Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Pórtico: la poesía de Ramón López Velarde

Guillermo Sheridan





En 1935, en uno de los primeros ensayos serios que se escribieron sobre Ramón López Velarde, el poeta y crítico mexicano Xavier Villaurrutia señala algunas verdades pertinentes para entrar a su poesía1:

«... la rara calidad de esta obra, el interés que despierta y la irresistible imantación que ejerce en los espíritus que hacen algo más que leerla superficialmente, hacen de ella un caso singular en las letras mexicanas. Si contamos con poetas más vastos y mejor y más vigorosamente dotados, ninguno es más íntimo, más misterioso y secreto que López Velarde. La intimidad de su voz, su claroscuro misterioso y su profundo secreto han retardado la difusión de su obra, ya no digamos más allá de nuestras fronteras, donde no se le admira porque se le desconoce, sino dentro de nuestro país, donde aun las minorías le han concedido rápidamente, antes de comprenderlo, una admiración gratuita y ciega, admiración que es, casi siempre, una forma de la injusticia»2.



Destino contradictorio: en México la obra de López Velarde ha suscitado una admiración que por misteriosa lealtad civil, por el frenesí hagiográfico de las naciones indecisas, se ha convertido en depositaría de una sofocante devoción; para las culturas hermanas en el castellano, permanece casi desconocida3. Ha engendrado entre nosotros un extraño culto a legos y especialistas que hurgamos sus rastros en hemerotecas antiguas y archivos caducos, desentrañamos con fervor metáforas e imágenes, disputamos datos biográficos y diseccionamos comportamientos retóricos cíclicamente, cada vez que el poeta padece un nuevo aniversario y un nuevo homenaje. A su tumba vacía -desde que el Estado expropió su osario para el panteón oficial- llegan eventuales flores anónimas; es el único poeta mexicano en cuya casa germinó un museo; su bibliohemerografía sigue inflándose con la levadura de una especial sumisión. López Velarde fue un poeta, pero con el tiempo ha devenido también un enigmático referente al que apela nuestra atribulada idiosincrasia para reiterar sus certidumbres o explicar sus silencios. Es nuestro único moderno a la altura de la santificación popular y académica, y por un curioso acto de prestidigitación oficial, un vigilante más de la mexicanidad: López Velarde se ha convertido en lopezvelardeomanía. No quedan excluidos de este comportamiento los pocos, olvidables poetas que trataron de ser sus monaguillos, y los muchos que lo estudiaron sin seguir, ostensiblemente, sus pasos. El lúgubre pergeño de su figura y su misteriosa obra generaron rituales y concilios, pero no una iglesia y menos una mistagogia.

A la par, esta pasión no ha hallado eco en la órbita hispánica y menos aún en la mundial4. ¿Fue Robert Browning quien definió la poesía como aquello que quedaba fuera de la traducción? López Velarde, parecería hasta ahora, no ha sido siquiera traducido al venezolano o al argentino. En los mapas de la historia de nuestra literatura continental, su nombre es un letrero semicaído en las goteras de un pueblo del que algunos han oído hablar y al que apenas algunos turistas audaces han llegado (entre ellos Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Ricardo Molinari, Nicanor Parra). Una consecuencia de ello es la reiteración de un puñado de lugares comunes que más opacan que revelan su estrella. Realicemos un breve muestreo por épocas y lugares.

En su temprana obra Las corrientes literarias en la América hispánica, por ejemplo, Pedro Henríquez Ureña lo hace descender, en una nota de pie, de la familia criollista en la que viven celebridades como Aquileo Echeverría, Francisco Lazo Martí y Arturo Pellerano Castro, y en la que emparenta, por algunos acentos, con Evaristo Carriego y Borges (criollos urbanos), y con Luis Carlos López (rural), para después agregar:

«Otro tipo de poesía barroca, en que la complicación y novedad de las imágenes se dan la mano con una cariñosa ternura por las cosas comunes y cotidianas, apareció con Ramón López Velarde, que retrató la vida pintoresca de las viejas ciudades del centro de México y finalmente trazó una breve síntesis del país con su Suave Patria»5.



Mas al circunscribir a López Velarde dentro del corral criollista, Henríquez Ureña parece confesar que no leyó Zozobra; al declararlo barroco, que no estaba suficientemente enterado de quién era Laforgue, y al considerarlo pintoresco y sintetizador de la patria, que su lectura no percibió que fue la provincia la que se encontró en él, no él quien se afanó por recuperarla.

Su hermano Max, aunque procura ser más preciso, comete errores de percepción en los párrafos que le dedica en su Breve historia del modernismo: supone que López Velarde pertenece a la capitalina generación del Ateneo; le achaca un diabolismo decorativo de dandy finisecular al no percatarse de la hondura basal de su drama católico y considera «que su inspiración sufre reiteradamente la atracción de lo macabro». Por otra parte, Max Henríquez Ureña pondera ciertas habilidades retóricas del poeta y atisba otro acento y una voz nueva que no se atarea en precisar6.

Es curioso, pero Enrique Díez-Canedo, desde la península, resulta mucho más atingente en sus comentarios. En un artículo escrito en Madrid, apenas unos meses después de la muerte de López Velarde, el atento cronista de las letras latinoamericanas para el público lector español, opina que

«Ramón López Velarde, como se le ve en esos libros, y en los cármenes últimos, harto curiosos, que publica la prensa de su país, supo elaborar, en apretados versos de curvatura gongorina, unos cuantos temas del vivir de hoy, en ese tono ambiguo que se cierne sobre unas alas irónicas sin disimular desolaciones íntimas: voz del que canta en la oscuridad para ahuyentar el miedo y del que pone en el cantar la decisión que por dentro le falta... López Velarde, en el momento de morir, estaba llegando a una manera totalmente suya, iniciada, por atisbos, en sus libros primeros; una manera que mirarían con agrado Góngora y Jules Laforgue y Julio Herrera y Reissig, desde el cielo de los poetas, y en la que reconocerían parentesco, aquí en la tierra de los hombres, Díaz Mirón, Leopoldo Lugones y Luis Carlos López»7.



Díez-Canedo ya percibe que lo que a Max Henríquez Ureña le parece macabro es ambigüedad e ironía y que lo barroco es, si acaso, «una curva gongorina». De pasada, enumera para López Velarde una familia mucho más apropiada que la que había señalado su hermano.

