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La utopía en «El Periquillo Sarniento»

Luis Sáinz de Medrano Arce





La especial vinculación del pensamiento utópico al Nuevo Mundo y su desarrollo en él es asunto ampliamente estudiado, a partir, sobre todo, de los trabajos de Silvio Zabala1, pero conviene recordar que en Hispanoamérica la oportunidad de llevar adelante la organización de una nueva sociedad con un modelo ideal no es un anhelo limitado a los primeros tiempos, en los que, por un lado, existe la esperanza de encontrar culturas autóctonas vivas con connotaciones utópicas, y, por otro, la de dar forma a situaciones de esta naturaleza. La América que O’Gorman definió certeramente como «inventada», ha mantenido, intermitentemente, hasta bien entrado nuestro siglo el esfuerzo por no disociarse de los sueños y los proyectos iniciales, dentro de las coordenadas de cada época2.

La independencia, que propicia un lógico sentimiento inauguralista, es una etapa pródiga en mensajes diseñadores de esa idea, si bien ahora bajo el signo del racionalismo, superados los tardíos deslumbramientos dieciochescos por la ciudad de los Césares. Pero en el empeño de muchos por configurar una nación dentro de las coordenadas doctrinales del pensamiento ilustrado pueden advertirse más o menos difusamente las huellas de la Utopía de Tomás Moro y otros viejos paradigmas, matizadas a veces -aunque sólo en una dimensión convencional- por la teoría del buen salvaje, acuñada, que no inventada, por Rousseau-. Esto es lo que a nuestro entender caracteriza lo que Mannheim definió como «la utopía liberal-humanitaria de la burguesía del iluminismo»3.

Las «silvas» de Andrés Bello muestran, por ejemplo, estos vestigios, pero seguramente en ninguna parte adquieren tanto relieve como en El Periquillo Sarniento (1816, 1830) de Fernández de Lizardi.

Como es sabido, «El Pensador mexicano» escribió esta novela para desarrollar sus ideas reformistas, imposibilitado como estaba de exponerlas a través de los escritos periodísticos. Aunque no se ha hecho un cotejo sistemático entre los contenidos de la novela y los de estos últimos, en los que se han adentrado con buena fortuna al menos dos excelentes investigadoras, Margarita Palacios Sierra4 y María del Rocío Oviedo Pérez de Tudela5, es de dominio público en el campo de la crítica la correspondencia global entre unos y otros -lo mismo podría decirse a propósito de las restantes novelas de Lizardi-. Cuanto exponemos a continuación puede aportar alguna precisión al examen de la intertextualidad en El Periquillo y mostrar, sobre todo, su relativa pero marcada vinculación al prestigioso modelo trazado por el lord canciller de Enrique VIII.

Con anterioridad a El Periquillo Sarniento, Lizardi dio entrada a una propuesta utópica en ciertos escritos aparecidos en el periódico El Pensador mexicano -éste era también, como es bien sabido, su propio pseudónimo- publicado de 1812 a 1814, aprovechando la libertad de imprenta otorgada por las Cortes de Cádiz, que no tardaría en ser derogada (y no hay que olvidar que incluso bajo esta legalidad, Lizardi sufrió persecución y cárcel).

En el número 2 de este periódico correspondiente al 20 de enero de 1814. Lizardi introdujo una carta dirigida supuestamente al «Pensador», es decir, a él mismo, por su propio hermano, un personaje que se hace llamar Antoñico y que, por distracción del autor, acaba firmando como Manuel. En la carta, dividida en tres partes (correspondientes las dos primeras al 10 de noviembre de 1813, y la última al 3 de febrero de 1814), cuenta el remitente las incidencias de su vida desde su entrada al servicio de un caballero inglés llamado Torneville, «como amanuense y mozo comercio». Este, «aunque al parecer era protestante» (sic) poseía altas «virtudes morales»6. Encariñado con el joven lo lleva a Manila, donde permanecen seis años, y posteriormente marchan a Londres. Su enlace con la hija de su benefactor y los fallecimientos de éste, la muchacha y el hijo habido en el matrimonio convierten a Antonio en un hombre afligido pero dueño de una considerable fortuna que decide volver a su patria mexicana, para lo cual fleta dos barcos. Tras una tempestad que les sorprende a los doce días de navegación, encalla uno de los navíos. Antonio, desde el suyo, organiza la salvación de los tripulantes y lo más precioso del cargamento, y logra arribar a la costa que aparece ante ellos.

