Una mitología llamada Ramón López Velarde
Vicente Quirarte Castañeda
Una vez consumida
«la galana pólvora de los fuegos de
artificio»
, serenados los ánimos tras el
vértigo de la fiesta que el país dedica a
Ramón López Velarde en el centenario de su natalicio,
confirmaremos de nuevo que no existe otro poeta mexicano alrededor
del cual se haya tejido mayor número de mitologías.
Sor Juana Inés de la Cruz tiene más de dos siglos de
ventaja, y sólo ella se disputa el número de
diálogos que los lectores continuamos más acá
de la muerte. Y a pesar de que aceptemos incondicionalmente que al
poeta le basta convencernos con un puñado de poemas de sus
atisbos a la eternidad para que su voz no se pierda, la
última palabra jamás será dicha. López
Velarde, que tanto huyó de las frases hechas, será
víctima de ellas a lo largo del año; las
coincidencias, repeticiones y lugares comunes en torno a su vida y
su obra serán inevitables. Pero como el gran escritor no es
unívoco, al final surgirán nuevas preguntas y
propuestas.
Uno de los mayores privilegios de López Velarde es el de sobrevivir con fortuna a la mayor parte de sus mitologías, tanto a las que él creó de manera consciente como a las que sus diversas lecturas nos conducen. No ocurre así con otros autores mexicanos, en quienes el mito biográfico termina por desplazar al escritor: Juan Díaz Covarrubias es más recordado por ser uno de los mártires de Tacubaya que por sus novelas, todo un volumen de la Biblioteca Mexicana de la UNAM; el suicidio de Manuel Acuña ha dado material para ensayos, novelas y obras de teatro, pero la mayor parte de sus poemas son leídos como información lateral para su biografía. López Velarde no podía prever que la modestia de su vida, transcurrida en un tiempo y espacio limitados, se convirtiera, precisamente por su «épica sordina», en fuente de conjeturas y mitologías. De los poetas posteriores a López Velarde, tal vez sólo Jorge Cuesta comienza a convertirse en la doble leyenda de una vida sin concesiones y una obra que se adelantó a su momento.
Cuanto la vida del
primogénito del matrimonio López Velarde-Berumen
pierde en rasgos externos, lo gana en nulificaciones. La
concreción de sus 33 años resulta más
cautivadora que la conjetura: la materia palpable de una existencia
que conoció los secretos de la alquimia más refinada
basta para sentirlo vivo entre nosotros. Poeta sobre los otros
seres que fue a lo largo de su breve creador, sinceramente
pudoroso, supo orientar las dos alas de su ángel: una para
librar la lucha íntima que su poesía permite
vislumbrar sólo por instantes. Recorrer imágenes de
su vida, repasar las hojas de su álbum fotográfico,
desencadena toda clase de preguntas, si nos ponemos en el lugar de
sus contemporáneos: difícil sospechar que bajo la
respetabilísima apariencia de juez de una población
perdida en el semidesierto, estuviera uno de los artífices
más audaces del «sistema arterial» de la
poesía; nadie hubiera creído que bajo el gesto afable
y condescendiente del payo que hacía alarde de
salud a los cuatro vientos, se librara una lucha permanente entre
las tentaciones de la carne y las elevaciones del espíritu;
cómo distinguir, entre la muchedumbre que llenaba el Teatro
Colón, la mirada profunda del admirador de Antonieta
Mercé, o del que transformaba a Anna Pavlova en «melómano alfiler sin fe de
erratas»
.
