Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[93]→  

ArribaAbajoMetafísica

  —[94]→     —[95]→  

Acabo de leer el intrigante volumen en que Vasconcelos planea su ecuación vital. Vasconcelos es uno de los hombres que he respetado en mayor amplitud. Lo respeto con tal seriedad, que, siendo la violencia algo malsano para mí, le reconozco el derecho de emplear giros violentos, porque está capacitado para conseguir que no pequen formalmente contra el buen gusto. Quizá hasta le disculpo su arrojo contra el padre de Jerónimo Coignard.

Yo también busqué mi ecuación, cuando el conocimiento no me inspiraba la sospecha de una descomposición cerebral. Por estas fechas, mi cerebro me inculca desmedida ternura, mas a la vez el descrédito de cualquier fiambre. El sesudo catalejo conque se filosofa, paréceme más infortunado que la cabeza del carnero, engullida por una especie superior, mientras que nuestros sesos enciclopédicos se sirven   —96→   en el menú del subsuelo. Fulminado por el soez disparate de la eclíptica, prescindí del cálculo diferencial y del integral, resignándome a aprovechar, con modestia, la magia de dentro y de fuera. A las personas de convicción maciza que me favorecen con sus interrogaciones, sólo respondo que aunque pertenezco a la clase ingenua que cultiva la poesía, no me he confiado a los puntos de partida que es preciso aceptar gratuitamente para comenzar a saber. Soy un poco más fuerte que mi creencia y mi incredulidad, y por tener ambas el semblante del cero, puedo así declararlo conservándome humilde. El apetito de poseer lo universal, bríndase a la arrogancia de mi cuarta década sintetizado en la más vibrante, incoherente y suave de las creaturas, en la creatura que enajenada nos llama reyes o nenes, según haya amanecido frenética o lánguida. Un día, desprestigiada la altisonante virilidad, factible será el desposorio con una ecuación. Al presente, no quiero correr el riesgo de descastarme. Fiel a mi estructura, continúo endiosado en la menos engañosa ilusión, colgándome de la inmanente palabra mística que resume los orbes y que nos aniña o nos entroniza, dentro de las regalías de su diapasón.

Mi temperamento, humilde como un pelele, recalcitrante como un semidiós, rechaza al Mal antes de vislumbrarlo.



  —[97]→  

ArribaAbajoMeditación en la alameda

  —[98]→     —[99]→  

Próspero Garduño es una incompatibilidad manifiesta. Una evidente incompatibilidad entre su nombre y su filosofía. Próspero es pesimista. Próspero Garduño no se ha casado, porque teme llevar a una blanca heroína, vestida de blanco, a la Torre de la fecundidad. Próspero se ha levantado hoy con la cabeza llena de ocio, de amor y de buen tiempo, que diría un ingenio del Renacimiento.

Nuestro hombre sale de su casa, fincada en la Plaza de Armas. Corta un ángulo de las banquetas de la Plaza. Toma la acera de la cárcel y del Juzgado. Pasa por «El paraíso» (cantina y billares). A poco dobla la esquina del atrio del Santuario, esquina por donde se asoma una rama con tres naranjas verdes aún. Y siguiendo por la calle larga, si queréis, de «Las Flores», llega a la alameda.

  —100→  

Una vez allí, el ocio, el amor y el buen tiempo antes dichos, le llevan a meditar. Y medita: «Hay horas en que la naturaleza es como un baño de deleites, con una traición bien escondida. Este sol que me envuelve con tibiezas femeninas, no querrá mañana calentar mi sangre. El vino que tantas veces ha magnificado a mis ojos el panorama natal, ha de negarme su generosidad. Sobre estas bancas rústicas, bajo estos álamos, se sentarán parejas en júbilo y en salud, y yo estaré enfermo. Me enterrarán en el cementerio en que los artífices lugareños han ido poniendo lápidas y lápidas mordidas por un cincel novato. Mis ojos, que se recrearon en las tapias en que se desborda la rosa the, se corromperán velozmente. Mis pies, que quiebran estas hojas de álamo con placer, hasta con liviandad, como si pisasen una alfombra galante, serán pasto del gusano. Y también mi pecho. Y también mis manos que dieron limosna y sostuvieron la lira, y se apoyaron en los árboles como en un semejante y resbalaron por colinas más blandas que las frecuentadas por Salomón. ¿A qué inquietud? ¿A qué labor? Quedaré sepultado y todas las mujeres de mi pueblo se sentirán un poco viudas. Me echarán de menos los niños que en el "jardín chico" se sentaban en la misma banca que yo, frente al Teatro Hinojosa. Eso será todo.   —101→   Vale más la vida estéril que prolongar la corrupción más allá de nosotros. Que, como decía Thales, no quede línea nuestra. ¿Para qué abastecer el cementerio? Viviré esta hora de melodía, de calma y de luz, por mí y por mi descendencia. Así la viviré con una intensidad incisiva, con la intensidad del que quiere vivir él solo la vida de su raza».

Sonaban las doce. Próspero Garduño, engreído con sus conclusiones estériles, regresaba a su casa; pero en la calle de «Las Flores» lo hizo vacilar una tapia en que se desbordaban fecundamente el verdor y las rosas de una huerta. Y en el atrio del santuario, la rama de las tres naranjas, verdes aún, asomaba su réplica fecunda. Y era también fecunda la réplica de algarabía de las niñas que salían de la Escuela. Y en la Plaza era fecunda la réplica de algunas madres jóvenes, que llevando a sus retoños en cochecillos, se defendían del sol de junio con claras sombrillas, en que jugaba la copia oscura de los ramajes. Y Próspero Garduño sintió que su pensamiento era doloroso junto a aquellas madres jóvenes que llevaban sombrillas.



  —[102]→     —[103]→  

ArribaAbajoLas santas mujeres

  —[104]→     —[105]→  

En el indecible desastre de la pérdida de Saturnino Herrán, infortunio cuya sola enunciación es un dislate, las mujeres flordelisaron el precipicio con hazañas caritativas. Desde la ínclita esposa, que con su lánguida queja sin tregua estuvo comprometiendo las vanas enterezas masculinas, hasta la amiga menos próxima, volcaron santidad sobre el poderoso pintor.

Él ignoró que iba a perecer y que perecía. Cuando se le paralizó un brazo, le sobrevino la angustia de no volver a dibujar, y, para sentirse, imploró a las Verónicas presentes que le mordieran la mano. Así fue ungida, en un eclipse patético, la mano que había perfeccionado las líneas terrestres y celestes.

Cautivado el infantil moribundo por la sortija de una señora, se la pidió. La señora, menor   —[106]→   que el catedrático de Desnudo, prestó su joya con una musical actitud materna.

A una prima, tipo de bondad, rogó lacónicamente: «Abrázame, acaríciame», y su ruego era obedecido como en las catacumbas.

