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La provincia inmutable (Estudios sobre la poesía de Ramón López Velarde)

Martha L. Canfield




Deseoso es aquel que huye de su madre.
Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva.
La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto.


Lezama Lima                







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Invención de la provincia


Desde los primeros poemas1 de Ramón López Velarde, anteriores a la primera colección, se puede reconocer el punto de sutura entre experiencia privada del poeta y temática propia del modernismo. Recurrente en los poetas modernistas -tal vez especialmente en Darío y Antonio Machado- es el motivo de la «juventud nunca vivida», del otoño sin previa primavera, de una ilusión muerta en abril, de sentirse regresados de un viaje que nunca se ha cumplido: en fin, un proyecto vital frustrado2. Semejante aura de añoranza, de desengaño inicial y decadencia, es común a los «Crepuscolari» italianos (pienso sobre todo en Gozzano) y tiene su origen, en ambos casos, en Jammes, Rodenbach, Samain, Verhaeren, Maeterlinck, etc. Obviamente, López Velarde no se limita a repetir el motivo en una imitación servil, sino que ofrece de él una visión personal, que congenia con su tierra y con su fe católica. La meta no alcanzada es siempre una Citeres, pero legitimada en el cuadro de las instituciones cristianas. La meta no alcanzada es el matrimonio. Él se vuelve así una especie de poeta de la soltería casta y devota, de un celibato provincial urgido e hinchado de linfas mal reprimidas, consciente del propio desperdicio vital y, no obstante, condenado a la fuga en el sueño erótico y a la autocombustión imaginativa (v. La mancha de púrpura, ZO).

Hay una hybris en López Velarde que ha tenido como némesis el matrimonio imposible, y ésa ha sido el abandono de la provincia. Esa hybris no se califica como rebelión, error o voluntad de ruptura: todo ello, si ha sido alguna vez, está sobreentendido y forma parte de la prehistoria. La hybris se reconoce en su reverso, en la señal que deja. Y esta señal es la nostalgia y el anhelo, el mito interior de la provincia, en el que se halla toda la memoria y toda la poesía de López Velarde. La provincia es su esposa predestinada e imposible, el útero al cual no se puede regresar, la isla donde nacimos y de la cual nos fuimos sin quererlo, sin darnos cuenta, y hacia la cual nos embarcamos a cada momento sin que la nave leve jamás las anclas, haciendo de nosotros los eternos regresados de un viaje no cumplido. Lo que para Baudelaire o Rimbaud es un viaje au fond de l'inconnu o para otros un constante embarcarse hacia la Citeres soñada del exotismo, para poetas como López Velarde o Vallejo (v. Los heraldos negros) es un imposible viaje hacia atrás, hacia la provincia americana, hacia las propias raíces telúricas, hacia un pasado irrecuperable.

La provincia velardeana tiene una ambientación privilegiada que la caracteriza y la distingue de las otras innumerables provincias literarias: por ejemplo, es más vida pueblerina que campesina; ama mucho los interiores; tiene una predilección obsesiva por la exterioridad del culto católico; etc. Y luego la distingue el tono de la memoria, que es un sabio y acertado compromiso entre elegía e ironía: véase, por ejemplo, Memorias del circo (ZO), con sus personajes de pasta de azúcar o sabor de almendra. El circo es un motivo contemporáneo muy difundido, pero en López Velarde adquiere claras inflexiones mexicanas (en Puebla hay un Palacio de los Alfeñiques). La elegía, densa, obsesiva, que tiende a las iteraciones y a las anáforas (v. Jerezanas, ZO), a la diseminación de muchos y pequeños cuadros aislados que se suceden en la peregrinación fragmentaria, interminable, de la memoria, se esclarece a veces y deja transparentarse una contemplatividad más distanciada que es el signo sutil de la ironía.

