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Decir la «Suave Patria»

Vicente Quirarte Castañeda





Para los ojos extranjeros resulta asombroso el número y la calidad de homenajes que México rinde a sus poetas. Justamente beligerantes y ultranacionalistas -como lo demuestra el himno nacional y toda una historia de intervenciones-, ceñimos los mejores laureles en la frente de quienes contribuyen a cimentar la expresión que llamamos nuestra. Después de Sor Juan Inés de la Cruz, no hay poeta mexicano que a su muerte haya recibido los honores que nuestro país le tributa a Ramón López Velarde. Ningún otro tiene su nombre grabado en la cresta de una montaña que supera las mayores fantasías de la Naturaleza; ninguna aventura terrestre despierta tantas conjeturas; ningún ejemplo es mejor para todo el que anhela «expulsar de sí toda sílaba que no nazca de la combustión de los huesos». Es cierto que los funerales de Amado Nervo tuvieron dimensiones mayores y alcance continental, pero el tiempo ha dicho la última palabra: ningún crítico importante ha dejado de escribir acerca de la vida y la obra del poeta jerezano; escasos y hasta vergonzantes son los estudios particulares sobre el nayarita, lo que no deja de ser una injusticia para quien fue uno de los grandes renovadores de la prosa modernista y autor de poemas excepcionales cuya calidad fue sepultada por el exceso.

Los cien años del natalicio de Ramón López Velarde son también los 67 años de su muerte y, con diferencia de días, la publicación de La Suave Patria en la revista El maestro. La muerte prematura, cuando el artista se encuentra en plena ascensión de su talento, suele jugar bromas pesadas, y López Velarde no fue la excepción. La Cámara de Diputados decretó un luto de tres días y los funerales corrieron por cuenta del gobierno. Las opiniones y homenajes coincidían en señalar que el país había perdido al poeta que establecía las bases de un nacionalismo que la Revolución legitimaba como una de sus conquistas. Para la imaginación popular, siempre pronta al sentimentalismo bien intencionado, resultaba conmovedora la imagen del poeta revisando en su lecho de muerte las pruebas de plana del poema. Así como a García Lorca se le consideró por mucho tiempo exclusivamente un poeta de gitanos y cuchillos, López Velarde recibía un reconocimiento inmediato como poeta cívico. La esquela aparecida en la revista México Moderno es elocuente del poeta que entonces se quería ver: «Ramón López Velarde, el poeta mexicano por antonomasia, que auscultó con originalísimo talento el ritmo insospechado de nuestra vida provinciana, llevando una poesía nueva y universal por sus secretos de selección y sus purezas estéticas los latidos de una raza, ha muerto».

Tendrían que transcurrir varios años para que volviéramos a ver al López Velarde de La Suave Patria como el autor de un poema que, fruto de la Revolución, era al mismo tiempo tan revolucionario en la forma como para sobrevivir casi medio siglo a la demagogia del discurso oficial y a la mala buena intención de declamadores y maestros de civismo1. Pocos poetas han tenido como López Velarde el privilegio de la ingenuidad. Pero la suya es la ingenuidad del que hace las cosas sin la conciencia de que traspasa sus propios límites. La precocidad de su escritura va de la mano de su ingenuidad vital, y hasta puede decirse que esta última la determina: de esta combinación nacen la angustia y la zozobra que son eje fundamental de su pensamiento.

Aunque resulte paradójico, la ingenuidad política de López Velarde traducida a simplificación contribuye decisivamente a la complejidad verbal y conceptual de La Suave Patria, a la superioridad del texto sobre la idea. Creía en el modernismo, y en que los cambios sociales sólo necesitaban buena voluntad, y no la transformación radical de las estructuras. Pero no busquemos en él al adalid revolucionario ni al reaccionario vergonzante. Era, como su admirado Barbey D'Aurevilly, que despreciaba a los «tribunos de taberna», un romántico de la política, un anarquista espiritual que defendía sobre todas las cosas la integridad del hombre solo. Por tal motivo, Zapata se le aparecía como el nuevo Atila que iba a arrasar lo que la Revolución había levantado en su primera etapa.

