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ArribaAbajoLa derrota de la palabra

Yo quiero hablaros esta mañana de la derrota de la palabra. Es decir, del retorno del lenguaje a la edad primitiva en que fue instrumento del hombre y no su déspota. Pienso, a las veces, que los bárbaros artistas que crearon la rueda y el hacha y los vocablos para designarlas fueron espíritus menos toscos que el ciudadano de hoy, aguja de fonógrafo, aguja muerta. Me complacería despertar el horror al industrialismo de la palabra; mas protesto que se halla lejos de mí cualquiera intención de propaganda, y que hasta preferiré que se opine diversamente de mi criterio. La igualdad de las ideas, uniformadas como soldados rasos, me produce el mismo malestar que me causaría ver un rostro idéntico en todas las mujeres.

Pocas cosas habrá más vanas que hablar por hablar. Y pocas cosas son tan del gusto de los mexicanos como hablar por hablar. Nos encanta el lenguaje como fin último, y todos nos difundimos en huecas tiradas, desde la tierna mecanógrafa hasta el poeta de ínfulas. En los círculos propiamente literarios, el abuso de la palabra ha sido fomentado, en ocasiones, por la hojarasca de la prosa peninsular, y en ocasiones por la inhumana tendencia de los parnasianos. Fuera de los círculos literarios, los factores que contribuyen a sostener la palabrería son menos técnicos, pero no menos efectivos. Desde luego, la vulgaridad de espíritu lleva a las gentes a declamar. Quien carece de vida interior, natural es que simule tenerla, mareando con discursos teatrales. Así, para fingir personalidad médica, gastan saliva los merolicos, recitando aparatosamente las excelencias curativas de la víbora que exhiben enroscada en un brazo. Aquí viene a pelo referirme también a la comodidad que representa, en una sociedad que no lee ni medita, repetir por boca de ganso, tercamente y profusamente, la opinión preestablecida. Siempre constituirá una facilidad democrática la compra de ropa hecha. Bien vista la cuestión, es útil el charlatán que soba y soba lo que otros han pensado; como es útil el sastre que vende ropa hecha. Y no concibo que se tolere al sastre y al mismo tiempo se deteste al periodista que, por diez centavos, nos sirve todas las mañanas poesía hecha, política hecha, reportazgo como corbata roja y editorial como falda pantalón.

La palabra se ha convertido de esclava en ama cruel. Ya no acude con docilidad cuando la llamamos. Hoy por hoy, la palabra tiraniza al hombre y pretende cabalgar a toda hora sobre él, y espolearlo, e infundirle una locuacidad, cómica. Las víctimas de la palabra se cuentan por millares. He de citar una, una en quien España cifró muy grande esperanza. Todos habéis advertido, sin duda, la degeneración verbal de Villaespesa, que edita un libro cada dos meses.

La palabra, que en la niñez del mundo se plegó tan mansamente a traducir la vibración de los hijos de Adán, parece haber imitado el empleo de esas señoritas que, sumisas y blandas en el noviazgo, después de firmadas las actas se cambian en epidemia o en ley marcial. No hay quien no conozca a más de algún marido golpeado. Y si la palabra es la mujer del literato, yo os aseguro que a casi todos nuestros literatos los golpean sus mujeres.

¿Los literatos célibes? A éstos cabe mayor desventura, porque son arañados, prematuramente, por la novia.

La inversión, en el arte literario, del procedimiento racional, del procedimiento vital, ha colmado la medida de lo absurdo. Ya el espíritu no dicta a la palabra; ahora la palabra dicta al espíritu. ¡Infeliz dictado el de una esclava a su señor! Hoy se dice: Tengo esta frase que suena bien; pero ¿qué voy a pensar o a sentir, para expresarlo, y encajar, al expresarlo, esta frase que suena bien? El académico tiene su bodega atestada de frases; el modernista ha abarrotado frases; pero ¿qué pensarán o sentirán el académico y el modernista para poner en juego sus frases? He aquí el campo en que ha vencido la palabra y en que convendría su derrota.

Estos falsos artistas, que pretenden extraer de la palabra el jugo de la vida, mantienen un paralelo, no sé si lamentable o risible, con los sabios caducos que, en la abolición de su sexo, se desvelan por engendrar una sucesión plasmogénica. ¡Pobres Faustos, a cuyos hombros ningún poder diabólico ni celeste ceñirá el jubón de las fiestas viriles! ¡Pobres Faustos que en siglos y siglos de reseca vigilia no lograrán levantar en infolios ni probetas los surtidores mágicos, los surtidores que la espada ardiente de la juventud provoca en la pena!

Tanto el escritor que sigue la tradición como el que va con la caravana actual poseen recetas dignas de envidiarse en cualquiera cocina. El escritor de actualidad posee, por ejemplo, esta receta: Patos heroicos. Después de cocidos, se parten en cuartos, se untan de salsa de Marquina, se les cubre con una capa de versos de la «Marcha triunfal» de Darío; se dejan sazonar, y ya fuera de la lumbre, se adornan con picos de cóndores de Chocano. El tradicionalista no sabrá preparar los patos heroicos; pero es dueño de la receta que sigue, para el estofado clásico: Se corta un lomo de cerdo en trozos delgados; se pone en una sartén de las bodas de Camacho; se le mezclan perejil de don José María de Pereda y vinagre de don Juan Valera; se pone al fuego manso de una redacción de notario público, cuidando que no se queme; y se sirve adornado con arcaísmos del Cid.

Nuestros hombres de pluma aderezan párrafos y estrofas como guisotes. Así es como el ejercicio de las letras se ha vuelto industria de chalanes y filón de trapaceros.

La palabra se ha divorciado del espíritu. Apenas se toca con él por un solo punto. Se ha creído que el lujo de la expresión y, en general, el ornato retórico, deben buscarse lejos del temblor de las alas de Psiquis. Yo me inclino a juzgar que, por el contrario, para conseguir la más aquilatada elegancia de la expresión, nada hay mejor que cortar la seda de la palabra sobre el talle viviente de la deidad que nos anima. Si un preciosismo artificial o una fría corrección purista nos inducen a cortar púrpuras y brocados sobre patrones de gramática o de retórica, para vestir el alma, corremos el riesgo de que la armoniosa y recóndita deidad deseche el brocado y la púrpura, porque no los ajustamos previamente a su talle de mariposa. Antes de borrajear el papel, hay que consultar cada matiz fugaz del ala de la mariposa. Yo pienso que el alma del hombre más rudo atesora, en sus alas, matices fugitivos y múltiples. Quien sea capaz de mirar estos matices, uno por uno, y capaz también de trasladarlos, por una adaptación fiel y total de la palabra al matiz, conseguirá el esplendor auténtico del lenguaje, y lo domeñará. Por eso resulta formidable el poder de los meditativos, desde el príncipe Góngora hasta Darío y hasta Lugones: porque ellos en su cuarto de hora de oración mental han descendido a repliegues de la conciencia no sospechados por los que, al ras del barbecho, se emboban en un parloteo fútil. Ya lo ha dicho el doctor González Martínez, con la felicidad con que él dice todo: El alma se agita con sus goces exclusivos, con su instinto propio y con su dolor particular. La traducción de esta individualidad no se consigue con proclamas de los dientes para afuera, ni con manifiestos a flor de piel.

En más de una ocasión he querido convencerme de que la actitud mejor del literato es la actitud de un conversador. La literatura conversable reposa en la sinceridad. Quienes conversan se despojan de todo propósito estéril. En la mesa de los banquetes rige la cordialidad; los vinos y los manjares, en su eficacia expansiva, consolidan la mutua confianza; los invitados procuran mostrarse unos a otros sus interiores, exactamente, naturalmente; pero al filo de los brindis, los comensales se cohíben y una rígida expectación señorea al concurso. Es que ha llegado el momento de la alocución tiesa. La vida ha dejado de vivirse y va a recitarse.

Dramaturgos y novelistas echan mano de los mismos expedientes embusteros. El dramaturgo, valiéndose de una estrategia superpuesta, calculará, como cualquier tribuno de conmemoración cívica, el pasaje en que el público debe aplaudir. No importa que el recurso traspase las lindes de lo burdo. Un marido habrá salido de casa, el seductor se habrá colado en ella, como el más aventajado discípulo de los burladores de Sevilla; la pérfida consorte acogerá al nieto de don Juan de Mañara. De pronto, el marido los sorprenderá. Habrá entonces un rugido con una variante de aquello del Drama nuevo: ¡Tiembla la esposa infiel, tiembla la ingrata! La adúltera se arrojará sobre el marido y le tapará los ojos. El seductor, aprovechando la coyuntura, se esconderá adentro de un armario. El marido, echando por tierra a su Alicia, disparará su revólver a diestra y siniestra. Uno de los tiros atravesará el armario y dará muerte al burlador. El público aplaudirá el castigo del culpable.

En la novela, se busca igualmente el efectivismo. No parece sino que todos los caballeros de pluma en ristre se proponen como modelos a esos pretendientes sin blanca que para asaltar la caja fuerte de una acaudalada, virgen o viuda, explotan la linda estampa, y discurren por ahí hechos unos brazos de mar. Hoy, como siempre, con desplantes fanfarrones, se desembarca en la isla ruidosa de la fama y en el puerto de un matrimonio cotizable. Los candidatos al laurel y al tálamo se ponen a escote.

El alma solitaria en lo más íntimo de su castillo abrupto atina a distinguir al paje sincero del pretendiente mercenario. Si yo quisiera hablar en este día con mi alma, la diría así: «Te amo por tu milagrosa facultad de silencio, porque tácitamente viertes sobre mí tu emoción, y te envuelves en la mía, recostándote sobre los minutos, como sobre esclavos sordomudos. Solitaria y orgullosa, sólo te cuelgas de mi cuello cuando somos una pareja perdida en el vacío de la soledad y en el caos del silencio. Nuestras miradas se cruzan en un efluvio teosófico y se copian como dos espejos paralelos. Mis labios terrenales no te han hablado y ya sabes el orden en que besaría yo tu boca y tu nuca y tus párpados. ¡Oh alma, sibila inseparable, ya no sé dónde concluyes tú y dónde comienzo yo: somos dos vueltas de un mismo nudo fulgurante, de un mismo nudo de amor! Por volcánica, me adhiero a ti; por taciturna, me espantas. Paréceme que en tu odio a la palabra llegarás a mutilarme arrancándome de cuajo la lengua, y precipitándola, desde la ojiva, sobre los perros de tu feudo. En tu boca, sedienta de placer, no se enlaza la vocal con la consonante; cuando el placer se encona como un cauterio, prorrumpes en un grito inarticulado. Ya que nos abrazamos en un vaivén de eternidad, en un columpio de tinieblas, sobre un desfiladero de tinieblas, que sea con nosotros el silencio absoluto. Que la paz de las criptas en que duermen las estatuas yacentes nos invada. Que como en las criptas, se tamice en nosotros la sonrisa de la luz. Y que nuestro beso, como el beso de mármol de las estatuas yacentes, sea insaciable y sin tregua».