Enrique Anderson Imbert, por su parte, en su Historia de la literatura hispanoamericana, aporta una valoración más minuciosa:

«... No disminuyamos a López Velarde porque su obra lírica sea escasa. Y que no nos engañe el mapa aparentemente elemental de su país poético: la provincia, el catolicismo, la amada, el dolor juvenil, la muerte, el irónico comentario sobre las cosas que le enternecen... En ese país, que se ve tan sencillo en el mapa, están ocurriendo en verdad cosas extrañas, secretas, complejas, misteriosas. Por ejemplo: la religiosidad de López Velarde es de raíz erótica y su "afán temerario de mezclar tierra y cielo" podría escandalizar a los correligionarios; su amor, al que se lo declara único -amor a Fuensanta- está esparcido en muchas mujeres; sus suaves paisajes provincianos, pintados con un lenguaje sin suavidad, en áspero rebuscamiento de palabras estrafalarias, adjetivos inesperados y metáforas agresivas; su tradicionalismo, una guerra a alaridos contra el lugar común. Sí: López Velarde tenía más complejidad espiritual de la que nos hace creer el mapa de sus temas poéticos.

Sus ideales estéticos consistían en mostrarse con sinceridad en modos originales de decir que se complacían en una estilización de temas criollos. Cobró importancia desde La sangre devota y sobre todo desde 1919, cuando apareció Zozobra. Después de la liquidación del modernismo, su obra, breve e intensa, es de las más duraderas. Mostró anhelo de renovación, pero no por la superficie sino por dentro: profundizó en lo subjetivo (su alma) y en lo objetivo (la intimidad de México). Su disposición amorosa está siempre presente. En La sangre devota aparecen los dos extremos del sentimiento amoroso, el puro, ideal, tendido hacia Fuensanta, y el de las tentaciones carnales más patentes en Zozobra, su mejor libro. Aquí hay versos que muestran al poeta entregándose al amor; pero son más significativos los que revelan su desencanto y aun fracaso al no poder satisfacer ni el apetito de los sentidos ni la comunicación espiritual con la amada. En El son del corazón es más equilibrado puesto que el poeta parece hacer un balance de todo su desarrollo espiritual, pero es menos intenso. "La suave Patria" nos habla de su provincia mexicana, pero el poeta no se queda allí: sin salirse de su propio jardín viaja por los jardines literarios de otras literaturas. Curioso "exotismo interior". Su veneración por Leopoldo Lugones ("el más excelso, el más hondo poeta del habla castellana", decía) explica su parecido con otros poetas de su época, también lugonianos.

El Lugones de Lunario sentimental había abierto escuela para los hispanoamericanos nacidos en los años en los que surgía el modernismo. (Claro que Lugones, como también Herrera y Reissig, fue una lente que concentraba muchos rayos de literatura europea, como los tiernos e irónicos que venían de Laforgue, por ejemplo). López Velarde, como otros, quiso inventarse un lenguaje que sorprendiera con imágenes desacostumbradas. El peligro estaba en la afectación, en la retórica, en sinuosidades que se pierden en la oscuridad. López Velarde olfateó el peligro y se apartó a tiempo: sus palabras, aunque irradiaban sorpresas, respetaron el genio tradicional de la lengua y aun el matiz de la región en que había nacido. Los humildes y aun prosaicos coloquialismos salían al encuentro de las aristocráticas invenciones verbales y se abrazaban con toda felicidad en medio del camino. Aun así, López Velarde pudo haber caído en un manerismo, de no ser por las confesiones muy personales que tenía que hacernos. López Velarde dialogaba consigo mismo. La voz de la carne, la voz del espíritu. La ciudad era para él la violencia y el pecado; la provincia, un mundo nostálgico. Y López Velarde escribe "La suave Patria", que no es un poema ni de ciudadano ni de provinciano, sino de un espíritu solitario que con ternura e ironía va expresando tiernas nostalgias e irónicas distancias. En "La suave Patria", el mejor poema cívico de México, se refugia López Velarde, el más mexicano de los poetas de su generación»8.



Posturas similares, muy aconsejadas por el fundamental ensayo de Octavio Paz «El camino de la pasión» (1963), sostiene Guillermo Sucre en La máscara, la transparencia9. Mas ese momento de finura que en los confines de la visión abarcadora elevan Anderson Imbert o Sucre, no suele sostenerse. Muy recientemente, en su monumental Historia y crítica de la literatura hispanoamericana 2: del romanticismo al modernismo10, libros que Cedomil Goic y los editores han diseñado para el gran público estudiantil mundial, la imagen de López Velarde figura apenas como vecina generacional de Gabriela Mistral, alcanza una biografía de un párrafo, se le detiene bibliográficamente en 1950 y, peor aún, se le encierra en el fácil prestigio del poema final, «La suave Patria», glosado además por el arcaico Francisco Monterde. Lo suficiente, en fin, para inocular contra la curiosidad al potencial lector en castellano. Preparé esta edición, pensada para ese lector, confiando en que se trata de un entuerto que aún no es tarde desfacer.


Postmodernismo

Un caso extraño, en la somera historia de la revisión lópezvelardeana exterior a México, lo constituye el texto que redactó Pablo Neruda en 1963 al inaugurar en Santiago el Refugio López Velarde que México donó a la Sociedad de Escritores de Chile. En un plano de lectura, las páginas de Neruda se agotan en calificativos elocuentes; en otro, se convierten en una alegoría interesante, de la que vale ocuparse. Un detalle curioso permite reforzar esta segunda opción: la antigua «villa» de la familia López Velarde en la que, entre jardines y albercas, Neruda asegura haber sentido al fantasma del poeta, no existe ni existió jamás. De hecho, López Velarde vivía con su familia en un departamento de medio pelo en un edificio populoso de vecindad en la vieja Colonia Roma de la capital11. Uno puede suponer que Neruda pudo ser engañado en su buena fe por un casero ambicioso, pero más bien hay que pensar en sus legendarias mistificaciones. Más allá de eso, tratemos de leer una alegoría en el disparate biográfico:

