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Introducción al «Periquillo Sarniento» de José Joaquín Fernández de Lizardi

Luis Sáinz de Medrano Arce





El nombre de José Joaquín Fernández de Lizardi va asociado al del nacimiento de la novela hispanoamericana, que hay que situar en 1816, año de la aparición de El Periquillo Sarniento.

La fecha es como se ve tardía y desde siempre se han preguntado los críticos por el extraño retraso del género cuando la poesía e incluso el teatro -aunque éste en menor escala- tienen en Hispanoamérica un desarrollo notable desde comienzos del siglo XVI. Pedro Henríquez Ureña lo atribuyó al hecho de que existieran serias prohibiciones para el envío a América de novelas desde la Península, con lo cual no habría habido posibilidad de que los habitantes del Nuevo Mundo sintieran incitación por esta forma específica de la narrativa. Más adelante rectificó su opinión al afirmar en Las corrientes literarias en la América hispánica: «Investigaciones recientes -especialmente las del profesor Irving A. Leonard: véase, por ejemplo, Romances of Chivalry in the Indies, Berkeley, California, 1913- han demostrado que las novelas se enviaban de España a América en grandes cantidades, y que aquí las vendían abiertamente los libreros. No parece que tan floreciente comercio baya sido de contrabando...»1.

El propio Leonard en una obra posterior, Books of the brave, editada por la Universidad de Harvard en 1949, corroboró las anteriores afirmaciones, que pueden verse documentadas, sin ánimo por nuestra parte de agotar el tema, en obras hispanoamericanas como la de José Torre Revello, El libro, la imprenta y el periodismo en América, Buenos Aires, 1940, y en la de Luis Alberto Sánchez, Proceso y contenido de la novela hispanoamericana, Madrid, 1953.

Si los libros de caballerías y el Quijote circularon por las Indias con tanta facilidad como las «Soledades» gongorinas, ¿cuál pudo ser la razón de que frente a la profusión de discípulos que allí tuvo el maestro de Córdoba no surgieran novelistas durante tres siglos? No cabe argüir tampoco que hubo prohibiciones para imprimir en el Nuevo Mundo «vanas y mentirosas fábulas», pues podían haberse editado en España como sucedió con tantas otras creaciones de la literatura del período virreinal. Seguramente, como también Luis Alberto Sánchez ha apuntado, lo que constituyó en gran medida factor determinante para este vacío fue sencillamente que quienes vivían en un ámbito extraordinario, fabuloso en sí mismo, puntualmente documentado por los cronistas de Indias, sentían que no tenía sentido inventar ficciones que no podían superar en interés a la realidad circundante. «No se requerían invenciones -dice el crítico limeño-. Ellas quedaban por cuenta de la vida cotidiana»2.

«¿Cómo puede explicarse el hecho de que entre los conquistadores mismos no surgiera un novelista?», se pregunta femando Alegría en su Breve historia de la novela hispanoamericana, Méjico, 1960. Ninguna nueva explicación -el temor a la censura, que no impidió la difusión de toda una literatura de denuncia como es la que impregna muchas páginas de los relatos de los historiadores; la ausencia de una verdadera clase media, cuestión también discutible; el supuesto descrédito moral del género novelesco- nos parece suficientemente convincente al lado de la arriba señalada. El elevado coste de la impresión de libros en Méjico, del que se lamenta amargamente Fernández de Lizardi en el Prólogo, dedicatoria y advertencias a los lectores, una de sus introducciones a El Periquillo Sarniento, es un dato de valor más o menos circunstancial que naturalmente tampoco puede tomarse como decisivo a este respecto.

Por otro lado, y sin forzar los hechos porque no estimamos que resulte imprescindible inventar una tradición novelesca para subrayar la importancia de la literatura hispanoamericana anterior a la independencia, no cabe duda de que pueden rastrearse elementos de esa naturaleza en bastantes obras de los siglos XVI, XVII y XVIII, como la Verdadera historia de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; los Comentarios reales, del Inca Garcilaso; el Cautiverio feliz, de Francisco Núñez de Pineda, y sobre todo Los infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos de Sigüenza y Góngora -claro antecedente de El Periquillo Sarniento-, y El Lazarillo de ciegos caminantes, de Concolorcorvo.

Volviendo a nuestro autor, es preciso señalar que la época de José Joaquín Fernández de Lizardi corresponde al período de transición del régimen virreinal a la Independencia de la Nueva España.

Lizardi nació en la ciudad de Méjico en 1776, el mismo año en que las colonias de la América continental inglesa declaraban su emancipación. El hecho de que su madre fuera hija de un librero de Puebla es digno de consignarse, pues acaso esta circunstancia no fue en alguna forma ajena al contacto que el futuro novelista tuvo con el cúmulo de obras que sustentan su desbordante erudición. Anotémosla al menos como un probable factor a considerar. Otra circunstancia de interés es la de que el padre de nuestro autor fuera médico. José Joaquín estuvo desde la infancia relacionado con los avatares de esta profesión y ello explica en parte su dominio del tema tantas veces materia de sus escritos.

Lizardi cursó estudios en la capital de la Nueva España. Fue alumno del afamado Colegio de San Ildefonso, a cuyo sistema de enseñanza aludiría en El Periquillo Sarniento, pero muerto su padre hubo de regresar sin graduarse a Tepotzotlán, lugar próximo a la capital donde residía la familia.

Alrededor de 1805 contrajo matrimonio y todo hace suponer que en 1808 residía de nuevo en la ciudad de México. A este año pertenece su primera pieza literaria conocida, la «Polaca que en honor de nuestro Católico Monarca el Señor Don Fernando Séptimo cantó J. F. de L.».

Producida la invasión napoleónica en la Península se inician en toda la América española los movimientos que conducirán indefectiblemente a la independencia. En Méjico el sacerdote Miguel Hidalgo organiza la primera acción insurgente en septiembre de 1810. Lizardi, nacionalista como la gran mayoría de los criollos, toma pronto partido por la rebelión y su presunta colaboración con Morelos, otro de los caudillos que aparecen en escena en aquellos años turbulentos, motiva su prisión al finalizar 1811.

Su gran vocación era indiscutiblemente el periodismo, y a partir de este momento salen de su pluma, además de algunas poesías de escasa calidad, numerosos panfletos y artículos de impronta periodística.

En octubre de 1812, a raíz de haberse establecido la Constitución de Cádiz, una de cuyas novedades liberales era la promulgación de la libertad de imprenta, aparece el primer número de El Pensador Mexicano fundado por Lizardi, quien adoptará en adelante ese mismo título como pseudónimo personal. Fue éste sin duda el más importante de los numerosos periódicos que a partir de aquel momento y al amparo de la Constitución proliferaron en Méjico y sólo parangonable al pionero de la prensa diaria mejicana, el Diario de México, primer periódico diario de la Nueva España, fundado en 1805.

Ya no se trataba de hacer un periodismo culto y abierto a las ideas generales de la Ilustración, misión cumplida hasta entonces por el mencionado Diario; la tensión de los tiempos urgía a muchos, y de modo muy particular a Fernández de Lizardi, a concretar en las publicaciones periódicas inquietudes socio-políticas bien definidas. En este contexto, en el número nueve de El Pensador Mexicano pidió formalmente al Virrey D. Francisco Javier Venegas la revocación del edicto que sometía a jurisdicción militar los juicios de los sacerdotes revolucionarios. La respuesta fue una orden de encarcelamiento contra el periodista y la suspensión de la libertad de imprenta.

Con la llegada del nuevo Virrey D. Félix María Calleja, a quien El Pensador dedicó un oportuno elogio, terminan los siete meses de su prisión y se reanuda intensamente su actividad periodística, nunca por otra parte interrumpida del todo.

Naturalmente, durante los años siguientes Lizardi hubo de mantener un tono más precavido en sus artículos y folletos, aunque sin dejar de expresar sus ideas reformistas. Continuó publicando El Pensador Mexicano e incluso puso en circulación otros nuevos periódicos, Las sombras de Heráclito y Demócrito -del que apareció un sólo número-, La alacena de frioleras y Cajoncitos de la alacena.

El restablecimiento del antiguo régimen absolutista con el regreso de Fernando VII a España en 1814, hacía cada vez más difícil esta labor periodística. Ello indujo a Lizardi a utilizar un nuevo procedimiento para ejercer su misión crítica. De este modo entró en el campo de la novela, precisamente con El Periquillo Sarniento.

Tres tomos de los cuatro en que el autor dividió la novela fueron publicados en 1816. El último no apareció hasta la edición de 1830-1831, años después de la muerte de Lizardi.

El Periquillo Sarniento nació, pues, como sustitutivo de un imposible periodismo doctrinario. De ahí su tono excesivamente discursivo que no invalida sin embargo su valor como obra de imaginación. Las siguientes novelas de Lizardi fueron La Quijotita y su prima (impresión parcial, 1818-1819. La completa no se haría hasta 1831-32), Noches tristes y día alegre (1818) y Don Catrín de la Fachenda (aprobada por la censura en 1820 y publicada en 1832).

En El Periquillo Sarniento trazó Lizardi un amplio cuadro de la sociedad mejicana de su época desde la perspectiva de un crítico educador y moralizador, basándose en las aventuras y desventuras de un joven que, abandonado a sus malas inclinaciones y al influjo de gentes corrompidas, llega a convertirse en un pícaro y conoce las mayores degradaciones hasta que una providencial reacción le permite regenerarse.

La Quijotita y su prima refleja la preocupación del autor por el tema de la educación de la mujer. Bajo la influencia de los grandes escritores franceses que se habían ocupado del tema, Rousseau y Fenelón, presenta unas criaturas paradigmáticas, Pomposita y Prudenciana, por medio de las cuales alecciona acerca de las funestas consecuencias de la mala educación y las ventajas que de la buena se siguen.

Todos los críticos coinciden en que la frívola Pomposita y su irreflexivo padre son personajes mucho más atractivos que la juiciosa Prudenciana y sus no menos juiciosos progenitores, y ésta es la más implacable sentencia contra la falta de contención del bien intencionado autor a la hora de dogmatizar.