Quizá la más grave consecuencia del lenguaje postizo y pródigo consista en el abandono del alma. Bajo el despilfarro de las palabras, el alma se contrista, como una niña que quiere decirnos su emoción y que no puede, porque se lo impide el alboroto de un motín. Sabe callar el alma como una enamorada, pero la aflige que su galán sea desatento, y que por esparcirse en oratorias superficiales, la olvide neciamente. De mi parte, confieso que para recibir el mensaje lacónico de mi propia alma, me reconcentro con esa intensidad con que en el abismo de la noche sentimos el latido infatigable de nuestras sienes y estamos escuchando el roce metódico de nuestra sangre en la almohada. El alma finca sus delicias en transmitirnos su confidencia; pero exige para ello una soledad y un silencio de alcoba. Yo anhelo expulsar de mí cualquiera palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos. Y si me urge desterrar el más borroso vestigio de cosas extrañas a mis sustancias, es porque en mi alma convulsa hay una urgencia de danza religiosa y voluptuosa de un rito asiático. Y la danzante no abatirá sobre mis labios su desnudez ni su frenesí mientras me oiga mascullar una sílaba ociosa.

(Conferencia pronunciada en la Universidad Popular, el domingo 26 de marzo de 1916)

Vida Moderna, México, 12 de abril de 1916




ArribaAbajoLa escuela de Angelita

Mal se ve en Guanajuato, en Michoacán y en Querétaro, que los niños de calidad vayan a estudiar las primeras letras a una escuela de hombres. Eso se queda para los párvulos plebeyos. Los niños principales concurren a una escuela de mujeres. En tal costumbre hay, quizá, un gentil acierto de la sociedad provinciana. Se gradúa todo un camino que arranca de los brazos maternales y concluye en la áspera cátedra de un áspero maestro de instrucción cívica. No deja de ser brusco arrancar de la familia a un personaje de seis años para soltarlo, de golpe y porrazo, frente a un dómine pedante, frecuentemente de melena y generalmente de folletín. Una maestra y unas condiscípulas equivalen, en cambio, a un suave y lucido factor de educación. ¿Sabemos, acaso, lo que Anatole France, nuestro fetiche, debe a las enseñanzas de Mademoiselle Lefort? Mademoiselle Lefort, sin duda, regó la tierra que había de nutrir los laureles del frágil y formidable poeta de El libro de mi amigo y de El crimen de Silvestre Bonnard. En realidad, las mujeres deberían estar siempre aleccionándonos.

En la escuela de Angelita, nos aleccionaban ella y sus hermanas Petrita y Lola. Angelita representaba la modernización; Petrita, justificando su nombre, ejercía el mando con dureza y nos pellizcaba y nos tiraba de las orejas, para arriba, para arriba, obligándonos a pararnos sobre la punta de los zapatos; Lola gobernaba sin dictadura y sin amabilidad, por lo cual no la envolvía la opinión pública ni en cariño ni en rencores. En la escuela de Angelita, la minoría de los hombres (perdón por lo pretensioso de la palabra) nos codeábamos con las muchachas más bellas de la capital de aquel Estado.

Al lado de Sofía Elizondo, y en su mismo libro segundo de Mantilla, leíamos a una voz la historia de Voltamad y su caballo, la de los niños perdidos en el bosque, ciertos versos de don Manuel Carpio y aquellos otros, de no sé quién, que acababan así: «¿Por qué lloré?, pero no llores». ¿Se acuerda usted, Sofía?

María González, ya muerta, y de la que tal vez no quedará ni polvo, nos invitaba a estudiar con ella la Historia Sagrada. Y sus vehementes ojos negros se iban posando en las láminas murales: Caín y su víctima, Noé saliendo del Arca, la Torre de Babel, Rebeca entre los camellos... Afuera el sol doraba las guijas del arroyo, el reloj de la parroquia sonaba las once y las mariposas viajaban, como ilusiones trémulas de un pintor.

¿Y Lupe Azcona? Lupe Azcona llegaba todas las tardes, a las cuatro, a estudiar piano. Estudiaba una hora y regresaba a su casa. Lupe era la alumna de más edad, y muy alta, y muy garrida y con una cintura que quería romperse. Como sabíamos que tenía novio, los hombres la mirábamos con un terror curioso y las niñas que no habían acabado de quebrar el cascarón la envidiaban como a una paloma presumida y pulcra, que diría Ruiz Cabañas.

Lo que era para mí el acabose, entre todos aquellos hechizos, era Natalia Pezo repasando su lección de geografía. ¡Qué arte gastaba Natalia Pezo frente al mapa de América, con el texto en la mano izquierda, y en la derecha un puntero de papel de periódico! Natalia estudiaba en voz alta: «Archipiélago de las Lucayas...». Y el puntero rascaba las ondas azules, inmóviles entre los meridianos y los paralelos, que aprisionaban el mar en una red negra. «Isla de Cuba...». Y el puntero resbalaba sobre un pez que iba a ser tragado por el golfo vecino. Todavía suenan en mis oídos las palabras de Natalia Pezo, sirena que cantaba las glorias del Atlántico.

Otras alumnas no despertaban nuestra fantasía, sino nuestros instintos rapaces. ¡Los hurtos de comestibles en los cajones abastados de las Anayas y las Preciados! Por fortuna, ellas me han absuelto de aquellos hurtos de pan y confituras.

Pero las blandas mujeres que nos besan cuando estamos en la cuna y nos prestan sus libros en la escuela temen, a poco, parecer deshonestas si nos miran, sin interrupción, medio minuto.

El Nacional Bisemanal, México, 15 de abril de 1916




ArribaAbajoEl predominio del silabario

Publicó un diario, semanas atrás, unos renglones críticos que no eran precisamente un modelo de atingencia, y en los cuales se deploraba, con evidente ingenuidad, «la falta de vigor de nuestros poetas líricos». Se suspiraba por los de «rabias» y se censuraba la importancia concedida al tema femenino. También se expresaba tristeza por no haber aparecido quien «engarce» estrofas cívicas que aludan al momento actual. Se hablaba, además, de un «nirvana soso».

Todo lo cual acusa la incurable tendencia a situar el vigor poético en la laringe, opinión que, por otra parte, se adapta a maravilla a las efemérides de la señorita Mendoza.

Desgraciadamente (para los que creen que los poetas combaten, según la apolillada metáfora) pasó ya la época en que los Gargantúas del verso se desgañitaban frente a las copas de ajenjo, pasmando a un auditorio de beodos.

La rabia está bien muerta. Apenas si la soportamos en Díaz Mirón. Fuera de él, los rabiosos no nos suscitan otro deseo que el de inyectarles un suero oportuno, para que no cunda su baba.

El asunto civil ya hiede. Ya hedía en los puntos de la pluma beatífica de aquellos señores que compusieron odas para don Agustín de Iturbide.

Sólo la mujer no envejece. «Mientras exista una mujer hermosa...» dijo quien sabía lo que decía. Hoy no las llamaremos las bellas, como en la edad de la crinolina, del daguerrotipo, de la grandilocuencia y de los currutacos; pero ellas serán una instancia cada día más premiosa y seguiremos indefinidamente viéndolas pasar, blancas o trigueñas, como invitaciones implícitas. Del revuelo de sus cabellos y de sus faldas irá pendiente nuestro destino. Todas las noches morirá Valentín, en el umbral de su hermana, a manos del rondador que ha vendido su alma al diablo; e imagino que casi no habría quien no se decidiera a ser tardíamente homicida si con ello aseguraba una vibración exótica en su estro de setentón, gracias a Mefistófeles.

La razón, divinizada antaño, se agrieta y se arruina; y el pragmatismo quizá coadyuva a la consolidación de la mujer en la poesía (que hoy como nunca quiere ser integral) revalidándonos la sensación de que el ateísmo se empequeñece junto a una nuca rellena y de que el gobierno del pueblo por el pueblo no puede citarse frente a unos lindos tobillos. El pensamiento, en su fracaso, es sostenido alegóricamente por los cinco sentidos corporales.

Recordamos con placer misericordioso el tiempo en que buscábamos la verdad con el mismo espíritu simple con que un chicuelo, a hurtadillas, indaga el jarabe y las confituras. Y es un recuerdo de más sápida huella el del anochecer lluvioso en que, por el bosque salpicado de luciérnagas, oprimíamos un codo en que se articulaban un flexible calor y un raso persistente. De la diversidad de recuerdos se deduce que es más humano preferir, para encerrarlo en estancias métricas, el del codo que jugaba entre nuestros dedos.

En una aldea potosina, que se empieza a desvanecer, me llamaron a completar el jurado que calificaba a las niñas de la escuela parroquial. Un vicario muy joven, clérigo ejemplar, preguntaba a las pequeñas por Adán, por Abel, por Noé... A mi derecha quedó sentada Teresa, con sus veinticinco años, con su presunción inocente de gran heredera y, sobre todo, con sus desmedidos ojos, como piedras lúbricas indecisas entre lo verde y lo azul. La asignatura grata al vicario anonadábase al margen de Teresa, porque en las piedras lúbricas de sus ojos hubiera visto Noé las uvas que lo perdieron, y Abel la torva llama de su verdugo, y Adán la piel de la serpiente.

El lenguaje literario de hoy no se casa con la popularidad. Juan Ramón Jiménez ha escrito estas palabras singulares: «el ruido del mar en el teléfono». ¿Existe algo menos popular que la facultad de emocionarse al oír el ruido del mar en el teléfono? El roce de las ideas, el contacto con una vitrina de las piececillas desmontadas de un reloj, los pasos perdidos de la conciencia, el caer de un guante en un pozo metafísico, el esfuerzo de la burbuja, el filamento sanguíneo en una conjuntiva, el vagido de la hormiga que acaba de nacer, el aleteo de una imagen por los ámbitos de la fantasía, el sobresalto de las manecillas al ir a ayuntarse sobre las XII, la angustia del pabilo cuando va a gastarse el último gramo de cera, la disgregación del azúcar, el júbilo de las vajillas, el rubor de las sábanas de Desdémona antes de que se vierta su sangre, el recelo de las patas del conejo y de las pezuñas del venado, la pesadumbre del azogue, la espuma veleidosa, la balanza con escrúpulos, la queja repentina de los armarios y el aleluya sincopado de la brisa, no suenan bastante para ganar un plebiscito.