«Casi por los mismos días del año 1921 en que yo llegaba a Santiago de Chile desde mi pueblo, se moría en México el poeta Ramón López Velarde, poeta esencial y supremo de nuestras dilatadas Américas. Por supuesto que yo no supe ni que se moría ni que hubiera existido. Por entonces y por ahora nos llenábamos la cabeza con lo último que llegaba de los transatlánticos: mucho de lo que leíamos pasó como humo o vapor para nuestro carnívoro apetito, otras revelaciones nos deslumbraron y con el tiempo sostuvieron su firmeza. Pero no se nos ocurrió preguntar nada a México. Nada más que el eco de sus revoluciones nos despertaba aún con su estampida. No conocíamos lo singular, lo florido de aquella tierra sangrienta. Muchísimos años después me tocó alquilar la vieja villa de los López Velarde, en Coyoacán, a orillas del Distrito Federal de México. Alguno de mis amigos recordará aquella inmensa casa, plantel en que todos los salones estaban invadidos de alacranes, se desprendían las vigas atacadas por eficaces insectos y se hundían las tablas de los pisos como si se caminara por una selva humedecida. Logré poner al día dos o tres habitaciones y allí me puse a vivir a plena atmósfera de López Velarde, cuya poesía comenzó a traspasarme. La casa fantasmal conservaba un retazo del antiguo parque, colosales palmeras y ahuehuetes, una piscina barroca cuyas trozaduras no permitían más agua que la de la luna, y por todas partes estatuas de náyades del año 1910. Vagando por el jardín se las hallaba en sitios inesperados, mirando desde adentro de un quiosco que las enredaderas sobrecubrían, o simplemente como si fueran con elegante paso hacia la vieja piscina sin agua, a tomar el sol sobre sus rocas de manipostería. Entonces sentí con ansiedad no haber llegado a tiempo en la vida para haber conocido al poeta. No sé por qué me parece que le hubiera ayudado yo a vivir, no sé cuánto más, tal vez algunos versos más. Sentí como pocas veces he sentido la amistad de esa sombra que aún impregnaba los ahuehuetes. Y fui también descifrando su breve escritura, las escasas páginas que escribiera en su breve vida y que hasta ahora, como muy pocas, resplandecen. No hay poesía más alquitarada que su poesía. Ha ido de alambique en alambique destilando la gota justa de alcohol de azahar, se ha reposado en diminutas redomas hasta llegar a ser la perfección de la fragancia. Es tal su independencia que se queda ahí dormida, como en un frasco azul de farmacia, envuelta en su tranquilidad y en su olvido. Pero al menor contacto sentimos que continúa intacta, a través de los años, esta energía voltaica. Y sentimos que nos atravesó el blanco del corazón la inefable puntería de una flecha que traía en su vuelo el aroma de los jazmines que también atravesó. Ha de saberse, asimismo, que esta poesía es comestible, como turrón o mazapán, o dulces de aldea, preparados con misteriosa pulcritud y cuya delicia cruje en nuestros dientes golosos. Ninguna poesía tuvo antes o después tanta dulzura, ni fue tan amasada con harinas celestiales.

Pero bajo esta fragilidad hay agua y piedra eterna. Cuidado con engañarse. Cuidado con superjuzgar este atildamiento y esta exquisita exactitud. Pocos poetas con tan breves palabras nos han dicho tanto, y tan eternamente, de su propia tierra. López Velarde también hace historia.

Por ese tiempo, cuando Ramón López Velarde cantaba y moría, trepidaba la vieja tierra. Galopaban los centauros para imponer el pan a los hambrientos. El petróleo atraía a los fríos filibusteros del Norte. México fue robado y cercenado. Pero no fue vencido. El poeta dejó estos testimonios. Se verán en su obra como se ven las venas al trasluz de la piel, sin trazos excesivos: pero ahí están. Son la protesta del patriota que sólo quiso cantar. Pero este poeta civil, casi subrepticio, con sus dos o tres notas del piano, con sus dos o tres lágrimas verdaderas, con su purísimo patriotismo, completa así la estatua del cantor imborrable. Es también el más provinciano de los poetas, y conserva hasta en el último de sus versos inconclusos el silencio, la pátina de jardín oculto de aquellas casas con muros blancos de adobe de las cuales sólo emergen puntiagudas cimas de árbol. De allí viene también el líquido erotismo de su poesía que circula en toda su obra como soterrado, envuelto por el largo verano, por la castidad dirigida al pecado, por los letárgicos abandonos de alcobas de techo alto en que algún insecto sonoro interrumpe con sus élitros la siesta del soñador.

Supe que hace diez siglos, entre una guerra y otra, los custodios de la Corona Real de una monarquía ahora difunta dejaron caer el Objeto Precioso y se quedó para siempre torcida la antigua cruz de la Corona. Muy sabios, los viejos reyes conservaron la cruz torcida sobre la Corona fulgurante de piedras preciosas. Y no sólo así siguió custodiada, sino que la cruz torcida pasó a los blasones y a las banderas: es decir, se hizo estilo. De alguna manera me recuerda este antiguo episodio el modo poético de López Velarde. Como si alguna vez hubiera visto la escena de soslayo y hubiera conservado fielmente una visión oblicua, una luz torcida que da a toda su creación tan inesperada claridad. En la gran trilogía del modernismo es Ramón López Velarde el maestro final, el que pone el punto sin coma. Una época rumorosa ha terminado. Sus grandes hermanos, el caudaloso Rubén y el lunático Herrera y Reissig, han abierto las puertas de una América anticuada, han hecho circular el aire libre, han llenado de cisnes los parques municipales, y de impaciente sabiduría, tristeza, remordimiento, locura e inteligencia los álbumes de las señoritas, álbumes que desde entonces estallaron con aquella carga peligrosa en los salones. Pero esta revolución no es completa si no consideramos este arcángel final que dio a la poesía americana un sabor y una fragancia que durará para siempre. Sus breves páginas alcanzan, de algún modo sutil, la eternidad de la poesía»12.



La descripción del imaginario jardín lópezvelardeano emprendida por Neruda puede leerse como una alegoría del postmodernismo latinoamericano. El palacete averiado, recorrido por sombras llenas de spleen, ¿señala el periodo clásico del modernismo dariano?, y la estatuaria melancólica de este jardín de Francia ¿representa nuestro parnasianismo ultramarino? De cualquier modo, la barroquería ambiental hace de las suyas: los interiores versallescos están plagados de alacranes y las palmeras exóticas del jardín hechizo son vecinas del ahuehuete mexicano. A su mestiza sombra, las náyades heredianas acuden a la vacía piscina a tomar sol tropical sobre una utilería de decadencia. En tal escenario aparece el fantasma miniaturista y micro tonal: López Velarde escancia con gotero, de la redoma diminuta, un lujo de modesta aldea sobre la pólvora y el incienso. Neruda traza entonces un curioso retablo: los dioses Darío y Herrera y Reissig reciben en el cielo de los signos a un postrer ángel humilde. Sobre el diminuendo de los cisnes moribundos se escucha el élitro minimalista del insecto que repta entre los florones de manipostería, como punto final de una época. Conviene discurrir sobre esta imagen de López Velarde como punto final del modernismo que propone Neruda, entendiendo que junto al mexicano, en ese momento, viven otros poetas intermedios como César Fernández Moreno, Gabriela Mistral, César Vallejo o Alfonso Reyes, y que ese punto final es también, desde luego, una inauguración. Vernácula, íntima, es la postmodernista cigarra mexicana:

«El término postmodernismo -nos dice Allen W. Phillips- es como se sabe extremadamente vago, sin delimitación precisa, pero aquí lo utilizamos de una manera restringida para referirnos a los escritores americanos que se iniciaban en la literatura en las primeras décadas del siglo XX. En general, tendían a escribir una poesía más arraigada, menos cosmopolita, que prestaba nueva atención a los temas nacionales y a tópicos vernáculos o familiares frente al exotismo modernista. En el caso de López Velarde: la patria en sus dos vertientes de provincia y ciudad. Para aquellos escritores no existían jerarquías entre los objetos aptos o no para ser poetizados, y así se concedía importancia a las cosas más insignificantes y nimias de la vida cotidiana13».