Una bella dama, constelada de virtudes, le preguntó: «¿Qué quieres?». Helado y pueril respondió desde su agonía: «Que te acuestes conmigo». Ella, sin un titubeo, se metió en la cama.

Agobiadas de flores, las diaconisas de la eterna clemencia nos acompañaron al sepelio. Difundían, en el agrio dolor viril, hálitos de azahar. Sus ojos, sedantes como los de Santa Lucía, parpadeaban entre los cipreses. Se agigantaron en el crepúsculo otoñal. Entonces los hombres nos confesamos, de castidad a castidad, menos tristes y más pequeños, junto a la estatura de ellas, que levantaban sus brazos, píos y ornamentales, edificando la arcada alegórica del funeral.



  —[107]→  

ArribaAbajoSemana Mayor

  —[108]→     —[109]→  

Una de estas noches tomaba yo en un café la colación que se usa entre gentes de buena conciencia. Era ya la hora solapada en que se nace, se muere y se ama. Con todo, México fingía una necrópolis. Yo, sin ser la Capital, sentíame otra necrópolis. Con la diferencia de que en mí no se recataban alumbramientos, ni agonías, ni el vértigo equidistante de la cuna y la fosa.

Me limitaba a estar un poco triste, según corresponde a un coetáneo de la filosofía médica y de los histólogos que padecen de literatura. Carmelita, mesera 5, con un 5 dorado en un redondel de luto, evolucionaba a mi alrededor, zalamera y ladina. Carmelita, mesera 5, va a ser suprimida por la moral del Gobierno del Distrito. ¿Qué habría opinado sobre esto Monsieur Bergeret? ¡Pobres sacerdotisas   —[110]→   del café con leche! No pude ponerme a tono con Carmelita, mesera 5, porque su problema económico, agravado por la virginidad del Palacio Municipal, nublábame de conmiseraciones baladíes. Y como si no fuera bastante la carga melancólica de la fecha, he aquí que en el tablado de la dudosa orquesta, descubro, de violín, a mi antiguo conocido, el Sacristán de Tercera Orden en San Luis Potosí. Los que no sois clericales (¡oh hazaña!) no estáis capacitados para sentir la tragedia de un sacristán convertido en violinista. Yo interrumpí mi colación para ir a preguntar al sacristán qué pieza acababan de tocar. Con el rubor consiguiente a su metamorfosis, me mostró su papel pautado: Beautiful Spring. ¡Cristo me valga! ¿Querrán Alfonso Cravioto, Juan León o José Romano Muñoz hacer algo por la educación de mi sonoro sacristán? ¡Si se negasen a ello en atención a que se trata de un violín reaccionario...!

Yo, en realidad, me considero un sacristán fallido. En mi quiebra matizo la Semana Mayor con mi violín jornalero. Y recuerdo los Jueves Santos en que Matilde, que era alta como una buena intención, glacial como los éteres, blanca como un celaje de plenilunio y fértil como un naranjo, lucía, por la breve ciudad, su mantilla y su cintura afable. Matilde visitaba los Monumentos. La patricia negrura   —[111]→   de su traje frecuentaba los templos en el día eucarístico. Mi punible promiscuidad asocia siempre a Matilde con las palabras de la Cena: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros». (¡No poder citar en latín, para que no me juzguen pedante!). Porque la ciudad era espléndidamente solar y porque las señoritas de rango que poblaban sus calles vestían de tiniebla ritual, aquellos Jueves Santos, sugeríanme una espaciosa moneda de plata manchada de tinta.

Matilde, gota de tinta, celaje, éter, naranjo, buena intención; yo sé que hoy penas, desterrada y alcanzada de dinero, y sin temor a convertirte en estatua de sal, vuelves la cabeza al predio vernáculo. En la Semana Mayor de tu destierro, para consolarte, yo te ofrecería, en la palma de la mano, una reducción de la moneda de plata manchada de tinta. Como las aldeas microscópicas que, edificadas en un cartoncillo, halagan el instinto de posesión de los niños.

Los Viernes Santos, en torno de la Cruz viuda, con sábana o sin ella en los brazos, según la exégesis de los capellanes, apretábanse, compungidas, las gotas de tinta, sin que la compunción les estorbase soslayar a los novios. Por las vertientes del Calvario ascendían las almas de la Agua Florida, de la Agua de Colonia, de Las Flores de Amor... toda la   —112→   perfumería bonachona que duerme un año para desperezarse en la ceremonia del Pésame. ¡Ceremonia patibularia, contrita, perfumada y amatoria!

Matilde se casó. Si antes la califiqué de glacial, es porque me helaba su talle fugitivo, como los éteres al evaporarse. Pero pocas personitas he conocido tan efusivas como ella. Su ternura brindaba el apasionado buen gusto de una madreselva que hablase. Matilde, al casarse, me produjo una pena de las hondas. Con mi escasa afición a la lógica, yo la había soñado fértil y estéril. Una noche, al filo de las diez, la vi andar por la Plaza de Armas, con precavida lentitud. Supe luego que cumplía con una indicación facultativa. La madreselva justificaba su nombre, su cruento nombre.

Matilde, celaje, gota de tinta, naranjo, éter, buena intención y madreselva: en los atardeceres desamparados en que la ventisca de marzo sacude las frondas de mi ansiedad, y en que la uña ilustre de la luna disemina calofríos vesánicos, me encamino a tu calle para asomarme a tus vidrieras y aliviarme con tu figura, todavía adorable. Estiro el cuello, atisbando a tu sala improvisada. Tus hijos juegan, y su juego, que es prenda de la eternidad del dolor, me amarga los sueños retrógrados que te forjaban fértil y estéril. Tus hijos juegan.   —113→   Tú tienes en el regazo una bola de hilaza, o consultas tu portamoneda, o te miras al espejo, superviviente de tu ruina. Y en la Semana Mayor de tu mayor duelo, yo te ofrecería en la palma de la mano, para consolarte, una reducción de la moneda de plata con gotas de tinta...



  —[114]→     —[115]→  

ArribaAbajoLa sonrisa de la piedra

  —[116]→     —[117]→  

¿Queda un poco de polvo del artista que hizo sonreír a la piedra? Debiera haber sido incorruptible la mano que encendió en la bárbara piedra, siglos atrás, esa indecisión crepuscular de la sonrisa, esa indecisión, que es como un cariñoso correctivo de la prudencia a los sueños.

No sé si hay algo más difícil que iluminar una estatua con el gesto supremo de inteligencia en que amanece la sabiduría o se pone la esperanza, como un astro iluso. Quizá sólo esto es más difícil: turbar a una mujer cuya frente inhumana jamás se contrae.