Noches tristes y día alegre es un relato de corte lacrimoso en el que se describen las vicisitudes de un hombre injustamente acusado y perseguido. La obra está manifiestamente elaborada sobre el patrón de las Noches lúgubres, de Cadalso, y rezuma por todas partes una sentimental apología de la fe católica y de la virtud frente al ateísmo y las corruptelas derivadas de una consideración materialista de la existencia. El fondo autobiográfico se diluye en las prédicas generalizadoras y, en suma, el relato, desarrollado en forma dialogada, tiene el único interés de constituir la primera manifestación del movimiento prerromántico en México.

Finalmente Don Catrín de la Fachenda, de publicación póstuma, nos muestra a un Hernández de Lizardi más hábil en la construcción novelesca al aligerar en esta ocasión el relato del cúmulo habitud de digresiones.

De este modo la acción habla más por sí sola y los personajes no se paralizan en los momentos más inesperados. El protagonista es un catrín o petimetre ocioso, a quien su insensato desprecio por el trabajo y su afán de gozar de los placeres conducen a la perdición. Hay, como puede deducirse fácilmente, una clara intención moralizante, siempre fundamental en las obras del Pensador, pero la técnica literaria, más afinada, da a la novela un particular interés.

El período constitucional que Fernando VII abrió en 1820, permitió a Fernández de Lizardi volver al periodismo combativo, abandonando la ambigüedad que en este campo se había visto obligado a mantener desde 1814. El Conductor Eléctrico es el periódico que corresponde al primer año de esta etapa.

Ahora los acontecimientos se precipitan; el Plan de Iguala publicado por Agustín de Iturbe, antiguo oficial realista pasado al sector insurgente, señala el triunfo definitivo de la revolución. El Virrey O'Donojú se ve obligado a aceptar un tratado en el que se reconoce la independencia efectiva de la Nueva España. Las tropas antirrealistas entran en la ciudad de Méjico el 27 de septiembre de 1821.

Gran momento para Lizardi, cuya infatigable vocación le lleva a lanzar tres nuevos periódicos en los dos años siguientes. La independencia no ha amortiguado su condición de polemista y su insobornable idealismo. Serán ahora los políticos del nuevo régimen los objetos de sus críticas. Le mortifica el conservadurismo de Iturbide- tanto en el nivel propiamente político como en sus relaciones con el estamento eclesiástico. Su panfleto Defensa de los francmasones le enfrenta abiertamente con la Iglesia. Excomulgado y humillado, conocerá otra vez la prisión tras el derrocamiento del flamante emperador Agustín I, quien acabará fusilado en 1824. Consigue que se le levante la pena canónica e irrumpe con un nuevo periódico, Las conversaciones del Payo y el Sacristán, en uno de cuyos números esboza un proyecto de Constitución para Méjico que sintetiza todo su pensamiento político -reforma agraria, austeridad eclesiástica, atención a las clases más necesitadas-. Seguirá luchando hasta el fin de sus días a través de la letra impresa y creará para ello otro periódico, el Correo Semanario de México, a finales de 1826.

Fernández de Lizardi, que había obtenido algún reconocimiento del Estado republicano, ya que fue nombrado editor de la Gazeta del Gobierno y disfrutó del grado de capitán retirado, pudo con justicia escribir en su testamento poco antes de su muerte, ocurrida en junio de 1827: «Hizo lo que pudo por su patria».


Significación de El Periquillo Sarniento

Surge esta novela en un ambiente literario dominado por el Neoclasicismo. Los poetas que colaboraban en el Diario de México seguían las huellas de Meléndez Valdés creando delicadas arcadias, y con este nombre, «Arcadia» fue bautizada la sociedad literaria más caracterizada de estos comienzos del siglo XIX. Fray Manuel de Navarrete, culto franciscano, fue su primer director y el mejor representante de esta amable lírica pastoral. No faltaba tampoco la inspiración quintanesca.

La prosa estaba representada sobre todo por el periodismo y la oratoria. Persistían algunos oradores sagrados discípulos del Fray Gerundio del P. Isla. En el terreno secular el nombre de Miguel Ramos Arizpe puede representar a un grupo valioso de oradores mejicanos de gran actividad en las Cortes de Cádiz.

Hay además toda una literatura panfletaria en prosa sumamente politizada a partir del primer grito revolucionario. Consecuencia muy depurada de ella es la obra del extraordinario dominico fray Servando Teresa de Mier, cuya Apología y Relaciones de su vida son, con algunas obras de Lizardi, el mejor fruto de la prosa de la época.

En el teatro el arte escénico del XVIII español -Moratín en primer lugar- es el dominante, sin que falten representaciones de los clásicos de la anterior centuria, menos repudiados que en la región del Plata donde la «Sociedad del buen gusto en el teatro» abominará en seguida de los Calderones y Montalvanes, corruptores de la lógica aristotélica. De los autores nacionales como Miguel Guridi y Alcocer nos han llegado apenas títulos de obras que no debieron de ser muy valiosas.

El panorama literario no era en exceso brillante en aquel Méjico que había producido a Terrazas, Balbuena, Ruiz de Alarcón, Sor Juana Inés de la Cruz, Sigüenza y Góngora y Clavijero. Con todo, la capital del Virreinato era en conjunto un foco cultural de indiscutible importancia cuyas instituciones admiraron a Humboldt. Tal es, sucintamente, el marco en el que aparece El Periquillo, cuyo contenido pasaremos ya a analizar.




Lo picaresco

Se ha insistido mucho, y no hay más remedio que volver sobre tal cuestión, acerca del carácter picaresco de esta novela. Alfonso Reyes es bien explícito al afirmar: «Creemos... que la novela picaresca es responsable de nuestro Periquillo Sarniento; que de aquellos Guzmanes vienen estos Periquillos»3. Rebate así el gran ensayista mejicano a los no pocos críticos que le niegan aquel carácter, si bien no llega a asegurar tan tajantemente como Pedro Henríquez Ureña que se trata de una «novela picaresca auténtica, la última de su clase en español»4 Por nuestra parte nos adherimos al juicio de Reyes, que bien puede matizarse con esta observación de Fernando Alegría:

«Analizando el conjunto de la crítica llega uno a la conclusión de que el rasgo distintivo de la picaresca de Lizardi, aquel que le diferencia de la española y que bien pudo ser una consecuencia de su familiaridad con la literatura novelesca y filosófica de Francia, es la base estricta y auténticamente moral de su caracterización del pícaro. Más que tomado de la realidad Periquillo es un producto abstracto de la ideología social de Libardi»5.



En realidad parece claro que lo picaresco de esta novela constituye una estructura de soporte de un contenido que indiscutiblemente lo rebasa.

El Periquillo es en efecto una narración picaresca por su forma autobiográfica, por hallarse las cosas y los hechos enlazados por el personaje central, héroe o antihéroe en torno a quien gira todo. Los episodios van entrelazándose sin que ninguno tenga sustantividad total. Periquillo, mozo de muchos amos, pudiera tenerlos en mayor o menor número y contar en su haber con más o menos aventuras que las que vive sin que el fondo del asunto cambiara. Como Lázaro y Guzmán de Alfarache, se dirige a un interlocutor interesado en conocerlas, en este caso sus propios hijos.

La relación de vicios: sensualidad, mentira, hurtos, suplantación dolosa de personalidad, la desmedida afición al juego, tienen su paralelismo en cualquiera de las novelas picarescas españolas; el tono burlesco del relato está dentro de la tónica de la picaresca tradicional, considerada grosso modo. Por otro lado son muy numerosas las analogías patentísimas que en la novela de Lizardi se dan con respecto a episodios concretos de otras de la picaresca española, particularmente con Guzmán de Alfarache. Recuérdese por ejemplo cómo Periquillo se decide a entrar en la vida conventual por las mismas razones de búsqueda de provecho personal que el personaje de Alemán, o las circunstancias que rodean el primer matrimonio de ambos protagonistas, que casan con mujeres aficionadas al lujo con el consiguiente y rápido quebranto de la armonía conyugal. Igual similitud puede verse en el ingreso de Periquillo en la cofradía de mendigos y el subsiguiente relato de las artimañas utilizadas por éstos y la vinculación de Guzmán con personajes de idéntica estofa en Italia, cuyos estatutos y leyes se apresta a aprender, episodio que a su vez refleja la influencia de Rinconete y Cortadillo. El proceso de conversión y la enmienda final son igualmente paralelos en las dos novelas. Cabe añadir con palabras de Valbuena Prat que «Lizardi, sin duda, aprendió de Alemán el sentido de intentar una inmensa atalaya de la sociedad, en su caso la última etapa colonial de la Nueva España»6.

Por lo demás se pueden señalar concomitancias entre El Periquillo Sarniento y otras novelas picarescas que Lizardi debió de conocer bien: por ejemplo el Estebanillo González. En ambas los personajes actúan como improvisados barberos que dejan maltrechos a sus desprevenidos clientes. Lo mismo es fácil anotar respecto a los episodios en que el mejicano se convierte en médico y Estebanillo se hace sangrador y cirujano.

Fernández de Lizardi, que no pierde de vista el esquema básico sobre el que construye su relato, aunque el lector pueda creer a veces lo contrario, usa reiteradamente en él la palabra «pícaro»: «No parece sino que me ayudaba en todo aquella fortuna que llaman de pícaro, porque todo se facilitaba a medida de mi deseo», afirma Periquillo a propósito de la comodidad que encuentra para realizar sus planes de entrar en un convento donde piensa llevar una vida holgada, al principio de la novela. Y poco más adelante: «Yo era un pícaro y ya se ha dicho lo fácil que es que los pícaros engañen a los hombres de bien». Su propia madre, conciliadora, advierte al padre: «ayer decías que Pedro era un pícaro y hoy, ya lo ves, hecho un santo».