Los que se consagran a tales episodios minuciosos, escudriñando la majestad de lo mínimo, oyendo lo inaudito y expresando la médula de lo inefable, son seres desprestigiados. Su desprestigio sólo podría compararse con el de un médico que, en una llanada en que se descornasen búfalos, atendiera las luxaciones de los mosquitos. La falta de vigor de ese médico estaría patente a los moradores del país.

Consideremos la suerte de Anatole France si lanzase su candidatura en oposición a la de cualquier plumista, español o americano, autor de una novela pornográfica por mes. France es el padre de Coignard, de Bonnard, de Bergeret... France ha consumado Le Lys rouge, es decir, un milagro de estilo, una pujanza ideológica, una sobriedad de factura, una sensación selecta, inaccesible a los humanos. France es la literatura francesa con un coeficiente que jamás había alcanzado. Siendo todo esto, France sería apenas falto de vigor para los electores. Llegaría a las urnas como un anémico, incapaz de contender con Felipe Trigo o con don Vicente Blasco Ibáñez.

Pero los que se alarman ante lo que ellos llaman la lírica débil pueden dormir a pierna suelta. Mientras el mundo sea mundo, el cuarterón de las vocales privará sobre los herméticos recreos, y el deleite de unir la b con la a superará a las recónditas orgías en que se dilapida una incoercible y fastuosa vid.

Vida Moderna, México, 31 de agosto de 1916




ArribaAbajoMalos réprobos y peores bienaventurados

Peste, Hambre y Guerra... En el trisagio, palabras suplicatorias; en la provincia, calamidades que van dejando huérfanas a mis amigas. Las malas noticias han ido llegando, sucesivas y trágicas, como el desprendimiento de las hojas en la última semana de septiembre. Huérfana la sal, es decir, aquella blanca, de cuerpo valiente y voz miedosa; huérfana la miel, es decir, aquella rubia, hija del Administrador de Rentas, muñeca nimia que departía conmigo cuando paseábamos por las huertas, en el síncope de la luz, bajo las ramas agobiadas de frutas y entre las campanadas agónicas, y que después me escribió una carta, con la letra romboidal de las alumnas del Sagrado Corazón; huérfana la cera, es decir, aquella paliducha que recortaba en papel de China mantelillos y servilletas; huérfana la granada, es decir, aquella encendida que, en una trascendencia a la vez poética e industrial, olía siempre a jabón de Reuter...

Ante la orfandad de la granada, de la cera, de la miel y de la sal, mi apetito se desarma, siquiera sea perentoriamente, y mis codicias más urgentes podrían desfilar sin que cejase la casta invasión. Remotas lágrimas expurgan mi deseo, y un dolor al que no asisto vuelve insípidas las más picantes venustidades. Todavía la desgracia ajena aniquila el ardor propio. Me abandono a la parvada luctuosa que, sobre sus alas de virginidad y de tortura, me repatria al paisaje inocente. Soy una malicia inerme que viaja sobre un plumaje mártir, por un firmamento de fe, hacia un panorama sin mancilla.

Los agnósticos al uso, los prácticos banales, los que Molière llamaba pequeños impertinentes, hallarán risible esta derrota de la lujuria por el sufrimiento. Yo la hallo, sencillamente, melancólica. Anhelamos un placer incesante y nuestra voluntad claudica. En la incongruencia humana, la virtud degenera con los asomos del vicio y éste se reseca con el hálito de aquélla. Cuando doña Elvira se aparece a Don Juan a excitarlo a arrepentimiento, el burlador comenta: «Ella ignora que mientras me habla de los suplicios eternos, yo descubro una seducción imprevista y un agrado nuevo en su aire lánguido, en su vestido despreocupado y en su llanto, que resucitan en mí el fuego extinguido». ¿Cuál de nuestros espíritus fuertes es capaz de semejante impenitencia? ¿Cuál de ellos, imitando a Baudelaire, llamará cortesana incompleta a la que en su primera noche de cementerio no sabe provocar el celo de los muertos? Confesémoslo: todas nuestras obras, las buenas y las malas, son miserables. La moda, que ha inventado las capillas como calabazates y las masonerías como pantomimas, es el hazmerreír de San Pedro y de Belcebú. Muerta la edad heroica a manos de los enciclopedistas, hoy las gentes apenas se salvan y apenas se condenan. El infierno echa de menos a los grandes réprobos y el paraíso suspira por los ilustres bienaventurados. Un contemporáneo del presidente Wilson (ora lea Los misterios de Nueva York, ora deje de leerlos) llegado al cielo hará que los justos se aparten de su insignificancia; y llegado al infierno, su inanidad le valdrá el desprecio de los pecadores indeficientes, que verán en él el desdoro de su libertinaje. Si rezamos a la moda, en una capilla de moda, guiados por un sacerdote de moda, justo es que nos salvemos fortuitamente. Y si nuestro pecado no contraviene los reglamentos de policía y, en consecuencia, no mete en actividad al gendarme 2748, se explica que nos condenemos por casualidad. ¿Puede aspirar a otro destino una generación menguada y tibia? Leconte de Lisle puso en verso las ridículas bondades, y si publicásemos nuestra confesión sólo constarían en ella cómicos hurtos, glotonerías de sainete y sucias aberraciones. La maldad del hombre moderno extenderá el fastidio por el valle de Josafat, sin que el fastidio sea óbice al asco; y Belcebú, comprendiendo que en sus dominios no deben caer los que en romance liso y llano son unos pobres diablos, podría dar un toque de interés al bostezo del Juicio universal solicitando que los réprobos de las últimas centurias no tuviesen otro castigo que la prosa de su pecado. Con ello se lograría que fueran precipitados en el vórtice del crujir de dientes únicamente los que no se cohibieran en él, y nadie haría papelones de afeminado tapándose las orejas y apretando los ojos ante la blasfemia, el llanto y la obscenidad eternos.

Hoy por hoy, quizá nuestra única grandeza moral consiste en la pugna que nos roe las entrañas. Somos polinomios cuyos términos discordes hierven sin tregua. Las potencias del alma y los sentidos corporales se baten y se neutralizan; y cuando triunfan las potencias, su triunfo encierra el sarcasmo de la infidelidad que prevalece sobre la fidelidad. El alma nunca nos es fiel: nos baja su dádiva como un capricho. Los sentidos siempre nos son fieles: ver, oír, oler, gustar y tocar son infinitivos que trotan en torno nuestro como lebreles adictos. Cuando los dispersa una potencia espiritual, sobreviene la desazón que nos causaría una mujer de rango que, al visitarnos, expulsase a los gatos, y a los caballos, y a todas las bestias leales de la casa. La adversidad es la dama despótica que mejor sabe ahuyentar a nuestros brutos.

Si con un afán sincrético, disputásemos sagrada la totalidad de la persona; si integrásemos el misticismo de la vida con la carne; si apartando las papeletas oficiales de lo elevado y de lo rastrero, redujésemos las palpitaciones más disímiles a una sola palpitación inefable, seríamos entonces tan armoniosos, tan puros y tan resueltos que las lágrimas de la mujer deseada no nos aplacarían. De la misma suerte que un valle lacrimoso no nos apacigua el propósito de poseerla, y justamente la traza de llanto que recibe de la escarcha, de la lluvia o del rocío, nos incita con más agudo estilo.

¿Dejaremos de ser algún día animales incoherentes que se desgastan en alternativas penosas? Yo no lo espero seriamente. Lo prohibido y lo lícito ahogarán en la cuna al infante predestinado a arrebatar con manos de fuego la cintura de la desgracia, y no descenderá de la nube de los amables desatinos la señora cuya mano, superlativamente espiritual y superlativamente ávida, acaricia el lomo del gato, la anca del corcel y el hocico del perro.

Uno de los episodios para mí más sugestivos de las costumbres campestres es el que realizan con desenfado mimo las señoritas principales al ofrecer en la palma de la mano terrones de azúcar a los belfos de los caballos. Mi simpatía, en un vuelo raudo, se dirige a las desmesuradas llanuras y a las cuadras en que una caritativa doncella, con sombrero de paja y con falda rameada de claveles, soporta los dientes, torpemente comedidos, de un alazán o de un overo, al que da azúcar, con benevolencia y con apaño. Pero reconozco, no sin pesadumbre, que el simbolismo de tal episodio es un desatino más.

Prosigamos en la triste grandeza de la alternativa que nos roe las entrañas y saludemos con rendimiento al cordero y al gallo, ya que carecemos de la castidad del uno, encomiada por la Antigua y la Nueva Ley, y del rijo indefectible del otro, cuya mirada redonda, que se ribetea de una digna púrpura, vislumbra los hombros, acogedores y consoladores, de las huríes.

Vida Moderna, México, 12 de octubre de 1916




ArribaAbajoLa fealdad conquistadora

Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios entúrbiase más con la filtración yanqui. El monroísmo, el masonismo, el separatismo y el protestantismo, en su paciencia conquistadora, cuentan, desde las últimas fechas, con un aliado: la fealdad étnica. Si algo étnico hay en los ciudadanos de la risa equina de Mister Wilson, es la fealdad. He conocido [algunos] que constituyen raza en que pugnan medularmente con la gracia y con las gracias.

Tocome, una de estas tardes, la escasa fortuna de ver Pureza, la película traída de Nueva York y que, probablemente, ha desarrollado sus ineptitudes ante los ojos de todos mis lectores. Pienso que el autor del argumento de Pureza adolecía de meningitis al convertir a Eva en mecanógrafa y al devolver a la virtud paradisíaca a las princesas del petróleo y del jamón. Media en tales descomposiciones un Genio del Mal... inferior al suculento diablo del jamón. Y eso que aquel genio es, de toda la farándula, el único yanqui con sospecha de teatro, que podría ser admitido en las cátedras del Conservatorio. Por lo demás, debemos reconocer que los rubios limpiabotas, con pieles de tigre, disipan el tedio, y que el excentricismo de Caín, soltando la quijada del asno para firmar un cheque, nos alivia de la feroz cronología. En cuanto a los alardes de desnudez de la niña Worth, encarnación de la Castidad, no producirán otros males que el anticipado sabor de los chicuelos, el desprestigio de los tobillos de Maciste, y la bronquitis o el catarro de la ventilada sufragista. Cuyos sitios culminantes, entre paréntesis, desagradan bastante. Y al asistir a sus trancos funestes y su aciago trote, medí el abismo que aparta a las densas hermosuras cotizables, de la Venus prístina, revelada en el hexámetro virgiliano en tres vocablos intraducibles, que yo traduciría: «La diosa se manifestó por su marcha».

Guarda la explotación de la desnudez una consonancia natural con un país de evangelio y de tocinería. Porque aprovecha la decisiva importancia atribuida a los fueros cristianos de la indumentaria y halaga la fibra porcina de las plebes. Sólo un temperamento verdaderamente arcádico, o un congénere del experto Duque de Aumal, son capaces de mirar las secretas evidencias femeninas con el señorío natural de quien trata de escultura humana por hábito propicio. Por supuesto, los moralistas de la película aparentan querer demostrar la inocencia de la anatomía, como si ignoráramos el propósito fenicio que los impulsa a marear a las multitudes, vilmente interesables.