La tierra tan providencialmente descubierta resulta ser una isla poblada por europeos y gobernada por un tal Dubbois que les brinda una excelente acogida. Tanto es así que Antonio es nombrado primer ministro, y, con facilidades análogas a las que propiciaron su primer matrimonio, llegará a casarse con la hija del mandatario. La muerte de su suegro viene a perturbar su espíritu doblemente al tener que gobernar con responsabilidad plena. La estimación popular de que goza no impide que surjan desavenencias e incluso una insurrección armada. Antonio, muy desconcertado e irresoluto ante tales problemas, echa en falta un oportuno consejo, motivo por el cual se lo pide al destinatario de sus cartas, al haber llegado a sus manos El Pensador Mexicano y con él el conocimiento de la existencia y paradero de su hermano, tras largos años de separación.

Informándole sucintamente de la historia de la isla, le hace saber que tras la muerte del último rey, Anfredo II, se decidió la sustitución de la monarquía absoluta por un régimen representativo. Se describe este gobierno donde el rey tiene un papel honorífico y seguidamente se ofrece un panorama de las castas sociales, y se alude a las causas de la revolución en curso.

Finalmente Antonio (o Manuel) insta a su hermano a que le envíe sus desinteresados consejos con toda espontaneidad. Es en este momento cuando la oferta utópica se hace patente:

«Vas, finalmente, a fingirte un reino en tu cabeza y hacerte rey o ministro en él, y así das tus leyes, seguro de que por malas y descabelladas que sean, como son un mero sueño, a nadie podrán perjudicar.

Tienes ejemplos sobrados de esta clase de gobiernos ideales, y los tienes también de que sus autores, lejos de merecer la más mínima reprehensión, se conciliaron los aplausos de sus tiempos. Tales fueron Platón y Aristóteles con sus Repúblicas, Tomás Moro con su Utopía, Santo Tomás con su Gobierno de príncipes, Albornoz con su Castilla política, Saavedra con sus Empresas, Campillo con su Gobierno de América, Foronda con sus Cartas, y otros varios.»7



Sigue, por último, una recomendación al deseado consejero: que se inspire también en las sabias instrucciones de don Quijote a Sancho cuando se le encomendó el mando de la Ínsula Barataria.

De hecho, como bien puede apreciarse, se trata de una pregunta indirecta de tipo retórico, puesto que «el Pensador» está sugiriendo las claves de una respuesta que él mismo tiene en su mente. Lizardi ha presentado el espacio «normalizado» para la sustentación de una sociedad perfecta: la isla, cuyos habitantes gozan de una buena organización comunitaria, si bien ésta se halla alterada por ciertas disensiones. Es, pues, sólo una potencial Utopía (pero, bien mirado, en mayor o menor grado, lo son todas. Ya Platón reconocía, por ejemplo, la dificultad de defender en términos absolutos la justicia en la República).

Lizardi por el momento deja sin respuesta la solicitud que él mismo se ha dirigido mediante el artificio descrito. Como bien supone la profesora Oviedo, «pudo ocurrir que él mismo consideraba peligroso el tema o que los censores le hicieran una advertencia»8. Nada de esto sería sorprendente, y hay que considerar además que la última carta está fechada en 3 de febrero de 1814, y el 4 de mayo de ese mismo año Fernando VII, que desde su regreso a España tras el dorado secuestro en Francia había dado manifiestas señales de autoritarismo, firmó un decreto, publicado siete días después, por el que se derogaba la Constitución liberal de 1812 y se reinstauraba el absolutismo. Lizardi, que entretanto se había tenido que ocupar de otros temas, no iba a tener oportunidad durante mucho tiempo de volver sobre éste, por las forzadas cautelas con que hubo de proseguir su labor periodística.

La respuesta, en fin, aparecerá años más tarde, de una forma explícita y total, en su periódico Conversaciones del payo y el sacristán (t. II), en la décimasexta9 conversación entre ambos, fechada en 25 de mayo de 1825 y en las siguientes de 28 del mismo mes y 1 y 7 de junio. Para esas fechas la nación mexicana hacía casi cuatro años que había conseguido su independencia y se encontraba, tras la malhadada experiencia del imperio de Iturbide, bajo el sistema federal republicano, regida por Guadalupe Victoria. Era posible entonces hacer un proyecto de Constitución y a ello se apresta Lizardi en textos que traslucen la voluntad de formular concreciones propias del derecho positivo.

