Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- III -

Zozobra


Es bajo el signo de la sublimación que se escribe el ciclo de Fuensanta y de la provincia idealizada. Pero sublimación es represión y lo reprimido regresa siempre. Por más que el poeta haya nacido «místicamente armado», como él mismo declara, detrás de la armadura se agita un cuerpo que quiere su parte y sin el cual -no hay que olvidarlo- la armadura sería un objeto inerte. En la escisión de su dualismo, López Velarde da la preferencia al alma, da la razón al alma. Su elección es la punta de un iceberg de dos mil años de historia en los cuales el hombre ha estado sometido a un sistemático esfuerzo para volverlo ascético, a pesar de lo cual sigue buscando el placer. Todas las civilizaciones enseñan que el hombre es fundamentalmente un alma prisionera en un cuerpo; y sin embargo, íntimamente, el hombre se resiste y se considera sobre todo un cuerpo. Nuestros deseos reprimidos, por otra parte, no son simplemente deseos de placer, sino deseos del gozo suscitado por la plena realización de la vida del cuerpo55.

En la armoniosa construcción intelectual con la que López Velarde pretende fijar en el tiempo un amor, una mujer y un sitio, hay «tenues intersticios» por donde el cuerpo -verdadero prisionero- asoma y finalmente se escabulle. Si hubiera racionalizado su intuición, habría podido decir con Borges: «hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso»56. En los intersticios de la armadura asoma la carne.

Cierto que Borges pone en duda la existencia del mundo y nosotros la existencia del alma; pero mundo y alma son dos conceptos culturales, productos de esa civilización con la cual el hombre pretende sobrevivir a los siglos y olvidar que -pese a todos los esfuerzos- sigue siendo un cuerpo que muere.

Pero un cuerpo que muere quiere vivir. La reivindicación de esta vida, de esa energía vital que el psicoanálisis llama libido y la mitología Eros, se puede leer entre líneas en algunos versos de La sangre devota y con decidida exaltación en Zozobra y en algunos poemas de El son del corazón.

En principio López Velarde identifica el Eros con un aspecto particular del mismo, es decir, con el sexo y aun se diría con una de las formas de expresión del instinto sexual, es decir, la genitalidad. Ello es al mismo tiempo objeto de atracción y repulsión, una forma condenable de belleza, una «flor de pecado». En contraste con las flores de amor, de pureza, de bendición, de veneración de La sangre devota, Zozobra está lleno de «flores de pecado». A la «rosa de la ilusión» (Rumbo al olvido, PP) se superpone la «eficaz y viva rosa» genital (La última odalisca, ZO).

El objeto del deseo, de regreso de la prohibición que hace a la amada inalcanzable, encarna en mediocres sustitutos que no acaban de satisfacer. Son satiresas, impúdicas ninfas, bacantes incontroladas, son «consabidas náyades arteras», cortesanas, samaritanas, odaliscas, cuya prodigalidad no se puede rechazar aunque su aceptación implique un replegarse del alma sobre los fantasmas de lo imposible, un permanente confinarse en la melancolía (v. Que sea para bien, Dejad que la alabe, Como las esferas, La lágrima, Tierra mojada, La última odalisca).

A pesar de la frustración moral, el placer subsiste, al punto de sugerir muchas veces la exaltación y la loa del mismo. Para el zenzontle impávido es toda una teoría al respecto. El zenzontle es el poeta de poetas, el único que habiendo tomado a pecho su tarea de consolar («los cansancios / seniles y la incauta ilusión con que sueñan / las damitas»), canta y canta sin temor, desafiando a los monstruos de la noche e invitando para un festín de Eros en el que le está vedado participar. Quien canta sublima, parece querer decir López Velarde, y en quien sublima no hay lugar para la fruición. Todo poeta es en parte como el zenzontle. Es en esta inevitable reserva a la pureza donde se cifran las esperanzas de placer de nuestro poeta, el cual no se limita a reivindicar esa reserva como un derecho sino que compadece a quien no la experimenta:


      Deploro su castidad reclusa
y hasta le cedería uno de mis placeres.