Sobre la catedral cantada por Verhaeren permanecerá la figura angélica. Ahí estará en pie el buen ángel, decapitado y mutilado por una cultura que se escribe con k. El tablero de fecundidad y de harmonía de la Champagne   —118→   no mirará difundirse por sus planteles la beata sonrisa de la torre. En las tardes dramáticas, cuando se espese el silencio después del bombardeo, la catedral se quejará sordamente; y en las noches de nevada lunar se dirán su secreto las torres, como inválidas que no quieren despertar a Reims. Y la escultura sin brazos y sin cabeza, en un lenguaje imposible, irá diciendo desde su hornacina: «Yo vivía la vida eminente del templo. Mi belleza, vecina de las nubes y madrina de los hombres, era tal que si monsieur Anatole France me hubiese contemplado detenidamente, no habría escrito su "Revuelta". Mi rostro, halagüeño y abstraído, era una vacilación constante entre la gravedad del firmamento y la inquietud efímera de abajo. Pero mi simpatía a la tierra era firme, y nunca pensé en abrir mis alas, cuando ascendía el concierto de las campanas, para ascender con él. Paciente y leal me he mantenido en la paz; y leal y paciente me hallo en presencia de la guerra; en presencia de los diplomáticos, que se llaman cristianos; en presencia de un monarca luterano, que traba alianza con una potestad católica para la cruzada del dinero; en presencia de la ingenuidad conservadora que por razones de bautismo se pone de parte del protestantismo feudal y providencial que desbarata la colmena de Bélgica... Mis labios sellaban   —119→   la ciudad con un sello feliz. Mis labios habrían hecho pensar en un beso a la comarca, si no careciesen de fisonomía sexual. Mis labios lo mismo pertenecen a un paladín de las milicias celestes que a una virgen transida por la flecha del martirio. Por eso mi cara fue siempre grata por igual a los mancebos y a las doncellas. Pensaban los primeros, al verla, en San Miguel; y las segundas, en aquellas remotas hermanas que llevadas desnudas, a la presencia de los procónsules, extendían milagrosamente la cabellera sobre todo su cuerpo, adquiriendo así un súbito manto de oro frente a la lujuria. Hice germinar en cada doncella la ilusión de una túnica inesperada que protegiese sus intimidades contra el mal en acecho. A cada mancebo ofrecí la perspectiva de un laurel fúlgido, capaz de irradiar en la penumbra de la conciencia como las joyas que se olvidan en un cofre. Los invasores llegaron con su metralla a cortar mi ejercicio sutil sobre el planeta, mi tarea de embellecimiento sobre la humanidad, mi sacerdocio aristocrático, sobre todo. No abandoné mi región favorita al sonar el concierto pío de las campanas; tampoco la abandoné al silbar el estrago. Hoy medito en el día ineludible de mi restauración». Tal dice el ángel.


  —120→  

¡Oh cabeza sin sexo, en que las ondas de pelo enmarcan la frente como con espuma! ¡Oh pelo espumoso, sobre cuya agitación se sostiene la leve corona para fingir un sueño real en un golfo cantante! ¡Oh corona rota! ¡Oh manos arrancadas y abatidas!

Danos, buen ángel, la límpida maestría del artista que supo esculpir en tu carne hasta lo más enorme, como el pensamiento, y sugerir hasta lo más leve, como las pestañas... Depura nuestras almas y enséñanos a fijar en la piedra de la adversidad la sonrisa heroica... Tú que fuiste amigo cordial de los pájaros, del alba y del ocaso, y les permitiste posarse sobre tus hombros y contestaste en voz baja la algarabía impertinente de sus preguntas, danos una frecuencia ideal de pájaros en el espíritu... Nosotros fomentamos la esperanza de que te restaure una mano incorruptible, y de mirar en tu melodía íntegra no sólo el equilibrio musical de Reims, sino el de la «dulce Francia» de Roland.



  —[121]→  

ArribaAbajoNoviembre

  —[121]→     —[122]→  

El mes adecuado para gozar, como dentro de un túmulo, de la magnánima neutralidad de la conciencia. Las constelaciones se deslizan con sigilo y figura de ensabanados, y a su aséptica luz se precisa la zona impersonal del alma, la zona en que vaga el jugador de puro linaje, tomando la perspectiva de la ruleta.

Noviembre, pecera lívida en que los finados suben y bajan, aleccionándonos en la sabiduría de bogar sin tropiezo.

Noviembre, alguacil con tos, noche en que rueda sin mulas la tartana del infierno: sombra de ciprés que abrocha la tapia con la banqueta, para aplastar al gallo de la Pasión, como a un zancudo entre las hojas de un libro de magia negra.

Noviembre, cuarto de hora del diablo, instante   —124→   de la conversación, pájaro en pelecho, mujeres anegadas en el rosicler de la luna. Todo lo que late es terrible; pero el alma no se encarniza, porque no le interesa apostar. Noviembre, equidistante del deseo y del temor, prescinde del juego.

En torno de las tres ruletas, la de ayer, de hoy y de mañana, casi ningún trasnochador de buena crianza y de mediano temple, desafía a la fortuna.

¿A qué forzar los dones de los números mágicos? Quédese la capa en el domicilio de Putifar, no por voto de negativa pureza, sino de aristocrática inacción.

Intrigarnos en noviembre sería infausto. La intriga, vestida de terciopelo letal, se disimula en los quicios de las dos de la mañana. Franquea su cancela entre cumplimientos apagados. Sentada sobre las rodillas del visitante, pesa muy poco. Su cuello, al girar, remeda a la garrucha. Y cuando la impenitente mano del burlador desabotona el talle, húndese en una jaula de huesos.

Restan once meses de presagio menos duro. Ahora, el alma se abstiene de la apuesta, ahuecándose en el armazón de un catafalco.



  —[125]→  

ArribaAbajoOración fúnebre

  —[126]→     —[127]→  

Doy principio a la oración fúnebre de Saturnino Herrán en el vestíbulo del otoño. En este mes de octubre, que es como el concordato de las aspiraciones humanas, por adelgazarse en su clima el cristianismo, difundiéndose la inmovilidad de las funciones de Buda y estilizándose, en los peristilos que salpican las hojas, el cortejo pagano. Presentaré a mis oyentes el retrato moral del Pintor, mientras el cordón de Nuestro Padre San Francisco azota a las ninfas en medio de las agrias meditaciones de los pájaros en pelecho. Mas al evocarse al dueño del aniversario, no debe soplar aquí el hálito de la tumba ni el de la estación entumida, sino la respiración voluptuosa de la juventud que reverbera frente a la séptima alma del frío, como se clarifica contra el viento el tizón que alumbra la cena de amor de los montañeses.

