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Historia de una flor. Contada por ella misma

Concepción Gimeno de Flaquer





Yo era una flor oriunda del Cabo de Buena Esperanza y perteneciente a la familia de las amarilídeas. La diosa Iris me prestó uno de sus bellos colores; Linneo me denominaba Hӕamanthus, palabra griega que significa flor de sangre, y que expresaba mi color; los botanistas franceses me apellidaron Hӕamanthus, los botánicos españoles Hemanto, y los profanos, enemigos siempre de la nomenclatura griega y el tecnicismo científico, me bautizaron con el nombre de Tulipa del Cabo.

Admití este nombre por no ser presuntuosa; pues suele ser tan grande la petulancia humana; que nos reviste de pomposos nombres; poniéndonos las más veces en ridículo, bien a pesar nuestro: recuerdo que a una de mis hermanas, cuyo olor es muy fétido; hermana que carece de belleza intrínseca, pero que la tiene exterior, la denominan con el retumbante nombre de Corona imperial.

Mis órganos eran tan delicados, que solo podía ser cultivada en estufa templada; o vivir al aire libre bajo climas tan dulces como el de Lisboa; país donde nací: Se componían mis órganos de pistilo con ovario globoso dividido en tres cavidades, seis estambres de filamento largo nacarado y antera versátil. El pedúnculo, escapo o tallo que me sostenía, era de 18 a 20 centímetros de alto, manchado frecuentemente de rojo púrpura; sujetábame un involucro de color escarlata, formado por seis brácteas unidas en la parte inferior, conteniendo 20 o 30 flores pequeñas dispuestas en umbela. Mi conjunto era agradable y parecía flor formada por una plumilla blanca y escarlata que componía un penacho cubierto de dorado polen y, rodeado de hojas color fuego de tan gran consistencia, que semejábanse al cartón piedra.

Mucho me violenta ocuparme tanto de mí misma; pues los vegetales no tenemos como los hombres la manía del yo; mas me veo obligada a describirme y biografiarme para hablaros de mi ilustre jardinera; que es lo que me he propuesto al relatar mi historia, dándoos al mismo tiempo cuenta de mis viajes, ya que el viajar no es común en las flores.

Seméjome a muchos seres racionales que, careciendo de méritos propios, solo son respetados y atendidos por su aristocrático nacimiento.

¡Cuán ignorada hubiese sido mi existencia si la casualidad no me hubiera deparado la suerte de nacer en el palacio de una dama tres veces ilustre! Tres veces ilustre, repito, porque posee la aristocracia de la virtud, la del genio y la de la sangre.

No podía yo tener cuna más brillante.

Brotar en búcaro de oro; servir de modelo a un famoso pintor, ser el premio de un héroe o un poeta, nacer en el seno de las Gracias, coronar una cabeza regia, adornar el altar de una diosa o ser hoja del Tuba, árbol de la felicidad en el paraíso de Mahoma, son glorias inferiores a la que yo alcancé; son misiones que nunca hubiera trocado por la mía.

Mas observo que todavía no os he hablado de la ilustre jardinera, que con su acariciadora mirada sostuvo mi frágil existencia. Todos la conocéis, porque su nombre inmortal es uno de los más célebres del siglo en toda Europa.

Fue mi jardinera un ser extraordinario, que tiene algo de Minerva, algo de la Pitonisa griega, bastante de la Sibila romana y mucho de la Débora bíblica. Amalgamad el elevado y fervoroso espíritu de una Teresa de Jesús con la inspiración de Polimnia, que es la musa de la poesía lírica, y os formaréis aproximada idea del ángel-mujer a que me refiero. Los mirtos y los laureles inclinarán sus ramas ante ella; la fama, con sus cien trompetas, proclama su nombre. ¿Adivináis quién es?

Naturalmente. ¿Acaso puede ser otra que Carolina Coronado?

