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La mujer hermosa

Concepción Gimeno de Flaquer



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El tiempo destruye todas las cosas; con el tiempo
Venus se vuelve fea, y al Amor se le caen las plumas.



Nada más exacto que este aserto de un notable escritor.

La hermosura de la mujer es una flor que troncha el huracán de la adversidad, el simoun del infortunio, el aquilón de la desdicha, sin que recobre su lozanía y color al ser acariciada por blanda brisa o suaves auras.

La hermosura física es cual un brillante meteoro; deslumbra, pero es tan fugaz como ese fenómeno atmosférico. El esplendor de la belleza tiene breve duración.

Recordad lo que dice Lavillemeneuc en los versos siguientes:


Cual la flor que al nacer de la aurora
Fresca brilla en mitad del vergel,
La hermosura, a quien tanto se adora,
Brilla un día y se acaba con él.



Siendo la hermosura una esencia que tan fácilmente se evapora, no debéis darle importancia alguna, simpáticas lectoras.

Hay mujeres hermosas cuya vanidad las pone en ridículo constantemente; mujeres que quieren les rinda parias el mundo entero; mujeres que exigen homenaje, aplausos, adoración. Estas mujeres se hacen egoístas y posponen todas las cosas a sus triunfos pasajeros, a sus efímeros lauros.

La vanidad, esa hidropesía moral de las cabezas humanas, con nada se satisface, y es una enfermedad que al hacerse crónica, rara vez se suele curar.

La mujer vanidosa queda a merced del primer adulador que quiere divertirse con ella, mareándola con el humo de la lisonja, con el cual se embriaga sin advertirlo.

La mujer dominada por tan reprensible vicio no debe dejarle conocer a su adulador la satisfacción que le causa quemen incienso en sus altares, pues sobre las ruinas y miserias de tan punible vanidad, se alzaría soberbio considerándola en su excesiva petulancia muy inferior a él.

La mujer que fija gran atención en su belleza, indica que no tiene mérito mayor;

A una mujer de elevado entendimiento no puede halagarle el que rindan un culto exagerado a su belleza física, pues al conceder alto entusiasmo a esta, le niegan admiración a sus encantos morales.

Madame Lambert, queriendo expresar lo poco que para ella valían los encantos del rostro, decía: «La belleza es como los perfumes; en acostumbrándose, ya no se Sienten más».

¿Qué puede importarle a una mujer ser encantadora cual una estatua de Praxíteles, Fidias, Dédalo o Lisipo, si cual la estatua no atesora más cualidad que una belleza sorprendente? Complacerá el gusto artístico, llenará cumplidamente el sentimiento de lo bello, interesará a la volcánica fantasía; pero no hablará al alma, y el corazón permanecerá dormido.

Una mujer hermosa que no esté adornada de relevantes cualidades morales, podrá inspirar un amor sensual, pero nunca un amor espiritual, puro, respetuoso, un amor cual ambicionan los seres delicados.

El amor sensual degrada al que lo siente y a quien lo inspira.

El amor inspirado por la belleza del alma es eterno, porque el alma no envejece jamás.

Se necesita para reparar la belleza física el blanco de Paros, la velutina, la nata de Venus, el agua nacarada y otros simples; pero la belleza moral no necesita de los auxilios del arte.

La virtud solidifica todos los grandes sentimientos; las virtudes atraen los más nobles afectos; la mujer que los posee inspira tanto respeto como amor, y esta debe ser la aspiración de la mujer digna, de la mujer que atraviesa el impuro lodazal que se llama mundo, sin mancharse las níveas alas.

La mujer hermosa, en vez de consagrarse a contemplar su belleza, debe consagrarse a cultivar su inteligencia, a elevar su criterio, a formar su razón, con objeto de ser simpática y agradable a cuantos la rodeen en la época en que el dedo del tiempo imprima profundos pliegues en su semblante.

El tiempo es un gran demoledor que nada respeta: armado de la segur, la hoz y la piqueta, todo lo siega, lo destruye y pulveriza. El tiempo es el encargado de castigar a esas deidades vanidosas, mostrando severamente el esqueleto de la hermosura, pompas, placeres, vanidades y glorias mundanales.

El tiempo es el implacable, el formidable enemigo de las que cifran su orgullo en los áureos cabellos, en los carmíneos labios, en la ebúrnea frente y en los fúlgidos ojos.

Esas mujeres anhelan detener la rueda de Saturno, echar anclas en la isla del tiempo. Gustosas robarían a Hebe el secreto de la insenescencia; envidian a la afortunada y privilegiada Clori, porque Céfiro, mensajero de Venus, al enlazarse a ella, le dio en dote eterna juventud concediéndola el imperio de las flores y la primavera, y haciéndola llamar Flora.

No creáis que las dotes físicas son un privilegio para que las mujeres hermosas se coloquen sobre las demás; no siempre las hermosas son las favorecidas. Ana Lord, la duquesa de Valentinois y Gabriela de Estrees, eran deslumbradoras, y a pesar de esto no fueron las más ensalzadas de su época. Catalina de Rohan, más tarde duquesa de Deux Pons, fue muy respetada por sus virtudes. Enrique IV de Francia consideró muchísimo a la austera Antonieta de Pons, precisamente por su inflexible severidad. La Srta. de Hautefort conquistó la admiración y simpatía de Luis XIII con una conducta irreprochable.

