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Lo femenino en Ramón López Velarde

Hervé Le Corre





No escasean los parecidos entre el posmodernismo, sus obras y sus componentes, tales como los hemos venido examinando hasta ahora, y la poesía femenina (escrita por las poetas) en general. Como los poetas posmodernistas, las poetas quedan muchas veces excluidas u ocupan un papel secundario en los momentos considerados como claves para el proceso literario (modernismo, vanguardias, posvanguardias). Ello se verifica de manera particularmente aguda durante las vanguardias históricas en las que no participan sino tangencialmente. Existen, por supuesto, excepciones, como Magda Portal en el Perú1, y casos de reevaluación, precisamente por parte de posmodernistas (Boti, Poveda), de algunas figuras femeninas nacionales, como la Avellaneda2. Pero hay más casos de rechazos, como Storni y/o acusación de «anacronismo»3.

Sin embargo, parece innegable que la escritura femenina aporta un nuevo aliento a la poesía hispanoamericana, y que cierto parentesco reúne, por ejemplo, a la poesía de Gabriela Mistral con la de Juana de Ibarbourou, parentesco que las vincula también, aunque de manera más laxa, con otras poesías como las de Delmira Agustini o Alfonsina Storni.

Se suele reconocer que en la poesía de Mistral o Ibarbourou se encuentra un sentido inédito de la tierra, del cuerpo, de la materia, y pues del material poético, de la palabra, la boca y la lengua. Jaime Concha, en un trabajo sobre Gabriela Mistral, ve esa comunidad femenina encarnada simbólicamente en

la imagen de la vasija -presente en títulos ya de libros, ya de poemas- [que] revela una apropiación de formas femeninas y un canto que emerge respaldado por una asunción constante del existir femenino4.



Esa visión, sin embargo, puede parecer todavía demasiado adherida a un modelo de representación de tipo simbólico y/o biológico (vasija/matriz) que vuelve a encerrar a la poesía femenina en el horizonte de expectativas tradicional como poesía erótico-maternal, marial, íntima, etc. El texto no es continuo al cuerpo: hay que considerarlo dentro de un conjunto más amplio de estrategias de inscripción en un sistema en el que no priva lo simbólico como asunción del sentido, sino como elemento demarcador, discreto.

Por ello, esa constelación simbólica (o sea el símbolo leído en una sintaxis, ubicado en el espacio poético) puede ser compartida por la poesía masculina. Ramón López Velarde recurre a un conjunto de significantes paralelo (de la «tinaja» de «La suave patria» a la «tina» de «Tierra mojada», en Zozobra), que hay que examinar también fuera de una identificación inmediata, como indicios de desplazamiento, de movilidad.

Hemos visto que «La suave patria» del mexicano es una matria a la que acude presuroso:


Si me ahogo en tus julios, a mí baja
desde el vergel de tu peinado denso
frescura de rebozo y de tinaja,
y si tirito, dejas que me arrope
en tu respiración azul de incienso
y en tus carnosos labios de rompope.



El orden patriarcal, o de la patria, se ablanda y se disuelve simbólicamente en las «entrañas» de una madre-tierra amigable. Existe en Ramón López Velarde una auténtica «feminización» de la escritura. Esta, como hemos sugerido, viene de una elección, un rechazo de la «laringe», del furor cívico, a favor del cantar, del lento silabear de la madre o de la amante. En ese sentido es el poeta eterno «párvulo», como el dócil y terco monaguillo de «Idolatría» (Zozobra):


Idolatría
de la expansiva y rútila garganta,
esponjeado liceo
en que una curva eterna se suplanta
y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo.



Lo femenino en la poesía de López Velarde procede de Baudelaire, por el misterio de lo gigantesco, por el descubrimiento de fragancias y perfumes. En «Tenías un rebozo de seda...» (La sangre devota):


Del rebozo en la seda me anegaba
con fe, como en un golfo intenso y puro,
a oler abiertas rosas del presente
y herméticos botones del futuro
(En abono de mi sinceridad
séame permitido un alegato:
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato.)



