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Julieta Récamier. 1777-1849

Concepción Gimeno de Flaquer





Difícil es encontrar reunidos en una mujer el talento y la hermosura; mas cuando así sucede, la que tales dones acuna conviértese en prodigio de la naturaleza. Ser bella e inteligente es poseer dos cetros, es reunir el mérito de los dos sexos, es haber alcanzado todos los privilegios, todos los triunfos, todas las victorias.

Desde la época del Directorio hasta la restauración de los Borbones, no hubo en Francia ninguna belleza capaz de rivalizar con la de Mme. Récamier. Esta mujer, la más hermosa de las mujeres que descollaban por la inteligencia, fue ardientemente amada por espacio de treinta años, y cuando llegó a los cincuenta todavía estaba ejerciendo imperio en algunos corazones. Juana Francisca Julia Adelaida Bernard de Récamier, es una celebridad que ha llenado la mitad de nuestro siglo. Su hermosura y su distinción no hubieran dejado un recuerdo tan indeleble, si a estas no se hubiese unido un talento esmeradamente cultivado; la hermosura solo puede fascinar por breve tiempo, mas los triunfos de la inteligencia son imperecederos. Julieta, como era denominada Mme. Récamier en su círculo íntimo, sabía atraer hacia sí todos los afectos y todas las admiraciones con los brillantes encantos de su espíritu. Su marido, que le doblaba la edad, sentía hacia ella un sentimiento que ha preocupado mucho a los biógrafos de esta famosa mujer, aun cuando no es raro ni inverosímil, pues es un sentimiento en el cual se funden la ferviente adoración con el respetuoso entusiasmo, dando por resultado un inconmensurable afecto paternal, en el cual se hallan moderadas las exaltaciones del amante por la más delicada ternura. Monsieur Récamier estaba orgulloso de Julieta, como lo hubiera estado uno de los Médicis al poseer la Venus de Milo. Para Récamier era Julieta una preciosa flor que guardaba siempre en estufa, defendiéndola contra frías auras y ardientes brisas. Es verdad que pocos hombres saben amar de este modo, pero tampoco todas las mujeres saben inspirar amores puros. Una mujer superior tiene poder para transformar la pasión más sensual en afecto célico: este es un secreto que no poseen las mujeres vulgares. El corazón del hombre no es tan miserable que deje de propender a la elevación; si algunos hombres se quedan siempre a flor de tierra, es porque no han encontrado una mujer dotada de alas bastante poderosas para hacerles ascender. Perpetuado el tipo de Beatriz, sublimaríanse todos los amores, el lodo quedaría cristalizado.

Julieta Bernard sentía un deseo muy general en nuestro sexo: el insaciable deseo de agradar. No se le ocultaba esto a Récamier, mas fiado en la virtud de su mujer, no le contrariaba tal afición. En una mujer honrada el deseo de agradar es inocente, y así lo comprende su marido si es hombre de mundo y de clara inteligencia.

¡Hombres, no ofendáis nunca a una mujer superior con innobles desconfianzas! No hubo mujer más amada que Mme. Récamier, ni tampoco más fiel observadora de sus deberes.

Entre el desequilibrio de la hastiada, corrompida e incrédula sociedad del noventa y tres, entre aquellas densas nieblas, entre aquel caos, aparecía Julieta como un ángel de luz. Viose siempre rodeada de hombres de mérito, y los más asiduos en tributarle homenajes de admiración fueron Bernardotte, los Monmorency, Ballanche, Jordan, Benjamín Constant y Chateaubriand. Luciano Bonaparte quiso ser el Romeo de aquella Julieta; Napoleón el Grande ambicionó algo más.

Mme. Récamier tuvo el talento de saberse constituir una corte sin favorito, reinando con serenidad olímpica, y extendiendo entre sus adoradores un nuevo caduceo que pacificaba aquellos combates librados en los corazones por causa suya.