Claro que la ironía, que es lo que más caracterizará su estilo, no aparece desde el principio. Ella coincide con la exaltación sólo en un segundo momento de ulterior madurez del poeta, que se puede constatar en los poemas posteriores a 1915, fecha que señala un hito en su producción, y sobre todo en Zozobra. La ironía sucede a la exaltación idealizadora de la provincia que caracteriza toda La sangre devota y aún muchos poemas posteriores, hasta El son del corazón (v. Mi villa o Vacaciones, por ejemplo).

La provincia, sede irrecuperable de la armonía perfecta, se puede leer entonces como una variante del motivo del «Paraíso perdido», al cual se asocia muchas veces el tiempo de la infancia como momento privilegiado de inocencia en el cual la ignorancia preserva de la culpa y la desdicha:



Fuérame dado remontar el río
de los años, y en una reconquista
feliz de mi ignorancia, ser de nuevo
la frente limpia y bárbara del niño...
Volver a ser el arrebol, y el húmedo
pétalo, y la llorosa y pulcra infancia
que deja el baño por secarse al sol...


(Ser una casta pequeñez, SD)                


En este jardín de eterna primavera, en el que se configura la provincia, sobre todo de La sangre devota, poblado de tiestos florecidos y escándalos de aves, de ventanas de rejas con luz y caracoles, de jaulas con canarios vocingleros y fuentes de irisado chorro, el agua se propone como símbolo de la pureza inaugural. Es el agua del Tigris o del Éufrates edénicos; es el agua anterior al descubrimiento de la sensualidad y por lo mismo anterior también al agua lustral, al diluvio, al bautismo y al llanto; es anterior a la conciencia de la culpa que sólo puede surgir después del castigo. Se puede «secar al sol», porque para quien ignora la propia desnudez no existe la lascivia: o Betsabé no ha nacido todavía o Salomón no la acecha en el baño. Precede a esa lluvia insinuante de tardes mojadas que vendrán a licuar la castidad entre los sueños:



Tardes en que el teléfono pregunta
por consabidas náyades arteras,
que salen del baño al amor
a volcar en el lecho las fatuas cabelleras
y a balbucir, con alevosía y con ventaja,
húmedos y anhelantes monosílabos,
según que la llovizna acosa las vidrieras...


(Tierra mojada, ZO)                


Es el agua purísima que se encierra en las paredes olorosas de las jarras campesinas, como metáfora perfecta del alma aldeana. Con el dualismo platónico característico de su catolicismo, López Velarde concibe el cuerpo como un recipiente («Vasos de devoción, arcas piadosas / en que el amor jamás se contamina; / jarras [...]») en que el alma está contenida en forma de agua o de perfume3. Y todavía este dualismo no es conflictivo. La vida pueblerina es perfectamente armónica, inocente, alegre (véase Viaje al terruño, Domingos de provincia, Del pueblo natal, Sus ventanas, etc.). El mal existe afuera, en la ciudad que tienta como el demonio. El «elogio de la provincia y el desprecio de la ciudad», variante moderna del clásico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», ha llegado hasta López Velarde probablemente a través de la mediación de Andrés Bello, que un siglo antes que él pregonaba ya las virtudes del campo y del amor agreste y prevenía contra los falaces placeres de las ciudades y sus funestas tentaciones4.

Los motivos que empujan a las provincianas a abandonar el pueblo natal pueden ser económicos o políticos. El poeta no compartirá nunca los primeros y denunciará el peligroso espejismo que las hace abandonar los bienes que poseen para ir a engrosar las filas de las marginadas en la ciudad hostil (v. Las desterradas, ZO). Se doblegará en cambio ante los motivos políticos; es comprensible, aunque vuelen a su propia perdición, que las jóvenes abandonen las aldeas asediadas por la violencia:



Mis entrañables provincianas mías:
no sospeché alabar vuestro suicidio
en las fascinerosas tropelías.

Antes que sucumbir al bandolero
se amortizaron las sonoras alas
que aleteaban en el fiel alero.


