El fantasma de la prima Águeda
Vicente Quirarte Castañeda
Walter Munschg |
Sören Kierkegaard |
«Yo anhelo expulsar de mí cualquier
palabra, cualquier sílaba que no nazca de la
combustión de mis huesos»
. En principio, todo
poeta aspira a hacer suya la consigna fiel de Ramón
López Velarde; escasos los que pueden, como él,
lograr que esa combustión se transforme en creaciones que
reproduzcan, con fidelidad y permanencia, el fuego primario que les
dio origen. Misterio permanente de la escritura es la
aparición de textos donde lo autobiográfico es
inevitable y escapa al propio poeta: su intuición lo
guía, pero hay una zona de contenidos latentes que él
será incapaz de deducir. La razón triunfa en la
construcción científica del poema, pero la victoria
es del delirio porque entre líneas las palabras le dicen a
su propio autor los mensajes que él no puede articular. El
intérprete -equivocado o no- se llama simplemente
lector.
«Mi prima Águeda» transita por esta zona de neblina. Se trata de uno de los poemas por varios motivos fundamentales de La sangre devota. Si bien es uno de los que demuestra mayor maestría técnica -paralelismos, correlaciones, sentidos y sinestesias en contrapunto- y el verso libre fluye con libertad1, por otra parte proporciona gran cantidad de elementos para comprender la intimidad de López Velarde, su poética del seductor y su afán por permanecer como un tigre solitario, trazando ochos en el piso de una soledad buscada y defendida a pesar del propio poeta.
A Jesús Villalpando | ||
Mi madrina invitaba a mi prima Águeda | ||
a que pasara el día con nosotros, | Sentidos de la vista y del oído | |
y mi prima llegaba | ||
con un contradictorio | ||
prestigio de almidón y de temible | Blanco y negro | |
luto ceremonioso. | ||
Águeda aparecía, resonante | Sentidos de la vista y del oído | |
de almidón, y sus ojos | ||
verdes y sus mejillas rubicundas | ||
me protegían contra el pavoroso | Verde, rojo, negro | |
luto... | ||
Yo era rapaz | ||
y conocía la o por lo redondo, | ||
y Águeda que tejía | Sentidos del oído y del tacto | |
mansa y perseverante en el sonoro | ||
corredor, me causaba | ||
calosfríos ignotos... | ||
(Creo que hasta le debo la costumbre | ||
heroicamente insana de hablar solo.) | ||
A la hora de comer, en la penumbra | ||
quieta del refectorio, | Sentidos de la vista y del oído | |
me iba embelesando un quebradizo | ||
sonar intermitente de vajilla | ||
y el timbre caricioso | ||
de la voz de mi prima. | ||
Águeda era | ||
(luto, pupilas verdes, mejillas | ||
rubicundas) un cesto policromo | Sentido de la vista | |
de manzanas y uvas | Negro, verde, rojo | |
en el ébano de un armario añoso | Rojo, negro |
En el poema
participan activamente los sentidos, para confirmar la idea de
Rilke: todo en el niño es erotismo porque los sentidos del
yo creativo no se encuentran reprimidos por el yo social.
Águeda entra en escena con el ambiguo término
aparición, para inspirar un dinamismo inesperado en
los seres y las cosas. La sombra del corredor se vuelve sonora por
el almidón resonante; la severidad del luto es interrumpida
por el verde de las pupilas y las mejillas cuyo rubor polivalente
-el sol, la juventud, el cosmético- acentúa el
carácter biofílico que vence la severidad del negro.
A manera de una Penélope inocente, Águeda teje y
otorga sonoridad al corredor, para despertar sensaciones
desconocidas en el niño que, ahora sin verla, la
mira a través del oído. La «penumbra quieta del refectorio»
, de
atmósfera casi monacal, es iluminada por la voz de la prima
en consonancia perfecta con el despliegue cantarino de la
vajilla.
Nótese
además que la estrofa final, en gradación lenta,
insiste en la idea de permanencia que proporciona la imagen
plástica de la prima como un bodegón. Sin embargo,
nombrar a Águeda «un cesto
policromo de manzanas y uvas en el ébano de un armario
añoso»
es más que un paralelo
pictórico: el colorido real y simbólico de
Águeda, su existencia y juventud pasajeras como la de los
frutos, son el triunfo momentáneo, el «hiperbólico minuto»
en el que
la muerte es derrotada, tema obsesivo en la vida y la escritura de
López Velarde.
