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La casa pierde

Juan Villoro





Terrales fue fundado por gente desprevenida, que se quedó sin gasolina en la sierra y no quiso volver a pie a los soles del desierto. El único sitio de reunión (aunque sería más exacto decir «de paso») era un galpón destartalado donde los traileros jugaban póquer. Por un motivo que nadie conocía, ahí le llamaban «Terrales» a la tercia de ases. Esas barajas siempre traían mala suerte.

El Radio mostró sus tres cartas perdedoras. No tuvo que enseñar las otras dos.

-¿Un fuerte? -Guadalupe se acercó a la mesa.

La dueña de La Polar conocía los sitios de donde venían los camioneros; había recorrido el norte con Los Intrépidos, unos músicos que se vestían como vaqueros del espacio. Durante unos años les consiguió tocadas, supervisó el escenario (que ella llamaba «stend») en todos los pueblos de la frontera y pasó una temporada en Monterrey, en una casa con dos antenas parabólicas. Su momento de gloria ocurrió en Estados Unidos: vivió con un gringo que la llevó a ver El cascanueces sobre hielo. Su «anticlímax» (le gustaba repetir la palabra que sacó de la cambiante fortuna de Los Intrépidos) también ocurrió del otro lado: el gringo la dejó en un dentista y no pasó por ella, como si anticipara las fundas de porcelana que le iban a «desfigurar la risa».

-«A mí me falta corazón...» -una voz lastimera salía de las luces y las burbujas de plástico de la rocola.

Guadalupe tocó la camisa del Radio con sus dedos fuertes, los mismos con los que una vez hurgó en su pantalón. Él guardaba un recuerdo turbio de la mañana en que llegó a La Polar por un café; los dos habían pasado la noche en vela, él en la cabina de transmisiones de Paso de Montaña y ella sirviendo mesas. Se miraron como sonámbulos hasta que un estruendo partió el aire: «Las avionetas», dijo Guadalupe. Se asomaron a la cañada y vieron los aviones fumigadores que soltaban ráfagas de veneno color de rosa. Sin que mediara otro contacto entre ellos, Guadalupe le bajó el cierre y lo acarició con su habilidad para abrir botellas con una sola mano. El Radio había visto a una mujer romper con los dientes el cordón umbilical de un recién nacido. Guadalupe actuó de un modo similar, con una urgencia práctica. Cuando él sintió que se vaciaba hacia el precipicio, ella dijo: «Va a crecer una mandrágora», una de las cosas raras que aprendió con Los Intrépidos, o en Monterrey, o con el gringo que la llevó a un ballet sobre hielo.

No repitieron el encuentro ni hablaron de él. Desde entonces el Radio supuso que los secretos de Guadalupe eran más importantes que sus historias en las ciudades. Las nubes de humo rosado, el aire frío, las picadas de las avionetas y la caricia casi insoportable se fundieron en una sola palabra: «mandrágora». Nunca preguntó el significado porque deseaba que siguiera significando las cosas inconexas de esa madrugada.

-... y en el depósito llevaba mil sandías -Guadalupe hablaba sin destinatario preciso; empezaba una frase en la trastienda y la completaba en cualquiera de las mesas de lámina-. ¡La casa pierde! -exclamó, al ver que alguien entraba por la puerta.

El hombre tenía la cara enrojecida; sus ojos fijos delataban que había recorrido sin tregua la recta de Quemada y que no había dejado de odiarla. Avanzó sin despegar las botas del piso, como si hubiera olvidado la forma de caminar. Se detuvo junto a la imagen de San Cristóbal; estudió la «Oración del chofer»:


Dame, Dios mío, mano firme y mirada vigilante
para que a mi paso no cause daño a nadie...



-Por aquí -Guadalupe lo tomó del brazo.

-Vengo desde Zapata -dijo el hombre.

En cualquier municipio del país había un pueblo que se llamaba así. Para producir ese rostro y esos movimientos aletargados, el Zapata del trailero debía quedar a dos días sin descanso.

-¿No trae ayudante? -preguntó Guadalupe.

-¿Dónde está el water?

