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López Velarde reaccionario

Gabriel Zaid






1. Lecturas judiciales

No le ha faltado buena prensa a López Velarde y, quizá por eso, en plena celebración del cincuentario de su muerte, hubo quien lo pusiera en su lugar:

López Velarde, escritor de «corazón retrógrado», militante del partido católico, representó el papel encomendado a los candorosos. Creyó en Madero y en la revolución democrático-burguesa, porque creía que el problema de México era solamente político y moral, y que el día en que se respetara en el país el sufragio acabarían nuestras desgracias. No entendió a Zapata, ni a Villa, ni al «populacho» que exigía reivindicaciones básicas, porque no figuraba entre sus ideas la noción de que, para que exista un auténtico proceso revolucionario, es preciso que los medios de producción pasen de los explotadores a los explotados.


(Emmanuel Carballo, «¿Revolucionario o reaccionario?», Excélsior, 18 de febrero de 1971; reproducido en el Calendario de Ramón López Velarde, septiembre de 1971).                


Era llamar a cuentas el honor del poeta en el santoral revolucionario, no porque su vida o su obra hubiesen cambiado, sino porque en 1968 cambiaron los modelos de santidad. Ya no era chic decir que la Revolución mexicana se había anticipado a la rusa, sino que estaba retrasada con respecto a la cubana. Un gesticulador, que hablaba como si fuera un estudiante del 68, había subido a la presidencia. Todavía no llegaban los halcones del 10 de junio de 1971. Eran los nuevos tiempos de la Apertura: tiempos en que era el rollo omnipotente y Echeverría presidente. Los rollos estudiantiles contra la cultura oficial servían como banderas de la nueva cultura oficial. Era el momento de celebrar a López Velarde, a los cincuenta años de muerto, pero también de acusarlo, desde una especie de materialismo ahistórico, por haber sido un estudiante revolucionario de 1910, no de 1968.

Como se sabe, Rubén Darío corrió la misma suerte. Entre 1959 (triunfo de la Revolución cubana) y 1979 (triunfo de la nicaragüense), fue ensuciado desde la pureza que lo veía como un lacayo del imperialismo. El verdadero genio emancipador de nuestras letras era Martí, prefiguración de Castro. Darle ese lugar a Darío (prefiguración de Somoza) era optar por el capitalismo dependiente. La práctica poética de Rubén Darío, como se demostró científicamente, nunca pasó de ser una

«Rebelión simbólica» que, por lo mismo, no estaba dirigida contra el dinero y la riqueza en sí, que el propio vate nicaragüense veneraba abiertamente, sino contra su forma actual constituida por el ciclo dinero-mercancía-dinero (D-M-D) que el capitalismo imponía como ley cada vez más decisiva del desarrollo histórico de América Latina.


(Françoise Perus, Literatura y sociedad en América Latina: el modernismo, Siglo XXI, 1976, p. 131).                


Ya en 1967, los cubanos habían organizado en Varadero un Encuentro con Rubén Darío, para ponerlo en su lugar, que fue la lona, por knock out científico, a pesar del muy poco científico valor civil de Carlos Pellicer, que lo defendió. Pellicer, que fue presidente del Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo de Nicaragua, veía a Darío como un Sandino, no como un Somoza. Pero, según el rollo, hasta Sandino había quedado en la rebelión simbólica, incapaz de radicalizarse y expropiar los medios de producción. Cuando vino a México, nuestros rolleros lo acusaron de lacayo del imperialismo (El Machete, junio de 1930 y 8 de marzo de 1934).

Afortunadamente, después del triunfo sandinista, se produjo un gran descubrimiento. Los últimos avances de la Ciencia mostraron que Darío era el Martí de Nicaragua: no un burgués cosmopolita y decadente, que adoptaba modelos extranjeros, sino todo un revolucionario, antiimperialista, profundamente original y expropiador de los medios de producción artística de los países explotadores. Pellicer tenía razón: Darío prefiguraba a Sandino.