Considerando el despropósito que su entrada en religión significa, Periquillo habla de «aquella venerable religión, que no tenía la culpa de que un pícaro como yo se acogiera a ella sin vocación». De «pícaro, vagabundo, ladrón y mal agradecido» trata a Juan Largo, conspicuo amigo de nuestro protagonista, su tío al expulsarle de su casa. Las citas podrían multiplicarse sobre todo en la primera mitad de la novela, y es curioso señalar que en cambio nunca se aplicará a Periquillo la denominación de «lépero», calificativo mejicano de significación tal vez no del todo igual a la de «pícaro» pero sí bastante próxima. Esto no nos parece casual. Lizardi cuida de no confundir a Periquillo con los tales «léperos», abundantes en la novela, con los que tantos puntos de contacto tiene. A aquél la designación de «pícaro» diríase que le confiere, por las connotaciones literarias del término, una cierta clase de prestigio y reafirma la filiación del relato con respecto a los modelos peninsulares.

En suma, El Periquillo Sarniento refleja esa dependencia que la literatura hispanoamericana tuvo durante siglos en relación con la española, por causas muy lógicas, y además su asincronismo como eco tardío de ésta, pero muestra también que el Iluminismo no había florecido en vano para las antiguas Indias tan pronto como nos acercamos a espigar en la ideología a la que el andamiaje picaresco sirve de soporte. «Hijo del siglo dieciocho -ha escrito Yáñez-, dentro de los límites de la Nueva España, Fernández de Lizardi es progresista y providencialista; corifeo de la razón y la ciencia; rebelde, sentimental, cristiano. Interesante caso de resonancias y amalgamas doctrinales, nos enseña cómo, entre vicisitudes, llegaban las ideas a la colonia, saturaban la avidez de los espíritus inquietos, conmovían las conciencias, procuraban conciliarse con ideas tradicionales arraigadísimas...»7.




Educación. Moralización

Lizardi manifiesta una confianza ciega en el valor de la Educación, gran panacea del pensamiento dieciochesco, cuya prolongación de facto en el primer tercio del XIX no es preciso ya demostrar. Sus dos grandes coordenadas son la tendencia didáctica, especialmente cargada de erudición, y la crítica.

No hay que ignorar que la propia evolución de la picaresca lleva a la exacerbación de los elementos moralizantes, marcados por otra parte desde los comienzos de aquélla. Así en el Guzmán de Alfarache, punto de referencia al que siempre hay que acudir tratándose del «Periquillo», las digresiones de este tipo, como recuerda Zamora Vicente, son tan copiosas que los editores del siglo XIX, en la Biblioteca de Autores Españoles, las ponían entre corchetes, «invitando al lector a pasar por alto los trozos comprendidos entre ellos»8. Lo que sucede es que, a pesar de todo, entendemos que en la novela del mejicano el punto de partida es distinto al de Mateo Alemán. Para Lizardi la voluntad de moralización es motivación esencial, única, de manera que las peripecias del relato constituyen en realidad un mero pretexto para explayarla.

«Para Fernández de Lizardi la novela sólo fue un medio que creyó el más eficaz para la propaganda de su doctrina»9, escribió Mariano Azuela. De acuerdo con tal criterio diríamos que «el Pensador mejicano» llega a la novela buscando un cauce de expresión que no podía encontrar en el periodismo e hizo una novela de estructura picaresca porque éste le pareció el mejor sistema a tal fin. El Periquillo Sarniento no es, pues, una novela picaresca con consecuencias moralizantes, sino una novela moralizante con arquitectura consecuentemente picaresca. Otra cosa es que el interés del lector se centre, pese a los designios del autor, en aquellos episodios en que destacan los azarosos avatares de la existencia del personaje en un contorno social vivo y no en los pasajes sermoneantes que, como los mencionados editores del XIX, desearíamos encerrar entre corchetes.

Aunque resulta obvio, Lizardi explica muchas veces cuáles son las razones que le han llevado a realizar su obra, con lo que, es evidente, sigue una tradición literaria muy clara, pero también justifica a cada paso los recelos que la novela podía producir a los censores de la época -y es bien sabido que los produjo:

«En ella presento a mis hijos muchos de los escollos en donde más frecuentemente se estrella la mocedad cuando no se sabe dirigir o desprecia los avisos de los pilotos experimentados.

Si les manifiesto mis vicios no es por lisonjearme de haberlos contraído, sino por enseñarles a que los huyan, pintándoles su deformidad...».



Advirtamos que, no obstante, la fuerte crítica social que la novela encierra no queda justificada por estos manifiestos propósitos de aleccionar a los jóvenes («algunos muchachos que carezcan tal vez de mejores obras en qué aprender») o a todas las gentes.

El recurso aún más específico de instruir a los propios hijos es empleado extensamente:

«He pensado dejaros escritos los nada raros sucesos de mi vida para que os sepáis guardar y precaver de muchos de los peligros que amenazan y aun lastiman al hombre en el discurso de sus días...». «Hijos míos, aprended las máximas que os enseño, acordándoos que las aprendí a costa de muy dolorosas experiencias».



Cierto que el propio autor parece olvidarse del artificio que le está dando pie para desarrollar el relato hasta el punto de que las alusiones a los hijos empiezan a espaciarse de modo excesivo. El lector al reencontrarlos de tarde en tarde no deja de sentir alguna sorpresa al sentir que todavía «están ahí».

Pocas veces se dirigirá a ellos el contristado personaje a partir de la mitad del relato. Por supuesto lo hace en forma muy expresiva al final de la novela al encomendar a Lizardi, según ficción de éste, que les haga entrega de su escrito: «Toma estos cuadernos para que mis hijos se aprovechen de ellos después de mis días», a lo que siguen unas últimas y reiterativas recomendaciones a éstos: «Os dejo escrita mi vida para que veáis dónde se estrella por lo común la juventud incauta».

La inmensa mayoría de las veces las exhortaciones didáctico-moralizantes se formulan sin recurrir al procedimiento en cuestión, bien de un modo impersonal o a través de las relaciones existentes entre otros personajes aunque será raro que se trate de situaciones en las que no intervenga Periquillo. Conviene distinguir entre los planteamientos meramente didácticos y los esencialmente críticos, como ya se ha dicho, aunque frecuentemente se rocen o entremezclen.

A la formación de niños, muchachos y jóvenes se dedican muchas de las instrucciones dadas sobre todo en la primera parte de la obra. Por lo que a los más pequeños se refiere, no deben ser tratados con demasiado regalo o tolerancia. No han de ser abandonados en manos de doncellas o sirvientes, no se les atemorizará con necias fantasías. Los padres, si quieren tener claras sus obligaciones para con los hijos, se atendrán a los tres puntos precisados por un ilustre jesuita: «a enseñarles lo que deben saber, a corregirles lo mal que hacen y a darles buen ejemplo». Las disquisiciones sobre estos temas son francamente amplias; ocupan por ejemplo la mayor parte del capítulo XIV (parte 1.ª). Piénsese que están basadas fundamentalmente, y por lo menos, no sólo en los consejos de Periquillo a sus hijos sino en los muy prolijos que él mismo recibe de su padre.

A la pura didáctica conciernen las largas consideraciones sobre los estudios impartidos en las escuelas primarias. El capítulo II (parte 1.ª) versa sobre este asunto, que analiza con exquisita minuciosidad. Se observa en él la equivocada pedagogía del primer maestro de Periquillo, candoroso y blando en exceso con sus discípulos. Lizardi inserta en él muy puntuales orientaciones sobre el arte de leer y escribir. Se citan textos educativos y se dan normas para saber escoger profesión, aspecto éste más ampliamente desarrollado en el capítulo IX.

Vale la pena recordar las explicaciones ofrecidas en la novela sobre los estudios superiores del Colegio de San Idelfonso, donde estudió Lizardi, sobre la desacertada enseñanza de la Medicina en Méjico y la más satisfactoria de otras ciencias.

La actitud pedagógica de Lizardi no llega sólo hasta aquí, naturalmente. En realidad toda la novela es una fuente informativa inextinguible, un vivero de lecciones. Basta con que nos refiramos a los siguientes campos:

a) Literatura. En este terreno encontramos disquisiciones múltiples como las que tratan sobre la técnica de los prólogos, reflexiones sobre la vida de determinados poetas, juicios críticos referentes a grandes ingenios: Cicerón, Juvenal, Cervantes..., observaciones sobre el estilo del propio «Periquillo», especulaciones sobre los orígenes de la Poesía, opiniones sobre la poesía acróstica, pies forzados, retruécanos, etcétera -todo ello propio de «la barbaridad y jerigonza de los pasados siglos»-. Añádanse las citas de innumerables escritores, según después veremos, y la inclusión de un buen número de poemas en el texto: letrillas de Quevedo, versos de Horacio, de Bocángel, de Sor Juana Inés de la Cruz, fábulas de Triarte y otros más.

b) Historia. Dentro de este campo se mueve también Lizardi con desenvoltura. Así alude a las costumbres de los lacedemonios, a «Escipiones y Aníbales», a Alejandro, Nabuco, Tito, Trajano, Dionisio y Aristipo. Griegos y romanos son traídos, en fin, a colación con la mayor desenvoltura por el «Pensador». No faltan tampoco los godos, el Cid, los indígenas prehispánicos y más personajes arrancados del cuadro de la historia. Cuando Lizardi se detiene a examinar algún problema que es necesario centrar en un período determinado de ella -es el caso de la trata de negros- no lo hace sin mostrar que se halla documentado sobre él.

c) Derecho. Los conocimientos de Lizardi sobre materias legales son verdaderamente extraordinarios. Aludirá con precisión a las funciones de los escribanos, nos ofrecerá el texto íntegro de una escritura de venta, hará disertar a un notable abogado, el licenciado Severo, sobre Derecho positivo con asombroso dominio de la situación. Cita no menos de tres veces y por extenso el Fuero Juzgo: se apoya en las Leyes de Indias; el Derecho penal parece no tener secretos para él, acude a las Partidas y no se queda atrás al hacer historia de la práctica criminal en varios países. Como es casi siempre habitual, Lizardi no oculta sus fuentes tampoco en este terreno.

d) Economía. No son, en relación con lo anterior, demasiado abundantes las opiniones sobre cuestiones de Economía en la obra. Lizardi se inspira en gran parte en las teorías de Francisco Xavier de Peñaranda, autor de una Resolución universal sobre el sistema económico y político más conveniente a España, y se muestra decididamente fisiócrata cuando a través de uno de los más respetables personajes de la novela, el coronel a quien Periquillo sirve durante el episodio de Manila, afirma que «no consisten las riquezas en la plata sino en los productos de la tierra, en la industria y en el trabajo de sus habitantes», añadiendo que «si la felicidad y la abundancia no vienen del campo, dice un sabio inglés, es en vano esperarla de otra parte», con lo que rebate a quienes cifran el desarrollo de las naciones en la posesión de moneda y metales preciosos. Se trata de un problema que interesaba de verdad a Lizardi, que monta para suscitarlo todo un laborioso episodio, el del barco varado en un banco de arena cuya puesta en navegación es necesario facilitar arrojando por la borda los equipajes de los viajeros (cap. XI, parte 2.ª).

