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La mujer de Washington

Concepción Gimeno de Flaquer



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Los que escriban la vida de Washington tienen que consagrar indefectiblemente una página a Marta Dandridge, por la dulce y grata influencia que ejerció sobre el ilustre general.

Nótase la extraña coincidencia de que Marta y Washington naciesen en el mismo año, en 1732. El destino se complació en unir con mil lazos a dos seres que habían de amarse eternamente. Marta sentía verdadera pasión hacia Washington, y era correspondida con igual ternura. ¡Cuánto se equivocan los que creen que los guerreros no saben sentir! En el corazón del héroe americano vibraban todas las fibras de los más delicados afectos: el invencible en los campos de batalla, se prosternaba en los altares del hogar.

Eran tan sobresalientes las virtudes de Marta, que otro hombre menos grande que Washington pudiera haber dicho, imitando a Marco Bruto: ¡O Numi! Concedetemi di poter mostrarmi degno marito di una moglie cosi grande.

A pesar de que el exaltado cariño de Marta la impulsaba a retener a su marido al lado suyo, cuando llegaron los momentos en que este tuvo que luchar por la libertad de su patria, ella le sostuvo en el cumplimiento del deber, siendo su buena consejera.

De una carta de Washington dirigida a la cariñosa compañera de su vida, extractamos estos párrafos: He querido evitar el nombramiento que me eleva a la presidencia; no solo porque me priva de los placeres de la vida doméstica, sino porque encuentro este cargo superior a mis fuerzas. Sin embargo, siento en mi conciencia una voz que me dice estoy llamado al cumplimiento de algo bueno, y no debo retroceder. ¡Dios me ayudará en tan gran empresa! Me es dolorosavuestra inquietud; apelad a vuestra fortaleza, tratad de pasar el tiempo lo menos mal posible, y pensad que al sacrificaros por mí os sacrificáis por la patria.

¡Cuán bella ternura varonil encierran las anteriores líneas!

Viendo Washington en una ocasión que se prolongaba demasiado su ausencia, invitó a Marta a que fuera al campo de batalla. La invitación fue aceptada con entusiasmo, y la presencia de Marta alegró mucho al gran general. Marta estuvo siempre a la altura de su posición oficial, y a la altura de las circunstancias. Presidia en el cuartel general con dignidad y aplomo.

En el crudísimo invierno del año 1788, en que se hallaba el cuartel general en Wally Forge, soportó con gran valor los rigores atmosféricos: las tropas se alentaban al verla tan fuerte. Marta puso en moda, en su época, la costumbre de que las mujeres acompañasen a sus maridos en el campamento.

Uniéronse a ella para practicar actos de amor y caridad, distinguidas señoras, entre ellas lady Stirling y lady Knox, esposa del valiente general Knox.

Al concluir Washington una campaña, enviaba un edecán para que acompañase a Marta al cuartel general. Nadie la llamaba por su nombre; denominábanla lady Washington, queriendo tributarle un homenaje al hacerlo así.

Cuando el patricio americano aceptó el poder, Marta brilló al lado del Presidente como dama de salón y mujer del hogar. Daban modestas recepciones los viernes, de ocho a diez de la noche, y Washington se hallaba siempre en ellas. Estas recepciones carecían del carácter brillante que tienen en las cortes europeas, pero no eran vulgares. Marta, aunque modesta, tenía gustos elegantes y distinguidos. Asistían a estas reuniones, casi familiares, hombres serios e importantes.

En una de esas tertulias oyósele decir a Marta esta frase: Debo a la bondad de mis amigos el que mi nueva situación no sea una carga para mí.

Esto indica que Marta no se deslumbró nunca con su posición.

Washington y Marta tenían predilección por la vida campestre; el general americano recreábase con los estudios agrícolas.

Próximo a espirar su periodo presidencial, exclamó: Veré con gusto la aparición de mi sucesor.

Retirado Washington a la vida privada que tanto apetecía, pensó en hacer erigir un panteón para su familia en Mount Vernon, su lugar predilecto. Cuando querían disuadirle de pensar con tan gran insistencia en su sepulcro, contestaba con melancólica dulzura: Me urge, lo necesito para descansar.

Una laringitis aguda acabó con la existencia del héroe americano, el día 14 de diciembre del año 1799. Cuando Marta le vio espirar, dijo a los amigos que la rodeaban: Mi misión ha concluido: pronto le seguiré.

Estaba Marta tan adherida a Washington, vivía tanto de su vida, que al perderle, creyó también morir.

Solo dos años pudo sobrevivir a su marido esta amantísima esposa ejemplar.

La mujer enamorada se adhiere a la vida de su amado, como las enredaderas del bosque a la añosa encina, que viven de su savia, respiran el mismo ambiente, las abriga el mismo sol, las cobija el mismo cielo, y solo puede separarlas el rayo.

¡Cuán injustos son los que anatematizan a la mujer, a la mujer, que es una criatura toda bondad y amor!

Los detractores de la mujer son los que menos la conocen; por eso la impugnan.

La mayor parte de las veces, las opiniones emitidas por los hombres acerca de la mujer, no están arraigadas; los hombres se dejan arrastrar por la vanidad, y nada les importa sacrificar al bello sexo mientras ellos puedan lucir un sofisma brillante, un epigrama ingenioso, un agudo retruécano, o una sátira de efecto.

Viéneme en estos momentos a la memoria un soneto de Lope de Vega, que voy a citar en apoyo de lo que estoy afirmando.

Dice así:


Es la mujer del hombre lo más bueno,
Y locura decir que lo más malo,
Su vida suele ser y su regalo,
Su muerte suele ser y su veneno.
Cielo a los ojos cándido y sereno,
Que muchas veces al infierno igualo,
Por raro al mundo su valor señalo,
Por falso al hombre su rigor condeno.
Ella nos da su sangre, ella nos cría,
No ha hecho el cielo cosa más ingrata:
Es un Ángel y a veces una Harpía,
Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,
Y es la mujer al fin como sangría,
Que a veces da salud y a veces mata.

Estos versos no encierran ningún pensamiento digno de tomarse en serio, ninguna idea filosófica. No tienen más objeto, que demostrar una facilidad suma en el juego del idioma.

Son absurdas las increpaciones que por sistema se le dirigen a la mujer.

El mejor de los amantes entrega una parte de su corazón a la mujer que ama, y otra a su ambición; la mujer entrega el corazón sin dividirlo. El hombre está dotado de un corazón para amar a la mujer; esta le ama a él con cien almas.

Inclinémonos con respeto ante la memoria de Washington, porque fue un hombre que supo amar.

Los hombres, al hablar del eximio patricio, dirán siempre: saludemos al gran reformador, al gran ciudadano, al sabio político, al héroe: las mujeres tiernas exclamarán: saludemos con entusiasmo el recuerdo de esa gran figura, grande para nosotras, porque fue un hombre sensible y un hombre fiel al amor.

No os asombre tal razonamiento; las mujeres pensamos con el corazón.





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