Sobre ellos hemos de volver, pero nos interesa referirnos al hecho que justifica más que ningún otro el título de nuestro estudio. Fernández de Lizardi buscó una oportunidad mucho antes de 1825, para sacar adelante un cierto proyecto utópico relacionado con su anterior solicitud. Lo hizo en las páginas de la IV parte de El Periquillo Sarniento confiando en la impunidad de la ficción novelesca, si bien las circunstancias impidieron también en aquella ocasión que tales ideas fueran difundidas en su momento. y es significativo que ello se debiera no sólo a la vigorosa reprobación de la esclavitud formulada en el capítulo I sino también a «las palabras rayadas al margen y subrayadas en el capitulo tercero»10, en el que justamente se pone en marcha el episodio al que vamos a referirnos.

Periquillo viaja desde Manila a México. Se produce un naufragio (obsérvense las concomitancias con la situación antes descrita) y logra salvar in extremis su vida al ser recogido por unos pescadores. Trasladado a tierra, ésta resulta ser una isla llamada Saucheofú, habitada por orientales y regida por un «tután». Periquillo, amistosamente recibido, tiene oportunidad de conversar en varias ocasiones con Limahotón, el hermano de tal personaje, y con el propio gobernante, quienes se interesan por las formas de vida del país del náufrago y le informan acerca de las existentes en la isla. Ello da pie a un cotejo de ideas que representa de un lado una crítica al sistema social mexicano o hispánico y de otro el retrato, evidentemente panglossiano, de una sociedad, la isleña, muy próxima a la perfección. Los aspectos abordados bajo los respectivos puntos de vista (considerando como uno mismo el de Limahotón y el del tután, que funcionalmente son un personaje unitario, o, si lo preferimos, un único actante) conciernen a los siguientes temas: 1) Nobleza. 2) Ejército. 3) Religión. 4) Medicina. 5) Derecho en general. 6) El lenguaje como vehículo cultural. 7) Actividades laborales. 8) Usos penales. A través de su revisión se pone ostentosamente de manifiesto la superioridad del sistema vigente en la isla.

Periquillo, en determinado momento, no puede menos de expresar al oriental su creencia de que «si todas las providencias que aquí rigen son tan buenas y recomendables como las que me has hecho conocer, tu tierra será la más feliz, y aquí se habrán realizado las ideas imaginarias de Aristóteles, Platón y otros políticos en el gobierno de sus arregladísimas repúblicas»11 La apostilla es un indicio bien claro del plano en que se mueve el autor. Lizardi ha trazado un panorama utópico que evidentemente no ha juzgado oportuno desarrollar del todo. Estamos ante una sociedad oriental, no europea, como la del territorio descrito en las cartas de Antonio. En aquel caso Lizardi había mostrado una mayor coincidencia en este aspecto con la obra de Tomás Moro, en la que los utopenses aparecían como básicamente occidentales, desde el momento en que se manifiesta en ella la sospecha de que sean de origen griego y es seguro que han aprendido todo lo referente a técnicas de unos romanos y egipcios (al cabo, maestros de occidente estos últimos), llegados por causa de un naufragio a sus costas. Su formación filosófica coincide con la de los griegos y, a mayor abundamiento, el navegante que convive con ellos y será después divulgador de su forma de vida, es decir, Raphael Hythodaeo, les había dejado sus propios libros, todos ellos de autores griegos, con excepción de algunos latinos. En este otro caso, Lizardi ha preferido excusar la huella occidental sobre los ciudadanos de Saucheofú, prefiriendo marcar distancias al presentar una comunidad de gentes asiáticas, cuyos dirigentes son una especie de híbridos que poseen una cierta candidez de «buenos salvajes» -pero no americanos- unida a una bagaje cultural evolucionado.