(A las provincianas mártires, ZO)                


En todo caso, el bien que dejan es irrecuperable e insustituible y sólo en el regreso a la aldea -si fuera posible- hallaría consuelo el corazón. Ya en los primeros poemas, anteriores a La sangre devota, aconsejaba a las desterradas:


Para que no se manche tu ropa con el barro
de ciudades impuras, a tu pueblo regresa;


(Una viajera, PP)5                


Luego, cuando se confirma la idea de que el regreso es imposible, la provincia perdida se encarna en las emigradas; y en cada una de ellas -y sobre todo en el conjunto de ellas- el poeta cree recuperar a la novia predestinada. La mujer-provincia y el amor plural constituyen una ecuación que se repite en La sangre devota (v. A la gracia primitiva de las aldeanas, Del pueblo natal, etc.) y más aún en Zozobra (v. Las desterradas, Memorias del circo, Tierra mojada, A las vírgenes, A las provincianas mártires), en una de cuyas composiciones (Jerezanas) se realiza plenamente. Es en Jerezanas donde la elegía adquiere el tono más denso, más obsesivo, más reiteradamente invocatorio. El vocativo, repetido al comienzo de casi todas las veinte estrofas, convoca al mismo tiempo a la novia y a la aldea, convoca un ser plural, un denominador común que tiene la figura de una sola mujer multiplicada y el genio de una generación entera. Cada estrofa es un retablo y en cada retablo, antes de que la nostalgia se disuelva en ternura, la ironía pone distancia entre el sujeto y el objeto de la contemplación:


Jerezanas,
a cuyos rostros que nimbaba el denso
vapor estimulante de la sopa,
el comensal airado y desairado
disparaba el suspiro a quemarropa.


«Jerezanas, / de quienes aprendí a ser generoso»: en la paronomasia o, si se prefiere, en el paragrama, se resume la doble condición de puerto de zarpada y puerto de llegada que tienen estas mujeres, de madre que enseña y madre que acoge. Y entre las manos de ellas espera el poeta anularse como individuo para recuperarse como esencialidad: transformarse en los hilos de un pañuelo que ellas manipulan bajo la aguja de la máquina de coser, volverse un objeto mínimo cuyo valor multiplican los símbolos, un secreto talismán que los salva recíprocamente -a él y a ellas- de sus solterías y sus soledades:


Jerezanas,
cuando el sol vespertino amorate
vuestros vidrios y os heléis
en el diario silencio del inútil combate,
tomad las fechas de mi vida
como hilas del pañuelo de un hermano
para curar vuestra herida
según la vieja usanza,
y para abrigar el nido
del pájaro consentido.


El pañuelo cumple una doble función: repara el daño a ellas infligido y mejora el regazo buscado por él. Tal vez ambas cosas están íntimamente relacionadas. Tal vez él restaña la herida que ha causado y de este modo recupera el nido que había abandonado. La herida causada sería entonces la marca de la separación, hybris y némesis a un tiempo, que condena a la soledad al que abandona no menos que al que es abandonado. En el regazo de las jerezanas, sucedáneo del regazo materno, el poeta se libera de su culpa y halla el fin de su castigo. En las puntas del pañuelo ha materializado las fechas claves y en el pequeño envoltorio quisiera entregarse enteramente a las mujeres.

Pero el amor plural es una invención del intelecto, una lucubración consolatoria; porque todas las provincianas de Jerez no bastan para encubrir la ausencia de una sola mujer, ausencia única y total. La búsqueda, el desencuentro y la invención final de esa mujer que encarna para López Velarde el eterno femenino, resumen su parábola poética, construida sobre una peripecia fundamental: el crimen y el castigo, la hybris y la némesis.

El crimen, hemos dicho, ha sido el abandono de la provincia, el gesto de soberbia con el que en un momento Adán se arriesga a perder el Paraíso. La tentación es el conocimiento, la ciudad, la literatura, la rotativa de un periódico y el café donde la palabra leída adquiere un rostro. El castigo es la soltería, el amor imposible, el eros enjaulado, la soledad y la nostalgia.