Como exaltación del Eros, Zozobra es el contracanto de La sangre devota. De hecho, mientras allá la sangre aparecía frenada y casi anulada por la devoción, aquí corre libre e impía. La frecuencia del vocablo «sangre» y sus derivados, así como también de otros vocablos vinculados semánticamente como «arteria», «corazón», «latir», etc., es muy baja en La sangre devota y muy alta en Zozobra. En este segundo libro, en el cual se percibe además un notable cambio de estilo, el poeta cede a la atención que reclama su cuerpo y se deja vencer por un sentimiento de tolerancia, casi se diría de permisividad, con respecto a sí mismo (v. No me condenes, Como las esferas, Tierra mojada, Hormigas, La niña del retrato, Idolatría, Ánima adoratriz, La última odalisca, El candil).

Hay un solo momento en que la permisividad se acentúa y se vuelve rebeldía: Mi corazón se amerita57.




Mi corazón se amerita...


Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en la ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Placer, amor, dolor... todo le es ultraje
y estimula su cruel carrera lagarítmica,
sus ávidas mareas y su eterno oleaje.

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Es la mitra y la válvula... Yo me lo arrancaría
para llevarlo en triunfo a conocer el día,
la estola de violetas en los hombros del alba,
el cíngulo morado de los atardeceres,
los astros, y el petímetro jovial de las mujeres.

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Desde una cumbre enhiesta yo lo he de lanzar
como sangriento disco a la hoguera solar.
Así extirparé el cáncer de mi fatiga dura,
seré impasible por el este y el oeste,
asistiré con una sonrisa depravada
a las ineptitudes de la inepta cultura,
y habrá en mi corazón la llama que le preste
el incendio sinfónico de la esfera celeste.


Se trata de una serie de alejandrinos distribuidos en cuatro estrofas irregulares, en todas las cuales el primer verso se repite anafóricamente: «Mi corazón, leal, se amerita en la sombra». Se parte, por lo tanto, de la experiencia cotidiana de autorrepresión. La lealtad es a un ideal del cual no está excluido el recuerdo de Fuensanta y es sobre todo una regla moral. Llama la atención desde el comienzo el cambio de perspectiva: el sujeto no es más el «yo» (como lo era en «añoro dulcemente los lugares», «yo te digo en verdad», «y de ti y de la escuela / pido el cristal, pido las notas llanas», etc., etc.), sino el «corazón», extrañado del yo, que lo observa desde una dimensión antes desconocida: la dimensión de la conciencia que se pliega a los deseos del ello. Y llama la atención el cambio de espacio o de paisaje: antes el ideal vivía en la luz; ahora sobrevive en la sombra.

Es desde la nueva dimensión en que se coloca el yo que será posible el cuestionamiento y la rebeldía: el volverse contra la dictatura del super-yo. El grupo de versos que continúa y cierra cada estrofa es una contestación polémica cuyo tono agresivo va en aumento hasta estallar en la amenaza de la última estrofa («yo lo he de lanzar»), amenaza en la cual la catástrofe se identifica con la libertad («Así extirparé el cáncer de mi fatiga dura»).

Los hipotéticos condicionales de la primera y la tercera estrofa («yo sacara», que está por «sacaría», y «yo me lo arrancaría») se han transformado en un futuro de necesidad: «yo lo he de lanzar». A la cárcel de sombra se opone la cumbre enhiesta y luminosa, en la que se adivina el perfil de una pirámide, desde la cual, en insólita evocación del sacrificio azteca, el poeta se propone arrancarse el corazón y lanzarlo «como sangriento disco a la hoguera solar»58. La transformación del corazón en un objeto redondo no responde a una simple geometrización de las formas, la cual no sería tampoco rara (v. «conocía la o por lo redondo» de Mi prima Águeda). Para empezar, «disco» es isotópico con «hoguera» (las hogueras son siempre más o menos circulares), «solar» y «esfera celeste». Podemos pensar, por lo tanto, que lo redondo es vehículo de un significado particular. Según las consideraciones de Bachelard (ya citadas a propósito de Mi prima Águeda), «la existencia es redonda» y «todo lo que es redondo atrae la caricia». Además «el ser redondo difunde su redondez, difunde la calma de toda redondez»59. La calma de la redondez es la calma de la vida que late en armonía con el universo. Es la armonía del cuerpo que se siente una sola cosa con la naturaleza; es una llama en el «incendio sinfónico de la esfera celeste». Para recuperar esta armonía y esta calma («seré impasible por el este y el oeste») hay que vencer la dictadura del alma, hay que renegar de la cultura aceptando al fin su ineptitud; hay que desconfiar de la moral impuesta; hay que desafiar al padre represivo, «que siente entre sus brazos latir un hijo ciego»: inequívoca imagen del super-yo. Hay que resolver la oscilación entre «la mitra y la válvula», entre el poder represivo (ligado a la Iglesia) y la tendencia al desahogo, a la liberación de los impulsos.