No fue el hombre de acción de la Reforma, que abandonaba el escritorio para tomar el sable, ni el Ulises vasconcelista que tras los avatares de la campaña, redactaba las bases de su pensamiento filosófico. Tampoco encarnó la mitología del escritor escribiente, del galeote de la pluma cuyo prototipo creó Gutiérrez Nájera. Fue un tipo de héroe más opaco, y por ello más enigmático: libró sus combates en territorios más próximos y ajenos: el cuerpo y el alma. El conflicto ya era viejo. Pero antes de él ningún poeta mexicano hizo del debate entre las dos fuerzas antagónicas materia central de su vida, ni logró transmutar en algunos de los mejores momentos de nuestra poesía. Aquí, nuevamente, habría que remontar el tiempo hasta Sor Juana. Efrén Rebolledo publica los poemas de Caro vitrix (1915) antes de la aparición de Zozobra (1919). Admiramos en Rebolledo la fuerza y plasticidad de sus imágenes -«El beso de Safo» es uno de los poemas pictóricamente mejor compuestos de nuestra poesía-, pero nos cautivan más el gozo furtivo y el erotismo siempre a punto de la consumación en López Velarde. El eros de Rebolledo es una fuerza triunfal y evidente:
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La petición frontal y obvia de Rebolledo, donde las cosas aparecen con su nombre y finalidad precisas, en López Velarde es metamorfosis dolorosa, contemplación que aviva al fuego:
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Aunque él aspirara, inconscientemente, a crear una poesía pura, válida por sí misma, resulta imposible no empeñarse en la lectura de sus signos vitales. Fue un obsesivo, y entrar en sus cotos exige una obsesión semejante. Así como sus mejores poemas nos enfrentan al mismo tiempo con su música extraña y sus sorpresivos malabares semánticos, la contradicción de sus 33 años sigue dando motivo a toda clase de especulaciones. Por testimonios de sus amigos cercanos sabemos de la muralla que construía alrededor de sus pasiones más íntimas. Llegó a retirarle la palabra a quien osó preguntarle por Margarita Quijano, la «dama de la capital» protagonista de Zozobra. Buscador de las verdades en las fantasías, fue tan limitado en sus temas como en sus viajes reales. Pero aquí está su grandeza: que continuemos hablando con él a cien años de su nacimiento es prueba de que López Velarde descubrió una manera natural -clásica, diría Gide, common style lo llamaría Poe- para enfrentar la poesía a la realidad.
Sin embargo, que
López Velarde sea igualmente un autor para poemas y para
«recatadas señoritas con rostro de
manzana»
, no significa que debamos serle incondicionales.
Su obsesión por desterrar de sí «toda sílaba que no naciera de la
combustión de los huesos»
no cristalizó
siempre con igual fortuna: las impurezas y
obstáculos de lo anecdótico, el alambicamiento que en
ocasiones desemboca en rarezas accidentales, como vio Gorostiza, o
en cursilería, como observa Octavio Paz, nos advierten de
los excesos de esta fidelidad a los mandatos del cuerpo. Pero
gracias a su dogmatismo vital y a su exigencia crítica, pudo
llenar el vacío existente en la poesía amorosa
mexicana desde los Sonetos de amor y discreción. La
trilogía «La mancha de púrpura»,
«Hormigas» y «Mi prima Águeda»,
basta para demostrar cómo desaparece de escena el erotismo
autobiográfico para dejarnos frente al monólogo del
solitario que prefiere la llama de la imaginación a la
ceniza de la consumación frustrada...
Todo niño
vive la poesía. El adolescente que escribe versos sabe que
esa capacidad lo convierte en dueño del mundo, y crea en
él la ilusión de prolongar su dominio en cosas que el
tiempo se lleva sin que terminemos de mirarlas, ya que no de
poseerlas. La fuerza de la poesía le da al adolescente un
nimbo de semidiós. Héroe que vive más la
herida presente que la curación futura, quema todas sus
velas, vela todas sus armas, arma todos sus castillos en una sola
noche, antes de que la luz de la conciencia le revele que el tiempo
existe. Entonces, con el desengaño de la primera juventud,
el héroe derrotado se pregunta si sus llamas
continuarán ardiendo para sí, o si ese fuego que
sólo la fatalidad defiende y alimenta, alcanzará a
encender a otros. Y siente y goza su cansancio: el mundo clausurado
que es preciso recuperar a través de nuevos combates. Para
librar esa batalla, López Velarde tuvo pocos, pero buenos
amigos. Enrique Fernández Ledesma fue uno de los más
próximos, y el destino se encargó de unirlos. Con dos
meses de diferencia, los dos niños nacieron el mismo 1888 en
el estado de Zacatecas. Enrique Fernández Ledesma el 15 de
abril, en Pinos; Ramón López Velarde Berumen el 15 de
junio en Jerez. Los siguientes pasos son casi idénticos:
primaria en el estado natal, seminario conciliar, estudios medios y
superiores en Zacatecas y Aguascalientes. Allí fundan la
revista Bohemio, y en 1915 ambos llegan a la capital.
