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Prosas dispersas (Selección)1

Ramón López Velarde

Alfonso García Morales (ed. lit.)






ArribaAbajoMundos habitados

Mirando el último eclipse de la reina de la noche, que dirían los abuelos románticos, mientras la luna recobraba con lentitud su zona iluminada, asemejándose a una dignidad eclesiástica que mitigara su faz luminosa con oscuro solideo en la cabeza astral, el espíritu dábase a gratas divagaciones estelares, no obstante lo poco que he contemplado el cielo. Me intrigaba también algo incipiente de capricho científico, no obstante mi lectura escasa, por no decir nula, de Verne. Pero ello es que el impulso interior a lo desconocido nos arrastra inevitablemente, y que de las cosas ignotas el cielo cosmográfico es lo que nos llama con voz humana, o al menos como de hombres la escuchamos, ya que de la hermosa posibilidad se habla en los libros, ya que Marte se empeña en hacérsenos sospechoso. Y bien, ¿por qué no? Aduzcan otras razones de lógica ordinaria; hablen los sabios de hipótesis admisibles en la ciencia de la naturaleza; los filósofos hablen de conveniencias ontológicas y hablen los mismos moralistas ortodoxos empeñados en extender el número de las creaciones divinas. Yo me expreso con una razón más fácil y poderosa. ¿Cuál?, diréis. Mi cansancio incurable de lo terreno, mi aburrimiento del vulgar patrón en que están calcados los hombres, mi fastidio de la fisonomía corriente de las consabidas mujeres. Es fuerza que existan otras cosas y personas distintas más allá de la eclíptica. Cuando en la médula de las generaciones venideras se albergue, como un mal corrosivo, el fastidio heredado de los padres decadentes, los multiplicados gestos de hastío sobre el planeta monótono se trocarán en alegre expresión de los rostros al dar con la gracia de invencibles fuerzas impulsoras para los globos de la gran aventura, al descubrir un recurso para llevar atmósfera por el vacío, atmósfera que una travesura meteorológica depara al pulmón hasta el desembarque en la estrella remota. La añosa poesía de los príncipes de los cuentos que se iban a buscar esposa a desconocidos países se quedará corta ante la amable realidad. Ya no sólo el príncipe, también el villano y la clase media decorarán su vida con la expedición aérea a ciudades planetarias que tendrían bastante con su novedad para subyugar al viajero.

Todos dejarán la casa en que nacieron en el secundario cuerpo celeste; todos se despedirán de la familia consternada, y vencedores de la lluvia, del aire y del vacío, tocarán el término de su éxodo audaz en la ciudad nueva como el más original de los sueños, como el alma misma de lo imprevisto; tan nuevo que por sus calles nos consideramos indignos de andar si no nos descalzamos; que su luz nos llegue; que el idioma de sus habitantes nos deje mudos, siendo así ciegos que todo lo ven y sordos que lo oyen todo; ciudad tan nueva que cada una de sus mujeres se llame Novísima; ciudad tan nueva que el beso de sus hijas haga decir a las bocas humanas que lo reciban: ¡Oh frescura, anticipo de los ósculos eternos!; ciudad tan nueva que en ella diga el cuerpo: ¡Me han dado a luz por segunda vez!; ciudad tan nueva que el alma prorrumpa: ¡Amigo y padre Platón, acompáñame en esta metempsicosis en que el amor resucita cada momento que vive! -Los inocentes enamorados que hoy se duelen de penas del querer, de la ausencia por unas míseras leguas, deben de considerar el horror de distancias que sólo sondea la pupila telescópica. Eva en Canopo, Adán en Vega de la Lira. ¿Qué decís? -Pero a la ida corresponde el regreso. Los argonautas volverán dueños de un amor insólito encontrado en la peregrinación por los astros. Vuelto el adolescente a cualquiera de las cinco partes del mundo, presentará en la casa familiar a Novísima cuya voz es un címbalo de la gloria, su carne como de niebla, sus ojos dos lucernas mágicas y su alma océano de paz siempre nueva. Y el padre terreno, la madre y los hermanos terrenos, los consanguíneos terrenos, oirán hacer al argonauta, quién sabe si astral o terrenal, el celeste panegírico de la esposa celeste.

El Regional, Guadalajara, 20 de junio de 1909




ArribaAbajoSonámbula

Pasas por la vida, serenamente, escudada en tu sueño...

Porque tu sueño es alto y te acoges a él como a la sombra de una mano protectora que desde el plácido firmamento se abriese sobre ti, con la solicitud con que los cálices de los floripondios se abren sobre las mariposas sedientas de miel.

Tu sueño, amiga, sonríe con la gracia pura con que en los lienzos de los pintores platónicos abren sus labios las doncellas idealizadas por la nobleza de un pincel que supo de amor.

Te envuelves en tu sueño como en un manto inconsútil cuyo poder de magia y de belleza obliga a los nardos, a las menudas margaritas y hasta a los profanos claveles a inclinarse ceremoniosamente cuando marchas entre ellos, con más rendido homenaje que el que tributaban al paso de Flora, los rosales del país de Arcadia.

Cuando en la noche bañada en fulgor lunar, cantan los pájaros de los corredores de tu casa en la fiesta de una sonora vigilia, vas contemplándolos de jaula en jaula, y en la unción parsimoniosa de tu sueño cruzas las manos sobre el pecho y, al acercarte a la madreselva, esparce la delicia más intensa de su perfume.

El optimismo del sueño con que sueñas enciende en tus pupilas un destello de dicha íntima, y a tus condiscípulas de la infancia que con los años se han vuelto tristes, las llamas a una saludable alegría y les anuncias un futuro halagüeño, con alboradas de diafanidad, con mediodías acariciadores y con atardeceres de poema bucólico; y si hubieses leído a Teócrito (lectura que, por cierto, no te hace falta), repetirías su hermosa sentencia a tus compañeras de la niñez: «Las Horas, que los dioses han hecho tardías, ríndense al fin a nuestros deseos, y siempre traen a los mortales algún don consolador».

Y así vas, sonámbula que camina por senderos en que florece el prodigio, atravesando la tierra con el andar indescriptible de un fantasma.

Ojos de sonámbula, entrecerrados como si mirasen un gentil paisaje interior: en vano fluirá en honor vuestro el romanticismo de los madrigales, porque sólo pertenecéis a un sueño de otras vidas. Mano fina, que evocas los dedos frágiles de las infantas: no ha de esplender en ti el oro del anillo nupcial, porque tu dueña se desposó, en una tarde de graves meditaciones, con una visión de ultratumba. Cabeza esbelta, nido de generosos y sutiles pensamientos: nunca descansarán sobre tus oscuras madejas los botones de azahar, porque en una hora de primavera escuchaste la voz de una estrella remota y te abatiste bajo la fragancia de abril. Rostro en que se refleja la luz de los inextinguibles astros: no concurrirás a los regocijos del mundo, porque sólo vives para decorar el espectáculo de un ensueño extra-humano.

¿Qué miran, alma adentro, tus pupilas dormidas? Miran la perspectiva de paraísos cuyos frutos superan los fabulosos del jardín de las Hespérides; las damas de vestidos blancos, como armiño, que desfilan en las narraciones de los cuentos legendarios; los paladines sin miedo y sin tacha de las crónicas vetustas; castillos aéreos, cisnes y palomas dramáticos, panoramas de encanto, idilios patéticos... Todo lo existente engrandecido, dignificado, purificado.

Y de esta contemplación extática en que te gozas cotidianamente, ha salido tu bondad como de un crisol. Bondadosa y tierna exhala siempre de tu boca un acento caritativo para la queja de la anciana, para el llanto del niño huérfano, para el dolor del enfermo y para el lamento de los pordioseros. Por eso van contigo, formando séquito, las gratitudes lugareñas; y cuando paseas por las márgenes del río, las lavanderas te saludan con patriarcales cumplimientos en los que suena el nombre de Dios; y cuando te asomas a las rejas de madera, escuchas las bendiciones de los menesterosos a quienes das pan; y para ti suenan los trinos de las aves errantes que hallan sustento en tus graneros, y los toques de la esquila que se compró con tu riqueza, y los acordes de la orquesta aldeana que se sostiene con la contribución de tu entusiasmo bélico.

Y vas por la vida irguiendo la frente y cruzando sobre el foco de piedad de tu pecho las blancas manos; como una sonámbula que recorre la vía florecida y aromática de un poema ideal.

La Nación, «Vidrios de colores», México, 25 de octubre de 1912




ArribaAbajoEl obsequio de Ponce

Luis Ponce era un pesimista sincero. Su filosofía no era tomada de los renglones sistemáticos con que el convencionalismo de ciertos pensadores ha recargado el tono oscuro de la vida. Había deducido su pesimismo de la contemplación directa de los espectáculos del mundo, sin juicios teóricos anticipados ni fines preconcebidos, y, amador leal de lo espontáneo, dejábase acariciar por los vientos de la prosperidad exterior, sin que juzgase quebrantada la rigidez de su doctrina, y consentía en complacerse en la onda tibia con que en el fuego interno del espíritu inunda, en ocasiones, los pensamientos, con plácido y leve misterio, sin que por ello se creyese inconsecuente con el criterio triste que, ciertamente, no tenía empeño especial en profesar. Luis Ponce era un pesimista que reía todos los días con risa franca.