El escepticismo de López Velarde con respecto a la cultura no se manifiesta solamente aquí. En Fábula dística dice a la bailarina Tórtola Valencia, por quien se conoce su devota admiración: «Tu rotación de ménade aniquila / la zurda ciencia que cabe en tu axila», donde el sintagma «la zurda ciencia» equivale fonéticamente a «la absurda ciencia», con el cual se confunde, por lo tanto, también en el plano semántico. «Zurda», por otra parte, contribuye a dicha asociación semántica, pues «zurdo» equivale a «no derecho» y en lenguaje familiar a «algo que no es como debería ser».

Pero volvamos todavía a Mi corazón se amerita. El adjetivo «sangriento» aplicado al disco del corazón es polisémico: por un lado alude a la sangre liberada; por otro es el signo de la lucha. Por un tercero, señala la tendencia del poeta a considerar el placer ligado al dolor. Aislando algunos versos de La mancha de púrpura, La estrofa que danza y Hormigas y recordando su manifiesto deseo de ser avasallado por la mujer60, se podría focalizar en López Velarde un asomo de sado-masoquismo que es la marca de su decadentismo. Y en su tendencia a martirizarse podría verse tal vez un matiz de algolagnia61, sobre el cual volveremos.

Este salto de cualidad de la sombra a la luz («me lo arrancaría / para llevarlo en triunfo a conocer el día») tiene como objetivo final el elemento femenino, concebido ya no más como la abstracción Madre-Pureza sino como un concepto general igualmente abstracto («perímetro jovial»), en el que de nuevo aparece la tendencia a la geometrización, y en el cual se suman las exquisitas diversidades de los objetos concretos que pueden dar virtualmente satisfacción al Eros: las mujeres. La unicidad del objeto del deseo es síntoma (¿o causa?) de la enajenación del sujeto y de su vasallaje; la multiplicidad del objeto (o la mayor disponibilidad del sujeto) es síntoma de egocentrismo en el mejor sentido de la palabra, es síntoma de sanidad por parte del sujeto62. La serie de complementos directos, de objetos del conocer que se suceden en la tercera estrofa, tienen como común denominador el elemento femenino y significan en último término «las mujeres», verbalizadas en forma destacadísima, en posición de rima al final de la estrofa, como conclusión del razonamiento. Se diría que «mujeres» era el vocablo justo, insustituible, buscado (y encontrado) a través de la serie metafórica: «el día», «la estola de violetas en los hombros del alba», «el cíngulo morado de los atardeceres», «los astros» y finalmente «el perímetro jovial de las mujeres».

Para Torres Bodet y para Phillips, estas metáforas que recuerdan los hábitos religiosos («alba», «cíngulo», «estola») son sugeridas por la precedente «mitra», que evoca en primer lugar la mitra de los arzobispos63. Pero parecería más bien que López Velarde jugara con la ambigüedad mitra-mitral: «mitral» se llama la válvula del corazón que une la aurícula con el ventrículo izquierdo, y se llama así justamente porque su forma asemeja a la de una mitra. «Es la mitra y la válvula» quiere decir que en él son ya una sola cosa el corazón que desea y la moral que frena los deseos, el corazón de «ávidas mareas» y el corazón que «se amerita en la sombra», como la válvula mitral es a la vez corazón (deseoso) y mitra (moral). Además, amerita es un anagrama parcial de mitra. El corazón que se amerita contiene ya la mitra: el poeta se siente ya (o quisiera sentirse) un cardenal, un santo. Pero amerita contiene también a marea: se comprueba una vez más cómo los símbolos mismos de la represión terminan por servir de vehículos al deseo reprimido64.

