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Un caballero famoso1

Ricardo Gullón





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La Edad Media se aleja con un gracioso ademán de adiós. El siglo XV español tuvo bajo las revueltas, banderías y azares bélicos que componen su estampa un tejido de lances caballerescos cuya fragancia pervive en los relatos de las viejas crónicas. Acudiendo a ellas tópase con hombres que rinden culto a lo romancesco, a formas de vida unánimemente gentiles y aparatosas. La caballería, el esfuerzo noble y lírico seducen los corazones del tiempo. Así el de este Suero de Quiñones, cuya vida ha sido ahora cuidadosamente reconstruida por Luis Alonso Luengo.

Vivió D. Suero bien sincronizado con su época; fue recio de temple, lanza ardida y famosa, tesonero y audaz; un alma contradictoria, transparente en sus antítesis, con desvelos de un sentimiento que, sin anacronismo -porque la pasión, el estremecimiento, son viejos como el mundo-, podríamos llamar romántico. Una vida, la de este segundón de los Quiñones leoneses, centrada en torno a cierto episodio que más tiene de legendario que de histórico, que más que en la realidad parece brotado en los sueños de un juglar inventivo y andariego. Su vida, claramente se aprecia en el libro de Alonso Luengo, es una viva llamarada, no un suave curso de agua camino de la mar, sino un incendio de días, de semanas, alrededor de esa gesta de tapiz y romance que se llamó el Passo Honroso.

Curiosa idea la del caballero que para librarse de voluntaria prisión de amor ofrece, asistido por hidalgos amigos, romper trescientas lanzas en el espacio de un mes, situándose en la Puente del Orbigo, en el tránsito del camino a Compostela, tras de convocar en todas las naciones a los aventureros de la Cristiandad que quieran combatir con él. El suceso va puntualmente narrado en la biografía que comentamos: páginas escritas con amor, con atención a los detalles, con minuciosidad e inteligente diligencia que allegó cuantos elementos podían contribuir a dar colorido y animación a la estampa. El paisaje y el espectáculo fueron examinados y recogidos con arte paciente que   —311→   recuerda al de los miniaturistas de antaño su esmerado y certero modo de componer.

Unos cuantos trazos bastan al autor para reflejar un carácter, un cuadro. Por ejemplo, el escenario del torneo, cuando: «la primavera es ya estío. La pelusa indecisa de los árboles, bronce seguro. La frescura, bochorno. Ciega el ámbito. El puente y el hospital, pesados y firmes, han perdido aquella limpieza ingrávida de las líneas primeras, y la han perdido las lejanas montañas que se emborronan de relumbre y hacen cerrar los párpados. Sólo el agua, reseca, en muchos puntos, disminuida en verdes olorosos de algas, tiene, sin embargo, más hondas limpiezas ópticas». Otras veces son los hechos, escuetamente presentados mediante la hábil selección de unos cuantos datos esenciales, los que dan el nivel de un hombre, de un esfuerzo.

No es difícil imaginarse al escritor divagando a orillas del Orbigo, en los lugares del Passo, anotando con cuidado los aspectos de la luz, del cielo, el colorido de campos y árboles, interrogando tal vez las viejas piedras del puente, impasibles testigos de la lejana aventura. Ha consultado después papeles, crónicas, pergaminos desvaídos, y los textos aprovechables pasaron también al de su obra, pero ya tamizados, transformados, con latido de la vida que cobraron al recibir el aliento del entusiasta biógrafo. Pues se cumplió aquí ese casi obligado precepto del género que tiende a convertir al escritor en un apasionado del personaje. Y la pasión, pasión artística, evidentemente fue alzándose en Alonso Luengo al intimar con aquél, y así los grandes errores de D. Suero de Quiñones van sagazmente explicados y disculpados.

Mas, por desventura, además de impulsivo -il faut deliberer, grabó en su divisa, buscando la advertencia constante que remediara su hábito de proceder sin reflexión-, fue el caballero rencoroso e ingrato. Un pleito perdido, el orgullo de casta, le arrojan contra D. Álvaro de Luna. En la lucha, antes que con los mejores, prefirió enrolarse entre los más. Hombres como él necesitaron la mano dura de la gran Isabel para supeditar sus personales conveniencias a una idea que sólo dos o tres cabezas de excepción lograron entrever antes que los Reyes Católicos la hicieran realidad.