Esta ubicación transicional entre el modernismo caduco y las incipientes vanguardias tiene, pues, en López Velarde a un protagonista que sólo puede ser excluido de la foto familiar latinoamericana a expensas de su fidelidad a la historia. Sin embargo, lentamente parece irse desmontando esta silenciosa postergación. No poco se debe a la inteligencia y a la dedicación de varios críticos mexicanos como Octavio Paz, José Luis Martínez, Gabriel Zaid, Luis Noyola Vázquez y José Emilio Pacheco, y de algunos extranjeros, como el norteamericano Allen W. Phillips, el argentino Saúl Yurkievich y la uruguaya Martha Canfield.

La historia, en lo que a México compete, como decíamos arriba, es muy distinta, y el fervor lópezvelardeano local no hace sino poner en evidencia este peculiar desfase con el resto de «las dilatadas Américas». La razón para explicarlo, de entrada, podría radicar precisamente en las diferencias de aceleración que se producen entre otras poéticas hispanoamericanas en trance de desmantelar el modernismo y una poesía que, además, tiene la singularidad de originarse en el único país latinoamericano que sale del siglo por la puerta de una revolución armada.




Un intimista en la Revolución

Curiosamente, como lo denunciarían algunos críticos que durante la década de los veinte buscaban en México correspondencias más elocuentes entre la Revolución y la poesía, la mexicana no sólo no parecía modificar su estilo ni su temática al ritmo de las Américas -que, políticamente, se hallaban a la zaga- sino que, en una paradoja sólo en apariencia indescifrable, más se obstinaba en un necio conservadurismo modernista. Es famosa la anécdota que, en su avatar de Ricardo Arenales, el colombiano avecindado en México Miguel Ángel Osorio relata en 1920, meses antes de la muerte de López Velarde, para ilustrar el desfase entre la Revolución y el modernismo:

«Cuanto más ruge la barbarie medioeval que nos está circundando, más se aguza y brilla la medioeval delicadeza de nuestros cantores. Una anécdota que se divulgó con rara presteza en los cenáculos de la capital, y que no es invención de mi fantasía, fija este contraste y lo lleva a niveles casi humorísticos. Bajo los fuegos de la decena trágica14, y cuando México ardía en las fétidas llamas de la discordia -palacios en ruinas, estatuas patas arriba, muertos podridos en las calles-, el autor glorioso de La muerte del cisne15 cantaba


Sobre el dormido lago está el saúz que llora...

Una bala, que parecía tener enemistad personal con la Musa, penetra por la ventana, rompiendo los cristales, y el Poeta se ve obligado a retirarse a un paraje: ¡Por el dormido lago se oía el agudo silbido del máuser! [...] Los poetas de México escuchamos el suave rumor de nuestras inquietudes metafísicas, el leve fru-frú erótico del traje de la Amada, el coloquio vesperal del Alma con la Naturaleza discretamente estilizada para nuestro deleite.

¡Somos porfiristas!»16.



López Velarde no podía calificar en ese momento como un poeta de la Revolución. Habrá que esperar a que aparezca Carlos Pellicer para otorgarle ese prestigio, ajeno por cierto, al periodo en el que el título se distribuye generosamente entre los varios poetas populacheros, folclorizantes, solidarios y nacionalistas, que prohíja el gobierno popular del general Lázaro Cárdenas (1934-1940). Arenales y otros jóvenes incandescentes de la época carecían de la paciencia y la distancia para percatarse de la alquimia con la que López Velarde, en esos momentos presurosos, decantaba al país a fuerza de asediar su propia intimidad. ¿Alguien le hubiera reprochado a Juan Ramón Jiménez, que redacta su Diario de un poeta recién casado en 1916, su «indiferencia» ante la guerra europea?

La obra de López Velarde suponía, además, ciertos ideologemas incómodos: venía de un poeta que, por ser católico, arrastraba para el jacobinismo ambiental el tufo del pernicioso papel del clero en la historia reciente de México; de alguien que abominaba del imperialismo norteamericano, sí, pero por razones diferentes (las religiosas y culturales) a las de la política; de un criollo indiferente y hasta desdeñoso de la problemática indígena, significada por Emiliano Zapata, que prefería otorgar sus simpatías políticas a revolucionarios burgueses como Madero o Venustiano Carranza, criollos norteños como él. La suya era otra forma de ser revolucionario, cercana al democratismo de Madero, a su oposición a las autarquías, al centralismo, al monopartidismo, al presidencialismo. No en balde, López Velarde padeció en su fuero interno no pocas de las contradicciones ideológicas que, poco después de su muerte, aflorarían en el conflicto cristero (1924-1934) en el que algunos historiadores, como Jean Meyer, encuentran la verdadera Revolución mexicana y cuya poderosa, semiolvidada narrativa, en ocasiones parece contraparte prosística del mundo del jerezano.

Lo que Arenales y otros poetas impacientes y combativos no podían abarcar en los momentos álgidos de la Revolución, era que López Velarde se empeñase en una tarea silenciosa, tan lejana del máuser como del saúz: edificar para ese país turbulento, en esa delicada circunstancia de su historia, un lenguaje, una imaginación verbal propicia a su más íntima expresión.

Carente de la retórica y ajeno a los temas de aliento nacional y continental, López Velarde escribe implosivamente en un momento explosivo de la vida de México. Su poética se halla gravada por las potentes tensiones entre lo que a él compete y los conflictos de una nacionalidad que, en y por la Revolución, inicia un periodo de profunda autocrítica. Hasta cierto punto, al redactar la crónica poética de su involución, López Velarde lo hace a contrapelo de la Revolución mexicana; su lenguaje y los registros de su imaginación, en cambio, propician la revelación de una mexicanidad que se atisba entre las ruinas del viejo régimen y los cimientos del que poco a poco comienza a sustituirlo. En este sentido, la obra de López Velarde, proveniente de la retardataria y extraña provincia católica del norte del país, termina por coincidir, en el imperativo de revisar y repensar la mexicanidad, con las generaciones intelectuales conocidas como del Ateneo y de 1915, que operan antes, durante y después del conflicto armado, y desde las que Reyes, Antonio Caso, Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas y otros comienzan la revisión política, filosófica e histórica de la mexicanidad. La posición de López Velarde aporta, además de la necesaria visión poética, una convicción acaso adecuada a su carácter periférico: la de que no se puede subordinar a los intereses de la historia política la vasta suma de percepciones que definen al genio de una nacionalidad. López Velarde fortalece así la secuencia pluralista que lo eslabona con lo mejor de las generaciones poéticas anteriores y subsecuentes y a la vez le permite protagonizar la paradoja: su obra explora su propio corazón, pero en sus vericuetos el país se obstina en hallar algo que pase por ser su rostro, uno de sus rostros.