Guadalupe lo acompañó al fondo, por el pasillo de tablones de madera mohosa. ¿Lo ayudaría hasta el final, con esas manos duras, lastimadas, que reparaban todo? El Radio la miró sin prisa cuando regresó a la sala; el cuerpo flaco de la mujer, sus ojos inyectados, revelaban el trabajo excesivo, las horas partiendo bloques de hielo para enfriar cervezas que de por sí estaban frías, las noches lidiando con borrachos y vómitos sin el menor asco. ¿Qué milagro o qué tragedia la habían colocado ahí? ¿Qué le pasó en otro sitio para que eso fuera mejor?

-¿Puedo? -una mano con anillo de calavera señaló la silla vacía-. ¿De a cómo va la fregadera? ¿Las Vegas o póquer normal?

Aunque los separaban dos sillas, el Radio pudo oler el chaleco de borrego del recién llegado. El hombre recogió las barajas y vació una Estrella que nadie le había ofrecido. Lucía recompuesto, dueño de una atención tensa. Debía de tener suficiente cocaína para viajar a Zapata de ida y vuelta.

-¿Va a la frontera? -le preguntó alguien.

-¿Adónde más?

Después de un par de juegos insulsos, el hombre vio al Radio:

-¿Tú trabajas en Paso de Montaña?

-¿Cómo sabes?

-Por el chingado escudito -señaló la camisa del Radio: un micrófono atravesado de rayos-. No sabía que llevaras uniforme, hemos hablado muchas veces, tu voz se oye más recia en el micrófono.

La camisa era uno de los regalos absurdos que le dejaban los traileros, la propaganda de una radiodifusora del Mississippi; los rayos rojos, ribeteados de hilo amarillo, sugerían a un superhéroe de comic.

Había cinco jugadores en la mesa, pero el trailero sólo se presentó con el Radio:

-Chuy Mendoza -le tendió una mano gorda.

-¿Qué llevas en el trailer? -preguntó otro jugador.

Mendoza estudió sus cartas, respiró hondo, se tocó el pecho con cautela, como si tuviera un piquete que ya había rascado demasiadas veces:

-Maderas finas.

El Radio pensó en árboles prohibidos, un aserradero clandestino, la aduana sobornada para pasar las tablas al otro lado. No le extrañó que el otro dijera:

-¿Subimos las apuestas?

Dos jugadores vieron sus relojes y se pusieron de pie. Al fondo del local, Guadalupe pulía el elefante de plomo que rescató de un accidente. También el paisaje que adornaba el negocio provenía de un choque. Un trailer cervecero se volcó muy cerca y ella se quedó con la lámina que representaba una bahía entre el hielo. De ahí sacó el nombre de La Polar. Al fondo del cuadro, bajo una aurora boreal, se veían bultos que podían ser osos o iglúes. El Radio se concentró en ese punto final de la pintura hasta que sintió una mano en el antebrazo:

-Tú hablas.

Pidió dos cartas. Se asombró de su tranquilidad para perder la partida; empujó las corcholatas que hacían las veces de fichas.

-¿Entras a las siete, verdad? -le preguntó Chuy Mendoza-. Nos queda media hora; si quieres te acompaño a Paso de Montaña y le seguimos ahí, hasta que el cuerpo aguante. Traigo barajas.

Una vez más, sólo se dirigió a él. Conocía sus horarios, su gusto por las cartas. Volvió a presionarse el pecho, se aflojó un botón para rascarse; el Radio pudo ver un collar con un animal de oro, el tipo de joya que Los Intrépidos usarían cuando triunfaran.

Luego revisó las despellejadas botas de piel de víbora, muy costosas, muy jodidas. El nombre de Chuy Mendoza sonaba falso, a pistolero en una película de los hermanos Almada. Las maderas finas debían ser otro invento. Lo único cierto es que quería pasar la noche en vela; tal vez necesitaba llegar a la línea con el turno de madrugada.

-Me corto -dijo el otro jugador que seguía en la mesa, facilitando la respuesta del Radio.

Guadalupe pulía el elefante con una dedicación perturbadora. El Radio hubiera preferido que los demás siguieran ahí como si nada, con la indiferencia con que oían al gringo que cada sábado llegaba a hablar de la guerra nuclear y proponía construir un refugio en la montaña. Ahora, todo mundo fingía estar en lo suyo, con molesta discreción. ¿Qué le sabía el trailero? Conocía su voz, las palabras que ayudaban a los camiones a pasar entre la niebla; había llegado como si tuvieran una cita. Tal vez estaba al tanto, tal vez sus conversaciones por radio habían sido una confesión confusa, mil veces interrumpida, pero una confesión al fin y al cabo. No, ni Guadalupe lo sabía, él no era sino un micrófono nocturno, incluso se había acostumbrado a pensar en sí mismo como «el Radio» y se sobresaltó cuando Patricia gritó su nombre la primera vez que durmieron juntos.