Justo es decir que no es ajena a esta opción tipológica la huella de un referente libresco que, como bien se ha señalado ha servido de modelo, en cierta medida, a Lizardi. Se trata de algunos pasajes de la obra del agustino Fray Juan González de Mendoza Historia de las cosas más notables, ritos y costumbres del gran reino de la China (1585)12. En la que se describen los contactos mantenidos, en el siglo XVI, con desigual fortuna, por varios misioneros españoles con ese país, donde fueron recibidos por diversos dignatarios. De ellos toma Lizardi el topónimo de la capital de la isla, que corresponde a la ciudad china de Saucheofú, y los apelativos de «loitia» (doctor, caballero, entre los chinos), «tután» (virrey) y «chaen» (visitador general), lo mismo que el nombre de Limahotón, proveniente del de «Limahón», un célebre corsario. Puede percibirse también algún rasgo del relato de Mendoza en lo que se refiere a determinadas coincidencias en los castigos utilizados en China y en la isla de Periquillo, y en alguna otra situación. Más difícil es aceptar que el nombre del protagonista de Lizardi haya sido inspirado por el del soldado Pedro Sarmiento, personaje de la historia de Mendoza como llega a aventurar Edgar C. Knowlton. Jr., en su minucioso cotejo de textos de la misma con los de los pertinentes capítulos de El Periquillo13. Reconocido, en todo caso, sin entrar en la discusión de detalles, el aprovechamiento de la obra del agustino, que tuvo, al parecer, una gran difusión en su época y debió de continuar siendo una fuente informativa sobre la China muy apreciada en siglos posteriores, no podemos seguir a Knowlton cuando afirma que Lizardi, no habiendo podido utilizara Filipinas como escenario del contraste utópico que su propósito de criticar al gobierno y a la sociedad mexicana requería, «this Utopia he foundin Mendoza's account of sixteenth century China»14. Evidentemente la China descrita por Mendoza, gobernada desde una tiranía no carente de cierto paternalismo, en la que algunos de los misioneros recibieron un trato afrentoso, no poseía, según nuestro propio análisis de esta obra, los suficientes rasgos ejemplares característicos de una sociedad digna de ser imitada. Opinamos, en suma, que Lizardi no obtuvo de la obra en cuestión sino lo antes dicho, un acopio de datos exóticos, mientras no perdió de vista el modelo de Tomás Moro, tan explícitamente mencionado.

Ahora bien, partiendo de la base de que Fernández de Lizardi fue un gran memorialista y su obra en su conjunto, inscrita en el fervoroso sentimiento reformista del iluminismo, es un gigantesco proyecto de una sociedad perfecta, una colosal búsqueda de utopía, hemos de aclarar, al aproximarnos a establecer una comparación con el referente concreto de la obra de Moro, cuya huella nos parece evidente en las mencionadas cartas y en los capítulos de El Periquillo a que venimos refiriéndonos, que no pretendemos que «el Pensador mexicano», hijo inequívoco de su tiempo, tuviera que seguir con exclusividad y total disciplina las pautas de humanista inglés.

Dicho esto, en primer lugar podemos observar la coincidencia en la apreciación del papel del intelectual como consejero del gobernante, asunto planteado por Moro a través de las sugerencias hechas a Rafael por el humanista Pedro Egidio, su interlocutor en el libro primero de Utopía:

“Estoy plenamente persuadido de que cumplirías una obra digna de ti, (...), digna de un filósofo sí hicieres de manera que apliques tu ingenio y tu industria al servicio de los asuntos públicos. Y esto nunca lo harías con tanto provecho como siendo consejero de algún príncipe...»15



Las reservas de Rafael no proceden de que considere inconveniente tal misión, sino del deseo de preservar su independencia y de su desconfianza ante la capacidad del gobernante para aceptar asesoramientos. En la carta de Antonio se produce implícitamente una situación estructuralmente equiparable. También Antonio, poseedor a su pesar de responsabilidades plenas de gobierno, trata de persuadir al Pensador para que actúe ante él como consejero, presumiendo que pueda tener razones para inhibirse. (De ahí que, entre otros estímulos, le sugiera que tome apoyo en las obras mencionadas, entre ellas la de Moro).

Otro aspecto a destacar es el de la configuración y características de los territorios descritos por Lizardi. Tanto Ricamea como Saucheofú, adonde llegan Antonio y Periquillo, respectivamente, son, como Utopía, islas. Moro no especifica la localización de la suya, aunque parece clara su vinculación con América16. Americana es, según se declara expresamente, la que corresponde a la aventura de Antonio. En ella, como consecuencia de una perturbación ha «faltado» el «amado e inocente» rey, perteneciente a la casa de los «Bornobes», sic, habiéndose hecho cargo del poder de la nación, «la que allí dicen que es la legítima soberana», una «junta de gobernación»17.

Está claro que aquí, tras recoger la idea inicial de Moro, se introducen circunstancias a simple vista homologables con los acontecimientos de la América española y de México en particular tras la ida de la familia real a Francia. Para mayor evidencia, un poco más adelante, Antonio recuerda, como si se tratara de un ejemplo fortuito, lanzando un cabo a la historia real, la acción del ambicioso Godoy entregando su país al «tirano corso»18.