Nos ayankamos a gran prisa, bajo la acción de lo feo. Las señoritas que tripulan, masculinamente, la bicicleta; las feministas que riñen y se acusan de estar en connivencia con los hombres para retardar la emancipación de las Furias; los bailes tejanos... todo acusa que la Patria pierde su ritmo esencial, su cuerda privativa.

La Patria, concebida ya no como un mapa ni como una mitología vandálica, sino como la cesta de frutos efectivos que recogemos de la tierra adicta, se halla amenazada por la invasión de lo burocrático y de lo gris. Trenzas idílicas, cuyos moños negros adoró nuestra infancia; calles del Interior; pomposas reliquias de virreinatos en la metrópoli; vides que nutren a las bacantes criollas; matiz de las costumbres; sellos del alma; gesto del territorio; pulso de las aguas... esto es lo que soporta un riesgo de exterminio. Veríamos, en cambio, un auge de pugilismo, de pugiliato, mejor.

Ya he dicho, por ello, que la piscina de azulejos de nuestros patios se va enturbiando con filtraciones alienígenas. El gran criadero en que los almirantes que hunden cáscaras de nuez son honrados como novísimos Temístocles, sopla sobre la simiente de nuestra nacionalidad. ¿Hay quien quiera defender, con una defensa estética, la rosa que se prenden al pecho las mexicanas?

Revista de Revistas, México, 28 de enero de 1917




ArribaAbajoLa Avenida Madero

Plateros... San Francisco... Madero... Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la ciudad. No hay una de las veinticuatro horas en que la Avenida no conozca mi pisada. Le soy adicto, a sabiendas de su carácter utilitario, porque racionalmente no podemos separarla de las engañosas cortesanas que la fatigan en carretela, abatiendo, con los tobillos cruzados, la virtud de los comerciantes del Bajío, accidentalmente en ésta por exigencias de El Fiel Contraste, La Fantasía o El Ancla de Oro. Loemos la eficacia de estas carretelas que, evocadas por el nostálgico traficante de tabacos, rebozos o piloncillo, son un bálsamo para las contribuciones subidas, los pagarés y los saqueos. No quiero hablar del caso en que los tobillos arrogantes, admirados de buena fe por el Jockey Club, La Esmeralda o Mercaderes, hayan menoscabado la salud de Celaya o de León. El triste señor Aranda o Anaya o Almanza comprendería entonces, al regresar con sus carros de mercancías, la justicia en que abundaba Platón al decir que el primero de los bienes es la felicidad corporal.

Tratándose de entusiasmos cívicos, cuando vine a México a radicarme, yo tenía ya la ropa tendida a secar. Por ello he sido un observador suficiente de las congestiones políticas, menos cuando en la banqueta del Cine Palacio, al consumarse el Cuartelazo, me robaron mi reloj unos energúmenos que vitoreaban a la Ciudadela. Mis sentimientos antimilitaristas alcanzaron la forma del rencor de bolsillo con aquella sustracción, que no he podido reparar, no ya con un reloj de pulsera, de geometría arbitraria, de los que ama Rebolledo, pero ni con un inesperado Ingersoll.

En un café situado frente a San Felipe conocí al autor de Lascas. Al soberano citareda que, como observaba Rafael López, días atrás, versificaba gloriosamente cuando aún regía la canalla. Estuvo magnífico, grandilocuente e insolente. Nos recitó, entre otras obras suyas, un romance a Cleopatra, de tal calidad que parecía desprenderse de la boca misma de Apolo. Nadie me ha deslumbrado, en su trato personal, como aquel hombre.

Recuerdo la tempestad que se alzó en la Cámara de Diputados con la declaración de un orador de que la Avenida era el vicio ambulante. No flota en ella, ciertamente, olor a santidad; pero tampoco escasean los honestos vehículos. Acuden matrimonios en que él y ella son ruinas fisiológicas, mas sin ninguna sospecha civil ni canónica. Acuden familias de riqueza intempestiva y de indumentaria chillante, mas sin portillo moral. Acuden los vestigios de nuestra llamada aristocracia, fieramente colonial y erizada de ayunos y de abstinencias. Acudes tarde por tarde, vara de nardos, tú, lucero de la Avenida, dueña de landau, de patronímicos rancios y de tedio crónico. Acudes a la angostura del paseo a demandar inútilmente de los cordones de lechuguinos un estímulo vital. Te sabes de memoria todos los tramos (Gante-Bolívar... Motolinía-Isabel la Católica...) sin que te consuele la mímica de Fradiávolo y sin que te rejuvenezca la ñoñez de Fifí.

Estas muchachitas, que para atravesar de una a otra acera se cogen de la mano y construyen así la tímida cadena (a la una, a las dos, a las tres), temen a los automóviles fundamentalmente. Manuel Othón juzgaba que los automóviles andan en calcetines. Además, estas muchachitas que ensayan a la una, a las dos, a las tres, apretando en el puño la medalla de María Auxiliadora, carecen del sentido de la circulación porque sus pies y sus ojos conservan la beatitud de las celebraciones caseras en el terruño, cuando las cuitadas, en un foro deleznable, eran las heroínas del cuadro plástico, y encarnaban a las Siete Virtudes, con estrellas de latón en la frente, y corona de lentejuelas patéticas, y túnicas de éter, mientras que la precaria escena tornábase multicolora por la profusión de bengalas inverosímiles. A mí no me es lícito reírme de las doncellitas que se precaven del tráfico, porque allá, en tiempos, suspiré a hurtadillas por alguna humildad y mojé la almohada en vasallaje a María de Lourdes Valdés, quiero decir, a la Paciencia. Ahora, ¡Dios mío!, «ya no hay princesa que esperar»...

En cambio, existe derecho, existe obligación de divertirse con los cocheros a quienes se les dispara la librea. Automedontes trogloditas que nuestros hombres de pro exhiben, para lustre del dudoso blasón, con sombrero hereditario, escarapela incoherente, casaca de rana y calzón celeste. Si el sitio de Troya se repitiese, probablemente no vendría Aquiles a buscar entre nosotros auriga de pelo de alambre.

He comprendido a las sociedades protectoras de animales al asistir a la tragedia de los caballos que, en las fechas lluviosas, azotan contra el barro.

Desde la esquina del Salón Rojo he sentido renacer una salvaje piedad en favor de las explotadas bestias que pugnan por incorporarse, y más aún, en favor de los caídos y decaídos corceles que hacen el muerto y, sin brizna de amor propio, abandónanse al látigo de la negra fortuna. Exactamente como un padre pobre que se ha reproducido dieciocho veces. Conocí a un demente que me despertaba a deshora para repetirme: «Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street».

No creo lo último.

Pero me inquieta el porvenir al pensar en los letreros en inglés de la Avenida y en el templo protestante que la flanquea.

Pegaso vuela sobre la Avenida.

Sobre el hormiguero, sobre el espejismo de lujo, sobre los trenes del placer, sobre el azoro forastero, mécese Pegaso.

Mas, si no lo ayudáis un poco, azotará, alicaído, como cualquier caballejo de coche de sitio.

Pegaso, México, 8 de marzo de 1917, tomo I, número 1




ArribaAbajoLa guerra

Mister Wilson, acosado por la necedad de su destino, entró a la guerra el Viernes Santo... Como si se hubiera casado el día de San Luis Gonzaga... Por si no bastara ser personaje de mal gusto, la fatalidad contribuye con sus escarnios al desprestigio estético de señalados magnates... Y, en suma, a nadie se le puede imputar que fallezca en Navidad o que nazca el 31 de diciembre. El Kaiser, que tampoco es favorito de ninguna graciosa estrella, cuenta ya con un adversario digno de él. El protestantismo carnavalesco del Kaiser en pugna con el pazguato y pedestremente pedagógico de Wilson.

En los ángulos escolares, la esfera terrestre y la celeste son cubiertas con fundas, extrañas a la cosmografía, para que Orion no se empolve y para que las moscas no empañen los reverberos de África. Hace venticinco años, una angustia latente me poseía, ante las fundas de la Tierra y del Cielo. Mis maestras y mis maestros ignoraban que al defender de la intemperie las nebulosas hemisféricas y el hemisférico mar, infligíanme una desazón como una derrota, una desazón comparable sólo a la que habría experimentado si me hubiera tocado asistir al momento en que Tartufo tapó el pecho de Dorina.

El Kaiser -se ha dicho- pelea por librar de moscas y de polvo los hemisferios de la moral. Contra las culturas que se califican de decadentes, el Kaiser lleva el secreto de Dios para la modestia y la salud de la Creación. El Kaiser, en su impedimenta, guarda la funda para la Tierra y para el Cielo. La obra de los siete días ganará el aspecto de un globo cautivo, con funda de lona. No más barbarie moscovita, no más venalidad de Inglaterra, no más anticlericalismo francés. Regularidad mecánica, sensatez en la tribuna y en el lecho, disciplina en la conciencia y en el cinematógrafo. ¡Ah, Dorina, pretenden cubrirte el pecho... para enamorar a tu ama!

Mas suponiendo sincero al padre del Kronprinz, con todos sus políticos y pensadores, es innegable que la tendencia alemana al orden implica un movimiento, no muy sagaz, contra la migaja de bienestar de los humanos. Inténtase sustituir una desgracia varia con una desgracia monótona. Constituir para los intereses morales, intelectuales y materiales una Compañía de Seguros en que la Fe misma, que traslada los montes e incendia el caos, se reparta en acciones al portador. Si muchos no quieren ser accionistas, es porque les gusta vivir su vida. No negamos las ventajas de organizar el sacerdocio en superintendencias, pero ello se nos antoja demasiada vía férrea.

Pocas horas atrás, un senador electo quedó sentado cerca de mí en el teatro. La primera actriz lucía los brazos desnudos. Tal desnudez interesó vivamente al senador electo, que clavó sus gemelos en la actriz y los mantuvo clavados hasta que cayó el telón... ¡Cincuenta minutos! ¡Oh feliz y estulto candor! Dentro de la filosofía alemana ¿cómo se juzgaría al senador electo? A mí me colmó de dicha la obstinación de sus gemelos. Y estos míseros y deleznables motivos de dicha, los únicos a que racionalmente podemos aspirar, se borrarían con el triunfo de las muy serias y muy trascendentales y muy tiesas armas de Guillermo II.