El hombre de 28
años acude a la «emoción
recordada en la tranquilidad»
que aconsejaba Wordsworth, para objetivar un
fragmento de su edad temprana. Para contar y cantar esta imagen,
acude al copretérito (diez acciones de Águeda
están en este tiempo). El copretérito es un tiempo de
rescate empeñado en conservar lo que ha partido. Relicario
que guarda celosamente los cabellos del primer corte,
fotografía que interroga los secretos de una alquimia de
plata y gelatina, manojo de cartas que al conjuro de la nueva
mirada recuperan su fuego original, el «yo
tenía» es más piadoso que el «yo
tuve», como si merced a la evocación progresiva el
tiempo fluyera y regresara. Evocamos la infancia con esa
sensación de pasado no cumplido. Su calidad de compromiso
latente motiva su permanencia, para que de cuando en cuando
tratemos de asirlo y no estar tan solos en nuestro destierro.
«Mi madrina invitaba a mi prima a que
pasara el día con nosotros»
, escribe el poeta en
un intento por dar sentido eterno a la inminencia de todo lo ajeno,
promisorio y vedado que tiene la entrada de una mujer en escena. La
prima Águeda llegaba, vestía, tejía,
y el niño, lleno de una sensualidad total pero sin
dirección precisa, graba las imágenes para que las
acciones pretéritas no pierdan su presente en el cuerpo
futuro del poema y en el más sensible aún de la
memoria.
Sin embargo, el
poeta ya sabe autointerrumpirse a la mitad del foro y, a la manera
del monólogo en la tragedia, recordarnos que el poema se
está articulando para el presente inmediato del lector que
de nuevo experimenta los «calosfríos ignotos».
La evocación copretérita de Águeda -en la que
intervienen todos los sentidos-, el retrato que el poeta traza
meticulosamente, añadiendo una pincelada de color para las
mejillas rubicundas, otra para la blancura hiperbólica del
cuello, una más para el verde de los ojos; las sinestesias
que nos hacen sentir el «aroma del estreno»
invadiendo hasta el último rincón de la casa; el
conjunto armónico y perfecto que José Luis
Martínez ha llamado «un Cézanne
sonoro»
, se interrumpe por el famoso paréntesis
en tiempo presente.
|
En el plano del
contenido manifiesto, el poeta no se atreve a garantizar.
Defendiéndose más de él mismo que del posible
reproche del lector, López Velarde escribe
«Creo». A la prima Águeda atribuye la costumbre
de hablar consigo mismo, porque su enamoramiento sin nombre preciso
está dirigido a una mujer vedada por motivos sociales, en
este caso de parentesco: el verbo del amante jamás
podrá volverse carne en ella. Idéntica
búsqueda de imposibilidad amorosa lo guía cuando
encuentra a Josefa de los Ríos, ocho años mayor que
él. «Me estás vedada
tú»
, escribe López Velarde a manera de
manifiesto amoroso en La sangre devota. Entre
líneas leemos: me estás vedada tú y por eso te
quiero, porque me dejas en la frontera indecisa entre la proximidad
y la consumación, porque por ti quedo azorado y
trémulo, porque la veda me otorga la tregua necesaria para
«no mirarte en días y
días»
y verte de nuevo deslumbrante, solar,
inalcanzable para mis cacerías furtivas. De ahí que
el tigre permanezca finalmente solo, en un monólogo que es
el combustible único e imprescindible de una tormenta cuyo
único alivio será la transmutación en
poemas.
El negro es el
color de Ramón López Velarde. Negra la levita y la
corbata, tan lejanas a las multicolores de Enrique Fernández
Ledesma y los chalecos optimistas de Rafael López; negro el
borsalino de alas cortas con el que se hace retratar afuera de su
casa en la entonces avenida Jalisco; negro el color de su mirada,
«dos bruñidas uvas
negras»
; negro el vestido que Águeda adorna con
sonidos y colores; negro el color de los guantes de la «prisionera del Valle de México»
que desde un sueño lo llama; en una página de
evocación infantil, el poeta recuerda a Isabel
Suárez, «toda de negro, hasta los
pies, vestida»
; negro el atuendo con el que Margarita
Quijano entra un día 13 -precisamente- en la vida del poeta,
prófuga «de una redoma de alquimia
o de una asamblea de vitrales oblongos»
. ¿Por
qué lleva luto y quiere que sus mujeres -reales e
imaginarias- lo imiten?
La prima
Águeda aparece vestida «de temible
luto ceremonioso»
. La imagen queda fija en el niño
que la siente llegar. El negro se convierte en un fetiche, como lo
serán los dientes que en más de un instante recuerdan
la obsesión del personaje de «Berenice» de Poe.
Pero si los dientes, como emblema de la blancura, como «resúmenes del sol»
simbolizan
el triunfo solar sobre las tinieblas de la muerte que habrá
de ser su dueño final, el negro es la ostentación del
viudo anticipado que López Velarde se empeñó
en ser. Lector fervoroso de Montaigne,
sabe que al vivir llevamos la muerte a cuestas; vestir siempre de
negro es una aceptación y un homenaje a la verdad
inevitable.