Pero una culpa así resulta pesada. ¿Quién puede resistir el tormento de haber sido necio hasta ese punto? Se tiende a minimizar la culpa. Al momento de coraje del arrepentimiento sigue el momento de debilidad de la justificación. Y una segunda clave de lectura se abre paso a través de muchos versos -por cierto memorables- en los que la ironía -de nuevo- rescata esta benevolencia para consigo mismo que, de otro modo, pudiera resultar frívola. Hablo sobre todo de dos poemas de Zozobra: No me condenes y Como las esferas. Pero el tema del eros culpable se extiende a Boca flexible, ávida..., En las tinieblas húmedas, La tejedora, Ser una casta pequeñez, En el piélago veleidoso, La tónica tibieza, Tierra mojada, Para el zenzontle impávido, El minuto cobarde, La mancha de púrpura, etc., etc.

Muy católicamente, la culpa es el deseo sensual, que improvisamente viene a entristecer el alma, todavía feliz en la prehistoria edénica6, sembrando un germen de inquietud en el amor primero, todo castidad y candor. La culpa es el sexo.


Mi carne es combustible y mi conciencia parda.


(El perro de San Roque, SC)                


Y el castigo es la expulsión: castigo feroz impuesto por una divinidad despiadada que juzga como culpa la debilidad de la carne. Pero en la conciencia pesa menos un castigo impuesto, por feroz que sea, que la propia responsabilidad. Así, Adán no ha malbaratado el paraíso; ha sido expulsado de él.

La tentación de la carne como un amable demonio que se insinúa donde resulta más inesperado e insospechable, tiene en La sangre devota un nombre propio: Águeda. El poema dedicado a la prima es uno de los más famosos de López Velarde y sin duda una de sus mayores realizaciones. Lo reproducimos por entero y así haremos con algunos otros textos en los cuales nos detendremos de manera particular, considerando que en Italia, donde se publica este trabajo, la obra de López Velarde es de muy difícil acceso.




Mi prima Águeda


Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.

Águeda aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto...
Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos...
(Creo que hasta la debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo).
A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.


Se trata de una silva arromanzada, variedad métrica típicamente modernista7. Presenta sin embargo la inserción de dos versos casi consonantes («sonar intermitente de vajilla» y «luto, pupilas verdes y mejillas») que interfieren en la cuenta de los pares rimados. La sostenida asonancia en o-o y la repetición masiva de esta vocal, reiteradamente asociada con la i, en sílabas vecinas, en hiato o en diptongo, dan a todo el texto el efecto tímbrico de una grave sonata monocorde. Véanse, por ejemplo, los vocablos de la rima: «nOsOtrOs, cOntradIctOrIO, ceremOnIOsO, pavOrOsO, sOnOrO, calOsfrÍOs, IgnOtOs, pOlIcrOmO, etc.; y el verso metalingüístico «Y cOnOcÍa la O pOr lO redOndO». Nótese también el uso de la rima interior en los siguientes vocablos y sintagmas oxítonos: almIdÓn (repetido dos veces), la O, cOrredOr, la vOz. Así, todo el poema resuena como una prolongada interjección, una ¡oh! de admiración y desconcierto ante la naturaleza contradictoria e inquietante de la prima.

Por lo que se refiere a la organización métrica del poema, es notable que todos los versos, excepto el décimo y el último, están acentuados en 6º TN8. Eso homologa la cadencia de los endecasílabos y los heptasílabos. A veces parece existir sólo el acento de 6º («con un contradictorio») y a veces se combina con uno de 1º que no hace más que destacar el otro («Águeda aparecía, resonante»; «y Águeda que tejía»; «mansa y perseverante en el sonoro»; «Creo que hasta la debo»). Esta regularidad rítmica se matiza con la introducción de los agudos en posición de cesura (almidón, la o, corredor, de la voz), con el arranque muy lento, con la disonancia de un único endecasílabo a minore (el décimo) y con la tonificación de algunas AN (notoriamente la del último verso). El poema parte, efectivamente, con la lentitud parsimoniosa de un verso esdrújulo (el único en toda la composición), que pone en evidencia el nombre propio de la joven, y que cuenta además con tres sinalefas, las cuales agregando tres sílabas lo moderan aún más; la á tónica de Águeda, absorbe la segunda sílaba de «prima» (ma) y atoniza la primera (pri: TN → AR).