Hay frases de López Velarde que han servido para sentarlo en el banquillo de los acusados. Un trabajito cómodo: a candorosa confesión de parte, relevo de pruebas. Pero lo candoroso está en leer poesía como si fuera una declaración judicial. Veamos, por ejemplo, unos pasajes del poema




«Día 13»


Mi corazón retrógrado
ama desde hoy la temerosa fecha
en que surgiste con aquel vestido
de luto y aquel rostro de ebriedad.
[...]

Desde la fecha de superstición
en que colmaste el vaso de mi júbilo,
mi corazón oscurantista clama
a la buena bondad del mal agüero;
[...]

Superstición, consérvame el radioso
vértigo del minuto perdurable
[...]


En la prensa sectaria, llegan a salir noticias donde los enemigos declarados comunistas, vendepatrias o mercenarios dicen (para mayor comodidad de los lectores) cosas como: los mercenarios tuvimos que retroceder ante el fuego implacable del pueblo en armas. Pero, fuera de esos casos maravillosos, no es común encontrar oscurantistas que se llamen a sí mismos oscurantistas. Ya no digamos por razones tácticas, sino porque hace falta luz crítica para ver la propia oscuridad. El rechazo de la crítica (el oscurantismo) también rechaza la autoconciencia. Por el contrario, si alguien ha perdido la inocencia de creerse bueno (identificado con el Bien, la Verdad, el Progreso, el Triunfo sobre el Mal), ya no es oscurantista. Hasta se puede desdoblar irónicamente: acusar a su corazón de retrógrado, supersticioso, oscurantista. Hasta puede tener el humor cariñoso de encomendarse a la superstición, como si fuera una tía difunta.




2. El retorno maléfico

Lo mismo sucede en «El retorno maléfico», un poema de extraordinaria conciencia artística, desde los adjetivos insuperables: el cubo que gotea


su gota categórica



O los adjetivos que parecen nada en


el amor amoroso
de las parejas pares



y, así precisamente, en la pobreza de la reiteración, se dan el lujo de crear metáforas por la forma del sintagma: parejas de palabras que por su enlace evocan parejas enamoradas.

Hay en el poema pasajes alucinantes, de superrealidad y al mismo tiempo de suspenso cinematográfico: la vuelta del hijo pródigo (que soñó con la Revolución) a la casa paterna abandonada, ametrallada, poblada de espantos y de espanto, para ver



a la luz del petróleo de una mecha
su esperanza desecha.

Cuando la tosca llave enmohecida
tuerza la chirriante cerradura,
en la añeja clausura
del zaguán, los dos púdicos
medallones de yeso,
entornando los párpados narcóticos,
se mirarán y se dirán: «¿Qué es eso?».



Sorprendentemente, es un poema que logra culminar, en vez de arruinarse, con una expresión política:


...Y una íntima tristeza reaccionaria.



¡Cómo se la han mentado a López Velarde, esta tristeza reaccionaria! ¡Cuánta necesidad de ponerla lejos, de ponerse a salvo, ante una «confesión» que puede salpicar y ensuciarnos! Para eso también son los poetas. Para «confesar» lo inconfesable en la conciencia del lector, y cargar con sus acusaciones; para crear lo no vivido y hacerlo vivible (o todavía rechazable); para desatar la imaginación crítica de la vida, y también para exponerse a la crítica falta de imaginación.

El proceso catártico, señalado por Aristóteles para la poesía dramática, también se da en la lírica, pero con cierta confusión. En una tragedia griega, el coro puede hacer comentarios «novelísticos» sobre lo que siente el protagonista; puede hablar como si fuera el narrador, el espectador. Y aunque es verdad que los parlamentos del coro, del protagonista y de los otros personajes fueron todos escritos por el autor, está claro que Electra no es Eurípides. Pero el poema se presta a suponer que el personaje, el narrador y López Velarde son la misma persona. Todo el sutil desdoblamiento, todos los recursos artísticos que dependen de ese desdoblamiento, todo el proceso catártico que deriva de esos recursos, se anulan. Para el acusador, estamos ante la confesión de un pobre diablo, no ante la obra de un gran artista que despliega sus dones, que se arriesga, que se deja llevar por su imaginación autocrítica para crear la vivencia del hijo pródigo revolucionario. Se fue soñando en mejorar las cosas, y ahora teme regresar al pueblo, el edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla. Teme que ese callar se vuelva voz, y que lo increpe en los espantos, los crujidos, los murmullos de la casa paterna (su Comala). Que los fantasmas familiares le pregunten: ¿Y para esto fue la Revolución?