  —128→  

Uno de los dogmas para mí más queridos, quizá mi paradigma, es el de la Resurrección de la Carne. E imagino que cada uno de vosotros poseerá algo de la virtud mesiánica de abrir a voluntad los sepulcros, para que la Dicha se levante de su cabecera de gusanos y sacuda otra vez los cabellos fragantes y asome la faz entre las varas translúcidas de sus macetas. A tal dogma y a tal conjuro apelaré, a fin de traer a Herrán por un momento y dilucidar su herencia como el plumaje del ave del paraíso.


Demasiado inteligente para ser fatuo, cultivaba un desdén especial para aquellos que, al decir de Gracián, «la naturaleza humilla bien y la fortuna eleva mal». Pero con los hombres y las cosas que se le mostraban sin superchería, ejercitaba esa circunspección afectuosa que se deriva de considerar, en la máquina del universo, al ente más inferior y a la actividad más servil, participando de la magia pasional en que susurra el diálogo del cometa con la luciérnaga.

Casi de nadie admitía reparos a su pincel. No olvidaré la tarde en que habiéndose permitido un diplomático una observación ligera al retrato que le había encomendado, acabando de despedirse el cliente, tiró el cuadro   —129→   y lo hizo girar a puntapiés. A su cuerpo débil, y a través de las tersuras virreinales en que estaba educado, llegaba la marea de la radiosa brutalidad del Renacimiento, y en sus venas porfiaba la estética de aquellos papas magníficos que, por haberlo sido, solamente pueden ser enjuiciados por la majestad de Dios y nunca por la pedestre honestidad de las sectas; de aquellos papas que al apagarse de súbito los candelabros del banquete, daban a sus hijos la señal del crimen con el imperativo sacrílego: oficia. Algo habría también de herencias inmediatas, la de su abuelo materno, digamos, que doblaba entre los dedos una moneda de a peso y que arrojaba a la azotea, con el impulso de un solo brazo, la piel curtida de una res.

*  *  *

Su sensualidad -huelga declararlo- fundamenta su obra. ¿Acaso los propios tipos dorados de Fra Angélico, no significan la sublimidad de los cinco sentidos? El alma es despótica y nos otorga su dádiva cuando le place; los sentidos, humildes y vivaces como las ardillas, nos sostienen con una perseverancia sinónima de la vida. Toca al artista aprovechar la fidelidad de estos sagrados animales en la esquivez del tiempo. En la melodía de la existencia, nuestras horas se nos mueren como   —130→   tiples; mas a la postre, «el tesoro divino, que ya se va para no volver», ha recogido las esencias del mundo, asegurándonos una espiritual y espirituosa vejez de perfumistas. Ya no habrá virilidad; poco importa, pues resta el vino de Mosela que embotellamos en la hermosa edad parabólica.

La persuasión de lo indivisible de nuestra persona afianzó a Herrán en el culto de la línea moral y física, interpretando a sus niños, a sus viejos y a sus mujeres con tan elegante energía, que debe considerársele como un poeta de la figura humana.


Llego al instante de subrayar su honorabilidad antropomórfica, con lo cual enuncio su entereza y su proporción de vástago de Adán, libre de los despeñaderos cerebrales que algunos han pretendido cavar en las grutas de la belleza. Carecía en absoluto de ideas lógicas, profesando, en cambio, las de evidencia vital, las ideas fibrosas, patrullas de Psiquis. Del ajedrez de las pesadillas cognoscitivas, espumó la congoja que ensombrece a sus varones desnudos, y la coquetería de sus mulatas. No dudó entre los desvaríos mentales y los brazos palpables de la Vida. Artísticamente, la lucha de los credos se funde en el rostro de la conciencia cabal, en la que la frente es de   —131→   Buda, los ojos de Cristo y la boca de Mahoma. El pintor, en esta concepción y sensación integral, era una voz de su siglo, de la gambusina centuria que, por haber hallado la raíz de lo que titula Chesterton la filosofía del cuento de hadas, es estigmatizada, con una sonrisa de baratillo, por los bachilleres de la clasificación, por las estrictas plebes graduadas. Los sabios profesionales miran en la exégesis unitaria del cosmos, el lenocinio de las opiniones, porque la llama simboliza la interpretación y ellos el índice antártico de los almanaques.


Si sólo la pasión es fecunda, procede publicar el nombre de la amante de Herrán. Él amó a su país; pero usando de la más real de las alegorías, puedo asentar que la amante de Herrán fue la ciudad de México, millonésima en el dolor y en el placer. Ella le dio paisaje y figura; él la acarició piedra por piedra, habitante por habitante, nube por nube. La ciudad causará el tedio de los espíritus enfermizos, mas al reflexionar que atesora desde el tráfico visible hasta los espejos morganáticos en que la diosa sempiterna copia su dibujo piramidal, se concluye su estupenda categoría. Durante la noche, cuando se desenvuelve la fábula tripartita de alumbramientos, enlaces y   —132→   defunciones, y el silencio se materializa para que lo gocemos por el olfato, se atraviesa la ciudad con el fervor conque Santa Genoveva velaba el sueño de París. En la solemne y copiosa obra de Herrán, apologética de la ciudad, blanquean la col y la flor de la metrópoli.

Pecaría yo si prescindiera de recordar al humorista. Volcábase el relampagueo de su talento en ironías acerbas, desquite de su ineptitud para la batalla mesocrática. Al hablar de sus modelos de los dos sexos, que se jactaban ante él de la perfección de sus formas, reía con risa batiente, retorciéndose en el asiento, a la manera del que padece un cólico. Un día me detuvo frente a un escaparate, y a gritos, según su costumbre, me indicó el retrato de un actor de cine, con estas apostillas textuales: «Mire Vd. esa cara. ¿Por qué con ella se meten de actores? Es como si yo me pusiera a hacer gestos con la espalda». De un sujeto que blasonaba de la austeridad del matrimonio y de los ojos seráficos conque veía a la esposa, decía que sólo faltaba que el caballero, al ir a acostarse, se arrodillara ante su suegro pidiéndole la bendición. En una fiesta teatral, después de examinar sin descanso a una señora en extremo flaca, escotada hasta la cintura, declaró que jamás hubiera creído que los rayos X pudieran escotarse. Privilegiado   —133→   en sus dotes analíticas, cogía al vuelo la deformidad íntima y externa de las gentes. A sus habituales, nos escarnecía a mansalva, con el regocijo del niño que conoce de antemano la impunidad. En cuanto a sus propias fallas, las ocultaba con escrúpulo, pues el terror a lo chusco le sirvió de guía infalible, ya para sostener la seriedad peregrina de su obra, ya para defenderse del roce con los personajes de mal gusto, aun a costa de su bienestar. No le era grato el tema de sus inclinaciones supersticiosas. Como los toreros, juzgaba que hay trajes de mala sombra; no traspasaba el umbral de la Escuela de Bellas Artes sin cierto arreglo cabalístico de los pies, y cuando leía, metido en su lecho, los dramas de Maeterlinck, a los quince minutos de lectura, estaba ya trasudando de miedo. Los duendes y los trasgos se confabulaban para tomar venganza en él de los registros positivos de su paleta.