Sus años eran de amor, como que andaba en la cumbre de los treinta, en la abundancia de las energías corporales, y en el cenit de la ilusión, si las ilusiones pueden calar el pecho de un soltero como Ponce, de pensamiento amargo y de tinta negra. Su amor participaba de la índole melancólica de sus ideas y se depositaba en las manos de Rosario Gil, creatura contemplativa y bondadosa sobre cuya cabeza caían ya las hojas huérfanas del otoño. Ponce encontraba en ella a la novia escogida que, por su aspecto de flor de otros mundos, invitaba a paraísos de idealidad, y que, en el cristal infantil con que sonaban sus palabras, hacía el don continuo de una brisa de paz que acallara el tumulto de las bajas pasiones. Y la amaba por su blancura pálida, que evocaba a la Renata de la novela francesa, y por el matiz de violetas difusas de sus ojeras perennes. La amaba con el sentimiento macizo del celibato que comienza a tener miedo a la chimenea sin lumbre y a los aposentos destartalados.

Pero Luis Ponce tropezaba en el programa de su dicha con un capítulo escabroso: el matrimonio. Razonador por hábito y de idiosincrasia cerebral que prevalecía sobre cualquier alboroto de la sensibilidad, él no podía, siendo pesimista, casarse, fundar un taller de sufrimiento, abrir una fuente de desgracia, instituir un vivero de infortunio, y lejos de esto, estaba resuelto a proceder con dura justicia y con lógica implacable, cegando los manantiales de vida en la parte de dominio que en ellos le correspondiese. En términos decorosos y con el estilo pintoresco y amable con que siempre hablaba a Rosario, Luis Ponce abordó la cruda cuestión:

-Tú sabes que, en la trama gris de nuestros días, el amor es el único punto de claridad que nos baña los ojos. La nobleza de tu alma y el sueño de la mía se confunden para ir sobre el barro y la miseria del mundo como una sola ala de luz. Llevo años de contemplarte como un espectro de niebla sutil que te borrases a cada momento, como figura transparente que surgieses del crisol de las meditaciones de un místico. Es oportuno que sepas que para mí no podrás ser nunca más que una novicia que regase pétalos de austera piedad en un Zodíaco de ultratumba, sobre el que cayese, con lentitud y con gracia, el deshojamiento de los rosales eternos. En esta vida angustiosa y mezquina que nos maltrata, nada podrá haber entre nosotros más que la comunión directa de corazón a corazón. ¿Acaso tú quisieras vivir la vida como todos los que se aman?

-Yo quiero lo que tú quieras -respondió Rosario Gil sin titubear.

Ante la abnegación de aquella mujer que echaba la casa de su porvenir y la fecundidad de su sangre en el tapete de las filosofías turbias del hombre que la amaba, Luis Ponce, pesimista y soñador, saboreaba golosamente una felicidad sustanciosa y, pesimista y soñador, toda la noche estuvo arrobándose en la visión de la boca que le decía mansamente, con escondido heroísmo: «Yo quiero lo que tú quieras».

La llegada del doctor Montano a la ciudad era la nota culminante de la gacetilla de aquella mañana. Como agente de la reservada que viajara sin anunciarse, Juan Montano había descendido del ferrocarril a la primera llamada de la primera misa, entre los saludos desconcertados de los ancianos madrugadores y los comentarios inquietos de las doncellas del lugar.

Ya bien entrada la mañana, un vendedor ambulante dio el notición a Luis Ponce, en la calle, y el sincero pesimista, que gozaba particularmente con las efusiones de la amistad, obedeciendo su regla de abandonarse a lo espontáneo, se regocijó con el inesperado regreso de Juan Montano, el antiguo condiscípulo de preparatorios, que antes de cumplir dos años de médico había ya recorrido las principales clínicas europeas, en gira de perfeccionamiento. Muy bien se acordaba de Montano, con su rostro sanguíneo, su estatura pequeña, su alegría estrepitosa, su hablar fácil y deshilvanado y su carencia de ideas transcendentales. Pensando en el camarada de las aulas, volvió Luis Ponce a su casa y no tenía en ella media hora cuando Juan Montano en persona, colándose por zaguán, corredores, sala y recámaras como por tierra conquistada, entró súbitamente al escritorio de su colega de la primera juventud. Hubo abrazos y saludos cordiales.

-Pero, hombre, ¿qué aparición es ésta?

-Ya me conoces, yo soy así... Mañana es mi cumpleaños y quise estar aquí desde la víspera... Desde las vacaciones de tercer año de Medicina no había vuelto al solar paterno... Y agradéceme la visita, Ponce; eres el primero que busco... Y eso que apenas me he sacudido el polvo... Ya me conoces...

-Y ¿cuánto estarás entre nosotros?

-No sé; depende del negocio que traigo...

-¿Qué negocio, Montano?

-Sencillamente, casarme... No te asustes; ya me conoces.

-¿Casarte tú, que tendrás experiencia, que te guiarás por el cerebro?

-El cerebro sólo da malos ratos... Casarse es sencillo, como todo... A mí no me espanta... Yo no me enredo en historias metafísicas que lo vuelven a uno desabrido y seriote, como te han vuelto a ti... Me he divertido algo, no mucho, y quiero reposo... Además, voy a trabajar en forma, y estando casado lo haré con mejor éxito... El cerebro sólo da malos ratos... Ya me conoces...

El doctor Montano dialogaba con voz fuerte, un tanto chillona, y al accionar movía los brazos en una igualdad simétrica. Subrayaba el estribillo de su conversación con una sonrisa de satisfecha vanidad.

-Pero ¿quién es la dama? -interrogó Luis Ponce, con benévolo aire zumbón.

-Rosario Gil... Ya veo que te sorprendes... Es natural, sabiendo que no es mi novia te confundes... Pero es que he pensado las cosas a mi modo... Ya me conoces... Mañana que es mi cumpleaños voy a proponerla que se case conmigo... Así, sin más rodeos... Nos conocemos desde chiquillos y ella es buena y hermosa... Creo que mi elección es acertada...

Luis Ponce asintió con la cabeza, desfallecido sobre el respaldo del sillón. Su primer impulso había sido de cólera contra el ladrón sonriente que lo despojaba de su tesoro más íntimo, contra el malhechor pulido y agradable que le asestaba un golpe cruel, contra el salteador de su ventura que aparecía, por fatal sorpresa, en su sendero de idilio, para separarlo de los brazos de su amada. El doctor Montano, con toda su pulcritud exterior, había venido con la llaneza de sus ideas y con su grosero sentir a volcar de un puntapié el vaso en que el adorador de Rosario Gil creía beber la escasa bondad humana.

Apagado el aliento de la ira en el organismo de Luis Ponce, se levantó inmediatamente en él, poseyéndolo de un modo entero, el egoísmo, dominante y calculador. Podía él, con la revelación brusca de su noviazgo, cortar intempestivamente los propósitos de Juan Montano, caballeroso en su vulgaridad, y que, con saber lo que ignoraba, desistiría para siempre de su peregrino proyecto. Pero un movimiento instintivo, que hasta después logró definir, lo mantuvo callado.

Quedó, por fin, bajo el imperio frío de la razón y se aquietó al extremo de poder bromear a su amigo que, despidiéndose, le decía al trasponer la puerta:

-Espero tu obsequio mañana, sin falta...

La herida había sido profunda y manaba copiosamente. Luis Ponce se sentía, en las intimidades de su ser moral, bañado en sangre. La mecánica de sus sentimientos, aunque se agitaba con furia, estaba regida por la reflexión, como por una soberana impasible. El análisis también lo torturaba, apretándole sin compasión contra las asperezas de la realidad. Viéndose acosado por la severidad de su propio criterio, llegó a apetecer que fuese exacta la opinión del doctor Montano... ¡Si, como él repetía, el cerebro sólo sirviese para dar malos ratos! Mas, al llegar a esta encrucijada de sus cavilaciones, comprendió que el desamparo lo volvía cobarde hasta querer abdicar de su entendimiento, y bajó, en un impulso de amor propio, a la sima lóbrega en que se desenvolvía su drama psicológico.

Si sólo estuviese interesada la felicidad de Juan Montano, en aquel conflicto malhadado, pasaría sobre ella como sobre una hojarasca. ¡Buen lobo carnicero era él para mirar dónde pisaba al atropellar a los vencidos! Pero ante la felicidad posible de Rosario Gil, era debido, era justo, meditar con sosiego.

Su novia se sometía a la perpetuidad del noviazgo... Así se lo había protestado con firme ternura. Para ella el matrimonio era un desenlace indiferente, al que había renunciado libre y gustosa, porque prefería, seguramente, las mieles efectivas de una devoción ya comprobada a la perspectiva de unas nupcias de conveniencia. Ningún trovador, pues, la tentaría, aunque se le presentase con el cura de un brazo y el juez del Estado Civil del otro. ¿Qué tenía, entonces, que ofrecer el atolondrado médico, que no fuese impertinente y despreciable?

Pero, al discurrir así, abandonaba pronto el rumbo tranquilizador en que se engreía su conciencia. Según Luis Ponce, la conducta de la mujer, la de Rosario misma, era exclusivamente ocasional, y de este modo ella le había sacrificado, en ocasión de cariño, sus instintos maternales; pero él, cerebral ante todo, debía elevar su análisis por encima de lo contingente y de lo casuístico para resolver que ninguna diferencia fundamental apartaba a Rosario Gil de la legión femenina que prefiere un mediano marido a un excelente novio, cuya mejor prenda es nada menos que lo crónico de su noviazgo. Al hacerse blanco de sus propias ironías, Luis Ponce desataba el efímero vínculo de las efímeras palabras con que Rosario Gil se había unido a él, renunciando al porvenir, y la entregaba, con velos color de nieve y olorosa a azahar, en los brazos de Juan Montano, para que en una espléndida mañana de epitalamio se encerrasen en el cubo sombrío y asfixiante de la torre de la fecundidad, donde Rosario, como todas, multiplicaría los ayes y las blasfemias de la estirpe de Caín.