¿Qué encuentra el lector mexicano en él? Un sistema de pertinencias y claudicaciones que se confunden; la cohabitación de la soledad y la comunión; una expresión elaborada y elegante que no desdeña ni a Góngora ni a «la crasa dicción de la ralea»; el itinerario de una romántica caída que va de la inocencia agraria al turbulento industrialismo; la crónica de su final deshilvane de cultura religiosa y castiza en cultura urbana y mestiza; la convicción de que la democracia es el único medio de paliar ese conflicto (y el presentimiento de que ese anhelo se postergaría en las razones de una dictadura sui generis). La poesía de López Velarde inventaría modos de vivir, pensar y sentir que están en el agónico trance de convertirse en combustible de un sentimentalismo hecho de esterilidad y nostalgia, pero enumera y explora también los recursos para defenderse interiormente de los cataclismos públicos: la ironía, el humor, el ingenio, la fe.

En suma, en un apretado sistema de sístoles y diástoles, este poeta cordial y cardiaco, un poco chuan y un poco flaneur, lo mismo acata el silencio medioeval que el bullicio fabril y el diálogo del dogma católico con el liberal, que concilia los valses decrépitos de la beata provinciana con el moderno Charleston de la prostituta capitalina. Distante de las gratificaciones inmediatas de la exaltación nacionalista, su obra es, acaso, la de un patriota (y mejor aún, para utilizar la expresión del historiador Luis González y González, la de un matriota) que en lugar de registrarse entre los cantores de Clío, prefiere musitar la crónica de sus enaguas.

La Revolución había deslumbrado a los mexicanos: la discordia había revelado una multiplicidad de realidades culturales soterradas por el tiempo, la geografía, la indiferencia. Al evidenciar la yuxtaposición de tiempos históricos y de geografías culturales, la Revolución asesta un golpe de asombro, y de angustia, a la endeble conciencia de nación heredada del siglo XIX. Sin embargo, ante la variedad que ella misma revela, la Revolución, ya en su fase institucional, reaccionará proponiéndose, con diversos recursos coercitivos, como el marco referencial legítimo para otorgarle (o imponerle) unidad a lo diverso. La mejor poesía mexicana de la época se conserva ajena a esta cuestión que, cíclicamente, suscita polémicas estrepitosas sobre la razón de ser de la poesía en el México posrevolucionario. En el complejo proceso que conduciría del estremecimiento a la creatividad, del golpe del asombro a la confección de un proyecto, el cúmulo de interrogantes que el país comienza a debatir se supedita a una circunstancia concreta en la que mucho tienen que ver, para bien y para mal, la literatura y las artes: la naturaleza profunda del país atisbada entre el estruendo, el horror, el heroísmo y la variedad de la epopeya, propicia una redefinición de la nacionalidad17.

Quizá ningún poeta en México recorrió esas tensas coordenadas como López Velarde. La misma brevedad de su vida cubre los años cruciales del conflicto armado: nace cuando el dictador Porfirio Díaz se reelige por tercera vez; alcanza la mayoría de su edad cuando el casi incruento movimiento democrático de Francisco I. Madero derroca a Díaz; un año después de publicado su primer libro, el país estrena Constitución; muere cuando la Revolución se institucionaliza (y comienza a traicionarse). Si como periodista y activista político defendió posiciones legítimas (las del primer momento del Partido Católico Nacional, que postuló a Madero para la presidencia; los principios de la libertad de conciencia; la defensa del federalismo y la división de poderes; la crítica del centralismo; el oportunismo de los revolucionarios encumbrados, etcétera), como poeta no transigió con nada y se negó a escribir una sola sílaba que no naciera «de la combustión de mis huesos»18: esa apuesta por la expresión de una intimidad que no aspira a metonimizarse con la epopeya nacional, desata una revolución minúscula y trascendental: la de un lenguaje poético que diera cuenta de la nueva patria:

«El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una Patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años del sufrimiento para concebir una Patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa»19.






Una revolución en la intimidad

En la página de López Velarde, el lenguaje se practica con «escrúpulo de diamantista». Sobre la convulsionada tierra mexicana, su poesía impone un mapa verbal poblado de alharaca y hermetismo, arcaísmos ignotos y coloquialismos vernáculos, el vocabulario culto del romanticismo, el humor cacofónico que subordina a la poesía terminajos legales, médicos o químicos, la práctica casi paródica de las rimas. Ese mapa permite a la lengua mexicana abrirse paso hacia el nuevo siglo; sus orígenes, vocabulario, ritmo, sus múltiples hablas y tonos adquieren cartilla de identidad; la variedad de sus modulaciones y temperaturas le permiten escapar del «sentimiento velado, el tono discreto, el matiz crepuscular» al que la había condenado Henríquez Ureña en su conocido ensayo sobre Ruiz de Alarcón, y la expresión mexicana20. En la página de la poesía lópezvelardeana dialogan Salomón y Lucrecio, Sor Juana y Góngora, Cortés y Cuauhtemoc, Hugo y Lugones, Baudelaire y Manuel José Othón; por la calle de su página se pasean el charro en su garañón y el mercader en su taxi. Su lucha contra el petrificado lugar común decimonónico supone otra igual de vigorosa: la lucha por demostrar que en la expresión original, en la cifra de una irrepetible experiencia de vida, la de los otros se hace legible.

El haber hecho de la medición de su alma un empeño innegociable, le acarreó la renovación de un lenguaje propicio para contener y desglosar no sólo a su persona, sino -«espiritual al prójimo»- la capacidad imaginante de esa patria revolucionada. La variedad de registros emocionales del país se ampliará notablemente con él y muchos verbos adormilados volverán a conjugarse con nuevos bríos. Con su poesía nace una especie poética inédita hasta el momento en México, ajena a las certidumbres expresivas petrificadas en academias pedantes y bohemias astrosas. La apretada trama de la tradición mexicana se fortalecerá en él a tal grado que Xavier Villaurrutia lo habrá de saludar, con razón, como el Adán de nuestra poesía, el que vino «a darnos con su rebelión, con su pecado, una tierra nueva de amplios panoramas, de mayores libertades; una tierra que ver con nuestros propios ojos»21.

En «El lenguaje de López Velarde», el primero de los muchos y determinantes ensayos que ha escrito sobre el jerezano, Octavio Paz precisa la índole de esta apropiación:

«Su drama sería oscuro y vulgar sin ese idioma que con tan cruel perfección lo desnuda. Y su estilo, asimismo, no sería sino una retórica si no fuera porque es, asimismo, una conciencia. La palabra es espejo, conciencia escrupulosa. Todo lenguaje, si se extrema como extremó el suyo López Velarde, termina por ser una conciencia. Y allí donde comienza la conciencia del lenguaje, la desconfianza frente al lenguaje heredado, principia la recreación de uno nuevo. O principia el silencio. Principia la poesía.