Fernández Ledesma sobrevive 28 años a su amigo
Ramón y publica su primer y único libro de poemas,
Con la sed en los labios, en 1919, el mismo año en
que aparece Zozobra. Los títulos Con la sed en
los labios y Con los ojos abiertos de Rafael
López son manifiestos de la estética común que
los amigos deseaban compartir: la necesidad de mantener los
sentidos alerta, aliados a la inteligencia, abrir bien los ojos del
búho, como había pedido González
Martínez. Ramón López Velarde tenía la
misma sed e idéntica voluntad de abrir los ojos que sus
amigos. Pero desde la elección de una sola palabra para
título, Zozobra, dejaba clara su postura. Una
circunstancia biográfica viene a iluminar aún
más la singularidad lopezvelardeana: con frecuencia,
Fernández Ledesma y López criticaban a Ramón
por su luto eterno, y por su falta de audacia para usar las
corbatas multicolores y los trajes claros, flaneur local que sus amigos
preferían. Ramón se limitaba a responderles con una
sonrisa para evitar explicarles que ese luto anticipado era toda
una declaración de principios. Habría que preguntarse
hasta qué punto el dandismo de Rafael López no era
una postura aprendida, de acuerdo con Gerardo Fernández Mac
Gregor, que lo retrató así: «Viste con pulcritud a la moderna y aún
aspira a un "dandismo" enteramente científico, que
se esfuma cuando habla o recita con esa canturía especial
que lo diputa fuereño irremediable»
. En
contraste, el jerezano hacía alarde de su extranjería
en el Rancho Grande de la capital, y se vestía de
Zozobra. En el luto anticipado tal vez imitaba
inconscientemente al Baudelaire
de los batones sombríos, tantas veces retratado por
Nadar.
Al principio de
Con la sed en los labios, se lee: «Esclarecen estas páginas la portada de
Saturnino Herrán y el "Introito" de Ramón
López Velarde»
. Se trata de un poema de
circunstancia, recogido en Zozobra. Confrontado con el
primer poema del libro de Fernández Ledesma, revela el
abismo espiritual entre los dos amigos, a pesar de sus afinidades:
López Velarde hace remembranzas de la primera juventud, pero
casi al final se confiesa, con ese aire lúgubre y
sentencioso que sabe introducir en sus poemas más
optimistas:
Compárese la visión escindida de López Velarde con la afirmación que anima la poética de Fernández Ledesma:
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Lo que en Fernández Ledesma es «impulso estilizado», sublimación de las pasiones a través de una música que pretende tomar los mejores y más puros instrumentos del modernismo, en López Velarde es herida abierta.
El mismo 1919, T. S. Eliot, un estudiante oriundo de Saint Louis, Missouri que no ha podido terminar su doctorado en Harvard a causa de la guerra, publica el ensayo Tradition and the Individual Talent. Unos miles de kilómetros al sur un abogado mexicano -quien como Eliot tenía un empleo mercenario para ganar el pan- hace eco al ensayo -que por supuesto no conocía- a través de poemas que, anteriormente aparecidos en revistas -Pegaso, México Moderno, Revista de Revistas-, han provocado las reacciones más encontradas. El mejor homenaje para el joven maestro mexicano es que los jóvenes parodian el tono prosaico y la sorpresiva semántica de La sangre rebota y Lo que sobra. Ese 1919 las dos facetas de López Velarde cristalizan: la apertura de su despacho en n.º 1 de Avenida Madero y la publicación de un segundo libro de poemas.