Falto de vanidad y sobrado de orgullo, en sus dos talleres sombríos de sus dos casas de Mesones, pintó, cual si decorase las paredes de un pozo, la equivalencia de medio siglo de tarea. Su segunda casa de dicha calle no presenció más que el epílogo de la vasta empresa.

Izando su bandera puertas adentro, si con   —134→   ello daba un ejemplo singular de continencia, incapacitábase para imitar a los pianistas que gobiernan a Polonia y a los literatos acuartelados en Fiume. Más aún: apenas desarrolló el sacrificio indispensable para ganarse el pan de cada día. La vergüenza conque ejerció, su religiosa vergüenza, esplende sobre los fulleros que tratan al Arte como quincalla. Él lo practicó honrando la sangre y el fósforo de que está amasado, la angustia que lo anima, las manos de la Humildad que lo modela y la gracia punzante que lo corona, cual la cruz nacida sobre la cabeza de las palomas en las lápidas venecianas. Sumiso y altivo, alentaba en él la duplicidad adriática que puso a un embajador de la República el sobrenombre de Perro, porque enviado a conseguir el perdón del Papa, y habiéndose negado éste a recibirlo, se escabulló hasta su refectorio, y allí, echado a los pies pontificales, imploró, con agravio de la política de los tritones excomulgados, quienes discurrieron que había rogado con exceso.

Yo admiro con tal rendimiento la pureza social de Herrán, que lo reputo un patrono de los postulantes de la belleza.


De la fraseología de Saturnino, para no desmenuzarme en lo anecdótico, reproduciré sólo las palabras conque mencionaba a su hijo. Invariablemente   —135→   llamábalo «el muchacho». Frase de concisa dureza en que se disimulaba una ternura, y que cito al entrar a encarecer la insólita capacidad plástica de aquella conciencia. Por ese don de lo concreto, Herrán se incorpora al cenáculo ideal de los hombres que parecen destinados a suplir la inopia expresiva de las almas, el ripio abundancial de los informes que, incapaces de ejecutar su propia silueta, encomiendan sus nebulosas al astro vecino. Suprimid el Arte y os ensordecerán las ramplonerías de la Torre de Babel.


La herencia conque nos enriqueció se ostenta sellada por esa universalidad accesible únicamente a los reactivos mitológicos que acallan la pacotilla de las cosas y les extraen la entonación pitagórica. Encima de las modas, la euforia de su mito le permitió convertir el universo en el balneario interminable en que todo se desviste para jugar el juego eterno de la desnudez de los arquetipos. En los creadores, el mito se desdobla, personificándose dentro de las vísceras, en la intangible doncella filarmónica, y por las playas exteriores en la marcial deidad que con sus flancos de borrasca, sus pupilas de belladona y sus perfumes clorofórmicos, desfila entre las bayonetas del Deseo.


  —136→  

Murió significativamente en este mes de octubre que, gracias al tornasol de su clima, finge el concordato de las posturas espirituales.

La hora vacía, la entretenida con los fosfenos, la hora que se malgastó sin exprimir los delirios sustantivos de la existencia, remuerde como la contribución a un Minotauro, y al acusarnos de ella, nos asfixia y nos degrada sentir de tierra los soles, de tierra la luz y de tierra el pensamiento. Matemática golosa, la Muerte se bebe el signo más de la libertad y el signo menos de la inocencia esclava. Sin ánimo de contradecir la hermenéutica de los novísimos o postrimerías del hombre, esta oración, mal llamada fúnebre, en obsequio de las leyes, os invita a recordar que tener frío es dejar de interpretar, y os exhorta a contemplar la muerte sin la avaricia del temor, enarbolando en la presente ceremonia nuestros apetitos mundanos y nuestros anhelos elíseos, con la actitud de las madres que levantan a sus retoños al paso del monarca.

De cuanto he perdido, si en verdad se pierde aquello cuya esencia guardamos por la voluntad, el pintor que hoy celebramos es de los seres con quienes desearía volver a convivir veinticuatro horas, un día y nada más, según la letra nostálgica de una canción que mi abuelo materno cantó quince años, desde la fecha de su viudez hasta la de su tránsito.

  —137→  

Hubiera querido hablaros envuelto en una túnica bicolor, azafrán y verde, emblemática de frenesí y de gravedad. De la gravedad y del frenesí correspondientes a los treinta y tres años en que frisaría el artista si no se pudriese bajo la tierra. Pero frente al desaseo de la Muerte, la Vida se baña sin tregua en el balneario platónico aludido antes, donde cualquiera estrella es arrecife. La Vida entrégase desmayada, de cara al cénit, tremolando sus cabellos encima de las aguas eternas. Sería infame, por laxitud de nuestros brazos, arrastrar en la arena su pelo. Con ella no nos podemos llamar a engaño: no nos ha dicho que sea buena, no nos ha dicho que sea mala; entre filtro y filtro, de una atrocidad a una misericordia, nos ha enseñado que es hechicera. Llevémosla, como la llevó Herrán, sobre la embriaguez de los brazos horizontales, de modo que la energía que nos gaste su torso, nos la restituya la punta de su cabellera, al azotarnos las rodillas. En el prodigio de esta mutua circulación, la próxima invernada, la invernada que coagula a las vírgenes y convierte en granizo las lágrimas de los niños, descubrirá que no son nuestros miembros los que se llenan de su frío, sino ella la que se quema de nosotros.



  —[138]→     —[139]→  

ArribaAbajoEl bailarín

  —[140]→     —[141]→  

Hombre perfecto, el bailarín. Yo envidio sus laureles anónimos y agradezco el bienestar que transmite con la embriaguez cantante de su persona. El bailarín comienza en sí mismo y concluye en sí mismo, con la autonomía de una moneda o de un dado. Su alma es paralela de su cuerpo, y cuando el bailarín se flexiona, eludiendo los sórdidos picos del mal gusto, convence de que entrará al Empíreo en caudalosas posturas coreográficas.

La sordidez, resumen de nuestras desdichas, no le alcanza. Él es pulcro y abundante. Al embestir a su pareja, se encabrita y se acicala. Sus pies van trenzando la parsimonia y el rijo. El pecho de la paloma, jactándose de ser estéril, rebota como la rosa de los vientos. El bailarín está endiosado en su propia infecundidad.

  —142→  

Y a pesar de ello, la modestia de su arrebato excede a la de las llamas infinitesimales que devoran, en brincos de gnomo, una esquela vergonzante.

