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El sentimiento religioso

Concepción Gimeno de Flaquer





El ateísmo es la ceguera del corazón; el fanatismo la ceguera de la inteligencia.

Felizmente el escepticismo rara vez se alberga en el corazón de la mujer, y muchísimo menos en el corazón de la mujer hispano-americana.

La incredulidad es una atmósfera helada, bajo la cual no podría respirar el corazón de la mujer.

El alma de la mujer se halla fortalecida para la fe y la esperanza: la fe y la esperanza son el faro que ilumina sus oscuras noches de amargura; la fe y la esperanza son la tabla salvadora que en las tempestades de la vida le permite llegar a la playa.

Sin la fe y la esperanza, sin estas dos columnas que sostienen todos los edificios que la imaginación de la mujer crea, su vida no tendría el menor encanto, moriría lentamente víctima del mayor desaliento y languidez.

Al calor de la fe se desarrollan en la mujer los sentimientos más nobles, las ideas más puras y las aspiraciones más levantadas.

Una mujer que no esté ilustrada, si no posee una gran fe religiosa, dique a todas las pasiones, se desbordará sin freno alguno; sus instintos, fallos de educación, le harán conspirar contra sí misma.

La fe es la cultura del alma de la mujer, como el estudio es la cultura del entendimiento del hombre.

Una mujer sin fe religiosa tiene algo de salvajismo y de barbarie en sus ideas y en su carácter.

Felizmente la mujer se ha distinguido siempre por su fervor religioso: leyendo las historias de los tiempos primitivos del cristianismo, se observa que es muy superior el número de las mártires al número de los mártires.

La mujer ha inspirado al hombre la fe religiosa, y le ha trasformado, por este sentimiento, en héroe o en mártir.

La mujer, que generalmente es muy piadosa, ha practicado grandes acciones en pro de la humanidad.

Sabido es el bien que hizo la filantrópica Miss Nightingale: faltando en Crimea un cuerpo de enfermeras hábiles, Miss Nightingale se ofreció a representarle, y admitida su promesa, partió de Londres con 37 enfermeras.

Esta piadosa comitiva llegó a Scutari, precisamente en el momento en que se comenzaba a trasportar a los heridos a Balaklava.

A los pocos meses de haber llegado esta gran mujer a Crimea, decía Mr. Macdonaldi: «Donde quiera que la enfermedad aparece, por repugnantes y temibles que sus síntomas sean, allí acude seguramente esa incomparable mujer, calmando con su tierno aspecto el dolor de los agonizantes, en las ansias de la postrera lucha entre la naturaleza y la muerte. Su presencia sola a la cabecera del mortuorio lecho, basta para que en el rostro del espirante brille una sonrisa de consuelo y de esperanza».

Permaneció impávida en medio de las enfermedades contagiosas, y su pupila no tembló al presenciar las operaciones quirúrgicas.

El sultán le regaló un magnifico brazalete de brillantes; la reina Victoria una cruz de San Jorge en campo blanco, esmaltada de rubíes, y en torno de ella una banda negra, color de la caridad en la Gran Bretaña, con una inscripción en letras de oro que decía: «Blessedare the mercifue». (Bienaventurados los misericordiosos).

Al fundar Vicente de Paul la santa Cofradía de la caridad, donde primero halló eco su voz fue en el corazón de las mujeres.

Desde entonces, la mujer, con el título de hermana de la caridad, se convirtió en ángel de consuelo.

La hermana de la caridad, dotada de una alma inmensa y sublime, que cual nadie posee, es la heroína que jamás vacila en su santa empresa, cumpliendo valerosamente su importantísima misión.

La hermana de la caridad es la gran figura de la humanidad, en lo poco que tiene de mujer, porque la hermana de la caridad es superior a su sexo: la hermana de la caridad es el ángel de la tierra.

Ser admirable que solo habita donde mora la desgracia; ser que no se pertenece, que solo vive para el que sufre; criatura celestial que se alimenta de lágrimas, ayes y suspiros.

La hermana de la Caridad abdica de todas las comodidades, renuncia al bienestar, y vuela donde hay penas, amarguras, indigencia y desconsuelo.

Esta mujer, que es el ángel puro y el genio tutelar de los afligidos, no tiene patria, ni hogar, ni familia, ni afecciones. Para ella lo mismo es el pagano que el católico; su gigante corazón está lleno de un inmenso amor a la humanidad.

Sus protegidos son la huérfana y el mendigo; su sociedad está formada por los tristes, los infortunados, los desvalidos.

Esa delicada criatura, nacida para embellecer los salones, se alberga en las cabañas; ese débil ser, nacido para la vida tranquila y los trabajos suaves, arrastra una existencia árida y fatigosa; en su tristes sendas no hay más que abrojos, miseria y luto.

Ella, nacida para aspirar las más exquisitas esencias, aspira constantemente los gases mefíticos y nauseabundos de la sala de un hospital.

En medio del fragor de los combates, entre el humo de la pólvora, los gritos del vencedor, los ayes del moribundo y las blasfemias de los desesperados, aparece la tranquila y serena, dulce y majestuosa figura de la hermana de la caridad.

Ella es el bello ideal de la mujer cristiana, encarnado en una criatura humilde y virtuosa hasta la abnegación.

Tanto como admiramos a la mujer eminentemente religiosa, censuramos a la mojigata.

La mojigata o falsa devota, es un tipo ridículo y repulsivo.