En el ensayo
aludido, el Eliot de 31 años señala que la
tradición es algo más que aquello que nos antecede.
La tradición no se hereda, y el escritor que aspire a ser
tradicional debe tener «sentido
histórico»
, indispensable en aquel «que desee continuar siendo poeta más
allá de sus 25 años»
. Y es López
Velarde -ya no Eliot- el que el 19 de octubre de 1916, en un
artículo publicado en Vida moderna, advierte,
hablando de Lugones, que «hay coronas que
no se heredan y cetros que no son dinásticos»
.
Más allá del autorretrato crítico que
López Velarde hace de sí al hablar de Lugones, los
poemas de Zozobra eran la ilustración irrefutable
de un escritor que estaba creando su tradición. El
López Velarde de 28 años que publica La sangre
devota (1916) ya ha pasado la prueba inicial: su tema es una
provincia no presente, sino asimilada y re-creada por la memoria.
Como advierte Germán List Arzubide, unos años
después de la muerte del jerezano, los estridentistas viajan
a Zacatecas, «para conocer la provincia
inventada por López Velarde»
.
Existen
fundamentalmente dos clases de conversaciones: la que acepta
convertirse en caja de resonancia; la que adopta un lenguaje
crítico, y cuestiona al sujeto de análisis. A 67
años de su muerte, la conversación con Ramón
López Velarde ha sido ininterrumpida, pero se ha establecido
fundamentalmente a través de dos vías: la que explora
los signos del fenómeno humano llamado Ramón
López Velarde a través de su reducida obra, y la que
confronta sus precipitados verbales al orbe mayor de la literatura.
En su libro Le Mythe
de Rimbaud, René Etiemble intentó sistematizar
los símbolos y derivaciones a los que había dado
origen «el místico en estado
salvaje»
de Claudel,
el comunero iluminado de los socialistas, el anarquista espiritual
que reivindicó Bretón, el visionario celebrado por
los ocultistas. Una sistematización análoga de la
bibliografía sobre el poeta mexicano1
nos daría todas las facetas del mito lopezvelardeano, y sus
evoluciones a través del tiempo. Pero si las lecturas de
Rimbaud son tantas, como
diferentes entre sí, toda aproximación a López
Velarde termina por tener un eje común. Como advierte
José Luis Martínez, al referirse a la obra
lopezvelardeana, «por cualquier camino
que lleguemos a ella, todos coincidimos, caso excepcional en este
país de díscolos, en la preferencia, en la
adhesión y en el amor por la poesía y la prosa de
Ramón López Velarde»
.
El mito
López Velarde nació el mismo día de su muerte.
El suceso provocó de inmediato el lógico alud de
panegíricos incondicionales. A ello se agregaba que
López Velarde no tenía en su contra -al menos no de
manera manifiesta- a esa especie maligna llamada «enemigos literarios»
. Sin embargo, no
se trataba de señalar, con maledicencia, que «como poeta era muy buen muchacho»
. El
número doble (11/12) de la revista México
Moderno, íntegramente dedicado a él,
apareció apenas cinco meses después de la muerte. A
pesar de la escasa perspectiva, sus amigos y contemporáneos
trataron de superar la emotividad inmediata para hacer una
valoración crítica: Enrique Fernández Ledesma
cita a Mallarmé y encuentra en su amigo mexicano una
intención semejante: «depurar los
valores expresivos del idioma, transformando su fisonomía
con un malicioso maquillaje y libertándola, así, del
estatismo académico»
. Pero sobre todo justifica y
defiende la «estética
arbitraria»
, y cita conversaciones donde Ramón se
refería a la garra poética, «virtud mágica de emoción y de
expresión para zarpar en la conciencia»
. Por su
parte, Fernández Mac Gregor analiza las
características de la musicalidad lopezvelardeana, a
través de una prosa cuya exactitud no desmerece del sujeto
tratado.