Su turno empezaba en quince minutos. Se levantó de prisa, ignorando el aire impositivo de su adversario:

-Yo pago.



La puerta se había hinchado con las lluvias; tuvo que empujarla con el hombro. Se preguntó si el rechinido despertaría a Patricia o a la niña.

Encontró un termo de café en la mesa; encendió la luz de la cabina, activó el micrófono. El hombre lo siguió con pasos que vibraron de un modo peculiar en la madera. Las botas de víbora, tal vez.

Escuchó el reporte del meteorológico de San Vicente Piedra: una noche de niebla cerrada y trailers estacionados en la sierra. Pensó en la resistencia del intruso (de golpe se le presentaba en esa condición). ¿En cuánto tiempo cedería el efecto de la droga? ¿Llevaba más? Vio sus uñas brillosas, con medias lunas negras. A la luz del foco desnudo, sus ojos lucían amarillentos; sus pestañas eran tiesas, como cerdas de escobeta. Volvió a rascarse el pecho. El Radio imaginó mordeduras de insectos del desierto, animales que abrían la piel para depositar sus huevecillos, aguijones que inyectaban un veneno lento. Tal vez en un par de horas Chuy Mendoza se desmayaría sobre las corcholatas que había puesto en la mesa.

Las voces de los traileros rara vez tenían acentos norteños; hablaban de otro modo en el micrófono, como si desearan probar algo en la banda civil. El Radio orientó un camión rumbo al acotamiento del kilómetro 140, otro a la explanada del 167. Les dijo que pasaran ahí la noche, con las calaveras encendidas. De vez en cuando llegaba una canción de fondo, la infinita tristeza de los Bukis.

Chuy Mendoza estaba muy atento a los mensajes que se oían en la cabina, como si pasara al reverso de una película. ¿Cuántas veces habría hablado con él?

-¿Vienes mucho por aquí?

-Cuando hace falta. Partes tú.

-¿De a cómo va a ser?

Chuy sacó unos dólares, los contó con parsimonia, dejó tres billetes en la mesa; el Radio esperaba una apuesta más alta.

En una laguna de silencio, mientras miraban sus cartas como si cada una llevara dos mensajes, algo crujió en el dormitorio. Tal vez Patricia tenía una pesadilla. Los sueños de la mujer llegaban a la cabina como rechinidos en la madera.

El Radio sirvió café, más por calentarse las manos en la taza de zinc que por beber algo.

-¿Tienes un fuerte? -Chuy Mendoza dejó caer cinco diamantes.

Él buscó en la alacena. Detrás de dos bolsas de harina, estaba la botella. Sirvió en un vaso que había contenido una veladora.

El hombre bebió de prisa:

-¡Pura mierda! -dijo en tono elogioso. Acarició la cruz en el asiento del vaso.

Un trailer que se identificó como La Marisca quería pasar a toda costa; el conductor hablaba como si se lavara la boca con diesel: tenía que llegar a la frontera antes del amanecer.

-Esos cabrones tienen cita con su novia -comentó Chuy.

También el Radio conocía los turnos del contrabando: las novias llevaban una 45 reglamentaria, botas de cuero, lociones penetrantes, anteojos oscuros y se corrompían con horario fijo; si el pretendiente llegaba tarde, podían pasarle muchas cosas, pero ninguna conducía al otro lado. Las novias despechadas eran los mejores policías: se vengaban tasajeando respaldos y desinflando llantas en busca de drogas finas.

En la sierra todos hablaban del altar, el pretendiente, el infaltable monaguillo, la aduana como un cortejo negociable. Había un curioso respeto en este sistema de representación: los hombres sobornados no eran putas; podían ser novias hijas de la chingada, pero nunca putas.

La Marisca aceptó detenerse cuando ya iba muy arriba -escucharon el ronquido metálico de la palanca que parecía pasar de sexta a quinta velocidad-; el trailer entró al acotamiento de grava del 236. Fue como si algo lo engullera allá arriba: un silencio absoluto, con el CV encendido, y luego la melodía de una armónica, un sonido lastimero, de rieles que se pierden en la noche.

