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Carrillo y Sotomayor, Luis: «Libro de la erudición poética». Edición de Manuel Cardenal Iracheta. C.S.I.C. Instituto Nicolás Antonio. Madrid, [Silverio Aguirre], 1946. XVI + 138 págs. + 2 hojs.

Ricardo Gullón





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Cuando hace veinte años cursábamos los de mi tiempo aquel amasijo de conocimientos, más o menos directamente relacionados con la Literatura, que en la Universidad recibía oficialmente el nombre de Lengua y Literatura Españolas, poco o nada sabíamos de don Luis Carrillo y Sotomayor, poeta y doctrinario cultista. No sólo los alumnos, los mismos catedráticos, si no ignoraban la significación de Carrillo en la poesía española y concretamente su papel en el movimiento culterano de nuestro seiscientos, disimulaban su ciencia de manera convincente. Alguna alusión imprecisa era cuanto el eventual curioso podía recoger en los textos más difundidos. Fue necesario para que emergiera Carrillo, y con él otros excelentes ingenios, como Bocángel y Soto de Rojas, el aura renovadora traída por el centenario de Góngora en 1927.

Años después, Dámaso Alonso publicó una excelente edición de las Poesías de Carrillo, anteponiéndola un jugoso estudio, que situaba definitivamente al poeta seiscentista. Quedó, no obstante, sin revisar, con ojos de hoy, la prosa de don Luis, y a facilitar esta tarea, realmente a hacerla posible, acude el profesor C. I. con la cuidada edición del Libro de la erudición poética, de nuestro clásico, ahora patrocinada por el Consejo de Investigaciones Científicas.

De gran poeta, si bien no llegado a madurez, por su temprana muerte, califica Dámaso Alonso a Carrillo. Era también agudo crítico, según revela este Libro de la erudición poética, que, como acertadamente señala su actual editor, resulta ser un verdadero manifiesto poético, una proclama en defensa de la poesía culta, pero una defensa donde al propio tiempo se ataca a los partidarios de la poesía vulgar, conceptuada por el autor como antipoesía. Su afirmación inicial es pareja a la que Juan Ramón Jiménez formula en su permanente dedicatoria a la eterna minoría. Contra la pretensión del vulgo de entender las más preciosas joyas de las Musas y aun de atreverse a juzgarlas, alza Carrillo su protesta, y para justificarla aduce buena copia de ejemplos demostrativos de fundarse la Poesía sobre principios radicalmente distintos del común género de hablar, pues mientras éste ha de ser sencillo, aquélla no consintió en   —116→   sus términos menos que plumas muy doctas. A quienes sólo dijeron, sencillamente, llámales versificadores, y guarda el nombre de Poetas para los descubridores de las cosas escondidas que, perficionando la imitación en su materia anchísima, mostraron eran sus obras hijas del entendimiento y el esfuerzo.

Carrillo es, por tanto, un partidario de la razón. Está del lado de la inteligencia y se revuelve contra quienes rechazan lo que su ignorancia no comprende. Achaque de todos tiempos es la pretensión del vulgo de hallar un arte a su nivel y la poesía al de las mecanógrafas. Pero, amparándose en textos de autoridad, don Luis pregunta: «¿De cuándo acá el indocto presumió de entender al Poeta, si antiguamente, aun para hablar bien, juzgó Cicerón ser necesarias las letras, y en alguno lo estimó alcanzar algo sin ellas, por cosa muy parecida a milagro?». Júzguese el lírico a sí mismo, sea su crítico severo y justo, pero no espere la aprobación de los ciudadanos para tener su obra por buena. Sólo de los doctos pida y espere juicio merecedor de ser escuchado. Y en cualquier caso, nadie se atreva a dar opinión en cosa ajena a su especialidad: el zapatero no fuera de su trabajo, aténgase a sus zapatos.

Proclama también, según digo, la excelencia del esfuerzo, testimoniando, mediante ejemplos clásicos, que la línea de los creyentes en el valor del laborar arduo y persistente tiene orígenes ilustres y remotos. De Horacio a Baudelaire, de Ovidio a Jorge Guillén y Strawinsky puede trazarse el arco de unión en cuyo centro se instala Carrillo, diciendo: No a pie enjuto, no sin trabajo se dejan ver las Musas. Copie el poeta, viene a concluir, a la Naturaleza, pues ella envolvió en gran trabajo y discurso todas las cosas celestes, para diferenciarlas de éstas que tratamos con las manos.