Eso es lo que no quiere escuchar el acusador. Por eso grita: ¡Reaccionario, grandísimo reaccionario! Con tanta prisa, que ni siquiera se da cuenta de que el poema está escrito desde la posición del acusador. ¿Quién llamaría a su tristeza «reaccionaria»? ¿Desde dónde puede ser llamada así? El acusador se apodera de la acusación como si fuera suya, incapaz de leer el sarcasmo del autor de la acusación: de la persona que, precisamente, puso ahí el epíteto. Es una inocentada suponer que López Velarde, tan artista del adjetivo, iba a dejar inadvertidamente ése, como una especie de confesión que se le escapa, para mayor comodidad de los que creen prenderlo ahí convicto y confeso. Por el contrario, seguramente vio venir a los fariseos, seguramente titubeó.

Si lo dejó es porque resulta un hallazgo admirable. Parecería difícil que un adjetivo político le conviniera a un poema tan íntimo, aunque hay preparativos léxicos para ese desenlace: el edén subvertido y los vientos de fronda, que son vientos de la cúpula frondosa al mismo tiempo que vents de fronde (de motín, de revuelta, de la Fronda, como lo recuerda Eugenio del Hoyo, Glosas a «La suave Patria», Zacatecas, 1988).

Pero el adjetivo culminante no sólo tiene ese mérito literario (una integración difícil de materiales de muy distinta índole): resuelve simultáneamente la dualidad de contextos (íntimos/políticos) y la dualidad de perspectivas de la conciencia (la tentación del protagonista/la acusación del narrador). Expresa el desdoblamiento, la descarga final de la catarsis.




«El retorno maléfico»


Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.

Hasta los fresnos mancos,
los dignatarios de cúpula oronda,
han de rodar las quejas de la torre
acribillada en los vientos de fronda.

Y la fusilería grabó en la cal
de todas las paredes
de la aldea espectral,
negros y aciagos mapas,
porque en ellos leyese el hijo pródigo
al volver a su umbral
en un anochecer de maleficio,
a la luz de petróleo de una mecha
su esperanza deshecha.

Cuando la tosca llave enmohecida
tuerza la chirriante cerradura,
en la añeja clausura
del zaguán, los dos púdicos
medallones de yeso,
entornando los párpados narcóticos,
se mirarán y se dirán: «¿Qué es eso?».

Y yo entraré con pies advenedizos
hasta el patio agorero
en que hay un brocal ensimismado,
con un cubo de cuero
goteando su gota categórica
como un estribillo plañidero.

Si el sol inexorable, alegre y tónico,
hace hervir a las fuentes catecúmenas
en que bañábase mi sueño crónico;
si se afana la hormiga;
si en los techos resuena y se fatiga
de los buches de tórtola el reclamo
que entre las telarañas zumba y zumba;
mi sed de amar será como una argolla
empotrada en la losa de una tumba.

Las golondrinas nuevas, renovando
con sus noveles picos alfareros
los nidos tempraneros;
bajo el ópalo insigne
de los atardeceres monacales,
el lloro de recientes recentales
por la ubérrima ubre prohibida
de la vaca, rumiante y faraónica,
que al párvulo intimida;
campanario de timbre novedoso;
remozados altares;
el amor amoroso
de las parejas pares;
noviazgos de muchachas
frescas y humildes como humildes coles,
y que la mano dan por el postigo
a la luz de dramáticos faroles;
alguna señorita
que canta en algún piano
alguna vieja aria;
el gendarme que pita...
...Y una íntima tristeza reaccionaria.