¿Murió a tiempo López Velarde? Cierto que
Le Bateau
Ivre, abrió a Rimbaud
las puertas del parnaso francés. Pero su rebeldía de
enfant
terrible auténtico, y no de postura artística,
le impidieron domesticarse y aceptar las leyes del olimpo de su
época. Cuando Gavoty le envía en 1886 una carta a
Abisinia para pedirle colaboraciones literarias, hacía mucho
tiempo que Rimbaud
había renunciado a la poesía, y había cometido
el pecado que el circo literario no perdona: hacerse a un lado,
comprobar con su vida la intensidad de su poesía.
López Velarde no era el maldito superficial, pero su
disidencia era más radical: no le interesaba la labor
política para estar en la primera línea del «tablero de las pasiones de juguete»
,
que dice Hugo Hiriart. José Emilio Pacheco, y en una de sus
visionarias y verosímiles ficciones (Proceso,
n.º 588, 8 de febrero de 1988), salva a López Velarde
de la pulmonía, lo imagina poeta oficial de la Cristiada;
incapaz, de hacer política, sin el halo de la muerte
prematura, «Don Moncho Velarde» se convierte en vida en
un autor de segunda categoría, mientras Pedro Requena
Lagarreta (1893-1918), el poeta muerto como Keats a los 25
años, lo sustituye en el culto casi obligatorio de
México por los adalides jóvenes, verbi gratia los Niños
Héroes fomentados míticamente por el Porfirismo.
A pesar de la
diversidad de aproximación de los Contemporáneos a
López Velarde2,
todos coincidieron en admirar su actitud crítica y su
desconfianza estética. Gorostiza, Villaurrutia y Cuesta
analizan la provincia artística de López Velarde; en
una época donde el país era recorrido por la «pesadilla incorpórea del
nacionalismo»
, al decir de Novo, los
Contemporáneos hallaron en López Velarde un
guía indirecto. Más tarde, Villaurrutia se concentra
en el drama espiritual de López Velarde. Por su parte,
Cuesta descubre algunos de los elementos centrales de los
posteriores asedios a la poesía del jerezano:
Es el primero que trata de construirse un lenguaje; antes de él nadie emplea tal «desconfianza» artística en la elaboración de su estilo. Es cierto que sólo a medias alcanza lo que se propone, que su estilo es más rebuscado que precioso, más alambicado que oscuro, y que oculta desigualmente su fondo romántico. Pero de cualquier manera, es el primero que aspira a obtener, y que logra con frecuencia, aunque aisladamente, una «poesía pura». |
A la
reivindicación de los Contemporáneos siguieron
estudios particulares sobre el que ya se iba denominando «el universo de López Velarde»
:
el de Arturo Rivas Sainz, sobre el concepto «zozobra»,
el de Eugenio del Hoyo sobre el Jerez de López Velarde, las
investigaciones biográficas de Elena Molina Ortega y un
trabajo ejemplar, Fuentes de Fuensanta. La ascensión de
López Velarde (1947), de Luis Noyola Vázquez.
Objetivo, crítico y desapasionado, Noyola contribuyó
a iluminar zonas muy particulares para el conocimiento de
López Velarde: las posibles lecturas detrás de La
Suave Patria, la influencia del jerezano y la manera
indiscutible en que el pupilo supera a los modelos.