La misma ingenuidad aparente mostraba en sus ideas literarias. En una carta a su amigo José Juan Tablada, López Velarde se muestra reacio a las conquistas de las vanguardias y en particular a la poesía ideográfica que, entre otras muchas cosas, Tablada introdujo en México. El jerezano prefería seguir los impulsos de una música más cercana al son del corazón, sin darse cuenta de que sus juegos lingüísticos, sus adjetivos inusitados, eran fruto de una alquimia más allá del instante en que la concebía. Construcciones como «melómano alfiler sin fe de erratas», «hipnotismos de color de tango», «la galana pólvora de los fuegos de artificio», o pleonasmos deliberados como «el amor amoroso de las parejas pares», volvían presentes los afanes de Góngora por dar carácter eterno a la fugacidad, porque las palabras tengan el peso y la utilidad de las cosas que designan. Tampoco sabía -ni podía saber- que en ese mismo 1921 problemas semejantes ocupaban a escritores en otras partes del mundo, que en sus respectivos escritorios trascendían un realismo limitante: un empleado del Lloyd Bank llamado T. S. Eliot hacía del monólogo dramático de un hombre mediocre el primer poema moderno en lengua inglesa; en Lisboa, un traductor de cartas comerciales que respondía al nombre de Fernando Pessoa convertía sus pasiones más íntimas en patrimonio común. El programa que en el artículo citado de 1916 se trazó nuestro poeta, y que aparece ilustrado a cada momento en La Suave Patria fue «escudriñar la majestad de lo mínimo, oír lo inaudito y expresar la médula de lo inefable».

La Suave Patria es por ello un poema doblemente revolucionario: primero, porque obliga a mirar al país con los nuevos ojos de la Revolución, democratizando el modo como debemos hablarle2. Segundo -y más importante aún- porque este redescubrimiento de México, esta declaración de amor tiene lugar a través de un poema de largo alcance, cuya retórica no se limita al reflejo inmediato de una ideología. Con López Velarde, la Patria vuelve a ser ciudadana, camarada y compañera, no la madrastra rígida y autoritaria en que la habían convertido «treinta años de paz y descanso material». Desde una crónica publicada el 31 de agosto de 1916, López Velarde censuraba a los que defendían una literatura de «rabias», y sobre la poesía política dice: «El asunto civil ya hiede. Ya hedía en los puntos de la pluma beatífica de aquellos señores que compusieron odas para don Agustín de Iturbide».

En principio, podría parecer inaudita la comparación que establecimos arriba entre nuestro poeta, siempre vestido de negro, con aspecto de liberal del siglo pasado o «fraile de provincia en la capital» -como lo vio Villaurrutia-, y el dandy Barbey D'Aurevilly, el admirador de Brummel que amaba los chalecos de terciopelo y los botones cincelados. Pero quizás el propio Obregón se hubiera arrepentido de los honores al poeta mexicano, de saber que en la segunda estrofa del poema tan celebrado, López Velarde recuerda un pasaje de la rebelión de los chuanes monárquicos y antirrevolucionarios, que Barbey rescata en El caballero D'Estouches:


Navegaré por las olas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuan
que remaba la Mancha con fusiles.



Para recordar el pasaje en que los chuanes, encargados de difundir las noticias entre sus partidarios exilados en Inglaterra, deciden arrojar al mar los remos antes que despojarse de sus fusiles, López Velarde se vale de una serie de transformaciones metafóricas a las que nos tiene acostumbrados. Los remos son fusiles y las olas son calificadas por el adjetivo prosaico «civiles». Ya conocemos la tendencia de López Velarde a introducir términos legales en sus poemas para alterar y potenciar lo simple, y también nos son familiares sus rimas producto del sentido y nunca del ingenio. La terminación aguda van no implica la búsqueda de otra palabra para la difícil rima, sino al contrario: la palabra chuan debía estar allí, y el resto de los términos, supeditados a ella. De la misma manera, semánticamente la metonimia «civiles» enfrentada a «fusiles» es la dualidad de la paz y de la guerra, las contradicciones revolucionarias que López Velarde nunca pudo resolver en su ideología política.

Desde los cuadros de caballete de La sangre devota, López Velarde había logrado trasladar a su poesía los colores y los sonidos, pero sobre todo el ritmo sosegado de nuestra provincia. Como ha visto Luis Noyola Vázquez, en este sentido el mérito de López Velarde no fue el de introducir temas y colores locales en su poesía, sino cantar la provincia con la profundidad y la verosimilitud que nadie se había atrevido, mucho menos en una época cuando lo cosmopolita era el grito de guerra de todas las escuelas y movimientos. En La Suave Patria va a continuar utilizando la misma música en sordina pero -lo aclara desde el proemio- el suyo es un poema épico para ser dicho antes que cantado. Casi al mismo tiempo, Saturnino Herrán emprende esta búsqueda del carácter nacional, en pinturas donde predominan «la delicadeza asordinada, la honda cavilación y los asuntos simbólicos»3. Del mismo modo en que Herrán busca el retrato interior del indio, y captar sus actitudes y lenguaje corporal, López Velarde hace de Cuauhtémoc el «único héroe a la altura del arte», y antes de llenarlo de adjetivos estériles, renuncia al monumento broncíneo, lo vuelve humano, lo trae hasta nosotros, lo tutea, nos invita a que lo llevemos en la mano en forma de los hasta hace unos cuantos años heroicos tostones.