El autor del poema se desdobla en el narrador que se desdobla en el protagonista. La primera estrofa es un parlamento del protagonista, que se dice a sí mismo: mejor no regresar. Las tres siguientes son un relato del narrador, que fantasea sobre el posible retorno y se refiere al protagonista en tercera persona. En las dos que siguen, continúa el fantaseo pero a cargo de otra voz. El protagonista se apodera del relato del cual era objeto, volviéndose sujeto: fantasea sobre el retorno en primera persona. La estrofa final parece un cuerpo extraño en el poema. Está compuesta por una sola oración anómala, llena de puntos y comas, rota con puntos suspensivos. La oración misma es una ruptura de la secuencia narrativa: es un excurso descriptivo que acumula escenas de una cámara que ya no sigue al protagonista mientras recorre la casa paterna, sino que parece tomar prestados sus ojos mientras recorre el pueblo. Pero las imágenes son neutras, casi turísticas, como una serie de postales. No son un parlamento del protagonista; no continúan el relato del narrador en tercera persona; tampoco en primera. El tiempo del relato y la acción del personaje quedan suspendidos en un limbo extraño: la oración larguísima no tiene verbo, y la ruptura temporal queda subrayada por los puntos suspensivos. Después de los cuales viene el famoso verso final. Pero ¿quién lo dice? ¿López Velarde? ¿El narrador? ¿El protagonista?

López Velarde crea la acusación, válida desde ambos. Desde el narrador, la íntima tristeza reaccionaria es la escena final que cierra la serie descriptiva. Pero no es una postal: es una imagen de los sentimientos del protagonista. Implícitamente, el narrador vuelve a apoderarse del relato que dejó en el limbo de los recuerdos del protagonista, para convertirlo en objeto final de la acusación. Como si dijera: el retorno termina en la tristeza reaccionaria de recordar qué bonita era la paz porfiriana: como de postal.

Pero no se puede ignorar la simetría del parlamento inicial con la frase final; que como cierre de ese parlamento, se la diría a sí mismo el protagonista: mejor no regresar al pueblo que me haría sentir una íntima tristeza reaccionaria.

En cuanto el poema confluye a una integración catártica (íntima/política, subjetiva/objetiva) y en cuanto el narrador es un desdoblamiento del protagonista, la frase final integra ambos sentidos. Es un cierre perfecto.

El poema no se entiende desde la posición de que todo tiempo pasado fue mejor. No es un poema escapista, es un poema cruel. Es el poema de alguien que creyó en un futuro mejor y se enfrenta al futuro que llegó. De alguien que, todavía en ese momento, se prohíbe la regresión: el retorno es maléfico, la tristeza es reaccionaria, mejor no regresar.

Lo mismo dice un héroe del realismo socialista. Pero ¡cómo lo dice! Sin asumir la esperanza deshecha, sin escuchar los murmullos soterrados, sin correr el más mínimo riesgo pecaminoso; sin desdoblarse: con la buena conciencia de una sola pieza que se identifica con el Bien, y no puede siquiera imaginarse que el deseo de Bien produzca Mal.




3. Un revolucionario civilista

No se le puede regatear a López Velarde el haber sido un revolucionario de 1910.

1. Fue maderista militante. Cuando la gente se cuidaba de hablar del libro de Madero, el joven poeta de veintiún años se lanzó a escribir para celebrarlo, y hasta para exigirle una línea más dura (octubre de 1909). Cuando Madero llegó a fundar el Centro Antirreeleccionista Potosino, y la represión intimidó a mucha gente, López Velarde participó en la fundación y quedó como secretario del Centro (marzo de 1910). Cuando Madero volvió preso a San Luis y no había abogados que lo defendieran, López Velarde y Pedro Antonio de los Santos tomaron su defensa y consiguieron que se le diera la ciudad por cárcel (julio de 1910). Cuando Madero, en esa relativa libertad, hace planes con sus seguidores y decide fugarse y tomar las armas, López Velarde lo acompaña en la reflexión (hasta se ha dicho que redacta el Plan de San Luis, cosa poco probable), si bien no toma las armas. Cuando Madero llega a presidente y empieza a cometer errores, López Velarde lo defiende: no se puede decir «que la Revolución sólo ha servido para cambiar de amos. Medite tranquilamente cómo vivimos hoy y cómo vivíamos antes [...] No estaremos viviendo en una República de ángeles, pero estamos viviendo como hombres [subrayado de López Velarde], y ésta es la deuda que nunca le pagaremos a Madero» (Carta del 18 de noviembre de 1911 a Eduardo J. Correa, que estaba dolido de la falta de reciprocidad de Madero con el Partido Católico Nacional).