Lizardi defiende, como cabe suponer, con denuedo la libertad de comercio de las Indias.

En cuanto a otros puntos relacionados con el buen orden económico del país, nuestro autor se acoge a la autoridad de uno de los más destacados economistas dieciochescos, Melchor Rafael de Macanaz, cuya obra Auxilios para bien gobernar la monarquía católica..., dedicada a Felipe V, alcanzó gran fama, para atacar la lacra de la mendicidad. Lizardi mostró bastante preferencia por Macanaz, a quien alude repetidamente en su producción periodística, a pesar de que las doctrinas de éste estaban impregnadas de la doctrina mercantilista, opuesta a la fisiocrática.

e) Medicina. Es esto otro de los campos en que Lizardi acredita un no común dominio. Varios son los episodios en que Periquillo entra en relación directa con esta rama del saber científico. En el capítulo I (parte 2.ª) se acomoda nuestro personaje con un tal doctor Purgante, médico pedante, aficionado a los latines y hombre de menguada conciencia profesional, a cuyo lado aprende alguna técnica del quehacer médico y toma contacto con «las estampas anatómicas del Porras, del Willis y otras» y con ciertas obras como «los aforismos de Hipócrates, algo de Boerhaave y de Van Swieten, el Etmulero, el Tissot, el Buchan, el tratado de Tabardillos por Amar, el compendio anatómico de Juan de Dios López, la cirugía de Lafaye, el Lázaro Riverio y otros libros antiguos y modernos». Pero la erudición de Lizardi no concluye con eso, al hacer convertirse a Periquillo en improvisado y desvergonzado galeno que llega a tener fama, aunque efímera, de prodigioso curador. Aparte del carácter crítico-burlesco del episodio hay que destacar la exhibición de información médica de que Lizardi hace gala cuando sitúa a su personaje en académica disputa con el avispado y sabio cura de Lula (cap. II y III, parte 2.ª). Periquillo habla de las divisiones de la Medicina, de la estructura del cuerpo humano, de las enfermedades y de los remedios con torrencial elocuencia, si bien quedará cortado por el no menos deslumbrante saber del clérigo, el cual le advierte:

«Es mi gusto que me haga usted quedar mal delante de estos señores, haciéndome favor de explicarnos qué parte de la medicina es la semeiótica; cuál es el humor gástrico o el panacreático; qué enfermedad es el priapismo; cuáles son las glándulas del mesenterio; qué especies hay de cefalalgias, y qué clase de remedios son los emetoicos; pero con la advertencia de que yo lo sé bien, y entre mis libros tengo autores que lo explican bellamente, y puede enseñárseles a estos señores en un minuto, y así usted no se exponga a decir una cosa por otra, fiado en que no lo entiendo, pues aunque no soy médico, he sido muy curioso y me ha gustado leer de todo».



La historia del Periquillo médico concluye cuando el pueblo, irritado por los desaguisados del aventurero, se alborota contra él y le hace abandonar el lugar.

Pero Fernández de Lizardi no desaprovechará otro momento, bien que la ocasión venga traída por los cabellos, para ilustrarnos sobre Medicina. Lo hace apoyándose nada menos que en la circunstancia de la enfermedad y muerte de su personaje, asaltado «por una anasarca o hidropesía general», situación nada propicia para que el propio doliente aleccione sobre ésta o cualesquiera otras materias. Periquillo lo hace sin perder la compostura como un auténtico mártir de la ciencia. He aquí alguna de las advertencias dirigidas a su esposa:

«También te ruego que no consientas que las señoras viejas me acaben de despachar con buena intención echándome en la boca, y en estado agonizante, caldo de sustancia ni agua de palata. Advirtiéndoles que ésta es una preocupación con que abrevian la vida del enfermo y lo hacen morir con dobles ansias. Diles que tenemos dos cañones en la garganta llamados esófago y laringe. Por el uno pasa el aire al pulmón, y por el otro el alimento al estómago; mas es menester que les adviertas que el cañón por donde pasa el aire está primero que el otro por donde pasa el alimento. En el estado de sanidad, cuando tragamos tapamos con una valvulita, que se llama "glotis", el cañón del aire, y quedando cerrado con ella, pasa el alimento por encima al cañón del estómago como por sobre un puente. Esta operación se hace apretando la lengua al paladar en el acto de tragar, de modo que nadie tragará una poca de saliva sin apretar la lengua para tapar el cañón del aire...».



La rigurosa advertencia va seguida de unas no menos formales y razonadas recomendaciones hechas por Periquillo a su amigo y confesor para que no se le dé sepultura al menos antes de dos días a fin de evitar que se le pueda enterrar vivo como ha ocurrido en otros casos. Ciertamente, y excúsenos esta salida del tema, el episodio resulta inverosímil e incita al humorismo, sobre todo cuando a continuación asistimos a la entrada en escena de «tres niños y seis músicos de flauta, violín y clave» quienes, con los demás circunstantes, entonan un delicado «himno al Ser Supremo» compuesto por el propio agonizante quien expira en el justo momento en que los cantores llegan al verso que dice: «En tus manos mi espíritu encomiendo». Fuera de cualquier fácil ironía, no hay duda de que una consideración técnica del asunto nos llevará a admirar ante todo la voluntad de lógica y orden existente en la mente de Fernández de Lizardi que le lleva a desdeñar -y debió de hacerlo muy conscientemente- el realismo convencional. ¿Hasta qué punto podemos reprochar a este autor algo que aceptamos como cuestión de principio casi inexcusable cuando se trata de literatura actual? ¿No cabría hablar de un sistema en algún sentido expresionista al acercarnos a estos aspectos insólitos de la obra del mejicano?

Volviendo al cauce que estábamos siguiendo, añadiremos que si de farmacopea se trata, tampoco queda fuera del alcance del saber de Lizardi el saber de los boticarios, como bien se manifiesta particularmente en el capítulo XXV (parte 1.ª), en el que desempeña funciones de aprendiz de uno de ellos y le asombra con su dominio de la nomenclatura latina de los preparados, motivo de que se le inste a que se forme con algunos libros básicos como la Farmacopea de Palacio, la de Fuller y la Matritense, el curso de botánica de Linneo y algún otro tratado.

Si a otras ciencias nos atenemos, dejemos constancia de que no falta una alusión a «los sistemas de Ptolomeo, Cartesio o Renato Descartes, y de Newton» o a fenómenos como «fluido eléctrico, materia prima, turbillones, atracciones, repulsiones, meteoros, fuegos fatuos, auroras boreales y mil cosas de éstas».

f) Religión. Aludiremos también a un interesante aspecto de la erudición mostrada por el autor del Periquillo, la relacionada con temas religiosos o eclesiásticos, sin entrar ahora en cuáles sean los sentimientos personales de Lizardi ante la Religión misma.

Periquillo recibe una cierta formación teológica cuando, en contra de los deseos de su avisado padre, entra en un convento, sin vocación ninguna, por supuesto. Pero ya antes de este hecho que puede justificar disquisiciones posteriores en el campo de las ciencias sagradas, el progenitor de nuestro héroe había servido de instrumento para exhibir los conocimientos del novelista en estas materias, aprovechando la oportunidad de haber traído a un primer plano la ignorancia o inmoralidad de ciertos curas y vicarios:

«¿Y qué dirección podrá dar un padre vicario semilego a una de estas almas, cuando por desidia o por ineptitud no sólo no ha estudiado la respectiva teología, pero ni siquiera ha visto por el forro las obras de Santa Teresa, la Lucerna mística, del padre Ezquerra; los Desengaños místicos, del padre Arbiol, y quizá ni aun el Kempis ni el Villacastín?».



Lo que sigue no tiene desperdicio en cuanto se mencionan las vías y otras experiencias del encuentro místico, los problemas de los conductores de almas sin preparación, sus perplejidades en el campo de la Apologética, acudiendo a la autoridad de «el Ferrer, el Cliquet, el Lárraga» y de los Santos Padres San Agustín y San Jerónimo. Vienen inmediatamente otras consideraciones sobre la cultura de los clérigos medievales con apoyo en testimonios de Juliano, Justiniano, Orderico Vital, Eistet y Muratori, cuya obra Reflexiones sobre el buen gusto se cita como base de los datos anteriores, ha prolijidad de las citas no le obliga al autor a situarse en un contexto diferente al de la acción novelesca propiamente dicha. Podas están fijadas, sin darle mayor importancia, a la indescriptible memoria del padre de Periquillo.

