Escena
I
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PAQUITA y
DON ANSELMO. DON ANSELMO, en un sillón,
junto a la mesa, muy abatido y leyendo un
periódico.
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PAQUITA.- ¡Por Dios, Anselmo, deja ese
periódico! Ten fuerza de voluntad y no pienses más en
esas cosas.
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DON
ANSELMO.- Fácil es decirlo. Pero es mi hijo...,
¿y no quieres que piense en su desdicha?
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PAQUITA.- ¿Y de qué sirve que te
atormentes día y noche, ahondando siempre en la misma idea?
¿No ha concluido todo?
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DON
ANSELMO.- Eso quisiera tu protegida.
(Con acento rencoroso.)
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PAQUITA.- ¿No se da por satisfecho
Carlos? ¿No cree, y con razón, en la virtud de su
esposa?
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DON
ANSELMO.- Si él se da por satisfecho, no se dan
por satisfechos los demás.
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PAQUITA.- ¿Y quiénes son
ésos? ¿Quién tiene derecho para ser más
exigente que Carlos?
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DON
ANSELMO.- En primer lugar, «todo el
mundo», que siempre tiene derecho para todo, y que cuando no
lo tiene, se lo toma. Y luego, sus amigos, que en estos asuntos
suelen ser muy escrupulosos,. Y, sobre todo, su padre, su padre,
que soy yo; yo, que no quiero ver al hijo de mi alma entregado al
desprecio público, ¿entiendes? Antes no había
más que plácemes y simpatías para mi Carlos.
¡La esperanza del partido! ¡Una futura gloria de la
patria! ¡El elocuente, el dignísimo, el sabio
publicista! Y ahora..., ahora, gracias a esa mujer, el hijo
mío es objeto de desdeñosa lástima para los
más piadosos, y materia explotable para afligidos ingenios
de mancebía y valerosos voluntarios del escándalo.
¿Conque todo ha concluído? Pues no ha concluido, que
ahora empieza. ¡Ah..., no!.. Esto no puede seguir así.
Es preciso que mi Carlos se limpie de esa lepra que le devora!
¡Que se presente limpio y honrado ante el mundo! ¡Que
sepan todos que él no sufre afrentas, ni vende honras a
precio de medros, ni es de los esposos complacientes y
distraídos! ¡Y no lo es!... ¡Aunque ahora lo
parezca..., no lo es! ¡La vida pongo yo!...
(Con acento terrible.) Lo que hay es
que la pasión por esa mujer le trastorna. ¡Ella!...
¡Ella!... ¡Pero bien comprende Carlos su
situación! ¡Vaya si la comprende! Si no, no
sufriría lo que sufre.
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PAQUITA.- ¡Pobre Carlos! ¡Ocho
días de fiebre en que creíamos que perdía el
juicio!
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DON
ANSELMO.- Dios haga que no lo haya perdido. En todo
caso, yo lo tendré por él. Déjalo,
déjalo a ni cuidado, que las cosas no han de quedar como
están. (Se pasea con agitación;
PAQUITA le sigue con
miradas de espanto.)
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PAQUITA.- Pero ¿qué piensas
hacer?
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DON
ANSELMO.- Ya verás; ya verás. Hoy mismo
tendré con él una explicación decisiva.
Seré implacable, cruel, brutal si es preciso.
¡Llegaré a lo vivo! Soy su padre, le di la vida; pues
le daré honra.
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PAQUITA.- ¿Y si le das la muerte?
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DON
ANSELMO.- ¡Ca! Ya está bueno. Lo ha dicho
el médico. No hay cuidado. La muerte no se desliza por su
cuerpo, que es robusto. ¡Se le acurruca en el alma, y de
allí hay que arrancársela!
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PAQUITA.- ¡Perdóname, Anselmo; pero
tienes una tenacidad!...
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DON
ANSELMO.- Muy enojosa para tu amiga, lo comprendo.
Pero ya, ¡hasta que me muera! Es lo único que nos
queda a los viejos. ¿Y dónde está Carlos? Con
ella, ¿eh?
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PAQUITA.- Creo que sí; con Adelina.
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DON
ANSELMO.- ¡Con ella siempre! (Con
acento celoso.) En cambio a mí..., ni verme.
¡Evita mi presencia, como si yo le hubiese hecho algún
daño!
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PAQUITA.- No digas eso. Te ama como siempre.
¡Más que nunca tal vez!
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DON
ANSELMO.- Ya lo sé. Si él es muy bueno.
Pero, es claro, ya no soy su padre: soy su juez, la imagen viva de
su conciencia y de su dignidad. Y es corriente.. Como no han
quedado muy bien paradas ni una ni otra, huye de ellas.
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PAQUITA.- No es ésa la causa, no lo
creas. Es... el estado en que se halla; su enfermedad, el recuerdo
de aquellas violentísimas escenas. Ya ves: tampoco quiere
ver a don Prudencio, ni a Visitación, ni a don
Nicomedes.
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DON
ANSELMO.- A pesar de que sólo por cuidarle se
han quedado ocho días en casa. Tienes razón: es
injusto con todos, como lo es conmigo. ¡No parece sino que
son ellos los culpables!
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PAQUITA.- Los culpables, no; pero... Mira,
Anselmo: ellos traen el infierno a esta casa, y te enloquecen con
sus cuentos, y torturan sin compasión a Adelina con sus
reticencias, y en lo poco que hablan con Carlos dejan nuevos
gérmenes de fiebre y de desesperación en aquel
cerebro débil y enfermo.
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DON
ANSELMO.- No tienes razón. Les tienes inquina a
los pobres, porque no están dulzarrones con...
«aquélla». No hacen más que cumplir mis
órdenes y ser francos y leales. Y así quiero yo que
sean.
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PAQUITA.- ¡Tus órdenes! No,
Anselmo, no te calumnies. Tú no les ordenas ese miserable
espionaje que ejercen alrededor de Adelina. Tú no les
ordenas..., ¡eso no lo haces tú!..., que sigan sus
pasos por la casa, que observen si llora, o si por casualidad cruza
un relámpago de alegría por sus ojos; que midan y
comenten las palabras de la inocente criatura, buscando en ellas
siempre doble sentido; que se enteren minuciosamente, mirando por
detrás de las colgaduras o por los resquicios de las
puertas, si recibió una carta, y de quién era, y si
contestó a ella; que sin cesar estén tendiendo hilos
invisibles de repugnante telaraña alrededor del pobre ser,
mientras ellos, agazapados, esperan que esté bien sujeto
¡para arrojarse sobre su presa! Eso no lo haces tú,
¡o no serías lo que yo siempre he creído que
eras!...
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DON
ANSELMO.- ¡Ya estás exagerando y sacando
las cosas de quicio! Yo no ordeno nada de eso, ni ellos descienden
a semejantes ruindades... ¡Te digo que no! Como
también te digo que si la casualidad pone en mi mano alguna
prueba, la utilizaré sin escrúpulo. ¡Hola,
hola! ¿La traición contra mi Carlos es lícita
y hasta poética, y la defensa de su padre, no lo es? Pues
no, señora. Yo soy quien soy. Los caracteres
enérgicos miran de frente a la desgracia, buscan el remedio
sin flaqueza y lo aplican sin vacilaciones. ¿Comprendes?
¡Oh!, yo te digo que mi Carlos quedará, al fin, como
lo que es: como un hombre honrado. No me repliques. Será
porque yo quiero que sea, porque es mi deber, porque lo exige
nuestra dignidad. ¡Ea, lo dicho! Las mujeres, a llorar; los
hombres, a su obligación.
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PAQUITA.- Calla, por Dios... Adelina viene.
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DON
ANSELMO.- ¿Es Adelina?... Mejor.
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Escena
II
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PAQUITA y
DON ANSELMO; ADELINA, por la derecha, en primer
término.
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ADELINA.-
(Deteniéndose.) Perdonen
ustedes... Entraba... sólo por saber... si Carlos
había vuelto.
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PAQUITA.- ¡Carlos, ha salido! ¿A
qué? ¿Con quién? (Sin poder
contenerse.) ¡Ah! ¡Perdona!...
