por esas fechas la santidad de Sor Juana, en sus Letras de la Nueva España (1948) Alfonso Reyes creyó prudente convenir en que era cosa «muy natural que en una época de creencias, una criatura de su temple, decidida a vivir para el espíritu, que por eso se hace monja y posee ya sus vislumbres de mística, acabe por entregarse del todo a la piedad».

En la década de los sesenta disminuyó el ritmo de las publicaciones acerca de nuestra poetisa, si bien en 1963 la UNAM dio a luz la traducción del libro de Pfandl, Sor Juana Inés de la Cruz, la Décima Musa de México. Su vida, su poesía, su psique, cuyos radicales planteamientos psicoanalíticos darían origen a encontradas reacciones. Quienes habían aceptado y aun compartido con beneplácito las exégesis lírico-psicológicas de Ezequiel Chávez en su Sor Juana Inés de la Cruz. Ensayo de psicología y de estimación del sentido de su obra y su vida (1ª. ed., 1931), estuvieron mal dispuestos a admitir que la perturbadora teoría freudiana de la libido diera pie a un método científico que pudiera aplicarse con decoro al desentrañamiento de la vida interior de la monja, así como a los mecanismos inconscientes capaces de determinar la forma y el sentido de sus creaciones artísticas. En esta misma década ha de registrarse la aparición de muy apreciables trabajos sobre la poesía de Sor Juana debidos a dos distinguidos hispanistas italianos: Giuseppe Bellini y Dario Puccini,   —11→   herederos ambos de la mejor tradición historiográfica y filológica. Fue de lamentar que no se hicieran oportunas traducciones al español de tales estudios, los cuales -especialmente el de Puccini- tuvieron una reconocida influencia en la crítica mexicana posterior.

Según decía Puccini en su Sor Juana Inés de la Cruz. Studio d'una personalitá del baroco messicano (Roma, 1967), la Carta atenagórica no fue tanto una réplica a la tesis de Antonio Vieyra acerca de cuál habría sido la mayor fineza (o prueba de amor) legada por Cristo a la humanidad, cuanto una «sutil reivindicación» de su propia libertad intelectual, actitud que sería juzgada por sus prelados como errada y peligrosa en una monja; de suerte que la Carta de «Sor Filotea» al frente de la edición poblana de la Atenagórica no sólo fue un reproche formalmente mesurado por su excesiva afición a los poetas y filósofos de la gentilidad sino, sobre todo, un irrecusable llamado a la obediencia a que estaba obligada por sus votos. En efecto, la Respuesta a Sor Filotea no hizo más que confirmar la enérgica decisión de Sor Juana de defender su albedrío -«carta de libertad auténtica» que Dios otorgó al hombre- y, por eso mismo, habría orillado al obispo de Puebla y al arzobispo de México -a quienes Puccini creyó haber sido antiguos adversarios en la disputa de altos cargos dentro de la jerarquía eclesiástica- a actuar de común acuerdo en la aplicación a Sor Juana de los correctivos previstos por las constituciones eclesiásticas. Se descreía así de la completa veracidad de aquel súbito proceso de mortificada santificación al que se entregó Sor Juana, propugnado por los críticos católicos (cfr. Menéndez Pelayo, Chávez, Fernández MacGregor, Junco, Méndez Plancarte y, en más prudente medida, por Ricard) y se retomaba con mayor convicción la tesis inicial de Dorothy Schons, según la cual Sor Juana había sido víctima de la intolerancia de sus prelados.

En los setenta amenguaron las publicaciones sobre Sor Juana, pero, en cambio, algunas de ellas se destacaron por su alto nivel académico. Quizá el libro más importante de ese decenio fue El «Sueño» de Sor Juana Inés de la Cruz. Tradiciones literarias y originalidad, de la profesora cubana Georgina Sabat de Rivers, publicado en Londres, en 1976. Los estudiosos profesionales de la obra de la «Décima Musa» conocieron oportunamente ese libro en el cual la autora rastreaba con erudición y perspicacia los   —12→   orígenes y el desarrollo del «sueño» literario, así como los tópicos mitológicos, históricos, religiosos, científicos y filosóficos de los que se nutre el magno poema de Sor Juana. Al lado de este tipo de trabajos académicos, continuaron apareciendo diversos intentos de exégesis biográfica de Sor Juana, casi todos ellos concebidos desde una perspectiva apologética, novelesca y psicologizante que, a juzgar por los altos tirajes que algunos alcanzaron, parecían contar con un público numeroso e ingenuo.

La década de los ochenta fue particularmente decisiva para el avance de los estudios histórico-críticos sobre Sor Juana. Precisamente en 1980, la UNAM publicó un libro de Francisco de la Maza -autor de algunos ensayos precedentes sobre Sor Juana y su tiempo (1967) y La ruta de Sor Juana (1972)- en el que había venido laborando desde hacía varios años, para ser más exactos, desde 1957, cuando Alberto G. Salceda, quien se hizo cargo a la muerte de Alfonso Méndez Plancarte de terminar la edición de las Obras completas, se vio obligado a prescindir del «sustantivo apéndice crítico y documental» planeado por el primer editor. Esa vasta laguna informativa fue recubierta y comentada, con paciencia no exenta de sarcasmo, por Francisco de la Maza en ese voluminoso libro póstumo al que puso por título explicativo Sor Juana Inés de la Cruz ante la historia. (Biografías antiguas. La «Fama» de 1700. Noticias de 1667 a 1892). Elías Trabulse -quien poco después se internaría por los arduos laberintos del «hermetismo» sorjuaniano preludiados por Vossler y Ricard-, no sólo se encargó de la revisión de la obra, sino que la acompañó de un breve prólogo en el que destacó la general incomprensión que, a partir del siglo de las Luces, había caído sobre el barroco hispánico y, consecuentemente, sobre el aprecio de la producción literaria de Sor Juana: talento superior limitando por el siglo «decadente» en que le tocó vivir. Con todo, la publicación de esos textos exegéticos o panegíricos, pero no carentes, sin embargo, de noticias realmente útiles acerca de los modos de ejercer la crítica literaria en el siglo XVIII, puso al alcance de todos los interesados en la cultura barrena un caudal de documentos que, hasta entonces, sólo podían consultar directamente los investigadores avezados. Siendo que Alfonso Méndez Plancarte no siguió en su edición el orden de los tres tomos de Sor Juana publicados en España entre 1689 y 1700 ni reprodujo las «censuras»   —13→   o «aprobaciones» de los mismos, la enciclopedia de Francisco de la Maza fue instrumento indispensable para que las nuevas generaciones de lectores y estudiosos pudieran recorrer en poco más de seiscientas páginas la «tornátil posteridad» de Sor Juana, como pudo calificarla Méndez Plancarte.

En 1981, el padre Aureliano Tapia Méndez publicó un notable manuscrito descubierto por él: la Carta de Sor Juana Inés de la Cruz a su confesor. Autodefensa espiritual (escrita, según conjeturas, a fines de 1681) que, a pesar de algunas opiniones en contrario, fue finalmente reconocida como un texto en que Sor Juana revelaba los profundos e inevitables conflictos que habían surgido entre ella y su confesor, Antonio Núñez de Miranda o, para decirlo de una vez, con un poderoso grupo de la Iglesia mexicana. La sorprendente Carta de Sor Juana no dejaba lugar a dudas acerca de la tenaz persecución de que había sido objeto por causa de sus aficiones literarias por parte de algunos de sus correligionarios y, en particular, de su confesor, a quien la poetisa reprochaba sin ambages que le «fiscalizase» sus acciones al grado de calificarlas de «escándalo público y otros epítetos no menos horrorosos». Diez años antes del alboroto suscitado por la Atenagórica -pero escudada entonces con la protección que le brindaban sus amigos los virreyes de la Laguna- Sor Juana expuso en esta Carta (que, salvo su destinatario, conocerían tan sólo algunos de sus íntimos) las intransigentes y enconadas impugnaciones de que la hacía objeto Núñez de Miranda, enemigo, como tantos de los suyos, de que las mujeres estudiaran, puesto que la sabiduría en la mujer -y aún más en la monja- era para ellos causa segura de que se tornaran soberbias y desobedientes y, por lo mismo, no sólo capaces de poner en riesgo la salvación de sus almas, sino de comprometer la colectiva misión espiritual que la Iglesia les encomendaba. Con mal disimulada altanería le arguye Sor Juana a su confesor:

¿Qué precisión hay en que esta salvación mía sea por medio de V. R.? ¿No podrá ser por otro? ¿Restringiose y limitose la misericordia de Dios a un hombre, aunque sea tan discreto, tan docto y tan santo como V. R.? No por cierto, ni hasta ahora he tenido yo luz particular ni inspiración del Señor que así me lo ordene; con que   —14→   podré gobernarme con las reglas generales de la Santa Madre Iglesia, mientras el Señor no me da luz para que haga otra cosa y elegir libremente Padre espiritual el que yo quisiere [...]



Por lo que tocaba a sus estudios -decía, anticipando la argumentación que una década después explayaría en la Respuesta- no han sido en perjuicio de nadie, y «si he leído los profetas y oradores profanos (descuido en que incurrió el mismo santo [Gerónimo]), también leo los Doctores Sagrados y Santas Escrituras, demás que a los primeros no puedo negar que les deban innumerables bienes y reglas de bien vivir». Y en una actitud que se ha querido ver como precursora del moderno feminismo militante, recaba el derecho de las mujeres al estudio: «¿No estudió Santa Catalina, Santa Gertrudis, mi Madre Santa Paula [...] Pues ¿por qué en mí es malo lo que en todas fue bueno?»

Como bien se advierte, la llamada «Carta de Monterrey» no sólo venía a confirmar las hipótesis vislumbradas por Dorothy Schons y Abreu Gómez en la década de los treinta acerca de los agrios conflictos de Sor Juana con confesor y la valentía y tenacidad con que supo oponerse a su anulación intelectual, sino que además pudo poner en entredicho las versiones de los críticos católicos, quienes -siguiendo con esto el designio tres veces secular iniciado por Castorena y Ursúa- se empeñaban en ver en la renuncia de Sor Juana al cultivo de la literatura y al estudio de las ciencias mundanas una intervención divina que le llevaría a firmar con su sangre la Protesta de «abandonar sus estudios humanos [...] para seguir, desembarazada de este afecto, el camino de la perfección» o, según la glosa hagiográfica del propio Castorena, de «enagenarse evangélicamente de sí misma» y dar «de limonsa hasta su entendimiento en la venta de sus libros».