Se manejan con desenvoltura en el relato alusiones, algunas detalladas, a Papas -Sixto V y varios otros de oscuro linaje y grandes hechos-. Conocemos la doctrina del Concilio de Letrán de 1215 y los de París y Tortosa de 1429 sobre la confesión de los enfermos. Periquillo cita al P. Ripalda y con más detalle al P. Murillo Velarde, cuyo catecismo comenta. Otro texto sobre moral es el tomado de cierta plática del cristiano, celoso y erudito padre Juan Martínez de la Parra»«.

g) Citas latinas. Ingrediente fundamental de la didáctica y la erudición de la novela son los latines en ella empleados:

«Comencé al principio a mezclar en mi obrita algunas sentencias y versos latinos; y sin embargo de que los doy traducidos a nuestro idioma, he procurado economizarlos en lo restante de mi dicha obra; porque pregunté sobre esto al señor Muratori, y me dijo que los latines son los tropezones de los libros para los que no los entienden». Estas afirmaciones de Lizardi referentes a sus propósitos de moderación en el uso de sentencias y textos latinos no tiene excesiva validez. Ciertamente disminuye el uso de ellos, no poco después del comienzo sino a partir del momento en que el relato ha sobrepasado holgadamente la mitad de su camino, pero en conjunto su inserción en la novela resulta abrumadora, sin que la versión castellana que los acompaña sirva para descargar mucho el peso de aplastante omnisciencia que conllevan. Signo es ello de la fuerza que la tradición escolástica tenía todavía en un autor que tantas veces se precia de estar abierto a los horizontes del racionalismo. Recuérdese por ejemplo cuando habla de las enseñanzas del Colegio de San Ildefonso:

«Aún no se acostumbraba en aquel ilustre colegio, seminario de doctos y ornamento en ciencias de su metrópoli, aún no se acostumbraba, digo, enseñar la filosofía moderna en todas sus partes; todavía sonaban en sus aulas los ergos de Aristóteles. Aún se oía discutir sobre el ente de razón, las cualidades ocultas y la materia prima, y esta misma se definía con la explicación de la nada, nec est quid, etc. Aún la física experimental no se mentaba en aquellos recintos, y los grandes nombres de Cartesio, Newton, Muschembreck y otros eran poco conocidos en aquellas paredes...».



La presentación de los latines es muy variada. En ocasiones las frases se dan a pie de página tras haberse ofrecido su versión castellana, quedando así su valor certificado por las «divinas palabras», según términos de Valle Inclán. En otras se trata de frases hechas con traducción anotada. Se da en ciertos casos el texto latino a continuación de la expresión castellana, dentro del mismo relato, o se hace justamente lo contrario. En alguna oportunidad, no siempre, se da el nombre del autor de lo citado. Se ofrece a veces la traducción a instancias de algún personaje no versado en la lengua del Lacio. Así, tras el audaces fortuna juvat, timidos que repellit lanzado por Periquillo, él mismo se verá obligado a aclarar al desconcertado muchacho que le interroga: «Que a los atrevidos... favorece la fortuna y a los cobardes los desecha». Naturalmente la traducción a pie de página sólo tiene valor para el lector y no para los personajes de la obra, sea porque éstos no la necesiten o porque, necesitándola, se pretenda impresionarles dejándoles a oscuras. Tales son los casos en que Periquillo se dirige respectivamente al cura y a la esposa del enfermo necesitate medii y necesitate praecepti in articulo mortis: sed sic est dice hablando con el primero, y con la segunda: Lazaro resucitavit monumento foetidum. Ego sum resurrectio et vita, qui credit in me etiam ei mortuus fuerit, vivet).

Son, en fin, cambiantes los procedimientos usados por Lizardi para depositar tal lastre erudito, y ello prueba su continua preocupación de huir de la monotonía. Anótese esto frente a quienes niegan a Lizardi cualquier intención de estilo. A ello contribuye también el especial uso de los latines cuando se trata de parodiar los usos de los pedantes. Tal sucede, entre otras ocasiones, en el pasaje en que Periquillo, a la sazón en el papel de falso conde, quiere deslumbrar a Limahotón, el hermano del jefe de la isla a la que va a parar tras el naufragio ocurrido en el viaje de Manila a Méjico. El texto empleado en esta oportunidad son unos versos de Plauto:


«...Eae miserae etiam
ad parietem sunt fixae clavis ferreis ubi
malos mores adfigi nimis aequius».



Oídos los cuales, solicita el oriental la traducción que, gustoso, le brinda Periquillo, con lo cual pregunta indignado:

«¿Pues si lo sabes y lo puedes explicar en tu idioma, para que hablas en lengua que no entiendo?».



«Poco sabes del mundo, Limabatón -argumenta el mejicano-; delante de los que no entiende el latín se ha de salpicar la conversación de latines para que tengan a uno por instruido; porque delante de los que lo entienden va uno muy expuesto a que le cojan un barbarismo, una cita falsa, un anocrismo, una silaba breve por una larga, y otras chucherías semejantes».



Ni este reconocimiento de la pedantería del sistema ni los contundentes y justos reproches de que el oriental hace objeto a Periquillo, clara manifestación todo ello del sincero pensamiento del autor, disuaden a éste a dejar de utilizar a lo largo de toda la obra estas citas, cuya reiteración sólo puede estar basada en el deseo esencial de Lizardi de apoyar toda la doctrina contenida en la novela en bases eruditas y por lo tanto firmes, lo cual lleva por tanto implícita la aceptación de la validez de gran parte de la cultura tradicional.

h) Autores mencionados. Quedaría por mencionar en este análisis en el que hemos ido a desembocar en la intensidad de la erudición de «El Pensador mexicano», lo referente a los autores citados por Lizardi a lo largo de la narración. Baste la enumeración de los mismos, por orden alfabético: S. Agustín, Aliaga, P. Teodoro de Almeida, Aman, Abate Andrés, P. Arbiol, Ariosto, Aristóteles, Averroes, Avicena, Batilo, Berni, Bertoldo, Biluart, Blanchard, Bocángel, Boileau, P. Boneta, Boturini, Brisson, Buchan, Juan Buchardo, Buffon, Burdalú, Guillermo Burio, P. Calasanz, Cartesio, Catón, Cervantes, Cicerón, Cliquet, Colón, Camilo Cuerno, David Demóstenes, Venerable Dutari, Eistet, Erasmo, Ercilla, Esculapio, Estrahón, P. Ezquerra, Feijóo, Ferrer, Floro, Madame Fourquet, Tomás Fuller, Galeno, San Germán, Marcos Gutiérrez, Hipócrates, Homero, Horacio, Iriarte, P. Isla, Jamín, Jeremías, S. Jerónimo, Sor Juana Inés de la Cruz, Juliano, Juvenal, Kempis, La Rochefoucauld, Lardizábal, Lárraga, Leibniz, Linneo, Gerardo Lobo, Gregorio López, Lucano, Melchor Rafael de Macanaz, Marcial, Marco Aurelio, Massillon, P. Martínez de la Parra, Moreti, Moreto, Muratori, P. Murillo, Newton, Abate Nollet, Ovidio, Juan Owen, Palacios, Abate Para, Feo. Xavier Peñaranda, Platón, Plauto, Plinto, Pluche, Plutarco, Antonio Ponz, Porras, Ptolomeo, Quevedo, Saavedra Fajardo, Salomón, Francisco Santos, Séneca, Solón, Suárez, Tácito, Terencio, Santa Teresa, Tissot, Santo Tomás, Torres Villarroel, Vanegas, Villacastín, Esteban de Villegas, Virgilio, Orderico Vital, Volusie, Willis y Young.

Nuestro recuento, que acaso carezca de una exactitud matemática, es en todo caso una buena muestra de la vastedad del número de autores que integraban, con más o menos repercusión, el mundo cultural de Fernández de Lizardi al escribir el Periquillo. Un clásico latino, Horacio, se lleva la palma de las citas, de lo que pueden deducirse consecuencias muy sugerentes para matizar el racionalismo de Lizardi. Curiosa la ausencia de Mateo Alemán entre los escritores mencionados por el «Pensador», aunque no difícil de comprender. Otras causas pueden justificar el silencio sobre Rousseau, cuya influencia sobre Lizardi es, para Henríquez Ureña, determinante.

Obra en suma de máxima erudición por todas partes patente. Erudición que no es, por otro lado, privativa de la intervención del autor omnisciente sino que resulta ser patrimonio de múltiples personajes: Periquillo, capaz de hablar de lo divino y lo humano, con algunos disparates que no enturbian sino muy parcialmente lo sólido de su formación en numerosos terrenos; su padre, citador de poetas, eximio experto en orientación profesional, hombre, según hemos visto, de prodigiosa memoria; la madre, quien cuando se atreve a despegarse de la paternalista tutela del cónyuge, mostrará no hallarse ni mucho menos horra de conocimientos y condiciones de «dómine». Eruditos son por supuesto todos los «licenciados» que por la obra circulan, aun los más desaprensivos. Incluso los personajes que pertenecen a los estratos más bajos de la sociedad son en algunos casos eruditos, como el sin par Januario, capaz de aleccionar a Periquillo con un vasto repertorio de citas, que incluyen al S. Murillo Velarde y al S. Martínez de la Parra, todo ello puesto al servicio de sus dotes de persuasión para el mal.




Crítica

Como en buena parte puede deducirse de lo anterior, este adoctrinamiento y la erudición que le sirve de soporte conllevan un profundo espíritu crítico. Sabido es que Lizardi volcó en esta novela cuanto en tal sentido le fue imposible desarrollar a través de sus artículos periodísticos y que la acritud de esta sátira no pasó inadvertida para la censura, que no le permitió durante el período virreinal publicar la cuarta parte de la obra, aun cuando el fundamento expresamente alegado para esta prohibición -la alusión a la trata de negros- nos parece una ligereza burocrática, incluso situándonos en la mentalidad de la época.

La crítica contenida en El Periquillo Sarniento alcanza a aspectos y estamentos sociales muy varios. Lizardi no es un pesimista total con relación a esa sociedad. Ella podará pervertir y pervertirse, pero esto ocurrirá cuando no actúe sobre la víctima la gran panacea de una educación bien dirigida y aplicada a tiempo, porque «las buenas o malas costumbres que se adquieren en la niñez echan muy profundas raíces, por eso importa tanto el dirigir bien a las criaturas en los primeros años».