(Volviendo en sí.)
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ADELINA.- Sí; salió esta tarde,
hace mucho tiempo. Vino a buscarle el marqués, con otro
amigo a quien no conozco.
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PAQUITA.- ¿Algún asunto urgente,
sin duda? (Con ansia.)
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ADELINA.- Lo ignoro.
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DON
ANSELMO.- Con el marqués...
(Aparte.) ¡A la luz del
día! ¡Como buenos amigos! ¡Eso, más que
ceguedad, es delirio! (Alto, a ADELINA.) ¿Y
usted no pudo impedir que salieran juntos?
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ADELINA.- ¡Yo! ¿Por qué?
Dispense usted; me retiro.
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DON
ANSELMO.- No sería justo. Está usted
«todavía» en su casa y yo soy quien debe
retirarse. (Hace un movimiento para
salir.) Tendré con él una
última y decisiva explicación. Se lo advierto a usted
lealmente. Y después..., después, para siempre; o
conmigo, o con usted, señora. Ya sabe usted a qué
atenerse respecto a mis intenciones.
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ADELINA.- No, don Anselmo; no será...,
porque no puede ser. Carlos le quiere a usted con toda su alma.
¡Separarse de usted para siempre! ¡Imposible!
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DON
ANSELMO.- Mil gracias, señora.
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ADELINA.- Y Carlos le respeta a usted tanto como
le quiere, porque ve en usted el prototipo del honor y de la
rectitud.
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DON
ANSELMO.- Verdaderamente, usted me confunde. Esto
traspasa los límites de mi modestísimo entendimiento.
Habla usted de rectitud y de honor como pudiera hablar yo
mismo.
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PAQUITA.- ¡Basta, Anselmo!
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DON
ANSELMO.- ¡No creo que en mis palabras haya
ofensa! Me limito a manifestarle mis propósitos. Y si esta
señora quiere conocer todo mi pensamiento, a fin de
«prepararse», me tiene enteramente a se
disposición.
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PAQUITA.- ¡Para atormentarla más!
Ven, Adelina. (Queriendo
llevársela.)
|
DON
ANSELMO.- ¡Poco a poco! Yo no atormento a nadie
por gusto de atormentar... Digo lealmente..., y hasta
respetuosamente, lo que debe decir un padre y un hombre de honor.
Ni más ni menos... Y si esta señora se digna
oírme por última vez...
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ADELINA.- ¿Por qué no? Hable
usted, don Anselmo. Sus palabras de usted ni me ofenden, porque no
pueden ofenderme, ni me enojan, porque las dicta su amor a mi
Carlos. (Con mucha dulzura.)
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DON
ANSELMO.- (Oyéndola con
asombro.) ¡Es, increíble!... De todo
punto increíble...
(Conteniéndose.) lo conformes
que estamos. Muestra usted una dulzura... y una dignidad... que yo
no puedo agradecerle bastante..., y a las que sospecho que no
podré corresponder debidamente. Más vale así.
Conque a lo que importa, y ya que se presta usted a
oírme..., óigame usted... Siéntese usted...,
siéntese usted... Yo estoy bien...
(ADELINA,
triste y resignada, se sienta; en pie, junto a ella,
cogiéndole una mano, PAQUITA; paseándose,
DON
ANSELMO.) Antes de conocer a usted,
señora, mi hijo era mi cariño y mi esperanza.
¡Y era también mi orgullo, sépalo usted!
Soñaba yo con sus triunfos y con su fama. ¡Porque
hubiese sido famoso! ¡Porque tiene talento para serlo! Ahora
no sé si lo será..., ¡o si llegará a
serlo como yo no quiero que lo sea! (Con mucha
intención.)
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PAQUITA.- ¡Anselmo!
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ADELINA.- No importa. (A
PAQUITA.)
Siga usted. (A DON
ANSELMO.)
|
DON
ANSELMO.- No creo haber faltado a ningún
respeto. Digo las cosas de la manera más, moderada que puedo
decirlas. Y digo que, gracias a usted, he perdido su amor; vaya
usted contando. Y que mi mayor orgullo se ha convertido en mi mayor
vergüenza; esto también. Y que...
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ADELINA.- Considere usted que no puedo
defenderme.
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PAQUITA.- Te aseguro, Anselmo, que, si
continúas en este tono, me llevo a Adelina.
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DON
ANSELMO.- ¡Si no digo por qué sucede todo
eso! Digo que sucede. ¡Si no culpo a nadie! ¡Si no hago
más que citar hechos! ¡Ni hechos escuetos puedo
recordar ya sin que resulten ofensas y acusaciones contra
alguien!... ¡Pues, entonces, la culpa no será
mía!
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ADELINA.- Tiene usted razón; siga usted;
yo le oiré sin interrumpirle.
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DON
ANSELMO.- Mejor será, porque, con tantas
interrupciones, hasta he perdido el hilo de lo que iba diciendo.
Sí; decía que mi hijo, con razón o sin ella,
está públicamente deshonrado. ¿Lo niega usted.
(A ADELINA.)
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ADELINA.- (Dejando caer la
cabeza.) No.
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DON
ANSELMO.- ¡Y que hasta los periódicos
hacen chacota de mi Carlos! ¿Lo niega usted también?
(Cogiendo un momento el periódico que
leía al empezar.)
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ADELINA.- No lo niego.
(Abrazándose a PAQUITA.)
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DON
ANSELMO.- Y que dicen..., dicen... que usted es la
causa. ¿Y esto?
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ADELINA.- También es verdad.
(Llorando.)
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DON
ANSELMO.- De suerte que la fatalidad...,
llamémosla así, porque no quiero ofender a nadie...,
la fatalidad, que sobre usted ha pesado siempre, es la que ahora
pesa sobre todos nosotros y la que mancha a su esposo,
señora.
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ADELINA.- ¡Tiene usted razón!
¡Por desgracia, la tiene usted!
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DON
ANSELMO.- Pues entonces estamos enteramente
conformes.
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ADELINA.- ¡Pobre Carlos, pobre Paquita,
pobre don Anselmo!
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DON
ANSELMO.- ¿Cómo?...
¿Qué?... ¿Compasión usted!... ¡Y
de nosotros!... ¡Ah señora! ¡Usted puede
odiarnos, perdernos a todos! Pero ¿compadecerse de nosotros?
No; eso, no; eso no lo permito.
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ADELINA.- ¡Odiar a usted! ¡No lo
permita Dios!
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DON
ANSELMO.- Nada, nada; que quiero concluir, porque no
respondo... de mi prudencia. Usted conviene conmigo en los hechos,
en lo triste de nuestra situación, de la de todos,
¿no es esto?
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ADELINA.- Sí, señor.
|
DON
ANSELMO.- Pues yo le pregunto a usted: ¿Tiene
usted medios para desvanecer toda esta tormenta de infamias que se
nos ha venido encima?
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ADELINA.- ¿Si tengo...?
(Levantando la vista y
mirándole.)
|
DON
ANSELMO.- Sí, señora. ¡Si tiene
usted medios de poner muy clara y muy alta su honra!
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ADELINA.- (Mira a PAQUITA
rápidamente.) ¡No, señor!
|
DON
ANSELMO.- Pues, entonces los medios y los remedios
habré de buscarlos yo mismo. Y oiga usted lo que voy a
proponer a mi hijo, para que no acabe de perder mi
estimación y recobre la de los demás.
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ADELINA.- Ya oigo.
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DON
ANSELMO.- Primero, que averigüe quién
fue... aquel infame..., el que todos sabemos...; no hay para
qué recordar su hazaña. Y el averiguarlo no creo que
cueste gran trabajo.
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ADELINA.- ¡Dios mío!
|
PAQUITA.- (Aparte.)
¿Qué dice?
|
DON
ANSELMO.- (Gozándose en el
espanto de ADELINA.)
Después, que le busque, que no será tan
difícil. Y, por último, como hacen en estos casos las
personas decentes, que cruce con él, en toda regla, un
hierro contra otro hierro. Conque, lo dicho: cara a cara y
adelante.