Con una lucidez firme comprendía el atormentado solterón su resistencia, hasta entonces no explicada, a revelar su noviazgo al doctor Montano: era el respeto instintivo a un derecho sagrado, al derecho de Rosario Gil para perseguir la felicidad por el camino que mejor quisiese. Él, Luis Ponce, no podía interponerse entre su novia y su condiscípulo, para frustrar un matrimonio, defendiendo un vano coloquio sin frutos exteriores, un poema en cuya prolongación Rosario Gil envejecía, como una rosa de claustro que se marchitase en un afán ultraterreno. Ciertamente, la amada era feliz con el recreo sentimental en que se complacía como en un ejercicio superior, con el trato ideal en que cosechaba nobles emociones; pero tal vez su dicha fuera más cómoda y más grata si en lugar de permanecer absorbida por una gimnasia prácticamente estéril, consagrara sus días a la vigilancia del fuego del hogar, bajo el techo de un hombre cualquiera, buen animal, más bueno de lo que manda el positivismo.

Hasta entonces, Rosario Gil había recorrido, del brazo de su amante, senderos de edén y florestas inmortales; con su amante había compartido la embriaguez de los éxtasis; con él había suspirado, viendo dibujarse sobre la inquietud de las nubes los vuelos de las aves locas; y con él se había sentado en el borde de un astro, para sumergirse en el silencio; mas ella podía descender a la tierra enemiga prosaicamente, sin ninguna vibración de alma, sin ningún sueño que la transfigurase.

Sí, él debía dejar el campo expedito para que la dulce amiga, la creatura predilecta, saliese del retiro milagroso en que era reverenciada por una emoción perenne; él debía apartarse para que ella, pálida como Renata y leve como las vírgenes de las estampas, guiada por un hombrecillo al uso, marchase a presidir una casa en que su ternura de sentimiento y su delicadeza de ideas fracasarían al contacto de un marido grosero y obtuso; él debía desaparecer para que su novia otoñal se inmolase en las aras fértiles del himeneo, pagando su contribución de sangre, de tortura y de desencanto. Nada importaba que esa inmolación fuese, más que una obra benemérita, una obra ciega, si la amada prefería descubrir la primera cana y la primera arruga ante su espejo de matrona a descubrirlas ante su espejo de vestal. La fuga del tiempo era inapelable, y el tiempo no consentía más episodios de romanticismo pueril, más nombres grabados en el tronco de los árboles solariegos, más diálogos en las noches enlunadas, más iniciales sobre el vaho de las vidrieras en las tardes de lluvia, más cartas de vacuidad retórica.

Luis Ponce quería cumplir con su deber, aunque no por virtud, sino por justificarse a sus propios ojos. Y al afirmar su resolución, sentía que algo esencial moría, sin esperanza de resurrección, dentro de él; que en lo sucesivo, más que nunca la vida se le presentaría como un drama necio, como una agitación absurda; y que sus hábitos de desprecio irónico serían impotentes para refrigerarlo con un poco de paz. Puso fin a la actividad de su cerebro y se sentó frente a su mesa a redactar la siguiente carta para el doctor Montano: «Amigo Juan: Rosario Gil deja de ser mi novia en el momento en que escribo estas líneas, porque quiero que esté libre desde antes de que te dirijas a ella. Esta carta es el obsequio que te envío en tu cumpleaños, y que será en vano que rechaces». Después apartó el papel, soltó la pluma y escondiendo la cabeza entre los brazos, prorrumpió en sollozos, como un estudiantino de gramática.

5 de agosto de 1913, El Mundo Ilustrado, México, 12 de octubre de 1913




ArribaAbajoHoja de otoño

Leve como una virgen de las que ilustran los márgenes de los viejos misales, pasas con la gravedad de tus treinta años, dejando caer en los labios exangües ora una buena sonrisa, ora una buena palabra. Tu palidez y tu melancolía son las mismas de la Renata que suspira, llora y muere en las páginas de la novela francesa.

Amas y eres amada... Pero ¿acaso vives feliz? Seguramente no. Tu sueño es alto y fúlgido como una constelación, y para mirarlo y abismarte en él vas arrastrándote sobre rocas inclementes, pisando sobre senderos prosaicos y dejando la cauda nívea de tu traje en las espinas con que la vida diaria te maltrata. Tu sueño es alto y fúlgido como una constelación, pero vas estrechando contra tu pecho la hostia de una quimera en tanto que la realidad impía te agobia como agobió a los niños y a las doncellas mártires.

¡Pobre hoja de otoño! Todos te miran atravesar la oscuridad de la selva y la desolación de los campos, sin que ninguno experimente una efusión sentimental, sin que ninguno vaya a aligerarte el peso de los días grises y torvos de la primera cana que ha plateado tus rizos de leyenda, un poco más arriba de la frente; sólo yo busco tus huellas como una ruta de bendición y de salud.

Mi soledad persigue la tuya inútilmente. En la fría austeridad de tu casa suspiras sin que yo recoja tu suspiro; cantas sin que los ágiles trinos, que se desmayan con un hechizo de languidez, hagan dentro de mí un milagro de armonía; y rezas, con las manos cruzadas sobre el raso sombrío del reclinatorio, como dos lirios en un rincón de lobreguez, sin que yo mire cómo alzan el vuelo las plegarias.

No llores el fracaso de tu desconocida existencia; la vida es efímera, más que tú misma, pobre hoja de otoño, y Renata se extravió lamentablemente al decorar con el prestigio fundamental de su tristeza los episodios contingentes de la miseria humana. Vale más una lágrima de Penélope que todas las desgracias de Ulises y un suspiro de Julieta es excesivo para las penas de Romeo.

Seguirás rodando, hoja de otoño, y contigo rodará mi infortunio sobre las alas del mismo viento de inquietud. Vayamos sobre el río sordo de la muerte, sobre la misma ola negra, sin dolor y sin miedo, que la luz elísea de ultratumba compensa de las tinieblas del planeta, y todas las angustias que se debaten sobre el polvo ascienden, al fin, a la gloria de un Zodíaco eterno.

Hoja de otoño, abracémonos en la sombra para conseguir un poco de paz y navegar por la atmósfera sutil, hacia los astros seculares...

El Eco de San Luis, San Luis Potosí, 31 de agosto de 1913




ArribaAbajoHacia la luz...

Para una enferma

Te hablo de amor y sonríes... pero sonríes con la melancolía de la que sabe que no puede entrar con pie ágil y espíritu gozoso en la barca que se mece sobre el espejo del mar... ¡pobre Alma! Sonríes ante el fervor de mis palabras como diciéndome: No puedo, estoy enferma.

Piensas que es lamentable que yo vibre de pasión por tus pálidas manos y tu pálida frente, si tus manos están más cerca de la sombra de la tumba que del anillo nupcial, y si tu frente ha de recibir el contacto de los gusanos en vez del de la corona de azahar. Juzgas que te invito a una loca fiesta de amor para que tu corazón palpite como un péndulo precipitado, cuando una sacudida brusca de la noble entraña te mataría. Consideras que es triste que yo quiera llevarte por senderos de idilio, con flores aromáticas y pájaros cantores, cuando comienzas a avanzar con rumbo a la muerte, como si caminases por la ruta desolada a cuyo fin está el patíbulo...

¡Mas cuánto yerras, Amor! Sí, es cierto, ya lo sé... Estás enferma y en riesgo de morir. El corazón que se ha estremecido por mí, pictórico de ternura, no funciona bien. El médico uncioso que juntó su cabeza a tu pecho para oír el ritmo con que se agita la entraña enamorada, descubrió que es insuficiente para dar salida al caudal de sangre generosa. ¡Gracioso simbolismo el de tu enfermedad! Eres un vaso frágil en que ni la sangre ni el amor pueden contenerse, ¡pobrecilla urna que te rompes al dilatarse el tesoro que encierras!

Sí, estás enferma... probablemente se agravará tu mal y morirás; pero ¿acaso he creído, al soñar con tu garganta de nieve, que será eterna? Yo adoro tu cuerpo por ser la envoltura gentil de tu alma.

Si mañana tu alma se liberta, mi amor perdurará sobre el pecho y las manos y los ojos adorados que se pudran en la tiniebla húmeda del ataúd, y aguardaré la hora de mi liberación para ir contigo. Y nuestras almas, mecidas por un soplo de otros mundos, se columpiarán libando la esencia de la misma flor inmortal como dos mariposas diáfanas...

Presiento la catástrofe.

Despertarás una mañana gris, creyendo oler en tu lecho un vaho de tumba, un hálito rancio. Afuera, la llovizna caerá en el patio. Te sentirás triste y sofocada. En tus ojeras habrá la sombra de la agonía, y pensarás en mí y te sentirás cada vez más sofocada. La muerte entrará a la alcoba, haciendo sonar sus articulaciones descarnadas, con un ruido de goznes viejos. Llegándose a tu lecho, apoyará sus puños glaciales y sarmentosos sobre tu corazón, hasta asfixiarte. Darás un grito, la noble entraña se agitará por última vez como bestezuela oprimida y sobre el lecho habrá un cadáver.

Mas... ¿qué importa? Una fosa es lo mismo que una cuna. Morirnos es ir hacia la luz. Cuando el oro oscuro de tu cabellera y tus manos vírgenes y tu boca poemática y tu blanco pecho no sean más que un despojo helado, más que la desolación de una rosa difunta, bogarás por el éter luminoso, como una alma de selección.

Amada: la barca va y viene sobre el lomo inquieto del mar... Tripulemos en ella. Si la fatiga te agobia, te llevaré del brazo a la barca. ¿Ves? Ya estamos sobre el enorme espejo, que se divierte bordando espuma. Remamos, con el abismo debajo de nosotros. Nuestro amor sabe remar, como los paganos que ofrecían sacrificios a Neptuno. De súbito, el cielo se encapota, el relámpago amarillea en el horizonte, el monstruo ruge por sacudirnos de su lomo encrespado. Una ola negra se mira venir. No tiembles, Amada. La ola negra, gigantesca, se tragará la barca; nos dormiremos en el océano pavoroso, para despertar en los Campos Elíseos. En la luz...