Mi madrína invitába a mi prìma Águeda

Es tal vez esta lentitud del arranque, unida a un obstinado uso del encabalgamiento, lo que hace pensar a Phillips que el poema tiene un ritmo de prosa9. Empero una urdimbre tan refinada, tan rica de contrapuntos musicales -como veremos todavía- excluye que este ritmo pueda acercarse al de una prosa. Lo que sucede es que no se trata de un ritmo mecánico, rígido, exterior o sobrepuesto a la sintaxis, sino que fluye del mismo concatenarse de las imágenes y de los versos más largos o más cortos, según un diseño que obedece a la pronunciación del deshilvanarse tranquilo y afectuoso de la memoria.

El adagio se debe entonces al distanciamiento de quien evoca y no a la imagen evocada en la cual la calma («mansa y perseverante», «penumbra quieta») aparece preñada de inquietud («pavoroso luto», «calosfríos ignotos», «costumbre [...] insana»). En Águeda es contradictorio algo más que el almidón: ella representa la polaridad «castidad-libídine», la dualidad «cuerpo-alma», «tentación de la carne-memoria de la muerte». La segunda estrofa la describe: de su luto pavoroso protegían sus ojos verdes y sus mejillas rubicundas. El verso décimo es un bicesurado de 4º y de 6º:

mè protegían cóntra el pavoróso

La pausa predominante se hace entonces en el verbo, protegían, marcando una nota ya anunciada por las precedentes consonancias (día, aparecía) y prolongada en las siguientes (día, tejía). Estas consonancias -entre las cuales protegían no constituye imperfección sino un alargamiento más de la rima ía en la nasal, como si fuera un acorde que hace durar la nota- tienen todavía otra correspondencia en las asonancias internas que preceden (madrina, prima, mejillas) y en las internas y externas que siguen (iba, vajilla, prima, pupilas, mejillas). Ese largo acento de 4º, prolongado en las correspondencias vistas, único en todo el poema y además destacadísimo, constituye un verdadero escudo de protección para el yo poetizador, detrás del cual se agolpan las oes de lo inquietante: «el pavoroso luto».

Al retrato de Águeda se sobrepone un verso agudo, también éste único en toda la composición («luto... Yo era rapaz»), con el cual se presenta al antagonista definiéndolo con un vocablo ambiguo, ejemplo de homonimia absoluta10: «rapaz» significa por una parte, como derivado de rapar según la Academia, «muchacho de joven edad»; y por otra, como procedente de rapax-acis, es un sinónimo de «voraz». El primer verso del poema, un endecasílabo esdrújulo, servía para convocar lentamente a Águeda, para renovar su presencia que dura en el tiempo. Este verso, en cambio, un heptasílabo agudo, sirve para presentar la apresurada ansia del muchacho y su breve experiencia, todavía limitada a las formas. Él, en efecto, como dice en seguida, «conocía la o por lo redondo». No sería justo reducir a una interpretación unívoca la multiplicidad expresiva de este otro verso. Se puede, no obstante, recordar con Bachelard que «el ser redondo difunde la calma de toda redondez» y que «todo lo que es redondo atrae la caricia»11. La ecuación se verifica en López Velarde que a menudo asocia lo redondo a lo sensual: así, en Mi corazón se amerita, ese corazón que se desea arrojar a la hoguera de la fruición, adquiere la forma de un disco. Águeda es, por lo tanto, un objeto redondo que atrae las caricias. Pero la caricia es postergada por el escalofrío y la calma así se quiebra. Águeda es la prima: un fruto prohibido. Y sus vestidos negros subrayan a la vez la prohibición y el encanto de lo que mal esconden. Se sabe que el primer objeto sexual del niño es siempre un objeto prohibido (y por lo tanto incestuoso), puesto que se trata de la madre o de la hermana12. Águeda tiene de las dos.