En uno de sus jardines nací, en la bella quinta que lleva su nombre y que se haya situada en Paso de Arcos, cerca de Lisboa. Orgullosa de pertenecer a tan ilustre propietaria; me alzaba erguida al lado de un lujoso pabellón de esbeltas columnas, semejante a un pórtico griego, arrullada por el murmurio de las dulces brisas portuguesas y por las ondas del Tajo que besan la férrea verja que me guardaba, hasta que fui cortada de mi talló para servir de amistosa ofrenda a una dama española que partía para su nación. Confieso que me estremecí porque me asustaba lo desconocido. ¿Dónde hallaría yo la ternura y amor que me tributaba mi ilustre jardinera? Ignoraba el destino que me estaba reservado, pero sabía muy bien que al salir del cielo ya no se puede hallar mansión mejor.

Carolina Coronado, y me permito llamarla tan familiarmente porque todas las flores la hemos hecho nuestra hermana adoptiva, es la mejor cantora que tiene la creación. Carolina Coronado se inspira en la naturaleza, la canta porque la siente y porque está enamorada de ella, y a ese amor corresponde la naturaleza, revelándole todos sus misterios. El águila le ha enseñado a volar por muy altas esferas, la paloma le prestó su dulce arrullo, la mariposa y el colibrí le infundieron su amor a las flores, los céfiros y los arroyos diéronle la intuición de los más poéticos murmurios; la cascada, el torrente y las ondas marítimas, le permitieron plagiar sus melodías. El crepúsculo vespertino, que es el sueño de los jardines y la voluptuosa pereza de las flores, creó en su fantasía el claroscuro que tan bien sabe emplear en la pintura de los paisajes, y la diosa nocturna le regaló uno de sus rayos de plata para que iluminara con argentinas y delicadas tintas sus bellos cuadros. Como elegida de Dios, tuvo por maestra a la creación.

Carolina Coronado no estudia la botánica en los libros, la estudia en la naturaleza: esta es creación divina, aquellos creaciones humanas. A Carolina no la han enseñado a cantar los retóricos sino los ruiseñores. ¡Estos son los buenos maestros!

Nunca valdrá el epitalamio escrito por un poeta lo que vale el epitalamio cantado por un jilguero en las bodas de un lirio y una azucena.

La cantora de las aves conoce la estructura y la forma de nuestros tejidos y todos los órganos de las plantas; sin haber estudiado organogenia, ni ninguna fisiología vegetal; lo mismo que conoce nuestras cualidades vitales y hasta nuestro más leve movimiento vibráctil, sin haber estudiado las ciencias biológicas. No ha necesitado abrasar sus bellas pupilas con la luz qué irradian los libros de Plinio, Aristóteles, Aldrovando y Teofrasto; porque la naturaleza ha sido tan generosa con ella, que le ha otorgado la presencia y la ha hecho depositaria de todos sus secretos. Cual Buffon, que tenía su gabinete de estudio en sus jardines de Montbard, ella ha hecho todos sus experimentos sobre la naturaleza viva.

¡Jamás será buen pintor el que se limite a copiar los paisajes que se le ofrecen en los museos!

La naturaleza descrita o pintada es una naturaleza muerta.

La cantora de las aves entiende el idioma de los pájaros sin haberlo aprendido en los tratados de ornitología que nos han dejado Nyphus, Heldelin, Halmann y Lottinger, como sabe comunicarse con las estrellas a pesar de desconocer los mundos siderales que nos han bosquejado Keplerr, Maupertuis y Leibnitz. La cantora de las aves en sus cotidianas visitas a las sociables golondrinas que anidaban en su palacio, observó que algunas de estas pueden ser modelos de amor maternal, pues retardan su viaje a regiones cálidas cuando sus pequeñuelos no las pueden seguir, y si los hielos las sorprenden, mueren sepultadas en ellos por no querer abandonar a sus hijos. ¡Cuántas madres debieran aprender de las golondrinas!

Mas dejando consideraciones filosóficas que no incumben a una flor, hablaré de mi viaje. Mi nueva propietaria me sacó de Portugal para llevarme velozmente en alas de ese Pegaso, de ese Hipogrifo inventado por Stephenson. Al llegar a Mérida me hicieron detener algún tiempo por la celebridad de sus antigüedades, de las cuales no quiero hablaros porque siento instintivo horror hacia los prehistóricos, los arqueólogos y numismáticos, y hasta la diosa Clío, que tanto se ocupa de historia; un horror semejante al que sienten las mujeres por su partida bautismal, solo comparable al que me inspiran los cronómetros y todo lo que sirve para medir el tiempo.