Por lo que se refiere a las metáforas («estola de violetas», «hombros del alba», «cíngulo morado»), lo más probable es que sean producidas por la latencia de «mujeres», que condiciona la elección lingüística hasta que logra imponerse subiendo a la superficie. La prueba está en que el vocablo concluye la serie, da por terminada la búsqueda.

Sobre el uso de «perímetro» dice José Luis Martínez: «¿Qué otra cosa sino la palabra perímetro nos parece sorprendente en este gracioso verso? Pero lo importante no es reconocer su carácter sino la forma en que actúa para parecemos sorprendente, original y acaso afortunada desde el punto de vista estrictamente poético. El procedimiento -empleado por algunos de los poetas cuya lectura frecuentaba López Velarde: Laforgue, Lugones, Herrera y Reissig, Darío-, semejante al de algunas metáforas de elementos no relacionados, consiste en este caso en la realización de un contraste entre la naturaleza física del sustantivo (perímetro) y la naturaleza sentimental del adjetivo (jovial), todo ello referido a la mujer»65. Se podría agregar que en la elección estilística de «perímetro» es determinante el rasgo semántico «delimitación de superficie», es decir, superficie o territorio femenino, anónimo y plural, donde el deseo se sacia; y que esta preferencia por vocablos matemáticos o geométricos denuncia un gusto característico de la vanguardia plástica de aquellos años (piénsese en el cubismo, p. ej.).

«Astros» parece romper la isotopía de la serie que conduce a «mujeres». Sin embargo, es coherente con la clave simbólica del poeta. Habíamos ya adelantado en el capítulo anterior que en el campo semántico «luz - cielo - astros» se opera un cambio debido a la modificación de los intereses del poeta, que en el segundo libro se alejan de Fuensanta y se inclinan a la percepción de las emociones sensuales, que serán objeto de un apasionado registro. La mujer preferida, la del nombre terminado diminutivamente, es «un bólido / por un cielo de hollín sobrecogido» (Día 13); los astros, anónimos y plurales, son las mujeres, todas las posibles mujeres. Son, es decir, una multiplicación de la elegida, así como en La sangre devota las provincianas eran una multiplicación de Fuensanta, una bandada de torcaces haciendo coro a la única, la del ala blanca y el trino hechicero.

En esta lucha interior entre las exigencias de la moral y la fuerza del deseo, el momento de rebeldía es excepcional. Al desafío de Mi corazón se amerita responde la razón imponiendo la renuncia. Al fugitivo «minuto perdurable» de Día 13, al precioso minuto que la vida pletórica vuelve «hiperbólico», sucede El minuto cobarde.

El mismo impulso que lleva a la liberación conduce irremediablemente a la condena. El ángel que libera es el ángel rebelde y está condenado de antemano. La elección del Mal, por otra parte, es una confirmación del Bien66. López Velarde no tuvo el coraje de Baudelaire, de quien se declara deudor67, ni de Blake, a quien tal vez no había leído. No elige la rebeldía continua; no prefiere el Mal por el Mal. Prefiere el Bien, y cuando duda se aferra a todo aquello que le puede devolver la fe en su preferencia:



Yo quisiera acogerme a la mesura,
a la estricta conciencia y al recato
de aquellas cosas que me hicieron bien...

Anticuados relojes del Curato
[...]

Obesidad de aquellas lunas [...]

Fatiga incierta de un incierto piano
[...]

Santos de piedra [...]

Garganta criolla de Carmen García
[...]

Cromos bobalicones
[...]

Canteras cuyo vértice porso
destila el agua [...]