Lo femenino, en Ramón López Velarde, adquiere autoctonía y sabor de revelación, garganta-Gargantúa, gigante soplo que hace de su poesía una verdadera neumática, el pneuma de la creación, y también el ritmo respiratorio de la oración, una «oración asmática» que es el cotidiano y maravillado respirar «en estos hiperbólicos minutos / en que la vida sube por mi pecho / como una marea de tributos» («El minuto cobarde», Ibidem). El poema inicial de Zozobra, «Hoy como nunca...», dedicado a la memoria de Josefina del Río (Fuensanta), viene marcado por la dramática interrupción del soplo vital: «tu garganta sólo es una sufrida / blancura que se asfixia bajo toses y toses». El ir y venir de un soplo que el poeta intenta recobrar, como la sístole y la diástole, la musiquilla del corazón (de La sangre devota a El son del corazón).

El poeta está en constante búsqueda, no sólo de la voz femenina sino de un ruaj creador que, por supuesto, tiene que ver con la muerte -la Muerta-, la resurrección (¿?) de la carne, en el famoso «Sueño de los guantes negros»:



me atrajiste al océano de tu seno,
y nuestras cuatro manos
en medio de tu pecho y de mi pecho,
como si fueran los cuatro cimientos
de la fábrica de los universos.

¿Conservabas carne en cada hueso?



El ruaj, o el soplo creador, capaz de darle forma al barro y de disolverse en la casi incorporeidad de la fragancia, o de ser peso («idolatría / del peso femenino») y pecado y gracia en «La última odalisca» (Idem):



Mi carne pesa, y se intimida
porque su peso fabuloso
es la cadena estremecida
de los cuerpos universales
que se han unido con mi vida.

Ámbar, canela, harina y nube
que en mi carne al tejer sus mimos
se eslabonan con el efluvio
que ata los náufragos racimos
sobre las crestas del diluvio.



No creo que antes de López Velarde un poeta (masculino) haya hablado tan ponderosamente de los cuerpos ni haya dado tanto peso a la palabra y a sus cinco sentidos. Una palabra grávida y etérea a la vez.

No es extraño, pues, encontrar en su poesía tantos objetos o figuras que forman parte del acervo poético considerado tradicionalmente como femenino. Así, la omnipresente imagen de la tejedora, no la de las alegorías, sino la cotidiana y minuciosa, «Águeda que tejía / mansa y perseverante en el sonoro / corredor» («Mi prima Águeda», La sangre devota), la que causa «calosfríos ignotos» y enseña al poeta en ciernes el lento tejer de las vocales. La poesía de López Velarde está también impregnada por lo líquido («Águ(ed)a»), el agua del pozo, o la del golfo de navegar, de crestas espumosas, de arcas de Noé, de naves de parroquia, que también es la del naufragio, del ahogo en tos y llanto. Es la lluvia que amasa los cuerpos y las palabras mojándolas, paladeándolas, somatizando los signos inertes («Tierra mojada», Zozobra):


Tierra mojada de las tardes líquidas
en que la lluvia cuchichea
[...]
Tierra mojada de las tardes olfativas
[...]
Tarde mojada, de hálitos labriegos,
en la cual reconozco estar hecho de barro
[...]
Tardes como una alcoba submarina
con su lecho y su tina.



Lo femenino en López Velarde viene significado por una serie de señales (léxicas, simbólicas...) más o menos directamente perceptibles. Colocado en la perspectiva del acto de escritura, lo femenino desempeña también un papel clave: le sirve para escenificar la diferencia entre sus prácticas poéticas y una escritura definida como masculina, para un público y un espacio (la calle o el foro) igualmente masculinos. La poética lopezvelardeana postula otra configuración del acto de escritura-lectura, con su locus amoenus (el interior femenino) y su interlocutora, que legitima al poeta en tanto lectora / auditora y lo descentra en tanto maestra.





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