En 1982 aparecieron dos exhaustivos estudios de la obra de Sor Juana, cada uno de ellos notable por distintas razones; en Francia, Humanisme et religion chez Sor Juana Inés de la Cruz de Marie-Cécile Bènassy Berling, cuya traducción al español fue publicada por la UNAM tres años más tarde; en México, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe de Octavio Paz. Antes de la publicación de estos libros, ninguno de sus autores   —15→   tuvo noticia de la Carta de Sor Juana a su confesor; sin embargo, ambos trataron extensamente del acuciante problema del «silencio final» de Sor Juana. Aunque no contemos con la evidencia documental de que «una autoridad malévola» fuese responsable de la crisis de Sor Juana, y a pesar de que, a su juicio, en el mundo hispánico de la época «no era comprometedor formular ideas personales, incluso paradójicas, acerca de las "finezas" de Cristo», Marie-Cécille Bènassy aceptaba que las respuestas violentas suscitadas por la Carta atenagórica parecen ser motivo suficiente para «justificar la hipótesis de la presión que obligó a Sor Juana a tomar la decisión que tomó».

Por lo que respecta al libro de Octavio Paz, ha sido tan leído y comentado que casi podríamos ahorrar las referencias a él. Con todo, conviene recordar que Las trampas de la fe no es únicamente un libro sobre la vida y la obra de Sor Juana, sino un vasto e iluminador estudio de la cultura del México colonial, de sus instituciones y de sus conflictos psicológicos y sociales. Es dentro de ese amplio y, en ocasiones, contradictorio contexto constituido por «las leyes del desarrollo social» y, de otro lado, por la libertad e imaginación de la «criatura individual», donde podrán discernirse las causas productivas de un destino y de una obra. De conformidad con la hipótesis de Puccini, Paz cree en la existencia de una profunda enemistad entre Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, y el arzobispo mexicano Aguiar y Seijas, surgida de las ambiciones frustradas del primero por ser designado arzobispo de México. Piensa que la Carta atenagórica «es un texto polémico en que la crítica a Vieyra esconde una crítica a Aguiar» y, por extensión, a los jesuitas, amigos y protegidos del arzobispo; sostiene finalmente que Sor Juana fue una aliada de «Sor Filotea» y que pagó muy caro haberse dejado inmiscuir en los pleitos de dos jerarcas de la Iglesia, que finalmente se mostrarían conformes en darle una solución canónica al difícil caso de una monja literata, teóloga y polemista, tan célebre en México cómo en ultramar. Paz no cree que haya habido una conjura deliberada contra Sor Juana, pero sí «una hostilidad difusa» provocada precisamente por la actitud independiente y razonadora de una monja cuyo ejemplo podría llegar a comprometer «los principios mismos de la disciplina eclesiástica». Núñez de Miranda volvió a ser el instrumento para reducirla   —16→   al silencio y la penitencia: «El sacrificio en el altar de Cristo fue un acto de sumisión ante prelados soberbios. En sus convicciones religiosas encontró una justificación de su abjuración intelectual», afirma Paz.

Sin mengua de los estudios dedicados a la obra literaria de la jerónima -el Primero sueño, los autos sacramentales, las comedias cortesanas, los poemas de «amor y discreción», las loas y villancicos y toda su prosa argumentativa han sido objeto de numerosos y esclarecedores análisis-, lo cierto es que la actitud de Sor Juana frente a sus prelados o, extendiendo el radio de interés, del destino de la mujer en una autoritaria sociedad patriarcal, han reclamado cada día mayor atención. De las 32 ponencias presentadas en 1991 en el «Homenaje Internacional a Sor Juana Inés de la Cruz», convocado por el «Programa interdisciplinario de estudios de la mujer» de El Colegio de México y publicado en 1993 bajo el título Y diversa de mí misma entre vuestras plumas ando, catorce de ellas «enfocan específicamente un género» (sic), esto es, se ocupan de las manifestaciones explícitas, implícitas o meramente supuestas del feminismo militante que se atribuye a Sor Juana, las cuales van desde sus aparentes o sutiles transgresiones a un modelo semántico y social del mundo centrado en lo masculino y mediante las cuales -se dice- la poetisa «manipula las formas discursivas, poniendo en tela de juicio los usos d el poder», hasta la arriesgada hipótesis de que Sor Juana, por el hecho de «apenas referirse a la Trinidad masculina ortodoxa», pareciera oponer a la teología católica una precursora «epistemología feminista».

Por supuesto, dentro de ese importante libro de homenaje, hubo también algunas ponencias que se propusieron replantear los problemas suscitados por la personalidad de Sor Juana y sus controversias con la jerarquía eclesiástica a partir del estudio de los documentos de la época que permitan conocer la naturaleza y funcionamiento del mundo comunitario de las monjas novohispanas, así como del conjunto de prácticas exteriores e interiores a que estaban regularmente sometidas y, sobre tales bases, fundar las conclusiones pertinentes. Hay también en esto dos maneras extremas de enfrentar el asunto: una, desde la ortodoxa convicción de la bondad y propiedad de las reglas que la Iglesia imponía a todos los miembros de sus órdenes, tanto masculinas como femeninas, y consecuentemente, explicando   —17→   la «segunda conversión» o -para otros- la «abjuración» de Sor Juana como si tratara de un acontecimiento perfectamente previsible: la final sujeción de su voluntad a las reglas y constituciones eclesiásticas. Otro enfoque, más crítico o menos sujeto a las predisposiciones dogmáticas, es el que intenta explicar las causas de la particular conducta de Sor Juana de conformidad con su propia contextura moral e intelectual. En la primera perspectiva se sitúa Josefina Muriel, estudiosa pionera de La cultura femenina novohispana (1982), quien presentó en el mencionado «Homenaje» una ponencia sobre «Sor Juana Inés de la Cruz y los escritos del Padre Antonio Núñez de Miranda»; en ella, después de reseñar algunos de los textos publicados por el confesor de Sor Juana -en especial los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola acomodados a el estado y profesión religiosa de las señoras vírgenes, esposas de Cristo (1695), en que se definen los votos de pobreza, castidad, obediencia y clausura y se alerta a monjas y novicias de las tentaciones con que el mundo dificulta o impide su buen cumplimiento- arribó a la edificante conclusión de que, en esa crisis desatada por las reconvenciones de sus prelados -que Muriel no menciona-, Sor Juana «eligió lo que sugerían los Ejercicios: el exacto cumplimiento de los votos [...] y realizó heroicamente el cambio de buena a mejor, de monja poetisa a monja caminante a la santidad», compartiendo -aunque sin aludirlos- los conceptos expresados por Gabriela Mistral en una Semblanza de Sor Juana de 1924.

Desde una perspectiva también historiográfica pero ideológicamente crítica, Dolores Bravo Arriaga, en su ponencia intitulada «La excepción y la regla: una monja según el discurso oficial y según sor Juana», se propuso contrastar, a la luz de las Reglas y Constituciones... de las Religiosas Gerónimas, publicadas en diversas ocasiones por las prensas novohispanas, los «roles» sociales asignados a las monjas y, en ese contexto, examinar las conductas particulares de Sor Juana, precisamente aquellas que dieron pie a su «difícil relación» con Núñez de Miranda. La organización comunitaria, con las tareas específicas asignadas a la priora, la vicaria, la tornera, la celadora, las escuchas, etcétera «dan la sensación de [ser] una colectividad en la que todas se observan y se controlan una a otras, como si buena parte de la conciencia individual dependiera de la conciencia de las   —18→   demás» y que la «devoción y espiritualidad se condicionan y se dirigen de acuerdo con la estricta obediencia a la jerarequía».

En este mundo de clausura regulada, la única presencia masculina necesaria a las vírgenes-esposas de Cristo es la del confesor, cuyo papel primordial es el de moldear -con persuasión no exenta de amenaza- la vida espiritual de las monjas y llevarlas de la mano por el camino de la estricta obediencia, esto es, de la anulación de la propia voluntad. Las constituciones definen las culpas y las penas de las reclusas con infantil suspicacia; lo que más se teme y merece el mayor castigo es la desobediencia y el «contacto escandaloso con el mundo», es decir, la comunicación con el exterior, ya fuese a través del torno, la reja del locutorio o los papeles de mano.

Núñez de Miranda fue también autor del Testamento místico de una alma religiosa que, agonizante de amor por su divino Esposo [...] instituye a su Querido voluntario heredero de todos sus bienes (México, 1707) en el cual -usurpando discursivamente, la conciencia de la reclusa- pone en sus labios el mandato a que han de someterse aquellas mujeres «muertas al mundo» que llevaron a sus bodas místicas «el precioso ajuar de las Reglas, Constituciones y loables costumbres de este santo Convento»:

Mi entendimiento sólo piense, juzgue y discurra del cielo sin atender a la tierra. Mi voluntad se ocupe toda en amar tan infinita bondad y amable dueño, sin mirar sujeto criado, que sería vil sacrilegio a vista de tal Esposo, en quien totalmente y únicamente se deben emplear todos mis pensamientos.



Como consecuencia del «acercamiento a estos textos normativos que limitaban intelectualmente a una monja del siglo XVIII novohispano», Dolores Bravo no pudo dejar de reconocer que los constantes reproches a Sor Juana por parte de Núñez, Fernández de Santa Cruz, Aguiar y Seijas o tantos otros de sus correligionarios, «resultan plenamente comprensibles al adentranos en la palabra de autoridad» que ordena a la monja renunciar a toda autonomía espiritual e intelectual: «como inconfundible sacrilegio» -concluye Dolores- han de haber visto su confesor y sus prelados «el   —19→   audaz y ambiguo culto amatorio que Sor Juana profesa a las virreinas, no menos que su admiración por los pensadores laicos y gentiles».