En 1962 aparece el primer libro de conjunto, Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, de Allen W. Phillips. Sin los panegíricos que son una forma de la ignorancia, con una admiración que incluye -como toda amistad auténtica- la crítica objetiva, Phillips nos ofrece un López Velarde en su dimensión justa: la sobriedad del título se prolonga en todas sus páginas. Lo que comienza por ser una entusiasta reseña y un reconocimiento de Octavio Paz al libro de Phillips se convierte en el ensayo más importante, después del de Villaurrutia, dedicado a López Velarde, «El camino de la pasión» (1963). En aproximación del poeta a poeta, pero con distancia crítica y multitud de ejemplos, el de Paz es el primero de una serie de diálogos posteriores donde los poetas no ceden a la seducción de mirarse i López Velarde, o de mirar el mundo a través de los ojos del poeta zacatecano. Gabriel Zaid, en «Un amor imposible de Ramón López Velarde» (Vuelta, n.º 110, enero de 1986) lo hace remontar la tradición de los poetas provenzales y analiza el enfrentamiento entre ética y estética que condujo a Kierkegaard a romper su compromiso matrimonial con Regina Olsen. Tomás Segovia con «Historia y superchería» (Gaceta del FCE, n.º 208, abril de 1988) demuestra que la lectura de López Velarde dista de haberse agotado. La historia íntima de un hombre y su papel en la Historia llevan a Segovia a hablar ya no con ni de López Velarde: El «yo» aparece repetidas veces articulado por el propio López Velarde. No el hipócrita nosotros ni el «Para López Velarde...», «López Velarde dice...», sino el «yo» en el López Velarde nos convierte cuando nuestra pequeña historia individual lo resucita para la Historia. Como antes lo hizo en «Nuestro "Contemporáneo" Gilberto Owen», Segovia señala una nueva manera de vivir al poeta.
Las armas del discurso psicoanalítico y la metodología de Julia Kristeva y Jacques Lacan sirven a Evodio Escalante para hacer una lectura diferente del zenzontle lopezvelardeano y sus contenidos latentes de castidad. El texto es sugerente por las nuevas posibilidades que una lectura semejante logra. Por su parte, Guillermo Sheridan escribe Una vida de Ramón López Velarde. En más de una ocasión Sergio Fernández ha insistido en la urgencia de escribir biografías de nuestros escritores, en lugar de las disecciones parciales, con frecuencia aburridas, ininteligibles e inútiles. La lúcida obsesión de Sheridan, que lo ha convertido el mejor cronista de los Contemporáneos hasta la fecha, alcanza en su López Velarde la categoría de una novela. Que le importe, por ejemplo, investigar datos sobre la temporada de lluvias el primer año de la vida del poeta, demuestra que cuando la biografía es más interior que externa, se duplican los intentos de conocer al milímetro todo lo que de este mundo hizo suyo. Amante del fetiche, a López Velarde le hubiera gustado saber que gran parte de los intentos de conversación con su fantasma se han establecido a partir de las cosas: objetos, lugares, edificios. Con la misma obsesión, Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán reunieron la iconografía lopezvelardeana, otra forma de estudio biográfico.
En su texto
anteriormente citado, Tomás Segovia dice con López
Velarde: «En mí se cumple la
historia. Pero no es siendo su portavoz, ni su intérprete,
ni su servidor como la cumplo, es viviendo mi vida. Me gusta
cortejar a las hembras para que en mí se oiga el
estrépito de la historia. A condición, por supuesto,
de haber ajustado el corazón al diapasón de ese
estruendo»
. Aquí hay una nueva lectura clave de
«el son del corazón»
:
López Velarde continúa enviándonos mensajes
porque supo encontrar los engranes para que sus pasiones
concordaran con el son «de selva, son de
orgía, son mariano, el son del corazón»
.
Además de los estudios, se encuentran las prolongaciones y
homenajes, que poetas mexicanos de generaciones diferentes han
hecho a López Velarde, a veces de manera abierta, otras
implícitamente. Además de escribir un texto sobre
Ramón López Velarde al llegar a la capital, Luis
Miguel Aguilar hace un homenaje implícito a través de
la exigencia vital y estética que caracteriza todo su libro
Medio de construcción.
El tigre en la
casa y Casa mayor de Eduardo Lizalde exploran nuevas
posibilidades para el «judío
errante sobre sí mismo»
que López Velarde
llevaba dentro de sí como un rayo enjaulado. Efraín
Huerta homenajea a Fuensanta, desacralizándola, o ve un
amargo «relámpago verde de los
dólares»
. ¿No está presente de
manera implícita en el «Responso del peregrino»
de Alí Chumacero, autor además de un ensayo que desde
el título es una toma de posición,
«Ramón López Velarde, el hombre
sólo?». En Agua de temporal, Víctor
Sandoval dedica un poema a la solería lopezvelardeana, y sus
bodegones y sus trágicos paisajes de la mítica
Fraguas son reminiscencia de la nueva manera de concebir la patria
chica.