En la tercera estrofa aparece la semiconsonancia en illa:illas y una intensificación de la i un quebradIzo / sonar IntermItente de vajILLA / Y el tImbre carIcIoso / de la voz de mI prIma»), acompañada por una aliteración con base tin (in, te, ten, tim) que mima el sonido de la vajilla y de la voz de Águeda. Se diría que Águeda se identifica con los objetos del universo que el niño va descubriendo. Ella es la vajilla, pero también el armario: es algo oscuro, severo y temible, que asimismo esconde delicias turbadoras. La musicalidad de la composición se intensifica con las asonancias internas (iba, prima, pupilas) y con la serie de consonancias que contribuyen a la homogeneidad tímbrica: prima (repetido tres veces); día - aparecía - protegía(n) - tejía; luto (repetido tres veces); contradictorio - refectorio; Águeda (repetido cuatro veces).

Tal riqueza de ejecución se debe, como se ha visto, no sólo a la relación significante-significado, sino también a la relación significante-significante. Desde el punto de vista semántico, el discurso se organiza aquí según un principio típicamente poético, distinto del principio que ordena un normal discurso de prosa. Este principio, como lo define Agosti, «non è piú quello della progressione dei significati verso una loro conclusione (soluzione) "lógica", quanto quello della non progressione dei significati medesimi; in poesia il senso "ritorna" su se stesso, conferma indefinitamente una ipostasi iniziale [...] tramite il gioco complesso delle analogie o delle identitá»13. En efecto, de principio a fin, se trata de lo contradictorio en Águeda y de los escalofríos que provoca esa contradicción. Águeda es una lujuria de colores que el «luto pavoroso» no logra esconder del todo. Águeda se presenta austera y negra y su misma austeridad vuelve más arrebatadoramente tentadora la fruta en sazón que asoma de sus vestidos: «ojos verdes», «mejillas rubicundas». Porque finalmente Águeda es como un armario de ébano añoso que esconde un cesto policromo de manzanas y uvas. Águeda es Eva ofreciendo la manzana de sí misma14.

En el endecasílabo final podría haber una cesura lírica (anómala y arcaica) de 3º TR, como en otros versos de López Velarde («Suave Patria, vendedora de chía»; «de milagro, como la lotería»). En todo caso, nos parece que la única lectura posible es con la tonificación de la preposición en sinalefa con el indeterminativo [AN → TR + ()], así:

en el ébano dé un armário añóso.

A la tonificación corresponde una semantización del vocablo implicado, de modo que el acento rítmico sobre «de», en este caso, separa y pone de relieve el sintagma que sigue, «armario añoso», que es sin duda la clave simbólica de la composición. La castidad fecunda, las delicias púdicas, todo lo que representa el armario y significa la prima, tiene además un valor temporal expresado por el adjetivo final, que abre así el paso a una nueva serie de sugerencias. La «joven-armario añoso», más que un recuerdo de la infancia del poeta, es un arquetipo de todos los tiempos. Así como la risa de la dariana Eulalia era «cruel y eterna», el luto de Águeda es seductor y duradero. Es, justamente, «añoso».

La idea platónica del cuerpo como recipiente del alma aparece ya en poemas muy anteriores a éste y el recipiente era un vaso, un arca o una jarra de paredes olorosas (v. A la gracia primitiva de las aldeanas, SD).

