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ArribaAbajo- II -

La mujer ángel



Dios, que me ve que sin mujer no atino
en lo pequeño ni en lo grande, diome
de ángel guardián un ángel femenino.


(La Ascensión y la Asunción, SC)                


Como ya observara Phillips, el impulso erótico de López Velarde aparece desparramado impersonalmente en las mujeres provincianas sólo en una segunda etapa; en la etapa primeriza, era Fuensanta quien cifraba todas sus esperanzas19. Es muy probable que esta multiplicación del objeto del eros se deba a la inaccesibilidad del objeto único de su elección. La mujer plural es una irradiación de la Única y por eso se hallan en las provincianas muchos de los rasgos que definen a Fuensanta. En primer lugar, la santidad; en segundo lugar, la virginidad; en tercer lugar, la fraternidad. Fuensanta no es solamente la Amada, sino sobre todo la Santa, la Novia y la Hermana (v. Elogio a Fuensanta, En el reinado de la primavera, Hermana, hazme llorar, etc.). Y las provincianas, a modo de coro de la elegida, aparecen a los ojos del poeta como palomas, como mártires, como vírgenes fraternales, institutrices de su corazón y espejos de la Patrona de su pueblo (v. Jerezanas, A las vírgenes, A las provincianas mártires).

Fuensanta es, por encima de todo, su ángel de la guarda, carácter que también se atribuye a las paisanas si bien desdramatizado con una gentil ironía:


La amó porque tejía, y por su traza
de ángel custodio, cual la amó el gatito
juguetón con la bola de su hilaza.


(A las provincianas mártires, ZO)                


Fuensanta representa la conciencia casta. Es la conductora que «con la fuerza de su planta» lo aleja de «los escombros» del pecado. Le ofrece el beatífico refugio de sus brazos donde el sueño recupera la inocencia infantil. Su misma «mano impar» es un territorio de salvación en el que el poeta se recoge y adonde no le llegan «insinuaciones de sirenas» ni le suceden «devaneos anacrónicos». Fuensanta «es refugio y decoro» y sólo en «la condescendencia de sus bondades» se puede hallar remedio para el «amor enfermo» que le tributan. Con otra fortuna, Fuensanta habría podido encarnar el arquetipo de la «perfecta casada» de Fray Luis, modelo sin duda presente en la fantasía del poeta.

En el Edén prehistórico, Fuensanta era alegre y en su plática optimista se escuchaba la apología del mejor de los mundos. Su voz igualaba al trino de los pájaros y al canto litúrgico. «Antífona es tu voz», le declara arrebatado el poeta (Elogio a Fuensanta, PP). En el exilio es imagen de devoción, guía espiritual, perpetuo ideal inalcanzable, «novia del alma» por siempre virgen y jamás esposa. Seráfica, su poder es mayor aún desde la ausencia.

Mientras las otras mujeres de La sangre devota y de Zozobra se mueven en ambientes definidos, a menudo interiores, casas solariegas con patio y corredor, salas de luces ambiguas y vetustos muebles, pero también plazas y calles de la aldea, cuando no empinados caminos rurales por donde bajan los pavos con fatiga (v. Mi prima Águeda, Como las esferas, Las desterradas), el paisaje de Fuensanta es ideal. Es una especie de huerto espiritual donde cada rincón que ella ocupa y cada objeto que toca se vuelven metáfora del alma.

Ya en las Primeras poesías se puede establecer el contraste entre los poemas dedicados a Fuensanta y los dedicados a otras. En Una viajera hay muchos elementos que contribuyen a dar el «color local», por ejemplo el «enjuto médico del lugar», la escuela, las tardes de los sábados, la Plaza de Armas o el humilde cacharro y, sobre todo, el tono de la evocación que parece mantenerse siempre muy cerca de los objetos y del ritmo de la vida cotidiana. En cambio, en los múltiples poemas a la Amada, el paisaje o desaparece (v. Huérfano quedará, Ella, Alejandrinos eclesiásticos, Tema II, Tu voz profética) o se trata simplemente de un lago que abiertamente simboliza el inconsciente20 -o, en términos velardeanos, el alma- o bien se trata de alusiones muy generales y -se diría- despersonalizadas a flores, pájaros y aun casas, fuentes o balcones que adquieren inmediatamente un valor simbólico. Así, el «helado invierno» y los «marchitos azahares» de A un imposible, respectivamente símbolos del desamor y del matrimonio frustrado. Así, las «flores de pureza» del Elogio a Fuensanta contrapuestas a «la pagana rosa de los ardores juveniles». Así, «el irisado chorro de la fuente» de En un jardín en el que se materializa el tiempo de quietud que junto a ella transcurre. En A una ausente seráfica declara: «añoro dulcemente los lugares / en donde imperas cual señora justa», pero jamás describe esos lugares. En Flor temprana se alude a una casa con macetas de flores y jaulas con pájaros, pero éstos importan en cuanto mensajeros del amor y aquéllas en cuanto espejos del pudor. En El adiós las nubes indican la adversidad; las torres sirven para introducir el toque de difuntos; los huérfanos sin pan, el aullido del perro y la bujía que se apaga son otros tantos elementos buscados para representar el idilio impedido.

Es interesante el contraste entre El piano de Genoveva, publicado en una revista de Guadalajara en 1908 y Para tus pies, versión muy corregida del primero, más tarde incluida en La sangre devota (1916). En el primero, la alusión a la muerte del padre del poeta («y tu oscura madera / me evoca la visita del primer ataúd / que recibí en mi casa en plena juventud»), la mención de los treinta años de la muchacha y de su soltería un poco mustia que a él conmueve, refuerzan la impresión de realidad en ese mundo evocado. A ello contribuye también el uso de uno de los metros más frecuentes de la poesía modernista, el alejandrino, que dividido en hemistiquios regulares produce un ritmo fluido y agradable. En Para tus pies, con las transformaciones que el poema sufre para poder ser dedicado a Fuensanta, desaparecen en primer lugar todos los elementos realistas; luego el metro se alarga en el verso imponente y lento de dieciséis sílabas, el octonario, recuperado por los modernistas, aunque menos usado que el alejandrino o el endecasílabo21; y en fin todo el tono de la evocación adquiere la distancia reverente propia de la adoración. Hay una imagen que se repite: los pies de la pianista habrán de pisar su corazón. Pero mientras para Genoveva la salida tiene la gracia del homenaje cortés y no esconde una cierta picardía erótica, para Fuensanta se trata de un acto de sumisión espiritual y moral no carente de cierta emoción mística.