No hay desinterés igual al suyo. Danza sobre lo utilitario con un despego del principio y del fin. Los desvaríos de la conciencia y de la voluntad humanas, le sirven de tramoya. En medio de las pesadillas de sus prójimos, el bailarín impulsa su corazón, como el columpio en que se asientan la Gracia y la Fuerza.

El bailarín, corrector honorario de lo contrahecho y de lo superfluo, esmaltará los frisos de ultratumba con sus móviles figuras de ayuntamiento y de plegaria.

Mas la chanza terrestre impide que este elogio acabe con solemnidad. Las larvas somos incapaces de vivir en serio, porque pertenecemos al melodrama. Y mi ditirambo, ¡oh bailarín! es el fervor de un lego que no sabe bailar.



  —[143]→  

ArribaAbajoNochebuena

  —[143]→     —[144]→  

Por débil que sea la vocación estética, es imposible, en las fechas singulares del martirologio, dejar de conmoverse ante los Pontífices Komanos, últimos representantes de la edad heroica. Y si asociamos un León, un Pío o un Benedicto a las crisis de nuestra vida, no hay agnosticismo que baste a refrenar una ola de simpatía por ellos. Bajo la intención jocosa de las pupilas del Papa XIII, abrimos las nuestras a la lumbre del sol; la frente ancha y rural del Papa X presidió nuestro conocimiento de los acres frutos vedados; y el Papa XV, ornitológico, con la montadura antañona de sus anteojos, subyúganos con una negra eventualidad: la del Papa de la muerte. Mas suspéndase nuestro aliento bajo él o bajo su sucesor, sentimos, que su bendición cae sobre estas pascuas de diciembre con la pesadumbre agorera del año 1000, entre los bonetes cónicos de los astrólogos, los prodigios etéreos, la lepra, el hambre belicosa y las crines de azafrán de los bárbaros.

El Niño, retoño de los Salmos y de Betsabé, «aquella que fue de Urías» yace en el establo como pétalo en trigo. Su mano, apenas azarosa, barre desde Belén los mitos subterráneos y los celestes. Juno, que resbalaba por el arco iris, se pierde irreparablemente. El corazón de cónsules y procónsules se vacía del culto, y sobreviene una incredulidad que, por patricia, era, ciertamente, menos obtusa que la de los suscritores de la «Biblioteca Roja». Y nuestro cristianismo casero, por su parte, no se parangona con la intuición trashumante de los Magos. Los silbatos de agua y de latón conque la infancia alegra la nave de la posada, ¿por cuántos son escuchados? Impresiona más la travesía del submarino que el trote de los camellos regios, y los gases asfixiantes privan contra la fausta alhucema. Madame de Sevigné, refiriéndose a los célebres predicadores de su tiempo, que enaltecían la Semana Mayor, decía: «Yo he honrado siempre las bellas Pasiones». Dudo que repitamos con verdad la frase, hablando de Pasiones o de pasiones.

Pero, apartando el tema de la Nochebuena del de la fealdad, articulemos con nuestra conciencia la expectación del adviento y la plenitud de la misa de Gallo. El ánima sola infiere,   —147→   de la inversión de la hora ritual del Sacrificio, la esperanza de celebrar en las tinieblas una fecundidad como la que se cumple en el portal oloroso a pienso. ¡Mas el adviento es tan largo y tan desabrigado para el ánima que se extenúa soñando con la renovación de media noche! El ánima sola añora cierto poema en que el protagonista, mientras nace el Hijo del hombre, vaga mentalmente por su plaza natal, en cuyo centro había un plátano, y atado al plátano, un asnillo... El ánima sola recapitula todo lo que ha fenecido en ella... El ánima sola quiere confiar en que del tallo de la raza de David (tallo ahora de plácemes) brotará su especial separación... ¡Tal vez! Y el ánima, con ornamento morado, oficia en su adviento sin límite, consumiéndose en el retardo de las velaciones.

Por una compleja antinomia, el planeta finge regocijarse; se regocija, diré, por el nacimiento del más triste de los tristes. Hay un júbilo simulado al conmemorarse la aparición de Aquel que sembró las imprevistas parábolas, la novedosa consolación y el original reproche, para que en el decurso de los siglos cabalgásemos sobre las pezuñas inertes y mecánicas de la rutina. Dentro de pocos meses, el ficticio duelo, al margen del Calvario, será también maquinal. No es corta desgracia que los sentimientos más aristocráticos se vuelvan manía y   —148→   que la piedad se trueque en repetición. La hora actual hállase enemistada con el genio; no concilia más que el número; deslustra los oficios, y hace de los fieles, sacristanes. Nuestras genuflexiones llevan la marca de lo utilitario, y encendemos las más selectas luces con el desprestigiado estilo del pobrete que, en el momento reglamentario, sube al altar a prender los cirios.

No tenemos delicias sino menesteres. Felizmente, no todos los espíritus hanse tornado rutinarios. ¿En qué latitud morará el anacrónico vigía? El mar lo sabe. Nosotros, contentémonos con la seguridad de que alguien vela. Alguien suple a las turbas aritméticas. Alguien interesa las válvulas de su corazón en los destinos que penden de Belén. En alguna quiebra hay algún pastor atento a la embajada angélica que trae paz a la tierra.

Los minutos aciagos se prosternan, con un íntimo descanso, ante el pesebre en que reina la carne virgen, llamada a la perpetua inmolación; la carne contra la cual se concitará todo. Todo, sí, porque según la observación de Pascal, a esa carne perjudicará hasta el buen propósito de Pilatos; porque si éste hubiera sido cabalmente inicuo, habríase circunscrito a la pena de crucifixión, sin ordenar los azotes interlocutorios. Mas él anhelaba conciliar   —149→   su comodidad espiritual con el dominio cesáreo y con el apetito de la plebe.

Reside en la carne virgen y preclara una salud rebosante que ordena las ruinas en el mismo orden en que fueron edificadas. ¡Resurrección! claman los númenes de nuestra conciencia ¡Resurrección! claman los númenes de nuestros huesos. Y en la demolición de las almas y de los cuerpos, la fausta alhucema ratifica un próspero mensaje de natividades.

Así sea bajo la autoridad del Jerarca ornitológico.



  —[150]→     —[151]→  

ArribaAbajoCaro data vermibus

  —[152]→     —[153]→  

Tropezáronse, en un vericueto subterráneo, tres gusanos.