Cuando López Velarde escribe este poema (El minuto cobarde), el mito de Fuensanta parecía eclipsado; pero se mantenía la idealización de la provincia. La provincia edénica reúne en sí todo lo que es bueno y virtuoso. Volver a ella significaría recuperar un lugar en el refugio de donde el Mal está excluido. Pero después de la expulsión el regreso no es posible y el Mal no termina nunca de acechar:



Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas,
y mi violento espíritu se halla
nostálgico de sus jaculatorias
y del pío metal de su medalla.


López Velarde no elige el Mal. Cae en el mal por debilidad y en nombre de la debilidad opta por la tolerancia de los pecados e implora el perdón:



¡Oh, Rabí, si te dignas, está bien que me orientes:
he besado mil bocas pero besé diez frentes!


(El perro de San Roque, SC)                


De ese modo se reintegra en la armonía general. Hacer el Mal por el Mal sería crear algo que se excluye de esa armonía general; sería producir algo que antes no existía, que nada puede borrar y que no estaba preparado por la economía rigurosa del mundo: se trataría de una obra de lujo, gratuita e imprevisible. Se trataría, como dice Bataille a propósito de Baudelaire, de una «flor del Mal»68. Pero en el determinismo de López Velarde no hay lugar para lo gratuito. Nada está desprovisto de finalidad en su mitología y en su último libro se atarán todos los cabos: el pecador se hace asceta, el espejismo terrenal se disuelve y el fantasma de la Santa regresa para salvar su alma.

La zozobra a la que alude el título de su segundo libro radica sin duda en esta oscilación entre el Bien como vocación moral y el Mal como pecado de la debilidad. No por casualidad el vocablo aparece sólo una vez en La sangre devota y justamente en el único poema que no forma parte del ciclo de Fuensanta y la provincia idealizada. Boca flexible, ávida... anticipa uno de los ciclos de su segundo libro69, que tiene como eje temático la búsqueda de una síntesis que resuelva esa escisión interior de la que el poeta es perfectamente lúcido70.




Boca flexible, ávida...


Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos; y a estas misas cenitales
cuncurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.

Figura cortante y esbelta, escapada
de una asamblea de oblongos vitrales
o de la redoma de un alquimista:
ignoras que en estas misas cenitales,
al ver, con zozobra,
tus ojos nublados en una secuencia
de Evangelio, estuve cerca de tu llanto
con una solícita condescendencia;
y tampoco sabes que eres un peligro
armonioso para mi filosofía
petulante... Como los dedos rosados
de un párvulo para la torre baldía
de naipes o dados.


En este poema de La sangre devota, la mujer no es todavía portadora de esperanzas sino de inquietud. Se presenta como un peligro. Invade el espacio de la Santa y -para mayor zozobra de la fe- podría ser ella misma una santa: aparece en la misa, austera, aguda, fija, leyendo el Evangelio con los ojos nublados. Pero su hierática figura conmueve a tal punto los sentidos que pone en evidencia la fragilidad de las construcciones intelectuales de quien la mira:


[...] Como los dedos rosados
de un párvulo para la torre baldía
de naipes o dados.


Tan es así que, en una lectura lacaniana de su retrato, desaparecería la avidez «de lo concienzudo» y permanecería sólo la sensualísima «boca flexible, ávida» y las «misas cenitales» podrían transformarse en «misas genitales» si se sustituye la «c» con la «g», abundante en todo el poema, ya sea como grafema, «g», que como fonema / x /: «Evangelio», «ignora», «figura», «ojos» (dos veces), «fijos», «prolijos».

En Zozobra los poemas dedicados a la misma mujer ya no están sacudidos por la duda. El poeta ha asumido su escisión interior, la cual condiciona -también en este caso- su preferencia por el oxímoron71. La elegida vendrá a conciliar los elementos en oposición:



Alerta al violín
del querubín
y susceptible al
manzano terrenal,
será a la vez risueña
y gemebunda,
como el agua profunda.
[...]
Riéndose, solemne;
y quebrándose, indemne.

Que me sea total
y parcial,
periférica y central;
[...]


(Dejad que la alabe, ZO)                



Yo desdoblé mi facultad de amor
en liviana aspereza
y suave suspirar de monaguillo;
pero tú me revelas
el apetito indivisible, y cruzas
con tu antorcha inefable
incendiando mi pingüe sementera.