En todos los poemas de La sangre devota, Fuensanta se mueve en un ambiente intangible, inefable, que apenas se puede convocar si no a través de la alegoría. La rosa, el ruiseñor, las alamedas, el campanario de la aldea, los perfumes, pétalos y plumas, todo, carece de importancia por sí mismo y la adquiere en cuanto se vuelve punto de referencia de la mujer divinizada (v. En el reinado de la primavera. Viaje al terruño, Ofrenda romántica, Canonización, Sus ventanas, Tus hombros son como una ara, Un lacónico grito). La razón de ser de los «rústicos tiestos florecidos» -que en otro contexto podrían ser muy mexicanos- es la de proporcionar rosas para adornar la frente de la Santa (Mientras muere la tarde). El rebozo es una prenda de vestir característica que podría servir para individualizar a cualquiera de las paisanas; pero aplicado a Fuensanta se vuelve símbolo de su pureza (¿Tenías un rebozo de seda). Sólo en Poema de vejez y de amor hay una presencia más tangible de la casa provincial y de las tradiciones familiares. Allí están la madrina con su acceso de asma y el fantasma de la familia que se aparece al crepúsculo. Pero, apenas se asoma Fuensanta, el lenguaje cambia y vuelve el habitual rosario de loas (tercera estrofa) entre las cuales sólo una nos restituye el aroma de lo cotidiano22:


y que eres a mis ósculos sabrosa,
no como de los reyes los manjares,
sino cual pan humilde que se amasa
en la nativa casa
y se dora en los hornos familiares.


Luego están las ligas del abuelo, la Pascua, los cohetes y las fiestas de toros. La misma Fuensanta participa de este baño de veracidad y de inmediatez cuando sostiene en sus manos «los vistosos mantones de Manila». Pero no hay remedio. El paisaje de Fuensanta debe ser ideal y cada objeto que toca se vuelve metáfora del alma. Entre ella y el mantón de Manila hay una distancia enorme que salvará la evocación del poeta: ella no viste el mantón, ella no participa en la fiesta, ella simplemente desencadena el recuerdo. En las últimas siete estrofas del poema, por otra parte, prevalece el tono de alabanza idealizadora.

Por el contrario, el ambiente en que se mueven las otras es palpable, real, y está intensamente caracterizado. Hay una plaza central con un kiosko donde la banda toca música los domingos. Cerca de la Plaza de Armas está la cárcel. Las casas del pueblo tienen balcones de vetusta madera a los cuales se asoman Rosa, Virginia, Ana, Catalina. La iglesia tiene un atrio con santos de piedra y en el Curato se conservan antiguos relojes. Hay un teatro pueblerino. Las mujeres, que saben vestir elegantemente con polisón y crinolina, arrastrar con garbo las largas colas de sus vestidos y sostener con altivez moños señoriles y tupés, pasan mucho tiempo en las cocinas de donde surgen a veces diligentes trayendo una bandeja con pozuelos humeantes; o en las salas, pedaleando una máquina de coser a la luz penosa del quinqué. En la rutina de sus días se retrata la mentalidad de un pueblo: «vistiendo santos / o desvistiendo ebrios» (v. Domingos de provincia, Del pueblo natal, En la Plaza de Armas, SD; El minuto cobarde, Como las esferas, A las provincianas mártires, Jerezanas, ZO).

La casa donde Águeda teje produciendo escalofríos en quien la mira tiene un sonoro corredor y un refectorio umbrío; y en el delicado tintinear de la vajilla se adivina la deferencia usada para con los huéspedes. María, «ojos inusitados de sulfato de cobre», no vive en el pueblo, vive en tierra adentro, en un suburbio cercano a la estación de los ferrocarriles; en su casa hay un sillón de hamaca, un quinqué y un reloj que da las horas (No me condenes, ZO). Las casas de la ciudad están más provistas; en sus salas de gala ortodoxa hay rinconeras con lámparas esféricas de variados colores y ricas cristalerías (Como las esferas, ZO). La casa de Fuensanta, en cambio, está llena sólo de su recuerdo (En tu casa desierta, PP).

Cuando las otras hablan se refieren siempre a acontecimientos inmediatos y sus palabras tienen la gracia y el salero de los decires populares: «que Rosa tiene novio, que Virginia se casa» (Del pueblo natal, SD); «si estos corredores / como tumbas, hablaran ¡qué cosas no dirían!» (Para el zenzontle impávido, ZO); lo mismo que los versos que cantan: «Si soy la causa de lo que escucho, / amigo mío, lo siento mucho» (Jerezanas, ZO). Cuando habla Fuensanta, en cambio, mantiene el tono alegórico e irreal que usa el poeta para describirla: «Soy un frágil otoño que teme maltratarse» (La tejedora, SD). Excepcionalmente algún elemento de verismo la acompaña: toca el piano, cuida a los niños, teje y usa una Singer para coser (Vacaciones, SC). Pero ni siquiera en estos casos se trata de gestos realistas. Como tejedora, la aguja que maniobra la transforma en amorosa Cloto, dueña del destino de quien la ama (La tejedora, SD). En cuanto a su costura, ésta sirve -una vez más- como pretexto para alabar su virtud:


la candidez sin mancha de los linos
nieva y decora tu regazo honesto.


(Coses en dulce paz, PP)                


La costurera de López Velarde no tiene nada que ver con el ambiente provincial o de suburbio, veraz, que se configura en los poemas a las otras y que halla una correspondencia en el mundo de sus contemporáneos Evaristo Carriego o Luis Carlos López. Ésta es una Costurera ideal, lejanísima de la «Costurerita que dio el mal paso» de Carriego y cercana en cambio a la Lavandera de Vallejo, aquella «que sí puede / ¡cómo no va a poder! / azular y planchar todos los caos» (Trilce, VI).