Pero en todo Edén, junto al demonio tentador, hay un ángel guardián. El ángel puede ser el propio Dios, que se pasea por el huerto, o un emisario. En el paraíso zacatecano de López Velarde, el ángel es un emisario a través del cual pasa la santidad divina. Su mismo nombre es fuente de santidad: Fuensanta15. Y a la o de la tentación responde la a de la castidad. Fuensanta es esta a «impregnada / del licor de un banquete espiritual». Fuensanta es «ara mansa, ala diáfana, alma blanda, / fragancia casta y ácida». El poema ¿Qué será lo que espero?, en contraste con Mi prima Águeda, está construido en base a la asonancia en a-a y a una repetición masiva de esta vocal; especialmente en los últimos versos en los cuales, además de la paronomasia entre ara - ala - alma, se advierte la textura homófona en a, cuyo centro de irradiación fonosimbólica es el semantema de casta, que a su vez da origen a toda la isotopía espiritual: ara, mansa, ala, diáfana, alma, blanda.

Fuensanta es la figura central de La sangre devota y en parte de El son del corazón. A ella está dedicado el segundo capítulo de este libro porque creemos que sólo reescribiendo su figura se pueden entender todas las proyecciones poéticas del celibato de López Velarde. Por ahora, sirva decir que, en principio, Fuensanta purifica el eros. Su presencia disipa las sombras del pecado en cierne y su beso resulta inaccesible a la lujuria. Ser una casta pequeñez, escrito en 1915 o sea en la primera etapa de la madurez expresiva del poeta, es una sola hipótesis, una sola larga y compleja proposición condicional a la que falta el «si» inicial, como para subrayar la imposibilidad de su realización, y en la cual se propone el regreso a la inocencia-barbarie de la infancia. En medio de la inocencia recuperada, ella, que es el Amor por antonomasia, lo interrogaría sobre la cualidad del amor que le tributa. ¿La quiere él hasta el agua inmanente de su pozo o hasta el penacho tornadizo y frágil de su naranjo en flor? Su amor por ella, ¿alcanza el centro esencial del alma-agua encerrada en el vaso-arca-pozojarra? ¿O se detiene en el cuerpo bello más perecedero? Y él, protegido por la presencia angélica («sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos»), podría responder venciéndose a sí mismo: «te diría quererte más allá / de las torres gemelas»; como si ella fuera una Sulamita toda espiritual que dijera «Muro soy y torres son mis pechos» (Cantar de los Cantares, 8, 10) y el muro y las torres fueran el último obstáculo detrás del cual se extiende el paraíso ya exento de peligro. Lo que opera el milagro es el beso de Fuensanta: «el beso inaccesible / a mi experiencia licenciosa y fúnebre». Porque el beso del ángel pone en fuga al Maligno.

La irrealidad de la teoría bellísima se descubre, sin embargo, en la pregunta de la última estrofa:


¿Por qué en la tarde inválida,
cuando los niños pasan por tu reja,
yo no soy una casta pequeñez
en tus manos adictas
y junto a la eficacia de tu boca?


El poeta se pregunta por qué no y su pregunta roza el tema del mal. Se pregunta por qué no puede ser una pequeña cosa entre las manos de la amada, el pañuelo de las jerezanas por ejemplo, o cualquier talismán secreto que sirva para preservar a la vez la castidad del amante atormentado y la presencia amenazadoramente precaria del ángel. Y en la misma pregunta asoma, involuntario, un principio de respuesta: «la eficacia de tu boca». En ella, si no hay lugar para el pecado, habrá siempre motivo de tentación y así la cola del demonio habrá teñido de ambigüedad también a la virtud.

El dualismo velardeano se resuelve en dualidad16. El Bien y el Mal, identificados como fuerzas distintas que luchan entre sí en el Edén prehistórico, se reúnen para formar una sola identidad en conflicto: la del poeta y la del útero que lo genera, la Provincia. El estado de Zacatecas se define paradigmáticamente como el encuentro de las dos potencias en lucha: «es un cielo cruel y una tierra colorada». Y su «bizarra capital», que es lo mismo que decir su cabeza lúcida, espléndida, generosa, se eleva a símbolo mismo del espíritu o de la religión dominando el instinto o la libido:


      Una típica montaña
que fingiendo un corcel que se encabrita,
al dorso lleva una capilla, alzada
al Patrocinio de la Virgen.