No estamos en todos los casos ante una crítica social de fondo, estrictamente hablando. Lo que con ella se pretende conseguir no es, con expresión de hoy, un cambio total de estructuras, sino un perfeccionamiento de éstas, y, desde luego, la supresión de algunas lacras que de hecho son fenómenos marginales, como ocurre con la mendicidad.

Entre los grupos que constituyen el objeto de esta crítica, hay que distinguir los que representan las fuerzas que ocupan el poder, o están llamadas a ocuparlo por su propia condición y los estratos de carácter rector formados por los profesionales, cuya capacidad de abuso es, por así decirlo, subsidiaria.

Los nobles, personas claves del primer grupo, son zaheridos varias veces por Lizardi, para quien «la nobleza verdadera consiste en la virtud».

El mayor error de los aristócratas para Lizardi reside en el falso orgullo que les hace huir del trabajo, sobre todo del que se relaciona con la Industria y el Comercio, llevándoles a degradarse. A este propósito cita el caso de un joven, «hijo de una casa solariega, sobrino nada menos que de un primer ministro y Secretario de Estado», «hombre vicioso, abandonado y sin destino», que acabó deportado por cometer asesinato, ejemplo que aprovecha para defender lo individual e intransmisible de los méritos humanos en contra de quienes establecen falsas dependencias entre las personas: «Porque así como nadie es sabio por lo que supo su padre, ni valiente por las hazañas que hizo, así tampoco nadie infama ni se envilece por los pésimos procederes de sus hijos».

Lizardi arremete repetidas veces contra la nobleza ociosa que todo lo confía a las elucubraciones que le dicta su propia vanagloria y menosprecia a quienes se dedican simplemente a trabajar:

«Conque si en la realidad sois unos inútiles, por más que desempeñéis en el mundo el papel de los actores de aquella comedia titulada Los hijos de la fortuna ¿por qué son esas altiveces, esos dengues y esos desprecios con aquellos mismos que habéis menester y de quienes depende vuestra brillante suerte? Si lo hacéis porque son pobres los que se ejercitan en estos oficios para subsistir, sois unos tiranos, pues sólo por ser pobres miráis con altivez a los que os sirven y quizá a los que os dan de comer, y si solamente lo hacéis así los tratáis con este modo orgulloso porque viven de su trabajo, a más de tiranos sois unos necios».



Es en el capítulo XIV de la parte segunda donde el sentido crítico de Fernández de Lizardi se ejercita con mayor energía en todas las direcciones y en ésta en particular. Estamos en el ya aludido episodio en que la nave que transporta al enriquecido Periquillo naufraga y salva la vida recogido por unos pescadores que lo llevan a la isla en que viven. Allí nuestro personaje traba amistad con Limahethón, hermano del «tután» o «virrey» y con éste mismo. El diálogo que en determinado momento establece Periquillo con él es un buen pretexto para mostrar los innumerables defectos del mundo al que el mejicano pertenece, todos contrapunteados por la ingenuidad y rigor analítico con que el «tután» considera la información que éste le da.

Evidentemente hay en los dos personajes orientales resabios del tipo del «buen salvaje», no contaminado por las imperfecciones de la civilización occidental, a la manera de Marmontel, cuya implacable lógica pulveriza dialécticamente muchos aspectos de las instituciones de aquélla.

«Dime qué oficio sabes, para que mi hermano te recomiende en un taller donde ganes tu vida -interroga a Periquillo-». «Señor -replica éste-, soy noble en mi tierra y por eso no tengo oficio alguno mecánico, porque es bajeza de los caballeros trabajar corporalmente».



Así, la burla del «tután» al imaginar el panorama de un país donde hay hombres que, por una mal entendida arrogancia, aceptan la pobreza derivada de su ociosidad es la más violenta denuncia que pueda imaginarse contra las inconsecuencias de ese grupo social.

Poco más adelante, en el capítulo XV, Periquillo, conversando ahora con Limahotón, se declara conde.

«¿Y qué es conde?» -le pregunta el oriental.

«Conde -dije yo- es un hombre noble y rico a quien ha dado este título el rey por sus servicios o los de sus antepasados.

«Conque en tu tierra -preguntó el chino- no es menester servir a los reyes personalmente, basta que lo hayan servido los ascendientes para verse honrados con libertad por los monarcas?».



Naturalmente las subsiguientes explicaciones de Periquillo no hacen sino reforzar el propósito del autor, que no es otro que poner en entredicho el carácter hereditario de la nobleza.

No menos crítico es el punto de vista de Lizardi con respecto al ejército regular, aunque las disquisiciones sobre este particular sean más breves. Es en el transcurso del diálogo entre el mejicano y el «tután» donde se pone de manifiesto la inconveniencia de que los soldados constituyan un grupo especial y costoso de mantener dentro de la comunidad en vez de ser todos los hombres útiles de ésta los que en caso de guerra actuaran como tales, permaneciendo mientras ello no ocurre como personas productivas y no onerosas para el Estado.

Otro ataque de seria intención en el contexto de la crítica de Fernández de Lizardi es el que efectúa contra las autoridades venales, personificadas en la figura del subdelegado del gobierno en Tixtla, al servicio del cual entró Periquillo a trabajar como escribiente.

El tal subdelegado es descrito como hombre que «no omitía medio alguno para engrosar su bolsa, aunque fuera el más inicuo, ilegal y prohibido». Comerciante poderoso, expoliaba a los labradores, a quienes obligaba a endeudarse en provecho suyo, imponía exorbitantes multas, oprimía a los indios y ejercía, en fin, funciones feudales en forma minuciosamente descrita, con la cooperación del desaprensivo Periquillo y en estrecha alianza con el cura del lugar.

Finalmente Lizardi deja que la justicia prevalezca, aunque sea de modo parcial, y la Real Audiencia, ante las denuncias recibidas sobre los abusos y la corrupción del funcionario, lo destituye, con lo cual queda en la calle el indigno escribiente, sobre quien recaen las sanciones debidas a las culpas propias y en gran medida a las ajenas. Viene a ponerse así de relieve la tendencia a excusar en lo posible las acciones inicuas de los poderosos. De ahí el viaje de Periquillo a Manila, sentenciado a servir al rey por ocho meses en las milicias.

Dejando a un lado otros aspectos críticos de la obra de carácter misceláneo, como es el referente a los avaros, simbolizados en el comerciante que, obligado a aceptar que sus caudales sean arrojados al mar para descargar el peso del barco en el susodicho viaje, se suicida, o los que se dirigen a los ricos que se jactan de su riqueza teniendo su corazón corrompido, hay que destacar las numerosas páginas en las que se arremete, siguiendo una tradición muy relacionada con la novela picaresca, contra determinados profesionales.

Entre esto, son los médicos, como a tal tradición corresponde, los más vapuleados por Lizardi. Las alusiones en este sentido comienzan desde el prólogo de la novela -el que se supone escrito por el propio Periquillo- y proliferan en toda ella. Especialmente puede recordarse el episodio del doctor Purgante, «buen cristiano, pero mal médico y sistemático, y no adherido a Hipócrates, Avicena, Galeno y Averroes sino a su capricho» y de quien Periquillo aprendió a manifestarse con gravedad y pedantería y algunos artilugios que le permitieron a él mismo lucirse como médico más adelante. Uno de los procedimientos utilizados por Lizardi para mostrar el necio comportamiento de determinados galenos de la época es el de mostrarlos -y así lo hace con el doctor Purgante y con el propio Periquillo- manejando incansablemente latines con los que sus juicios y diagnósticos cobran aspecto de ser fruto de extremada sapiencia.

Claro que la sátira puede deber algo a los copiosos precedentes literarios, a la condición del tema como leit motiv de la literatura burlesca de todos los tiempos en lengua castellana, pero hay, aparte de esto, una intención realista de denuncia. Nos lo muestran los párrafos en que Lizardi censura, en el capítulo XVIII, 1.ª parte, la actuación de los médicos en los hospitales y el pésimo trato que en éstos se recibe.

Obsérvese que para ahondar más en el tema y liberarlo de la trivialización que el tratamiento humorístico pueda darle, Lizardi aún va más allá de cuanto hemos visto. Así en el mencionado pasaje en el que se desarrolla el cambio de impresiones entre nuestro personaje y el «tután», avergonzado aquél al ver descubierta su ignorancia cuando -también ocurre en esta ocasión- se pretende hacer pasar por médico, alegará en su defensa:

«Eso no os haga fuerza, señor..., porque en mi tierra la ciencia menos protegida es la medicina. Hay colegios donde se dan lecciones del idioma latino, de filosofía, teología y ambos derechos; los hay donde se enseña mucho y bueno de química y física experimental, de mineralogía o del arte de conocer las piedras que tienen plata, y de otras cosas; pero en ninguna parte se enseña medicina».



Tras lo cual pasará a detallar las características de la endeble pedagogía médica y las funciones de quienes como cirujanos o médicos se gradúan.

Abogados y escribanos son, como no resulta difícil prever, objeto de las diatribas de Lizardi. Los primeros, en opinión del «tután», resultan innecesarios; al menos lo son en su pequeño y privilegiado reino, donde todo parece regirse por el buen orden natural. Por boca de Periquillo se previene Lizardi contra quienes en la vida real puedan mirarle con encono por sus sátiras, alegando el carácter impersonal que tienen las mismas, después de lo cual se permite decir «que si los pueblos viven ignorantes de sus derechos y necesitan mendigar su instrucción, cuando se les ofrece, de los que se dedican a ella, no es por voluntad de los reyes, sino por su desidia, por la licencia de los ahogados, y lo que es más, por sus mismas envejecidas costumbres contra lo que no es fácil combatir».

De los escribanos afirmará Periquillo a Don Antonio, el honesto amigo que la fortuna le deparó en prisión, «que son venales y sólo se afanan, trabajan y dan curso a cualquier negocio por interés; pero si éste falta, no hay que contar con ellos para maldita la cosa de provecho», juicio tan expresivo que nos excusa de las otras muchas citas que podríamos aportar al respecto.