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PAQUITA.- (Aparte.)
¡Ah! ¡Carlos y Víctor! ¡No! ¡Antes
que eso, todo!
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ADELINA.- ¡Jesús mil veces!
¿No has oído, Paquita? Y usted, que tanto le ama,
¿quiere que mi Carlos exponga su vida?
|
DON
ANSELMO.- Quiero que la vida sea posible para
él. Hoy no lo es. Batirse, sí, señora; y si no
es tan afortunado como espero, tras el hijo, el padre, que
aún conserva mucho corazón y buenos puños.
¿Va usted entendiéndome?
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ADELINA.- ¡No, Paquita! ¡Esto ya es
demasiado!
|
PAQUITA.- ¡Lo mismo creo, Adelina!
|
ADELINA.- ¡Mi Carlos es lo primero!
|
DON
ANSELMO.- Justamente: él es el primero. Que
ante el mundo quede como le corresponde, y luego que él
cumpla como debe en el terreno, ¿eh?, le toca a usted,
señora.
|
ADELINA.- ¿A mí?
|
DON
ANSELMO.- Sí, señora; le toca a usted
escoger adónde retirarse. Ya lo dije. Y mi hijo
vendrá conmigo, con su padre, que le crió con amor,
que le enseñó a tener dignidad y que le sostiene en
esta lucha suprema de su vida. Ya conoce usted mi proyectos; ni
más ni menos. Como lo he pensado, como lo digo, como ha de
ser, como será. Y ahora, a ver si le inspiro a usted tanto
cariño, tanta simpatía y tanta compasión como
antes.
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ADELINA.- Más que nunca, don Anselmo.
porque ya veo que ama usted a mi Carlos hasta el delirio! ¡Me
estremece usted, y le admiro! ¡Qué cruel, pero
qué bueno!
|
DON
ANSELMO.- ¡Eso sí que no lo sufro!
¡Ah señora, está usted haciendo escarnio de
mí!... ¡De mí!... Y ¡vive Dios!...
|
PAQUITA.- Silencio, que viene alguien.
¡Bastante te ha sufrido ella! Sufre tú, Anselmo, y ten
prudencia, y calla. (Le lleva a una butaca y le
obliga a sentarse. ADELINA, sentada en el lado opuesto;
con ella, vuelve PAQUITA.)
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Escena
IV
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ADELINA y
PAQUITA.
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ADELINA.- ¿Has oído? ¡Me
parece que hablaban de un duelo!...
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PAQUITA.- Será mi marido, que
habrá vuelto a su tema de siempre.
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ADELINA.- ¡Ojalá que no sea
más que eso!... Pero ¿y si Víctor y mi
Carlos...?
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PAQUITA.- ¡Víctor!... ¡Ah!...
¡Calla!... ¡No es probable!
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ADELINA.- Pues tú... te has puesto
pálida y estás temblando.
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PAQUITA.- ¡Soy tan desgraciada!...
¡Ver cómo sufres!... ¡Cómo te
hostigan!... ¡Cómo te ofenden!... ¡Y pensar que
soy yo la causa!... ¡Dios mío!... ¡Dios
mío!
|
ADELINA.- Mira, Paquita, si resultase cierto lo
que yo te decía...
|
PAQUITA.- ¡No es posible!
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ADELINA.- Pero, si lo fuese, era preciso
evitarlo a todo trance, ¿no es verdad? ¡Exponer Carlos
su vida! ¡La sangre se me hiela con sólo
imaginarlo!
|
PAQUITA.- Y a mí, también. Los
dos, tan valientes... ¡Carlos y Víctor!... ¡Tan
impetuosos y tan desesperados los dos!...
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ADELINA.- Ya lo has visto, Paquita: yo... lo
llevo todo con paciencia. De mí, que digan lo que quieran.
¡Qué más da! Desde muy niña estoy
acostumbrada a sufrir. Me dan mucha pena estas injusticias,
¡ya lo creo! Me angustio y lloro largos ratos... Pero luego
pasa, y me digo a mí misma: ¿Qué sé yo
de las cosas de este mundo, ni por qué están
así dispuestas? Cuando padezco tanto y tanto, por algo
será. Verdad es que estos días ha sido más que
nunca; pero todos esos que me torturan no saben que yo
también tengo mis consuelos. (Sonriendo
dulcemente.) ¡Primero, el amor de Carlos! No
han podido quitármelo, gracias a ti.
(Abrazándola y
besándola.) ¡Y cómo me quiere!
¡Qué desesperación la suya cuando me
creyó culpable! No lo dudes: ¡me hubiera dado muerte!
¡Qué alegría! Y luego..., ¡aún
tengo otras alegrías y consuelos! ¡Vaya si los tengo!
(Sonriendo para sí y quedándose
pensativa.) ¡Dios es muy bueno, manantial de
amor que nunca se agota! Pero no es esto lo que iba a decirte. Lo
que iba a decirte, Paquita, es que de mi vida pueden hacer un
calvario; no me quejaré, y entre las lágrimas
aún brotará a mis labios alguna sonrisa. ¡Tengo
el manantial aquí dentro! (Oprimiéndose
el seno.) Pero ¡amenazar a mi Carlos!
¡Eso no lo permito! Yo también tengo mi valor y mi
entereza... y sé defender a los míos. A los
míos, ¿comprendes?
(Abrazándola.) Y es preciso
que, si el caso llegara..., tú impidieses ese duelo.
|
PAQUITA.- No temas. Si hay tiempo, yo lo
impediré, cueste lo que cueste.
|
ADELINA.- ¿Si hay tiempo? Siempre lo hay
cuando se quiere que lo haya. Es tu deber, Paquita. ¡Bien lo
sabes tú!
|
PAQUITA.- ¡Adelina!...
|
ADELINA.- Perdóname. Ya me voy volviendo
como aquéllos. Perdóname; yo sé que eres muy
buena.
|
PAQUITA.- Muy buena, no; pero no tan mala como
pensaría Anselmo si llegara a descubrir...
|
ADELINA.- ¡Calla, por Dios! No hablemos de
lo que ya pasó.
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PAQUITA.- ¡Ah, si tú supieras...,
aquella noche..., cuando tú me dejaste, y Víctor,
loco y ciego y desesperado, penetró en mi cuarto..., si
tú supieras lo que yo lloré, lo que yo
supliqué, lo que yo le dije a aquel hombre!... ¡Si
llegué a decirle que le aborrecía..., que le
despreciaba!... ¡Qué sé yo!... ¡Y nada;
él, terco y terco, recordando nuestro amor y nuestras
promesas, jurándome que se mataría!... Hasta que
oyó venir a mi marido..., y tuvo que esconderse en tu
sala... ¡Ah, qué horas aquellas!... ¡Anselmo,
junto a mí..., y él, allí cerca!... ¡No,
tú eres un ángel y no comprendes esas torturas!
|
ADELINA.- ¡Qué cosas dices,
Paquita! ¡Me das miedo!
|
PAQUITA.- ¿Por qué?
|
ADELINA.- Porque hablas de Víctor de un
modo... que parece...
|
PAQUITA.- ¿Que le quiero?... ¡Le he
querido tanto, Adelina!
|
ADELINA.- ¡Paquita..., por Dios!...
¡Desecha esos pensamientos, que son muy malos!
|
PAQUITA.- Muy malos, sí. Pero, con serlo
tanto, ellos son para ti una garantía.
|
ADELINA.- ¿De qué?
|
PAQUITA.- De que si tú no quieres que se
bata Carlos, yo tampoco quiero que se bata Víctor.
|
ADELINA.- ¡Es verdad!
|
PAQUITA.- Y no me creas peor de lo que soy
sólo porque soy franca contigo.
|
ADELINA.- No, Paquita; no temas. En mi alma no
hay para ti más que gratitud. Has sido para la pobre Adelina
más que amiga, más que hermana, una verdadera madre,
como la mía, si hubiese vivido. A tu generosa
confesión le debo el amor de mi Carlos... ¡Mira
tú si te querré! Pero es preciso que completes tu
obra!
|
PAQUITA.- Dispón de mí, Adelina.