2. Hay que desenterrar la historia del Partido Católico Nacional, que, en su momento y su contexto, fue un movimiento progresista de la cultura católica. Madero buscó y obtuvo el apoyo católico. El 30 de diciembre de 1909 le escribe a Celedonio Padilla: «la unión de ustedes con nosotros aumentará la fuerza y el prestigio de ambos partidos, que, aunque de diferente nombre, tienen exactamente las mismas aspiraciones y principios» (Jean Meyer, Historia de los cristianos en América Latina. Siglos XIX y XX, Editorial Vuelta, 1989, p. 109). En marzo de 1911, se forma el PCN, que apoya como candidato presidencial a Madero. La actitud de los católicos por esas fechas puede verse en una carta de López Velarde (en San Luis) a Eduardo J. Correa (en Guadalajara):

nunca sostendré que los sacerdotes no deben hablar de política; pero juzgo que al hacerlo en las circunstancias excepcionales en que al presente nos encontramos, los señores obispos están en el caso de manifestar un criterio amplio e independiente o, cuando menos, de concretarse a hacer propaganda pacífica sin inclinarse en favor de ninguno de los beligerantes. Tal conducta es, en mi concepto, la que corresponde a la dignidad de los jefes de la Iglesia. Pero, por desgracia, los obispos que hasta ahora han hecho declaraciones, en vez de mantenerse en un campo neutral, ya que el movimiento encabezado por el señor Madero en nada afecta el catolicismo de un modo desfavorable, se han supeditado al Gobierno [porfirista] con la más lamentable de las parcialidades. No quiero hablar del señor Valdespino, de quien jamás tuve buena opinión en lo relativo a facultades intelectuales. Este señor condena categóricamente la revolución porque «nadie puede aprobar el robo ni el asesinato». Yo pregunto ¿no es triste que un obispo muestre un criterio político tan rudimentario y unas tan confusas nociones sobre la ley del progreso? Decididamente, el obispo de Sonora no nació para sociólogo.

Pero vengamos a un prelado a quien yo, de buena fe, tenía por hombre competente y de ideas modernas, a la León XIII. Ya comprenderá usted que me refiero al señor Ruiz. Éste, en su pastoral, de triste fama, después de rechazar en principio la revolución, con lo que adquiere el merecido título de retrógrado, toca, en concreto, la cuestión mejicana con una torpeza que ni en un párroco de cortijo sería disculpable, pues llega, en su pueril impertinencia, a indicar que los sucesos actuales no constituyen una revolución [...] Una de las consideraciones que más preocupan al señor R. y F. es ésta: «Se están matando hermanos con hermanos; luego la revuelta es un crimen». Dígame con toda sinceridad, amigo Correa, ¿es esto lo que los católicos mejicanos deben esperar del cerebro de un obispo? [...] Ojalá y todo el Episcopado Mejicano pensara, sobre este asunto, como piensan Montes de Oca e Ibarra.


(Obras, pp. 841-842).                


Esta larga cita permite apreciar, además del contenido, un tono insólito: no el tono que se espera de los mochos, de los reaccionarios, de los candorosos seguidores de cualquier cosa que diga cualquier autoridad religiosa. Es un tono que recuerda a los laicos posconciliares que en años recientes han tratado de influir en la Iglesia para hacerla avanzar, desde adentro. Es el tono de la vanguardia laica, alentada por León XIII, que rechazó la disyuntiva entre católicos y ser modernos. Y no hay que olvidar que López Velarde llegó a ser «regente de estudios» de la Academia Latina León XIII, formada por estudiantes quinceañeros del seminario de Aguascalientes, donde estuvo de 1902 a 1905 (Guillermo Sheridan, Un corazón adicto: vida de Ramón López Velarde, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 64). Y que, según recuerda Francisco Perogordo (Guadalupe Appendini, Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos, Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 70) decía a sus compañeros de Leyes: «La humanidad no retrocede, avanza... Como en la Edad Media, ahora viene para México otro Renacimiento, un nuevo torrente que llegará hasta lo más recóndito de nuestra patria».