-La novia se quedó sin serenata -Chuy Mendoza dijo lo que hubiera dicho cualquiera. Desde que entró a La Polar no había mostrado otra singularidad que la de ganar con una constancia pasmosa. Sus uñas tamborileaban en la mesa. El Radio sirvió el resto del aguardiente.

Entraron a una zona de cartas bajas y dispersas, donde un par parecía un triunfo.

-La miseria le ganó a la pobreza -dijo Chuy al perder una mano-. ¿Dónde consigues esta mierda?

Guadalupe recibía el aguardiente en tambos de metal y lo vaciaba en botellas con un embudo. El hombre estaba fascinado con el mal sabor de la bebida.

La luz del cuarto impedía ver hacia afuera. En los días despejados, Nuevo Terrales parecía muy cerca, pero las curvas lo apartaban unas diez horas. De niño, el Radio había visto rodar remolques destartalados; recordaba la sorpresa del primer camión frigorífico que entró a sacar fresas del Bajío. La sierra había sido la misma, sólo cambiaban las cosas que la atravesaban. Ahora el campo de avionetas al otro lado, la estación meteorológica, la cabina de radio, el avance nocturno de los trailers (difícil ver un coche en esa ruta sin ciudades), dependían de radares y ondas invisibles. El Radio no conocía a los dueños del meteorológico, ni siquiera sabía quién le pagaba para vigilar las travesías nocturnas. Una pick-up, nunca conducida por el mismo hombre, le traía billetes atados con una liga; en ocasiones, los dólares se mezclaban con los pesos y tenían un dejo perfumado, como si vinieran de las novias de la aduana. Cada tanto, le subían la tarifa, revelando que había un orden, que alguien se interesaba en las pistas de aterrizaje y el rodar de las mercancías. En Terrales nadie sabía cuánto dinero pasaba por las carreteras estrechas, donde los oyameles formaban túneles verdes. Según Guadalupe se trataba de fortunas, pero a ella le gustaba imaginar lo peor: la verdad siempre era más ruin. El pueblo y el puesto de Paso de Montaña vivían de los traficantes: «Los sultanes del swing mueven todo; somos sus esbirros», ella hablaba de sus lejanos benefactores con idénticas dosis de odio y admiración.

El Radio ganó un par de juegos; quizá se trataba del único método para el azar; no concentrarse, tener una atención divagante.

-Voy a mear -Chuy se levantó para romper la racha.

El Radio salió con él. Orinaron hacia el desfiladero; les llegó el olor de los cedros en la niebla. Los orines cayeron como si el vacío fuese interminable. ¿La mandrágora sería algo que sólo existía muy abajo?

El llamado de un tráiler hizo que el Radio regresara a la cabina. Quizá el otro aprovechó para sacar un pase de cocaína. En todo caso, cuando regresó al cuarto lucía igual de alerta y cansado.

-¿Hasta cuánto puedes llegar? -puso un dedo en la estrella de una corcholata-. ¿Le subimos tres ceros?

En La Polar, la propuesta hubiera detenido las conversaciones, pero ahí, con la cabeza llena de cartas malbarajadas y trailers repartidos en los acotamientos (las luces palpitando como una constelación perdida), esa cantidad empezaba a ser posible. Chuy Mendoza lo calaba, con un fastidio tranquilo, como si revisara un motor que aún no quería desarmar.

El Radio vio las manos que tomaban las cartas; en forma física, como si un segundo cansancio le presionara la nuca, supo que Mendoza conocía su hallazgo y había llegado a jugar por él. Sólo eso explicaba la apuesta. Las habitaciones de madera, la piel de tejón clavada en una pared, el quinqué en la mesa de la cocina, al lado de una caja de cereal y dos cucharas desiguales, el micrófono de pera (un desecho de la segunda guerra que asombrosamente funcionaba), los tambos de gasolina junto a la puerta con tela de alambre, hacían que una sola mano como la que proponía el visitante fuese absurda. A partir de ese momento, también era lógica.