Si es preciso, se le confesaré todo a Anselmo.
|
ADELINA.- No; eso, no. Dado su carácter,
te creería culpable.
|
PAQUITA.- Es verdad.
|
ADELINA.- Y te mataría o se
volvería loco.
|
PAQUITA.- Tienes razón. Pero
¿qué debo hacer? Porque yo sí que me vuelvo
loca.
|
ADELINA.- ¿Carlos lo sabe todo?
|
PAQUITA.- Sí, y lo que yo no le dije...,
creo que él ha conseguido adivinarlo.
|
ADELINA.- ¿De modo que él...
sospecha que fue... Víctor? (En voz
baja.)
|
PAQUITA.- Me figuro que sí.
(Aparte.) ¡Y tarda mucho... y el
día va cayendo!
|
ADELINA.- ¿Qué piensas?
|
PAQUITA.- Pues estoy pensando..., a ver si
consigo tener alguna idea... ¡Dios mío!... ¡Si
se habrán batido ya!...
|
ADELINA.- Estás pálida...,
agitada..., inquieta...
|
PAQUITA.- Porque me preocupa lo que tú me
has dicho...
|
ADELINA.- Mira, Paquita, lo primero es que vayas
allá dentro..., y que preguntes..., que averigües...
Porque a ti te lo dirán todo.
|
PAQUITA.- Dices bien; voy en seguida.
(Levantándose.)
|
ADELINA.- Al momento.
|
PAQUITA.- ¡Dame fuerzas. Dios
mío!
|
ADELINA.- Luego vienes. Aquí te aguardo
Paquita, y me lo cuentas todo.
|
PAQUITA.- Todo, Adelina. Perdóname y dame
un beso.
|
ADELINA.- ¡Sí, pobre Paquita,
hermana mía! ¡Qué desdichada debes de ser!
|
PAQUITA.- Mucho, más que tú.
Porque tú dices que tienes consuelos; yo, ninguno.
|
ADELINA.- ¿Y mi cariño, Paquita?
(Besándola.)
|
PAQUITA.- ¡Es verdad! Adiós.
|
ADELINA.- ¡Adiós!
|
PAQUITA.- ¡Ah!... ¡Tu Carlos!
(Asomándose al fondo.) Ese
consuelo más para ti, Adelina.
(Aparte.) Y para mí, esa
angustia más. (Sale por la
izquierda.)
|
Escena
V
|
|
ADELINA.
CARLOS, por el fondo,
pálido y sombrío.
|
ADELINA.- ¡Mi Carlos!
(Corriendo a su encuentro.)
|
CARLOS.- ¡Mi Adelina!
(Pausa. Vienen juntos. CARLOS se deja caer en el sofá;
a su lado, ADELINA.)
|
ADELINA.- ¿Qué tienes?
|
CARLOS.- Mucho amor en el fondo del alma, pero
mucha desesperación también. Sombras y dudas...
(Aparte.) ¡Y acaso
remordimiento!
|
ADELINA.- ¡No digas cosas tales!
¿No te amo yo? ¿No estás seguro de
mí?
|
CARLOS.- Pues porque me amas, y porque yo lo
sé, es por lo que dudo. Si me hubieses sido traidora,
sentiría dolor inmenso..., ¡algo así como un
ser que se deshace en amargura!... Pero en mí no
habría ni lucha ni conflicto. El camino estaba trazado;
¡qué negro, pero qué claro! ¡Pobre
Adelina, ya empezaste a recorrerlo el otro día!... Su
término..., ¡qué natural y qué
inevitable: la muerte!
|
ADELINA.- No, Carlos; no recordemos aquello.
|
CARLOS.- No lo recordemos, tienes razón.
Además, que ahora todo es distinto. Mira, contra el mal y
contra los seres, en quienes el mal se encarna, ya sabe uno lo que
debe hacer: destruirlos, aniquilarlos. Es la lucha de la
Naturaleza: horrible, pero franca. Pero esta en que me revuelvo no
es la eterna batalla del bien y del mal. No me agito entre
tinieblas del abismo, sino entre resplandores de almas
nobilísimas. ¿No ves qué escarnio de la
suerte? ¡Luz contra luz! ¡Mi padre y tú!
¡Amor y honra! ¡Y los dos me amáis, y vuestras
dos honras son mías, Adelina! ¡Y hasta esa mujer,
hasta Paquita, me tiene sujeto con lazos de gratitud! Todos, todos
vosotros, buenos y nobles, y generosos. ¡Cuando te digo,
Adelina, que estoy entre ángeles, y que ni el mismo
Satanás habría inventado, allá en sus
profundos antros, torturas más insufribles para sus
elegidos!
|
ADELINA.- ¡Qué ideas tan
extrañas! ¡Me cuesta trabajo seguir tu pensamiento!
¡Tú deliras, Carlos mío!
|
CARLOS.- Yo no sé si deliro; es posible;
pero mi delirio es perfectamente claro y perfectamente
lógico. No lo dudes; ésta, ésta es mi
situación. ¡Oh!, he pensado mucho en ella; dan mucho
de sí ocho días de fiebre, barrenando con el
pensamiento enrojecido siempre las mismas negruras.
|
ADELINA.- Pues explícate, Carlos. Yo
quiero comprenderte, pero todavía no lo consigo.
|
CARLOS.- Sí, ya me comprendes. Todo esto
que te digo, quizá no lo pienses así..., por su
orden; pero de seguro lo sientes, con todas sus angustias.
Decía que todos sois buenos: mi padre, tú, Paquita, y
que entre todos hacéis de mí el ser más
desdichado de la tierra. ¿No es bueno mi padre? ¿Es
posible querer a un hijo más que él me quiere a
mí? ¡Cómo me acariciaba cuando yo era
niño! Todavía me acuerdo. ¡Cómo me
marcó la senda del deber cuando fui hombre! Todavía
la sigo. Y ahora mismo, sus delirios, sus injusticias, sus
crueldades para contigo, ¿qué otra cosa son sirvo
prueba de su inmenso cariño?
|
ADELINA.- Es verdad; todo eso le decía yo
hace un momento. Sólo que él no me creía.
(Con tristeza.)
|
CARLOS.- ¡Pobre Adelina! Y tú,
¿no eres un ángel de dulzura, de bondad y de
amor?
|
ADELINA.- ¡Calla, por Dios! Yo no soy
más que una pobre mujer que te quiere mucho; di eso y lo has
dicho todo.
|
CARLOS.- No lo he dicho todo. Ves tu honra
ultrajada; tu pudor de esposa casta y pura, arrastrado por las
charcas de la plaza publica; en unos, palabras amargas; miradas de
desdén, en otros; señales de desprecio o irritantes
crueldades, en todos. ¡La muerte a fuego lento, Adelina!
|
ADELINA.- ¡Es verdad!
(Cubriéndose el rostro con las
manos.)
|
CARLOS.- ¿Pues tú crees que no
adivino lo que sufres? Pues otra cualquiera diría: «Mi
honor es mío, y no puedo sacrificarlo por nadie; y conmigo
están la razón y la justicia; conque a decir la
verdad, cueste lo que cueste.» Y tú, ni una queja, ni
una sola. ¡Ahogas tus suspiros porque yo no los oiga!
(ADELINA, en
efecto, ahoga sus sollozos.) ¡Secas tus
lágrimas a escondidas para que yo no las vea!
(ADELINA ha
vuelto la cabeza; luego se vuelve y le tiende los
brazos.) ¡Me abrazas para ocultar tu pecho
dolorido en mi pecho!
|
ADELINA.- ¡Carlos, por ti, nada más
que por ti!
|
CARLOS.- ¡Y si no puedes contener el
llanto, dices que lloras de amor por mí, por tu Carlos!