(La bizarra capital de mi estado, SD)                


El último complemento predicativo de este poema, que cierra la descripción de Jerez con la vertiginosa serie polisindetónica de la última estrofa, está formado por la Catedral y el redoblar portentoso y redentor de sus campanas que penetrando por las almas se disuelve en agua bautismal que lava hasta los huesos y redime, en todo caso, del enigmático pecado original: ¿abandono y desdén, soberbia y ambición, o simplemente debilidad de la carne?

Sea como sea, el poeta es igual a la tierra de donde viene:


como el can de San Roque, ha estado mi apetito
con la vista en el cielo y la antorcha en las fauces!


(El perro de San Roque, SC)                


Y se sabe que esta identificación con la tierra y esta voluntad expresa de no separarse (que en otros momentos se resuelve en complejo de culpa por haberse separado) constituyen el síntoma del trauma contrario: es decir, el trauma de la separación. Separación de la tierra o separación de la madre: en los mitos y en la tópica del psicoanálisis ambos términos se confunden.

En la idílica poesía de La sangre devota los lugares evocados no constituyen por sí mismos lo poético. López Velarde podría repetir con Leopardi: «Un oggetto qualunque, per esempio un luogo, un sito, una campagna, per bella che sia, se non desta alcuna rimembranza, non è poética punto a vederla»17. Lo poético es la relación entre el sujeto y el sitio, la manera de ser que tiene ese sujeto allí situado. Lo poético no es el sitio sino la situación; en este caso, no la provincia sino la nostalgia de la provincia en el exilio ciudadano; no Zacatecas, sino el amor perdido en Zacatecas.

Como dice Amoretti de Leopardi podríamos decir nosotros del mexicano, y en especial de La sangre devota: que su motivación psicológica nace de la necesidad de restaurar, a través de la representación fantástica de una inmóvil realidad edénica, la condición consoladora y remuneradora de dependencia del hijo con respecto a la madre, contra el riesgo del crecimiento, de la responsabilidad individual, de la soledad. Este proceso de restauración se reconoce en ese camino hacia atrás que cumple López Velarde instaurando los valores morales y estéticos en la civilización agrícola contra la urbana y en la infancia contra el mundo de los adultos18.

El teorema naturalmente está destinado al fracaso porque al hombre no le es dado regresar: la Ítaca que reencuentra Ulises no es la de sus sueños y de todos modos deberá abandonarla de nuevo. Lo que fue dura en nosotros modificando lo que es. La fijación en el pasado nos priva de la libertad necesaria para vivir el presente y éste aparece tergiversado y perturbado por la pantalla de recuerdos que se le sobrepone. En López Velarde el conflicto entre la vida que reclama y el pasado que inmoviliza se resolverá con un triunfo final total, absoluto, del pasado y con una recuperación de la figura materna a dos niveles: uno íntimo y otro público. En el primer caso se trata de un proyecto personal y aparece en los poemas póstumos de El son del corazón; constituye inevitablemente los esponsales con la Muerte: único modo ya para recuperar el útero materno. Será objeto del cuarto capítulo. En el segundo caso se trata de un proyecto colectivo y asume los caracteres de un programa político: renegar del progreso, renegar del presente histórico de México y proponer que la nación regrese al rústico paraíso de las haciendas patriarcales agrícolas donde una vez un niño fue feliz. La madre se recupera así por identificación con la tierra. Toda la patria es una madre acogedora, o matria. Es La suave patria y de ella trata el último capítulo.

Como se ve, López Velarde no logra superar el conflicto edípico y la reconciliación con la figura paterna no se opera jamás, para fortuna de su poesía, posiblemente. La madre-provincia del principio se multiplica hasta volverse madre-patria y el héroe de los orígenes es el abuelo (Cuauhtémoc). El padre no existe. O por lo menos está totalmente desterrado de su poesía.



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