Los habitantes de Ricamea pertenecen a diversas razas -las mismas, por cierto que hay en México- y hay allí una situación conflictiva nacida de la rebelión de los indios, lo que nos lleva a relacionar esta circunstancia bélica con la existente en la patria de Lizardi cuando escribe estas líneas, es decir, la larga campaña del insurgente Morelos, que no terminará hasta 1815.

En cuanto a la isla de Periquillo no es un estado en sí misma. Sólo una provincia regida por un tután. De hecho, sin embargo, funciona como un país autónomo. Es un lugar mucho más próximo al paraíso utópico, aunque está más lejos de alcanzar este status que la isla de Moro. La pobreza y los delitos no parecen ser fenómenos raros en Saucheofú. Recuérdese que Moro guarda la mayor parte de sus observaciones sobre los delincuentes y su penalización para el capítulo primero en el que se debaten ciertos problemas de Inglaterra.

Periquillo es un informante secundario con relación al territorio descubierto. Los principales son el tután y Limahotón, a cuyo cargo corre la explicación de las formas de vida de la isla. En la Utopía de Moro, Rafael, que posee un total acopio de datos sobre la isla asume plenamente el papel de informante principal. Ya han sido señaladas ciertas motivaciones de la presencia de los referidos personajes en la novela de Lizardi. Cabría también pensar que son convenientes para dar verosimilitud a lo relatado, ya que de otro modo habría sido necesario prolongar excesivamente el episodio a fin de que Periquillo adquiriera los conocimientos necesarios sobre el sistema de vida so pena de dar a tal experiencia un tratamiento forzadamente sumarial.

Volviendo asimismo sobre la caracterización de esos personajes, añadiremos que su identidad oriental los separa claramente de la americanidad a la que el «noble sauvage» fue comúnmente asociado desde Rousseau -por referirnos sólo al más relevante de quienes acuñaron esa imagen-. Un intelectual burgués ilustrado como Lizardi no podía, por definición, proponer la restauración de ningún modelo perteneciente a las antiguas culturas precolombinas a la hora de dar entrada a la reglamentación de la sociedad de la América independiente. Nada en la obra del «Pensador mexicano» tiene que ver con una consideración del indio mexicano que no sea, en el mejor de los casos, la de la mirada paternalista del criollo que se cree superior por naturaleza. Lo otro, lo del admirable aborigen del Nuevo Mundo como dechado a imitar, estaba bien para los filósofos enciclopedistas, a quienes tanto admiraba19 pero en la América de los días de la Independencia no iría más allá de las inviables elucubraciones de Francisco de Miranda y de las convencionales solidaridades de la literatura y el nacionalismo, como la que hizo irrumpir al viejo Huayna Cápae en la «Oda a Junín» de Olmedo o a los incas en el himno nación al argentino20

Hay que observar además que las censuras hechas por el tután y Limahotón a lo que van conociendo -a través de Periquillo- de las costumbres hispanas, los van convirtiendo en una réplica del «oriental» creado por Montesquieu para cuestionar la civilización europea. Son, pues, equivalentes a los Usbeck y Rica de las Cartas persas o al Gazel de las Cartas marruecas de Cadalso. De hecho uno de ellos -Limahotón- se traslada a México con el propósito inicial, según resulta del todo evidente, de asumir en plenitud tal función, si bien, en uno de los repliegues típicos de esta novela, motivados por el temor del autor a pronunciarse demasiado abiertamente sobre temas conflictivos, el proyecto queda amagado desde el momento en que nunca se da a conocer el contenido de los cuadernos de notas que el isleño llega a reunir, contenido que se adivina fuertemente censorial por la explicación que éste da en cierto momento a Periquillo:

«Si los vieras -me dijo- acaso te incomodarías, porque lo que escribí fueron unos apuntes críticos de los abusos que he notado en tu patria»21.



Aunque no se trata de buscar un estricto paralelismo entre los asuntos desarrollados por Lizardi y los de la Utopía de Moro, sino una similaridad de base, podemos seguir apreciando algunos temas en los que los puntos de contacto que pueden tener consecuencias divergentes en alguna ocasión, son perceptibles:

En lo que se refiere al hecho de que la hospitalidad dispensada a Periquillo no debe eximirle de desempeñar algún oficio para adecuarse a la laboriosidad característica de la gente de la isla, está clara la correspondencia con lo que sucede en Utopía, donde «Además de la agricultura [...] cada cual aprende como propio un oficio determinado22.