¡Pobre Adelina!
|
ADELINA.- Y digo la verdad; digo lo que
siento.
|
CARLOS.- ¡La verdad es que fui muy cruel
contigo cuando dudé de ti, y que soy muy cobarde para
defenderte ahora, que creo en tu amor! Eso, eso es lo que
podrías decirme, y tendrías razón.
¡Cruel y cobarde!... Lo soy..., lo soy... ¡No lo
niegues, Adelina!
|
ADELINA.- ¡Por Dios, no te agites!
¡Mira que si no te volverá la fiebre!
|
CARLOS.- ¡No volverá: ha vuelto, y
me abrasa y me aniquila! Porque yo me pregunto día y noche:
como hombre de honor y de conciencia, ¿qué es lo que
debo hacer? Y no sé responderme. Lo primero en este mundo,
¿no es la verdad, reflejo del mismo Dios? Claro que lo es, Y
cuando esa verdad es ley de justicia, que devuelve su
reputación a una mujer, ¿no es más sagrada
todavía? ¡Cómo dudarlo! Y cuando esa mujer es
la mía propia, y cuando es, tan buena, y cuando tanto la
adoro, ¿puedo callar? No puedo.
|
ADELINA.- ¡Carlos!
|
CARLOS.- Espera, espera; ya verás. Pues
entonces hay que revelárselo todo a mi padre.
¡Qué cosa tan sencilla! ¿No es cierto?
(Con terrible ironía.) Tengo
que cogerle a él, al pobre anciano, entre mis brazos,
cariñosamente, y tengo que decirle: «Padre mío,
yo te quiero mucho y te respeto mucho; pero aquí hay dolores
que apurar y deshonras que repartir, y, ¡vaya, padre
mío!, que yo no me quedo con toda la carga, y aun pretendo
echarla entera sobre tu corazón. Mientras no teníamos
más que dichas y contentos en la familia, natural era que me
mostrase buen hijo, y contigo dividiera filialmente dichas y
contentos. Pero ahora es distinto. ¿Hay una deshonra?
¡Pues es tuya! ¿Hay una mujer culpable? ¡Pues la
tuya es! No mi Adelina, sino tu adorada Paquita. ¿Hay que
llorar, y sufrir, y enloquecer? ¡Pues eso, a ti, a ti, que tu
hijo, tu Carlos, tu amor, tu gloria, ya se libró contigo de
desazones y quebrantos, padre del alma!»
|
ADELINA.- Carlos,¿cómo puedes
pensar esas cosas?
|
CARLOS.- No: todo eso dicho con esas palabras,
con discreción y cariño, ya lo sé; con toda la
hipocresía imaginable: pero palpitando en el fondo la misma
ingratitud del corazón, la misma podredumbre del alma, la
misma crueldad parricida, el mismo repugnante y monstruoso
egoísmo, ¡que sólo con haberlo dicho, aun sin
pensar hacerlo, se me van las manos a la garganta para que lo
vuelva a blasfemar!
|
ADELINA.- ¡No más, Carlos!
¡Pierdes el juicio, tus ojos se inyectan de sangre!
|
CARLOS.- ¡De sangre, sí!...
(Aparte.) Hoy ha sido el día de
sangre, que lo diga Víctor. (Alto,
mirándose las manos.) ¿No la ves
más que en mis ojos?
|
ADELINA.- Nada más.
|
CARLOS.- Pues yo la veo en todas partes.
|
ADELINA.- ¡Basta, por Dios!
|
CARLOS.- ¿Quién te ha dicho que
basta? Si alguien lo dijo, mintió como un bellaco.
(Con sonrisa sardónica y algo de
extravío.) Porque todo esto de que hemos
hablado quedaría entre estas paredes, en el fondo del hogar
doméstico. ¿Y qué vale el hogar
doméstico cuando tan poco se respeta por los de afuera?
¿Qué habría yo conseguido con
revelárselo todo a mi padre? Su desdicha o su muerte y, por
añadidura, ser desleal y miserable con Paquita. Pero
nosotros, tú y yo, ¿qué habríamos
ganado? ¿No nos quedaba siempre la deshonra pública?
Pues la lógica y la injusticia y hasta el instinto piden que
se acuda a la raíz del mal. Lo que dije a mi padre
habría de decírselo a todo el mundo.
|
ADELINA.- ¡Esa idea es repugnante,
Carlos!
|
CARLOS.- ¡Sí, repugnante!
¡Pues porque tengo el cerebro lleno de ideas horribles y
repugnantes sufro tanto! Conque déjame que las arroje de
mí, a ver si se van! Nada, lo dicho: para completar nuestra
obra sería preciso ir por calles y plazas deteniendo a los
amigos, para murmurarles al oído, eso sí, con
discreción extrema: «¿No han oído
ustedes hablar de un balcón imprudente, y de un galán
atrevido, y de una esposa impura, y de un marido bonachón?
¡Pues no éramos nosotros, ni Adelina ni yo!
¿Saben ustedes quiénes eran los del escándalo?
¡Pues eran nada menos que...!» ¡No; esto no!
¡Ni ahora, ni aquí, ni los dos a solas, puede decirse!
¡No puedo! ¡No! ¡Que no puedo! ¡A veces los
labios son más honrados que el pensamiento!
|
ADELINA.- Pues, si no eres capaz de cometer
acciones tales, ¿por qué te cebas en ellas y gozas en
atormentarme?
|
CARLOS.- ¡Porque cometerlas sería
infame! ¡Y no cometer esas infamias es infame también!
¡Vaya si lo es!
|
ADELINA.- ¡Nunca!
|
CARLOS.- ¡Siempre! Mi deber como esposo es
hacer algo de eso que repugna a mi corazón como hijo.
|
ADELINA.- Yo no sé decir esas cosas que
la calentura te inspira; pero yo creo que tú debes
sacrificarte por tu padre.
|
CARLOS.- Sacrificarme yo, sí; pero
sacrificarte a ti, no.
|
ADELINA.- Yo soy joven; tengo fuerzas para
sufrir; me las dio la costumbre; y llevo en mí consuelos
celestiales. Él es anciano; no tiene energía para el
dolor, y ya la esperanza se acabó para él.
|
CARLOS.- Dices eso porque eres buena; pero en el
fondo de tu ser algo habrá que proteste.
|
ADELINA.- Te juro que no.
|
CARLOS.- ¿Conque no? Pues di: cuando
vayamos juntos y, al pasar, te miren, ¿no crees que
pensarán muchos: «Mujer hermosa... y con historia;
marido bonachón... y sin arranque; buena presa y
ningún peligro»?
|
ADELINA.- No, nadie..., ¡nadie puede
pensar semejantes villanías!
|
CARLOS.- ¡Claro! ¡Porque no hay
miserables en el mundo!
|
ADELINA.- ¡Calla, por Dios! ¡Me
volverías loca a mí también!
|
CARLOS.- Pues quieres acompañarme a todas
partes, acompáñame a mi locura.
|
ADELINA.- Y bien, que piensen lo que quieran.
Cada uno tiene el derecho de sacrificarse... No me niegues el
mío.
|
CARLOS.- (Al
oído.) Es que no tenemos ese derecho ni
tú ni yo.
|
ADELINA.- ¿Perdiste la razón,
Carlos?
|
CARLOS.- ¡Ojalá! ¿Tú
piensas que nuestra honra es sólo nuestra?
|
ADELINA.- ¿Pues de quién?
|
CARLOS.- ¡De los seres más crueles,
porque serán los mas queridos!
|
ADELINA.- (Con cierto instintivo
horror.) ¿Y quienes son, Carlos?
|
CARLOS.- ¡Adelina!... ¿Te
acuerdas?... Hace cuatro días, cuando la calentura me
calcinaba los huesos y me inflamaba la sangre, y me volcanizaba el
cerebro..., ¿te acuerdas?..., tú, loca, desesperada,
¿no me ceñiste los brazos al cuello?
|
ADELINA.- Sí.
|
CARIOS.- ¿Y no te dije yo:
«¡Adiós, Adelina! ¡Adiós! ¡Me
muero!»?
|
ADELINA.- Sí.
|
CARLOS.- Y tú, abrazándome
frenética, inundándome el rostro de lágrimas,
que tan pronto caían sobre mi piel como se secaban,
¿no me dijiste al oído...? No fue delirio; yo te
oí. ¿No me dijiste al oído: «No puedes
morir, Carlos, porque no me dejas a mí sola: somos dos a
querer que vivas»?
|
ADELINA.- (Abrazándose a
él.) ¡Carlos!
|
CARLOS.- ¡Pero lo dijiste, y dijiste
verdad! ¿Palpitaba otro ser en tu ser? ¡Responde!
|
ADELINA.- Sí.
|
CARLOS.- (Al
oído.) ¡Luego eres madre!
|
ADELINA.- ¡Lo soy!
|
CARLOS.- ¡Pues ahí tienes,
cómo nuestra honra no es sólo nuestra!