En los numerosos trabajos que, a lo largo de esta década, ha publicado Dolores Bravo, continuó profundizando en las estructuras ideológicas de la sociedad novohispana y, en particular, en las relaciones de Sor Juana con Núñez de Miranda y Fernández de Santa Cruz; en su conjunto, estos ensayos configuran un perspicaz y documentado análisis de las causas del «profundo antagonismo» que la jerarquía católica sintió por Sor Juana. En la imaginación simbólica del mundo hispano-barroco, los conventos, definidos como planteles de «ejercicios santos», «Paraíso de espirituales delicias», «Cielo de ángeles por la pureza virginal», se convierten en simbólicos «escudos que nos defiendan», y así lo proclamaba Joseph Gómez de la Parra en su Panegyrico de la Vida en la Muerte del [...] Señor Manuel Fernández de Santa Cruz. ¿De qué o de quién defendían esos escudos virginales -quizá trasunto resemantizado del escudo luciente de la sabia y virginal Minerva- a los miembros de la sociedad novohispana? Por supuesto, los defendían de las tentaciones diabólicas de la lujuria reinante: «precipicio» al que se desbocan como bestias la hembras impúdicas, según la imagen infernal en que se regodeaba Antonio Delgado y Buenrostro en un romance de recapitulación de las buenas obras del obispo poblano. Pero la virginidad ensimismada es también un escudo contra la tentación mujeril del libre pensamiento: lo que aprecia el Divino esposo en sus esposas vírgenes no es el conocimiento del mundo engañoso, sino el ejercicio de la capacidad visionaria que les permita contemplar, aún antes de salir de esta vida, los deslumbradores y promisorios simulacros de la corte celestial. Para el buen logro de estas visiones ha de recurrirse a la lectura de obras piadosas y a la práctica de los ejercicios espirituales. Envueltas mentalmente en un universo de recurrentes imágenes piadosas que terminaban por presentarse a su espíritu con más fuerza de realidad que las que podían percibir sus sentidos exteriores, las esposas de Cristo comparten celosamente el espacio de un harén sagrado entre cuyos muros aspiran a ser, no sólo la mejor, sino la preferida.

Con el fin de ilustrar un poco más el cerrado contexto mental y social en que transcurre el día de las monjas, me parece pertinente traer a colación   —20→   otra obra de Núñez de Miranda intitulada Distribución de las obras ordinarias y extraordinarias del día para hacerlas conformes al estado de las señoras religiosas (México, 1712) cuyo capítulo séptimo trata «De la lección espiritual», es decir de «libros santos» o de «honesta recreación» cuya lectura es permitida a las monjas. Siendo la primera obligación de las esposa de Cristo ser «buenas y fieles» católicas y «aspirar a la perfección» espiritual, se les recomienda la lectura y memorización del Catecismo del padre Gerónimo Ripalda, del cardenal Belarmino y los ejemplos de doctrina cristiana «que trae el padre Juan Eusebio» [Nieremberg] en tal y tal tomo de sus obras. Para que se preparen para los ejercicios espirituales cada día, podrán recurrir a los ejemplos propuestos por fray Luis de Granada, el padre Luis de la Puente, San Pedro de Alcántara, etcétera. ¿Y qué leer para la «honesta recreación»? Pues las vidas de los santos Barlaam y Josafat, San Juan de la Choza, Santa María Egipciaca, San Simón de la Columna y, en general, las historias sagradas y eclesiásticas. Y enseguida añade el padre Núñez, con tono severo:

Pero advertid mucho en este punto que ni por pensamiento os pase leer Comedias, que son la peste de la juventud y landre de la honestidad; esto no pide más ponderación para almas religiosas sino sólo acordarse que a seculares, no digo doncellas, sino casadas y mozas bien criadas, no se permiten semejantes libros [...] No habéis de leer ni tener en vuestra celda libros profanos de comedias, novelas ni otro amatorio alguno, sino todos han de ser sagrados compuestos y modestos, por eso se llama su leyenda honesta recreación.



En otras Reglas y constituciones que han de guardar las religiosas de los Conventos de Nuestra Señora de la Concepción y Santísima Trinidad de Ciudad de los Ángeles, vueltas a imprimir por la madre abadesa Francisca de Santa Cruz en 1744, el capítulo «De la clausura» se constituye como un decálogo contra los privilegios de la vista, sentido por el que penetran con evidencia las estimulaciones mundanas y a partir de las cuales se forjan las inquietantes imágenes de la fantasía no menos que del razonamiento. Es tal la debilidad moral atribuida a la mujer, que aun estas   —21→   vírgenes consagradas deben estar al reparo de la perturbadora presencia varonil que despierte su reprimido instinto sexual: es menester alertar a las vírgenes con el toque de una campanilla cuando penetren en el convento los sacerdotes, capellanes o personas «con ocasión de ayudar a bien morir a las enfermas»; está prohibido también que las religiosas suban a las azoteas y que hablen por la puerta con «persona alguna de cualquier calidad que sea, ni reciban papeles por ella»; y en el colmo del terror por las más espontáneas manifestaciones de la vida, no se permiten «terneras vivas, ni perros ni otros animales que puedan causar ruido e inquietud en el convento».

Con razón tituló Dolores Bravo uno de sus ensayos «El cerco de la conciencia»: dentro del estrecho ritual cotidiano ordenado por las reglas y constituciones de la orden jerónima, Sor Juana tuvo que superar con paciencia, humildad y energía las normas que le oponían mil inconvenientes a su irrenunciable «intención estudiosa». ¿Cómo pudo leer, aprender y escribir tanto si sólo podía hacerlo -según propia confesión- en «los ratos [...] que sobran de lo regular de la comunidad»? A mí me parece que su infinita curiosidad intelectual y su pertinacia en «estudiar continuamente diversas cosas, sin tener para alguna particular inclinación, sino para todas en general», le permitieron -durante los tiempos felices del amor con los marqueses de la Laguna- mantener su mente y su espíritu libre de aquel «cerco de la conciencia» dentro del cual acabarían por constreñirla sus acechantes prelados. Después de examinar con mirada aguda y desprejuiciada esos «textos normativos que limitan intelectualmente a una monja del siglo XVII novohispano», Dolores Bravo concluye que si bien Sor Juana no pudo escapar a las «limitaciones de su época» que le impidieron «vivir en otro espacio» que no fuese el conventual, su «naturaleza mundana» y su «inteligencia cuestionante» le permitieron traspasar las paredes del claustro para construir con la imaginación y con el arte un «espacio simbólico y absolutamente perdurable» en su palabra poética.

Ese otro espacio urbano y cultural en que Sor Juana pudo llevar a cabo, en libertad relativa y por no más de cinco lustros, las obras de su entendimiento, es examinado por Dolores Bravo en otros ensayos en los que se ocupa, por ejemplo, de las ceremonias y festejos con que los novohispanos   —22→   dieron cauce a su vitalidad social y participaron con alegre desenfado en los ritos del poder civil («El arco triunfal novohispano como representación», «Una representación criolla: la Máscara grave y la Máscara faceta de 1672»), así como de la paulatina y problemática formación de una conciencia criolla que se nutría de paradigmas disímbolos y, de hecho, contradictorios: los de la cultura humanística, los del catolicismo tridentino y los del idealizado pasado indígena («Identidad y mitos criollos en Sigüenza y Góngora»). Dice, a este propósito, Dolores Bravo:

La realidad contextual se verbaliza en esa actitud de imitar la retórica de efusivas imágenes, de audaces metáforas, de enrevesados hipérbatos [...] El poeta criollo, cuanto más adorna y eufemiza, más lejos parece situarse de una realidad que ha querido plasmar verbalmente de manera espontánea; su mundo subjetivo se vuelca en el entorno inmediato, y éste se vuelve signo de sus vivencias, que progresivamente se tornan en mitos propios.



Inmersa en esa conflictiva realidad social y espiritual de la Nueva España, entre la fidelidad católica y monárquica y la ansiada -y obstaculizada- independencia intelectual, Sor Juana procuró encontrar su propia estabilidad en el apasionado y solitario ejercicio del entendimiento. El sueño o el Primero sueño -como lo titularon sus primitivos editores peninsulares- fue la única obra que, en palabras de Diego Calleja, «a sola contemplación suya escribió». Y es ésta una verdad esencial: los poemas de controversia amorosa, las comedias y aun los autos sacramentales son, en mayor medida, tareas impuestas a su superior ingenio; pero el Sueño es el mayor empeño de su inteligencia: la conquista del mundo del conocimiento. Dolores Bravo no podía dejar de ocuparse de esta obra ambiciosa y perfecta: «Significación y protagonismo del "oír" y el "ver" en el Sueño» es un notable ensayo en el que caló esta «summa artis de un estilo de época, de una ecléctica y antagónica concepción de conocimientos y de ricos sistemas y modelos científicos y retóricos». En efecto, como Dolores ha demostrado, la composición del Sueño -con las imágenes de la invasión nocturna de su inicio y las del radiante amanecer final- se ajusta literariamente al sistema pictórico del claroscuro, esto es, a «la correspondencia   —23→   metafórica entre la oposición accional de la sombra y la luz, auténticos protagonistas inherentes a la estética barroca de la fusión de opuestos». A ello se debe la sucesiva preeminencia del oído -«verdadero protagonista de la sensibilidad de la noche»- y de la vista -«verdadera sinécdoque del entendimiento humano»- en la configuración de las imágenes poéticas relativas, unas, al mundo silencioso del sueño de la naturaleza y de sus criaturas pecaminosas y mortales y, otras, al luminoso amanecer de la inescrutable providencia divina.

«Entre el oído exterior y la vista interior se encuentra el letargo fisiológico de los otros sentidos», afirma Dolores Bravo, y es ahí -en ese interregno de los ensueños fantasiosos- donde el alma «casi separada» de sus ataduras corporales emprende su aventura imaginaria del conocimiento posible. Y es precisamente ahí, en el espectáculo cósmico que se representa a sí misma en un vasto espejo de virtudes mágicas, donde la audaz mirada del entendimiento cae hecha cenizas, disuelta por las intolerables lumbres solares del cosmos universal. Sorda por causa del avasallante silencio de la noche; ciega por la debilidad de su mirada intelectual, el alma «cuestionante» de Sor Juana -del ser humano ambicioso de conocimiento del que es emblema Sor Juana- se enfrenta a un destino trágico: «rebeldía y transgresión al mandato superior» y, al cabo, sometimiento «al designio de la obediencia».

Por la singular importancia de las contribuciones de la maestra Dolores Bravo al mejor conocimiento de la vida y la obra de Sor Juana Inés de la Cruz y, en especial, de aquellos aspectos relativos al campo de la «espiritualidad» católica del México colonial, la Facultad de Filosofía y Letras y el Seminario de Cultura Literaria Novohispana de la UNAM, acordaron editar conjuntamente La excepción y la regla, colección de ensayos, algunos hasta ahora inéditos y otros más incluidos en publicaciones especializadas, para ponerlos así más fácilmente al alcance de los lectores interesados.