Por fortuna, éste, con todo y sus frenos para la ética, no se aproxima a Luis XI. Y más aún, los artilleros de Verdun han insinuado al Kronprinz la duda de que el planeta sublunar valga la pena de ser reformado. Los artilleros de Verdun, escasamente universitarios, nos han librado del tedio de la cerveza salmista. Los hombres, amasados con lodo y con sangre, no se resignan a perder su instinto multánime, en obsequio a los deicidas que tienen un pie en la opereta y el otro en los infiernos. De la sangre y del lodo nos consolamos con el ánima multánime, con la disparidad, con el chasco, con el azar. Si con un freno o con una funda nos quitaran el numen divergente, la inspirada alternativa, nos apagarían la chispa de júbilo que nos distrae. ¿Hasta dónde alcanzaría la desolación del planeta si la carne humana fuese ración en vez de individualidad? Quienes sueñan todavía en convertir la Tierra y el Cielo en esferas inmunes, relativamente perfectas y relativamente hieráticas, de seguro no han sentido batir sobre su frente las alas salvadoras de lo fortuito, de lo libérrimo, de lo personal.

Pegaso, México, 12 de abril de 1917




ArribaAbajoMelodía criolla

La llegada de Manuel M. Ponce me incita a retocar un tema que alguna vez he apuntado: el criollismo de nuestro arte.

No somos ni hispanos ni aborígenes, pese a los que se llaman tradicionalistas o progresistas. Aquello de: «en indio ser mi vanidad se funda», hállase tan desacreditado como la ingenuidad metafórica de los «cachorros de España». En consecuencia, los vagidos populares del arte, y aun el arte formal, cuando se anima de una pretensión nacionalista, deben contener no lo cobrizo ni lo rubio, sino este café con leche que nos tiñe. Afortunadamente, tal convicción se va extendiendo de día en día entre los que trabajan con mayor seriedad.

La música sabe que ése es su camino. Los más decorosos compositores que han laborado para la multitud han sorteado lo peninsular y lo indígena, para permanecer criollos. Así Rosas; así Abundio Martínez; así Villalpando que con su marcha ha trastornado a la mitad de los mexicanos; así Campodónico, con su Club verde; así Alberto M. Alvarado; así el rapsoda jalapeño Garrido, autor de Cuando escuches este vals; así cuantos han sido capaces de acertar con la vibración genuina.

La música y la letra de las canciones típicas nos orean la cabeza como un relente que viene de los prados de ayer, a beneficiarnos en la desazón ciudadana. No nos cerremos -neciamente orgullosos- a la melodía nativa. Hagámonos como niños, según la sacra sentencia; que el relente que nos busca (proceda de un punto del Atlántico o del Pacífico, o del riñón de los Andes, o de la Mesa Central) pueda persuadirnos con su ideología primaria y con la impericia de su susurro. Como aquella historieta. «Para conseguir amor de una molinera hermosa, fue al molino un pescador, y a su puerta suplicó, más ella se burló de él, diciéndole: no te aflijas tú por mi amor, no puede ser que pretendas tú mi querer... Mas el tiempo transcurrió, y la molinera cruel, vieja y sola se quedó, sin belleza ni doncel. Al antiguo pescador quiso entonces conquistar, más él repitió el cantar: No te aflijas tú por mi amor; no puede ser que pretendas tú mi querer ni mi amor». Semejante trova, glosada con los rasgueos de una guitarra no muy enciclopédica, no deleitará a los asiduos del Arbeu; pero vale de receta contra la anemia y la hipocondría. Yo lo fío.

Sería ilícito prescindir aquí de una mención, siquiera, de los «gallos». La licencia para un «gallo» consíguese previamente, a no ser que, por lo avanzado de la noche, la iniciativa urja; o que el Presidente Municipal o Jefe Político vaya a figurar en la zambra. En este último caso, el desahogado funcionario (de autoridad divina o plebiscitaria, según cuadre a los principios del lector) firmará, sobre la marcha y sobre las piedras del arroyo, la licencia. Cada uno de los de la partida conducirá la lega orquesta al umbral de su pastora. Y cuando los legos de la orquesta hayan cesado en su traspiés acústico, temblará la voz báquica del interesado: «Quiero llorar y lágrimas no tengo...». Nota importante: del zaguán que recibe tamaños honores suele salir, intempestivo, algún patriarca o mancebo a quien no agrada cumplidamente que se arrulle el sueño de su familia. Y Orion y la Osa Mayor miran originarse, de la reyerta espinosa, cuestiones de derecho civil, penal y administrativo, y casos de conciencia para los teólogos de aquellas latitudes.

Mas ni el alzacuello ni el gorro frigio estorban que se siga cantando, por boca del gallo, de ganso o de tórtola. Predomina la tonada de infortunio. El sonorense Silvestre Rodríguez compone Suspiros y lágrimas. Siempre «la vieja lágrima». Los ejemplos abundan: «Te vas y en la mar te alejas, sobre los riscos de blanca espuma que dora el sol... Mañana, bajo otro cielo, bajo otro sol, verás perderse la tierra donde llorando me quedo yo». «Sobre tus alas trémulas lleva mi pensamiento; dame a beber tus lágrimas, dame a aspirar tu aliento». «Adiós, ángel de amor, mi bien, encanto de mi vida, se va tu trovador para jamás volver...». «Vertiendo amargas y sentidas lágrimas paso las horas de mi vida aquí, porque no estoy en los terrenos áridos del triste valle donde yo nací». «Yo vivo sollozando, porque el destino quiera que lejos de tu lado me vaya a consumir; y aunque se rompa el pecho y el corazón se muera, mandato del destino, se tiene que cumplir». «Los que llorar sabemos, los seres sin ventura, amamos del otoño la augusta soledad; así queda nuestra alma, después de la amargura, sin dicha y sin placeres, hundida en el pesar».

No son estas canciones de Ronsard. Ni requiérese harta ciencia para declararlo. En cambio, se necesita un corazón vigilante para no olvidar que esa lánguida atmósfera nos nutrió y que ese pesimismo acompasado mecía, en la heredad, los festones de la hiedra.

Circa 1917




ArribaAbajoEnrique Fernández Ledesma

Parcial, como juicio dictado por la fraternidad, puede ser éste. Mas cualquiera exageración en que yo incurra en esta vez se derivará del mérito de Fernández Ledesma. ¿Necesitaré jurarlo, como en un idilio caballeresco, o siquiera rendir una protesta de las que puso en boga el prosaísmo liberal? A lo primero, se oponen centurias bien corridas; a lo segundo, el derrumbe de la estética protocolaria que ejercitaron aquellas recomendables personas encariñadas con el federalismo.

Tiempo ha que creo que la supremacía de la lírica castellana reside en México. Verdad que el gran renombre de Marquina y, mejor aún, el máximo Lugones, se enfrentan con el que más valga de los nuestros. Pero no hablo de personalidades sino del caudal poético de cada nación. Y el caudal mexicano, por su ímpetu, por su volumen y por su calidad, parece que no admite par.

De este caudal es una onda Enrique Fernández Ledesma. Nacido en Pinos, cabecera de Zacatecas, y salido de su lugar de origen a los diez años, ha vivido en diversas provincias. Viene a la capital de tiempo en tiempo, como si se descamase; y mientras se demora aquí, se complace en subrayar sus ineptitudes de forastero. Se disculpa si mira a una mesera con abundante solicitud, y pide perdón si se retarda en desentrañar una malicia. Treinta años, nariz de largueza y talla de avaricia. Es hombre de sociedad, optimista, comodino, creyente en el fondo, de pasiones equilibradas. Pertenece al número feliz de los que no rompen el timón ni pierden la brújula. Su obra artística mantiene con su persona una concordancia, en lo sustancial y en lo externo, que no se ve frecuentemente. Tal concordancia, que nunca falla, hace de él una materia de estudio de las menos difíciles.

Sus versos, con un equilibrio igual al de su persona, jamás se oyen como una detonación. Supongamos que mira a una enlutada. ¿Quién podría mirar a una enlutada sin incurrir en violencia? ¿Quién, oh deidad de lúgubres arreos? ¿Quién podrá ser dueño de su ritmo interior en tu presencia, si vas vestida de muerte y si en el filo de tu rostro la vida relampaguea? ¿Quién, decís? Enrique. Él dirá no más:


Este luto que llevas este día
cálido de verano,
es un deleite para mis sentidos
y un tónico descanso
para mis ojos...



En sus momentos más álgidos se expresa como lo manda el buen tono; pugna, no ya con lo atrabiliario, sino con lo desmedido. Se juzga a sí mismo, y lo repite siempre que llega la ocasión, un optimista con ráfagas de pesimismo. Yo dudo de tales ráfagas. Al minuto de asistir a la agonía de un familiar, da gracias por el dolor. Al día siguiente de un desastre sentimental, impreca al cielo para que cuide de la amada venidera. Sus hábitos sociales le han sido benéficos, porque le han conservado, y quizá fomentado, su quietud de alma y su continencia de lenguaje. Sin el correctivo del trato humano (que tiende a borrar las aristas del individuo), mi camarada tal vez escribiría con estallidos y turbulencias, y yo no creo que tal sea su vocación. Su verdadera vocación, para mí, es ese arte circunspecto, urbano, que tan bien practica.

Ha descubierto su técnica. ¡Cuánto la buscó! ¡Cuánto la buscamos! Si quien lee hoy poemas nuestros en un decir Jesús supiera el sacrificio de aquellos años de 1903, 4, 5, 6, y de los que siguieron. Tropezábamos, digo mal, topábamos como ratonzuelos contra volúmenes de todos los autores, muertos o vivientes. Hasta dimos en la flor de preocuparnos por la infecunda tarea de esos académicos acartonados que huronean por anaqueles y anaqueles, juzgando que crear equivale a sobar menguadamente la herencia de los siglos. No atinábamos con el metal de nuestra propia voz. Nos dolía no conciliar los intereses dispersos de la conciencia. No conocíamos aún la sentencia de Montaigne: El hombre es, en todo y por todo, remiendo y mescolanza. El estrambótico disturbio íntimo no nos impedía alimentar odios gratuitos y admiraciones sin freno. Cuando Othón llegaba de San Luis con su cabeza al rape y embutida en los hombros, contemplábamos su marcha sobrecogidos, como párvulos ante una fiera suelta.

Fernández Ledesma ha hallado su fórmula vital y su procedimiento. Procedimiento de exactitud, de elegancia y de limpidez, cuya aparición en la década que va cumpliéndose constituye un fenómeno capital. Procedimiento privativo de nuestras letras, y que ya comienza a ser seguido por algunos.

Muchos de los temas de mi colega son temas mexicanos. Y aquí es preciso acentuar otro fenómeno: el del descubrimiento de lo mexicano decoroso, descubrimiento realizado por el arte musical, pictórico y literario. Me contraeré a este último.