Tristán

El Eco de San Luis, San Luis Potosí, 3 de septiembre de 1913




ArribaAbajoLa viajera

Tuve ayer un agradable encuentro: vi en la calle a una lejana amiga de la infancia con la que no hablaba desde los días en que aprendimos juntos el alfabeto, la suma y la resta, el Catecismo y los nombres de algunas estrellas que, al atardecer, buscábamos en el alto cielo, desde el jardín que olía a naranjos...

Me saludó con mano efusiva y en el mismo tono cordial con que me narraba antaño cuentos de fantástica bondad; niños perdidos en el bosque, hadas protectoras, encantamientos de princesas reales... Pero hubo un pormenor que me dolió, adentro, muy adentro. Lo confieso con humildad. Cierto que la amable viajera me hizo, como en la alborada de la niñez, la gracia de su sonrisa ideal, como sonrisa de otros mundos; cierto que no me negó la caricia de sus ojos húmedos, que esplenden con el fulgor casto de siempre; cierto que su mano se me tendió amistosa, sin retraimientos; pero, con sorpresa de mi corazón y de mis oídos, se me ha hablado de usted. Ya no quiere tutearme. No lo cree decoroso. Ella ha crecido, lleva la falda larga y su cabeza se ha vuelto grave, como de mujer... Tiene razón, al fin, pero me duele su actitud ceremoniosa, de la que me quejo sinceramente, ante Ella misma...

Tú, que eres un vaso de bondad, has sido mala conmigo. Al cambiar la fórmula de nuestro antiguo trato me aproximas a los extraños que ni estudiaron contigo, en la misma banca de la misma escuela, ni corrieron contigo bajo la fronda de los árboles solariegos, ni oyeron sonar tu risa candida. Tentado me he visto a acudir a los olvidados madrigales para lamentar las exigencias de la edad. Tu padre, el médico achacoso y enjuto de nuestro pueblo, no te habría reñido si me hubieses saludado con el monosílabo familiar del tiempo ido, en que jugábamos fraternalmente. Ahora, quizá contra tu voluntad, me alejas un poco de ti al sonar en tus labios el árido, usted. Un alejamiento más... Así van las horas, en su fuga que arrastra los meses y los años, haciendo el vacío, en torno nuestro, secando las nobles emociones, volviendo adustas las palabras cordiales.

Mas, poniendo fin a esta querella, voy a decirte que era mejor que no viajases, que te quedaras sin ver las lamentables ciudades en que se enlazan el mal y la tristeza, que no salieras, rosa fragante y casta, del rincón provinciano en que germinan tus siete virtudes con un prestigio de santidad y con un decoro poético.

Bien estás en la soledad, alma silenciosa que escuchas atentamente las voces de tu paraíso interior. Bien estás en la paz, alma quieta que desconoces el impulso de las bajas pasiones. Me da pena mirarte, virgen diáfana, llevando tu veste (que es pura como el más puro de tus trajes de niña) sobre el barro de las metrópolis. Si no se ofendiesen tus oídos, te diría que el lodo que miras en el arroyo no es el más sucio que mancha la ciudad. Los jovenzuelos relamidos y de pulcro exterior que van y vienen son indignos de mirarte, lirio de salud. Aquí, en medio de las exhibiciones lujosas con que se entretiene tu ingenuidad, hay feas llagas. Se quedó muy lejos tu provincia inundada de sol, con sus vejeces austeras, con sus juventudes vigorosas, con sus pájaros joviales y con la armonía de sus locas esquilas.

Una vez escribí para una paisana tuya esta décima:


Por las tapias, la verdura
del jazmín cuelga a la calle
y respira todo el valle
melancólica ternura.
Aromarán la frescura
de tus carrillos sedeños
los jardines lugareños,
y en las azules mañanas
llegarán a tus ventanas,
en enjambre, los ensueños.



Esta región arcádica te reclama. Eres su hija predilecta y no se resigna a tu ausencia. Vuélvete al terruño. Las violetas, hermanas tuyas, se asomarán entre las hojas menudas y rastreras para verte llegar...

En ti permanece la niña a pesar de tu opima juventud.

Veinte veces ha volcado la primavera su cesto florido a tus plantas y sigues siendo la chiquilla que no piensa en los dones de mayo sino para cubrir el altar parroquial; veinte veces se ha deshojado el otoño sobre tu cabeza y ni un soplo de desilusión ha agitado los rizos castaños de tu frente, y así el milagro de tu existencia consiste en conservar el espíritu recién nacido, ajeno a las acechanzas del mal y a las inclemencias del dolor.

Tristán

El Eco de San Luis, San Luis Potosí, 6 de octubre de 1913




ArribaAbajoLas horas

El tiempo no puede ser contigo cruel. Pensando en ti, se comprende la benignidad y la gracia con que concibió el tiempo quien lo personificó en un coro de doncellas, blancas y leves, que danzan con ritmo ideal. Así es como las Horas, girando en torno tuyo, deshojaron sobre tu cuna, con sus dedos rosados, las mágicas flores con que las Hadas madrinas regalan a las princesas recién nacidas. Así es como las Horas, siempre benévolas, recogieron tu pelo de oro oscuro sobre la nuca de nieve, en el amanecer de tu adolescencia. Así es como las Horas, en el apogeo de la juventud, te dieron esperanzas e inundaron de luz tus pupilas. Así es como las Horas, hoy que tus treinta años marchan melancólicamente pisando las hojas secas, te otorgan el prestigio de una declinación milagrosa. Porque tú declinas sugestivamente, como un lirio que se doblega al sonar el Ángelus. Como la luna que se baña en el río. Como un lamento de niña que se muere...

No podemos quejarnos del tiempo, amiga otoñal. Él nos ha concedido cuanto ha podido concedernos. Muchas veces las campanadas del reloj familiar (que trabajosamente desenreda su cuerda en la sala de tu casa) han solemnizado momentos de dicha. ¿A qué evocar las glorias difuntas, si aún la sangre nos golpea las sienes y si todavía nuestros corazones no se cansan de soñar? Dejemos en la pacífica lobreguez de las cosas pretéritas el minuto en que la fantasía ardorosa murmuraba a mi oído: «¡Tú la quieres!», y en que pensabas: «¿Yo puedo amarlo?», y en que el reloj se burlaba: tic, tac; tic, tac... No saquemos de su fosa el instante en que mi confesión de amor cayó a tus plantas con mansedumbre, como una flecha que se rompe antes de herir, y en que tú sonreías y en que el reloj, burlándose, alternaba en nuestro diálogo: tic, tac; tic, tac... No exhumemos la fecha en que con palabras entusiastas y ánimo pueril edificábamos la torre de nuestra quimera, mientras el reloj, oyéndonos hablar de un futuro de miel y perfume, insistía en burlarse: tic, tac; tic, tac... No vivamos del pasado si todavía podemos juntar nuestras bocas al borde de la copa de la felicidad. Aún somos capaces de vivir de néctar, como las mariposas que France pone por modelos a la humanidad mercantilista y enferma.

Sí, soñemos y embriaguémonos con un licor inmortal. Propicia es la noche: riega la luna su plata difusa, sobre jardines encantados y casas que duermen; las estrellas se envuelven en una nubecilla transparente, como perlas en un velo fantástico; hay senderos en que el aroma que dejan caer los cálices invertidos de los floripondios merece ser aspirado por Julieta; los naranjos nupciales, constelados de azahar, son discretos y pueden oír, sin que su fronda se ría, las más desmayadas quejas de amor, los panegíricos fervientes, los juramentos hiperbólicos; las brisas nocturnas soplan como en un poema; un ruiseñor preludia, a lo lejos, una canción... Señorita, ¿quiere usted ir de mi brazo, para decirla unas cuantas locuras en voz baja?

La noche de noviazgo ha tenido la culpa de mi digresión. Vuelvo a discurrir sobre el tiempo para hacerte, dulce amiga, una confidencia: óyeme, que la confidencia se refiere a ti. Quiero decirte que aunque las Horas, hasta hoy, han sido contigo buenas con bondad de hermanas, temo que pronto, cuando tras tu primera cana vengan otras, y otras, el tiempo se te torne enemigo y pretenda el fracaso de tu belleza. Si la grave madurez de tu otoño pierde el hechizo de su melancolía de lirio, de luna y de lamento de niña, y quedas convertida en una flor mustia, quizá dudes de mi devoción perenne. Pero no te aflijas, Alma. Si las excelencias del cuerpo se van, llorémoslas, sí, pero con resignación veamos su fuga al foso negro que engulle la carne marchita. Nos queda lo mejor. Lo incorruptible. Lo eterno. No me abandonará la fragancia de tu espíritu diáfano, que bulle gentilmente, contenido en la arcilla deleznable. Lleguemos a viejos con la misma riqueza de emociones del día en que nacimos al amor.

Anticipémonos a contemplar cómo se desarrolla el último capítulo de nuestras vidas paralelas. No te dé miedo.

La tarde es húmeda. Por la ventana abierta, miramos cómo la ventisca de diciembre dificulta el vuelo de los pájaros montaraces, a lo largo de la llanura, y agobia los arbustos, y hace sonar las esquilas del campanario, que tiene un capuchón de nieve. Un mugido nos llega de la montaña, con la aguda expresión del dolor de las bestias. Un pastor que tiembla, mal vestido, guía unos corderos que balan de frío. Invaden el firmamento nubes de plomo, en las que el relámpago serpea. El reloj ha interrumpido su tic tac. Nuestras voces son huecas. Alguien nos llama. Las Horas, antes alegres y con velos blancos, se nos aparecen cubiertas de negro. Nos arrastran con sus manos huesosas y nos embarcamos en el río sordo y lúgubre.