La palabra, cuando es creación, desnuda. La primera virtud de la poesía, tanto para el poeta como para el lector, consiste en la revelación del propio ser. La conciencia de las palabras lleva a la conciencia de uno mismo: a conocerse, a reconocerse. Y ese mismo lenguaje, que es la única conciencia del poeta, lo impulsa fatalmente a convertirse en conciencia de su pueblo»22.



Habría que agregar una circunstancia más: el mundo arcádico de López Velarde se está cayendo a pedazos. Junto a él, además, agoniza el modernismo, como agonizan en Europa los esteticismos simbolistas, sobre todo en su variante decadentista. Como en poetas de otras latitudes, la bancarrota de su circunstancia dispara al alza el valor de su expresión; como ellos, deja todo magisterio y liderazgo para convertirse en hombre de la calle; su lenguaje se deja de vocabularios de palacete y, como el de ellos, descubre los rigores y las fascinaciones del coloquio callejero. Ante su pequeña debacle local, el lenguaje de López Velarde sufre de una reinvención semejante en intensidad a la que emprenden otros «vanguardistas» frente a dramas de otras magnitudes23.

El camino que permitió a López Velarde acceder a esa nueva conciencia del lenguaje es también singular. Es un camino determinado por varios senderos que coinciden en su origen criollo, un origen ya cargado en principio de las contradicciones que su poesía iluminará más tarde: la configuración de su mixta sangre familiar, alerta y sensual, retrógrada y austera, lo grava en su origen; en tanto que criollo originario de las vastas planicies semidesérticas del norte del país (como Othón, su ídolo de juventud), crece apartado del vector indígena y de su denso conflicto. Su herencia norteña acicatea en él un fuerte individualismo, atávicamente hostil hacia los poderes políticos y culturales radicados en una ciudad de México lejana, tiránica e indiferente hacia sus provincias; es una herencia que toma asimismo una actitud defensiva frente a la equidistante, despreciable cultura yanqui y puritana. En tanto que católico, López Velarde suma a su herencia el folclor y la teología, la iconografía y la vulgata de su religión -de Santo Tomás a La leyenda dorada y a la Biblia de Gustave Doré- así como su alambicado sistema de recompensas y culpas. Además tiene que hacerla convivir con su educación universitaria liberal, con un medio cultural que se precia de jacobino o blasona de positivista. Desde su origen, López Velarde oscila entre fuerzas contradictorias que analiza empeñosamente como condición para aquietar la balanza en su fiel: un deseado equilibrio, una suspensión del sistema de oposiciones contradictorias y complementarias que los sacudirán, a él y a su poesía, hasta su muerte.

Habitante del breve mundo familiar que se prolonga al pueblo, López Velarde hereda también la impronta de un microcosmos cultural condenado a padecer asedios políticos y económicos que, desatados por la historia, lo hacen vulnerable y quebradizo. Desde sus primeros balbuceos, este pequeño mundo autosuficiente y apartado -del que por razones escolares tiene que salir y al que tiene que regresar desde niño, en una oscilación más- aparece como un pueril edén erotizado. Es un edén en el que prevalece un orden femenino saturado de atributos preventivos contra la madurez, aislantes de todo mal, curativos de toda desdicha, santificados por la Iglesia; un edén en el que el trato humano se modera en una familiaridad que excluye los riesgos del deseo, suspendido en una panteísta atemporalidad de la que es fácil sentirse parte y en la que no es arduo devenir objeto mágico, campana, árbol. Un primerizo poema («Del suelo nativo», 1907) aporta una síntesis elocuente:


...¡Oh tierra bendecida que idolatro
con el más reverente de los cultos,
con qué júbilo inmenso reconozco
la religiosidad de tus matronas
y la hidalga nobleza de tus hijos!
En tu regazo amante se mitiga
el rigor de mis duelos incurables,
me das el dulce título de hermano
y con ansias anhelo,
como en un insinuante panteísmo,
ser el bronce que suena en tus esquilas,
una roca prendida en tus picachos
o un álamo llorón junto a las tapias
de tu dormido y grave cementerio.



Esta impronta dicta una serie de valores reiterados obsesivamente, que lo cifran a él como poeta, que conducen eventualmente a la formulación de una «estética criolla» y que, también, alegorizan en una visión romántica un modo de vida en el trance de sucumbir ante la mayoría de edad y la modernidad oprobiosa24.

En el centro de este edén, además, el adolescente López Velarde va a colocar a una figura que operará como la embajadora de sus advocaciones: Josefa de los Ríos. Árbol de la vida, Eva y manzana a la vez, se trata de una pueblerina enfermiza que, una vez depositaría del imposible culto, se transfigurará en Fuensanta, madre vigilante del orden regional, sucedánea de la Virgen, hermana y mujer. Esa figura enigmática y certera, protagonista involuntaria de la historia de amor, es el anclaje último de ese mundo evanescente, y el emblema de la inocencia regateada al poeta por la secularidad exterior al paraíso25. Fuensanta y Jerez, caras de la misma moneda giratoria, cifran desde el principio el esquema referencial, impoluto e imposible que López Velarde habitará con un fervor más intenso en la medida en que su vida y su poesía lo apartan de él.




Un adolescente contra la decadencia

Esta ecuación fundacional satura la defectuosa poesía inicial del adolescente, pero se irá decantando de manera paulatina hasta devenir una poética, una estética y un sistema crítico.

Desde el principio, parece instalarse en su configuración profunda una economía emocional basada en el balance del abandono y el regreso. La vida juvenil fuera del ámbito matriarcal atizará su nostalgia crónica, pero le aportará el recurso de la poesía para atenuarla, padecerla y articularla. Una poesía sometida a las mismas presiones: la rigurosa formación clásica en la biblioteca conventual le aporta un sólido basamento a su experiencia del lenguaje y un primer asomo al mestizaje cultural; más tarde, comenzarán las lecturas de los modernos. El capellán del pueblo lo pone en contacto no con los modernistas que rigen el gusto finisecular desde la Revista Moderna de México (donde publican Gutiérrez Nájera, Urbina, Tablada, Nervo et al.) sino con los «nativistas» católicos del Bajío mexicano. En ese momento (ca. 1906), recién muerto Manuel José Othón, la provincia católica lleva tiempo creando una literatura de derroteros diversos a los que, en la capital, culminarán en el modernismo. Se trata de una literatura académica, humanista, clasicista, paisajista, que se había desarrollado paralelamente al romanticismo en poetas como Manuel Carpió, glosador de temas bíblicos, o el paisajista José Joaquín Pesado. Esta tradición, que recorre ancilarmente el siglo XIX mexicano, vería un segundo acto en el sacerdote Joaquín Arcadio Pagaza y en don Ignacio Montes de Oca y Obregón, obispo de San Luis Potosí -donde se forma López Velarde-, y culminará en el genio de Othón. Los poetas católicos entre los que forma su gusto el joven López Velarde constituyen un ramal de esta tradición paralela, radicalizada a fines de siglo por el agravante que representa para ellos el modernismo decadente.