En El Periquillo se denuncia la lamentable situación de los nobles ociosos y empobrecidos de México: «Hay innumerables que son pobrísimos, y tanto que, por su pobreza, se hallan confundidos con la escoria del pueblo23. Moro alude a los nobles que, en Inglaterra, no en Utopía, «no sólo andan ellos mismos ociosos cual zánganos (...) sino que se rodean también de una caterva de servidores ociosos que nunca aprendieron arte alguna de ganarse el sustento»24. Nótese que en ambos casos se está hablando de los países reales, puesto que -recordémoslo de nuevo- las dos obras no se limitan a exaltar sin más, las excelencias de los territorios ejemplares sino que buscan también reprobar la situación social de aquéllos25, lo cual en Utopía se hace en el capítulo antes indicado y en El Periquillo en forma de comentarios intercalados en las conversaciones mantenidas en la isla.

El tema del ejército es también común, aunque su tratamiento es diferente. Los utopenses, caracterizados por su pacifismo, «se ejercitan diariamente en la disciplina militar»26 paro a la hora de hacer la guerra envían preferentemente a ella a mercenarios extranjeros y sólo en último término a los propios ciudadanos que desean participar voluntariamente. Los de la isla de Saucheofú son todos soldados, como se dijo anteriormente, pero no parecen tener función alguna sino en caso de guerra. Esto da pie para cuestionarla existencia en México de un ejército regular pagado por el rey.

En cuanto a la religión, a la tolerancia de los utopenses, quienes participan en la adoración a un ser supremo llamado Mitra y a la pronta aceptación por muchos de la religión cristiana corresponde la comprensión que Limahotón muestra por la misma cuando, durante su permanencia en México se presta espontáneamente a ser adoctrinado en ella, «aunque sea por curiosidad»27 por el capellán que ha tomado a su servicio. Reconozcamos que esta buena disposición tiene su correlato en la del «buen salvaje» desde que Colón escribió refiriéndose a los indios de Guanahaní. «Y creo ligeramente se harían cristianos»28. Hay además en el acotado pasaje de El Periquillo una irónica alusión al saber de los teólogos y al comportamiento de ciertos capellanes en la Nueva España que no cabe encuadrar sino en el contexto de su vinculación al racionalismo de la época.

Las leyes en Utopía son pocas y claras. No son precisos abogados que las interpreten porque su sentido «es evidente a todos»29. En Saucheofú sucede lo mismo y además recordemos que las disposiciones legales se fijan en las esquinas de las calles «para que se instruyan en ellas los ciudadanos»30. Esto da lugar a una aguda crítica referida a México sobre el excesivo número de personas de quienes depende la tramitación de la justicia y los embrollos de los malos abogados.

Acerca de la medicina, Utopía ofrece información sobre la buena organización de los hospitales. Lizardi concede amplio espacio a este aspecto. Se destaca en primer lugar que los médicos de la isla son «hombres muy sabios y experimentados»31, conocedor cada uno de todas las especialidades. A la templada crítica que se permite hacer el tután a los médicos de la Nueva España, cuando aventura, como deducción de la información que le ha dado Periquillo: «En tu tierra habrá boticarios que curarán con más acierto que muchos médicos»32, se añade la más radical de éste al hablar del funcionamiento de la universidad de su país -salvando, por cierto, algunos elogios a determinados colegios- y afirmar que «en ninguna parte se enseña Medicina»33.

En El Periquillo se da amplia cabida a la censura del uso de latines por quienes pretenden alardear de sabios, aun siendo conscientes de no ser comprendidos: «Delante de los que no entienden el latín se ha de salpicar la conversación de latines para que tengan a uno por instruido», opina el criollo. A esto responde Limahotón que «la gracia del sabio está en darse a entender a cuantos lo escuchen»34. Implícitamente hay una coincidencia con el hecho de que en Utopía se deja muy claro que allí las gentes aprenden las disciplinas en su propia lengua, lo cual conecta, como señala G. Estébanez con la preocupación lingüística de los humanistas que «lucharon por el empleo de las lenguas vernáculas como vehículos de la filosofía y de la ciencia»35. No fue ésta una posición diferente a la de los hombres de la Ilustración, tan pródigos en censuras al lenguaje de los «eruditos a la violeta» y el de los latinoparlantes a ultranza en los textos literarios.