La mojigata es nociva a la sociedad; con el rosario en la mano y un crucifijo en el pecho, practica lo contrario a las doctrinas del Crucificado.

La mojigata siembra la cizaña, la calumnia y el desorden por todas partes, y nadie queda libre de su lengua viperina, cortante cual una espada de dos filos.

Para la tranquilidad de su conciencia, le es suficiente postrarse ante el confesor y pedirle la absolución: ya absuelta, vuelve a cometer al siguiente día las mismas culpas.

La beata es un ente estúpido y repugnante.

Elige la iglesia para disfrazar su ociosidad, y cree que cumple ante Dios intercalando las oraciones entre sus bostezos, rumiando plegarias ininteligibles.

Las beatas, con sus falsas ideas, crean un Dios artificial.

Las beatas pasan la vida confesándose y criticando a las que no lo hacen semanalmente.

La beata es un tipo inútil en sociedad; se hace perezosa, indolente, oscura y egoísta.

La razón de muchas beatas se ha perturbado por la teomanía (manía religiosa).

La astrología, la magia, los inspirados, las sibilas, los oráculos y los augurios, han trastornado muchos cerebros.

Los misterios de los persas, las distintas religiones de los indios, egipcios, galos y escandinavos, produjeron muchos enajenamientos mentales.

Por eso la melancolía religiosa de las beatas, el misticismo, los éxtasis y muchas veces la demonomanía, han producido en ellas terribles enfermedades físicas y morales.

Procure ser siempre la mujer, religiosa, pero nunca mojigata.

Por la falta de ilustración, la mujer hispano-americana es víctima mil veces de errores alimentados por la superstición y el fanatismo.

Los fanáticos desprestigian la religión, empequeñecen la idea de Dios.

Repetiremos lo que dijimos al principio de este artículo: el fanatismo es la ceguera de la inteligencia.

Muchas personas que no practican las doctrinas de Jesucristo, se creen salvadas por entregarse a los cultos externos, en los cuales exageran lo que ellas llaman devoción.

¡Vanas apariencias! ¡Pequeñas exterioridades! Hay mujeres que abandonan sus quehaceres domésticos, por dedicar algunas horas a la iglesia; mujeres que posponen sus hijos y obligaciones a su devoción, y quedan muy satisfechas al hacerlo así. He aquí una de las manifestaciones del fanatismo.

El hogar es el templo de la mujer; no lo olvide jamás esta: la mujer no cumplirá su misión mientras lo abandone por la iglesia.

En el hogar, santuario bendito y santo, puede elevar la mujer su pensamiento a Dios, y ponerse en comunicación directa con Él.

El ilustre Víctor Hugo ha dicho: «Hay momentos en los cuales, cualquiera que sea la actitud del cuerpo, el alma está de rodillas».

Es rendir a Dios un culto respetuoso, es adorarle, ofrecerle por religión la moral de nuestras acciones, por plegaria el cumplimiento de nuestros deberes.

Es más grande ante Dios la que fortalece un alma debilitada por el frío de la duda, la que consuela al desgraciado y la que protege la indigencia, que la que pasa el día prosternada en la iglesia.

Lo más sublime que la mujer puede ofrecer a Dios, es la resignación en sus infortunios y la caridad para sus semejantes.

Conocemos mujeres que pasan su vida en novenas y jubileos, y a la menor contrariedad del destino se ensoberbecen y se exasperan; otras que tienen por tema obligado de sus conversaciones la crítica de sus semejantes, pero una crítica infame y ruin.

¿Cómo entienden estas mujeres la religión?

La verdadera religión nos hace tender un manto de benevolencia sobre los defectos del prójimo; la verdadera religión nos hace soportar con dulzura las agitaciones y luchas de la vida.

La mujer que no hace esto, no es verdaderamente religiosa, por más que viva entregada a la penitencia.

La mujer frívola es propensa a la calumnia: como no tiene su inteligencia alimentada por el estudio, se entrega a lo fútil y a lo trivial; para llenar el vacío de sus largas horas, se ocupa del traje de la amiga B... del peinado de la amiga C... del carruaje de la vecina X...

Y lo más deplorable es que de esto pasa a ocuparse de cosas más serias y trascendentales, descendiendo, sin darse cuenta, por pendientes muy peligrosas.

Frecuentemente la mujer es el mayor enemigo de la mujer.

¡Cuán desconsolador es esto!

La mujer, lejos de ensañarse cuando atacan a alguna de su sexo, debe defenderla.

¿No tenemos bastante con el hombre, constante detractor de la mujer, que hasta ella ha de conspirar contra sí misma, conspirando contra el sexo?

La burla, la ironía, la mordacidad, sientan muy mal en los labios de la mujer, que solo deben destilar frases de amor, palabras de consuelo, acentos tiernos y dulces.

Una mujer burlona denota poseer un alma seca, vulgar y pequeña.

La mujer burlona es poco respetada: si tiene ingenio, su frase graciosa e incisiva es celebrada en los primeros momentos; pero cuando llega la reflexión, los aduladores se convierten en severos censores de su conducta.

¡Sed buenas y seréis bellas, queridas lectoras!

¡Sed religiosas, no seáis beatas!

La verdadera cristiana perdona las injurias recibidas, olvida ofensas, soporta con resignación la voluntad de Dios, jamás se rebela contra sus inescrutables designios, es dulce, caritativa, modesta, benévola con el prójimo, y humilde.





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