Procedía el primero de la fosa del señor Zambul, y su relato fue el que sigue:

«Honorables colegas: Mi bocado más reciente pertenecía, arriba, al número de los que nos temen. El señor Zambul murió después de veinte años de matrimonio. Amó ardientemente a su esposa. Recién casado, en horas de intimidad, arrancó a su esposa la promesa de quemar su cadáver. Ella, a su vez, entre lagrimitas y arrumacos, obtuvo igual promesa. Celebraron este pacto con sinceridad y complacencia, pues estaban agradecidos el uno al otro, y, más aún, cada cual a su propio cuerpo. Pero el tiempo, honorables colegas, trajo las cosas a un orden más quieto, y la médula de la señora Zambul se enfrío sensiblemente. Ya no juzgaba de rigor   —154→   la incineración del cónyuge supérstite. Su esposo (que se había formado de nosotros una idea extraordinaria, y que adoraba su envoltura), hacía recuerdos muy explícitos del compromiso. La dama lo ratificaba. Cuando el señor Zambul se halló entre cuatro cirios, ella no dejó de intrigarse... Consultó la cordura de sus más graves amigos. Por unanimidad, desecharon el escrúpulo de la señora; y al dictaminar, sonreían todos, como quien dice para su sayo: "¡Venirme a mí con esta bobería!". Al fin, ella pensó: "¡locuras...!". Y yo, colegas, pude subir anoche hasta los labios del señor Zambul. ¡Qué cara la del pobre hombre! Se conoce que en el horror de su agonía me tenía presente. Pero yo he sido comedido. Mi primer mordisco sobre los labios fue como el roce de un cordoncillo de seda. La boca, no obstante, se sacudió. La devoré, luego, por asiento de licencias. Así liquidé el temor de un cainita».

«Mi último cainita -dijo el segundo gusano- no era un sensual. Contábase entre los que nos desprecian. Catedrático de filosofía, la suya no bastaba a impedirle que recomendara los hornos crematorios por razones de limpieza póstuma. ¡Bonitos parásitos están los hombres! ¡Diputan limpio comerse las gallinas, los pescados y otras especies menos pulcras, y sucio el pasto que aprovechamos de ellos mismos! ¡Linda manera de defraudar la nutrición universal!   —155→   Por fortuna, quien ría el último, reirá mejor, y en esto de engullir, los gusanos reímos los últimos. Yo, compañeros, no he guardado miramientos con el catedrático. Trabajé sobre él con afán y con dureza. Mi primer mordisco a su cerebro fue como el pellizco de unas uñas desalmadas. El cerebro trepidó. Lo devoré por asiento de vanidades. Así liquidé el desprecio del catedrático».

El tercer gusano dijo:

«Mi desayuno de hoy fue sentimental: una señorita de inflamable corazón. Era de las que nos odian. A la muerte, camaradas, se la representaba según un poeta: los ojos hueros y los pies de cabra. ¡Infeliz señorita Estefanía! Perdonad, camaradas, que me despegue de vuestro laconismo y de vuestra entereza; pero mi moral se reblandece en epifonemas accesorios y mi lenguaje se difunde más de lo que puede aprobar vuestra económica redacción. La señorita Estefanía (pestañas áureas, cuello blanco y manos translúcidas), antojábase un manequí. Todo contribuía a tal apariencia: la luz hiperbólica de la frente, que luchaba con las tinieblas, casi sólidas, del ataúd; el artificio del listón que casaba las manos; el ángulo de los pies, ineludible en toda mujer y espaciado en la señorita Estefanía por la inercia irreparable... Mi instinto de antropófago vaciló: la señorita había cultivado el odio contra mí;   —156→   yo era la bestia que había ocupado las horas trascendentales de Estefanía. Amenazando su pujante esperanza, en correspondencia al interés preferente conque la señorita me había considerado, yo dejaría indemne aquel patrón de espiritualidad, como la virgen que, hallada en una excavación, anunció con su lozanía el Renacimiento, y fue expuesta en Roma y reverenciada por el Papa, y enterrada de nuevo, para que sobre la frescura de su gesto no fincasen las muchedumbres una idolatría... Pero nuestro destino, camaradas, es incontenible. Mordí el vértice del corazón de Estefanía. El corazón se retrajo, en una defensa ínclita. Lo devoré por asiento de las insensatas esperanzas. Así liquidé el odio de la señorita Estefanía».

Convinieron los tres gusanos en que el temor, la indiferencia y el odio serán baldíos mientras los cainitas no sepan entregar, en vez de su cadáver, su bagazo...



  —[157]→  

ArribaAbajoLa conquista

  —[158]→     —[159]→  

Asesorados por nuestros luteranos, miro a los yanquis que vienen a evangelizar al harapo que algunos llaman raza indígena y a los ribetes de población que separan a la gleba de la clase media. Vienen con sus mujeres estos sacerdotes, del peor modo carnales, carnales evangélicamente. A su vista he comprendido la gran fuerza autoritaria ejercida por el celibato romano, cualesquiera que sean sus despeñaderos.

Digno o indigno el clérigo célibe, no descubro qué autoridad pueden lograr, ante nuestra malicia latina, los pastores que dentro de la ley, se regalan al igual de las ovejas. El endiablado olfato, herencia de moriscos, inquisidores y sacrificadores del Monolito descorazonado, distingue, dos horas después de los sucesos, en cada mano teocrática, el aroma de los salmos y las montuosas resinas de Afrodita.

  —160→  

No le demos vueltas. Roma, entre sus genuinas sagacidades, cuenta la de haber fijado en la columna vertebral la diferencia consuetudinaria, incesante y natural, que coloca al hombre del cayado dos codos arriba de los hombres de la grey.

En México, las gentes de responsabilidad intelectual no pueden ser más que librepensadores o católicos. Las componendas del libre examen resultan sobradas de ingenuidad para el temperamento criollo.

Sobre las plebes, parece avanzar el protestantismo. Nuestra dolorosa nacionalidad, discutida por muchos y negada por no pocos, seguirá achatándose en su arista casi única: la religiosa, si en los palacios diocesanos, y aun en el Nacional, se descuidan. Un día del último febrero, en que con meros ojos de mexicano, dentro de las naves de Guadalupe, vi arder cera en los guantes, cera en los dedos de los niños, cera en el abrazo del peón, cera en la viuda vergonzante, cera en la palma del oficinista, cera, en suma, en las manos abigarradas del Valle, persuadíale de que la médula de la Patria es guadalupana.

Si por las biblias en inglés dejara de serlo, la afinidad para la conquista se hallaría a punto. Las afinidades en un culto pedestre ahogarían la última flor de nuestro denuedo, desatando   —161→   sobre el país, que fuera aventurero y dogmático, una tempestad de arena.

Nuestra sociedad, enferma de prosa, adolece del vicio consiguiente: lo comodino. Tal es, quizá, su vicio principal, explicación de casi todas sus desdichas. Complementarias de esa prosa comodina, las campanas callejeras de los Ejércitos de Salvación convergen al prurito de ir a los cielos con pasaje ínfimo, a la módica tarifa del mal gusto.