¿Y a qué aspira, en última instancia, el poeta? Nuestro don Luis paladinamente responde: a la inmortalidad. Todo cuanto al hombre rodea es caduco y perecedero, todo dispuesto a pronto acabamiento: todo, menos la fama que proporciona la obra de arte a quien ni ofende tempestad ni consume vejez. Así pensaron los antiguos, y pues resultó su opinión verdadera y perdurables sus creaciones, imitémosles, sostiene, y tendremos seguridad de llevar el camino derecho. Quien no fuere capaz de acomodarse al artificio requerido por el asunto, no será buen poeta. Defiende las graves materias de que está tejida la poesía de Lucrecio, y para la interpretación aconseja ir más a las palabras que a las historias, por ser aquéllas explicadoras de los conceptos.

En cuanto al punto donde reside el secreto del arte poético, muéstrase sagaz en los ejemplos y certero en esta conclusión deducida: el lenguaje del poeta parezca diverso del ordinario, pero tal variación debe ser no en las palabras diferente, en la disposición de ellas, en su escogimiento. Escriba, con adorno y gracia, no según el modo común, sino con muy otro aliño. Y al decir así, señala el escollo del prosaísmo, preceptuando se busque en la variedad de tropos el modo de salvarlo con éxito, usando   —117→   con libertad de las palabras, pero en números más apretado y medida. Si aun la Historia -ejemplo de prosa didáctica y utilitaria- conviene adornar con palabras y figuras no del todo comunes, ¿qué no pedirá la Poesía? No oscuridad, desde luego, pero sí las adecuadas complicaciones que a los discretos excitan el gusto y deseo de conocer. Distíngase -añade- entre la abundancia y el exceso de los epítetos; sea el Poeta denso, pero no hinchado, y huya de las cosas y palabras plebeyas.

Los poemas, piensa Carrillo, escríbense para quienes hallan deleite en las agudezas y dificultades, no para quienes consideran trabajo el allanarlas, y es deber del artista procurar lo sumo, lo perfecto. La creación lírica no es tarea para flojos, sino para mentes excelsas o, como él escribe, carga ha sido debajo de la cual valentísimos hombres se han trabajado, seguramente, en atención a ser la gloria el premio a tanto afán.

Termina su alegato con un canto a la riqueza y gallardía de la lengua española, no menos apropiada que las clásicas para crear tan buenas sentencias, tan agudas impropiedades, como éstas, y a servir de vehículo, igualmente apto, a la más grande y culta poesía. Pues ella será accesible a cuantos sin desmayo levanten su ambición hacia los ejemplos más altos, hacia las batallas más ásperas.

Estamos frente a una tesis aristocrática y polémica todavía de actualidad. Muchos poetas, después de Góngora y Carrillo -y también con anterioridad, claro- profesaron la misma opinión. No es este el momento de discutirla, pero sí de señalar el permanente valor del Libro de la erudición poética, prácticamente ignorado hasta hoy por los no especialistas.

En cuanto a la presente edición, debe ponderarse mucho. Reproduce el texto siguiendo la príncipe de 1611, pero teniendo presente la segunda, de 1613, para enmendar los pasajes ininteligibles de la otra. Cuidó también C. I. de corregir las citas griegas o latinas viciadas en las viejas impresiones, y a las notas, recopiladas al final del volumen, llevó las variantes de la segunda, poniendo así en la mano del lector todos los elementos para la correcta inteligencia de una obra, asaz difícil por el barroquismo de la expresión y las retorcidas formas sintácticas del autor.

La oportunidad y la conveniencia de reeditar este librito y de hacerlo con el tacto y buena discreción puestos en la tarea por el Prof. C., son innegables. Es excelente contribución al meritorio empeño de poner al alcance de los interesados -que hoy no serán pocos- trabajos hasta ahora sólo asequibles en Biblioteca, facilitando de tal suerte su difusión y consulta. Con excelente criterio se insertan también todos los preliminares de las ediciones de 1611 y 1613, en el cuerpo del volumen, los primeros, y por nota, los de la segunda. El erudito catedrático señala la curiosidad de las noticias en ellos guardadas, y la belleza de las poesías dedicadas a don Luis Carrillo por algunos de sus ilustres coetáneos, entre ellos Quevedo; destaca entre todas la Elegía de don Antonio de Monroy, en tercetos de singular belleza. Lo acertado de esta edición y lo ponderado de la escueta nota bibliográfica, que a modo de prólogo incluye   —118→   C. I., merecen sinceros elogios que, por harto prodigados con causa menos justificada, resultan un tanto desvaídos, cuando se trata de ponderar trabajos realizados de modo tan concienzudo y serio. Únicamente reprocharíamos a la modestia del editor la excesiva brevedad de esa nota preliminar, que bien pudo ser estudio enjundioso de las teorías de don Luis Carrillo a la luz de la sensibilidad contemporánea. Para escribirlo estaba el Prof. C. adecuadamente capacitado.





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