Tristán

El Eco de San Luis, San Luis Potosí, 13 de octubre de 1913




ArribaAbajoEn soledad

Iba enlutada y sola, por la banqueta de las casas consistoriales, y el grito del centinela resonaba en la noche con eco lúgubre, y los faroles antiguos iluminaban la cabeza de la amable provinciana... Es un gran recuerdo. Regresaba yo al terruño, a la ciudad pintoresca cuyos muros abrigan a la mujer alta y pálida que el corazón prefiere. Ya anochecido, salí de la casa de los abuelos a vagar por el jardín que perfuman los naranjos y en el que los rosales se cuajan en un florecer desbordante, como si se cubriesen con amplios linos extendidos sobre la tiniebla del follaje. Frente al jardín está la cárcel con su centinela y sus faroles. Y aspirando yo los azahares nupciales y deleitándome con un piano que sonaba no sé en dónde, la vi venir con su luto poema y su frente blanca y su estatura eminente, bajo la luz mortecina de los faroles. Las campanadas del reloj eclesiástico caían sobre las piedras de la calle desierta, por la que iba la amada provinciana sin un chiquillo de la mano, sin una amiga del brazo, sola como un fantasma. ¡Alerta!, gritó el centinela, con voz rutinaria, y alerta estaba el viejo amor, extendiéndose, extendiéndose sobre la banqueta de las casas consistoriales, como una alfombra romántica, para que Ella pasase enlutada y sola... ¡Oh recuerdo, embriágame!

La soledad en que vives tiene un prestigio singular. Estás sola en tu casa como en mi mismo corazón. Eres única siempre; única fuera de mí, única dentro de mí. Bien sé que cuando la visito, tu sola alma es la que trasciende como una esencia sutil en el corredor en que los canarios alborotan, en la sala, en la alcoba, en el patio con los árboles...

En los momentos en que piensas en mí, la soledad será propicia a la emoción, y mi imagen avasallará todo tu ser, como se avasalla la conciencia cándida de una niña; y tus suspiros serán plenamente míos y tu vibración sentimental íntegra será para mí.

Sin el auxilio de la soledad yo no podría absorberte. Porque si contigo crecieran hermanas, el coro de sus risas te distraería de la meditación. Tal vez entonces no te arrancase lágrimas contemplar al pilluelo que en una tarde de lluvia toca la vidriera pidiendo limosna. Quizá entonces no te invadirían sombras de tristeza ante los pequeños infortunios: una planta que se seca, un canario que amanece muerto, una paloma que vuelve con un ala herida...

La soledad es gemela del silencio y también el silencio te educa, porque el encerrarte dentro de él como en una esfera de oro, se afina tu espíritu.

Envuelta en el silencio comprendes el sentido oculto del temblor de las frondas y de las cintilaciones de las estrellas, y abismada en la soledad descubres el afán hondo con que se desborda la sangre en la entraña noble que palpita por mí.

Meritoria vida es la tuya, flor de provincia.

Despiertas con el alba, y vas por la calle cuando la algarabía de los nidos alterna con los acentos ladinos de las esquilas (y los pájaros mozos te saludan, y las rosas te dan su incienso fragante de la mañana); pules las macetas, cuidas a los pájaros y haces labor en la rueca sin que Fausto te importune. Rezas como una novicia experta en la contemplación, y trabajas como una doncella diligente. Extática y laboriosa, me consagras el tesoro de tus sueños. Eres gallarda, activa y amable como una torcaz.

Vuelo a mi recuerdo... Por la banqueta de las casas consistoriales, bajo la luz mortecina de los faroles, mientras perfumaba el azahar, ibas enlutada y sola...

Tristán

El Eco de San Luis, San Luis Potosí, 27 de octubre de 1913




ArribaAbajoDon de febrero

Soy deudor a febrero de un singular espectáculo: el de una alma femenina que, frente a mi isla de meditación, sufre los embates de locos vientos, sobre el mar, sobre las selvas, muy arriba...

Y tal espectáculo me reconcilia con el pobre febrero, mes equívoco que se disputan la persistencia de la nieve y el asomar de las rosas. Febrero me es grato por la primera vez.

Esta mujer, cuya alma se sacude en un torbellino superior, escribe con una despreocupación familiar que desdeña las retóricas y con una alteza de visionaria. Sus manuscritos revelan, desde la primera línea, un anhelo despótico de cosas perennes y una fiera intensidad. Escribe, con mayúsculas absolutistas, Verdad y Vida. Se va de la tierra en fugas de éxtasis y, suspendida en el azul cenit, las tardes se fatigan mirándola vibrar en apetitos sobrehumanos, angustiarse por el sumo saber y torturarse con una tortura cósmica. Yo la tendría por una infanta medioeval si no hiciesen contraste con su severidad aristotélica una inquietud contemporánea y un panteísmo prolijo.

No sé por qué amable fatalismo me ha concedido febrero el don de distinguir, desde mi isla de rumores iniciales, sobrias fuentes y arboleda parca, el alma que, como un punto de plata náufrago en la inmensidad vespertina, es llevada y traída por vientos contrarios, y que paga así su afán mitológico de enclavarse en el Zodíaco, igualando la soberanía del León o la radiosa compostura de la Virgen. No sé cómo la niebla de mi meditación, eficaz para arropar la colina, el agua y la arboleda insulares, no lo ha sido para impedirme ver el alma femenina que, sobre el océano, se desgarra queriendo hallar la síntesis del pensamiento y la cifra de la pasión, para sustentarlas, sobre su mano morena y pálida, como joyas gemelas.

Sólo sé que estas horas de febrero en que los dioses, indulgentes o irónicos, me otorgan mirar cómo sangra un espíritu en las alturas, son horas que se irisan con un matiz sentimental, con el rosado matiz que la gota de sangre de un ideal martirio, al ir cayendo, diluyese en la atmósfera. Y en esta atmósfera me recojo, como dentro de una vasta piedra preciosa, a gustar, con la emoción de los primeros simbolistas, el acto escénico de la doncella del cenit.

Si no temiera que alguna gaviota me comentase con un grito cómico, yo diría a la doncella del cenit, entre galante y doctoral: «Frente alucinada, pupila fantasmagórica, rostro desteñido en tenaces desvelos, corazón pávido: la sabiduría no es para nosotros un hallazgo, sino una fatalidad; lo eterno, sin que lo persigas, vendrá sobre ti. Saborea con quietud la uva de cada momento, sin cuidarte de las viñas bíblicas ni de los racimos ontológicos. Abandona la eminencia vertiginosa en que sangras y gimes, y si quieres seguir copiándote en un espejo de agua, desciende a sentarte en el brocal de un pozo de provincia. Estos pozos provincianos han reproducido, en su fondo de paz y de refrigerio, el peinado de tirabuzones de nuestras abuelas, los ojos curiosos de los rapaces, los cuellos de los corceles favoritos sueltos en el patio, el cántaro con su cuerda, la maceta con sus tallos curvos y sus flores invertidas... Generaciones y generaciones de mujeres sencillas han mantenido su equilibrio interior escuchando el consuelo de cristal y la promesa fluida que suben de un pozo».

Pero mi voz ni siquiera llegará a Ella, y desde mi isla meditativa, la miraría perderse en un huracán de metafísica, sobre la selva erizada y el ponto bravío.

28 de febrero de 1915




ArribaAbajoClara Nevares

Ocho de diciembre... Día como un listón blanco y azul en la vida de Clara Nevares... Misa de Inmaculada... Templos fríos...

Tales fueron mis primeros pensamientos al despertar en la fecha apuntada. Hay una Clara Nevares en todas las cabeceras importantes de todas las regiones. Decid Tepatitlán, Fresnillo, Matehuala o Coatepec. Lo mismo da. La Clara de mi crónica, amada hace lustros por mi niñez lírica y boba, va hoy viviendo los años de abdicación en que las mujeres nada esperan ni nada quieren del hombre, y en que, para conservarse bellas, necesitan ser adoradas, según descubrimiento de no sé qué parisiense, de estos que escriben para la perdición de las almas.

La fatalidad nos separó, es cierto; pero yo he pensado en Ella diciendo en un monólogo interior, sobre el lecho de mi pereza:

«Día ocho de diciembre... Ella habrá madrugado, lavándose, con agilidad de paloma, brazos, cuello y rostro. Vestida de negro, habrá dirigídose a la parroquia, pasando por la panadería, por la panadería fecunda, con su buen olor goloso; habrá atravesado la Plaza de Armas, todavía en sombras; habrá cortado el portal, habrá seguido por la calle en que se ve una placa de mármol, conmemorativa de la estancia en el pueblo de un personaje sospechoso, allá por 1859 o 1863; habrá mirado al sereno sobre una escalera, en la mitad del arroyo, apagando la mecha de un farol; y habrá entrado en la parroquia. En las naves, irrumpirá la iniciativa gozosa de una orquesta y se oirán canarios que exhiben en su plumaje desde un verde tierno de lechuga hasta el amarillo intenso de las onzas que se acaban de troquelar. Ella ha estado hincada cerca del púlpito, y después del ofertorio ha recordado que lejos, demasiado lejos, hay una tristeza que la quiere, y se ha dicho: "Ofreceré la comunión por él". ¡Oh, cielos, mi vida tiene una clave y un fin, pues hay un pecho limpio que comulga por mí! Se ha persignado para salir de la parroquia. Ha emprendido la vuelta a su casa. Ya adentro de su zaguán se quita el manto. Va al comedor. Quizá está sola, sola con su vaso de leche, coronado con una pulcritud de espuma. Quizá reflexiona que en la silla inmediata a la suya he asistido no pocas veces a sus desayunos elementales. Quizá canta, bajo, bajito. No sé, a punto fijo, por qué siento la necesidad de levantar los brazos al cielo, como una lira, imitando a Francis Jammes en la agonía de sus alejandrinos invernales».