Es inútil repetir -como ha hecho la crítica hasta ahora- que Fuensanta es la encarnación de la Provincia velardeana. Ello es verdad sólo en la medida en que ambas han sido olvidadas en su realidad -de mujer, de territorio- y han sido reinventadas como ideal inalcanzable. María, Sara, Águeda, Mireya, las desterradas, son la provincia; Fuensanta es el Edén.

Entre ambos conceptos no hay oposición. Son dos dimensiones distintas de un mismo recuerdo. En la memoria de López Velarde, el ambiente zacatecano en el que transcurrió su infancia y en el que él ubica su propio «Paraíso perdido», se presenta ora con un rostro terrestre y es la provincia, ora con un rostro celestial y es el ámbito de Fuensanta. Éste constituye el centro privilegiado de aquél, su quintaesencia, y no habría podido soñarlo sino allí. Como Fuensanta es la quintaesencia de las provincianas, su extrema idealización.

Su mundo está poblado de aves de pureza y perfumado de flores de amor. El poeta la rodea de rosas más o menos reales o simbólicas que forman en conjunto una clara isotopía del amor virtuoso: hay rosas de amor (Se deshojaban las rosas, PP; En el reinado de la primavera, Tenías un rebozo de seda, Ofrenda romántica, SD) o de ilusión (Rumbo al olvido, PP) o de bendición (Para tus pies, SD) o de veneración (Mientras muere la tarde, SD) o de castidad (Por este sobrio estilo, Un lacónico grito, SD). Y en su ropa, en su frente, en sus ventanas, en el jardín donde ella se demora, se ven siempre azahares, lirios, nardos, violetas. Tanto en La sangre devota como en las Primeras poesías (estas últimas en general poco felices, primerizas, pero muy significativas al respecto) la flor aparece inseparable de Fuensanta de quien, en último término, se vuelve metáfora: «nardo es tu cuerpo» (Elogio a Fuensanta, PP), «el penacho tornadizo y frágil / de tu naranjo en flor» (Ser una casta pequeñez, SD), etc., etc. La flor es asimismo metáfora del casto amor que los une: «Y nuestro dulce noviazgo / será, Fuensanta, una flor / con un pétalo de enigma / y otro pétalo de amor» (Tu voz profética, PP).

Como las flores, los pájaros constituyen la compañía natural de Fuensanta. Ruiseñores, canarios y sobre todo blancas palomas cruzan el aire de sueño que la rodea. Ella dialoga «con los pájaros locuaces» (En un jardín, PP); éstos se ponen a cantar apenas la ven (Flor temprana, PP) y vuelan en bandadas a saludarla (Viaje al terruño, SD). El ruiseñor es su amigo (Ofrenda romántica, SD). El canario alborota sus místicos silencios (Tus ventanas, PP). Y ella misma es, en el ápice del amor, un ala blanca (¿Qué será lo que espero?, SD) y un trino hechicero (En un jardín, PP), y en el umbral de la muerte, que el poeta vislumbra cercano, «un lacónico grito / y un desastre de plumas» (Un lacónico grito, SD).

Tradicionalmente un pájaro blanco y sobre todo una paloma es símbolo de pureza y de paz. Y sin duda Fuensanta significa todo ello. En psicoanálisis pájaro es polisémico y su significado varía con el contexto. El canto del pájaro o los pájaros que cantan significan la bondad interior y una disposición amistosa del mundo23. De hecho, en los momentos de exaltación y de esperanza, especialmente en La sangre devota, hay siempre un ave que canta. Y si no, es el poeta que se lo pide a la amada, como si en su canto se encerrara la clave del milagro:


Bella Fuensanta,
tú ya bien sabes el secreto: ¡canta!


(Ofrenda romántica, SD)                


El nido o el grupo de pájaros pueden representar, en cambio, la buena madre y su seno24 y ya veremos cómo Fuensanta es en el fondo la «buena madre»25. El pájaro solo adquiere o puede adquirir un valor fálico26. Es lo que se deja adivinar ya en poemas de la primera época, anteriores a 1915, si bien en la forma enmascarada, fuertemente sublimada, con que el poeta suele expresar el impulso erótico si éste es despertado por Fuensanta. Véase por ejemplo esta estrofa de La Tejedora:


Llueve con quedo sonsonete,
nos da el relámpago luz de oro
y entra un suspiro, en vuelo de ave fragante y húmeda,
a buscar tu regazo, que es refugio y decoro.


Es en esta última versión que el pájaro se va a imponer como símbolo en los poemas más evolucionados de La sangre devota y de Zozobra, En el lenguaje intensamente erótico y atormentado de En las tinieblas húmedas (SD), ya no hay trinos risueños ni blancos vuelos sino silencio y alas oscuras. En La mancha de púrpura (ZO) no se esconde la pulsión erótica; el símbolo coordinador es el acecho del ave; están ausentes el canto y el candor; la imagen conclusiva es «el plumaje de púrpura de tu deslumbramiento». Entre La sangre devota y Zozobra el poeta recorre un camino que va, en su vida privada, de Josefa de los Ríos a Margarita Quijano, es decir, del platonismo adolescente al amor integrador de la madurez; y, en la imaginería poética, del ave-candor al ave-pasión y del blanco al púrpura. Este color, en efecto, predomina sobre el blanco en Zozobra.

Es curioso que la simbología de la flor, ligada a la claridad y a la luz, sufre una evolución semejante a la del pájaro y el color. Todas las Primeras poesías y La sangre devota, como hemos visto, están llenas de flores con significado nupcial -azahares, lirios- y de rosas de ilusión y de amor cuando no de pureza y de virginidad. En cambio en el citado En las tinieblas húmedas se habla de «pétalos nocturnos» y en Zozobra la rosa significa directamente el sexo (v. La última odalisca) o bien aquello que de central y esencial hay en el ser y de lo cual naturalmente no puede estar excluido el sexo (v. El candil).