López Velarde vela sus armas entre este batallón de provincianos que configuran una pequeña «inteligencia» excéntrica de pequeños periódicos católicos que a los capitalinos les merece, si acaso, una cejijunta indiferencia. Esos periódicos combaten por un proyecto de país muy alejado de lo que Porfirio Díaz, su ministro de Educación Justo Sierra y sus intelectuales preconizan en el centro: combaten el positivismo oficial y el centralismo económico; defienden la injerencia de la Iglesia en la educación; denuncian la falta de democracia y difunden combativas dosis de doctrina social cristiana. Los provincianos mexicanos se hallan notablemente atentos al exterior y fijan, desde luego, sus predilecciones en la causa de su fe poética y religiosa: por ejemplo, en la revista madrileña Renacimiento (1907), donde Gregorio Martínez Sierra hace convivir a Maeterlinck y a Verhaeren con Juan Ramón y Antonio Machado, poetas «provincianos» con relación a Madrid y a París, o con Gabriel y Galán y Andrés González Blanco, tan importantes para López Velarde; o bien en La Jeune Belgique, revista adalid del renacimiento cultural católico europeo. Sobre la trascendencia de esta revista para López Velarde y los católicos, dice Gabriel Zaid:

«La resonancia universal de los poetas de La Jeune Belgique se explica, en primer lugar, por su talento creador. Luego por la vitalidad comunicativa que los mueve al diálogo universal. Y, finalmente, porque su obra respondía a una necesidad de época. Una necesidad, digamos, de "progreso espiritual", insatisfecha ante el progreso material y científico [...]

La vanguardia católica mexicana, que admiraba el milagro belga (La Jeune Belgique, pero también la católica Universidad de Lovaina, de donde había salido el movimiento poético; pero también el socialismo cristiano y la apertura al mundo moderno; también al Partido Católico Belga, que había llegado al poder) recibía otros mensajes implícitos: se puede ser católico y moderno. Se puede ser católico y líder del cambio, se puede ser católico y triunfador.

El triunfo liberal sobre los conservadores, que había hecho olvidar la raíz católica de los liberales mexicanos, había identificado la cultura católica con la derrota, el repliegue a la provincia y el cultivo de los clásicos26. Situación que también se daba en Europa, hasta que el liderazgo y la confianza de los católicos en sí mismos reaparecieron con el largo papado de León XIII (1878-1903).

León XIII vio con simpatía la libertad moderna en la encíclica Libertas (1888) y apoyó las iniciativas sociales de muchos católicos (el sindicalismo, la orientación social de la libertad privada) en la encíclica Rerum Novarum (1891), considerada revolucionaria y fundadora de la doctrina social de la Iglesia. Transformó la militancia defensiva en conquista del mundo moderno, bajo la consigna nova et vetera: unir lo nuevo con lo viejo. En vez de replegarse a llorar la situación perdida, animaba a recuperar la iniciativa y construir en la nueva situación. También apoyó que los laicos tomaran la palabra, lo cual fue decisivo para las letras católicas. Hubo así una especie de romanticismo autorizado y tardío que produjo una renovación de la cultura católica...»27.



En un poeta católico como López Velarde, a principios de siglo, esta «nueva situación» aporta un marco adecuado para rechazar al modernismo no sólo por su identificación con el régimen, ni por insistir en una tradición «ajena», sino porque su agotamiento abre la posibilidad de que lo nuevo se haga de una expresión más moderna aún que el modernismo.

El joven López Velarde adapta estas circunstancias a su ecuación fundamental y a un proyecto poético que es también proyecto de cultura y de país: al elegir a Othón sobre los poetas de la Revista Moderna de México rechaza una poesía «disasociada de la sensibilidad» nacional, incapaz de aceptar la crisis de su lenguaje. Es interesante, también, que su biblioteca acoja con mayor fervor, en los años de formación, a los modernistas españoles sobre los latinoamericanos. No deja de ser coherente con lo señalado arriba que López Velarde siga la producción de los españoles moderados en un momento de su formación que coincide con los años finales de nuestro modernismo. Sin tomar partido en la querella de Juan Ramón Jiménez, y luego Luis Cernuda, contra Darío, sí conviene señalar que, para los criollistas mexicanos, el modernismo español coincide más con su búsqueda de una salida al modernismo anquilosado. En este sentido, no es extraño que Azorín o la narrativa de Valle-Inclán (sobre todo el de las Sonatas y La pipa de Kif: el de la pena carlista por el derrumbe de la vieja cultura rural castellana) fueran también favoritas del joven zacatecano.

Cuando López Velarde y sus camaradas entran a este debate, sienten que en la capital ya está perdida la batalla. A esto se debe que, mientras los modernistas urbanos como Tablada diabolizan damas urentes en poemas como «Magna Peccatrix»,


(...La faunesa, el súcubo, la histrionisa:
todo en tu ser a la virtud injuria;
serás pronto un puñado de ceniza
en el auto de fe de la lujuria...)28.



un provinciano como Francisco González León, vecino de López Velarde, prefiera a una joven que


...Aún de la colegiala traía la manteleta
azul de las internas, allá cuando en la escueta
sala de dibujo, en la gran sala,
fue nuestra primera, recóndita estafeta,
una violeta29.



López Velarde milita en esta convicción activamente. En 1907, cuando el católico provinciano Manuel Caballero revive la Revista Azul con la declarada intención de combatir a la Revista Moderna de México, López Velarde toma partido por él en contra de los jóvenes Alfonso Reyes y los hermanos Henríquez Ureña. Años más tarde, cuando él mismo ha abrazado la profesión de la esterilidad, se referirá a esos tiempos juveniles con ironía, y no sin la tristeza de quienes han madurado a expensas de su propia virtud («Tenías un rebozo de seda...»):


(En abono de mi sinceridad
séame permitido un alegato:
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato).



La lectura de Baudelaire no tardaría en alterar, profundizándolo, su drama. No pasarían diez años antes de que todas las acusaciones que lanza contra los decadentes -menos la relativa a la esperanza de la resurrección, dogma del que no sólo no abjuró jamás, sino que se convertiría en obsesión poética y moral- le iban a ser aplicadas a él mismo. Algunos antiguos camaradas católicos llegarán incluso a pensar que López Velarde ha traicionado su causa, y la de la poesía criollista, y su amigo Correa llegará a proponer que López Velarde se mereció su muerte temprana. Pero esto se explica por un balanceo más de los platos que balancean su obra, tan inextricablemente determinada por la evolución de su vida: el mundo previo a «Baudelaire», el mundo de Fuensanta y La sangre devota, no tardaría en sucumbir en el segundo período de su quehacer poético, en su segundo libro, Zozobra; en la segunda etapa de su itinerario (cuando desciende a instalarse como poeta de prestigio en la ciudad de México) y en el segundo de sus amores, la urbana, culta, moderna Margarita Quijano. Contar la forma en la que el fiel se mueve de un lado al otro nos obliga a repasar su poesía con el orden de su cronología.