Mi vida es una sorda batalla entre el criterio pesimista y las unidades del ejército femenino. Una batalla sorda y sin tregua entre las conclusiones de esterilidad y la gracia de Eva. De una parte la tesis severa. De otra, las cabelleras vertiginosas, dignas de que en ellas nos ahorcásemos cuando la intensidad de la vida coincida con la intensidad de la muerte; las bocas que fingen fragilidad y que son feroces; los flancos que prestan su línea a la cúpula de las catedrales y al cristal en que bebemos, los pechos que avanzan y retroceden, retroceden y avanzan, como las olas inexorables de una playa metódica; las rodillas que se estrechan como en una premeditación estratégica; los pies que se cruzan y que son crueles, como lo sería, ante los ojos del nauta, con urgencia de desembarcar, el cabo trigueño o rosado de un continente prohibido. ¿Quién será mi vencedora en esa lid en que me place ser tocado por hierros encendidos? ¿Lo será una mundana? ¿Lo será una regional, de las que tan bien esconden las armas del sexo, sumergiéndolas en un prestigio honesto? Quizá no muy tarde, en un cansancio de lo hueco y de lo complicado, acuda sencillamente a Clara; el reloj de muestra negra y manecillas doradas, que en la fachada de la parroquia ha soportado lluvias, huracanes y el estrago de la guerra, marcará una vez más el triunfo de la sangre siempre segura, sobre las ideas, siempre vacilantes.

Al llegar aquí, me acuerdo de Paco Izaguirre. Paco Izaguirre se llama un confeccionador de versos, paisano mío, que ha dedicado su existencia a cortejar a Clara. Esto me liga a él con una maciza simpatía. ¿Quién tiene mejores títulos para nuestra simpatía que el que ama a la misma mujer que nosotros? Y luego, si la rivalidad es meramente teórica... Por mi parte, os confieso que a no mediar los sonetos dulzones de Paco y sus prosas rimadas explosivas, entraríamos en intimidad. Si rehuyo su trato, es sólo por ponerme a salvo de la recitación de su oda a Pípila o de su monólogo «El veterano y la niña», dicho con éxito memorable en el curato, en una distribución de premios.

¡Pequeñez humana! Caigo en la cuenta de que este tono zumbón que voy gastando contra Paco me lo dicta la envidia. Porque él hará desapacibles madrigales y feas prosas, pero (¡y el pero es de cuantía!) él es feliz. Ha realizado el prodigio de no dejar de ver a Clara, ni un día.

Él la perseguirá por la Alameda; irá a su zaga por la banqueta de las casas consistoriales, entre la segunda y la última llamada del rosario; pasará por sus rejas cuando Ella limpia los floreros que en la mesa de tortuga asedian al quinqué, mientras el sol espejea en el tejuelo que, en la esquina, sustenta el nombre de la calle. Tal vez en este mismo instante, en que malbarato el despertar del ocho de diciembre, revolviéndome en el lecho, Paco Izaguirre, en una de las puertas de la panadería, baraja en el caletre ripios y ripios acechando el paso de Clara. Y la saludará, y Ella le devolverá el saludo en un giro imperceptible de cabeza y abatiendo la frente en una inclinación de medio grado. Como en el tránsito señoril de una quimera...

El Nacional Bisemanal, México, 22 de diciembre de 1915




ArribaAbajoDe mis días de cachorro

Hoy quiero recordar a Elisa Villamil y a Isabel Suárez y quiero también referir cómo, hace unas pocas tardes, pretendí locamente, en presencia de una amiga, resucitar locuras de infancia y recomponer el collar deshecho de las perlas románticas.

Elisa Villamil, hija del enjuto médico de mi pueblo -un anciano que gastaba tacones altos, en un futurismo inconsciente, y que me regañaba cuando me examinaba la garganta-, fue, quizá, mi primera adivinación de la mujer. Elisa, frente a las personas mayores, tomaba un aire desconfiado, y sus anchas pupilas, medrosas, irradiaban en la tez pálida como promesas mal explicadas. No he de olvidar los visos de charol en sus botas de niña principal, ni menos su sombrilla liliputiense, ni menos aún su sombrero de paja, en que competían el rojo de unas cuantas cerezas y el azul de un listón de terciopelo. La llevaban a visita a mi casa, y después con una política lejana de Richelieu conseguíamos permiso de ir a jugar enfrente, a la plaza, y corríamos por sus sonoras banquetas en una expansión que no sospechaba los minutos grises. De pronto, nos deteníamos en nuestra fuga, para embobarnos en el examen de un colega que llegaba en velocípedo, o de una naranja de tres días de edad, o de la esfera roja que remataba el chacó de los soldados de la cárcel. En esta esfera roja presentíamos, con turbación, el alarde jacobino de los federales. (¿Me reclamará alguien el ex?)

Cuando el habitual sereno comenzaba, sobre el compás de su escalera, a encender los faroles que colgaban de alambres tendidos de acera a acera, me robaban a Elisa. Yo sentía que me la robaban, y a la mañana del día siguiente me pasaba las horas muertas rodándome sobre la alfombra de la sala, con la propiedad de las rodadillas del sofá; y en recreo tan poco gallardo, dibujaba mentalmente, entre los rosales fronteros, el sombrero de paja que el doctor Villamil había comprado para su heredera.

De Isabel Suárez ¿qué os contaré? Ella me encontró más experto que Elisa.

La niña Suárez estaba huérfana reciente en aquel entonces. Iba a la escuela «toda de negro, hasta los pies, vestida». La escuela era la escuela «de las Cervantes». A las doce del día y a las cinco de la tarde, yo acechaba puntualmente la salida de Isabel, a la hiperbólica distancia de doscientos metros. Tal vez decís que mi timidez era de violeta...

Nunca salvé los doscientos metros. Ni uno de ellos. Isabel se casó con un caballero plano y opaco. Sé que no constituye para ella una dificultad, precisamente, entenderse con él.

Por aquellos años crecía yo como un cachorrillo sentimental, ingenuo y entusiasta.

Y he aquí que he querido volver a mi época de cachorro, hoy que mi inercia y mi cálculo se valen de los lamentables expedientes del león del Atlas, inmortalizado por Gautier. Fue el caso de una de las últimas tardes, como os anuncié al principio de esta crónica. Mi amiga (que no describiré en favor de la paz de los matrimonios) estaba sentada conmigo en una banca de la Alameda. El hemiciclo de Juárez nos protegía un flanco. Mi actitud debía ser, evidentemente, de cachorro, porque un fotógrafo, sin domicilio conocido (y que no ha de cultivar relaciones con Lange, ni con Napoleón, ni con don Luis G. Guzmán), nos ofreció su lente, cómplice de los idilios.

Anhelo que la señorita a quien dirigí palabras trascendentes en esa entrevista conserve de ella un recuerdo meramente cómico. Tuve la debilidad de querer convertir lo efímero en permanente. Me indujeron a ello el desmayo de la luz, los ramajes indecisos entre la primavera y el invierno, y la haz de la luna, de la luna confidente que quiso ser testigo de mi flaqueza. Exhorto a usted, señorita, para que, si vuelve a mirarme animoso y explícito, me traiga a la memoria que mi táctica ya no puede ser otra que la del león del Atlas, que se amortaja en el polvo calizo para traicionar al caminante con las quejas de una hipócrita desgracia. Y que los manes de Isabel Suárez y Elisa Villamil no se ofendan contra mí por haber dicho sobre sus lápidas, fuera de tiempo, niñerías insensatas.

El Nacional Bisemanal, México, 22 de enero de 1916




ArribaAbajoLa provincia mental

Poco ha, me dictó este título Eduardo Colín; por lo tanto, confieso honradamente que no es mío. Hablábamos de la pintoresca ingenuidad de los pensadores de los pueblos, que para exhibir tendencias progresistas o conservadoras, se ponen la ropa usada de un publicismo bajo tierra.

En el lugarejo a que hoy me referiré, los polos mentales no eran el Jefe Político y el Cura. Acabado de salir de las aulas, fui a aquella cabecera a ejercer una salomónica justicia de primera instancia, y desde luego descubrí que los polos mentales eran don Marcos F. Galván, comerciante en ropa, y don Simón Puente, Administrador del Timbre. Uno y otro trataron, desde el mismo día que llegué al pueblo, de ganarme a su partido, porque ganarme a mí equivalía a ganar al Juzgado. Don Marcos era Rousseau vendiendo franelas y muselinas, y don Simón era Sardá y Salvany cobrando impuestos. El señor Puente abrevaba con delicia en El liberalismo es pecado; el señor Galván hallaba su paraíso en los folletos del doctor don Agustín Rivera y en Amores y orgías de los Papas. El Administrador del Timbre estaba suscrito a El Tiempo; el comerciante a La Patria. Pronto perdieron los dos la esperanza de incorporarme a sus filas.

El Cura, tolerante y socarrón como el Jefe Político, me invitaba todas las noches a mirar las estrellas con un mal telescopio de su propiedad. Y mirábamos las estrellas desde el empedrado de la calle real, frente a la tienda de don Asunción Jayme; el Cura en sotana y sin capa, en una cínica violación de las Leyes de Reforma; yo sin sombrero y faltando vergonzosamente a mi protesta de cumplir y hacer cumplir los códigos fundamentales. Se prolongaban tales horas de pretensión astronómica, y don Marcos F. Galván y sus parciales se daban a gestas en presencia de aquel Concordato a la mitad del arroyo. Se me tuvo por adicto al retroceso.