La idealización o descarnalización del territorio de Fuensanta parece ser la segunda etapa de un proceso que comienza con la sacralización del espacio que le atañe. Se sabe que el amor produce una geografía sagrada del mundo; los lugares que han hospedado al amado o que han sido escenario de un instante de amor se vuelven zonas sagradas, templos, objetos de devoción. Y lo mismo sucede con el tiempo27:


Benedetto sia 'l giorno e 'l mese e l'anno
e la stagione e 'l tempo e l'ora e 'l punto
e 'l bel paese e 'l loco ov'io fui giunto
da duo begli occhi che legato m'ànno28.


Hay sin duda un modelo petrarquesco, más presente en López Velarde que en cualquiera de los poetas de su generación, y Fuensanta parece descender de una familia de amadas entre las cuales están Laura y Beatriz y hasta mi dons de la poesía provenzal, la Señora que impone el vasallaje de amor y enseña el Amor Cortés. Mucho más que en ninguna otra de las amadas de la poesía moderna, en Fuensanta opera ese modelo de la mujer ideal, angelicada, intangible, pensamiento constante y guía moral que fue primero de los provenzales, luego con connotados distintos pasó a los stilnovistas y luego con connotados más distintos aún pasó a Petrarca. El modelo llega a López Velarde naturalmente a través de la mediación de los prerrafaelistas y de los simbolistas-modernistas que recuperaron a modo suyo a los «primitivos». Las semejanzas entre Fuensanta y la Dama de la tradición las ha señalado en primer lugar Octavio Paz y ha elaborado con ellas una lista minuciosa, riquísima29, de la cual hemos tenido por cierto buena cuenta. Sin embargo, es necesario recordar que también Paz ve en Fuensanta una encarnación de la provincia30, que la diferencia con la otras (Águeda, Sara, Mireya) radica para él exclusivamente en una mayor inmediatez de la relación31 y que la Fuensanta que se identifica con la Dama es para él sobre todo la última, la amada muerta y resucitada de El son del corazón32.

Aquí, en cambio, interesa señalar que todas las Primeras poesías -insignificantes como realización pero interesantes para recrear la formación de Fuensanta y su mitología- y la mayor parte de La sangre devota abundan en vocativos y epítetos del tipo «señora justa», «señora alta», «de frente noble y de miradas tiernas», «señora mía», «noble señora de provincia», etc. En Para tus pies el acto de vasallaje se explicita en el caprichoso deseo de que ella le pise el corazón. Por esta vía se llega a la «divinización» de Fuensanta que, de ahí a poco, se transforma en «Nuestra Señora de las Ilusiones» y en la Santa Patrona (v. Canonización, SD) a quien el poeta no sólo reza sino que, en el extremo del delirio, quisiera venerar «en diáfano capelo / en un rincón de la nativa casa».

Es claro que un amor así no puede ser más que platónico. La dualidad alma-cuerpo parece ser realmente irreconciliable para López Velarde y Fuensanta adquiere en su fantasía la condición de ángel asexuado. Y es necesario repetir adquiere: porque en principio no lo es. De ahí que la tentación erótica, mil veces reprimida y sepultada en el inconsciente, logre siempre volver a presentarse a la conciencia con renovado ímpetu. De ahí, preguntas que constituyen un reproche a sí mismo, como la que cierra Ser una casta pequeñez, a la cual aludimos en el capítulo anterior:


¿Por qué en la tarde inválida,
cuando los niños pasan por tu reja,
yo no soy una casta pequeñez
en tus manos adictas
o junto a la eficacia de tu boca?


De ahí que la tentación de bailar con ella una vieja serenata sea juzgada por él como «locura grata» (Poema de vejez y de amor, SD). De ahí el impulso de «sacudirte en loco vértigo / por lograr que cayese sobre mí tu caricia» (La tejedora, SD). De ahí la ambigüedad de sus esperanzas con respecto a ella:


Si vas dentro de mí, como una inerme
doncella por la zona devastada
en que ruge el pecado, y sí las fieras
atónitas se echan cuando pasas;
si has sido menos que una melodía
suspirante, que flota sobre el ánima,
y más que una pía salutación;
si de tu pecho asciende una fragancia
de limón, cabalmente refrescante
e inicialmente ácida;
si mi voto es que vivas dentro de una
virginidad perenne y aromática,
vuélvese un hondo enigma
lo que de ti persigue mi esperanza33.


(¿Qué será lo que espero?, SD)                


Ambigüedad que él trata de resolver con el triunfo de la castidad, invocando la virtud que la caracteriza como quien invoca al ángel para interponerlo entre sí y el objeto prohibido del deseo. En esta función protectora y exorcizante, Fuensanta se identifica con la provincia: también invocar la parroquia, las lunas dormilonas y coquetas, el piano llorón y los cuadros convencionales del salón comedor, puede servir como antídoto a los efectos corrosivos de la tentación. Sin embargo, el poeta constata el continuo retorno de lo reprimido34:


Acudo a la justicia original
de todas estas cosas;
mas en mi pecho siguen germinando
las plantas venenosas...


(El minuto cobarde, ZO)                


La misma Fuensanta será vista finalmente como una «¡oscura y radiosa esperanza!» en que la tiniebla del deseo sobrevive e irradia contra la empecinada castidad. La preferencia de López Velarde por el oxímoron no es simplemente lúdica; responde a una necesidad semántica. Se diría que es una elección estilística que impone el referente: es decir, sus sentimientos esencialmente contradictorios.

En una notable composición de La sangre devota, En las tinieblas húmedas35, se halla una tortuosa confesión, no por cifrada menos vehemente, de este impulso pecaminoso.




En las tinieblas húmedas


En las alas oscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella.

He aquí que en la impensada tiniebla de la muda
ciudad, eres un lampo ante las fauces lóbregas
de mi apetito; he aquí que en la húmeda tiniebla
de la lluvia, trasciendes a candor como un lino
recién lavado, y hueles, como él, a cosa casta;
he aquí que entre las sombras regando estás la esencia
del pañolín de lágrimas de alguna buena novia.