-Nos quedan dos horas -a eso había ido Chuy, a que la niebla los cercara hasta el amanecer. La bocina emitía una estática pareja que significaba el sueño de los otros. El Radio se preguntó si el otro actuaba por su cuenta o si lo habían mandado. Quizá unas manos distantes, con los anillos imposiblemente lujosos descritos por Guadalupe, habían encontrado la manera de alcanzarlo. Hubiera sido más fácil enviarle a uno de los recaudadores que recorrían la sierra y podían enterrarlo en cualquier cañada. ¿Por qué condicionar el rescate al juego? Sólo entonces, con un asombro incómodo, advirtió que aún podía ganar. En tal caso, ¿cómo le pagaría Mendoza? Las botas de piel de víbora y el animal de oro hablaban de mejores días, pero el chaleco de borrego, el cansancio contenido a base de coca o benzedrinas, las uñas destrozadas, sugerían un destino acorralado. Tal vez había planeado durante meses el encuentro: subió y bajó la sierra comunicándose con el Radio, los insectos mancharon mil veces su parabrisas, su antebrazo izquierdo recibió la marca de la interminable recta de Quemada, mantuvo sus citas en las aduanas, fue uno con su cansancio hasta que de esa obstinada travesía salió la forma de llegar a lo que ocultaba la cabina de radio, el secreto de las colinas donde se acababan las gasolineras. El Radio estudió la voz de Chuy Mendoza; cuando se volcó el Thorton, otro trailer venía detrás; él lo detuvo con la frase acordada: «hubo un extraño». Luego se puso una manga y tomó una linterna sorda para salir a la tormenta a buscar los restos del Thorton. Mientras tanto, alguien aguardaba a pocos kilómetros, en la «curva del berrendo». ¿Pero cómo supo que entre los cuerpos desnucados del chofer y su ayudante estaba la caja de metal? Tal vez tardó en atar los cabos; también él se enteró mucho más tarde de que el galgódromo de Quemada había perdido una fortuna (el dinero que mandaban al otro lado para comprar perros). Cuando le preguntó a Guadalupe, ella agregó detalles sucios: el verdadero negocio eran las peleas de perros. Por alguna razón, se sintió aliviado de que la caja de metal viniera de un juego de azar; los galgos habían corrido para eso; los desconocidos perros de pelea se habían destazado para eso. Sin embargo, sólo la abrió una vez y no contó los billetes. Buscó una forma de hablar del dinero con Patricia. No encontró ninguna. Guardó la caja en el galpón, a doscientos metros de su cabina de radio. Su padre había pasado ahí sus últimos años, sin hacer otra cosa que fumar mariguana y ver el horizonte. «Este cuarto es chico por dentro y enorme por fuera», decía, refiriéndose a la vastedad que lo rodeaba. Desde la ventana se dominaba el valle, el campo de las avionetas, la carretera con líneas punteadas donde su padre había esperado el regreso de un auto pasado de moda, el Valiant que cerraría el círculo.

El Radio apenas recordaba los años en que sus padres tuvieron un búngalo con dos cuartos de alquiler en Terrales. Muy rara vez un viajero decidía pasar allí la noche. En rigor, lo único que le quedaba de ese tiempo era una escena obsesiva. La había repasado tantas veces, agregando detalles exactos, dañinos, que le llegaba con un realismo acrecentado, como si la hubiera visto en distintas edades. El búngalo era un entorno borroso, pero la luz de la cocina estaba encendida.

El calvo usaba camiseta de basquetbolista; era verano y un óvalo de sudor le cubría el vientre hinchado. Debía de tener unos cincuenta años; su pecho estaba cubierto de canas; en el dorso de las manos, sus cabellos seguían siendo rojizos. Sonreía sin tregua ni objeto, como si la estupidez fuera un regalo para compartir. Pasó tres días con ellos, una eternidad en esa región de tránsito. Mataba el tiempo haciendo hombres con cerillos. Tal vez conocía a su madre desde antes; en todo caso, el recuerdo lo convertía en un huésped sin sentido, que retorcía cerillos hasta llegar a la noche en la cocina. Lo más relevante era su deterioro físico, los brazos blancuzcos, la respiración asmática, la calva abrillantada de sudor, la sonrisa imbécil, y sin embargo, había logrado tender a su madre en la mesa de la cocina. Con insoportable lentitud, el Radio recordaba las manos con vellos pelirrojos retirando el calzón, las piernas alzadas, los absurdos zapatos de tacón en el cuello del hombre, y el rostro de indecible entrega; no el contacto desapasionado, el desahogo de dos solitarios en la sierra, la ayuda sin complicaciones de Guadalupe, sino una alegría incomunicable, como si el cuerpo joven de su madre no esperara otra cosa que ser penetrado en esa mesa. Tal vez fallaba algo en el recuerdo, tal vez el Radio lo estropeaba adrede para hacer más ruin la huida posterior; en todo caso, la cabeza que volteó a verlo fue real, los ojos repentinamente abiertos fueron reales: su madre lo descubrió en el pasillo y esto la decidió a irse; no hubiera soportado que el testigo de su mejor noche en la montaña creciera junto a ella. Al día siguiente, salió de la casa con una maleta de cuero. El hombre la esperaba junto al Valiant, se le acercó, trató de tomarla de la cintura. Ella se zafó, subió al auto.