Imaginar a sus mujeres de negro, vestirlas de negro, recortar los trajes para su galería de imágenes, es una vanidad inconsciente por convertirlas en viudas, obligarlas a ser la primera novia del poeta y jamás la última. En cartas, poemas y crónicas, la enumeración de nombres propios es abrumadora: Elisa Villamil, Isabel Suárez, Sofía Elizondo, María González, Lupe Azcona, Natalia Pezo, Teresa Toranzo, Genoveva Ramos Barrera, Susana Jiménez. Hablar de las mujeres de su vida mencionando sus apellidos, ¿no es también una prueba de que él no les quitará el nombre de familia, de que no las volverá esposas, porque su única esposa posible es la muerte, como lo dice al campanero en el poema del mismo título?
En el texto en
prosa «La dama en el campo», compañero del poema
«Día 13» -ambos dedicados a Margarita Quijano,
la protagonista de gran parte de los poemas de Zozobra- el
poeta insiste en el luto: «Usted, tan
urbanizada, ¿cómo se vería vestida de negro,
en el tablero amarillo de la cosecha? Yo nunca la he mirado vestida
de negro, por más que lo he deseado. Imaginarla de luto en
lo raso de una llanada, entre maíz y paja, bajo el
resplandor metálico de la tarde, vale tanto como imaginar mi
propia tristeza en medio de caricias sensuales»
. Como en
«La prima Águeda», aquí reaparece la
oposición entre los colores vivos y el negro, entre la
biofilia del amor a pleno sol y la necrofilia del amor en la
ciudad. Si las acciones de Águeda tienen lugar entre los
muros de la casa, en el ámbito de un «lugar pequeño»
, como es el
ideal del poeta en La sangre devota, «La dama en el
campo» plantea la oposición campo/ciudad que causa la
Zozobra. En la radical utopía lopezvelardeana, la
ciudad es tinieblas y el campo la luz; los esponsales de Dafnis y
Cloe pueden ser puros, posibles e inocentes en la Arcadia; en la
ciudad sólo puede darse el encuentro sórdido,
fortuito e inaplazable de Baudelaire
y Juana Duval.
«Que sea para bien», escribe desde el título en el poema que puede considerarse la poética de Zozobra. Que sea para bien la experiencia de saber imposible una relación en la que no surja el obstáculo del matrimonio. De este modo, la soledad defendida por el poeta es el escenario propicio para el monólogo.
José Emilio
Pacheco ha notado que las páginas en prosa de López
Velarde son para su poesía lo que Le spleen de Paris es a Les fleurs du mal en
Baudelaire. Como el maestro,
López Velarde supo que la prosa era el vehículo capaz
de transmitir «ondulaciones de la
conciencia»
con mayor amplitud que el verso. Sin embargo,
en la utilización de la prosa nuestro poeta halla
además un discurso más flexible y más
explicativo, que le permite justificar lo que a través del
verso únicamente sugiere. Un breve pero compacto rosario de
prosas rodea el poema «No me condenes», que Gabriel
Zaid ha tomado como punto de partida para un ensayo ejemplar sobre
la imposibilidad amorosa de López Velarde2.
El poema evoca la
ruptura con María Magdalena Nevares en San Luis
Potosí. En lugar del copretérito, el poeta acude
aquí al pretérito definitivo, en el verso «Yo tuve, tierra adentro, una novia muy
pobre»
. El encuentro final con la muchacha de los
«ojos alucinados de sulfato de
cobre»
que eran en realidad azules, como ha investigado
Zaid, era finale previsible si leemos entre líneas
textos en prosa que López Velarde publicó de octubre
a diciembre de 1913 en El Eco de San Luis. En el poema
aludido, el narcisismo y el sentido de culpa del poeta lo llevan a
esperar que la muchacha no lo condene y aun le brinde el consuelo
de recordarlo, a la manera del soneto clásico de Ronsard.
Por eso se declara, galantemente, una «mala persona»
, aunque el mayor
«daño»
a la muchacha ha
sido no haberle advertido antes sobre su tendencia a la soledad, su
defensa del monólogo sobre el diálogo, su «costumbre heroicamente insana de hablar
solo»
.
Nuevamente se
repite la fórmula: el caballero emprende el asedio a la
fortaleza. Pone todo su empeño en vencer pacientemente las
defensas, y en cuanto la puerta está franca, emprende la
retirada. Este esquema del seductor puede leerse claramente en el
cuento «El obsequio de Ponce», publicado también
en 1913. Luis Ponce está enamorado de Rosario Gil, pero
«tropezaba en el programa de su dicha con
un capítulo escabroso: el matrimonio»
. Se sabe
incapaz de «casarse, fundar un taller de
sufrimiento, abrir una fuente de desgracia, instituir un vivero de
infortunio»
y la relación con Rosario se limita a
«una comunión directa de
corazón a corazón»
. Juan Montano, amigo de
la juventud de Ponce, regresa al pueblo, resuelto a casarse con
Rosario Gil. Ponce calla su amor por la muchacha. El obsequio de
Ponce, para Rosario y Juan, consiste en terminar su relación
con Rosario, seguro de que finalmente ella tiene derecho a «casarse prosaicamente, sin ninguna
vibración de alma, sin ningún sueño que la
transfigurase»
.