Yo, en realidad, era adicto a María Jayme (que poseía una cabellera tenebrosa, como para ahorcarse en ella); a Teresa Toranzo (cuyos ojos, como esmeraldas expansionistas, cintilaban, para mi ruina, entre los renglones de los autos de formal prisión); a Josefina Gordoa (que se me aparecía en las demandas ejecutivas mercantiles) y a Lupe Nájera (carilla anémica, voz de pésame y de canción gemebunda, y uno de los más graves riesgos de mi celibato).

Don Simón Puente y los suyos me pusieron en entredicho a poco andar. Habían celebrado que mi juiciosa juventud no perdiese la misa de los domingos y que cultivase el trato del señor Cura y que hubiera aceptado examinar, a fin de curso, a las niñas de la escuela parroquial. Pero toda mi pía fama se derrumbó. Dieron al traste con ella dos números de mi programa cotidiano: el empinar el codo, a la una de la tarde, en La Favorita, en compañía del Jefe Político, del coronel Medina y del dueño de la tienda, tres bebedores célebres, y el acudir a las nueve de la noche, a la cantina y a los billares de don Miguel Mendoza, masonete impulsivo y boquiflojo. Mi misa dominical se tomó por irreverente cita con mis amigas; mi inteligencia con el Párroco quedó en punible despreocupación; mi activo papel en los exámenes de la escuela parroquial fue explicado por la oportunidad de hablar con Lupe Nájera...

Todo se renueva en estas cabeceras de Guanajuato, de San Luis, de Zacatecas... Renuévase el árbol, y la belleza de la mujer, y el agua. Todo, sí, menos el pensamiento, que se momifica en una tradición feudal o se cristaliza en la ñoñez jacobina. Yo no lo deploro: antes me alegro de que los iracundos y pueriles sectarios lleven trazas de poder ofrecernos siempre un sabroso sainete de ideas. Me alegro, porque es saludable asistir a los escenarios en que disputan el candor y la petulancia.

Entrada la noche, la luz de la panadería y de la botica cortará sobre la calle los cuadrilongos de las puertas. Si hay luna, el ahorro municipal apagará sus faroles. En una trastienda se leerán las crónicas del Congreso Constituyente, en medio de una atención pasmada y de un silencio formal. En el púlpito de la parroquia, un clérigo, de los que sitiaron a Alejandría en las cruzadas, se aventurará a afirmar que la escasez de lluvias es un castigo de lo alto por la maldad de los incrédulos y de los protestantes. (Alusión al vendedor de fideos y tallarines, que tapiza sus muros con carteles en que hay versículos del Génesis). A través de muchas ventanas, cerradas con un ajuste preciso, se oirá el sordo caer de los padrenuestros y las avemarías. Nos sentiremos en un palenque vetusto, bajo el que hierven creencias irreconciliables, próximas a estallar.

El Nacional Bisemanal, México, 29 de enero de 1916




ArribaAbajoLa sala

Jamás hubo ni habrá para mí una sala como aquella sala. Palenque de la fantasía y escenario de la meditación, ella guarda el eco de los pasos de mi abuela, el fulgor de los cirios que velaron a más de tres cadáveres, tendidos en su centro, y la conversación, ceremoniosa y afable, de las tiesas damas que acudían a su estrado. ¡Pobre sala, hoy destartalada, polvosa y castigada por la guerra!

Sus dos ventanas, corridas hasta la banqueta, dan a la plaza y miran al sur; su puerta de entrada coincide con un ángulo de los corredores, con el ángulo del patio en que se levanta el naranjo; y la otra puerta comunica con la más espaciosa de las recámaras. Y las dos ventanas y las dos puertas se comen el espesor de los muros, abriendo en ellos concavidades excesivas, como de grandes conchas.

El cielo raso, desprendido de una esquina, está pintado con un germen de azul. Lleva, diríamos, un azul sospecha. Este cielo raso fue uno de mis primeros auxiliares (no quiero escribir cómplices) en el hábito de destilar la imaginación. ¿Cómo? Fácilmente. Sobre el cielo raso han dibujado las goteras figuras inverosímiles: una mujer (soltera, probablemente), cuyo talle se estrecha como lápiz o aguja; una mariposa con piernas de caballo; un militar con espalda reducida a su menor expresión y con botas cuyos tacones se prolongaban metro y medio. Yo, que no traducía aún la Epístola a los Pisones, saboreaba el perfil negruzco de tales caricaturas. Poco, en verdad, se necesita para provocar al poeta en el niño: que llueva copiosamente una noche; que se hagan dos, tres, cuatro goteras; que haya cielo raso para que las goteras dibujen; y que un muchacho boca arriba, desde el sofá o desde la alfombra, mire los dibujos... ¿Habrá un silencio más interesante y una soledad más intensa que el silencio y la soledad en que nace el primer pensamiento propio? Al llegar aquí me acuerdo de Machado:


¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!



También en mi sala hubo moscas. Moscas de alas tercas que zumbaban como los bordones de poetisas sin variedad. ¿Será preferible la palabra de una mosca a la de una poetisa?

He de mencionar la mesa de centro, con su cubierta carmesí, sus búcaros, su quinqué y sus esferas multicolores; la bondadosa pintura de la Virgen del Refugio; los espejos que copiaron antaño la crinolina y la encumbrada peineta de carey; los deslucidos tapetes en que se posaron las onerosas botas marciales y la menuda gracia de los chapines... ¿Quién dio cuerda, por última vez, al reloj de pared que marca, hace mucho, la misma hora, como si nos quisiera recordar los novísimos o postrimerías del hombre? Quizá aquella enérgica señora que en una noche de bandidaje, antes que entregar sus ahorros a la plebe, arrojó al pozo sus talegas. Y ¿quién rezaba en este volumen colonial de la Vida cristiana? Tal vez aquel iracundo don Juan Llamas, jinete sin rival, que quebrantó en más de una ocasión el quinto mandamiento. El reloj, desde la pared, quiere despertar a la Vida cristiana; pero el secular volumen no se deja interrumpir por un reloj descompuesto, y duerme definitivamente en su fe virreinal.

Vieja sala, escenario de la meditación y palenque de la fantasía: que el estrago de la guerra horade tus muros y tuerza tus rejas; pero que respete la fragilidad de tus vidrieras, de tus vidrieras que deformaban gentilmente la visión de la plaza, engrandeciendo sus árboles y empequeñeciendo su kiosco. De tus vidrieras que, mientras la serenata se desliza entre valses y marchas, se reflejan en tu oscuridad fielmente, como si se confesaran y acusaran las burbujas de su imperfección. Yo conozco, una por una, las burbujas de cada vidrio y sé cómo se proyectan, cuando estás en tinieblas, vieja sala, y la luz de la serenata va hasta ti. Que queden en pie las vidrieras a través de las cuales miré la lluvia pasajera y amiga, en un abril único, y que una tarde me sea dado, frente a la lluvia permanente y final, trazar en el vaho de las mismas vidrieras una A y una H como entonces...

El Nacional Bisemanal, México, 12 de febrero de 1916




ArribaAbajoEl comedor

Tiempos de abundancia... Muy diversos de estos calamitosos en que, según mi querido Pepe (quiero decir Jesús B. González), se necesita frente al pan un microscopio, para saber qué minúscula pieza se come uno... Y cito a ese cristiano amigo, porque la calidad de su ingenio supera a la de su chaleco futurista y a la de su calzado fabuloso.

Copiosos, en verdad, eran aquellos tiempos en que se abastecía el comedor con la cosecha varia de la provincia. Hablo del comedor solariego, del que no tenía más puerta que la de la entrada, y se oscurecía con las nubes más informales de mayo, y tenía una mesa pintada de verde y un aparato que colgaba de un ancho cordel, verdadera dinastía de moscas en lo álgido del verano.

Pintorescos, a más no poder, los muros del comedor. De lo que había sobre ellos no se hizo inventario. Recordaré el anuncio de una medicina yanqui, anuncio cuya figura principal era un personaje de aspecto carneril, con la corbata blanca bien liada sobre el cogote, y con unas letras que decían: «Monroe». Y el otro anuncio, el de los arados modernos cuyo almacén estaba en Guadalajara. Y todavía otro anuncio, el de la fábrica de cigarros de la localidad: una dama y un pilludo; ambos de pie y destocados; ella envuelta en pieles de armiño y él a medio vestir y descalzo; los dos fumando, frente a frente, como si se desafiaran. Sería ingratitud no mencionar también el clavijero negro y los clavos que servían para sustentar, por la noche, las jaulas de los canarios y de las palomas habaneras.

¿Cómo dejar en el tintero la alacena que se hallaba al entrar, a mano izquierda? En aquella poemática alacena se guardaban todos los combustibles del feo pecado de la gula, desde la cajeta de membrillo, hasta el arroz de leche, capaz de conmover a medio kilómetro las entrañas de Artemio de Valle-Arizpe, hidalguete de hombros derrocados, que finca el noventa y cuatro por ciento de sus pasiones en el jugo gástrico. Aquella alacena merecía un romance de Nervo.

En el bienestar de los mediodías, la tierra hablaba con su voz más persuasiva, y los ojos recreábanse en cuadros de un sensualismo vivificante. Traspasaba el sol el cenit y cacareaban las gallinas prólogos de escándalo al huevo inminente. Ruidos de incendio en la cocina, de incendio en las cacerolas, aseguraban la sensata esperanza de comer. La agudeza montaraz de mi olfato adivinaba los guisos. Si por un descuido quedaba abierta tres segundos la puerta del corral, se extendía por el patio la invasión de las gallinas y de los pavos silvestres, toda la Rusticatio de Landívar.

La comarca entera humeaba como una gran vianda pronta a repartirse. Se sentía que los tres reinos se escapaban de los muertos tratados de Historia Natural para sazonarse en los braseros aldeanos.