(Transmútase mi alma, ZO)                



Me revelas la síntesis de mi propio Zodíaco:
el León y la Virgen [...]
[...]
¡Oh tú, reveladora, que traes un sabor
cabal para mi vida, y la entusiasmas:
tu triunfo es sobre un montón de satiresas
y un coro plañidero de fantasmas!


(Que sea para bien, ZO)                


En la etapa de Zozobra, el católico López Velarde cree recuperar su integridad al presentársele la vida del cuerpo en toda su fulgurante fascinación. Descubre como Blake que el placer está en la energía y que la energía deriva del cuerpo72, que la palidez es irreal a menos que se trate de la ceniza y que la paz puede pasar a través de los incendios y de las erupciones volcánicas. Le pregunta bécquerianamente a esta nueva mujer:


¿Ganaste ese prodigio de pálida vehemencia
al huir, con un viento de ceniza,
de una ciudad en llamas? ¿O hiciste penitencia
revolcándote encima del desierto? ¿O, quizá,
te quedaste dormida en la vertiente
de un volcán, y la lava corrió sobre tu boca
y calcinó tu frente?


Se deja guiar por ella en este nuevo descubrimiento del ser y ruega:


Ya estoy en la vertiente de tu rostro, esperando
las lavas repentinas que me den
un fulgurante goce.


(Que sea para bien, ZO)                


Desde esta nueva perspectiva, toda la visión del mundo cambia. Donde antes había flores ahora hay frutos: de Zozobra han desaparecido los lirios, los azahares y las rosas y en su lugar aroman los duraznos, las manzanas, el anís y los calabazates73. El agua de la pureza es sustituida por el licor74. La luz crepuscular de La sangre devota se vuelve deslumbramiento, astros, sol. En vez del blanco predomina el rojo. En vez de la nieve, el fuego75. En vez de «un ala blanca», «el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento». Parece que los sentidos se hubieran puesto a encandilar desde la sombra en donde hacían penitencia o mérito, y en esta recuperación de la armonía de su cuerpo con el resto del universo, el yo -expulsado del Paraíso y por un momento libre de nostalgia- se identifica con la tierra. Él pertenece a la tierra y la tierra está en él. El «polvo eres» de la maldición bíblica adquiere en este momento de exaltación suprema una connotación de júbilo. En Mi corazón se amerita un mar entero fluye y refluye por sus venas; y los costados de su cuerpo se indican con los puntos cardinales. Él es la tierra. Y la mujer es el día, la luz, los astros. Parece casi un eco del antiguo mito de la fecundación de la tierra por el cielo, del coito cósmico de Gea y Uranos con el cual principia la vida. El hecho de que aquí los papeles estén invertidos, se corresponde perfectamente con la mentalidad de López Velarde, para quien el principio activo es el femenino. En Tus dientes (ZO), esta dimensión macrocósmica de su perspectiva produce versos memorables, en los que se percibe el recuerdo de Baudelaire:



Cuida tus dientes, cónclave de granizos, cortejo
de espumas, sempiterna bonanza de una mina,
senado de cumplidas minucias astronómicas,
y maná con que sacia su hambre y su retina
la docena de Tribus que en tu voz se fascina.

Tus dientes lograrían, en una rebelión,
servir de proyectiles zodiacales al déspota
[...]
Bajo las sigilosas arcadas de tu encía,
como en un acueducto infinitesimal,
pudiera dignamente el más digno mortal
apacentar sus crespas ansias [...]


En Memorias del circo el acróbata es visto como un aeronauta o un cosmógrafo que sube hasta asomarse al Polo Norte o al Polo Sur. La niña del retrato tiene pequeñas manos que «son carceleras de océanos». En Idolatría los pies femeninos se presentan como lunas y como soles y «cuando van de oro son un baño / para la Tierra, y son preclaramente / los dos solsticios de un único año».