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ArribaAbajo Significación y protagonismo del «oír» y el «ver» en el Sueño1

En su perfección formal, sinfónica casi, el Sueño de sor Juana incita al crítico a muchos desafíos para desentrañar la armónica correspondencia de sus innumerables riquezas metafóricas. Georgina Sabat de Rivers en su medular trabajo (en opinión de Elías Trabulse, «el estudio más completo y original sobre el Sueño de Sor Juana»)2, dice lo siguiente:

La narración empieza con una descripción de la llegada de la noche y de cómo se duermen todos los animales. Esta descripción constituye una especie de prólogo al sueño humano propiamente dicho, que ocupa toda la parte central del poema, y que contiene la acción principal. Luego empieza a despertarse el hombre. Llega el día y se despierta del todo. Este epílogo es más breve que el prólogo, pero la simetría formal es evidente3.



La estructura tripartita establecida por esta autora, acorde con la de otros estudiosos como Ricard, Pascual Buxó y Trabulse, guarda, en efecto, una impresionante y geométrica simetría formal entre su parte inicial y la última. Es admirable -y la sensación se asemeja a la de la contemplación del concierto entre los cuerpos celestes- la concordancia literaria de los tópicos existentes entre las dos partes y su funcionalidad poética. Pensemos, por ejemplo, en la correlación que se establece en la función   —26→   antitética de los pájaros nocturnos, aberrantes criaturas de la naturaleza, con sus sonidos aletargantes, opuestos a las aves diurnas con su canto armónico y su función natural de ser heraldos del despertar de los seres vivos.

Asimismo es perfecta la correspondencia metafórica entre la oposición accional de la sombra y la luz, auténticos protagonistas inherentes a la estética barroca de la fusión de opuestos. En estos dos protagonistas y su polisemia poética, hermética, plástica y deliberadamente conceptual se cifra en gran parte la dinámica misma de todo el poema. Y entre este sistema perfecto de correspondencias, qué decir del tópico casi teatral de la contienda, que se presenta tanto en la parte inicial como en la final. La «tenebrosa guerra»4 tiene su perfecta equivalencia cuando la sombra nocturna es asediada por «las más robustas, veteranas lumbres»5. De igual manera se admira en el preludio y en el epílogo la antagónica correlación entre lo «alto» y lo «bajo», dialéctica y vertebral columna que oscila temáticamente a lo largo de toda la silva.

De igual forma, y como otra reciprocidad típica, tenemos el -llamémosle- «tiempo» externo del poema, calculable quizá en las doce horas que transcurren entre la presencia del «atezado ceño»6 de la sombra nocturna y los «flujos mil dorados»7 del luminoso inicio del día.

Por último, entre otras interesantes correlaciones, tenemos el inquietante y estratégico «digo» del verso 47, recíproco en intención semántica con el «digo» del verso 947. En ambas manifestaciones del «yo» se expresa el testimonio poético y protagónico de todo el devenir de la obra.

Sólo esta rápida mención de algunas correspondencias retóricas y conceptuales nos corrobora la perfección formal del magno poema, verdad summa artis de un estilo de época, de una ecléctica y antagónica concepción de conocimientos y de ricos sistemas y modelos científicos y retóricos. Summa artis, sobre todo, de la genial interioridad y pasión del cocer de la monja jerónima.

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Sin embargo, a pesar de lo atractivo e incitante que resultan estas correlaciones formales, queremos tratar en nuestro trabajo dos temas que pensamos son claves para el análisis textual. El primero es la presencia del oído y de la vista y su respectiva significación simbólica y funcional; el segundo tema que deseo tratar es el agón trágico que es una auténtica línea, tanto narrativa como dramática, en la acción y la aventura del alma, o como la ha llamado Sabat de Rivers, «un orgullo faustiano, prometeico»8.

Este protagonismo trágico se encuentra, como veremos, en registros y personajes distintos a lo largo de todas las secuencias del texto.

Como ya hemos mencionado, en los primeros 150 versos se describe el sueño de los seres vivos y el imperio de la noche que invade la atmósfera y se posesiona del ámbito natural de cada uno de los elementos.

Creo que, a diferencia de la parte central, denominada por Sabat de Rivers «El sueño intelectual del hombre»9, la primera secuencia del poema se puede designar como descriptiva; como ya señalamos, se corresponde perfectamente con la última. Ambas son marginales a la aventura del alma, y en realidad, la enmarcan en tiempo y en escenario espacial. La parte central, la esencialmente humana, se podría llamar «conflictiva», y en ella transcurre la solitaria elección del acto de conocer.

En este trabajo queremos resaltar cómo en los primeros 150 versos, en el ámbito exterior al alma se manifiesta el sentido del oído, auténtico protagonista de la sensibilidad de la noche. En la acción protagónica del alma, no obstante, el sentido accional y omnipresente es la vista, verdadera sinécdoque del entendimiento humano.

La primera vez que sor Juana introduce el oído es cuando refiere e interrelaciona el silencio con la percepción aletargada que de él provocan, con sus sonidos indignos, las aves nocturnas. Se establece una bellísima sinestesia cuando se describe las voces: «de las nocturnas aves / tan oscuras, tan graves, / que aun el silencio no se interrumpía»10.

Al contrario de la vista -que aparece en Platón como el otro sentido superior ubicado en la cabeza, «nuestra parte más divina y que manda a   —28→   todas las otras» -11, el sentido de la audición está considerado como «el símbolo de comunicación, en cuanto ésta es recibida y pasiva, no en cuanto transmite y es activa»12. Esta es una de las razones por las cuales el oído se imanta con la tranquilidad de la noche y su medio de comunicación es el reiterado silencio, dueño del entorno de los elementos.

Aquí sor Juana logra unos efectos invertidos extraordinarios, ya que el aire y la quietud, antes abstractos, parecen lograr una carga de significado pesada y concreta. Sin abundar en ello, queremos resaltar que desde el principio del poema aparecen las tríadas en personificaciones muy variadas, que recorren desde los tres rostros lunares hasta las tres aves transgresoras: lechuza, ave del conocimiento; murciélagos, seres abyectos, híbridos, de naturaleza atípica, y el búho, animal «símbolo de tristeza, de oscuridad, de retirada solitaria y melancólica. La mitología griega lo tiene como intérprete de Átropos, la Parca que corta el hilo del destino. En Egipto expresa el frío, la noche y la muerte»13. En el poema también tiene una carga nefasta, ya que es «supersticioso indicio al agorero»14. Sin embargo, existe otra correspondencia entre las mineidas y Ascálafo; no sólo ambos transgreden el mandato de dioses tan importantes en el panteón griego como Baco y Ceres, deidades de la vida, la nutrición y el éxtasis, sino que las dos aves abyectas gozaban antes del don de la palabra; las mineidas contaban historias, es decir tenían el privilegio de la imaginación y Ascálafo era «parlero», es decir, manejaba la palabra en exceso.

En su rebeldía y transgresión al mandato superior y al designio de la obediencia, estos personajes se relacionan estrechamente con la hybris trágica, tópico que cruza el poema desde la primera línea, con el intento también infractor de la sombra nocturna.

La paradoja retórica se centra en el «silencio» en y las voces que incitan al sopor y anulan el ánimo. El silencio se produce, pues, en una singular antítesis en la «voz» y el «canto» de la monstruosa «capilla pavorosa»15.   —29→   La concepción elocuente del silencio se relaciona con la otra autobiografía de sor Juana, la Repuesta a Sor Filotea, en la que la escritora elabora toda una teoría discursiva acerca de él:

[...] y si la he de confesar toda [la verdad], también es buscar efugios para huir la dificultad de responder, y casi me he determinado a dejarlo al silencio; pero como éste es cosa negativa, aunque explica mucho con el énfasis de no explicar, es necesario ponerle algún breve rótulo para que se entienda lo que se pretende que el silencio diga; y si no, dirá nada el silencio, porque ése es su propio oficio: decir nada16.



Lo «negativo» de la Respuesta a Sor Filotea se relaciona con lo «pasivo» de su importante función expresiva en el Sueño.

En correlación antitética, en los primeros versos se habla de la enrarecida «música» creada por la «capilla pavorosa», que se transforma durante la luminosidad del día en la, ésta sí, música apoteósica de los «[...] bélicos clarines de las aves / (diestros aunque sin arte / trompetas sonorosos)».17 En esta secuencia, el oído ejerce una función perceptiva, discerniendo el claro canto de los pájaros matutinos.

Continuamos con el escenario nocturno, exterior al alma de la soñadora, y captamos nuevamente la percepción tópica, secuencial y omnipresente del oído. Como señala Sabat de Rivers, «La noche se convierte en el dios egipcio del silencio»18.

El silencio se profundiza en lo recóndito del mar, donde yacen los peces quienes, por naturaleza y por el sueño, «mudos eran dos veces»19.

Así pues, el oído se llena de silencio, no sólo para no perturbar el ámbito nocturno, sino como función pasiva y antinatural del sentido de la percepción auditiva. También lo bajo y terreno se percibe en el reino animal, el cual no obstante, en otra significativa tríada, se eleva a la monumentalidad   —30→   de la realeza en sus tres símbolos: el león, Acteón, el rey-venado transgresor duramente castigado en una metamorfosis, que en el proceso de ascensión del poema resulta menos abyecta que la de las aves nocturnas: «El de sus mismos perros acosado, / monarca en otro tiempo esclarecido, / [...] / con vigilante oído, / [...] / la oreja alterna aguda».. Y en una elevación cada vez más acentuada, el águila, la más grandiosa de las aves, «como al fin Reina»20. Estas tres metáforas de realeza se significan por el oído como negación, como entrega al sueño, como abandono racional de la actividad. El movimiento del exterior termina con la insistente captación que el oído percibe del silencio: «todo, en fin, el silencio lo ocupaba»21.

Es en el verso 151 en el que se abandona el mundo exterior y el protagonista del alma-vista, surge, como dice Sabat de Rivers, en «una frase larga y complicada»22.

Siguiendo nuestro tópico, observamos que entre el oído exterior y la vista interior, se encuentra el letargo fisiológico de los otros sentidos.

En el verso 191 se inicia la acción del alma, atada al cuerpo por sus funciones vitales. Surge otra tríada esencial, la que hace del cuerpo: «un cadáver con alma, / muerto a la vida y a la muerte vivo»23. Hablamos del corazón, los pulmones y el estómago. La soñadora interviene con un oportuno juego de ingenio: en el verso 226 aparece otro «digo», que al igual que los órganos esenciales, es testigo de la vida. De nuevo emerge el silencio, captado por el oído, que abandona su percepción auditiva significada en otra tríada, ahora de acciones a cargo de los otros sentidos, los que «[...] con mudas voces impugnaban / la información, callados los sentidos / [...] / y la lengua que, torpe, enmudecía, / con no poder hablar los desmentía».