Me embozo en la tupida oscuridad, y pienso
para ti estos renglones, cuya rima recóndita
has de advertir en una pronta adivinación
porque son como pétalos nocturnos, que te llevan
un mensaje de un singular calosfrío;
y en las tinieblas húmedas me recojo, y te mando
estas sílabas frágiles en tropel, como ráfaga
de misterio, al umbral de tu espíritu en vela.

Toda tú te deshaces sobre mí como una
escarcha, y el traslúcido meteoro prolóngase
fuera del tiempo; y suenan tus palabras remotas
dentro de mí, con esa intensidad quimérica
de un reloj descompuesto que da horas y horas
en una cámara destartalada...


En estos versos Fuensanta se perfila a través de una rica isotopía del frío, cuyo campo semántico coincide con el del frío en sentido metafórico, o sea, la castidad, y por lo tanto también con la limpieza en sentido físico y moral: «helada virtud», «cordial refrigerio», «glacial desamparo», «lecho de doncella», «lluvia», «lino recién lavado», «cosa casta», «escarcha», etc., isotopía que se puede rastrear incluso en otros poemas (v. A un imposible y Coses en dulce paz de PP; Tenías un rebozo de seda, Viaje al terruño, Un lacónico grito de SD; y Hoy como nunca de ZO). Pero esta vez toda la blancura y todo el hielo del ángel no bastan para cerrar las «fauces lóbregas del apetito» y todo el ambiente se enrarece: los pájaros y las flores que acompañan habitualmente a la dama aparecen aquí despedazados en alas y pétalos que además son oscuros y nocturnos; no hay cantos ni trinos en la tiniebla de esta «muda ciudad»; y para enviar su mensaje «de un singular calosfrío», el poeta «se emboza en la oscuridad» y no emite palabras sino «sílabas frágiles» que «salen en tropel», como un gemido que se libera, como una confesión balbuceada en el justo límite de la soportación.

La evolución de las imágenes de las flores y de los pájaros desde aquel primer estadio en que significaban la pureza (La sangre devota), pasando por este intermedio de angustiosa ambigüedad (En las tinieblas húmedas), a uno último en que señalan directamente el sexo (Zozobra), constituye un ejemplo clarísimo de cómo regresa todo aquello que se reprime, usando inclusive como vehículo las mismas imágenes que habían servido para defenderse de la pulsión.

Quiere decir que en la prehistoria, o en la pre-escritura, antes de ser un ángel asexuado, Fuensanta fue una mujer imposible y su amor se presentó como un tabú. Muchas veces López Velarde la llama «hermana» (v. Elogio a Fuensanta, A la traición de una hermosa, Poema de vejez y de amor)36 y declara explícitamente que ella le está «vedada». Se impone entonces una pregunta: ¿Fuensanta es sublimada en la condición de hermana porque su amor está prohibido o, al revés, la prohibición surge porque ella es, de algún modo, efectivamente, hermana? Según Octavio Paz, este amor es imposible porque «su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad», porque la ambigüedad reside, antes que en el objeto de su adoración, en sus sentimientos y porque para hacer durar ese amor necesita preservar la confusión37.

Nosotros preferimos tomar las declaraciones del poeta al pie de la letra. Josefa de los Ríos no era su pariente consanguínea; pero la diferencia de edades entre ellos y la íntima relación dentro del hogar crearon la oposición de las familias. Mientras que de niños habían jugado juntos, de adolescentes sus entrevistas adquirieron un sesgo clandestino38. La hermandad inocente del Paraíso se interrumpe con una prohibición que viene desde la autoridad despótica paterna: así empieza, según Freud, la historia del tabú y del incesto39. En una página publicada en un diario de Guadalajara en 191040, él se imagina a ésta su novia ausente «de codos sobre la reja, en las azules tardes de otoño» y supone: «quizás hayas pensado más de una vez que hubieras sido mía "si Dios hubiera querido"41. La prohibición (o el impedimento), por lo tanto, existe, y el poeta la vive como un destino adverso. Ahora, en una interpretación estrictamente psicoanalítica, Dios es la proyección de la figura paterna; la violación del tabú implica la eliminación -real o simbólica- del padre, crimen del cual los católicos se redimen con el sacrificio de Jesús»42. Es por lo menos curioso que la citada página termine con estas palabras: «Por eso, provinciana ausente, simbólica vendedora de pájaros, te amo en Cristo Jesús». Así, en el mismo contexto, el autor expresa la oposición divina a sus amores y la reivindicación de sus sentimientos en el nombre del Redentor.

Según la misma doctrina freudiana, la eliminación del padre haría posible la posesión de la mujer vedada (o de las mujeres vedadas); pero a causa del «remordimiento filial», el hijo hace propios los mandamientos paternos y en obediencia póstuma se prohíbe él mismo la mujer (o las mujeres) ahora libre. Por lo que se refiere al padre real de López Velarde, sabemos que murió en 1908, cuando él tenía veinte años. Lo que llama poderosamente la atención es la eliminación ideal del padre: en toda su obra poética le dedica una sola referencia velada en El piano de Genoveva, publicado el mismo año del fallecimiento; y es sobresaliente la asociación de semejanza entre el piano, que pertenece a la realidad de Fuensanta, y el ataúd de su padre. La composición tiene un escaso valor poético pero interesa a los efectos de la exégesis. La mala poesía puede por otra parte acertar con el registro expresivo de ciertos temas43. No es casual que la comparación parezca injustificada en el contexto, en el cual surge abruptamente, como no es casual que se asocie el piano, visto como instrumento de reclamo erótico de la mujer, con el padre ya muerto.

Hay todavía otra excepción a esta ausencia de la figura paterna en su poesía: es Himeneo, de Zozobra. Se trata de un poema fechado en 1917, escrito con un lenguaje ya maduro y extrañamente árido. En él, el «anciano» -inútilmente se buscaría la palabra «padre» en su poesía44- pone la mano sobre la novia y la cede al hijo, «solemniza / las bodas de su vástago». Que aquí el poeta vea al padre no como un déspota que niega la mujer sino como un patriarca civilizado que la cede, es una alternativa menos dramática; es la negación del crimen, diría Freud. Pero este padre resulta irreal; más que su mano, toda su figura resulta «grietada, rígida y terrosa», reseca, «rancia» y «agobiada». De los novios, el poeta anota el «subconsciente pánico».

