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Pablo Neruda





Casi por mismos días del año 1921 en que yo llegaba a Santiago de Chile desde mi pueblo, se moría en México el poeta Ramón López Velarde, poeta esencial y supremo de nuestras dilatadas Américas. Por supuesto que yo no supe ni que se moría ni que hubiera existido. Por entonces y por ahora nos llenábamos la cabeza con lo último que llegaba de los transatlánticos: mucho de lo que leíamos pasó como humo o vapor para nuestro carnívoro apetito, otras revelaciones nos deslumbraron y con el tiempo sostuvieron su firmeza. Pero no se nos ocurrió preguntar nada a México. Nada más que el eco de sus revoluciones nos despertaba aún con su estampido. No conocíamos lo singular, lo florido de aquella tierra sangrienta.

Muchísimos años después me tocó alquilar la vieja villa de los López Velarde, en Coyoacán, a orillas del Distrito Federal de México. Alguno de mis amigos recordará aquella inmensa casa, plantel en que todos los salones estaban invadidos de alacranes, se desprendían las vigas atacadas por eficaces insectos y se hundían las tablas de los pisos como si se caminara por una selva humedecida. Logré poner al día dos o tres habitaciones y allí me puse a vivir a plena atmósfera de López Velarde, cuya poesía comenzó a traspasarme.

La casa fantasmal conservaba aún un retazo del antiguo parque, colosales palmeras y ahuehuetes, una piscina barroca, cuyas trizaduras no permitían más agua que la de la luna, y por todas partes estatuas de náyades del año 1910. Vagando por el jardín se las hallaba en sitios inesperados, mirando desde adentro de un quiosco que las enredaderas sobrecubrían, o, simplemente, como si fueran con elegante paso hacia la vieja piscina sin agua, a tomar el sol sobre sus rocas de mampostería.

Entonces sentí con ansiedad no haber llegado a tiempo en la vida para haber conocido al poeta. No sé por qué me parece que le hubiera ayudado yo a vivir, no sé cuánto más, tal vez sólo algunos versos más. Sentí como pocas veces he sentido la amistad de esa sombra que aún impregnaba los ahuehuetes. Y fui también descifrando su breve escritura, las escasas páginas que escribiera en su breve vida y que hasta ahora, como muy pocas, resplandecen.

No hay poesía más alquitarada que su poesía. Ha ido de alambique en alambique destilando la gota justa de alcohol de azahar, se ha reposado en diminutas redomas hasta llegar a ser la perfección de la fragancia. Es tal su independencia que se queda ahí dormida, como en un frasco azul de farmacia, envuelta en su tranquilidad y en su olvido. Pero al menor contacto sentimos que continúa intacta, a través de los años, esta energía voltaica. Y sentimos que nos atravesó el blanco del corazón la inefable puntería de una flecha que traía en su vuelo el aroma de los jazmines que también atravesó.

Ha de saberse, asimismo, que esta poesía es comestible, como turrón o mazapán, o dulces de aldea, preparados con misteriosa pulcritud y cuya delicia cruje en nuestros dientes golosos. Ninguna poesía tuvo antes o después tanta dulzura, ni fue tan amasada con harinas celestiales.

Pero bajo esta fragilidad hay agua y piedra eterna. Cuidado con engañarse. Cuidado con superjuzgar este atildamiento y esta exquisita exactitud. Pocos poetas con tan breves palabras nos han dicho tanto, y tan eternamente, de su propia tierra. López Velarde también hace historia.

Por ese tiempo, cuando Ramón López Velarde cantaba y moría, trepidaba la vieja tierra. Galopaban los centauros para imponer el pan a los hambrientos. El petróleo atraía a los fríos filibusteros del Norte. México fue robado y cercenado. Pero no fue vencido.

El poeta dejó estos testimonios. Se verán en su obra como se ven las venas al trasluz de la piel, sin trazos excesivos: pero ahí están. Son la protesta del patriota que sólo quiso cantar. Pero este poeta civil, casi subrepticio, con sus dos o tres notas del piano, con sus dos o tres lágrimas verdaderas, con su purísimo patriotismo, completa así la estatua del cantor imborrable.

Es también el más provinciano de los poetas, y conserva hasta en el último de sus versos inconclusos el silencio, la pátina de jardín oculto de aquellas casas con muros blancos de adobe de las cuales sólo emergen puntiagudas cimas de árbol. De allí viene también el líquido erotismo de su poesía que circula en toda su obra como soterrado, envuelto por el largo verano, por la castidad dirigida al pecado, por los letárgicos abandonos de alcobas de techo alto en que algún insecto sonoro interrumpe con sus élitros la siesta del soñador.

Supe que hace diez siglos, entre una guerra y otra, los custodios de la Corona Real de una monarquía ahora difunta, dejaron caer el Objeto Precioso y se quedó para siempre torcida la antigua cruz de la Corona. Muy sabios, los viejos reyes conservaron la cruz torcida sobre la Corona fulgurante de piedras preciosas. Y no sólo así siguió custodiada, sino que la cruz torcida pasó a los blasones y a las banderas: es decir, se hizo estilo.

De alguna manera me recuerda este antiguo episodio el modo poético de López Velarde. Como si alguna vez hubiera visto la escena de soslayo y hubiera conservado fielmente una visión oblicua, una luz torcida que da a toda su creación tal inesperada claridad.

En la gran trilogía del modernismo es Ramón López Velarde el maestro final, el que pone el punto sin coma. Una época rumorosa ha terminado. Sus grandes hermanos, el caudaloso Rubén Darío y el lunático Herrera y Reissig, han abierto las puertas de una América anticuada, han hecho circular el aire libre, han llenado de cisnes los parques municipales, y de impaciente sabiduría, tristeza, remordimiento, locura e inteligencia los álbumes de las señoritas, álbumes que desde entonces estallaron con aquella carga peligrosa en los salones.

Pero esta revolución no es completa, si no consideramos este arcángel final que dio a la poesía americana un sabor y una fragancia que durará para siempre. Sus breves páginas alcanzan, de algún modo sutil, la eternidad de la poesía.

Isla Negra, agosto de 1963

Prólogo al volumen Presencia de Ramón López Velarde en Chile, que incluye poesías y prosas del escritor mexicano seleccionadas por Pablo Neruda, Santiago, Prensas de la Editorial Universitaria, 1963.





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