Desde Madrid fui a Valencia donde llegué bastante triste, pues habiéndome contaminado un poco con las pasiones humanas, sufría mi amor propio al considerar que en la patria de las flores no podía yo figurar en primer término. Esto lo comprenderéis al saber que me llevaron al jardín botánico de Valencia, que es el primero de España. Se halla dividido en dos partes, una destinada a la enseñanza y otra a la ornamentación. Tiene magnificas estufas y herbarios, un gran semillero y un lujoso umbráculo que parece jardín tropical. Allí me analizó el catedrático de botánica y me clasificó, presentándome después a las bellísimas begonias de tan aterciopeladas hojas, a los helechos, las batarias, las araucarias y las orquídeas. También me asomaron al estanque cubierto de plantas acuáticas entre las que destacaban ninfeas de distintos colores, en forma de campanillas cerradas o capullos de magnolias, denominadas cerúleas, rubras o albas, según su color, azul, rojo o blanco. Formaban sobre el agua una alfombra de flores vivas, muy superior a las alfombras y tapices de los potentados.

Las flores que más fijaron mi atención fueron las orquídeas: no es fácil formarse una idea exacta de su belleza cuando no se conocen. Tienen en su vida y en su organización caracteres tan notables, que han merecido el honor de ocupar la ilustrada atención de hombres tan célebres como Jussieu, Brown, Lindley, Sachs y otros. Las orquídeas, tan bien descritas por el docto botanista José Arévalo, son plantas vivaces, herbáceas o sarmentosas, unas terrestres como las indígenas y epífitas, y aun tal vez parásitas como las especies intertropicales. Precisamente este carácter de falso parasitismo ha dado origen a la denominación de epífitas que consiste en la propiedad que tienen algunas plantas de vivir sobre los tallos de especies arbóreas, asidas a ellos por medio de raíces especiales, que tienen por objeto el sostén del vegetal, pero no la extracción de jugos nutritivos de aquel sobre que viven: esta es una de las circunstancias que hacen más admirables a las orquídeas. Ordinariamente se las ve mecerse sobre un tronco seco cubierto de un poco de musgo, respirando alegremente en la tibia atmósfera de las estufas, desde donde parece que miran con desprecio a las plantas vulgares que vegetan encadenadas a la tierra. Sus flores exhiben formas elegantes, y suelen ser, ya solitarias y terminales, ya dispuestas en espiga, panoja o racimo. El tallo es herbáceo, las raíces fibrosas, y muchas veces tuberculíferas; las hojas radicales o alternas de nerviaciones paralelas suelen reunirse en la parte inferior del tallo formando con estas masas abultadas pseudobulbos. Algunas veces presentan el fenómeno llamado polimorfismo, en virtud del cual aparecen en un mismo pie dos o tres formas de flores. Consta la flora española de unas sesenta especies de orquídeas. Entre esas plantas aéreas y elegantes, palidecí de envidia como enrojecen las mujeres de cólera al presenciar el triunfo de sus rivales. De Valencia partí a Barcelona, a ese pueblo tan culto, tan comercial e industrioso, tan sobrio, tan prudente y serio, allí quedé muy sorprendida, pues creía que dedicadas a las matemáticas; no se ocupaban de mis hermanas, y, sin embargo, Barcelona es uno de los pueblos donde se combinan las flores con más gracia, y donde las hay más inmarcesibles. Si tanta envidia sufrí en Barcelona y Valencia; ¿qué me hubiera sucedido en otros países donde existen vegetales marinos de tan sorprendente hermosura?

Meyen ha descrito plantas fosforescentes; entre ellas la oscilaria, que es fantástica y arrobadora.

Los micrógrafos, al hablar de la flora marítima, han dado cuenta de unas flores que podríamos llamar atómicas por su pequeñez y que se hallan dotadas de gran belleza.

