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En la literatura, el mundo rural apareció idealizado en el viejo tema bucólico o pastoril de tradición virgiliana que, renovado en la España del 1500 por Garcilaso en las Églogas, por Fray Luis de León en La vida retirada y otras afamadas odas y por Antonio de Guevara en el célebre Menosprecio de corte y alabanza de aldea (que da nombre al topos), pasa a la América Latina a través de los románticos (notoriamente Bello en la Silva a la agricultura), de los modernistas (Herrera y Reissig en Los éxtasis de la montaña, Leopoldo Lugones en Crepúsculos del jardín y El libro de los paisajes), y llega al propio Ramón López Velarde (lector, como hemos visto, de Herrera, de Lugones y de Samain, fuente común), que no es sin duda el último de la serie. El tema se encuentra también en su contemporáneo César Vallejo, en quien se trata sobre todo de una visión íntima, familiar y elegíaca de la aldea natal (Heraldos negros y Trilce) sin contraposiciones evidentes a la ideología urbana; y adquiere un tono muy cercano a las ecuaciones velardeanas «campo-sano» vs. «ciudad-nefasta» en el primer Miguel Hernández. Pienso sobre todo en el Hernández de los Silbos y en particular en El silbo de afirmación en la aldea, donde «Alto soy de mirar a las palmeras» se contrapone a «¡Rascacielos!: ¡qué risa!: ¡Rascaleches!».

 

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«La tentación del himno cívico era tan fatal para López Velarde como para un poeta de otro tiempo la del poema religioso» (O. Paz, El lenguaje de López Velarde, en Las peras del olmo, cit., p. 73).

 

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José Luis Romero, Campo y ciudad [...], cit., pp. 39-40.

 

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Además, contrariamente a lo que se ha afirmado algunas veces, López Velarde no fue indiferente a los avatares de la vida colectiva. Se sabe que participó en el Plan de San Luis Potosí y son muchísimos los artículos de carácter político que publicó en distintos diarios de la capital y de provincia. Sólo en 1912 dio a La Nación veintiséis trabajos literarios y cientoveintidós políticos. (Cfr. Elena Molina Ortega, Op. cit., p. 33).

 

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«La Revolución optó finalmente por la ideología urbana y se interesó más por el petróleo que por la tierra» (José Luis Romero, Campo y ciudad [...], cit., p. 50).

 

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Es famosa la penúltima escena de la novela, cuando la mujer de Demetrio le pregunta por qué pelean ya y él, arrojando distraído una piedrecita al fondo del cañón y viendo el desfiladero, le dice: «Mira esa piedra cómo ya no se para» (Mariano Azuela, Los de abajo, Fondo de Cultura Económica, México, 1976, p. 137).

 

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Una visión inflamada de entusiasmo de la Revolución y del héroe Pancho Villa aparece en el bellísimo testimonio del periodista americano John Reed, Insurgent México, publicado en 1914 y traducido muchísimo más tarde en español como México insurgente. Yo dispongo solamente de la tardía traducción italiana, Il Messico insorge, Einaudi, Turín, 1979. La visión de López Velarde, en cambio, está marcada por el escepticismo (que la historia futura de su país no desmintió) y por aquella «íntima tristeza reaccionaria» con la que concluía paradigmáticamente El retorno maléfico (ZO). Por otra parte, si bien la Revolución del 10 no dio los frutos que muchos esperaban, no se puede negar que rompió el orden feudal que ahogaba a México y en buena medida -como dice Paz- favoreció el descubrimiento que nuestro poeta haría de su país y de sí mismo (Cfr. O. Paz, Introducción a la historia de la poesía mexicana, en Las peras del olmo, cit., p. 28). A despecho suyo, sin embargo, creo yo.

 

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«Hay en la prosa y en el verso de López Velarde cierta movilidad adjetival, típica de la poesía contemporánea [...] Con frecuencia un atributo del objeto se desplaza a otro cercano, y así el poeta atribuye a una cosa una cualidad que lógicamente no le pertenece. Veamos los siguientes ejemplos, tomados del verso y de la prosa: 1) y el relámpago verde de los loros... 2) un encono de hormigas en mis venas voraces... 3) la cristalina nostalgia de la fuente... 4) y dormían sobre pieles feroces... 5) Plaza de Armas, plaza de musicales nidos... 6) la redecilla de medrosas venas, / como una azul sospecha / de pasión... [...] En todos estos ejemplos se notará en seguida cómo una característica de un objeto se propaga a otro cercano: lo verde de los loros al relámpago, lo voraz de las hormigas a las venas, lo cristalino de la fuente a la nostalgia, etcétera. Sin embargo, los ejemplos (4) y (5) difieren de los primeros porque no está expreso el objeto (fieras, pájaros) cuya propiedad pasa a las pieles y a los nidos respectivamente. En el número (6), desde luego, hay un doble traslado: el azul de las venas se atribuye a la sospecha, lo medroso de la sospecha a las venas» (Allen W. Phillips, Op. cit., pp. 285-286). Esta figura retórica se conoce con el nombre de hipálage (Fernando Lázaro Carreter, Diccionario de términos filológicos, Gredos, Madrid, 1953, p. 178).

 

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«He oído decir varias veces que las imágenes de López Velarde fueron producto de un torturante proceso; nada más superficial e inexacto: su arte era un eximio juego de la inteligencia, nacido de un divino don y de un ansia llena de puras emociones. Modelaba las palabras como si acariciara a una mujer y su gozo era sin límites cuando hallaba la expresión perfecta de su miraje» (Samuel Ruiz Cabanas, Juicios sobre Ramón López Velarde, «El Universal», 22 de junio de 1924; citado por Allen W. Phillips en Op. cit., p. 125). No todos están de acuerdo. El propio Xavier Villaurrutia no dejó de escandalizarse ante el estrecho umbral que separa, en la poesía de López Velarde, lo inteligente de lo brillante, lo complejo de lo abstruso: «¿La complejidad espiritual de la poesía de López Velarde es real y profunda? ¿Fue necesaria la oscuridad de su expresión? ¿Su inesperado estilo fue el precio de su voluntad de exactitud, o solamente de su deseo de singularizarse? ¿Las metáforas de su poesía eran rebuscadas o inevitables?» (Xavier Villaurrutia, Op. cit., p. 645).

 

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Fausta Garavini, La letteratura occitanica moderna, Sansoni/Accademia, Florencia/Milán, 1970, p. 117.