Hasta hace poco, los asuntos nacionales habían sido la contumelia más estridente. Lo inicuo. Por ventura, se ha logrado relajar esa superchería que aletargaba, y aletarga aún, la producción. El hecho próspero consiste en que se ha conquistado el decoro de los temas con el hallazgo de lo que yo llamaría el criollismo. No lo criollo de hamaca, de siesta tropical... Eso queda en devaneo. No; trátase de lo criollo neto, expresión absurda étnicamente, pero adecuada para contener el sentido artístico de la cuestión que someramente voy fijando, como un prendido de alfileres. Trátase de lo que no cabe ni en lo hispano ficticio ni en lo aborigen de pega. Trátase de lo criollo neto: las calles por cuyo arroyo se propaga la hierba; las canales, vastas y bastas, que descuelgan sobre la pared su mancha vertical de lluvias; las Martínez, que no por sus trenzas rubias, dejan de caminar maquinalmente, como muñecas, al sonar la oración; las Ortigozas, que no por sus trenzas negras, abandonan su paso de juguetes, comprobando que los niños vienen de París como caballitos de cuerda; el párroco que no pasó del abate de Gaume, el juez de primera instancia, que no pasó de los epigramas contra don Manuel Miramón; el gendarme, que rebaja con agua el petróleo de los mecheros; las anilinas de la botica que irradian rojas y verdes y enorgullecen a los paseantes nocturnos de la plaza... Todo este automatismo moral y material de los Estados. De la capital que hable Lázaro P. Feel, si un chubasco no lo retiene en el apiñamiento de Mercaderes y en su pazguata tolerancia.

El éxito depende de espumar los asuntos. Enrique los espuma. Su próximo libro satisfará, entre otras necesidades, la de enseñar el desarrollo de lo mexicano, no como curiosidad que se compra por los excursionistas de Texas, sino como médula graciosa del país.

Étnicamente, su libro denotará una engañosa bondad. Engañosa sólo porque en el libro es constante y en el hombre no. El libro es excepcionalmente sano: diríase que su autor tiene dieciocho años, si en tal edad se alcanzara la maestría.

Por lo demás, cuando Fernández Ledesma deja de ser tan bueno como sus páginas, es en puntillos de epidermis. En lo fundamental, arduo sería buscar hombre más generoso. Considera la vida sin rencor (él mismo lo ha dicho). No siente lo cruel ni lo maligno. Jamás ha meditado en el cuerpo famélico ni en la pordiosería del alma. Carece del temperamento de un maniqueo para pesar la trascendencia del mal. Esta idiosincrasia, un tanto de neófito, circunscribe su actividad interior a un Tedeum, sin riesgo de herejes que lapiden ni de demonios contumaces. Sufre, en consecuencia, lo indecible cuando unos u otros le salen al paso. Pero necesita que unos y otros se manifiesten de bulto, pues él es incapaz de precisar los contornos de los genios maleantes que pueblan el aire y comentan con un estribillo burlesco el afán humano.

Mi amigo, que no ve en la fecundidad un vasallaje sarcástico, una contribución al Minotauro, no verá en su libro un acto de debilidad. No pesará sobre él la tristeza de depositar su volumen como quien deposita a su primogénito en una ara de horror. Seguirá complacido con llevar sobre la frente una corona de juventud, sin presentir las adormideras sobre el cráneo.

Que perdure así, como un celaje engreído en el plenilunio. Su obra, al entrar aliñada y suculenta en las fauces del tiempo, tendrá la energía bastante para proclamar el heroísmo de la forma y del pensamiento asequibles a los mortales. La vil estirpe de Caín saca ventaja en retar al monstruo universal, oponiendo a sus dientes el milagro de la belleza. ¡Hipotético y estéril consuelo! El monstruo, sin reparar siquiera en la vana arrogancia que lo reta, continúa deglutiendo lo más valioso y lo más querido de nuestra labor. Pero acaso, al demandar de nosotros mismos una explicación de la existencia, ¿hemos de ser tan implacables que prescindamos de los consuelos del orden imaginario?

En un trozo elegíaco dice Chénier: «El corazón es el único poeta; el arte no hace más que versos». Algo se ha andado desde que cortaron la cabeza al ardido amante de Fanny. Gracias a un supremo esfuerzo de meditación, el verso se mueve hoy en una autonomía concienzuda, como personaje de carne y hueso, y de un libro actual podría decirse que en sus páginas se celebra un concilio, en el que cada renglón es un primate. Cada uno de los versos de Fernández Ledesma es un poeta tan esmerado como el corazón en que fue concebido.

Vida Moderna, México, 31 de agosto de 1916




ArribaAbajoLa corona y el cetro de Lugones

Lázaro P. Feel acaba de comentar la decisión de un jurado que quiso instituir a Marquina sucesor de Rubén Darío. Según Feel, no están al cabo del acierto quienes juzgan que se hereda el sitial de la lírica. El cronista de Revista de Revistas contradice, de paso, la opinión de que en nuestra historia literaria se extiende una laguna desde Sor Juana hasta Gutiérrez Nájera, a quien tanto debemos y a quien amamos más cada día. Yo comparto esa opinión, la he predicado en todos los casos y no quiero, en éste, callar que en el periodo citado no descubro más que lo sandio y lo ripioso.

Abundo en el sentir principal: hay coronas que no se heredan y cetros que no son dinásticos. Confieso que viviendo aún Darío, Leopoldo Lugones se me aparecía, a las vegadas, como el más excelso o el más hondo poeta de habla castellana. Nunca supe cuál de los dos era superior, y para colocarlos armoniosamente dentro de mí, fijaba en el cenit al padre de Eulalia y en un caótico nadir al inconmensurable autor de El libro fiel. Pero muerto el hierofante que nos cantó de los pinos, de los pájaros, de las islas, del lobo, de la cena con Margarita, del tiempo terco, de los claros clarines, de la musa de carne y hueso, de Pan bajo las viñas, del Luxemburgo otoñal, de la serpiente de ojos de diamante, del universo, en fin, ¿quién puede compararse, sin pecar de necio, con Lugones? ¿Qué atleta resistirá, al ser confrontado con el gigante Lugones? La soledad de Lugones es la soledad de los obeliscos, para usar la expresión de un singular francés. De Lugones, nuevo Sansón, puede decirse el elogio del versículo de los Jueces: «Creció el niño y lo bendijo el Señor».

Reconozco que el éxito de Darío aventaja en extensión al de Lugones porque éste carece de esa facultad especial del nicaragüense, que tal vez no admite análisis, pero que yo llamaría facultad internacional. Probablemente, cuando la humanidad sea más ducha, el prestigio de los ilustres gemelos cubrirá la misma área. Esto será por las fechas en que el señor abate Jerónimo Coignard alcance el poder representativo de Don Quijote. Un poco tarde, porque los tipos teatrales logran mucho contra los tipos meramente cerebrales.

Y los tipos de Lugones son insólitos, reacios, esotéricos, híspidos. He fomentado el capricho de imaginar el deleite de Góngora si leyese a su continuador y trasegase su esencia, la misma de las Soledades, la misma del romance de Angélica y Medoro, la misma de los sonetos (entre otros aquel inolvidable «A una dama blanca vestida de verde»); esencia que destilaba pura entre las manos del racionero de la Catedral de Córdoba y que hoy triunfa, en un apogeo límpido, en la alquitara del gran argentino. Góngora al abrir una senda para los elegidos, en ocasiones se enredaba en su propia sotana: si mirara el desembarazo de sus pósteros, les mandaría, desde el Renacimiento, una sonrisa como una sanción; y si, reanudando su tarea, versificara en el siglo XX, yo temería que los más seguros maestros se desconcertaran y titubearan. Quienes no se desconcertarían un punto serían los bonachones que reparten cédulas académicas y que todavía disertan, con un candor que los enaltece, sobre la buena época de Góngora y sobre la mala. Nuestros catedráticos de literatura nunca insistirán bastante en patentizar la incompetencia y la cobardía de tal distingo.

La reducción de la vida sentimental a ecuaciones psicológicas (reducción intentada por Góngora) ha sido consumada por Lugones. El sistema poético hase convertido en sistema crítico. Quien sea incapaz de tomarse el pulso a sí mismo, no pasará de borrajear prosas de pamplina y versos de cáscara. Lo evidente y lo explícito se hacen oír con un ceceo cada vez más insufrible, y recordamos a Wilde siempre que un caballero nos reseña, en letras de molde, episodios suyos, «con el escrúpulo de los iliteratos».

Uno de los merecimientos, para mí más dignos de loor, de Lugones, estriba en su lujuria de creador. No pretendo intrigar a los moralistas: aludo a la lujuria del oficio, a la morbidez del estilo, requisito imprescindible para cuantos persigan obra duradera. Lujuria que vale lo que un propósito a la vez minucioso e integral, como el que hay en el remangue de una falda que permite ver un pie encubierto por la lenidad de una media, y bajo la media una vena serpeando rítmica en una ladera del empeine. Sin este atributo lujurioso, Lugones no habría podido decir:


En estupor trocáronse los duelos...
      Ni aquel octosílabo:
Tus lentos ojos de pálida...
      Ni esto:
El mar, lleno de urgencia masculina,
bramaba alrededor de tu cintura...



Ni aquellos dos vocablos, casados astutamente y aplicados a su propio corazón en el momento en que, ante una amada virginal, friolenta y moribunda, prorrumpe en misereres la dolorida entraña del gigante:


...tecla herida...



Este género de concupiscencia -lima que pulveriza las hostilidades de la palabra- franquea los interiores más abstrusos de la conciencia, sus trascuartos y sus pasadizos, desmenuza su vibración y sujeta las más inasibles vislumbres de su efímera fisonomía. Guiños, parpadeos, esguinces, mohínes... el gesto gradual y total de nuestra compañera recordada en las tinieblas es para nosotros palmario como una estatua a mediodía, y permanente, como su faz. Nuestra emoción es una linterna sorda que horada la cúbica negrura de los aposentos, a deshora. Instante novelesco, de novela centrípeta. Los ojos del gato estallan, a la altura de un sillón. Se decanta la glosa del grillo. Los duendes andan en cabildeos. Hemos perdido la inteligencia del lenguaje usual, y el Diccionario susurra. Accedemos al lecho de la conciencia, y sobre una fuente de aguas fundamentales, un surtidor deprime y encumbra su asta y se encariña con las fluctuaciones de su bandera gaseosa.