  —[162]→  

ArribaAbajoJosé de Arimatea

  —[163]→     —[164]→  

En la simultaneidad sagrada y diabólica del universo, hay ocasiones en que la carne se hipnotiza, entre sábanas estériles. Ocurra el fenómeno en cualquiera de las veinticuatro horas, nos penetran el silencio y la soledad, vasos comunicantes en que la naturaleza se pone al nivel del alma.

Una amiga innominada, una amiga de bautizo incierto, yace desnuda, contra la desnudez del varón. Mas un desplome paulatino de las potencias de ambos, les imprime una vida balsámica de momias. En la cabecera, cabecea un halcón. En la mecedora, sobre las ropas revueltas de la pareja, el gato se sacude, con el sobresalto humano de quien va a hundirse en las antesalas soñolientas de la Muerte. Nada se encarniza, nada actúa siquiera. La respiración de ella, que casi no es suya, altérnase con la nuestra,   —166→   que casi no es nuestra. Dentro de la alcoba, un clima de perla de éter, un esfumarse de algo en ciernes o de algo en fuga. De súbito, al definirse el aguijón vital, brincamos cien leguas, para no vulnerar a la virgen privilegiada con semejante ejecutoria narcótica, a la amiga ungida por José de Arimatea.



  —[167]→  

ArribaAbajoLo soez

  —[168]→     —[169]→  

Alguien me hablaba de cómo se acentúa la desgarradora fatalidad de lo sucio, reflexionando que sólo el animal lo es. Ante la limpieza de minerales y vegetales, impónese lo soez como la más dolorosa de todas las formas del mal.

Si la ley universal de salvación es la de la línea, ninguna, empero, cae en las aberraciones de la línea humana, trátese de la conducta o de la fisonomía. ¿Existe algún ser más heroico que la mujer en el momento de resistir a la luz? Y, viceversa, ¿hay alguna especie zoológica que envejezca tan trágicamente como la hembra humana? El gesto, convertido en mueca, me ultraja, no ya en mis raíces de poeta, sino en mi propia dignidad moral.

Yo sé que aquí han de sonreír cuantos me han censurado no tener otro tema que el femenino.   —170→   Pero es que nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer. Por ella, acatando la rima de Gustado Adolfo, he creído en Dios; sólo por ella he conocido el puñal de hielo del ateísmo. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue con temperamento erótico.

Tierra el sol, tierra el firmamento, tierra la luz... Así me duele el mal cuando despeña al corazón en enigmas tan sórdidos como el de la virgen sepultada, que lo que negó al amante más esclarecido de rostro, de voluntad y de pensamiento, concédelo a la última bestia, a la que no alcanza ni una sospecha de la luz.

El gusano roe virginidades y experiencias. Unos ingenuos blasfeman, otros se destrozan con el silicio. El maniqueo proclama la eternidad del mal. El teólogo ortodoxo pone en silogismos la omnipotencia y la bondad infinita del Increado. Mejor que en imaginar un poder sin límites, me complazco en ver, detrás de la rosa de los vientos, la magna faz de Jesús, afligido porque en la obra del Padre se mezcló un demonio soez.

Y tal ficción no será canónica; pero es el esfuerzo de un ingente amor.



  —[171]→  

ArribaAbajoLa cigüeña

  —[172]→     —[173]→  

En la crudeza del Adviento, la fotografía, menos que una boardilla, menos que un palomar, es traspasada por cierzos esquimales. El fotógrafo, en mangas de camisa, enseña sus tarjetas a la gentil señora nariguda. La señora -cigüeña costosa al marido- publica sus brazos de pelele, fustigados por el frío, a despecho del tul que los condimenta y dice: «Queremos pronto los del nene». Luego, con su gracia picante, añade, husmeando su propio retrato: «Mucho perfil, mucha nariz»... Y nos guiña el ojo, aderezando con bromas la nariz, como quien enflora un anzuelo.

Señora que turbáis a los clientes del tejabán con vuestra delgadez de ráfaga; he descubierto vuestro juego: coqueta al rededor de vuestro defecto, lo esgrimís como el sabor de la plegadiza persona. Sois cazurra y simpática, porque   —174→   de vuestra imagen, un poco espantapájaros, hacéis la olfativa espiral en que se laminan los deseos. Vuestra nariz es vuestro gancho, lo sabéis de sobra. Por ella tentáis como el espíritu de la mostaza. Sin ella, seríais correctamente insulsa, como un académico. Pero esta fruslería, esta quisicosa nasal...

Cigüeña astuta: sabéis al dedillo que la nariz redondea vuestros brazos de pelele, y que insinúa, desde el fondo que se asoma sobre los chapines, toda una holanda subrepticia y salutífera. En la nariz de fascinación y de trapisonda, que os libra de la intachable sandez, se toma el pulso de vuestra vida, mejor que en la dúctil muñeca.

La sorna de la cigüeña desata en la fotografía, a las cinco de la tarde esquimal, una ecuatorial llovizna de caniculares granos de granada.



  —[175]→  

ArribaAbajoEva

  —[176]→     —[177]→  

Porque tu pecado sirve a maravilla para explicar el horror de la Tierra, mi amor, creciente cada año, se desboca hacia ti, Madre de las víctimas. Tu corazón, consanguíneo del de la pantera y del ruiseñor, enloqueciéndose ante la ira de Jehová, que te produjo falible y condenable, se desenfrenó con la congoja sumada de los siglos. La espada flamígera te impidió mirar el laicismo pedestre que habría de convertir al verdugo de Abel en símbolo de la energía y de la perseverancia. Pon mi desnudez al amparo de la tuya, con el candor aciago conque ceñiste el filial cadáver cruento. Mi amor te circuye con tal estilo, que cuando te sentiste desnuda, en vez de apelar al follaje de la vid, pudieras haber curvado tu brazo por encima de los milenios para pescar mi corazón. Yo te conjuro, a fin de que vengas, desde la intemperie   —178→   de la expulsión, a agasajar la inocencia de mis ojos con el arquetipo de tu carne. Puedo merecerlo, por haber llevado la vergüenza alícuota que me viene de ti, con la ufanía de los pigmeos que, en la fábula de nieve, conducen el cadáver cuyas blancas encías envenenó la fruta falaz.




 
 
FIN
 
 


  —[179]→  

ArribaColofón

por Rafael López


  —[180]→     —181→  


Colofón


   Queda aquí, para siempre detenida
por un polvo de tumba, la preclara
mano que estos minutos señalara
en el reloj del tiempo y de la vida.

   Minutos donde el ruiseñor de Alfeo,
de la flor del silencio viola el broche,
mientras el vuelo aloja un centelleo
en las pupilas ciegas de la noche.

   Hay el minuto azul de la belleza,
el que viste el sayal de la tristeza,
el minuto carnal, surto en el manto

solemne del amor trágico y fuerte.
   Y yo agrego el minuto del espanto
que fue un siglo en la alcoba de la muerte.

Rafael López