Los órganos vitales y los sentidos dormidos son el nexo entre el movimiento anterior y el siguiente. Por la acción fisiológica de la nutrición funcionan las facultades del alma para que ésta inicie su epopeya. Tanto   —31→   en lo que Sabat de Rivers llama «Intuición neoplatónica» como en el denominado «Raciocinio aristotélico», la vista como sentido superior protagoniza la empresa cognoscitiva del alma y asume una doble función, la de la visión exterior y la interior o, como señala Sabat de Rivers, la vista física y la intelectual24.

El ojo, órgano de la visión, encierra una múltiple simbología. Se dice por ejemplo, que la «abertura de los ojos es un rito de abertura del conocimiento, un rito de iniciación»: como receptáculo y transmisor de luz, «es un equivalente simbólico del Sol»25.

La concepción que de los ojos declara Platón en el Timeo o de la Naturaleza seguramente inspira muy de cerca la calidad dramática que sor Juana otorga al sentido de la vista en el Sueño:

[Los dioses] antes que ningún órgano fabricaron y colocaron allá los ojos que llevan la luz. He aquí cómo. Con la parte del fuego que no tiene la propiedad de quemar, pero sí la luz dulce de la que cada día está formado, compusieron un cuerpo particular [...] Cuando, pues, la luz del día encuentra la corriente del fuego visual, lo semejante uniéndose íntimamente a su semejante, se forma en la dirección de los ojos un cuerpo único en el que se confunden la luz que llega de lo interno y la procedente del exterior26.



Sentido superior y privilegiado, la vista capta el mundo circundante y revela la luz interior del propio ser, o sea la percepción anímica. Al contrario del oído, es un sentido activo y tiende al conocimiento y a la revelación.

En el poema -a partir del espejo, símbolo de iluminación y de reflejo de la inteligencia-27 la vista participa reiteradamente en esta dialéctica entre cobardía y osadía.

A partir, pues, de la imagen del Faro de Alejandría, los ojos adquieren un valor dramático en el escenario onírico e intelectual en el que se desplaza   —32→   el alma de la que, como señalábamos antes, es una espléndida sinécdoque poética. Al abandonar «casi» la corporal cadena, la vista se extiende a lo largo de sí misma y de la creación toda. Las metáforas que la representan son el águila, el lince, los montes, el espejo, o sea signos de ascensión y de luminosidad. El alma-vista, en oposición a la noche, se eleva a las regiones supralunares. La oscilación trágica entre el triunfo y la derrota, entre el esfuerzo y su anulación se plantea cuando la vista pretende escalar la pirámide. En correspondencia con el inicio del poema, con el soberbio ascenso de la «piramidal sombra», los ojos, en un esfuerzo más que vano, heroico, se «despeñan» por su «visual alado atrevimiento»28. Las alusiones al sentido de la vista cobran diferentes connotaciones. Apuntando al tópico culminante de la vista-alma-intelecto, aparecen no sólo las pirámides sino la Torre de Babel, simétrica en su paralelismo a la primera parte, ya que las voces que la describen son igualmente atropelladas y confusas que las de Ascálafo o las de las mineidas.

La torre peca de elación, al igual que la mirada arrogante que, hecha una con el alma, por «[...] su ambicioso anhelo, / haciendo cumbre de su propio vuelo»29, se vuelve el sujeto esencial de la narración. La vista excede sus propias potencias y el tema de la silva se concentra en la esencia trágica del hombre.

Una bien lograda paradoja es la acepción de «ceguera» en una doble dirección. Es de nuevo la soberbia (latente hybris trágica) «elaciones profanas» de «ciego error»30 contrastada con la vista interior de los hombres que «ven» y desentrañan la verdad con los ojos del alma, los viejos sabios que alcanzan la perfección, como el invidente Homero, poeta por antonomasia de la literatura occidental cuya ceguera sublimada le otorga el don creativo.

Sor Juana repasa el género de la épica griega, al mismo tiempo que recorre los pasos del ciclo trágico. De nuevo se plantea otra tríada singularmente simbólica del ascenso y la caída: las pirámides, los montes eminentes y la «altiva Torre». El paso siguiente de la vista es pretender mirar   —33→   al sol, que entre sus múltiples simbolismos reviste no sólo el de fuerza y autoridad, sino «conocimiento intelectivo, el sol es en sí mismo la inteligencia cósmica»31.

La intuición neoplatónica va a tener como su héroe animoso a Ícaro así como la deducción aristotélica culminará su esfuerzo con el admirable heroísmo de Faetón. Es edificante el fracaso de la intuición como pecado de soberbia: la vista como sentido superior pierde su racionalidad y se atolondra y confunde.

La evocación del mito de la caverna platónico enlaza los dos modelos del conocer, y es de nuevo la vista la protagonista del oscilar entre apariencia y verdad. Es en este pasaje cuando este sentido desaparece y lo sustituye el «entendimiento», forma elevada de percepción intelectual. En la dialéctica cobardía-atrevimiento, Sabat de Rivers destaca como palabras claves de toda la acción protagónica, «tímido», «huye», «cobarde» y otras del mismo campo semántico. Tanto Ícaro como Faetón se significan por alusiones visuales; el primero, como ya vimos, se atreve contra el objeto deífico que es el sol, y queda en sus propias lágrimas anegado, maravillosa metáfora para designar el llanto como humor proveniente de los ojos, el «líquido humor» soberbiamente expresado en el célebre soneto de sor Juana que comienza: «Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba».

La clara alusión al anhelo fáustico del hombre es protagonizado por el héroe central del poema, Faetón, quien en su ánimo, variación del alma y de la vista osada, sucumbe ante el «vengativo rayo» de Zeus, castigo destinado a aquellos que se atreven a violar el equilibrio impuesto por el orden cósmico.

Cuando digo que el poema más me parece una acción dramática que un suceso narrativo, pienso precisamente en el ciclo trágico que los protagonistas míticos, las personificaciones cósmicas o las criaturas sublunares, experimentan en el poema. El escenario de la parte «conflictiva» como la hemos llamado, está poblado de personajes que desafían, retan o transgreden el equilibrio impuesto.

Pero esto no sólo ocurre con los personajes que protagonizan el anhelo   —34→   del alma, también sucede con las personificaciones de la parte inicial y de la final. El poema inicia con una imagen de transgresión de la sombra, y termina prodigiosamente, con la misma sombra, que en un efecto eminentemente teatral, y como galán de comedia, recibe en su capa «los tajos claros / heridas recibiendo»32, con los que lo acomete triunfadora la luz. Faetón es el más elaborado de los protagonistas pero junto con él ya vimos que gran parte de los personajes numerosos que pueblan el Sueño, experimentan un proceso trágico. Sin adentrarnos en el complejo y ejemplar ciclo de la tragedia, señalaremos sólo que tanto la piramidal sombra, al igual que las aves nocturnas, o como Acteón, Ícaro o Faetón, entre muchos más, asumen y reiteran en el poema la esencia de lo trágico. El héroe viola un orden impuesto, «realiza una acción trágica cuando sacrifica voluntariamente una parte de sí mismo a intereses superiores, sacrificio que puede llegar hasta la muerte»33.

La ejemplaridad y la simpatía matizada de «compasión y temor», como marca Aristóteles, surge de la voluntad del héroe para asumir su catástrofe y su destino. De ahí que se «nos presenta como un personaje que siempre admiramos, incluso si es declarado culpable de los peores crímenes»34.

La reflexión de la soñadora sobre el ciclo trágico de Faetón parece la consideración ética, estética e histórica del destino trágico. Vemos que sor Juana alude varias veces al mundo clásico. Presentes están Homero, la épica, la lírica, la historia, los mitos y las categorías esenciales de lo apolíneo y lo dionisiaco.

Volvamos a la presencia de Faetón y veremos cómo éste simboliza la atracción del pathos, que incita al espectador a la admiración temerosa que el héroe despierta en él. La gloria del joven auriga -signo del desafío a la autoridad- consiste en ser también él una sinécdoque del perturbador elemento trágico que alienta al ser humano a exceder -por decisión osada de su albedrío- los límites impuestos a la fuerza perturbadora de su libertad y de su imaginación.



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ArribaAbajoTextos panegíricos en torno a «dos hombres» de Sor Juana35

La existencia de sor Juana en tanto religiosa está marcada por la influyente autoridad de los poderosos eclesiásticos que norman la conciencia y la moral individual y colectiva de los novohispanos de finales del siglo XVII. La vida social está, en gran medida, regida por valores emanados de la religión; en un estado absolutista en el cual el virrey, en representación del soberano, es vicepatrón de la Iglesia, es inimaginable una moral laica. La transgresión a los principios religiosos es la violación a la ética social.

La vida entera del hombre novohispano estuvo trascendida de religiosidad. La Iglesia católica controlaba vidas y conciencias. El poder civil y el eclesiástico estaban unidos y en varias ocasiones se vieron representados por una misma persona. La sociedad novohispana fue una sociedad providencialista, todo acto humano estaba considerado como determinado por la Providencia. Desde su nacimiento hasta su muerte el hombre novohispano debía sujetarse a los dictados de la Santa Madre Iglesia considerándolos siempre significativos de la voluntad de Dios. No había por lo tanto, ni se podía concebir que la hubiera, ninguna actividad humana fuera de la Iglesia36.



Si esta sujeción total a la Iglesia es universal para los novohispanos, con mayor razón lo es, como señalábamos líneas arriba, para aquellos que han tomado el estado religioso. Tanto hombres como mujeres que eligen la vida de clausura se ven condicionados por una serie de normas y de   —36→   disciplinas que son la esencia misma y la razón de ser de las órdenes regulares. Como sabemos, la palabra regular viene precisamente de las reglas que marcan la existencia cotidiana de religiosos y monjas.

Es a través de esta forma de vida como se justifica o se condena a alguien que ha entregado sus potencias físicas y espirituales a Dios. Cada orden religiosa se norma mediante las llamadas Reglas y Constituciones, especie de libro de oro que contiene cada uno de los actos, pensamientos y disciplinas, tanto exteriores como interiores, por los que se debe guiar aquél o aquélla que haya entrado a la vida monacal. La entrega a Dios debe ser excluyente de cualquier inclinación y apetencia que no sea la misma enajenación del ser con todas sus potencias, a la relación del individuo con la divinidad. Es así que la vocación debe cifrarse en la anuencia absoluta a la vida del claustro, lo cual sólo se logra con una vocación plenamente convencida. Ahora bien, ¿está sor Juana guiada por esta vocación que se mira en aquéllos y aquéllas cuyas biografías nos dicen que están desde pequeños ansiando abandonar el mundo para entrar al servicio de Dios? Sabemos que la respuesta es no, y es la propia escritora quien se encarga de revelarnos el puntual motivo que la hace abrazar la vida conventual:

Sabe también Su Majestad que no consiguiendo esto [reprimir su inclinación a las letras y al estudio], he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad37.