Aspecto importante a considerar dentro de la intención crítica de la novela es uno que se separa de la consideración particular de determinados grupos sociales, para entrar en el campo de la filosofía humanitarista. Nos estamos refiriendo al problema de los negros y a la esclavitud. Lizardi, para plantearlo, crea un episodio consistente en un duelo entre un inglés y un negro en Manila, resuelto a favor del segundo, que da lugar a una larga serie de disquisiciones a través de las cuales el inglés reconoce su error al menospreciar a los hombres de color y el vencedor aprovecha la oportunidad para aleccionar con firmeza y prudencia a los admirados circunstantes acerca de la igualdad de las razas humanas y de lo injusto de la explotación de los negros como esclavos.

El relato no puede dejar de abordar un cierto panorama de la esclavitud en América con perspectiva histórica, momento en el que el protagonista del episodio se apresura a aclarar:

«Es verdad que los gobiernos cultos han repudiado este ilícito y descarado comercio, y sin lisonjear a España, el suyo ha sido uno de los más opuestos. Usted -me dijo el negro-, usted como español sabrá muy bien las restricciones que sus reyes han puesto en este tráfico, y sabrá las ordenanzas que sobre el tratamiento de esclavos mandó observar Carlos III; pero todo esto no ha bastado a que se sobresea en un comercio tan inpuro».



La salvedad hecha a favor de España y el tono generalizador de la crítica no bastaron para que el pasaje quedara libre de los recelos censoriales. Fue éste -como ya se ha dicho- uno de los motivos que impidieron la publicación de la que entonces resultaba ser cuarta parte de la novela, durante el dominio peninsular en la Nueva España.

Con esto no hemos hecho sino empezar a reseñar los incontables aspectos críticos que la obra ofrece. Resultaría interminable mencionar los encuadrados dentro de una sátira costumbrista menos comprometida.

Lizardi, como su maestro reconocido, el «ilustrísimo Feijóo», arremete contra mil rábitos, corruptelas y supersticiones de la sociedad de su tiempo con el ansia de purificarla a través de un descarnado aleccionamiento. Así dirigirá sus armas contra las viejas que, por la simple fuerza de la tradición, se aprestan a fajar a los recién nacidos liándolos «como un cohete», alegando «que éste era el modo con que a ellas las habían criado, y que por tanto era el mejor y el que se debía seguir como más seguro, sin meterse a disputar para nada del asunto, porque los viejos eran en todo más sabios que los del día». La ridiculización de éstos y otros métodos en la crianza de los niños es insistente en El Periquillo, lo mismo que la de los que afectan a la inadecuada pedagogía que se les aplica en sus primeros años. En el orden de las relaciones familiares enjuiciará duramente el sistema de mayorazgos, «preferencia injustamente concedida al primogénito, para que él solo herede los bienes que por iguales partes pertenecen a sus hermanos, como que tienen igual derecho», destaca la arbitrariedad de los padres que obligan a sus hijas a abrazar estado religioso «sin acordarse quizá de las terribles censuras y excomuniones que el Santo Concilio de Trento fulmina» contra ellos, y califica de «vergonzosos pactos, que más bien se podrían celebrar en el Consulado por lo que tienen de comercio, que en el provisoriato por lo que tienen de sacramento, las bodas de los ricos para formalizar las cuales «se consultan los caudales primero que las voluntades y calidades de los novios».

Si se trata de supersticiones, se indigna el autor por boca de un ilustrado vicario contra los que achacan a los eclipses ser origen de muchas desgracias, y al hablar de las astucias de los ciegos milagreros hace que Periquillo se pregunte: «¿Cómo es posible que no haya quien contenga estos abusos, y quien les ponga una mordaza a estos locos?». En fin, las corridas de toros son calificadas de «costumbre tan repugnante a la naturaleza como la ilustración del siglo en que vivimos», y en cuanto a los bailes, «son unos alcahuetes y solapadores de mil indecencias escandalosas». Inmediatamente pasará a dar unas severas instrucciones para que éstos puedan considerarse como lícitos.

Lizardi hará desfilar, pues, de un modo u otro a toda la sociedad de su época ante su escrutadora mirada, sirviéndose para ello de las opiniones de los más diversos personajes, si bien será Periquillo, incluso antes de su regeneración, el censor más habitual.

Un personaje que en este terreno juega, como ya hemos podido ver, un papel destacado es el hermano del «tután» de la isla del Pacífico, Limahotón (de hecho ambos son estructuralmente el mismo. Sospechamos que Lizardi inventó primero al gobernante y en seguida creyó conveniente fabricarle un hermano que pudiera realizar el viaje a Méjico con mayor verosimilitud que aquél). El oriental -y aquí incluimos a ambos hermanos- representa, como se ha indicado, el papel del «buen salvaje» y -lo que no es evidentemente una interferencia- está emparentado con el Usbek de las Cartas persas de Montesquieu y el Gazel de las Cartas marruecas de Cadalso.

El oriental cumple muy bien su papel de conciencia crítica de ese Periquillo que, habiendo casi olvidado por entonces sus propias lacras, aparece ante él más que nada como un neto representante del mundo mejicano en los episodios de la isla. Ahora bien, cuando Limahotón y Periquillo se trasladan a Méjico y todo hace suponer que la función crítica de aquél va a cobrar la misma intensidad, el personaje empieza a perder relieve y muy pronto puede decirse de él que no se sostiene. Lizardi apenas sabe cómo manejarlo. Y es que en realidad es ya tarde para que entre en acción un nuevo instrumento para obtener resultados originales en el juego satírico en el que está todo dicho. El oriental vegeta en Méjico y sólo en las últimas páginas de la novela, a punto de regresar a su isla, hace el autor un nuevo intento de obligarle a cumplir con su cometido. Para salvar la situación ocurre que este personaje asegura que ha enviado a su hermano el «tután» «unos apuntes críticos con los abusos que he notado en tu patria», cuyo borrador, que ha quedado en poder del severo capellán de Limahotón, se propondrá conseguir Periquillo cuando sabemos que la marcha del relato, ya en la recta final, no dará lugar a que ello suceda.




Más incitaciones de la novela

No hemos de entrar aquí en el estudio de otros aspectos de El Periquillo, por lo demás enormemente sugerentes. Entre ellos destaca de modo singular el valor costumbrista del relato al que de todos modos nos hemos acercado al considerar el criticismo con que se observa a la sociedad mejicana. Sus diversiones campestres, los esparcimientos estudiantiles, la vida de pícaros y tunantes, la prostitución, las costumbres funerarias, las fiestas, las comidas... todo ello compone una atmósfera de mejicanidad palpitante.

Ello contrasta con la poca atención que por otra parte presta Lizardi a la descripción de lugares, con lo cual parece responder a la consigna que él mismo se ha trazado al comienzo de la novela de no detenerse en ellas: «Ningunos elogios serían bastantes en mi boca para dedicarlos a mi cara patria; pero por serlo, ningunos más sospechosos».

El evidente nacionalismo de Fernández de Lizardi no le lleva, pues, a extasiarse ante las maravillas del paisaje o de los aspectos urbanos de los numerosos lugares que en la obra se mencionan: la propia capital, Orizaba, Zacatecas, Veracruz, Tixla, Chilapa, San Pedro Escapozaltongo, Tepején del Río, Tula, Cuatitlán, Tlalpenpantla, Acapulco, Ixtacalco, Santiago, Ixtapa, Querétaro, Puebla, Teotihuacán... Por supuesto, las páginas más borrosas en tal sentido corresponden a la estancia en filipinas y en la isla del Pacífico, donde es muy perceptible la falta de conocimiento directo del escenario real o posible por parte del autor. Aquí cabría señalar la influencia del que para nosotros es un claro modelo esquemático del Periquillo, los Infortunios de Alonso Ramírez, de Carlos de Sigüenza y Góngora.

El aspecto costumbrista habría de contemplarse con un análisis simultáneo del rico vocabulario popular de Lizardi, que redime a la novela de tantos rigores eruditos. Los mejicanismos abundan en ella no como algo buscado para obtener color local sino como frutos espontáneos. El vocabulario que hemos situado al final de la novela es bastante ilustrativo a este respecto y revela una vez más hasta qué punto estaba Lizardi verdaderamente enraizado en su propio pueblo. Es en las páginas donde el contacto con esa realidad le lleva a utilizar tales formas lingüísticas, entre las que habría que considerar también sus mejicanísimos diminutivos, donde encontramos al mejor novelista.

Otros sugerentes temas quedan abiertos a la reflexión del lector, por ejemplo el referente al sentido relativamente conservador que, a pesar de sus diatribas, revela Lizardi en ciertos aspectos. Piénsese en su admiración por la nobleza auténtica, en su aceptación de las diferencias sociales, en las disquisiciones sobre el papel de la mujer en la familia, en la recomendación de que se acate a los gobiernos constituidos sean cuales fueren; incluso en el carácter del complejo Periquillo, de quien Limahotón muy certeramente afirma: «A la verdad que eres raro; unas veces te produces con demasiada ligereza, y otras con juicio como ahora. No te entiendo». Está también la problemática religiosa, no ya en su dimensión erudita, sino como vivencia de «el Pensador», tema que nos llevaría muy lejos porque Lizardi, sin duda católico sincero y aun vehemente, no oculta en la novela un tremendo anticlericalismo basado en su irritación contra los clérigos ignorantes, los interesados, los mundanos, los capellanes de las casas ricas, contra todos, en fin, los que no dan testimonio verdadero del Evangelio, sabiamente contrapesados casi siempre por figuras de religiosos ejemplares. Este anticlericalismo no es, como todo en El Periquillo, sino una actitud ampliamente manifestada, cuando era factible, en la obra periodística de Fernández de Lizardi.

Sería interesante considerar, en fin, su posición ante la realidad indigenista y el tema de la visión de España y lo español en la obra con inclusión de un difícil asunto: la insurrección mejicana, apuntada con inquietud, y forzada discreción al terminar la novela.