Fouchè, que era un viejo cínico, se acercó a ella para proponerle una primera plaza en Palacio, idea que fue rechazada; insistió, intentando halagar su vanidad, y llegó a decirla que Napoleón no había encontrado una mujer digna de él, y que si lograba alcanzar su amor, se dejaría dominar. Las sugestiones de Fouchè no tuvieron éxito, y al ver rechazado al Emperador lanzó mil denuestos contra los amigos de Julieta, a los cuales acusó de hostilidad a Napoleón. Este se vengó, negando a Récamier un millón de francos que había pedido prestado al Erario para las atrevidas especulaciones que tenía entabladas con España. La negativa del millón produjo la ruina del banquero, el cual tuvo que vender sus tierras, su palacio y sus joyas, para trasladarse a una modesta habitación. La mayor parte de sus amigos y admiradores fueron fieles a Julieta en su desgracia, y entre las mujeres importantes que trataba, Mme. Staël se declaró su más adicta. En casa de la célebre escritora conoció Mme. Récamier al príncipe Augusto de Prusia, sobrino del Gran Federico; el príncipe se enamoró de ella, como les sucedía a todos los que llegaban a gozar de su trato encantador. Augusto de Prusia es el héroe de uno de los episodios más trascendentales en la vida privada de la bella Julieta. Amándola hasta el delirio, consiguió ser correspondido, propúsola ampararse de la ley que autorizaba el divorcio, romper su matrimonio y marchar a Alemania para legitimar su pasión. Después de algunas vacilaciones, Julieta se decidió a comunicar a Récamier el nuevo proyecto, y Récamier le contestó con una extensa carta, llena de reflexiones, que la hizo cambiar de resolución. La abnegación triunfó del amor.

El príncipe no se resignó al abandono de la mujer con la que había soñado un paraíso, y fue tan constante en su amor, que al morir treinta años después, dispuso ser enterrado con una sortija que Julia le había dado con su promesa matrimonial. Prolongose notablemente la juventud de Mme. de Récamier, pues ya contaba cuarenta y tres años, cuando un joven de veinte, F. F. Ampère, la siguió a Italia, haciendo mil locuras por ella. El hombre a quien más distinguió Mme. Récamier, fue a Chateaubriand: durante tres o cuatro años, este le proporcionó algunos disgustos con su fogoso amor, hasta que se moderó en sus manifestaciones, comprendiendo que solo podía obtener un afecto espiritual. Ligáronse con un sentimiento platónico que les permitía ser felices, porque no existiendo culpa no podía existir remordimiento.

Mme. Récamier tuvo entre los artistas tantos admiradores como entre los literatos; el célebre escultor Canova hizo de memoria el busto de la bella francesa, mas esta pareció no quedar muy satisfecha al ver los rasgos de su fisonomía en el mármol; ofendiose el gran artista de la fría acogida dispensada a su obra, y como había dado al rostro de Mme. Récamier una expresión angélica, pues con los ojos levantados hacia el cielo y su cabeza medio cubierta por un velo, respiraba misticismo, no tuvo más que añadirle una corona de laurel, para representar a Beatriz en los momentos en que se apareció a Dante.

Han retratado a Mme. Récamier: Gerard, Pradier, Luis David, el príncipe Augusto de Prusia y Deveria.

Mme. Récamier guardó siempre la fidelidad conyugal, y este mérito, en una mujer que inspiraba tantas pasiones, ha querido destruirlo uno de sus biógrafos, afirmando que tenía toda la cruel frialdad de una coqueta, con la cual labró la desgracia de muchas mujeres. Creemos no debe culparse a Mme. Récamier de las tempestades que se forjaron en torno suyo; es verdad que desafiaba el peligro, pero también la inocencia juega imprudentemente con él. Otro biógrafo más atrevido, añade que el secreto de la virtud de esta mujer lo hubiera encontrado un fisiólogo en su organismo. En la época materialista en que vivió Madame Récamier no es extraño se quisiera convertir en enigma la castidad, hacienda la vivisección de ella para descifrarlo.

El escepticismo quiso ver defecto físico en lo que era cualidad moral. ¡Cuánto les cuesta a los hombres conceder una aureola!

¿Por qué ha de ser tan discutida la virtud de una mujer que brilla? ¿Por qué anhelar que esa virtud no sea perfecta?

La humanidad ve caer con indiferencia la torre que mide poca altura, y se estremece de placer ante el desmoronamiento de la torre que alzaba su cúpula hasta las nubes.

¡Cuán cara suele pagar una mujer la celebridad!

Enero de 1886.





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