López
Velarde fue de los primeros en darse cuenta de que una de las
conquistas de la Revolución iba a ser la del nacionalismo
profundo, y que la dirección no iba a ser indicada por una
hispanofilia ciega ni por un indigenismo obtuso; como Federico
Mariscal, Saturnino Herrán y Fernández Ledesma, supo
encontrar: «No lo criollo de hamaca, de
siesta tropical... trátase de lo criollo neto: las calles
por cuyo arroyo se propaga la hierba; las canales, bastas y vastas,
que descuelgan sobre la pared su mancha vertical de lluvia; las
Martínez, que no por sus trenzas rubias, dejan de caminar
maquinalmente, como muñecas al sonar la
oración; las Ortigozas, que no por sus trenzas
negras, abandonan su paso de juguetes...»
.
El propio
López Velarde se hubiera sorprendido al saber que sus ideas
en el ensayo «Novedad de la patria» han sido
implícitamente desarrolladas por los poetas mexicanos de las
generaciones recientes. Sonreiría complacido de mirar que
Raúl Antonio Cota explora la rugosidad de las pinturas
rupestres en Baja California, o que la manera en que sumerge una
ballena gris le revela «la
síntesis de su propio zodiaco»
; que Arturo
Medellín pinta la cópula entre el mar y el desierto;
que Ángel José Fernández escribe en
«épica sordina» una cantata para Jalapa; que
Silvia Tomasa Rivera dice, con el desparpajo y la frescura de la
vendedora de chía, cómo se convirtió en mujer
en la exuberancia de El Higo, Veracruz; que Francisco
Hernández explora San Andrés Tuxtla tomando como
sujeto central el más próximo: su propio cuerpo en
consonancia con una fauna y una flora que no son exóticas,
sino producto de una simbiosis con la naturaleza.
¿Le haremos una oración fúnebre, un retrato de nosotros mismos hablando de él, como le ocurrió al hablar de Jesús Urueta y Saturnino Herrán, que lo antecedieron en la partida? Él nos da la clave a través de su doble Próspero Garduño, ese ángel melancólico incapaz de abandonar su castidad:
Quedaré sepultado y todas las mujeres de mi pueblo se sentirán un poco viudas. Me echarán de menos los niños que en el «jardín chico» se sentaban en la misma banca que yo, frente al Teatro Hinojosa. Eso será todo. Vale más la vida estéril que prolongar la corrupción más allá de nosotros. Que, como decía Thales, no quede línea nuestra. ¿Para que abastecer el cementerio? Viviré esta hora de melodía, de calma y de luz, por mí y por mi descendencia. Así la viviré con una intensidad incisiva, con la intensidad del que quiere vivir él sólo la vida de su raza. |
José
Martí dijo de Bolívar que había dejado una
familia de pueblos. López Velarde nos lega una herencia
más modesta: un conjunto de botellas lanzadas no al mar,
sino a la tierra colorada de un altiplano del que nunca
salió. El homenaje que le rendimos demuestra que tuvo la
visión y el coraje para vivir «él solo la vida de su raza»
,
pero sus hijos indirectos hoy nos reconocemos en sus elevaciones y
caídas. Que no nos alarme celebrarlo: Ramón
López Velarde sobrevivirá a sus homenajes y a sus
mitologías; los cohetes atronarán los cielos
zacatecanos; Hugo Hiriart y Juan José Barreiro
llevarán su museo imaginario e itinerante por las ciudades
que vieron el tránsito terrestre del poeta; luego de que
1988 termine, López Velarde se sacudirá el azufre, la
harina y el polvo de su jaquet, para volver al temible luto ceremonioso
que lo caracteriza. Continuará mirándonos con su
apenas sonrisa, equívoca como los actos de su vida, ambigua
como sus palabras prodigiosas.