No lo dudéis: la mujer más perfecta, la más superior, será siempre la más virtuosa.

Por libertino que un hombre sea, no entrega su nombre a una mujer degradada; quiere una mujer severa y digna para madre de sus hijos.

La hermosura sin la virtud no es más que un precioso manto ocultando repugnantes miserias.

La belleza física no cautiva más que a los hombres frívolos que se pagan de apariencias y exterioridades; los hombres sensatos se enamoran de la mujer que posee sentimientos elevados, cultura de inteligencia y trato distinguido; es muy justo que se desee agradar a esta clase de hombres.

El amor de hombre de mérito es un triunfo, un brillante éxito, un gran elogio para la que lo inspira; el amor de un necio perjudica notablemente.

Consuélese la que no ha sido dotada de gran hermosura, reflexionando que se puede despertar grandes afectos sin poseer encantos en el rostro.

No existe ninguna mujer completamente fea; todas poseen alguna gracia, y la gracia es más bella que la belleza misma.

Lo que más encanta en la mujer, lo que más la enaltece, es la bondad, la sensibilidad, la abnegación y la dulzura. La mujer hispano-americana se halla dolada de estas cualidades, y por eso será siempre interesante.

Una mujer que posea un talento claro, brillante ingenio, finura y elegancia de modales, puede ponerse en parangón con la diosa de la hermosura y disputarle el imperio de los corazones.

La mujer hasta hoy no se ha cuidado más que de ser bella para agradar al hombre, alimentando de este modo su frivolidad, más censurable que la frivolidad de la mujer.

La mujer vale mucho, pero valdrá muchísimo más el día que ella se desprenda completamente de las puerilidades que suelen esclavizarla.

La mujer, que antiguamente fue considerada como cosa, ha sido después considerada como un objeto bello únicamente; y la mujer no puede aceptar esta triste condición, la mujer debe estimarse en lo que vale.

¿Qué predominio puede tener la mujer en el corazón de un hombre mientras sea admirada solamente por su belleza física? El día que termine esta, habrá terminado la influencia de la mujer. Por eso la mujer debe esforzarse para adquirir méritos más positivos; méritos que resistan a la acción del tiempo, y que floten sobre todas las necesidades y miserias de la vida.

Una mujer estúpida no puede inspirar respeto jamás, y la mujer debe fijar particularmente su atención en buscar los medios de ser respetada.

La hermosura física por sí sola es pequeño atractivo, y sobre todo muy fugaz. Dice Beroille:

«Belleza, don encantador del cielo, a justo título nos prosternamos ante ti y te adoramos, no solamente por la expresión material, sino por la expresión encantadora de una perfección moral. Sin este feliz acuerdo, la belleza no es la belleza, es la rosa por su perfume, pero la rosa sin colores».



Escuchad a Augusto Martín:

«La mujer adornada de belleza es como el heredero de un nombre ilustre, obligado a muchas virtudes; es un depósito sagrado del cual ella debe dar cuenta al mundo que la observa. La belleza de la mujer no es una vana semejanza de los colores suaves y los contornos graciosos; es el espejo de una bella alma; solo así es belleza la belleza.»



El ternísimo Bernardin de Saint Pierre añade: «Las mujeres tienen un medio seguro de ser bellas, siendo venas: cuando la mujer es dulce, complaciente, sensible y piadosa. Estas cualidades nobles imprimen en los rasgos de la fisonomía una expresión célica que es encantadora hasta en la vejez».

Nada hay tan real como los encantos morales; nada tan imperecedero. La hermosura de la mujer fascina la mirada, el talento seduce la inteligencia, la ternura cautiva el corazón, pero nada como la virtud; conmueve hasta la última fibra del alma, y nada como ella inspira sentimientos elevados e inmortales. ¡Desgraciadas las mujeres que no son más que bellas!

La virtud es la defensa de las hermosas; y es tan bella por sí sola la virtud, que inspira, más que la hermosura, el respeto, la consideración y el amor.

Teofastro apellida a la belleza engaño mudo. Una de las mujeres más célebres de su época exclamaba: «La belleza es un ídolo de barro cubierto algún tiempo con barniz: un fantasma en su momento de esplendor, y luego un esqueleto. Jamás querría yo ser amada por don tan frágil como peligroso; yo quiero que el amor tenga por base algo más firme, más sólido, más inmortal».

La virtud inspira los grandes sentimientos y crea las buenas reputaciones.

Cuando Diógenes veía una mujer mala dotada de belleza, exclamaba: «¡Qué magnífica casa para tan mal huésped!»

¡Mujeres hermosas, no descuidéis vuestra inteligencia por cuidar demasiado vuestros encantos físicos!

Gran asombro inspira la seductora Anfítrite saliendo de su cuna de espumas; muy grande la clásica Venus de Milo; pero las sacerdotisas de Minerva son mucho más admiradas. Las perfecciones del espíritu prevalecen sobre todo.

¡Mujeres bellas, no os envanezcáis con vuestro rostro y descuidéis vuestra alma!

¡Embelleced vuestro espíritu!

¡Adornad vuestro trato con las galas de la cultura intelectual!

¡No toleréis que se queme el incienso de la lisonja en vuestros altares!

Para una mujer estúpida, la adulación es una fineza que agradece; para una mujer de talento, es una grosera ironía que desprecia con altivez.





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