López Velarde no fue el primero en mirar la superficie y las entrañas de la patria. Como antecedentes tenía al tumultuoso Rafael Landívar, los paisajes serenos de Joaquín Arcadio Pagaza, el pincel constructivo y cuidadoso de Altamirano, la identificación entre naturaleza y emociones en Othón. Pero nadie había hablado de la patria con la desacralización y la irreverencia de López Velarde; nadie la había querido como a una mujer ni le había comprado trajes tan hermosos, de tanta sencillez y tanto lujo; nadie la había tomado por la cintura para decirle al oído lo chula que era; nadie se había enamorado con tanta ley para hacer de lo nimio un escándalo mayúsculo, como esa estrofa donde la hipérbole deja de ser tal y se convierte en la sensación que todos hemos vivido alguna vez cuando al aroma del cuerpo femenino se une el perfume del vestido destinado a su piel:


Inaccesible al deshonor, floreces;
creeré en ti, mientras una mejicana
en su tapalo lleve los dobleces
de la tienda, a las seis de la mañana,
y al estrenar su lujo, quede lleno
el país, del aroma del estreno.



Como poema de amor, como fiesta de los sentidos, todo en La Suave Patria huele, suena y se ofrece a los ojos con ese colorido que el niño Ramón disfrutaba en los puestos de fruta durante la cuaresma. Nadie antes que él -con excepción de Othón en Idilio salvaje- se había atrevido a desafiar el dogma romántico del paisaje como un estado del alma. López Velarde lo recuerda, y su yo interviene desde el principio del poema. Pero conforme el poema avanza demuestra que la naturaleza no entra en nosotros a través de la abstracción del alma sino gracias a la percepción concreta de los sentidos. Un privilegiado instinto primitivo y una aguda percepción crítica se unen para crear un poema de visión panorámica y simultánea del país. Su lirismo épico es en cierto modo el de Altazor que desde su paracaídas contempla el presente, el pasado y el futuro; su visión desde el aire lo emparienta con la que Pellicer dará de América en Piedra de sacrificios. Los constantes flash-backs, la confrontación entre la provincia y la capital, la experiencia del pasado, nuestras mitologías, el presente que el discurso construye, el futuro improbable pero esperanzado otorgan al poema esa peculiar velocidad lopezvelardeana que nos obliga al contrapunto del ritmo y de la frase: la música asordinada y sorpresiva nos abruma, para después dejarnos la meditación que provocan los significados, como en la parte donde un edificio verbal se levanta para describir la nimiedad de una pareja que mira los fuegos artificiales:


¿Quién, en la noche que asusta a la rana,
no miró, antes de saber del vicio,
del brazo de su novia, la galana
pólvora de los fuegos de artificio?



Una tarea semejante precisaba no sólo la intuición del poeta natural que era López Velarde, sino un conocimiento de la tradición que estaba combatiendo. En la prosa «Novedad de la patria», el poeta enemigo de explicar sus procedimientos, proporciona varias claves para la lectura de su poema: «En este tema, al igual que en todos, sólo por la corazonada nos aproximamos al acierto. ¿Cómo interpretar, a sangre fría, nuestra urbanidad genuina, melosa, sirviendo de fondo a la violencia, y encima las germinaciones actuales, azarosas al modo de semillas de azotea?». La respuesta a sus preguntas retóricas es, naturalmente, La Suave Patria, el poema que no resuelve las contradicciones, sino las desarrolla como punto de partida para comprender el ser mexicano, dividido entre la duda y la fe, la violencia y la paz, la riqueza y su injusta distribución, Europa y el pasado indígena.

De ahí el paralelo que existe entre la escritura del poeta y las preocupaciones nacionalistas de Saturnino Herrán. Entre 1915 y 1918, Herrán firma los lienzos de las criollas, que integran la parte más intensa y prepositiva de su producción. Al mismo tiempo, lector voraz, ilustra los libros y revistas de sus amigos escritores, y es con López Velarde con quien encuentra la «afinidad electiva» más estrecha. A través de diferentes idiomas, el pintor y el poeta están buscando lo mismo: el mestizaje que la generación del Ateneo tomó como una de sus banderas fundamentales. La preocupación creciente de Herrán por la arquitectura de la Colonia, que aprendió en las conferencias de Federico Mariscal, es patente en la portada que hizo para La sangre devota, una figura femenina en primer término y detrás la Iglesia de Churubusco.