El cambio de perspectiva espacial va acompañado de un cambio de perspectiva temporal. Lo buscado es siempre la duración; pero mientras antes se trataba de hacer durar el pasado reinventándolo continuamente, ahora se trata de aferrar el instante en el que la fruición anula el tiempo. Si La sangre devota era la búsqueda del tiempo perdido, Zozobra es la búsqueda del instante perdurable. Ya hemos visto antes los «hiperbólicos minutos» de El minuto cobarde, el «minuto fraudulento» de La mancha de púrpura y sobre todo el «minuto perdurable» de Día 13. Pero vivir el minuto es lo mismo que aprovechar el día y así se puede decir que el melancólico ubi sunt? de La sangre devota (v. en particular En la Plaza de Armas) deja paso a un decidido carpe diem:


Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.


(Hormigas, ZO)                



Uno es mi fruto:
vivir en el cogollo
de cada minuto.


(Todo, ZO)                


Sin embargo, la paradoja del instante -al cual podemos acceder solamente transcurriendo, o sea huyendo de él- consiste justamente en que se nos escapa si tentamos de aferrado76. La ilusión de armonía, de síntesis entre sus elementos en contradicción («el León y la Virgen») dura poco. Los mismos biógrafos del poeta no saben explicar el fracaso de esa relación privilegiada que lo había modificado sustancialmente77. Leyendo atentamente Zozobra y dejando de lado el aspecto anecdótico biográfico, se tiene la impresión de que el instante de júbilo perece sofocado por la terca voluntad de hacerlo durar. Y esa voluntad debió ser de los dos, como se desprende del poema Despilfarras el tiempo, por lo que se refiere a ella, y de La mancha de púrpura, por lo que se refiere a él. En aquél se siente el pasaje a través de la lengua de Lugones y tiene una alta dignidad estilística; en éste no hay grandes proezas formales, pero es eficaz en la comunicación de su verdad. Parece como si la autorrepresión que ha caracterizado toda su concepción del amor y su relación con Fuensanta, fuera algo demasiado arraigado en él y por lo tanto insuperable. Tal vez contra sí mismo, desde su más recóndita tiniebla, vuelve a subir a la superficie esta tendencia a la mortificación:


Me impongo la costosa penitencia
de no mirarte en días y días


Y luego:


Tú no sabes la dicha refinada
que hay en huirte [...]


El placer en el dolor es un elemento romántico que había individualizado Sade y del cual quedan notables vestigios en nuestro poeta. Pero aquí hay además la impresión de que el encuentro es la trasgresión de alguna norma, puesto que ocurre en un «minuto fraudulento», que vuelve el gozo «furtivo». Y se regresa al tema latente de la mujer tabú y del incesto, de que ya hablamos a propósito de Fuensanta. Parece como si el poeta huyendo de sí mismo volviera a encontrarse con sus propios pasos que lo persiguen. La mancha de púrpura es una confesión sorprendente: no busca a la mujer; el encuentro con ella no se produce realmente; él secuestra su imagen para su aislamiento.

Onanista, platónico o libertino, López Velarde buscó el amor sin encontrarlo. Su poesía es fundamentalmente poesía de amor y sin embargo ignoró -salvo en un momento fugaz- esa forma del Eros que reconcilia con la vida. Vivió el amor a contrapelo, como una condena, confundiéndolo morbosamente con su enemigo tradicional:


      la dicha de amar es un galope
del corazón sin brida, por el desfiladero
de la muerte.


(Para el zenzontle impávido, ZO)                