Justo es hablar, en plural, de poetas eminentes. Pero Lugones es el poeta sumo. A su lado, todos resultan acólitos. Y si alguien hubiese que con tal apreciación sintiera su prestigio menoscabada, demostraría que su latín no basta a ayudar la misa de Lugones. Él medita con un vigor único: por esa oración mental, que se exacerba en un modo de hacer prolijo y pomposo, vence a todos los portaliras para adentro y a todos los portaliras para afuera. A los primeros -por más que calen océanos profundos- los ahorca con una sonda parienta del abismo, para lo cual no existen escondites submarinos. A los segundos -así bruñan y cincelen como favoritos de la Estética- los acogota con dedos espasmódicos, dueños de las plumas del pavo real, del rentintín del oro, de la tersura del nardo y del cabrilleo del sol en el zinc. Quizá la maravilla de este hombre pudiera plantearse así: una médula socrática encerrada en un lujo sin tasa. Él repetiría con verdad la orgullosa declaración de Banville en las Odas funambulescas: «Abrí mis labios encantados y devolví a los hombres de los dioses la púrpura insultada».

Me dolería concluir esta sumaria exposición sin mencionar otra de las virtudes de Lugones: su dinamismo. En un atingente volumen, indica Azorín la idiosincrasia estática de los clásicos y la dinámica de los modernos. Esta virtud se intensifica de tal manera en Lugones, que llega a polarizarse. ¡Qué lejos estamos de los inofensivos ejercicios de los abuelos! Pero si el procedimiento de hoy muerde con acritud, también vivifica, también galvaniza. A su contacto, como al de una varilla imantada en un imán cósmico, las partículas muertas suben con presteza, como las burbujas en una copa, y el esqueleto de los astros difuntos recobra su envoltura lozana, sus vergeles, sus rebaños y sus ríos. Efectuar semejantes reanimaciones sin derrochar fósforo ni sangre (como lo apetecen las personas mansas) sería cómodo y, además, sería el fracaso un poco difícil de la cruenta ley del arte.

Tal vez en un futuro distante (dos o tres siglos) se juzgue superficial nuestra alma y primeriza nuestra expresión, por más que nos resistamos a suponerlo; pero, en cualquier evento, el mejor voto que podemos elevar en pro de esa edad es que nazca en ella un representante como Lugones, sintético y sincrónico.

Vida Moderna, México, 19 de octubre de 1916




ArribaAbajoFrancisco González León

Una vez más escribo sobre el poeta aristócrata, simple, original y monástico. Ahora, con alguna mayor extensión que antes. Y llevo la pluma por el papel con el fácil deleite con que, en días de colegiatura, nos asomamos al pupitre vecino a mirar las frutas condiscípulas que hurtaban Pedro, Juan o Francisco. («Decid, niño, ¿cómo os llamáis?»).

La simplicidad de González León no es constante, como la de Francis Jammes, sino una simplicidad con paréntesis laberínticos. Es simple por certero y laberíntico por hondo. Su certera simplicidad lo faculta para decir que unas manos «exhalan el aroma de un lápiz acabado de tajar». Y su agudeza de minero lo faculta para ir descubriendo yacimientos de fábula. Es, conjuntamente, la flor a la intemperie y el metal soterrado. Después de esto, importa poco que su versificación, arbitraria con frecuencia, disuene a los oídos de los profesionales y de los legos.

Es también monástico. La juventud licenciosa y fastuosa se ha convertido en una sensible cicatriz que se refugia en el ópalo de la tarde. Vistamos estameñas, porque no somos ya más que cicatrices que conjugan la desesperanza y el desamor. La sustancia de la vida se ha compuesto con un prefijo negativo... Tal parece murmurar, breviario en mano, el dolorido colega, para confusión de gramáticos y psicólogos: «Más que un beso, prefiero una mirada...». Sí, quizá lo declara sinceramente; pero cabe siempre el temor de que la platónica preferencia se explique porque los labios, hoy clericales, de clero regular, hayan, en el siglo, esculpido gratas arcillas, como esculpirá un recental... o Marco Antonio. (¿Qué hará, en este momento, la conocida de talle azul que me ha hecho pensar a la vez en los becerros y en los triunviros?).

La aristocracia de González León se aplica a cosas nuestras, a cosas patrias. Él ha puesto su alcurnia al servicio de lo mejicano, acaso sin deliberación especial. De cualquier modo, su tarea se suma al esfuerzo del arte criollo, tema en que yo he insistido, en diversas prosas. Quienes alimenten prejuicio verán, en más de una página de este libro, cómo lo típico puede tratarse por un estro linajudo. La inopia no está en los asuntos, sino en la mente de muchos que lo han abordado en el verso, en la novela, en el teatro.

Su originalidad es la verdadera originalidad poética: la de las sensaciones. La razón pura (con la que algunos han querido, en vano, versificar) hállase lejos de su temperamento. En este aspecto, ha sido él más afortunado que otros de celebridad continental que han diputado hacedero, por una lamentable desviación, el verso intelectual. González León nunca se ha desviado, él sabe que la poesía es el pasmo de los cinco sentidos, y para ellos trabaja. La originalidad, en mi concepto, es el sexo mismo del poeta, y, por ello, no puedo dejar de encomiarla cuando la encuentro, neta y pródiga, como en este monje de emociones intermedias. Todas las prensas de todas las latitudes vomitan a todas horas millones de libros, y cuando sobre ese desbordamiento se marca una originalidad igual a la de González León, inclínase uno a disculpar la existencia de los eunucos, de los copleros con cetro de bufones, que se exponen, desvalidos y vacíos como ceros, a la garra de los monstruos de ayer y de hoy, y a la amenaza latente de los monstruos del porvenir.

1.º de agosto de 1917. Prólogo a Campanas de la tarde de Francisco González León, México Moderno, 1922




ArribaAbajoPoesía y estética [José Juan Tablada]

No sin gozo, registro aquí el florecimiento cordial y mental a que asistimos. Los picos alfareros de las golondrinas han trabajado. El barro de los nidos se ha puesto a cantar por el sur y por el norte, por levante y por occidente. Escultores de quince años, poetas que aún no pican el Árbol de la Vida, pintores catecúmenos, músicos Gonzagas... todo un bando innúmero que ocupa líneas limítrofes, del arte y de la virginidad. Esta plausible abundancia de pingüinos -entre los cuales apuntan ya cuantiosas promesas- significa, posiblemente, una represalia del espíritu contra la materia. Los millares de aspirantes a la lira vincúlanse, por ley recóndita, con la liquidación de los Bancos.

Yo debo confesar que estaba prevenido contra los jóvenes halcones como los llama Rafael López. Pero también he de decir aquí que me han desarmado, convenciéndome de su aptitud apolínea. Es verdad que sigo incrédulo de no pocos mancebos, sin ponderación y sin enmienda, mas en último análisis, me he vuelto partidario de esa hábil adolescencia en que militan, entre otros muchos, José Antonio Muñoz, Martín Gómez Palacio y Carlos Pellicer Cámara. En su compacta legión vibra y sobra el ímpetu y ondean las esperanzas ilesas. Alegrome de poder declarármeles adicto.

Y porque su vocación es elegante, hoy he querido atraer sus ojos sobre una figura en que se encierra una de las más severas aristocracias de nuestra poesía: José Juan Tablada.

De paso en ésta, ha accedido a obsequiarnos prosas y versos, de su cosecha inédita. Si nos envanecemos con tales dádivas, que serán el deleite del público de Pegaso, nuestra vanidad se empareja con nuestra gratitud. No sonría, José Juan.

Tablada es para mí, por su cultura, por su temperamento, por su vida, el tipo del literato. Prepara varias obras y editará próximamente, quizá en tierra yanqui, El bestiario piadoso (verso y prosa), un Breviario erótico (prosa) y un volumen de versos con asuntos de Nueva York.

El día de 1914 en que Jesús Villalpando me llevó a Coyoacán a casa de Tablada, el poeta nos retuvo indefinidamente y nos atendió en su mesa como un gentilhombre. Nos leyó, entre el humo de sus pebeteros orientales, el prólogo y un capítulo de su Hiroshigué. Nos recitó en su jardín, en presencia de los sapos y las otras bestias predilectas, los poemas en que los alaba. Nos hizo sentarnos en el umbral de su pagoda. Nos mostró las repetidas cartas autógrafas de Lugones, un retrato de la esposa del Gigante, con dedicatoria para la esposa de Tablada, y cartas de la señora de Lugones. Pinturas, ídolos, rosas votivas, arcones del virreinato... un bello día. Con una nube: un criado japonés avisó en japonés la muerte de unos pájaros japoneses, por brusquedad del clima del Valle. Aquel dolor antípoda no dejó de ensombrecernos. Pero fue momentáneo. Tablada asegura siempre el bienestar de sus huéspedes con fetiches insólitos y preciosos.

La producción del autor del divulgado «Ónix» va en derechura a la estética. Sus disciplinas estéticas son ineludibles, enérgicas, crueles, inhumanas. Por eso la alcurnia de Tablada es una alcurnia esotérica, de horca y cuchillo. Sus palabras, en verso o en prosa, aguijonean a los lectores del feudo, entorpecidos en los menesteres de clerecía y de juglaría. Clérigos y juglares han rimado, y es bien que sigan rimando, para que no falte un propicio consonante en la aspereza de los caminos, ni en la puerta de las posadas, ni en el altar. Pero que no trove el señor Ingenieros, porque... no hay para qué.

Pegaso, México, 29 de junio de 1917




ArribaAbajoLa magia de Nervo

Se me acababa de revelar la magnitud del estro de Samuel Ruiz Cabañas. A la una de la mañana, todavía dentro del gozo de la revelación, regresaba a dormir, cuando un periodista me dijo: «Le voy a dar una noticia que le impresionará mucho: murió Amado Nervo». Contra la previsión del informante, quedé impasible. En ello reconocí la eternidad del muerto, porque vivir o morir es secundario para él, en presencia de la perpetuidad de su obra. Para mí, él es el poeta máximo nuestro, y nadie puede lastimarse si lo digo, pues hablo, más que de otra cosa, de las preferencias del corazón. En aquella hora de que vengo platicando, busqué en el cielo la Lira... No la encontré.

Aún vivía él cuando me tentaba el deseo de formular mi disentimiento de su labor de los últimos años. Me abstuve, empero, por no lastimarlo en su carne mortal. Hoy, si me escucha, me entenderá, viendo en las salvedades de mi individual sentir la honradez de mi alabanza. Filialmente (ya que él, con el Duque, nos inculcó los principios poéticos y nos enseñó los áulicos ademanes del espíritu) me confieso reacio a sus prosas y a sus versos catequistas, alejados de la naturaleza artística y, en ocasiones, en pugna con ella. El propósito de consolar, por máximas de mayor o menor crédito, paréceme extranjero en la estética que se atiene a su propia virtud melódica para aliviar las fatigas y los desamparos adamitas. Creo que de la confusión de estas normas surgieron sus renglones postreros, sin la carne mágica y sin el pecado sideral. «En paz», «El día que me quieras», «Si tú me dices ven», son, ciertamente, egregios poemas, pero en ninguno de ellos se especula. Fulge en ellos la entereza del poeta, sin atrofia de doctrina, sin teoremas que humillen la conducta humana, sin gravidez de locución, sin rodeos a la invencible inquietud. Éste es para mí el Nervo encantador que me sé de memoria, pleno, sobresaltado, místico, abundante de gracia, fiel a sí mismo, de urbanas y ágiles maneras, amartelado con cada creatura y que por la concurrencia de todos los atributos en su mirada, sin velos pudo cumplir el encargo de los poetas, trágicamente sacerdotal, mortalmente funambulesco.