(Pausa.) ¿Y tú puedes
querer, ni puedo yo consentir, que llegue un día en que
arrojen al rostro de tu hijo, del nuestro, la calumniosa deshonra
de su madre?
|
ADELINA.- (Levantándose con
ímpetu.) ¡No! ¡Eso nunca!
|
CARLOS.- Pues ahí tienes la horrible duda
que se agiganta en mi conciencia. ¿Qué vale
más: la honra de aquellas canas que ya se inclinan sobre el
sepulcro o la honra de ese mísero ser que ni defenderse
puede con el llanto?
|
ADELINA.- ¡Carlos, Carlos, haz lo que
quieras! Yo... no sé... ni qué debo aconsejarte...,
ni qué debo hacer..., ni qué debo desear.
(Cae en el sofá de nuevo. La noche ha llegado.
El cuarto, a oscuras, sólo en el balcón alguna
claridad. CARLOS se pasea
por la sala.)
|
CARLOS.- (Con acento
reconcentrado.) ¿No te lo decía yo?
¡Cuántos seres queridos, alrededor de mí,
asaltando..., no sé si con cariño o con furia..., mi
pobre corazón! ¡Cuántos..., cuántos!...
¡Todos, sí, todos..., menos uno!
|
ADELINA.- (Levantándose y
corriendo hacia CARLOS.) ¿Menos
quién?... ¡Acaba!
|
CARLOS.- Nadie. ¡Qué sé yo!
No quise decir nada... Palabras.
|
ADELINA.- No hay luz en esta sala; no te veo
bien; no sé si me engañas, Carlos.
|
CARLOS.- ¡Engañarte yo!
|
ADELINA.- Pues jura que no hay ningún
pensamiento de odio en tu alma.
|
CARLOS.- (Con acento
sombrío.) Ya no; lo juro.
|
ADELINA.- ¿Por qué dices «ya
no»? ¿Por qué tiembla tu mano? ¿Por
qué huyes de mí?... Me ocultas algo; haces mal.
|
CARLOS.- (Separándose hacia
la derecha.) Adelina, déjame.
|
ADELINA.- ¡Dímelo todo, por Dios!
¡De rodillas te lo suplico! ¡Tú, que me quieres
tanto! ¡Mira que me muero de angustia!
|
CARLOS.- Pero,¿qué quieres que te
diga?
|
ADELINA.- No finjas; ya me comprendes: quiero
que me digas si te amenaza algún peligro.
|
CARLOS.- Pues no puedo decirte..., y no me
preguntes más..., sino lo que dije antes: «ya
no».
|
ADELINA.- ¿Entonces...?
|
CARLOS.- Sí.
|
ADELINA.- ¿Te has batido con
Víctor?
|
CARLOS.- Sí; ya que lo quieres, te digo
que sí. Se buscó un pretexto..., y esta tarde...
|
ADELINA.- (Abrazándose a su
esposo.) ¡Ah..., mi Carlos!
(Pausa.)
|
CARLOS.- En cuanto a eso, ya estás
tranquila... Déjame...
|
ADELINA.- ¿Y él?... ¿Y
Víctor?... ¡Habla!... ¿Ha muerto?
|
CARLOS.- Cuando le llevaron... no había
muerto.
|
ADELINA.- Pero, está...
|
CARLOS.- Gravemente herido. ¡Qué
quieres! En esos lances, cada cual defiende su vida... Suelta...
Adiós; deseo estar solo.
|
ADELINA.- (Sin
soltarle.) ¡Dios mío, Dios, mío!
¿Qué necesidad había?... (A
CARLOS.)
¡Tú, que eres tan bueno!...
|
CARLOS.- Ya estás viendo que no soy tanto
como tú crees. Te digo que me dejes, Adelina. Tú eres
un ángel, y los ángeles no deben manchar sus alas de
sangre. ¡Quién sabe si en este momento estarás
tocando gotas que me salpicaron!... ¡Basta!...
¡Aparta!... Fue preciso... La honra de mi padre...,
quizá su vida... Y, sobre todo... Ya fue... Ya no hay
remedio... Suelta te digo... No hay que pensar en ello..., o si
alguien ha de pensar..., soy yo..., yo solo..., solo..., y a mis
solas... Por eso le digo que me dejes... ¡Déjame, por
Dios, Adelina!... ¡Déjame..., déjame!...
¡No quiero ver a nadie..., a nadie..., ni siquiera a ti!
(Se desprende de ADELINA, y sale por la derecha, como
huyendo de sí mismo.)
|
Escena
VI
|
|
ADELINA;
después, por el fondo, DON
ANSELMO y VISITACIÓN; después, un
CRIADO. ADELINA se deja caer en el
sofá, lejos del balcón.
|
ADELINA.- ¡Pobre Carlos!... ¡Entre
todos le han obligado! ¡Que él, por sí, es muy
bueno, pero le han vuelto loco! Siempre el mismo tema: ¡La
honra! ¡Y el decoro! ¡Y dale con la dignidad!...
¡Y el ridículo! ¡Y lo que dicen! ¡Y vuelta
al martilleo, que no hay cabeza ni voluntad que resistan! Y es
preciso confesar que Víctor... merecía..., no
diré yo tanto..., pero una buena lección...,
¡vaya si la merecía! Fue una infamia, y las infamias
cuestan caras... En fin ¡si Dios quisiera salvarle, para que
mi Carlos no tuviese sobre sí esa desgracia!... ¡Yo se
lo pido de todo corazón! ¡Pero, al menos, ya no
peligra la vida de mi Carlos!... ¡Y eso es lo principal y lo
más importante! ¡No sólo por lo que yo le
quiero, sino porque es el mejor de todos nosotros, y por eso es el
que más sufre!
|
VISITACIÓN.- (En voz baja,
a DON
ANSELMO.) Lo he oído yo, ahora mismo.
Pasé..., casualmente... por la antesala cuando llegó
el lacayo.
|
DON
ANSELMO.- ¿Estás segura?
|
VISITACIÓN.- ¡Qué sí!
Una carta del marqués para Adelina... con cierto
misterio..., y en propia mano. Ahora verás; la van a
traer.
|
DON
ANSELMO.- ¿Y ella?
|
VISITACIÓN.- ¡Calla!... Está
ahí. ¿No la ves? Muy pensativa, como siempre.
¡Dios sabe lo que estará pensando!
|
DON
ANSELMO.- Infamias.
|
VISITACIÓN.- No lo aseguro, pero es
posible.
|
DON
ANSELMO.- Pero ¿no traen esa carta?
|
VISITACIÓN.- Sí, mira.
Separémonos un poco para observar qué
impresión le hace.
|
CRIADO.- (Por el fondo, con una
carta.) Señora...
(Deteniéndose.)
|
ADELINA.- ¿Qué quiere usted,
Antonio?
|
CRIADO.- (Acercándose con
cierto misterio.) Una carta para la señora.
En propia mano; así dijeron.
|
ADELINA.- ¿De quién? ¿No lo
han dicho?
|
CRIADO.- (Bajando la
voz.) Del señor marqués.
|
VISITACIÓN.- (En voz baja,
a DON
ANSELMO.) ¿Lo estás oyendo?
|
DON
ANSELMO.- Calla.
|
ADELINA.- ¿Para mí? ¿Del
marqués?... (Aparte.) ¡Es
extraño!... No... ¡Quién sabe!... Fue padrino
de Carlos... (Tomando la carta con
apresuramiento.) ¡A ver..., a ver!...