Sin saberlo de
manera consciente, López Velarde estaba enviando mensajes
ocultos a la muchacha, siempre en nombre de la locura que para
él era estado natural de su espíritu, y que no
deseaba, naturalmente para la mujer que compartiera su vida. No es
difícil ver el paralelo de la escena que Sören
Kierkegaard tuvo el 11 de octubre de 1841 con Regina Olsen cuando
el autor de Temor y temblor decide romper el compromiso
matrimonial, seguro también de que es incapaz de abandonar
el estadio estético de la relación para incorporarse
al estadio ético regido por las convenciones. La
sublimación del episodio se encuentra, sabemos, en el
Diario de un seductor, que tantos puntos de contacto tiene
con López Velarde3.
Ambos deben expiar sus culpas de delincuencia conyugal. Cuando tras
la ruptura con Regina, Kierkegaard escribe «Yo era mil años más viejo que
ella»
naturalmente no se refiere tanto a una diferencia
de edad4,
como al abismo entre inocencia y experiencia. El texto hermano de
López Velarde se titula «Dolor de
inquietud»
(p. 363).
Como Kierkegaard en el Diario..., López Velarde
coloca el monólogo en boca de un personaje imaginario:
La inquietud de
López Velarde va más allá de la dualidad carne
y espíritu. Lo que él se siente incapaz de garantizar
es la permanencia; prefiere ser «un
excelente novio»
a un «esposo
regular»
. Su drama personal surge cuando se sabe incapaz
de unir el reino de la ética con el de la estética.
El crimen del seductor, desde el punto de vista de Kierkegaard, es
haber despertado estéticamente a la muchacha, «a tal punto que ella no puede con ánimo
tranquilo prestar oídos por mucho tiempo a una sola voz;
tiene que escuchar simultáneamente varios
pensamientos»5
.
En octubre de 1990, en el despacho del Rector del Seminario
Zacatecas, el niño Ramón descubre un busto de
Lord Byron. El tiempo se
encargaría de demostrar que López Velarde no
emularía los actos ni la retórica de estos
héroes quijotescos que se suicidan disfrazándose de
soldados, sino que su alienación estética era
más afín a los personajes desencantados, solitarios,
razonadores y lunáticos de Barbey
D'Aurevilly (¿no hay una alusión al
solitario Destouches
en la segunda estrofa de la Suave Patria?), Villiers de L'Isle Adam o
Baudelaire. En «Obra
maestra», el texto más citado al hablar del celibato
lopezvelardeano, hay una frase reveladora. El tigre, como el
soltero, «no retrocede ni
avanza»
. Como el Axel de
Villiers de L'Isle
Adam, el soltero prefiere la inminencia a la
realización, el preludio a la desilusión de aquello
que se consuma y en el acto se consume. Si bien las influencias
verbales extranjeras de nuestro poeta hay que buscarlas en
Georges de Rodenbach,
Albert Samain o Anatole France, como ha
estudiado Allen W.
Phillips, el alma del poeta estaba más cerca
de aquellos otros autores empeñados en demostrar la
supremacía de la locura.
«El gran Barbey
decía que la imaginación es la más poderosa de
las realidades humanas»
, recuerda López Velarde en
la oración fúnebre en honor de Jesús Urueta.
La vida y la obra de López Velarde estuvieron dedicadas a
elogiar y defender esta heroica locura de saberse diferente y
sufrir las consecuencias del que rechaza las seguridades que las
convenciones sociales otorgan, siempre y cuando aceptemos cambiar
la piel del tigre por la del gato doméstico. Tampoco le es
dado retroceder en el tiempo y ser de nuevo la «casta pequeñez»
a salvo de los
ataques de la experiencia. Su expiación es, como la de
Kierkegaard, de carácter puramente estético, «puesto que ya el despertar de la conciencia es
para él demasiado ético»
. Para López
Velarde la estética se sublima de manera trágica y
espléndida en «La mancha de púrpura»,
encendido elogio del amante que se provoca los eclipses y las
ausencias de la creatura solar, para verla, en cada nuevo
encuentro, más brillante y más inalcanzable, en el
dolor voluntario de la espera y el preludio, con la misma
vehemencia, el gozo furtivo y el «radioso
vértigo del minuto perdurable»
con que el
niño vivía las apariciones de la prima
Águeda.