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La gloria y el oro

Concepción Gimeno de Flaquer





No hay resplandor más brillante que el de la gloria: el oro, que tanto fascina y deslumbra a las almas vulgares, no irradia el vívido fulgor que la gloria esparce.

La llama de la gloria es tan refulgente, que puede iluminar siglos, generaciones y mundos.

El oro es a la gloria lo que el cuarzo al diamante, lo que los fuegos fatuos al resplandor de un incendio, lo que la luz eléctrica al sol, lo que los colores al iris, lo que las tintas crepusculares a los arreboles de la aurora.

El tiempo, que deslustra y enmohece el oro, hace más radiante el resplandor de la gloria. El brillo del oro palidece ante el de la gloria, como palidece el fulgor de una estrella ante los rayos del astro rey. El resplandor del oro es efímero, el de la gloria, inmortal.

El amor a la gloria es nuestra más pura, más delicada aspiración; el amor al oro representa siempre una pasión vulgar.

El amor a la gloria es el triunfo del espíritu sobre la materia: el amor al oro es una pasión impura; el amor a la gloria es un sentimiento de esencia divina.

La gloria es la hermosura del alma, como la belleza física es la hermosura del cuerpo.

Todos los esplendores mundanales necesitan contemplarse de cerca; solo la gloria resplandece a gran distancia. La gloria es un astro más rutilante que el oro y la hermosura.

La belleza es una y suele tener la misma fase; la gloria tiene múltiples formas. La gloria produce felices transfiguraciones: el más feo de los hombres deja de serlo, si reverbera en su frente un rayo de gloria.

El que obtiene una corona de gloria es un ser respetable que todos deberán acatar, porque la aureola de la gloria oculta siempre una corona de espinas.

Beranger nos ha demostrado esta verdad, exclamando: «De tout laurier, un poisson est l'essence».

Por lo mismo que la gloria es tan difícil de adquirir, debe considerarse como un don superior a todos los dones.

Cualquiera puede ostentar una corona de brillantes; pero para ceñir una corona de gloria es preciso poseer cualidades extraordinarias.

Tanto prestigio han tenido el amaranto, los laureles, el mirto y la encina, homenajes ofrecidos al genio, que los antiguos llegaron a creer que una corona de laurel preservaba del rayo, y que la gloria iluminaba el alma con célicos resplandores.

El talento puede erigir más portentosas obras que el oro; un hombre inteligente es superior a un millonario, porque, como decía un filósofo griego, más vale hombre sin dinero, que dinero sin hombre.

Las mujeres que anhelan ardientemente poseer tesoros orientales, esas mujeres que querrían encontrar un Buckinghan que les sembrase de perlas su camino, esas modernas argonautas que posponen al oro todo lo más noble, son unas insensatas que sufren siempre el castigo de su codicia.

Léase la historia de la ambiciosa Cleopatra, sacrificando el corazón de Arbaces a cambio de la corona de César, y la historia de la infame Catalina Howar que enterró vivo a su marido, el conde de Essex, por la desmedida ambición de ser esposa de Enrique VIII de Inglaterra.

¡Desdichadas! Ambas fueron víctimas de su amor a las pompas mundanales.

Las desgracias que ocasiona el desordenado amor al oro, las describe admirablemente Balzac, que es el gran conocedor del corazón humano.

Entre los notables consejos de Salustio a César, se encuentra el siguiente: «Has que el dinero caiga en descrédito. El mayor beneficio que puedes reportar a los ciudadanos y a tus hijos, es sofocar la pasión a las riquezas en cuanto lo permitan las circunstancias».

El desordenado amor al oro ha sido causa de mil desventuras.

La pasión por la gloria será santa mientras no pierda su carácter espiritual y busque la meta de sus afanes en etéreas regiones: mas si se bastardea con la vanidad, se profana.

Amemos la gloria que nos impulse a practicar bellas obras y buenas acciones.

El amor a la gloria extinguirá tanto en la mujer como en el hombre el amor al oro, que siempre es fatal; el amor a la gloria es un sentimiento que bien dirigido puede perfeccionar nuestro espíritu. El amor al oro extravía nuestra conciencia.

Al amor a la gloria, despertado por una mujer, debemos grandes inventos y grandes heroísmos.

Por ofrecer a una mujer trofeos, laureles y palmas, se han convertido en conquistadores los hombres más apáticos, y en héroes los más débiles.

La banda bordada por Isabel Segura, fue el talismán que defendió la vida de Diego Marcilla en cien batallas.

Los hombres menos valerosos han combatido denodadamente por ofrecer a su dama un nombre glorioso.

El amor de una mujer es más inspirador que la fuente Castalia y el rio Permeso.

La gloria nos seducirá siempre por ser el más fúlgido de todos los resplandores.

Temístocles decía que los trofeos de Milciades le quitaban el sueño. ¿Puede encontrarse expresión más alta del amor a la gloria?

El amor a la gloria es la más noble de las ambiciones.





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