¡Déme usted pronto!...
|
VISITACIÓN.- (Aparte, a
DON
ANSELMO.) ¡Observa qué
ansiedad!
|
DON
ANSELMO.- ¡Silencio!
|
ADELINA.- (Abre la carta, con
marcada agitación, y procura leer, sin
conseguirlo.) No puedo... No se ve... Son dos
cartas... (Se precipita al
balcón.) Tampoco... Sí...
¡Víctor!... ¡Habla de Víctor!..
¡Antonio, pronto, luces! (Sale el CRIADO.)
|
VISITACIÓN.- (En voz baja,
señalando un cortinaje.) Ven conmigo..., y
desde allí...
|
DON
ANSELMO.- Eso, no; eso es bueno para ti. Yo voy de
frente. Ya verás.
|
VISITACIÓN.- ¡Está
deshecha!... ¡No puede dominarse!... ¡Devora la
carta!... ¡Claro, Señor, si está claro!
|
DON
ANSELMO.- ¡Eso quiero yo, que todo se ponga en
claro!
|
ADELINA.- ¿Qué dirán esas
dos cartas?... ¡Dios mío!... ¿Será una
desgracia?... ¡No sé, pero yo creo que he leído
estas palabras: «antes de morir»!... (Se
pasea impaciente y se detiene a la derecha.)
|
VISITACIÓN.- Si Carlos la viese...
|
DON
ANSELMO.- La verá, y así sabré yo
si tengo hijo o no le tengo. (El CRIADO entra con un
candelabro.)
|
ADELINA.- Allí, Antonio; allí la
luz. Bien; puede usted retirarse. (El CRIADO pone el candelabro en la mesita
de la derecha; después, sale. ADELINA se dirige hacia la derecha,
que es donde está la mesa con el candelabro. Al llegar,
DON ANSELMO se interpone.
VISITACIÓN queda en
segundo término.) ¡Ah! ¡Don
Anselmo! (Instintivamente oculta las dos
cartas.)
|
DON
ANSELMO.- Prometí a usted que volvería,
y yo cumplo siempre mis promesas. (A VISITACIÓN.)
Ahora, vete tú. No me repliques. Quiero estar solo con
Adelina.
|
VISITACIÓN.- ¡Bueno, hombre, bueno!
Ya me voy. (Aparte.) ¡Qué
carácter y qué falta de consideración!
(Sale por la derecha, segundo
término.)
|
Escena
VIII
|
|
ADELINA y
DON ANSELMO.
|
ADELINA.- ¿Deseaba usted?...
|
DON
ANSELMO.- Sí, que hablásemos; pero no
quisiera molestar a usted. Yo puedo esperar a que usted lea.
|
ADELINA.- ¿El qué, don
Anselmo?
|
DON
ANSELMO.- Esa carta.
|
ADELINA.- (Cortada y sin saber lo
que dice.) ¿Cuál?
|
DON
ANSELMO.- La que oculta usted, señora.
|
ADELINA.- ¿Yo?
|
DON
ANSELMO.- Sí. Estuve ahí... He visto y
he oído... Y, en suma..., ¡fuera hipocresía!
¡Quiero que lea usted delante de mí la carta del
marqués!
|
ADELINA.- ¡Don Anselmo, por Dios!...
Observe usted...
|
DON
ANSELMO.- Pues precisamente para eso: para observar la
impresión que en usted produce... ¡Ya ve usted si soy
franco! ¡Para clavar en usted mis ojos! ¡Para penetrar
en su corazón! Yo no necesito leer esos papeles; me basta
leer en su frente de usted, señora. Es usted todavía
muy joven para disimular.
|
ADELINA.- La verdad es, que no comprendo con
qué derecho... me somete usted a tal
humillación...
|
DON
ANSELMO.- ¿Es la primera que le impongo a
usted?
|
ADELINA.- No, ciertamente.
|
DON
ANSELMO.- Pues entonces, ¿por qué
protesta usted ahora y no ha protestado antes?
|
ADELINA.- Será porque soy muy
débil.
|
DON
ANSELMO.- Lo voy dudando.
|
ADELINA.- Y yo también.
|
DON
ANSELMO.- No discutamos, señora. Me niega usted
el derecho... No lo defiendo... Pero soy el padre de Carlos, soy un
hombre de honor, soy un pobre anciano al cual le está usted
anticipando la agonía..., y por ser todo esto, le ruego a
usted..., ¿oye usted bien?, le ruego a usted que lea esa
carta delante de mí.
|
ADELINA.- Si usted se empeña, ¿por
qué no?
|
DON
ANSELMO.- Pues empiece usted.
(ADELINA, en
pie junto a la luz; en pie también, y frente a ella y
observándola, DON
ANSELMO.)
|
ADELINA.- (Leyendo para
sí.) «Señora...: Víctor,
antes de morir...» (Aparte.)
¡Dios mío! ¡Ha muerto!...
|
DON
ANSELMO.- Apenas empieza usted y ya se inmuta,
¡y ya está usted llorando!...
|
ADELINA.- ¿Yo?... ¡Qué
idea!...:Llorando! ¡por esta carta! ¡Don Anselmo!
|
DON
ANSELMO.- ¡Brillan lágrimas en sus ojos
de usted y se agitan nerviosamente sus labios!...
|
ADELINA.- ¿Es la primera vez que me hace
usted llorar?
|
DON
ANSELMO.- No, ciertamente.
|
ADELINA.- Pues entonces, ¿qué le
extraña?
|
DON
ANSELMO.- Siga usted.
|
ADELINA.- (Leyendo en voz
baja.) «Víctor antes de morir, quiso
dejar a salvo la honra de usted, Adelina...»
|
DON
ANSELMO.- Es inútil que me mire usted al
descuido para ver si observo; mi vista está clavada en
usted, y así será hasta que llegue al fin de la
carta. ¡Acabe usted!
|
ADELINA.- ¡Ah don Anselmo!...
(Tendiendo hacia él la carta, pero
retirándola luego.) ¡Voy a concluir y
(Leyendo para sí.) «Con
este objeto me rogó, cuando ya estaba en la agonía,
que le entregase a usted esta acta o declaración que va
adjunta, y en que explica el suceso con todos sus
pormenores...» ¡Ah!... (ADELINA procura ocultar dicho
papel.) «Reconoce su falta, y ruega a usted y
ruega a Paquita que le perdonen...»
|
DON
ANSELMO.- ¿Está ya todo?
|
ADELINA.- Es inútil leer más.
|
DON
ANSELMO.- ¿Y esa segunda carta que
acompaña a la que usted ha leído?
|
ADELINA.- (Separándose de
la luz.) Sé lo que contiene... Asuntos
insignificantes...
|
DON
ANSELMO.-
(Siguiéndola.) ¿De
veras?
|
ADELINA.- (Sin saber lo que
dice.) Es decir, insignificantes, no... Es para
Carlos... Cuestiones de política... Como yo no entiendo de
esas cosas...
|
DON
ANSELMO.- ¿Por eso le escribe a usted sobre
ellas el marqués?... Porque usted no entiende...
|
ADELINA.- Me escribe incidentalmente... Pero
esta carta... le digo a usted que es para mi Carlos.
|
DON
ANSELMO.- Pues llámele usted y
entréguele esos papeles.
|
ADELINA.- ¿Por qué no?
|
DON
ANSELMO.- Perfectamente.
(Dirigiéndose a la
derecha.)
|
ADELINA.- (Aparte.)
Decirle de pronto... que Víctor...
|
DON
ANSELMO.- ¡Carlos!
|
ADELINA.- (Aparte.)