En el capítulo anterior dijimos que hay una hybris en López Velarde que se reconoce por la némesis infligida, es decir, por la pérdida del paraíso. En otras palabras, se puede decir que en López Velarde hay un pecado original y que su poesía es una versión subjetivizada del mito judeo-cristiano de la expulsión. Identificar la índole de esa hybris, de ese pecado original, significa hallar una precisa clave de lectura de su poesía. Según lo que acabamos de ver, esta hybris parece ser la negación de la figura paterna y el incesto fraternal. Y sin embargo esta conclusión no satisface. En este punto estamos aún sin duda en la superficie. La hermandad con Fuensanta aparece demasiado cantada y por lo tanto descontada; debe ser la pantalla de otra relación más inconfesable.

Una pista podría ser esa forma particular de fetichismo que se observa en él y del cual podía ser un ejemplo su identificación con el pañuelo de las mujeres queridas, al cual hemos hecho referencia en el capítulo primero (v. análisis de Jerezanas, p. 4). En sentido lato, fetichismo es una inversión impropia o excesiva de la libido en cualquier objeto externo, incluidas las prendas de vestir. La literatura romántica está llena de ejemplos de esta devoción por objetos que pertenecen a la amada y que en determinadas circunstancias la sustituyen. En el ámbito de la antropología evolucionista del siglo XIX se definía el fetichismo como la creencia según la cual un espíritu puede incorporarse a un objeto o actuar a través de él; ese objeto resultaría así dotado de poder y de conciencia personal y en calidad de tal sería adorado. En el transporte amoroso es frecuente la adoración del espíritu de la persona amada transferido a un objeto con el cual ha estado en contacto. En López Velarde se registra la misma forma de adoración: entra en la casa desierta de la amada y se detiene extasiado ante la almohada; o ante los caracoles que ornan su ventana; o ante su piano; etc. Pero la mayor parte de las veces esta devoción adquiere un matiz especial: es el poeta mismo, su espíritu, el que transmigra al objeto porque quisiera ser una parte de la amada, una pequeña cosa en sus manos.

Una vez quisiera ser la aguja con la que ella cose para que su alma quedara «un momento prisionera / entre los dedos de la bienamada» (Coses en dulce paz, PP). Otra vez quisiera ser una de las jaulas con pájaros que ella cuida (Tus ventanas, PP) o los pedales del piano (Para tus pies, SD). O, en términos más generales, «una casta pequeñez» en sus manos o junto a su boca (Ser una casta pequeñez, SD). En algún momento siente que su vida es ya un objeto entre las manos de la amada, que está a su merced (Por este sobrio estilo, SD) Y se trata siempre de poemas donde habla de Fuensanta. No se hallan ejemplos semejantes en poemas dedicados a otras mujeres a menos que se trate de las provincianas en general que, como sabemos son una proyección multiplicada de Fuensanta:


¡Vírgenes fraternales: me consumo
en el álgido afán de ser el humo
que se alza en vuestro aceite
a hora y a deshora,
y de encarnar vuestro primer deleite
cuando se filtra la modesta aurora,
por la jactancia de la bugambilia,
en las sábanas de vuestra vigilia!


(A las vírgenes, ZO)                


En esta forma peculiar de fetichismo, además del enmascaramiento o la sublimación del deseo erótico, se puede leer otro mensaje: la pequeña cosa por excelencia que la mujer lleva consigo un tiempo y que está a su merced porque de ella depende y de ella recibe la vida o el olvido es el embrión. Podría tratarse entonces de un impulso de regreso al útero materno, particularmente claro en las imágenes de adherencia:


ventanas de madera
en que en vano soñé dejar prendida
mi devoción como una enredadera.


(Tus ventanas, PP)                



me sentí en alta mar,
más de viaje que nunca y más fincado
en la palma de aquella mano impar.


(En el piélago veleidoso, SD)                


Se sabe que, según Freud, la posesión de la mujer, la penetración, constituye un regreso simbólico a un vientre que es siempre un sucedáneo de la madre. «La vagina resulta la heredera del seno materno»45.

Las referencias a la cualidad maternal del amor que dispensa Fuensanta son muchas, aunque no aparezcan demasiado subrayadas en cada contexto. Por ejemplo, en ella él descubre «el sabor de los besos maternales» (Elogio a Fuensanta, PP); sobre sus senos se puede «dormir en paz» (idem y Ella, PP); con «instinto maternal» ella lo subiría a su regazo (Ser una casta pequeñez, SD); es la conductora, la que lo lleva de la mano (A una ausente seráfica, PP; Poema de vejez y de amor, SD); y toda ella es blanda -su seno es «blando» por oposición a «túrgido» (v. En las tinieblas húmedas, SD)- porque en ella lo maternal ahoga lo erótico.

Que Fuensanta sustituye a la madre es algo que han notado ya los primeros críticos de López Velarde. «La misma Fuensanta -dice Emmanuel Carballo- no es únicamente una individualidad femenina, Josefa de los Ríos; es una integración paciente, siempre anhelada y nunca lograda... Fuensanta resume las diversas aspiraciones; la mujer madre, la mujer real, la imaginada y, en última instancia, la Madre Celestial -regazo- de todos los hombres»46. También Carmen de la Fuente lo señala; y agrega algo más: hace notar que Fuensanta desplaza la imagen materna y que «en un poeta como López Velarde, esencialmente autobiográfico y desglosador de la vida doméstica, extraña la ausencia de la madre» a quien menciona solamente en la dedicatoria de Humildemente47. Por su parte, Concepción Gálvez de Tovar analiza la fijación de López Velarde en la figura materna como una característica más de la «mexicanidad»48. Y en efecto la «mariolatría» americana tiene en México un símbolo bien individualizado: la Virgen de Guadalupe, de Extremadura, que se ha superpuesto al culto de la diosa-madre de las aztecas, Tonantzin. Guadalupe es la reina de los mexicanos y casi el emblema nacional49.