«Enemigo tradicional» del amor es la muerte en toda una larga línea de la poesía española que partiendo de algunos romances (El enamorado y la Muerte78, por ejemplo), llega hasta la poesía contemporánea (v. el tema de Leonor en Antonio Machado, la «Canción a una muchacha muerta» de Vicente Aleixandre, etc.) y ve en la muerte la fuerza que viene a tronchar la unión. Existe, por otra parte, la otra corriente, la que ve en la muerte el perfeccionamento del amor. La poesía petrarquista -y por lo tanto también la poesía amorosa del barroco- se alinea con esta última visión, de la cual es notorio ejemplo el soneto quevedesco «Cerrar podrá mis ojos la postrera». El tema de la muerte y la joven, que parte del arquetipo de Ofelia, se realizará exquisitamente en la poesía romántico-simbolista y será central en la obra del peruano José María Eguren79, contemporáneo de López Velarde. Unamuno insiste en que el amor-pasión sólo puede encontrar su plena realización en la muerte, desarrollando el famoso incipit leopardiano «Fratelli, a un tempo stesso, Amore e Morte / ingenerò la sorte» (Amore e morte). López Velarde superpone a menudo los dos conceptos y se acerca así a esta segunda visión. Aunque en él el sentimiento aparece siempre exasperado por el ansia y la compulsión, mientras en Leopardi la hermandad Eros-Thánatos deriva más bien del desfallecimiento que les es común, los citados versos de El zenzontle podrían colocarse en la misma línea de los siguientes leopardianos: «Quando novellamente / nasce nel cor profondo / un armonioso affetto, / languido e stanco insiem con esso in petto / un desiderio di morir si sente [...]» (vv. 27-31).

Por formación y por convicción ideológica, López Velarde es ante todo un pecador arrepentido. Por eso, si la dicha le está vedada, el dolor le sirve paradójicamente de consuelo, porque redime:


Mi única virtud es sentirme desollado
en el templo y la calle, en la alcoba y el prado.


(Ánima adoratriz, ZO)                


Y en el llanto, que es agua y es dolor, el poeta resume las virtudes del diluvio, del bautismo, del arrepentimiento y del conocimiento. De ahí que varias veces el llanto crezca desmesuradamente y se transforme en diluvio, en mar, en lago (v. Hoy como nunca, Como en la Salve, La lágrima, ZO; El sueño de la inocencia, SC). Y la lágrima, en esa perspectiva macrocósmica de que hemos hablado antes, se transforma en un fanal gigante dentro del cual viaja él mismo, viendo el mundo a través de este lente revelador que es el propio sufrimiento.

En ese precipitarse de todas las ilusiones, también el mito de la provincia edénica cede ante una visión desencantada de la realidad. Se zozobra también porque se acaba la esperanza.

Antes el mal estaba en la expulsión; ahora está en el regreso, en «el retorno maléfico». Volver significa conocer lo que hemos perdido para siempre. «Esta noche desciendo del caballo / ante la puerta de la casa, donde / me despedí con el cantar del gallo. / Está cerrada y nadie responde», dirá Vallejo en 1922 (Trilce, LXI). López Velarde, con una guerra civil en las espaldas, previene en 1919:


Mejor será no regresar
al pueblo, al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.


(El retorno maléfico, ZO)                


Más allá de las eventualidades históricas, los dos regresos son idénticos, porque ambos sirven para comprobar que el pasado no revive. Los dos vuelven, los dos buscan la casa de la infancia y la armonía provinciana, y los dos encuentran la desolación. Los dos evocan el pasado con imágenes que en un momento se avecinan: «alguna señorita / que canta en algún piano / alguna vieja aria» (El retorno maléfico, ZO); «las hermanas, canturreando sus ilusiones / sencillas, hullosas [...]» (Trilce, LVI). Los dos son perdedores; pero mientras el peruano, desde su extrema y lúcida conciencia de ser mortal, se vence a sí mismo y comprende que, en ese orden general que nos justifica porque nos anula, «todo está muy bien», el mexicano se obstina en aferrar lo fugitivo. Le quedarán los brazos llenos de fantasmas. «Y una íntima tristeza reaccionaria».

Y sin embargo, este frustrante regreso a la provincia, esta dolida comprobación de que el pasado no vuelve y de que el clima donde creció su infancia es irrepetible, no sólo porque la infancia no se repite, sino porque además una guerra civil, la Revolución del '10, ha desfondado las viejas estructuras, rompiendo el equilibrio que permitió que las cosas fueran como fueron, le dan a López Velarde una nueva lejanía de sí mismo y una nueva perspectiva enriquecida. El nuevo tono es de una ironía que, desde los primeros hasta los últimos poemas de Zozobra, se va haciendo cada vez más sutil:


Sonámbula y picante,
mi voz es la gemela de la canela.


(Todo, ZO)