El periodo previo a «Baudelaire» se inicia en los Primeros poemas (1905-1910) y alcanza La sangre devota (1916). Los Primeros poemas pagan el peaje de una bisoñez en la que el poeta adolescente arregla sus problemas con el modernismo, término quemante que, todo cautela y reticencias, incorpora poco a poco al vocabulario de sus cartas. En una carta de 1908 remite a su amigo Correa «El piano de Genoveva», declarando «modernos» sus versos y advirtiendo que «los defectos que en ellos pueda señalar un clasicista son procurados con toda malicia»30. Poco después, manda «Una viajera», y acepta: «según habrá visto, estoy en pleno modernismo»31. «Una viajera», redactado en febrero de 1909, además precipita en el tono poético que a López Velarde se le antoja «moderno» una situación tópica del casticismo «retardatario»: el microcosmos del pueblo amenazado por la fuerza niveladora de la metrópolis. Es uno de los primeros poemas en los que, a pesar de caídas evidentes, se percibe el anuncio de un estilo propio, logra giros expresivos característicos y formaliza algunos de los escasos, obsesivos temas de su poesía posterior. Aparecen indicios de cierta peculiar mecánica imaginante que acepta los riesgos de lo narrativo, ejerce una discreta ironía, ensaya rimas arrojadas, una retórica relativamente audaz, una cuidada emoción ante lo pequeño y lo recoleto y un interés -marca de agua de toda su poesía- por crear una exigente representación de sí mismo («mi ostracismo acerbo», «mi tristeza extática») empeñosa precisión de un autoanálisis que, apelando a terminología especializada, poco prestigiada por el catálogo al uso, adquiere una elocuencia que le habrá parecido novedosa. Este primer poema «moderno» inicia también un comportamiento típico de su estilo que consiste en proyectar discordias personales en el protagonismo de una mujer. Cuando dice


Para que no se manche tu ropa con el barro
de ciudades impuras, a tu pueblo regresa...



se está refiriendo a sí mismo y a un conflicto que alía su intimidad con la modernidad circundante: la hybris que, según Canfield, representa la salida del edén matriarcal, la imposibilidad del regreso y el sistema de contradicciones que resulta de ello.

Afecto a unos cuantos procedimientos, predilectos ya desde la juventud, reconoce en esta situación inicial una pendularidad que sitúa a Fuensanta, la casa materna, el tiempo inmóvil y otros mitemas íntimos en un lado y al exterior amenazante del otro. Esta oscilación, a su vez, se desprende de otra, más importante, de la que se ha percatado desde muy joven y que lo toca en su configuración primaria. En una carta a su padre, escrita en 1908, hace una declaración asombrosa a la luz de la poesía que vendrá: «Participo de las dobles tendencias morales del siglo actual; junto a la inclinación al pecado, experimento a las veces éxtasis de santo. Creo que Dios le dio al hombre, para confundirlo, esta duplicidad psicológica»32.

La sangre devota será el inventario de los temas, estilos y formas de abordar esta duplicidad que no es sentimiento, sino experiencia: el inicial balanceo del adentro y del afuera (y sus variantes, como suspensión y caída), son sus primeras, y definitivas, ilustraciones. En los Primeros poemas, el mundo de afuera es «helado invierno», «retiro yermo», lugar en el que se marcha «por entre escombros»:


...sitios vulgares
en que en el ruido mundanal se asusta
el alma fidelísima.



Jerez en cambio aparece como «clemente asilo», lugar donde se oye «la voz solemne del pasado», sede de la intemporalidad, jardín de las delicias, lugar donde «hablan las cosas», donde «el alma de las cosas me saluda con voces fraternales», donde el orden endogámico de la familia, y Fuensanta como su vigía, panteíza y asexualiza las relaciones al grado de que el más elevado nombramiento que puede otorgar es «el dulce título de hermana»; lugar de «sempiterno reposo» en el que madonna Fuensanta, y sus pequeños milagros (que provocan incipientes, pequeños milagros de adjetivación en su poeta) «impera cual señora justa» («Flor temprana»):


Si a mis abismos de tristeza bajas
y si al conjuro de tu labio cuajas
de botones las rústicas macetas,


te aspiraré con gozo temerario
como se aspira en un devocionario
un perfume de místicas violetas.



Fuensanta, enferma, helada, inmóvil, es un adentro, cristalizado en una pureza hacia el que el amante, manchado por el barro de afuera, desea volver como deudor de esta peculiar religión de términos, símbolos e iconografías íntimas y frágiles («A una ausente seráfica»):


De tu falda al seráfico pergeño
cual párvulo medroso estoy asido,
que en la infantil iglesia de mi ensueño
las imágenes rotas han caído...



Junto al adentro y al afuera, las coordenadas del antes y el después cumplen un objetivo similar: el mundo «en que quiso la infancia regalarnos un cuento» desaparece con una inocencia que sólo podrá recuperarse, lo mismo que Jerez «Color de cuento»,


...al rendir el espíritu, de rostro hacia el poniente,
en la paz evangélica de los campos natales.



El abismo entre el antes y el después se salva por el recuerdo, y entre el afuera y el adentro comienza a gestarse una previsible mitología del retorno («Al volver»),


(Fuensanta: cuando ingreso a tu azul valle
la ternura de ayer se me alborota,
pero yo le aconsejo que se calle.
Mi corazón es una cuerda rota).



Cabe destacar, para lo que se verá más tarde, que ya desde entonces esta mecánica privilegia como escenario el pequeño péndulo del corazón. También significativo es que la recuperación de ese mundo por medio de la incantación de la poesía equivalga, en el imaginario del poeta, desde ese temprano momento, a la entrega del espíritu.

Muchos otros ingredientes que hacen su aparición en estos poemas informativos, y que contienen ya un valor temático (como la obsesión con la virginidad, es decir con la sexualidad; o la conciencia temprana de que la pasión por el mundo de Fuensanta es una pasión idólatra), ya uno sistemático (por ejemplo, la autorreferencialidad entre los poemas33), o bien algunos procedimientos de la ironía (la reiterada aparición de un yo proverbialmente inepto), podrían ser enumerados aquí. Baste señalar que, mientras avanza la cronología de los Primeros poemas, este mundo aún esbozado en claroscuro, en el que los protagonistas son la sedente virgen agónica y el mudable idólatra erotizado, se configura como un deseo imposible que no tarda en convertirse en divisa de toda la poesía posterior.

Una imposibilidad de exiliado perenne que comienza a sumergirse34 en una secuela de pluscuamperfectos tensados entre un amor de infancia y lo que, años más tarde, después de Zozobra, será un amor de ultratumba.



IndiceSiguiente