Las cenas, suculentas y de un regusto peninsular, trascendían a clasicismo de posada cervantesca. ¿Se cenaba así en la casa del caballero del Verde Gabán? De sobremesa, dejábase oír, a las veces, la narración de un regocijado tío, que había seguido a García de la Cadena y corrido lances y lances entre Evas y Adanes, pues siempre fue aficionado a los amigos y arrimado a las colas. No pocas ocasiones alargábase la vigilia más allá del toque de queda y del pito de los serenos a las diez y de la conclusión de la Hora Santa de la Parroquia.

Pero quizá el más grato de los recuerdos del comedor es el de las mañanas, el de los desayunos de geórgica. Quedaba frente a la puerta del comedor el pozo, y en el brocal del pozo se iban alineando desde la madrugada jarros y vasos de leche, ordeñada junto al pesebre. La corona de espuma tentaba con su fresca tentación los paladares, y el riesgo de vasos y jarros en el brocal del pozo volvíalos de más precio, como si su posible caída insinuase en ellos un sabor más codiciable.

Yo reúno la mañana, el mediodía y la noche futuros en una sola esperanza: la de poder, en mi declinación, mirar en una misma fecha el vaso de espuma, la sopera que despide saludable vapor y la colación que se usa comúnmente entre gentes de buena conciencia. ¿No os gusta el Ripalda como final de crónica?

El Nacional Bisemanal, México, 19 de febrero de 1916




ArribaAbajoLa dama en el campo

Ya entretengo estas horas con un sabroso capricho: el de trasladar al campo la mujer más sugestiva de la Capital. Si me fuese dado convertir a la dama en pastora, yo pondría en tal conversión el más delicioso proceder poético y mi más vigorosa humanidad. ¿Sonríe usted, señorita, de nombre de flor? Que su sonrisa bañe este capricho.

Verdad es que ser la más sugestiva entre medio millón resulta fabuloso; pero tal fábula corresponde a un estado simple y habitual de mi conciencia, y por ello, a riesgo de una segunda sonrisa de la dama a que aludo, paso a exponer cómo la presa de la ciudad se tomaría en el decoro del campo, por virtud de algunos singulares recursos que me dicta no sé qué genio cordial.

Usted, tan urbanizada, ¿cómo se vería vestida de negro, en el tablero amarillo de la cosecha? Yo nunca la he mirado vestida de negro, por más que lo he deseado. Imaginarla de luto en lo raso de una llanada, entre maíz o entre paja, bajo el resplandor metálico de la tarde, vale tanto como imaginar mi propia tristeza en medio de caricias sensuales. Usted, vestida de negro y sentada sobre la cosecha, me daría la emoción del luto de Flérida. O quizá me haría pensar en el de Elisa, la mansa pasión de Garcilaso.

En La sangre devota he llamado a la inspiradora de esta crónica boca flexible, ávida de lo concienzudo; figura cortante que se escapó de una redoma de alquimia o de una asamblea de vitrales oblongos; y, aún, la he reconocido como el armonioso peligro de mi filosofía petulante, de mi filosofía que pretende que la vida se le entregue, en lugar de entregarse ella a la vida. A tal panegírico, de carácter civil, he querido agregar hoy mi elogio rústico, y deseo que éste trascienda a harina, a tierra mojada y a Carta Pastoral leída en el púlpito de la aldea.

¡Qué gallarda debe ser la dama galopando, en un corcel animoso, por lo plano del valle y la curva de las laderas! Quizá se fatigue; pero, aun en su fatiga, ha de ir fascinante su pelo, descompuesto por el galope; quizá se asfixie, pero la asfixia agravará, con un carmín incipiente, la tentación de su palidez... Si el vértigo la postra, siempre habrá a la mano la raíz protuberante de un árbol para que repose, y encima de su desmayo caerán bien, en un descanso retardado, las flores de su nombre. Las tres potencias del alma y los cinco sentidos corporales esperarán, en silencio, que se recobre.

Ella, que no prescinde de su sombrilla, apenas pique el sol, ni de su paraguas sin latitud, apenas se esboce una nube, había de soportar los excesos del verano. Que se recalentasen sus arterias, en bochornosas giras por sembradíos y por vergeles... Que un colibrí confundiese con un mirto sus labios tónicos... Que un chubasco inopinado y descortés la empape con fruición, calándola hasta los huesos... Que, de regreso al pueblo, en un caserío ensimismado, un feliz entre los felices la besara al cuello, como se besaría la carne húmeda de Ceres...

No he querido insinuar, señorita, que mejorase a usted trasplantarla de la ciudad al campo. Todo vive convenientemente en su ser auténtico. Tampoco he querido, al hablar de «La dama en el campo», zurcir un ensayo, pariente (de lejos siquiera) de los que debemos a la maestría de Julio Torri. Menos ha contado en mi intención un paralelo tácito entre las heroínas de la letrilla bucólica y las de la edad ciudadana. Sólo he pretendido captar el matiz que ganaría la naturaleza si usted concurriese a mi paisaje de soledad, de vehemencia y de melodía. Ignoro si mi objetivo podría resistir la voluptuosidad de penetrarse de esta suma: el olor civilizado de usted más el indómito de la tierra. Y sospecho que cumplido el plazo en que tuviera usted que ser devuelta a la ciudad, la soberana indiferencia del campo se conmovería un poco...

El Nacional Bisemanal, México, 26 de febrero de 1916




ArribaAbajoEspantos

Renovaciones pasmosas se operan en nosotros. Creemos que un amor que nos ha acompañado por años y años, al partirse, nos ha de desgarrar y ensombrecer. Y se parte, y aunque nos da pena, ni nos desgarra ni nos ensombrece... porque ya otro amor nos ha invadido. En mí, una mujer de manos astrales y ropaje cándido ha estado vacilando al borde de un despeñadero, como si quisiera ser siempre actual, y el despeñadero fuese el pasado. Y yo me decía: «Cuando ella quede atrás, despeñada, como una sombra en un orco, mi vida será más insensata que nunca». Después de tal vaticinio, ha llegado otra mujer; ésta ha caído en el pasado, como una mortaja en un abismo; y mi vida es tan insensata como antes, ni más ni menos; y tengo más alegría, como si mi nueva deidad fuera de naturaleza solar y alumbrase mis rincones feudales.

Y como se renueva el amor, se renueva la caridad y el egoísmo, la ira y el miedo. El terror vive en mí constantemente. Huésped enlutado, podrá cambiar de traje pero siempre irá de negro, lívido y con los cabellos erizados, por mis galerías. El terror, personaje solícito, se dignó presentárseme cuando estudiaba yo, en mi casa, el silabario de San Miguel.

Fue una noche. Me habían ya acostado. Vivíamos en la calle de la Parroquia, y mi padre, según su costumbre, habíase ido a jugar malilla a la casa del doctor Villalobos, en la calle del Espejo. Sobre el buró, habíame dejado, misericordiosamente, una vela encendida. Su luz difícil se esforzaba, en vano, por un imperio cabal. Frente a mi cama había un ropero, y de detrás del ropero salía un hombre, inconsistente como un gas, y hecho de penumbra. Me miraba. Resistí su mirada dos o tres veces. A la otra, lloré. El hombre del ropero no sacaba más que medio cuerpo, ardid que le permitía ocultarse bonitamente cuando entraban a ver por qué lloraba yo. Se practicaban formales cateos, sin éxito. Pero apenas salían mis familiares, el hombre de gas y de penumbra volvía a asomarse. Chillé hasta desgañitarse y conseguía desvelar al vecindario. Creo que entre las once y las doce se procedió contra mí ejecutivamente.

Poco tiempo después supe lo que eran los espantos. Los espantos, lo mismo en el Estado de San Luis que en el de Jalisco, son de diversas procedencias: bienaventurados o réprobos. Almas en gloria que vuelven a diligenciar un negocio pío; almas precitas que aúllan y maúllan; duendes que en los comedores en tinieblas arman estrépito de vajillas y cucharas, como si volcasen cristalerías y ferreterías de ultratumba; demonios que a la una de la mañana arrastran cadenas por los corredores glaciales; brujas díscolas que abren la puerta del corral, para que los caballos y las vacas se aventuren por el patio y levanten de las losas un rumor diabólico; gatos que parodian en los pretiles el llanto de un niño recién nacido; difuntos que quieren confesarse, porque una cuchillada o un tiro no los dejó recibir en vida la absolución; señoras galanteadas por Miramón y cantadas por don Fernando Calderón, que regresan del purgatorio con su crinolina y su desmesurada peineta de carey a indicar el sitio en que se ocultan unas onzas, escapadas a la codicia de los franceses; don Pedro, que necesita unas misas gregorianas; todo un mundo de más allá de la eclíptica; todo un universo de pavor...

¿Y las casas en que espantan? Una casa en que espantan es en un pueblo el camposanto de los aparecidos, el real del misterio. ¡Qué recelo me infundía la casa del Banco! Era ésta una casa de altos, cerrada a piedra y lodo desde tiempo inmemorial. En sus balcones se encharcaba la lluvia, y por la madera carcomida se filtraban gotas y gotas, que caían, en las noches de aquelarre, con un eco hostil, sobre la pizarra de la banqueta. Yo creía en los aparecidos de la casa del Banco, lo mismo que en los herrajes, oxidados y toscos, de su portón.

Yo creo, yo estoy dispuesto a creer, en todo lo que se llama miedo, en todo lo que se llama superstición. Respeto por igual al físico que ve en su sombra la propagación de la luz en línea recta y al salvaje que rinde culto a su propia sombra. La astrología, cuando le place, entra en mi lecho con sus rodillas heladas. Me atengo a la quiromancia como a la vacuna. Confundo las leyes de Newton con la fatalidad. Mi creencia de cábala, mi arte de amuleto. Y nada me regocija como oír hablar de la antorcha del progreso, de la hidra del oscurantismo y de otros bellos tópicos que zurcen los publicistas con sarampión.

El Nacional Bisemanal, México, 8 de abril de 1916



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