Finalmente nos referiremos a uno de los puntos en que las coincidencias entre el sistema de valores vigente en la isla de Periquillo y las ideas de Tomás Moro son más nítidas. En Utopía apenas se plantea la existencia de los transgresores de las leyes dentro de la isla. Sabremos, sin embargo, que entre los utopenses, que desconocen la ambición por las riquezas, el juego, la crueldad del ejercicio de la caza, poseen costumbres morigeradas y se muestran respetuosos con la legalidad, hay quien puede cometer delitos que merecen ser castigados con la esclavitud. En otro momento se declara que los malhechores quedan excluidos del sacerdocio, reconociéndose, así pues, su existencia. Sin embargo no se entra en más detalles acerca del sistema penal de Utopía, sin duda porque no vale la pena empañar el satisfactorio cuadro con la descripción de algo que afecta a los menos. En cambio Moro introduce una larga disquisición sobre el tal sistema cuando se refiere al vigente en Inglaterra, y postula que el castigo a los ladrones no debe ser la muerte, algo desproporcionado e inútil, sino determinadas sanciones de valor ejemplarizante. No se invoca aquí la casuística de los utopenses -por las razones antedichas- sino la de los romanos y la de los polyeritas, pueblo dependiente del rey de los persas. En El Periquillo aparece defendida la misma idea, si bien queda muy, muy evidente el hecho de que en Saucheofú existen hombres capaces de delinquir gravemente, lo que se muestra mediante la descripción de una sesión pública de penalizaciones consistentes en el ajusticiamiento, o en otros castigos menores como azotes, marcajes con hierro y mutilaciones.

Sobre este particular interesa destacar que Lizardi manifiesta en una nota la coincidencia que existe entre las mencionadas opiniones acerca de la necesidad de que los castigos sean ejemplares y la doctrina de Manuel de Lardizábal, destacado jurisconsulto mexicano, que desarrolló una importante actividad en España y es autor de obras como el Discurso sobre las penas (1782), uno de los fundamentos del derecho penal hispánico. En realidad Lardizábal es una indudable fuente de inspiración para Lizardi en este terreno. Del mismo modo que son bien conocidas otras muy numerosas a que acudió «El Pensador», frecuentemente declaradas por él mismo a lo largo de toda su producción.

Ya hemos señalado cómo Lizardi marcó algunos de los fundamentos en que podía basarse la creación de un programa de buen gobierno en la carta del atribulado Antonio al Pensador Mexicano. Habría que añadir bastantes otros nombres cuyo respaldo es apreciable en muchos otros pasajes de la novela que subrayan las ideas desarrolladas en éste o destacan otras nuevas. Del vasto conjunto podemos destacar por ejemplo, la referencia de uno de los citados, José del Campillo, en su curioso libro Lo que hay de más y de menos en España (1787), a «la gran multitud de nobles hambrientos que próvida nuestra España, tal vez infeliz por ello, nos ofrece» o la denuncia de los falsos nobles o «nobles en sus bocas»36 o la del aquí no mencionado Melchor Rafael de Macanaz, quien en sus Auxilios para bien gobernar una monarquía católica escribía: «La multitud de nuestras leyes más confunden que dirigen a la equidad y justicia», y, acrecentando el tono de censura aludía a «tantos letrados, procuradores, agentes y escribanos, cuyo imponderable número es la peste de la monarquía y la debilitación del erario»37 a la par que, al referirse a los castigos preconizaba los que, manteniendo al reo con vida, crean ejemplaridad.

Si faltan en la descripción de la organización social en la isla de Saucheofú precisiones sobre algunos de los aspectos considerados por Moro, como la educación, la importancia de la agricultura sobre los metales preciosos, o la organización asistencial, el resto de la novela de Lizardi abunda en disquisiciones sobre estos y otros aspectos, bien amparado el autor, insistimos, en las más solventes autoridades, dentro de la fusión de su proyecto de sociedad ideal con la censura de los males sociales de su patria, ambos también factores determinantes de la Utopía de Tomás Moro.

Con independencia de esto, como hemos anticipado. Lizardi buscó una ocasión de desarrollar por extenso y en forma orgánica su pensamiento político-reformista al proponer a partir de la decimosexta «Conversación» de El Payo y el sacristán un texto constitucional. Cabe recordar que el 4 de octubre de 1824 había sido promulgada la primera constitución mexicana, que fue juzgada como limitada, vacía de contenido social y consagradora del poder eclesiástico. Todo esto no podía por menos de desagradar a Lizardi, quien a través de sus dos personajes va redactando su proyecto de carta magna, a la que los eventuales escapes lúdicos o excusas de ignorancia que tratan de justificar lo desmesurado del empeño no quitan una seria intencionalidad.