Yo amaba de tal modo a nuestro as de ases, que cuando lo sentí desleírse, dejé su lectura. De tal modo, que me resistí a hablar con él, por guardar su fantasma, y solamente por causa insuperable lo traté, al fin, en una noche del pasado octubre. Una magnética señora, hecha de blanco, de negro y de verde, juntaba las miradas masculinas en su tricromía. Él, monopolizándola, nos privó de ella... Hoy que se han apagado los ojos del adivino, los nuestros, encendidos aún sobre la tierra bruja, le abonan aquel daño.

«Tu dios es muy abstruso; yo prefiero tus labios; dame un beso». Estas palabras de Blanca al teólogo de Los jardines interiores resumen el secreto de su categoría de fascinador. Idealismo o realismo son cuestiones accesorias para el verdadero poeta, que no trata de anteponer los atributos a la unidad específica, ni ésta a aquéllos. El filósofo puede descomponer los seres; al poeta no le interesa, en función principal, ni le está permitido, porque su naturaleza es, ante todo, la integridad. La naranja no es, en la lira, positiva ni aristotélica; es, simplemente, naranja. Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico. El Dios mayúsculo, los batallones politeístas de demiurgos y de demonios que pueblan el éter, los santos ángeles custodios, nuestros prójimos y lo que pretendemos gobernar, armonizan el pulso orgiástico del día y de la noche. Vamos de la vigilia al sueño como del deleite de un rubí al encantamiento de una perla. Despiertos, precisamos la cítara; dormidos, remedamos la palpitación nebulosa de las cuerdas. ¿Qué hacemos sino vivir en un donjuanismo trascendental?

Eso hizo Nervo en grado heroico, trenzando con la facultad heliotrópica la potencia nocturnal, y ésa es la clave de su rango. En consecuencia, mi impasibilidad ante su muerte es el polo contrario a la apatía, es la fusión hímnica de las energías reverenciales.

Nuestra dicha reside en que el rotundo universo, lejos de ser razonable, cada mañana resucite investido de la radical intriga de esas herméticas que nunca hemos sabido poseer con destreza. Si del misterio nos alimentamos, que se tupa hasta en los episodios que el criterio ramplón juzga averiguados. ¿Por qué nos hechiza un brazo? ¿Por qué algunos estadistas predican lo sublime pedestremente? ¿Por qué el pez rojo no se despinta en el agua? Al tomar un baño ruso, asistí, en un atardecer, a uno de estos enigmas, fundamento del sabor de la vida, explicados de antemano por las gentes insulsas. Bajo los focos incandescentes, un caballero sujetaba a un pequeñuelo suyo para obligarlo a recibir la regadera; el niño, aleteando con el brazo libre, lloraba simpáticas desesperaciones; seis bañistas se interrumpieron, para contemplar en una inmovilidad indefinida, el drama de la ranita. Aquellos hombres tenían encima citas galantes, negocios y rosarios, y todo se olvidaba merced a una miniatura de Adán. ¿Cómo el hombrecito gemebundo podía parar, con su pie de alfeñique, la codicia, la oración y el placer?

En tal bruma, trivial por sus figuras exteriores, ingente por su médula, respira la poesía moderna, satisfecha de sus sobresaltos sin pausa. Nervo respiró, como pocos, en la deliciosa congoja de confundir todas las nociones de cultura en el esqueleto de lo vital. La cabellera de Leonor, los duelos danzarines, los saraos mortales, la gitana de Praga, la sonoridad del ataúd materno, el sollozo del viento en la torre, el portal y el huerto llovidos, la neurótica enlutada, la estrella de Belén, las hostias perseguidas del mártir, las cornejas en el desván, el crucifijo y la pistola, Luis de Baviera, el alma de las tumbas, las caderas rítmicas de Adela, el edén escondido en los pliegues de la sombra, los misales y los cuatro coroneles de la reina, forman el repertorio del prestidigitador, su repertorio de alucinantes vértebras.

Su seña particular es la coquetería. Embozada, impropia para convertir los bastones en víboras; apta para sacar del tintero lunas bienhechoras. Sus suertes, dinámicas todas, se disimulan en giros dóciles, emanados de la penumbra seminarista y fomentados en la curvatura de la experiencia patética. Uno de sus recursos capitales estriba, justamente, en fingirse imperito. «¿Cómo creer, marquesa, que vuestro afán responda a mi afán?». Aquí se oculta la espada, como bajo el manto de los obispos feudales. Esta marquesa, ante quien él comparece agobiado de ineptitudes, es representativa de las almas que lo leen, marquesas cautivadas por el sortilegio de su peligrosa modestia.

En la técnica y en el fondo, su poder consiste en su maña. Hay númenes que imperan gracias al violento azafrán; él impera porque es el bachiller que conoce la combinación de la caja de caudales.

Vano sería honrarlo por elocuencia. Derrotó a la palabra, ciñéndose a decir lo que nacía de la combustión de sus huesos. Satisfizo el calosfriante deber de erizar los cabellos al roce del rito funámbulo. Jugó los bastos asirios, las copas de Pompeya, las espadas vigilantes del Santo Sepulcro y los oros gandules. Lo honramos por justicia.

Te honramos porque barajaste los cuatro horizontes como las cuatro letras con que se escribe la Vida. Te honramos, oh mago, porque en el ejercicio espeluznante de la belleza necesitamos robustecernos minuto a minuto. Porque la insidia de lo torpe no cesa. Porque la miseria se obstina en degradarnos. Porque al huir del firmamento visible un luminar, los heliotropos de las almas han de exhalarse. Óyenos y fortifícanos.

Amado Nervo y la crítica literaria. «Prosa inicial» de Guillermo Jiménez. «Noticia biográfica» de J. M. González de Mendoza, Andrés Botas, México, s. f. [1919]




ArribaJosé Juan Tablada

Yo, que me senté a la mesa de sus buenos tiempos cocineros, acabo de mirarlo comer un aséptico platillo de chícharos. Luego, con su venia, recogí de los originales que desplegaba en su cuarto de hotel, como un contrabandista sus tesoros, estos apuntes: «¡Sin amargura os cantará el poeta, llevándose la mano a los riñones, ¡oh frutas de mi dieta!».

Uno de estos días, el general Lucio Blanco llamaba a Rafael López «el gato en la leña». Recojo la definición en un estricto sentido para decir que aquí donde hay ese gato, donde Díaz Mirón es el puma y donde González Martínez es el búho, Tablada es el ave del paraíso. Como tal, induce a error a los que lo juzgan personaje de frivolidad y de moda. Porque la química de sus colores y el secreto de su dibujo se esconderán sin remedio a los hojalateros que, con sus pitos de agua, se asoman a la línea de fuego de la poesía.

La misma cosa se ha negado al autor de «Ónix» en la vida y en el arte: cordialidad. Examínenlo con ojos sociales o políticos los que así quieran. Quienes posean conciencia literaria, carecen de derecho para ignorar la emoción que palpita desde la alborada del Florilegio hasta Li-Po. Verdad que Al sol y bajo la luna contiene más de una página de decaimiento; pero también otras culminantes, como aquella, ya divulgada: «Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida»... Un día... es, simplemente, un libro perfecto, no sólo por su médula vital, sino por la victoria que las modalidades expresivas consiguen sobre la crasa dicción de la ralea. Si los grandes poetas son aquellos que ejecutan el círculo vicioso de la vida, como Campoamor, cuando decía: «Las hijas de las madres que amé tanto, me besan hoy como se besa a un santo», habrá que concluir que Tablada escaló esa categoría, pues ejerce la facultad serpentina de alcanzarse a sí mismo. Entresaco de mis recuerdos un volantín de los que echa a andar cada vez que le viene en gana: «Taumaturgo grano de almizcle, en el teatro de tu aroma el pasado de amor revives». (Un día).

Ciertamente, la Poesía es un ropaje; pero, ante todo, es una sustancia. Ora celestes éteres becquerianos, ora tabacos de pecado. La quiebra del Parnaso consistió en pretender suplantar las esencias desiguales de la vida del hombre con una vestidura fementida. Para los actos trascendentales -sueño, baño o amor-, nos desnudamos. Conviene que el verso se muestre contingente, en parangón exacto de todas las curvas, de todas las fechas: olímpico y piafante a las diez, desgarbado a las once; siempre humano. Tal parece ser la pauta de la última estética libre de los absolutismos de la perfección exterior.

Dentro de semejante inspiración, Tablada experimenta nuevas rutas. Extravagancia, declaran algunos. Es posible. Por lo que a mí toca, me sostengo curioso, oliendo la pólvora sin humo del portalira y haciendo votos porque el tema de la excentricidad no ciegue a los visitantes del laboratorio ni los encolerice. Nada más amargo que tratar a empellones los asuntos del espíritu.

En prosa y en verso ha tenido el estilo espadachín, sin el cual el literato moderno se expone a ser arrollado por las turbas. En verso y en prosa, su numen significa el agua de contra-cólera para los atacados de vulgaridad atmosférica.

Las sustancias de su química pueden perder o salvar a los lectores, según la disposición de alma con que se acerquen. El practicante estulto o bajo perecerá en la belleza explosiva de un hipnotismo de lo cromático, al convencerse de Carolina Otero o de la Pestet, en Florencia.

En nuestra lírica, sus frascos son, acaso, los verdaderos endiablados, y el cerebro que ha suprimido las calaveras en las etiquetas está, de seguro, amasado en rojo, merced a una plétora de claveles.

Loor a la musa de la falda guinda.

Mañana, al caer, conforme a sus propias palabras, «como pesado tibor y al deshojarle al viento el pensamiento como una flor» (Li-Po), alzarán el grito de que hemos perdido un poeta de arte eximio, un fruto que nos envidiará la madurez de los cenáculos europeos. Mientras eso ocurre -y ojalá yo no lo contemple-, José Juan Tablada, en plenitud de lira, resiste a lo obtuso y se renueva, por innominado sortilegio, en el estanque de la diplomacia. Acumula, sin cesar, el mineral que se defiende de los óxidos de los siglos; sobre la fábula retentiva en que se basa la inmortalidad, repetirá la sentencia de Paul Fort: «Los Reyes Magos están sepultados en mi jardín».

Marzo de 1920