Varias veces, sobre todo en los primeros poemas dedicados a la «novia ausente», el poeta recurre a la imagen de la orfandad para describir sus sentimientos de angustia por la separación o la pérdida (Huérfano quedará, Elogio a Fuensanta, PP; Noches de hotel, SD). El niño (o el «párvulo» como dice a veces prefiriendo el vocablo menos frecuente50) o la niñez son metáfora habitual en su poesía (A una ausente seráfica, PP; Transmútase mi alma, Tu palabra más fútil, Que sea para bien, Memorias del circo, A las provincianas mártires, ZO; El ancla, SC), al punto de sospechar que detrás de la metáfora se esconda una secreta aspiración: «ser de nuevo / la frente limpia y bárbara del niño».

El regreso a la infancia es una forma de recuperación, en la fantasía, de la unidad inicial con la madre. Así, en la base de la poesía velardeana, o en la base del trauma que la genera, nos encontramos con el prototipo de todos los traumas psíquicos: desear a la madre sin lograr alcanzarla51.

Resumiendo, se puede decir que Fuensanta, primer objeto de elección sexual del poeta, es la proyección de la figura materna. La unión con ella significaría la armonía total, el regreso a la unidad primordial y la victoria sobre el trauma de la separación. Pero la unión con ella, que no puede ser sino sexual, está prohibida. La eliminación de la figura paterna es un síntoma neurótico que revela la represión del origen del tabú y completa el cuadro edípico. La prohibición de tocar a la mujer se mantiene sin embargo en virtud de la obediencia póstuma y del remordimiento filial. Fuensanta se puede amar sólo como una hermana, como una virgen, como una madona:


Yo obedezco, Fuensanta, al atavismo
de aquel alto querer, te llamo hermana,
y fiel a mi bautismo,
sólo te ruego en mi amoroso mal
con la prez lauretana.


(Poema de vejez y de amor, SD)                


«El psicoanálisis nos ha mostrado que la primera elección sexual del niño es incestuosa; porque se refiere a un objeto prohibido (a la madre o a la hermana)». En el adulto, la liberación de la seducción del incesto se opera por medio de vías que no es el caso explicar. En el neurótico la liberación no se produce: «o no ha sabido liberarse de las ataduras que ligaban su psicosexualidad a la infancia (detención del desarrollo) o bien ha vuelto a ellas (regresión)». Se desarrolla entonces la actitud ambivalente del individuo hacia el objeto de su deseo: al mismo tiempo lo desea y lo aborrece. Y lo que aborrece es fundamentalmente, no el objeto en sí, sino la acción de tocarlo, puesto que se trata de un objeto prohibido. «La primera y más importante prescripción de la neurosis es -concluye Freud- como el tabú, la que se refiere al contacto y de ahí que se le llame "fobia de contacto", délire de toucher. La prohibición es consciente mientras que el placer prepotente de tocar es inconsciente»52:


¡oh blanda que eres entre todas blanda!,
y no sé todavía
qué esperarán de ti mis esperanzas.


El poema ¿Qué será lo que espero? es particularmente sugestivo en este sentido como es significativo el lenguaje de temor reverente que el poeta usa cuando ha de hablar del cuerpo o del placer que produce la cercanía del cuerpo de la amada: «te aspiraré con gozo temerario» dice en Flor temprana. El matrimonio habría podido santificar la unión, sancionar el «incesto», volverla aceptable a los ojos de quienes en principio la rechazan. Las fantasías de boda con Fuensanta son muchas en las Primeras poesías y en La sangre devota. Pero ésta es sólo una de las dos caras de su sentimiento ambivalente: la cara del deseo. Y se expresa siempre muy modificado por la otra cara: la de la prohibición. La unión con Fuensanta, por ejemplo, podría realizarse sólo «sobre la sombra de nuestras conciencias» (Rumbo al olvido, PP) y el connubio habrá de ser en todo caso «sin mácula» e «incruento» (Poema de vejez y de amor, SD).

Esta ambivalencia del sentimiento se refleja perfectamente en la ambivalencia semántica de un símbolo: la luz, que significa ya la castidad ya el esplendor del deseo, y se resuelve en la recurrencia de otro símbolo: el agua. En las Primeras poesías y en La sangre devota, la luz se identifica con Fuensanta y con sus ojos, y tiene el sentido de lumbrera que guía en la penumbra; es una luz que se apaga sólo cuando el Espíritu del Mal interviene para separarlos53; el sol es la castidad (Ser una casta pequeñez, SD) y sobre la frente de la amada brilla siempre el lucero de la consolación (Por este sobrio estilo, A la patrona de mi pueblo, SD). En cambio en Zozobra, el sol es igual al deslumbramiento del deseo y a la hoguera de los sentidos (La mancha de púrpura, Mi corazón se amerita) y la mujer es un «bólido / por un cielo de hollín sobrecogido». El hecho de que los poemas de Zozobra estén dedicados a otra mujer distinta de Fuensanta explica en parte el cambio de significado que se ha operado en el símbolo. Pero sigue siendo índice de la ambivalencia el hecho de que use el mismo símbolo para decir otra cosa, más aún, para expresar exactamente su contrario. Volveremos sobre el tema en el próximo capítulo.

El agua, elemento femenino por excelencia, se presenta en la poesía de López Velarde con toda la riqueza de su polisemia y es, en ese sentido, otra proyección de la ambivalencia de sus sentimientos.

El agua es, en primer lugar, lo puro, lo esencial, lo central, y con ese significado se confunde a veces con el de claustro materno (v. Ser una casta pequeñez, A la gracia primitiva de las aldeanas, La tónica tibieza, SD). A veces «las aguas vivas» se presentan como elemento primordial que inclina a la justicia y aleja del pecado (v. El minuto cobarde, ZO). O bien, muy específicamente, el agua significa la pureza del alma y se contrapone a «licor» que significa la embriaguez del cuerpo y del alma reunidos (Que sea para bien, ZO). La fuente, el agua que surge y se renueva, es el símbolo de la pureza original; con la expulsión del paraíso se pierde también el acceso a esta fuente y la nostalgia por antonomasia será aquella que aspira a la inocencia perdida: «siente / mi sed la cristalina nostalgia de la fuente» (El Mendigo, ZO). En el verso citado, el desplazamiento del adjetivo de «fuente» a «nostalgia» sirve para señalar la absoluta identificación entre el ser de la nostalgia y el ser «cristalino» del agua-inocencia.