En sor Juana es declarada, pues, la intención de hacer vida monástica con el solo propósito de dedicarse al estudio. Incluso resulta un poco escandalosa la aseveración de contraponer en franca paradoja la «estudiosa intención» y la abierta repugnancia y desagrado que le causan los ejercicios, así como la estorbosa y obligatoria vida gregaria y uniforme de una comunidad. Es claro -y sor Juana en absoluto pretende embozarlo- que   —37→   ella entra como religiosa por dos razones: la aversión que tiene hacia el matrimonio y el deseo de estudiar.

Ambas razones implican significativamente una independencia tácita del principio de autoridad patriarcal, predominante en una sociedad como la hispánica, en la que la palabra del varón es infalible y se deriva de manera simbólica de la autoridad divina. Es claro que la intelectual que reúne armónicamente la potencia racional con el interés empírico de la observación de la realidad está lejos de ser una asceta o una mística transportada en inefables e inconscientes arrobos. La atipicidad de sor Juana reside también en ser una religiosa cuyo mundo creativo y cuyas obras más subjetivas reflejan un genio laico, más aún, profundamente profano. El recelo que la monja-escritora despierta en sus superiores es pues muy comprensible en su contexto: ella representa una transgresión latente: un Faetón o unas mineidas convertidas, por obra de una metamorfosis vergonzante, en murciélagos, especie desafiante de la lógica de la naturaleza, seres híbridos que no acaban de ser ni aves ni mamíferos. Sabida es su debilidad hacia los transgresores; su opera magna, Primero Sueño, se estructura en torno a una serie tópica de transgresiones, empezando por la sombra piramidal que pretende también sacrílegamente alcanzar los ámbitos superiores a ella vedados. Si sor Juana es la antirreligiosa en cuanto a docilidad, sumisión a la autoridad y enajenación de la voluntad, ¿quién o quiénes encarnan en su tiempo el ideal de perfección que en su sociedad son los modelos de mimesis para los laicos; quiénes de ellos imitan el ejemplar ejercicio de las virtudes cristianas? La respuesta la dan los innumerables textos hagiográficos escritos en torno a una serie de hombres y mujeres contemporáneos a nuestra escritora y que son los protagonistas de relatos fascinantes que, con base en su frecuencia y popularidad, forman un género surgido genuinamente de la mentalidad y de la necesidad espiritual de los novohispanos, que conforma el imaginario colectivo de su tiempo y de su entorno. En relación con sor Juana me interesan especialmente los escritos panegíricos dedicados a las figuras de poder que la rodearon; a dos influyentes religiosos quienes -según buena parte de los estudiosos de Juana Inés- tuvieron influencia para que en ella se diera lo que Octavio Paz llama «su abjuración». Reproducimos las palabras del ensayista:

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Regaló sus libros a su persecutor [Aguiar y Seijas], castigó su cuerpo, humilló su inteligencia y renunció a su don más suyo: la palabra. El sacrificio en el altar de Cristo fue un acto de sumisión ante prelados soberbios. En sus convicciones religiosas encontró una justificación de su abjuración intelectual: los poderes que la destrozaron fueron los mismos que ella había servido y alabado38.



Al referirse a los poderosos eclesiásticos que precipitaron su ruina y su -seguramente- desgano vital con la renuncia definitiva a una existencia que sin actividad intelectual perdió para ella todo sentido, alude a su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, y al singular y maniático arzobispo de México, Francisco de Aguiar y Seijas, de quien Francisco de la Maza dijo las siguientes certeras palabras: «de don Francisco Aguiar y Seixas, obsesivo donador de limosnas, misógino hasta la exageración y enemigo de la literatura, lo único que podemos decir es que era más de manicomio que de palacio episcopal»39.

El padre Núñez de Miranda, a pesar de no ostentar una alta dignidad eclesiástica, sí en cambio es uno de los más influyentes conductores de conciencias de su tiempo. Perteneciente a la Compañía de Jesús, encarna a la perfección el férreo espíritu de la milicia ignaciana, que logra la eficaz conversión de los espíritus por medio de significativas imágenes que sintetizan ámbitos sobrenaturales y metafísicos, encarnados en representaciones de una concreción casi naturalista. Es lo que san Ignacio llamaba «la composición de lugar», que hace que el devoto «imagine» los más intrincados parajes trascendentes, revestidos de temibles pero familiares representaciones de castigo, que convencen al más reticente. En otro trabajo en el que aludimos a este personaje y a la biografía que de él escribe Juan Antonio de Oviedo, decíamos lo siguiente:

Núñez tal vez -sin la voluntad consciente de Oviedo- se presenta como una autoridad terrible; como el asceta que se sabe él   —39→   mismo paradigma moral de una sociedad. Son varios los capítulos en los que nos habla de su mortificación, su penitencia y su continuo control de las pasiones. No en vano Núñez fue el confesor más prestigiado de su sociedad40.



Además de su proclividad para escuchar y recriminar en la confesión, el padre Núñez fue un muy famoso orador pastoral de su tiempo. No obstante -y esto es lo más importante para nosotros, lectores e investigadores del siglo XX- el jesuita es un prolífico escritor. Esto nos posibilita el relacionar su obra literaria con la de sor Juana y ver lo diametralmente opuestas que resultan entre sí. La de la genial monja es una obra de creación guiada por la inteligencia, la creatividad poética y por un libre espíritu imaginativo. Núñez por el contrario, es un escritor de púlpito que en sus sermones -muchos de ellos, por cierto, dirigidos a monjas- usa sus más convincentes recursos retóricos y preceptivos para guiar a los fieles al ansiado camino de perfección. Su pluma, asimismo, está presente en los más renombrados acontecimientos y celebraciones de la cultura dominante. Por ejemplo, a él y a otro jesuita, Francisco de Uribe, se debe el Túmulo erigido por el Tribunal de la Inquisición en honor del monarca Felipe IV, fechado en 1666. Este honor le concierne por ser calificador del Santo Oficio. En las más importantes celebraciones religiosas encontramos discursos de este orador: en dedicaciones de templos, canonizaciones de santos; escribe, igualmente, oraciones fúnebres dedicadas a benefactores. El registro de este escritor es muy variado; no obstante, su finalidad como orador, como ensayista, como tratadista y teólogo práctico se puede resumir en las siguientes palabras de Josefina Muriel:

Los escritos del padre Núñez de Miranda fueron hechos para dar mayor alcance y permanencia a lo que decía en público y en privado;   —40→   esto es, lo que exponía en el púlpito y aconsejaba en el confesionario. Su principal temática se refiere a los medios para vivir con mayor perfección la vida cristiana en relación con la seguridad de la salvación eterna; la otra parte de su obra la constituyen los sermones panegíricos y los elogios fúnebres41.



Decíamos que las noticias más abundantes que sobre este personaje se tienen, se deben a su biógrafo, el también jesuita Oviedo. La obra se estructura en dos partes, como es común en este tipo de vidas. La primera se centra especialmente en lo que podríamos llamar «su biografía externa», es decir, las acciones que como confesor, maestro, prefecto de congregación, y otros roles apostólicos relevantes, realiza Núñez a lo largo de su vida. En el Libro Segundo se privilegia lo que podríamos llamar la «biografía interior» del protagonista, o sea, las virtudes que lo significan; el cumplimiento puntual de sus votos como sacerdote jesuita; el momento de su muerte; el reconocimiento de sus contemporáneos; y algunos prodigios que hace al «hablar», ya difunto, con algunas personas. Es interesante observar cómo al escritor lo que le interesa especialmente es el ascetismo en el comportamiento de su personaje; de ahí que sean muy importantes dos capítulos que él eslabona secuencialmente y que se centran en las mortificaciones corporales (XV) y en las espirituales (XVI). En el primer capítulo aludido se habla de los castigos o más bien de los autocastigos con los que Núñez trata de borrar la presencia de esa «cárcel del alma», que es nuestra investidura material. El menosprecio del cuerpo y la inmisericorde forma de anularlo son rasgos sobresalientes del comportamiento ascético. Al igual que Aguiar y Seijas, Núñez va madurando su condición ascética en la más férrea disciplina que los prepara para la vida trascendente. En estos pasajes, los del castigo corporal, no deja de estar presente el gusto barroco por el tremendismo y por el efecto de las descripciones plenas de sensorialidad: «Ésta [la disciplina] la tenía toda gastada, y ensangrentada, como también el cancel, y paredes del aposento, aunque   —41→   siempre procuraba buscar la disciplina que fuesse muy dura, y fuerte, y con todo jamás se daba por satisfecho»42.

Esta forma de masoquismo magnificado llega a extremos desagradables y escatológicos cuando el narrador, aludiendo al testimonio directo de la primera persona, manifestada en un «yo», cuenta que más penoso que el cilicio era: «el que le causaban con sus mordeduras los muchos animalillos, que en él [el cilicio] se criaban y el mortificado Padre sufría con grande paciencia, y alegría»43.

No obstante, las penalidades corporales sólo tienen sentido para dominar las pasiones interiores, y el biógrafo parece decirnos que la mayor victoria para un asceta es el triunfo sobre la propia debilidad. La pasión fundamental y el pecado sobresaliente del jesuita Núñez es la cólera, que contenía con un gran esfuerzo. Sin decirlo, Oviedo sugiere, o el lector lo infiere, que esta impaciencia colérica es realmente producto de una marcada intolerancia.

Antes de continuar refiriendo las virtudes que Oviedo privilegia en la parte climática de su biografía de Núñez, quisiéramos señalar cómo el confesor de sor Juana aparece como una verdadera figura de poder. Cuando acaece su muerte, los congregantes de la Purísima, de la que él fue cabeza durante muchos años, le erigen un túmulo, honor conferido sólo a las grandes dignidades eclesiásticas y civiles. Este dato nos revela cómo la sociedad novohispana vive en función de sus gestos y prácticas espirituales y religiosas; con esto queremos decir que es un universo que gira, en cada una de sus acciones, alrededor de un centro trascendente.

Huelga decir que el virrey, conde de Galve, asiste a sus honras fúnebres. No es menos importante la referencia que hace Oviedo a la amistad y admiración que las jerarquías eclesiásticas más importantes de su tiempo le dispensaron. Tal es el caso de Aguiar y Seijas y de Manuel Fernández de Santa Cruz, o sea, la sor Filotea de la Cruz de sor Juana.