Habían pasado suficientes años para que el Radio admitiera una fría revisión de la escena: ¿por qué no apagaron la luz de la cocina? Todo tenía un tono sobrexpuesto, la piel demasiado blanca, el sudor brillante, el vestido estampado de flores, los zapatos ribeteados de lodo, el hombre de cerillo que cayó al suelo, la mesa con un clavo a punto de zafarse. Si el clavo hubiera cedido, su padre se habría despertado, ahorrándose los siguientes veinte años, la escopeta con un cartucho para cada quien, la mirada fija en la carretera.

En la pared del galpón, había un cuadro donde ella sonreía, un poco a la manera del calvo. Era un retrato coloreado: los ojos azules de tan negros, las mejillas color frambuesa. El recuerdo en la cocina se parecía a esa foto.

Cuando el Radio iba al galpón por alguna herramienta, veía el retrato de reojo. Le parecía increíble que esa mujer, más joven de lo que él era ahora, retocada por colores falsos, hubiera vivido allí. De ese cuerpo había comido.

Su padre murió en el sueño, de cara a la ventana, la parte «grande» de su casa. A veces, el Radio imaginaba que había muerto con la escopeta en las rodillas; luego retiraba esta obviedad: murió con placidez, como si una espera tan larga fuese otra forma de cumplir su venganza.

Escucharon unos pasos, los pies de Patricia en la madera.

La mujer se recargó en el quicio de la puerta, de un modo incómodo, el rostro suavemente hinchado por el sueño, el pelo sobre los ojos:

-¡Qué frío! -siempre decía «qué frío» y caminaba descalza, como si no supiera que estaba en Paso de Montaña. Llevaba un fondo celeste que apenas la abrigaba. Dio unos pasos, se acurrucó en una banca. El Radio vio los dedos de sus pies, donde la piel cambiaba de color y se volvía muy blanca.

Fue por una cobija al cuarto donde dormía la niña. En la penumbra, distinguió una botella de refresco. La almohada olía a fomentos de eucalipto. Lo primero que conoció de Patricia fue a la hermosa niña que sonreía detrás de la puerta de tela de alambre y decía que su coche «estaba roto».

Desde la primera noche en que durmió con él y gritó su nombre y se convirtió en la única persona que no le decía Radio, Patricia le dejó una palabra caliente en el oído: «Vámonos». Pero se quedó allí y consiguió un trabajo en la planta de fibra de vidrio, a 15 kilómetros de Terrales. El Radio había visto las humaredas a la distancia; según Guadalupe, el trabajo envenenaba y unas astillas de cristal se formaban en los pulmones. Patricia trabajaba con tapabocas y rociaba sustancias con una manguera de aspersión. Le gustaba imaginarla tras las nubes del spray, de algún modo, ella miraba las cosas como si interpusiera una sustancia vaporosa, una tela de alambre, un filtro que le permitía estar donde no quería.

El accidente del Thorton ocurrió pocas semanas después de que Patricia empezó a hacer la casa habitable y a pedir que se fueran. Él estuvo de acuerdo, pensó en un óvalo de arena, perfectamente iluminado, donde los perros rápidos decidían la suerte, y luego, como si eso no tuviera relación, en los billetes que no había contado. Descartó la idea de usar el dinero; no supo ni cómo lo hizo; lentamente algo se apoderó de él y le impidió contárselo a Patricia; todo asumió la forma de un secreto amargo. Patricia tenía tantos deseos de irse que la caja escondida en el galpón se convirtió en la esperanza que él traicionaba sin que ella lo supiera.