La aparición constante de cúpulas de iglesia al fondo de sus retratos es sin embargo más profunda si pensamos en la dicotomía de López Velarde, la «síntesis de mi propio Zodiaco»: ambas potencias -la Religión y la Mujer- lo disputan para sí. Como en la pintura de Herrán, en La Suave Patria la mujer no es un elemento decorativo sino identificación de la figura femenina por excelencia, el símbolo de la identidad nacional. Desde uno de los primeros poemas de La sangre devota, López Velarde ya mostraba su tendencia a invadir los terrenos de la plástica. El poeta que afirma entre paréntesis no tener las armas para lograr la transformación del referente, logra las correspondencias -en sentido baudeleriano- entre el sonido del rebozo de seda y la visión del contraste de los colores neutros enfrentados a la verdura:



Tenías un rebozo en que lo blanco
iba sobre lo gris con gentileza
para hacer a los ojos que te amaban
un festejo de nieve en la maleza.

Del rebozo en la seda me anegaba
con fe, como en un golfo intenso y puro,
a oler abiertas rosas del presente
y herméticos botones del futuro.

(En abono de mi sinceridad
séame permitido un alegato:
entonces era yo seminarista
sin Baudelaire, sin rima y sin olfato).

¿Guardas, flor del terruño, aquel rebozo
de maleza y de nieve,
en cuya seda me adormí, aspirando
la quintaesencia de tu espalda leve?



En el cuadro «La criolla del rebozo» de Herrán, como en La Suave Patria, los símbolos nacionales se encuentran superpuestos y son simultáneos en tiempo y espacio: a espaldas de la mestiza que pone con su desnudez, su rebozo, su sombrero charro «la inmensidad sobre los corazones», se levanta el Sagrario de la Catedral. Herrán, como López Velarde, quiso hacer realidad el proyecto del jerezano de combatir la idea de que «el gobierno del pueblo por el pueblo no puede citarse frente a unos lindos tobillos». La siguiente estrofa de La Suave Patria podría ser ilustración de La criolla del rebozo de Herrán, y viceversa:


Suave Patria, vendedora de chía,
quiero raptarte en la cuaresma opaca,
sobre un garañón y con matraca,
y entre los tiros de la policía.



La Patria que quiere López Velarde es generosa, elegante e invitadora, como las chieras cuya voz cantarina evoca Antonio García Cubas en El libro de mis recuerdos4. La clave de la dicha, para poseerla, nos dice el poeta, es trasgredir toda autoridad, armar el mayor de los escándalos en temporada de veda, en la cuaresma opaca, con una palabra que al mismo tiempo sea lo contrario y le haga eco: la matraca que desde el nombre suena para retrasar por instantes la llegada inevitable del «trueno del temporal» que todo lo unifica.

¿Comprendieron los poetas contemporáneos de López Velarde la lección de La Suave Patria? Su amigo José Juan Tablada, el único que disputaba al jerezano los laureles del poeta nacional, exclamó según Fernández Ledesma, ante La Suave Patria: «¡Qué manera de estrangular la Retórica en el corazón de la Epopeya!», y en cierto modo Tablada continúa la preocupación por los objetos nacionales en los poemas de La feria, algunos de ellos verdaderamente entrañables. Otro amigo común cuenta que López Velarde conoció y escuchó las campanas de barro negro de Oaxaca en casa de Tablada, de donde nació el verso «tu barro suena a plata».

La Suave Patria ha combatido durante 67 años en contra de declamadores empeñados en cantar un poema concebido para decirse. Sin embargo, que no nos indigne la afirmación -presente desde 1921- de que López Velarde es nuestro poeta cívico. Habría que dejar de pensar en el carácter peyorativo del término y decir que el auténtico poeta cívico es el que lucha por el bien de la polis, y con su trabajo intenta hacer más puras las palabras de la tribu, como reza la exigencia de Mallarmé. En este sentido, tan cívica es la tesis de La Suave Patria, como la de Efraín Huerta en Los hombres del alba, «Avenida Juárez» y Amor, patria mía. Ambos llamados -el de López Velarde y el de Huerta- adquieren su peso íntegro en los momentos actuales cuando -para hablarle otra vez a la Patria al tú por tú que nos enseñó López Velarde-, «quieren morir tu ánima y tu estilo». Es cierto: la hora actual tiene vientre de coco, y «no hay respeto ni para el aire que se respira», pero la poesía va por delante de la acción, y mira más allá del horizonte que el tren lopezvelardeano soñó con trasponer un día.