Las últimas páginas de la biografía de D. Suero son páginas sombrías porque en ellas se pone de relieve cómo el paladín legendario, el organizador y mantenedor del más bello torneo de todos los tiempos,   —312→   pudo desdoblarse en un vulgar capitán de rebeldes ansiosos de botín, cuyas acciones se rigen por móviles bajos cuando no ruines. El acto postrero se cierra con un desafío en el que encuentra desventurado remate la peripecia vital del hidalgo leonés. Un final congruente con el personaje, útil contribución a la leyenda que, no tardando, rodeó la memoria del belicoso señor, a las consejas que llegaron hasta el presente ofreciéndonos una versión depurada del hombre y de su grande, novelesca aventura. Ahora el libro de Alonso Luengo desvanecerá un tanto aquel nimbo mítico e irreal; pero en compensación nos acerca a la inteligencia de cómo fue, sintió y padeció el ser vivo que un día, hace poco más de cuatro siglos, sobre la Puente del Orbigo, en el camino francés de las peregrinaciones, entre flámulas y gallardetes, sones y vítores, en una ardiente mañana estival, galopó briosa, resueltamente, para quebrar las primeras lanzas con el teutón Micer Arnaldo de la Floresta Bermeja.

Yo creo que la vida de estos personajes de segunda línea es más expresiva y reveladora del espíritu de una época, en cuanto él ha de estar representado en los hombres que la viven, que la existencia de las grandes figuras de la Historia, porque mientras los primeros se dejan llevar por la corriente, dóciles a la consigna del tiempo, tratan los seres de primer plano de moldear el ambiente que les rodea configurándolo a su imagen y semejanza, perdiéndose acaso en ello algunos rasgos característicos que importa conocer. Así, en algún sentido, la crónica de D. Suero de Quiñones puede ser no menos aleccionadora que la del Gran Condestable.

Y si los tipos secundarios son los más amplios para mostrarnos cuál fue la común manera de entender y vivir el propio momento, D. Suero, justamente por ser uno más en la nube de nobles díscolos, egoístas, poetas, extraña mezcla de caballeros y rufianes, oscilantes desde subidas generosidades a crímenes exorbitantes, resulta completo paradigma de ellos. Sería anacrónico fundar reproches sobre puntos de vista que se hurtarían a su comprensión, culpándole con injusticia por ser como es, fiel a su atmósfera y a su siglo. Tal como le ha descrito Alonso Luengo resulta humanísimo, y si no atrayente es, lo que quizá vale más, interesante.

Luis Alonso, autor de otras dos biografías -publicadas al igual que la presente por Biblioteca Nueva- sobre Santo Toribio de Astorga y Gonzalo de Córdoba, tenía acreditada su destreza en el arte complejo   —313→   de recrear espíritus y anécdotas del pasado. Con equilibrada proporción reúnense en este escritor dones de artista y de erudito, gracias a los cuales la impresión de adentrarnos en el compacto y viviente mundo del pasado -que no por entre ruinas y cadáveres- la sentimos a medida que progresamos en la lectura de sus obras.

El lenguaje es sabroso, abundante, rico en adjetivos que se enraciman pródigamente. Barroco es, en mi entender, el calificativo que mejor convendría a su estilo. El empleo de los verbos en infinitivo presta a sus párrafos un sabor peculiar, giros que alguna vez le quitan precisión al período al chocar de modo imprevisto con la atención que espera otra frase. Por el contrario, estima mucho en Alonso Luengo su dominio de la arquitectura literaria que le permite distribuir y compensar la materia en la forma más justa, aun en obras como Don Suero de Quiñones, donde era evidente la dificultad, sutilmente vencida pese al pie forzado de dedicar un tercio de sus páginas a los lances y episodios del Passo Honroso. Y por encima de esta amabilidad técnica es preciso ponderar esa capacidad de visión poética, ese raro don de ternura para la contemplación y la memoria, que le hace presentar las cosas, no cómo extraídas de papeles añejos, sino como si formaran parte de sus recuerdos, del fondo palpitante de ensueños milagrosamente vividos a lo largo de un distante ayer por hombres que nos legaron con su sangre la nostalgia del buen tiempo pasado.





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