Con base en el cumplimiento y consecución de las virtudes para lograr   —42→   la perfección, los hagiógrafos crean un personaje-tipo que cumple sublimadamente con las señas de santidad que su rol ejemplar le indica. De alguna forma u otra, el biografiado se convierte en un protagonista ideal y paradigmático, en el que la relación con el personaje real es, si no falsa, sí hiperbólica y plenamente literaria. Veamos algunas de estas virtudes emblemáticas en la biografía que sobre Núñez escribe el padre Oviedo. El Libro Segundo de la Vida de Núñez se cifra esencialmente en las virtudes que el confesor de sor Juana vive a plenitud. Los hagiógrafos proceden de lo general a lo particular; es decir, primero teorizan sobre cada una de las virtudes propias del cristiano y del religioso perfecto, y a continuación -y en esto residiría lo esencialmente narrativo y novelesco de estos relatos- cuentan una serie de conmovedores y emocionantes episodios para ejemplificar vivencialmente la perfección de su personaje. Así, Oviedo constata lo siguiente:

Antes de descender en particular a los admirables exemplos que de todas las virtudes religiosas nos dexó el Venerable Padre Antonio Núñes, me pareció necessario permitir este capítulo, assí porque el fervor, diligencia, y cuidado en practicarlas, es el que da su mayor vigor, y hermosura; como por aver sido éste [el cuidado en practicarlas] una de las cosas más principales de su prolongada vida [...], un tan infatigable fervor, y tezón tan incansable en todo lo que miraba a la observancia religiosa, y exercicio práctico de las virtudes [...]44



Ante la imposibilidad de detenernos en el caudal de virtudes que profesa el confesor no sólo de sor Juana sino de la otra mujer quizá más célebre de su tiempo, Catharina de San Joan, la famosa «China poblana», nos detendremos en la de la pureza o castidad, tan importante en una sociedad perturbada constantemente por las tentaciones carnales y por la presencia pecaminosa del cuerpo. No obstante, quisiera señalar que la castidad es fundamental no sólo como control moral y social de una colectividad, sino porque junto con la pobreza y la obediencia conforman los tres   —43→   votos que el religioso jura el día de su profesión. Inherentes a éstas, y como sucedánea inherente a la pobreza, se encuentra la humildad. El capítulo VIII del Libro Segundo se intitula precisamente «Del cuidado y vigilancia que puso en la guarda de la pureza». El autor utiliza una comparación preciosa y poética que admiramos a continuación: «[...] como el instituto Apostólico de la Compañía le obligaba a tratar con todo género de Personas, necesitaba de valerse de otros medios, para que aun en medio de los peligros le conservase Salamandra viva, y vigorosa sin lesión del fuego la castidad»45.

La forma más eficaz de salir ileso en los peligros y tentaciones de la lujuria es naturalmente evitar el trato con cualquier objeto de tentación y deseo; esto es lo que hacía el padre Antonio. Cuando, sin embargo, tenía que enfrentar a alguna mujer, el biógrafo refiere lo siguiente:

El propósito que tenía hecho de no visitar Mujeres lo guardaba tan inviolable, y rigorosamente, que teniendo por hijas de confesión muchas de las más principales señoras de esta Corte [...] jamás las visitaba, y si alguna vez lo hacia, era por negocio muy preciso, y entonces muy de paso, y con sumo recato en la vista, acciones, y palabras. Y como siempre fue muy corto de vista, se alegraba mucho por ello, porque decía [...] que quitarse los anteojos en esas visitas, y demás concursos, evitaba la ocasión de mirar aun inadvertidamente Mujeres46.



Para concluir con Núñez de Miranda, diremos que, por ironía del destino, muere exactamente dos meses antes que sor Juana, el 17 de febrero de 1695, mientras la escritora fallece el 17 de abril del mismo año.

Además de la biografía que de Aguiar y Seijas conservamos -ya también muy consultada por los estudiosos de sor Juana-, hemos localizado unos interesantísimos escritos, publicados a raíz del fallecimiento de este príncipe de la Iglesia. Creemos que ésta es precisamente la razón por la cual sobre Aguiar y Seijas encontremos más textos que sobre Núñez. Su calidad de prelado hizo que el Cabildo eclesiástico de su diócesis y las   —44→   órdenes religiosas de su obispado le dedicaran sentidas oraciones fúnebres, que han llegado hasta nosotros.

Sobre don Francisco de Aguiar y Seijas hemos localizado tres panegíricos biográficos, predicados al morir el peculiar arzobispo de México, célebre por sus recalcitrantes manías, entre ellas la misoginia. Uno de sus panegiristas dice que con orgullo confesaba el arzobispo que: «Por la Divina Misericordia ha treinta años que no veo Mujer alguna»47. También se cuenta que no visitaba a los virreyes en turno por no encontrar a las virreinas; asimismo, era famosa la ausencia de mujeres en el servicio de la casa arzobispal. Era proverbial que había muerto tan casto como nació. Otra de las obsesiones que lo ha hecho célebre es la pobreza y la manía de dar todo cuanto tenía en limosnas. Es cierto que Aguiar, oriundo de Galicia, había tomado el hábito de la orden seráfica de san Francisco, célebre por su renuncia a los bienes materiales y por su notoria humildad. No obstante, la idea fija que Aguiar tenía de desprenderse de lo material alcanzó nivel es patológicos.

Sobre esta figura del XVII novohispano, también tan relacionada con sor Juana, tomamos un texto hasta ahora no trabajado por los investigadores (hasta donde tenemos noticia), escrito por el fraile franciscano Joseph de Torres Pezellin y que lleva el nombre de Sermón en las honras, que hizo el venerable orden tercero de penitencia del Señor San Francisco de México [... a] Don Francisco de Aguiar y Seixas, 1698. Es en este año, tres después del fallecimiento de sor Juana y de Núñez de Miranda, cuando muere este singular personaje.

El autor insiste, en este interesante escrito, en varias virtudes y rasgos de perfección del prelado, sobre todo en su castidad y candor, que hacía que pareciera una criatura exenta del pecado original, «que en él no había pecado Adán»48. Su rigor y ascetismo, señala Torres, lo hacen un brazo providencial de Dios para perfeccionar este arzobispado:

  —45→  

[...] que siendo [... esta ciudad enferma] desde que mereció tener la sombra de Su Señoría Ilustríssima viniendo a ser su Arçobispo, comenzó a convalecer de sus enfermedades, sanando de sus relaxaciones [...] Desde que este Príncipe vino a ser digníssimo Prelado de esta Iglesia Mexicana, no ay estado que no se reformasse en su instituto, ni desliz que no se contuviese [...]49



En la virtud que más se solaza el autor es en la de la pobreza, que conlleva las de la misericordia y la humildad. Con marcado estilo barroco, abundando en símiles, hipérboles e hipérbatos, Torres Pezellin hila un bien tramado relato del rasgo de santidad para él sobresaliente en el arzobispo: su pobreza. Alude a su generosidad y largueza para con los pobres. También menciona la bienaventuranza de aquel que imita las obras de Cristo; Aguiar fue, según su biógrafo, «Príncipe en Cristo pobre, según nos lo enseñan sus obras».

La frugalidad de sus costumbres llama también la atención del panegirista. La parquedad en la comida lo lleva a que «Su comer era las más vezes, ya que no langostas como el Baptista en el desierto, a lo menos como él se sustentaba de lechugas, o unas yerbas sin mas zaçón que coserlas [...]»50.

Su pobreza se manifiesta en correlaciones alternas entre su calidad de príncipe y de pobre franciscano. Entre los símiles, el autor establece el de la mayor de las jerarquías, que es la de su dignidad pontificia como príncipe de la Iglesia, correlacionada con la de tercero franciscano, lo alto y lo bajo se cifran en el obispo, quien, en un juego barroco de palabras, conjuga su prelacía con su humildad seráfica: «Hízose semejante a los demás Terceros, pues como desnudándose de su dignidad, se puso en estado de merecer, porque se hizo inferior respecto de la perfección de su superior estado»51.

La parte climática del sermón es la conexión entre Aguiar y los pobres, uno de sus más celebres rasgos a lo largo de su vida. Torres relata la   —46→   extensísima labor del personaje como benefactor y limosnero. Narra innumerables obras de beneficio realizadas por el difunto arzobispo. Entre sus acciones filantrópicas el prelado se esmera en dotar a los recogimientos de mujeres. Al igual que Aguiar, el autor se mimetiza con su misoginia y emite el siguiente juicio: «Sólo su Señoría Ilustrísima ha conseguido el imposible de enclaustrar mujeres locas, pues para las faltas de juicio edificó recogimiento a sus expensas, siendo sustentadas, y cuydadas de su limosna»52.

Posteriormente y para concluir, el autor aborda el tema favorito que orla la celebridad de Aguiar y Seijas: su caridad y prodigalidad para con los pobres. Entre las anécdotas cuenta cómo despojó a un Santo Niño de sus joyas para darlas a los pobres: «Para qué quiere este Santo Niño tantas joyas, y vestidos, mejor fuera que lo desnudaran, y vendiessen las joyas, y vestidos, para que con su valor se vistiessen los niños vivos desnudos»53.

El remate de la generosidad del personaje es el efectismo de cuando se le pregunta qué conservaba para él, y contesta Aguiar: «dexo para mí la esperanza»54.

En este bien elaborado sermón no faltan las narraciones prodigiosas y los toques sobrenaturales; tal es el caso cuando el prelado se encuentra a un mendigo, al cual lleva al palacio episcopal. El menesteroso, quien padece de lepra, es acostado en cama de su Ilustrísima. Lo insólito ocurre cuando: «bajando adonde estava su leproso, lo que halló fue q[ue] sobre la cama en que le puso, sólo se veía la imagen de un Santo Crucifixo. Sin duda sería a quien avía cargado como a pobre N[uestro] Ilustríssimo Arçobispo»55.

El final del sermón se pliega a los condicionamientos de la retórica del desenlace y concluye con patéticas expresiones de desaliento y lamentación. Con las siguientes palabras del orador queremos terminar este trabajo, con la magnificación elegiaca de este barroco prelado que sintió como aberrante el genio de sor Juana:

  —47→  

Y pues es assí, si han quedado lágrimas, sentimientos, suspiros, o sollozos, conviértanse a sentir la infelicidad del pueblo q[ue] le pierde, que ese sólo es el infeliz quando nuestro Ilustrísimo Príncipe passa a coronarse con el premio de la gloria adonde por la Misericordia de Dios: Requiescat in pace, Amen56.