El Radio colocó la frazada sobre Patricia; la vio sonreír como si soñara algo bueno e intransferible. Volvió a la mesa de juego. Casi sintió alivio cuando recogió la tercia de ases. «Terrales», dijo para sí mismo. Pidió dos cartas. Con lenta monotonía, fue a todo lo que apostó Mendoza. Perdió la partida y desvió la vista a la ventana acariciada por la niebla. La bocina produjo un siseo en el que no hubo palabras. ¿Cuántas noches había velado junto al termo de café, aplastando migajas en la mesa, memorizando scores de bateo, extendiendo las barajas de un solitario? Alguien tenía que estar despierto para que los demás pasaran. Así de sencillo. Ése era el sentido del rumor en la bocina y de sus ojos ante la ventana donde sólo se veía un vapor oscuro.

Después de horas de silencio, la primera voz sonó extraña en la bocina:

-¿Tienes un tráiler allá arriba?

Chuy Mendoza se rascaba el pecho. El Radio lo vio a los ojos. Chuy negó con la cabeza.

-No -respondió-. ¿Por qué?

Reconoció la voz. Le hablaban del meteorólogo:

-Hay un vato fuera de ruta. Pasó por Terrales. ¿Algún extraño?

-Nada.

El hombre repartió las barajas, sin agradecer la mentira. ¿Alguien lo vigilaba?, ¿alguien esperaba su descenso con la caja? Sus ojos amarillentos se concentraron en el Radio:

-¿Cuánto falta? -señaló sus corcholatas, una ventaja abrumadora.

¿Qué era peor, perder el valle, las luces de neón, la vida abierta a la que podía descender con Patricia o que ella nunca conociera el tesoro intacto en la caja de metal? Era como si apostara el sueño de la mujer. Cuando ella abriera los ojos, volvería al cuarto pobre, a las cosas que pensaba abandonar y que sin embargo mejoraba.

Tuvo que ir por una bolsa con corcholatas perforadas que habían servido como rondanas para clavos. Hubiera sido más fácil regalárselas al hombre, pero continuó el ritual, perdió un juego tras otro, hasta que las sumas se hicieron innecesarias.

-¿Dónde la tienes? -preguntó Chuy Mendoza.

Una luz parda se untaba a la ventana; en unos minutos los trailers encenderían sus motores y pedirían señas para volver a la carretera.

Salieron al aire fresco; tomaron el camino de tierra apisonada que llevaba al galpón.

El Radio empujó la puerta y respiró el polvo. Se asomó a la ventana; la niebla se desvanecía, vio la carretera distante, la línea punteada.

La caja estaba bajo el retrato de su madre, a un lado de la escopeta. ¿Estaría cargada? Le pareció curioso no saberlo.

-Aquí -retiró la frazada que envolvía la caja, abrió la tapa-: ni siquiera los conté -los billetes lucían tiesos, rasposos, como si hubieran sido impresos durante la noche.

El hombre salió de la caseta con indiferencia, como un recolector de bloques perdidos en la sierra. Después de unos minutos, el Radio escuchó el motor del tráiler.

Vio la foto en la pared, el suéter guinda, el cuerpo débil del que había comido, la mujer joven que no reconocería cuando volviera a Terrales, porque iba a regresar, tal vez sólo por unos minutos, lo suficiente para verificar una parte de su vida o, como tantos, para demostrar que en ese punto perdido era posible detenerse.

Se acercó a la ventana. La tierra se extendía, como si la anchura fuera una oportunidad. Las luces de la pista de aterrizaje se apagaban una a una, como cuentas de oro. Se llevó los dedos a la nariz, tenían un olor metálico, de tanto empujar corcholatas.

El galpón era el último punto de mira en la montaña. Se preguntó qué pasaría si alguien, en algún sitio, pudiera observarlo. ¿Sabría por qué estaba ahí? ¿Comprendería lo que significan un hombre de cerillo y una tercia de ases? ¿Imaginaría la boca de Patricia, abandonada a lo que cambiaba durante su sueño? ¿Sentiría lo mismo que él? ¿Pensaría que había perdido o ganado algo? ¿Entendería lo que empieza cuando la gente se queda sin gasolina?





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