Lizardi, por medio del sacristán, invoca otra vez el ejemplo de la Utopía de Moro, así como en el de la República de Platón, el Telémaco de Fenelón y la Corte santa de Nicolás Causino (los mismos a quienes cita anteriormente en el periódico El amigo de la paz y de la patria (nº 2, 1822) y en El hermano de Perico que cantaba la victoria, nº. 2, 23 de noviembre de 1823). No entraremos a analizar con detalle el contenido de este singular memorial que se inicia con la declaración de quiénes son ciudadanos y la lista de sus derechos y deberes, sigue con la forma de gobierno, administración de justicia, código criminal, fuentes de la riqueza nacional, fomento de la industria o de las artes, reforma eclesiástica, libertad de imprenta y leyes varias -carácter de las penales, disposiciones militares, etc.-. El pragmatismo y un cierto conservadurismo personal, por lo demás no difícil de comprender, que no devalúan el carácter revolucionario del liberalismo de Lizardi, no impiden que haya en estos textos destellos utópicos. Se propugna, por ejemplo, que los ciudadanos llevarán determinadas «divisas honoríficas»38, -lo cual enlaza con la existencia de insignias distintivas en la isla de Sauehoefú, (algo que no existe en la obra de Moro)- cuya pérdida, constituiría la sanción a determinadas transgresiones y el mejor freno para no cometerlas.

Con relación a los ladrones, la posición de Lizardi es ahora más radical. Sólo concede la aplicación de la pena de trabajos públicos -es decir, la que puede redundar en beneficio de la sociedad a quienes cometan un robo por valor inferior a diez pesos. En los demás casos, propugna sin ambages la de muerte.

Lizardi aboga porque las leyes penales se coloquen en lápidas de mármol en las esquinas de las calles, uso similar al que existía en la isla de Saucheofú39. En cuanto al ejército, llama la atención que se haya abandonado lo defendido en El Periquillo y se disponga la existencia de «una fuerza de cien mil veteranos, bien pagados, vestidos y disciplinados», pero es algo que se comprende si se tiene en cuenta que por entonces todavía las tropas realistas ocupaban el castillo de San Juan de Ulúa en Veracruz y existía el temor de que se produjera un intento de reconquista del virreinato por la antigua metrópoli, auspiciada por la Santa Alianza, lo que justifica la precisión de que tal ejercito debería existir «hasta pasados cinco años de que España reconozca nuestra independencia»40.

En suma, la posibilidad de construir una Utopía tangible imponía ahora una prudencia adicional a la que ya había impedido a Lizardi seguir a Moro en la defensa de temas tan comprometidos como la supresión de la propiedad privada, lo que seguramente era inaceptable para un intelectual burgués como él41; el divorcio, cierta forma de eutoanasia, y, en el momento de escribir El periquillo, la defensa franca del gobierno democrático.

Una revisión de la obra total de Lizardi nos llevaría sin duda alguna a percibir muchas más aportaciones al tema que nos ocupa. No termina en ella, por cierto, el ansia utópica de los hispanoamericanos. La hay, y de los mejores quilates, en los ejemplares escritos fundacionales de Martí, en la búsqueda de «la América que nosotros soñamos, hospitalaria para las cosas del espíritu y no sólo para las muchedumbres que se amparan a ella; pensadora sin menoscabo de su aptitud para la acción; serena y firme..»42 las Odas seculares de Leopoldo Lugones y en el Canto a la Argentina - «región de la aurora»- de Darío; en la definición de la «raza cósmica» de Vasconcelos, en las tesis indigenistas de Mariátegui, en Gallegos, en Neruda, en Martínez Estrada y, de modo muy «sui generis» en el Borges de Tlön Uqbar, Urbis Tertius, por referirnos sólo a escritores.

Resulta inevitable que nos preguntemos hoy con inquietud si también en Hispanoamérica se ha llegado al final de la utopía anunciado por Marcuse. La terrible dialéctica de su gran literatura de la desesperanza así lo hace pensar a veces. Pero sería demasiado estremecedor admitir que la vieja y poderosa corriente no pueda superar la actual barrera. No es posible que Hispanoamérica se resigne a no terminar de inventarse a sí misma, a no descubrir su cifra, su isla-clave, llámese Saucheofú, Contadora o de cualquier otra forma.43





 
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