Pero esta «nostalgia del regreso» en López Velarde tiene también un valor ambivalente: regreso a la inocencia y regreso al origen, regreso a la inocencia-inconciencia del principio, cuando el vientre materno genera en la silenciosa armonía de sus aguas. El vientre del mundo es agua, fuente, mar. Y aunque la creatura que genera está destinada a la expulsión (expulsión de la inocencia, en primer lugar; destinación a la muerte, en segundo lugar), la madre (cada una de las madres así como la Gran Madre) alimenta su actividad con una esperanza eficaz e inexplicable, absurda:


Y tapizas el antro submarino, y la armónica
cuita de los cipreses, y la paleta agónica.


(La doncella verde, ZO)                


López Velarde no cesó nunca de maravillarse ante esta contradicción flagrante que permite la continuidad de los ciclos vitales, mientras racionalmente se declaró siempre contrario al absurdo. Se negó a tener hijos: «el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra» (Obra maestra en El Minutero). En uno de los dos cuentos que se conocen de él (El obsequio de Ponce), el protagonista propone a su amada un noviazgo perpetuo y cuando comprende que ella se va a casar con otro, admite con horror que nada diferencia a esta joven del resto de «la legión femenina que prefiere un mediano marido a un excelente novio», y se la representa encerrada «en el cubo sombrío y asfixiante de la fecundidad», multiplicando «los ayes y las blasfemias de la estirpe de Caín». López Velarde veneró la condición maternal del amor y repudió la madre. Se negó a ser padre para no dejar nunca de ser hijo. Para resolver la tensión entre la pulsión amorosa inconsciente y el repudio consciente, López Velarde invierte su libido en una serie de «madres» exentas de la «maternidad» o «purificadas» de ella, a saber la Madre Virgen, la Patrona de su pueblo, la Guadalupe, Fuensanta. El agua, a la vez fuente de pureza y fuente de vida, es el arquetipo fundamental: representa el vientre lavado de pecado.

La niña del retrato (ZO), ante cuya seducción el poeta parece a la vez ceder y oponerse, también debe ser lustrada «en lacrimosa ablución». También sobre ella pesa la prohibición: «sin la bula / para un posible epitalamio». Y en sus manos caben océanos porque ella es una frágil y graciosa variante de ese vientre del mundo al cual López Velarde quisiera interrumpir en su función procreadora: que no genere más; antes, que desgenere; que no expulse más creaturas de sí; antes, que admita el regreso de algunas de ellas. El poeta -como se verá mejor más adelante- aspira a esta vida primigenia aunque ésa se confunda con la muerte; aspira a esta clase de amor, aunque eso se confunda con el abismo:


Niña, venusto manual:
yo te leía al borde de una estrella,
leyéndote mortífera y vital;
y absorto en el primor de la lectura
pisé el vacío...
Y voy en la centella
de una nihilista locura.


Todavía, como la luz, el agua puede representar también simplemente lo contrario de lo puro, es decir, lo sensual (v. En el piélago veleidoso, SD; Mi corazón se amerita, Tus dientes, ZO). En la forma de la lluvia, el agua conserva su doble valor simbólico: puede ser la lluvia que borra, que calma, que invita al desdén de las cosas mundanas (La tejedora, ¿Qué será lo que espero?, SD); o puede ser la lluvia que estimula el despertar del eros (En las tinieblas húmedas, SD; Tierra mojada, ZO).

Además, como no podía ser menos, el agua en su función de purificación (v. Sus ventanas, SD, etc., etc.) se transforma en el agua lustral del bautismo (La bizarra capital de mi estado, SD). López Velarde, católico, obsesionado por el pecado original que en él va asociado a la latencia del incesto, como vimos, cree fervorosamente en este poder lustral del agua, como cree en el poder del llanto, signo del arrepentimiento. El llanto lava como una lluvia y devuelve en parte la inocencia. Sólo a él no lo redime. Sólo él ha perdido la inocencia para siempre y no le será dado recuperar jamás el paraíso. En él, como en los famosos versos de Verlaine, llanto y lluvia corren dentro y fuera del corazón.

Y sin embargo todo el diluvio parece no bastar para lavar su culpa. Para él no habrá día cuadragésimo ni paloma con el ramo de olivo en el pico. Sólo una «infinita prolongación de exequias»54. Pero si en fin de cuentas él no ha violado el tabú, no ha tocado el objeto de su deseo, ¿por qué se autocondena a la muerte sin resurrección? ¿Por qué siente que el perdón le está negado? La relación de López Velarde con la muerte será tema del cuarto capítulo, pero la respuesta empieza a perfilarse cuando recordamos que la mujer que él ama no se define como un agua viva que corre y que lava sino como un agua quieta, congelada, que no puede dar otra cosa que la muerte.

La castidad de Fuensanta genera una larga serie de adjetivos del frío y de lo glacial y una serie de metáforas de la nieve y del hielo (A un imposible, Coses en dulce paz, PP; Tenías un rebozo de seda, Viaje al terruño, En las tinieblas húmedas, Un lacónico grito, SD; Hoy como nunca, ZO), a los cuales nos hemos referido anteriormente. Ella es una escarcha que congela el deseo. Pero el ritmo de Eros es el ritmo de la vida; negarlo es encontrarse con el tiempo sin tiempo de la muerte:


Toda tú te deshaces sobre mí como una
escarcha, y el traslúcido meteoro prolóngase
fuera del tiempo; y suenan tus palabras remotas
dentro de mí, con esa intensidad quimérica
de un reloj descompuesto que da horas y horas
en una cámara destartalada...


(En las tinieblas húmedas, SD)