Correa se fue a la capital a fundar La Nación, órgano del Partido Católico Nacional, en junio de 1912. López Velarde se convierte en asiduo colaborador del periódico y candidato a diputado suplente del PCN por Jerez. Sus coterráneos votan por él, aunque tengan reservas sobre este joven político de veinticuatro años, que se fue a los diecisiete y ahora viene, por su voto, como lo recuerda en un texto que parece antecedente de «El retorno maléfico» («En el solar»):

Contra mi voluntad emprendí el temido regreso al terruño [...] Se me destina, en la casona, la sala de la derecha. Fantasmas, fantasmas, fantasmas. [...] El viaje es electoral. En ello radica la inevitable contribución a lo chusco. Soy llamado decadentista y apático. Pago mi impuesto al sainete sublunar...


Parece ser que López Velarde ganó las elecciones de Jerez con tan pocas ganas que el Colegio Electoral lo dejó sin curul. Según el testimonio de Correa («Cómo perdió su curul López Velarde», La Opinión, 21 de mayo de 1945, recogido por Appendini, pp. 63-65), el PCN quería tener al aguerrido columnista de La Nación como diputado. Para salvar el requisito de la edad (que exigía un mínimo de treinta años), postuló al médico Francisco Hinojosa, jerezano distinguido, que tampoco quería ser diputado; lo cual facilitaría suplirlo con el suplente. La victoria era segura porque el doctor Hinojosa era «la personalidad más saliente del lugar, que gozaba de simpatías generales», porque el trabajo lo haría el joven «bardo que era ya una gloria del terruño» y porque los lanzaba el Partido Católico. Frente a este par de apáticos, estaba Aquiles Elorduy, que sí quería ser diputado, aunque no era zacatecano (cosa que se supo después) y perdió las elecciones. Pero tuvo la audacia de impugnar los resultados, de convencer previamente a Hinojosa de que no acudiera a defenderse en el Colegio Electoral y de hacer que la Cámara se carcajeara de su propia ligereza: había certificado el paquete de votos sin abrirlo. «Y lo más curioso es que el paquete inviolado que exhibió Aquiles fue de la votación recogida en favor de Hinojosa y mía...», dijo López Velarde, que tampoco se presentó a defender el caso y aceptó el despojo con humor. Según Manuel Moreno Sánchez («Infantilismo presidencial», Siempre!, n.º 1837, 7 de septiembre de 1998), Luis Cabrera contaba lo sucedido como ejemplo de falta de seriedad legislativa. El truco de Elorduy consistió en pedir que se trajera el paquete electoral al salón de sesiones y en pedirle al secretario que certificara que no había sido abierto, es decir: que la Cámara había certificado el triunfo de sus contrincantes sin tomarse el trabajo de revisar las boletas. La Cámara estalló en carcajadas, pero no se tomó el trabajo de abrir el paquete: cambió la certificación a favor de Elorduy sin comprobarla, por segunda vez, subrayaba Cabrera, también a carcajadas.

El catolicismo de López Velarde y muchos otros líderes del Partido Católico Nacional no era el catolicismo del pueblo y los obispos tradicionales: era modernizante, demócrata, maderista, nada reaccionario. Estuvo con la Revolución: primero contra Díaz y luego contra Huerta. La Nación llegó a extremos de valor civil admirable frente a los asesinos de Madero. Cuando la prensa de la capital, intimidada por el usurpador, optó por acomodarse en el silencio o el servilismo (hasta el «perfume de gloria» que, según Díaz Mirón, dejó en la redacción de El Imparcial una visita de Victoriano Huerta), La Nación se negó a legitimar el cuartelazo. Fue la única publicación que Huerta no pudo silenciar más que a través de la clausura.