También son bellísimas las anémonas de mar; las madréporas, las medusas y las fabulosas jibias que imitan todos los colores del arcoíris. Las gorgonas son también plantas submarinas que tienen la forma de un abanico calado y reflejan vivos matices: no son menos lindas las estrellas de mar, el acetábulo marino; las fucáceas, las coralinas, el fuco nadador y las florídeas, plantas de elegante ramaje y hermosas tintas escarlata.

En la Rusia americana, en las costas de la isla Sitka, los buzos ven en toda su belleza la vegetación marina. Schleiden dice que en el mar de las Indias se encuentran bosquecillos de arbustos en cuyo ramaje brotan preciosas flores. El anacharis del Canadá es planta de agua dulce, tan desarrollada, que hace algunos años fue trasportada accidentalmente al Támesis, y actualmente amenaza hacer difícil la navegación de este gran río.

Aunque no fui la más bella de las flores, estoy contenta de mi nacimiento: yo también alcanzaré celebridad como la tuvo el lirio, símbolo de la elocuencia; como el olivo, por ser consagrado a Minerva; como el arrayán; que coronaba la frente de los magistrados atenienses cuando se hallaban en el ejercicio de sus funciones, cual el acanto, que adornó un vestido de la célebre Elena; como el azafrán, por haberlo empleado los habitantes de Tiro en pintar los velos de las desposadas; como el altramuz, por servir de reloj al campesino; o como el bamano de la India, a la sombra del cual meditaban las verdades filosóficas los gimnosofistas, obteniendo por esta razón aquel vegetal el sobrenombre de árbol de los sabios.

Olvidaba continuar mi historia: viví once días, que son cien años en la vida de las flores. Confieso que fui esmeradamente cuidada durante mi viaje; pues me obsequiaron haciéndome beber agua de los ríos Guadiana, Tajo, Manzanares, Turia, Ebro y Llobregat. En Barcelona se transformó mi ser o dejé de existir, según decís los habitantes de este planeta. No comprendo el espanto que os causa la muerte, a la cual teméis más que al dolor, y sin embargo, como dice muy acertadamente Gresset: «La douleur est un siècle et la mort un moment». Nada muere en la naturaleza, la naturaleza tiene horror al vacío y a la nada. La muerte no existe, pues al pulverizarse los cuerpos, es que se trasforman y vuelven a renacer de sus propias cenizas convirtiéndose en fluidos, en vegetales, en calórico, en electricidad, en átomos, en corpúsculos e infusorios. Muerta ya, según vosotros decís, todavía me exhibieron presentando mi cadáver a un sacerdote de Apolo, llamado Juan Tomás Salvany, al que pidieron cantase mis funerales, favor que su alma tierna no podía negar a una flor; ¿Queréis oírlos? Escuchad un eco de elfos, que solo puede llegar hasta vosotros en la siguiente forma:


Nació do el mar con sus bramidos llama
del rubio Tajo a la corriente umbría;
el genio, enamorado de una dama;
      sus pétalos mecía.
Fue trasplantada del nativo huerto
a la región do el Llobregat murmura;
y el genio de otra dama allí le ha abierto
      honrada sepultura.
Ante la palidez aterradora
de su cadáver deshojado y frío;
vierte a raudales la afligida aurora
      lágrimas de rocío.
Mustia descansa en el mortuorio lecho
y duerme en cristalino panteón,
como duerme tal vez dentro del pecho
      marchito el corazón.
Al escuchar su peregrina historia,
sensible caminante el llanto ataja:
aún no se sabe si le dio más gloria
      su cuna o su mortaja.

Aquí acaba mi historia; que no ha sido vulgar: vi la luz primera en la elegante mansión de una poetisa muy admirada; tuve por vecinas de mi hogar aristocráticas damas portuguesas, tan distinguidas como simpáticas, que encantan con su presencia los palacios que rodeaban mi país natal; escribió mi epitafio un gran poeta; han llorado mi muerte las flores silvestres; las acuáticas, las diurnas, las aéreas, las marítimas, las nocturnas y las parietarias; y si tuve cuna de mármol, también he sido sepultada en bello féretro de cristal.

Quinta de Alella, Barcelona, 1880





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