¡Él, que estaba tan triste y tan desesperado!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Carlos!
|
ADELINA.- (Corriendo, a
DON
ANSELMO.) ¡No, todavía no!
|
DON
ANSELMO.- ¿Por qué?
|
ADELINA.- (Con
ingenuidad.) Antes quisiera...
|
DON
ANSELMO.- (Con terrible
ironía.) ¿Prepararle? ¡En punto
a franqueza, raya usted en lo sublime!
|
ADELINA.- ¡No sé si
llegaré... a eso que llama usted sublime, pero le juro a
usted que me van faltando las fuerzas!
|
DON
ANSELMO.- ¡Y a mí! ¡Por eso quiero
llegar pronto al fondo de la verdad!
|
ADELINA.- ¡No, por Dios!
|
DON
ANSELMO.- ¡Es preciso acabar de una vez,
señora! (Llamando.)
¡Carlos!
|
ADELINA.- ¡Está enfermo!
|
DON
ANSELMO.- ¡Yo también!
|
ADELINA.- ¡Otra vez tiene fiebre!
|
DON
ANSELMO.- (Cogiendo a ADELINA violentamente.)
¿Y mi mano, señora, no abrasa?
|
ADELINA.- (Cayendo de
rodillas.) ¡Tenga usted compasión de
todos nosotros!
|
DON
ANSELMO.- ¿La tiene usted?
|
CARLOS.- (Entrando por la
derecha.) ¡Padre! ¡Adelina!
|
Escena
VIII
|
|
ADELINA,
CARLOS y DON ANSELMO. Momentos después
asoma PAQUITA por el fondo
y escucha hasta el fin de la escena.
|
CARLOS.- (Levantando a
ADELINA con
violencia.) ¡No es éste tu sitio,
Adelina! ¡Te lo he dicho muchas veces!
|
DON
ANSELMO.- Cuando ella lo ocupaba, por algo
sería.
|
CARLOS.- ¡Padre, hoy es día funesto
para mí! ¡Desde que amaneció Dios, no han
cesado de hostigarme como a fiera enjaulada! ¡Y ya mi
razón se oscurece! ¡Te lo juro! ¡Mira que
llegó a las lindes de la locura! ¡Tened todos
lástima de mí!... ¡O cuenta conmigo!...
|
DON
ANSELMO.- Contigo cuento, no ya porque eres mi hijo,
sino porque creo que eres un hombre de honor... Y por eso te
llamo.
|
CARLOS.- ¿Para apretar el tormento?
|
DON
ANSELMO.- ¡Para acabar con él!
|
CARLOS.- ¡Si no puede acabar nunca!
|
DON
ANSELMO.- Porque tú no quieres.
|
CARLOS.- ¡Pues sí quiero!...
¿Cómo?... ¡Di cómo!
|
DON
ANSELMO.- Fácilmente... No te propongo un
imposible, ni una crueldad, ni un sacrificio...
|
CARLOS.- ¡Acaba! ¿Qué
es?
|
DON
ANSELMO.- Que te entregue Adelina las cartas que ha
recibido ahora mismo del marqués.
|
CARLOS.- ¿Ella?
|
DON
ANSELMO.- Sí
|
CARLOS.- ¿No más?
|
DON
ANSELMO.- No más.
|
CARLOS.- (Volviéndose a
ADELINA.)
Pues sea.
|
ADELINA.- (Al oído,
rápidamente.) ¡Son de Víctor!...
¡Hablan de Paquita!
|
DON
ANSELMO.- ¡Ah!... ¿Ya le ha dicho usted
algo?
|
CARLOS.- (A su
padre.) Sé lo que contienen... No vale la
pena.
|
DON
ANSELMO.- ¡Ah! ¡Mi condenación!
¿Qué influjo maldito tiene esa mujer sobre ti que una
palabra suya pesa más en tu corazón que todas las
lágrimas de tu padre?
|
CARLOS.- ¡Es porque la amo con toda mi
alma! ¡Es porque creo en ella como creo en el cielo!
|
DON
ANSELMO.- ¡Pues dame esa carta, ya que es tuya,
y yo haré que ni ames ni creas! ¡Dámela!
|
CARLOS.- ¡No!
|
DON
ANSELMO.- ¡Pues lee en ella!
|
CARLOS.- ¡No!
|
DON
ANSELMO.- ¡Ah! ¡El insensato, que se hunde
hasta los labios en el cieno de su deshonra!...
|
CARLOS.- ¡Y hasta el cráneo en el
torbellino de la desesperación!...
|
DON
ANSELMO.- ¡Mira que esa mujer!...
|
CARLOS.- ¡Ni una palabra!...
(ADELINA se
abraza a él; PAQUITA, avanza
lentamente.)
|
ANSELMO.- ¡Esa mujer, te digo!...
|
CARLOS.- ¡Es sagrada!
|
DON
ANSELMO.- ¿Más que tu padre?
|
CARLOS.- (Después de querer
decir: «¡Más!»)
¡Tanto!
|
DON
ANSELMO.- ¿Por qué?
|
CARLOS.- ¡Porque es mi amor! ¡Porque
es mi esposa! Porque es la madre de mi hijo!
|
DON
ANSELMO.- ¿Tu hijo! ¡Desdichado!
¿Estás seguro? (ADELINA da un grito y se abraza
más a CARLOS.)
|
CARLOS.- ¡Ah!... ¡No más!...
¡No más!... Todo acabó!... ¡Acabó
todo!.. ¡Todo! ¡Dame! ¡Las cartas!
(Arrancándole las cartas a ADELINA.)
¡Pronto!... ¡Sí! ¡Suelta!...
(Desprendiéndose de ella.)
¡Toma! (A su padre, dándole las cartas.
La situación queda encomendada a los
actores.)
|
DON
ANSELMO.- ¡Al fin! (Las coge y lee
febrilmente.)
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ADELINA.- ¡Carlos!
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CARLOS.- (Abrazando a ADELINA, apretando contra su pecho la
cabeza de su esposa, loco, delirante, llorando.)
¡Adelina!...¡Dios mío! ¿Qué hice?
¡Soy un miserable! ¡No pude más! ¡No pude
más! ¡Tus brazos! ¡Tu frente!...
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DON
ANSELMO.- ¿Qué es esto?... ¡Dios
mío! ¡Sí!... ¡Paquita!...
(Buscándola con la vista. La posición
de los personajes es como sigue: DON ANSELMO, junto al candelabro,
leyendo; detrás, PAQUITA; a la derecha, CARLOS y ADELINA, formando un grupo.
CARLOS no vuelve la cabeza
ni mira a su padre; parece que quisiera esconderse en los brazos de
ADELINA.)
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PAQUITA.- ¡Anselmo!...
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DON
ANSELMO.- ¡Paquita! ¡Víctor ha
muerto!...
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PAQUITA.- ¡Víctor!
¡Jesús mil veces! (Cae desplomada en el
sofá; ADELINA corre
a abrazarla.)
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DON
ANSELMO.- ¡Era verdad! (Quiere
precipitarse sobre PAQUITA.) ¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¡Era verdad!
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CARLOS.-
(Conteniéndole.) La infamia de
Víctor, sí...; pero ya la pagó!...
(Abrazándose a él.)
¡La infamia de Paquita, no!... ¡Yo te lo juro!
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DON
ANSELMO.- ¿Quién lo prueba?
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ADELINA.- ¡Víctor, a la hora de su
muerte!
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CARLOS.- ¡Y yo, que dejo a Paquita junto a
ti, en el puesto de mi madre! ¡Cuando no le arranqué
la vida es que por honrada la tengo!
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DON
ANSELMO.- (Desprendiéndose de su
hijo.) ¡Carlos!
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CARLOS.- ¡Eres demasiado bueno para ser
injusto dos veces! ¡Basta con mi pobre Adelina!
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DON
ANSELMO.- ¡Hijo!
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CARLOS.- ¡Por el mío fui yo cruel!
¡Por el tuyo sé tú piadoso!
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DON
ANSELMO.- (Se abrazan.)
¡Carlos!
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CARLOS.- ¡Aquí!...
¡Aquí!... ¡Ya no sales de mis brazos hasta que
sea mía tu alma entera! ¡Y ahora, padre mío, a
la felicidad los dos o los dos a la desesperación!
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