3. López Velarde no tenía el menor entusiasmo por las armas, aunque criticó a los obispos que condenaron la insurrección (y se burló de Bulnes cuando dijo, según López Velarde, que «por la democracia no se debe derramar ni la sangre de un cerdo»). Aceptó como un mal necesario que Madero tomara las armas contra Díaz, pero una vez que la Revolución se volvió gobierno, no podía ver con buenos ojos que Zapata, Villa, Reyes o Huerta tomaran las armas contra Madero. Los veía desde una posición parecida a la que vio con malos ojos a todos los oponentes del gobierno sandinista, como si todos fueran lo mismo: indios misquitos, Edén Pastora, monseñor Obando, antiguos somocistas, civiles antisomocistas, comunistas antisandinistas. No entendió a los Zapatistas. Pero ¿quién los entendió? ¿La Revolución (si tal persona existe)? La Revolución reprimió a los Zapatistas, a los villistas, a los cristeros, a los yaquis. ¿Hay que decir, entonces, que la Revolución fue reaccionaria?

Después del asesinato de Madero, en unos meses depresivos, cuando vuelve a San Luis y escribe una serie de prosas líricas en tono necrofílicas, parece desesperar, como desesperó Madero, de las vías pacíficas. La víspera del 20 de noviembre de 1913, le escribe a Correa:

Me he enterado de que sigue usted en los trabajos de política, pero de una política que tiene sus trazas de apostolado, ya que no puedo menos que conceptuar como romanticismo el que en estos tiempos singulares haya quienes emprendan campañas eleccionarias.

Ni sé en dónde pararemos si no viene un tratado de paz. Indudablemente que lo más práctico sería que el curso de la revolución no se detuviera, como en 1910. Así se tendría la posibilidad de despojar a la burguesía de toda su fuerza política y de su preponderancia social, y quizá hasta de efectuar científicamente una poda de reaccionarios, en especial de los contumaces.


No hay que leer estos párrafos desde los clichés actuales. Al subrayar científicamente, no desean (en clave de 1968) que los científicos herederos de Marx puedan efectuar una poda; desean (en clave de 1910) que los Científicos herederos de Díaz puedan ser podados. No dicen que la Revolución de 1910 se detuvo: dicen que la Revolución fue detenida en 1910. Lo cual supone que el movimiento antirreeleccionista fue una revolución civil, política, sin armas, detenida en las elecciones de 1910 por la dictadura. (Si hablara del maderismo en el poder, detenido por el cuartelazo, tendría que haber dicho: en 1913, no en 1910).

Hay que recordar que el PCN aceptó participar en las elecciones organizadas por Huerta, postulando a un eminente porfirista (Federico Gamboa), en vez de seguir a otro eminente porfirista (Venustiano Carranza) que llamó a las armas. Implícitamente, López Velarde hace la crítica de su partido por analogía con la revolución civil que intentó derrocar a Díaz electoralmente, y se detuvo en 1910 por el fraude y la represión: se volvió guerra civil. Lo deseable sería continuar la revolución democrática sin tomar las armas: emprendiendo campañas eleccionarias. Pero lanzarse a derrocar al nuevo dictador por el voto tiene trazas de apostolado romántico.

Tampoco hay que leer burguesía como la clase opuesta al proletariado. Para la tradición romántica y modernista, como para la tradición católica, aburguesarse era lo opuesto a la búsqueda espiritual: preferir la comodidad, la tranquilidad, la mediocridad, el bienestar. La burguesía bloqueaba, no el ascenso del proletariado, sino la elevación del espíritu. Con su fuerza política y su preponderancia social, desnaturalizaba el México verdadero, por el cual luchaba el Partido Católico Nacional. Los Científicos reaccionaban contra la aspiración de los mexicanos a vivir por fin como hombres, no como súbditos. «Al proclamar el antirreeleccionismo tuvo Madero una actitud caballeresca, un gesto bizarro, una palabra de justicia»: una «independencia de rara avis»; «Este fronterizo vale, por su hombría, más que los políticos sin sexo de la ciudad de México» (López Velarde, en el primer artículo político que firma con su nombre).

Reaccionarios, los asesinos de Madero. Reaccionarios contumaces, los Científicos convencidos de que los mexicanos, por su propio bien, necesitaban volver a la mano férrea del orden y el progreso: al paternalismo político, peligrosamente interrumpido por Madero. Reaccionarios, los que, valiéndose del fraude y la represión, impedían que los mexicanos se elevaran a vivir como hombres.