  —[48]→     —[49]→  

ArribaAbajoErotismo y represión en un texto del padre Antonio Núñez de Miranda57

En la nueva perspectiva freudiana, la esencia de la sociedad es la represión del individuo, y la esencia del individuo es la represión de sí mismo.


Norman O. Brown, Eros y Tánatos.                


Al referirse al padre Núñez de Miranda en su Biblioteca hispanoamericana septentrional, Beristáin de Souza dice lo siguiente:

Por esto [su gran erudición] y por sus virtudes cristianas y religiosas fue escogido para dirigir la conciencia de dos arzobispos y tres virreyes. Ni fue la menor de sus glorias haber tenido por hija de espíritu a la inmortal monja de México, sor Juana Inés de la Cruz58.



En efecto, el conocimiento que los lectores modernos tienen del sacerdote jesuita es, sin lugar a dudas, una relación vicaria y se debe a sor Juana. Confesor de la escritora durante largo tiempo, testigo de su profesión de votos, constante censor de su actividad intelectual, Núñez fue toda una «eminencia gris» moral para las conciencias más relevantes de la segunda parte del siglo XVII novohispano.

  —50→  

Entre los muchos discípulos espirituales del padre Núñez, ocupan un lugar destacado las monjas; y no sólo célebres individualidades como sor Juana o algunas superioras, pues su elocuencia admonitoria tenía como fieles y reiteradas oyentes a las religiosas de casi todos los conventos de la ciudad de México. Defensor a ultranza de la disciplina rigurosa de su orden y doctrinario convencido de las reformas postridentinas, es lógico que el padre jesuita fuera un orador ideal para configurar la obediencia canónica que las reclusas debían guardar desde el momento en que hacían la profesión de sus votos hasta el final de sus vidas. Sólo a partir del estudio de los sermones que Núñez dirigió a las monjas podemos entender su reproche constante hacia sor Juana; sólo a través del esquema de valores que Núñez concibe y codifica estrictamente para conformar a una religiosa, podemos comprender su antagónica y conflictiva relación con la autora del Primero Sueño.

Son numerosos sus escritos al respecto: por ejemplo, Exercicios espirituales de San Ignacio acomodados a el estado y professión religiosa de las señoras vírgenes, esposas de Christo (1695); Cartilla de la doctrina religiosa, dispuesta por uno de la Compañía de Jesús para dos niñas, hijas espirituales suyas, que se crían para monjas y desean serlo con toda perfección (1680); y Plática doctrinal que hizo el Padre Antonio Núñez, de la Compañía de Jesús, rector del Colegio Máximo de S[an] Pedro y S[an] Pablo, calificador del S[anto] Oficio de la Inquisición de esta Nueva España, prefecto de la Puríssima, en la professión de una señora religiosa del Convento de San Lorenzo (México, 1679). De los tres textos que hemos citado (y a pesar de que los tópicos y conminaciones autoritarias son muy semejantes), destaca la Plática doctrinal por ser un espléndido y terrible discurso de poder y por revelarnos gran parte del efecto psicológico que los sermones causaban en la mentalidad novohispana. Certero fue ese ilustre estudioso de la Colonia, don Francisco de la Maza, cuando dijo:

Olvidarnos lo que fue un sermón en los pasados siglos. La autoridad del predicador, reconocida de antemano, era indiscutida. El público, siempre numeroso, bebía los conceptos y pensamientos del orador sagrado y se nutría con ellos; los aceptaba, los comentaba,   —51→   y no se le ocurría contradecirlos. Era la verdad misma la que brotaba de los labios del predicador, a quien las autoridades eclesiásticas y civiles aplaudían y premiaban después costeando o permitiendo la publicación del sermón59.



El sermón, agregaría yo, era la forma más ilustrativa e impresionante de difundir y sacralizar los valores dominantes sobre los que se sostenía la ideología oficial.

La Plática doctrinal de Núñez está significativamente dirigida a una futura religiosa de San Lorenzo, convento fundado por las monjas jerónimas, orden a la que, sabemos, pertenecía sor Juana. Antes de adentramos en el texto, quisiéramos hacer unas breves consideraciones acerca del contexto que lo produjo: el concepto que del cuerpo se tenía en una sociedad como la novohispana y la visión que del ser individual contemplaba ese entorno cultural.

El cuerpo fisiológico se anula o se pone funcionalmente al servicio de los modelos ideológico-sociales que rigen en la sociedad. El ser novohispano tiene que regular, adaptar y someter su corporeidad a todo un mecanismo de contrato social. Desde esta perspectiva, el cuerpo es un objeto de sumisión; pero, qué duda cabe, puede también convertirse en el principal medio de agresión que el individuo maneja como instrumento de rebeldía social. Este es el caso, por ejemplo, de los procesados por la Inquisición por bígamos, sodomitas o blasfemos, que por medio de la transgresión corporal agreden a la divinidad. El cuerpo individual y el cuerpo social eran considerados como parte del cuerpo místico de Cristo, y de ello se deriva la obsesión por la «pureza» corporal. La sexualidad sólo está permitida dentro del matrimonio, en especial para la mujer. Cualquier acción sexual voluntaria que se salga de este cauce es considerada como un atentado a la sacralidad del cuerpo místico de la sociedad, y de Dios mismo. La liberación final del cuerpo es la muerte. Es una sociedad más inclinada a Tánatos que a Eros. Se renunciaba a Eros para ganar la eternidad.

De ahí que dos de los ideales propagandísticos más difundidos sean la virginidad y la castidad; son ejemplos a seguir en el paralelismo que para   —52→   la unión amorosa significa el cumplimiento de los cuatro votos de la profesión: pobreza, castidad, obediencia y clausura.

El texto se inicia con una cita del Cantar de los cantares: «Ven del Líbano, Esposa mía, [...] baja a coronarte Reyna»60. Núñez sublima el aliento erótico del poema con las siguientes palabras: «Amorosa vocación y nupcial combite del Esposo a su virginal Esposa en [...] su castíssimo Epitalamio»61. Inmediatamente después de este amoroso éxtasis, el orador, sin embozo, revela el verdadero tono conminatorio del sermón:

Professar una señora Religiosa es, desposarse Reyna con Christo; y desposarse Reyna, es, entregarse toda, por entero con todo su ser, cuerpo, y alma, a la voluntad de su Esposo. Es, quedar toda de Christo, cõ todas sus dependencias, quereres, y haberes, y en nada suya, ni aun en el alvedrío62.



La cita anterior refleja la superioridad autoritaria que el orador ejerce sobre la dócil presencia de la profesa. Los cuatro votos codificarán todos los actos futuros de la nueva monja. El predicador, en tono cada vez más exaltado, irá delineando su verdadero propósito: la progresiva enajenación de la voluntad de la religiosa. La agresividad del discurso se filtra tanto en el nivel del consciente como en el del inconsciente: «[...] una Esposa de Christo ¿ha de amar más que a Christo? Ni por pensamiento. Ni por imaginación. Ni en sueños, porque aun en éstos ha de velar para adorar a su Esposo»63. El texto propone una transferencia absoluta de la presencia de Dios a la de la autoridad eclesiástica: «Siempre que se quebranta algún precepto, o mandato, con forma de precepto; se peca mortalmente: como, quando el Prelado, o Prelada manda con precepto, o en virtud del Spíritu Santo, santa obediencia, o so pena de excomunión [...]»64.

No es el amor, finalmente, sino la obediencia, la que designa el ejercicio de la voluntad. Núñez de Miranda, en su obsesión por el cumplimiento   —53→   del voto de la obediencia, llega a proponer que: «aunque las visiones, revelaciones, etc[étera] sean del demonio, se endereçan, y logran con exercicio, y mejora de heroycas virtudes, si se goviernan por obediencia ciega, y sincera de sus Superiores, y Padres espirituales»65.

En esta sutil vuelta de tuerca del discurso, vemos cómo se marca un límite casi imperceptible entre ortodoxia y heterodoxia; la primera se cumple si el albedrío se sujeta plenamente al autoritarismo de la figura del poder (superiores y padres espirituales).

La parte medular del texto -y la que estructuralmente conjuga los dos tópicos de erotismo y represión- es la que refiere los diversos rituales que, a la vez que consuman el erotismo conyugal, confinan y enajenan la voluntad de la religiosa. Núñez describe la ceremonia nupcial de la profesa con Cristo por medio del recurso barroco de lograr lo trascendente por medio de lo sensual y por la fusión antagónica de Eros y Tánatos:

La primera ceremonia es, llevar toda la Comunidad, con luzes en las manos, a la Professa, como si la acompañaran de entierro, muerta de amor, que se va por su pie a la sepultura, hasta el Coro bajo; donde antes de llegar al Comulgatorio, que es el tálamo de sus bodas, postada a lo de difunta, le dizen las Letanías de agonizantes66.



Las palabras citadas son en verdad impactantes; son un barroco epitalamio que canta la conjunción siempre trágica de amor y muerte; la fórmula catártica que destruye lo corporal y lo veta para dar vida al espíritu. La sublimación alcanzada en el discurso evoca al Dios-amante de los místicos, y el lenguaje de éstos se hace presente en la posesión amorosa:

[...] y con todo el coraçón, todo, todo; porque tan grande huésped como Dios, no admite compañía; y más en tan corto albergue, y estrecho lecho como el coraçón de su Esposa. Por esso meditaba San Bernardo, que le llamó al Esposo: [...] lecho pequeñito, diminutivo:   —54→   donde no cabe más, que uno; porque el Señor solo, y único, quiere ocuparlo todo67.



Es imposible, con el uso del diminutivo y la sensación de intimidad que se desprende del texto, no recordar a san Juan de la Cruz.

Parte culminante del ritual amoroso es la presencia de los objetos simbólicos que sellan y sacralizan la unión: la corona, la palma, el anillo y el velo negro, que encubre y resguarda a la esposa como «el Arca y Sancta Sanctorum»68.

Al final del breve e intenso texto, Núñez, retóricamente, da la palabra a la nueva desposada, quien dice: «[...] os ofrezco, Señor, todo mi ser, mi cuerpo, y alma; potencias, y sentidos; con todos mis pensamientos, palabras, y obras, y dependencias, y quereres [...]; toda Señor, quiero ser vuestra, en todo, y por todo; en nada mía, nada, nada»69.

Este discurso de amor y represión renueva los temas iniciales, obediencia, humildad, castidad y clausura, y los magnifica triunfalmente en la voluntaria renuncia final del cuerpo y del albedrío.



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