A todos los contiene la figura exageradamente referencial pero hondamente humana de ese Periquillo de inclinación perversa y noble corazón en ocasiones, vago e hipócrita pero capaz de reconocer el bien, pretendidamente ignorante más hábil en muchas de sus empresas, de bastante carácter como para vivir ocho años consecutivos de existencia honesta, vil en muchos momentos y afable y generoso en otros, este personaje al que la palabra «pícaro» no define sino parcialmente y de quien con razón ha escrito Agustín Yáñez:

«Periquillo Sarniento se levanta en la mitad de América, como tipo nacional de fisonomía irreductible, emparejado, al norte con Babitt -cuya roma y aburguesada figura contrasta el espíritu aventurero del mexicano- y al sur, con Martín Fierro y Don Segundo Sombra: todos cuatro vienen a significar a América con sus aspiraciones, sus inquietudes y su destino»10.










Observaciones

Para la presente edición nos hemos atenido principalmente a las siguientes:

  • México. J. Bollesca y Compañía, Sucesor. Tipo-Litográfico de Espasa y Compañía (Barcelona) 1897.
  • Biblioteca de grandes novelas. Edición corregida e ilustrada. Barcelona. Casa Editorial Sopeña. Barcelona, 1908.
  • México. Editorial Porrúa, S. A., 1972. (Prólogo de Jefferson Rea Spell. Decimotercera edición.)

Sólo en casos muy excepcionales hemos optado por modernizar el texto (sarape, en vez de zarape; reloj por relox, etc.). En cuanto a la puntuación y separación de párrafos hemos tratado, sobre todo cuando las variantes daban pie para ello y más limitadamente en otros casos, de aplicar el criterio que contribuyera a dar, por la vía tipográfica, una mayor ligereza al relato.

Es evidente que hoy no tiene mucho sentido respetar la división en cuatro tomos en que Fernández de Lizardi estructuró su novela, toda vez que lo hizo por meras conveniencias editoriales. Nos ha parecido aceptable establecer simplemente dos partes como en algunas ediciones modernas. Ello no ha impedido, sin embargo, que situemos el llamado «Prólogo en traje de cuento» al comenzar el que originariamente fue el segundo tomo de la obra, es decir, antes del capítulo XV de la primera parte.

Hemos introducido notas personales que van precedidas de asterisco para distinguirlas de las del propio Fernández de Lizardi -quien, como el lector puede apreciar, finge como recurso literario haber recibido el manuscrito que constituye la novela del propio Periquillo- que van sin indicación especial, y de las del editor de 1842, muy útiles sin duda, a las cuales se pospone una E.

Se ha incorporado también un vocabulario, cuya consulta facilitará la lectura, bastante más amplio que el que hasta ahora ha figurado en las ediciones de esta novela y del que, por otra parte, se ha eliminado algún término que está suficientemente aclarado en el contexto de la narración.




Vida y hechos de Periquillo Sarniento, escrita por él para sus hijos

...Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los demás defectos de la obra.


Torres Villarroel. En su prólogo de la Barca de Aqueronte.                



Prólogo, dedicatoria y advertencias a los lectores

Señores míos: Una de las cosas que me presentaba dificultad para dar a luz la Vida de Periquillo Sarniento era elegir persona a quien dedicársela, porque yo he visto infinidad de obras, de poco y mucho mérito, adornadas con sus dedicatorias al principio.

Esta continuación, o esta costumbre continuada, me hizo creer que algo bueno tenía en sí, pues todos los autores procuraban elegir mecenas o patronos a quienes dedicarles sus tareas, creyendo que el hacerlo así no podía menos que granjearles algún provecho.

Me confirmé más en esta idea cuando leí en un librito viejo que ha habido quienes han pactado dedicar una obra a un sujeto, si le daba tanto; otro que dedicó su trabajo a un potentado y después lo consagró a otro con distinto nombre; Tomás Fuller, famoso historiador inglés, que dividía sus obras en muchos tomos, y a cada tomo le solicitaba un magnate; otros que se han dedicado a sí mismos sus producciones, y otros, en fin, que han consentido que el impresor de sus obras se las dedique.

En vista de esto decía yo a un amigo:

-No, mi obra no puede quedarse sin dedicatoria; eso no, viviendo Carlos. ¿Qué dijera de mí el mundo, al ver que mi obrita no tenía al frente un excelentísimo, ilustrísimo, o, por lo menos, un señor usía que la hubiera acogido bajo su protección? Fuera de que no puede menos que tener cuenta el dedicar un libro a algún grande o rico señor; porque ¿quién ha de ser tan sinvergüenza que deje dedicarse una obra; desempolvar los huesos de sus abuelos; levantar testimonios a sus ascendientes; rastrear sus genealogías; enredarlos con los Pelayos y Guzmanes; mezclar su sangre con la de los reyes del Oriente; ponderar su ciencia aun cuando no sepa leer; preconizar sus virtudes, aunque no las conozca; separarlo enteramente de la común masa de los hombres y divinizarlo en un abrir y cerrar de ojos? Y, por último, ¿quién será -repetía yo al amigo- tan indolente, que viéndose lisonjeado a roso y a velloso ante faciem populi11 y no menos que en letras de molde, se maneje con tanta mezquindad que no me costee la impresión, que no me consiga un buen destino, o, cuando todo turbio corra, que no me manifieste su gratitud con una docenita de onzas de oro para una capa, pues no merece menos el ímprobo trabajo de inmortalizar el nombre de un mecenas?

-¿Y a quién piensas dedicar tu obrita? -me preguntó mi amigo.

-A aquel señor que yo considerase se atreviera a costearme la impresión.

-¿Y a cuánto podrán abordar sus costos? -me dijo.

-A cuatro mil y ciento y tantos pesos, por ahí, por ahí.

-¡Santa Bárbara! -exclamó mi amigo, todo azorado-. ¿Una obrita de cuatro tomitos en cuarto cuesta tanto?

-Sí, amigo -le dije-, y ésta es una de las trabas más formidables que han tenido y tendrán los talentos americanos para no lucir, como debieran, en el teatro literario. Los grandes costos que tiene en el reino que gastarse en la impresión de las obras abultadas retraen a muchos de emprenderlas, considerando lo expuestos que están no sólo a no lograr el premio de sus fatigas, sino tal vez a perder hasta su dinero, quedándose inéditas en los estantes muchas preciosidades que darían provecho al público y honor a sus autores. Esta desgracia hace que no haya exportación de ninguna obra impresa aquí; porque haz de cuenta que mi obrita, ya impresa y encuadernada, tiene de costo por lo menos ocho o diez pesos; pues aunque fuera una obra de mérito, ¿cómo había yo de mandar a España un cajón de ejemplares, cuando si aquí es cara, allí lo sería excesivamente? Porque si a diez pesos de costos se agregaban otros dos o tres de fletes, derechos y comisión, ya debería valer sobre trece pesos; para ganar algo en este comercio, era preciso vender los ejemplares a quince o dieciséis pesos, y entonces ¿quién la compraría allá?

-¡Válgame Dios! -dijo mi amigo-; ésa es una verdad; pero eso mismo debe retraerte de solicitar mecenas. ¿Quién ha de querer arriesgar su dinero para que imprimas tu obrita? Vamos, no seas tonto, guárdala o quémala, y no pienses en hallar protección, porque primero perderás el juicio. Ya parece que veo que gastas el dinero que no tienes en hacer poner en limpio y con mucha curiosidad tus cuadernos; que echas el ojo para dedicarlos al conde M, creyendo que porque es conde, que porque es rico, que porque es liberal, que porque gasta en un coche cuatro mil pesos, en un caballo quinientos, en un baile mil, en un juego cuanto quiere, admitirá benigno tu agasajo, te dará las gracias, te ofrecerá su protección, te facilitará la imprenta, o te dará, cuando menos, una buena galita, como dijiste. Fiado en esto, vas a su casa, rastreas a sus parientes, indagas su origen, buscas en el diccionario de Moreri alguna gran casa que tenga alusión con su apellido, lo encajas en ella quiera que no quiera, levantas mil testimonios a sus padres, lo haces descender de los godos, y le metes en la cabeza que es de sangre real y pariente muy cercano de los Sigericos, Turismundos, Theudiselos y Athanagildos; a bien que él no los conoció, ni nadie se ha de poner a averiguarlo.

Últimamente, y para decirlo de una vez y bien claro, trabajas cuanto puedas para hacerle una barba de primera clase; y ya concluida la dedicatoria, vas muy fruncido y se la pones a sus plantas. Entonces el señor, que ve aquel celemín de papel escrito, y que sólo por no leerlo, si se lo mandaran, daría cualquier dinero, se ríe de tu simpleza. Si está de mal humor, o no te permite entrar a verlo, o te echa noramala luego que penetra tu designio; pero si está de buenas, te da las gracias y te dice que hagas lo que quieras de la dedicatoria; pero que los insurgentes... que las guerras y las actuales críticas circunstancias no le permiten serte útil por entonces para nada.

Sales tú de allí todo mohíno, pero no desesperado. Vas y acometes con las mismas diligencias al marqués K, y te pasa lo mismo; ocurres al rico G, y te acontece lo propio; solicitas al canónigo T, ídem; hasta que cansado de andar por todo el alfabeto, y de trabajar inútilmente mil dedicatorias, te aburres y desesperas, y das con tu pobre trabajo en una tienda de aceite y vinagre. Es gana, hijo; los pobres no debemos ser escritores, ni emprender ninguna tarea que cueste dinero.

Cabizbajo estaba yo oyendo a mi amigo con demasiada confusión y tristeza, y luego que acabó le dije, arrancando un suspiro de lo más escondido de mi pecho:

-¡Ay, hermano de mi alma! Tú me has dado un desengaño, pero al mismo tiempo una gran pesadumbre. Sí, tú me has abierto los ojos estrellándome en ellos una porción de verdades que por desgracia son irrefragables; y lo peor es que todo ello para en que yo pierdo mi trabajo; pues aunque soy limitado y, por lo mismo, de mis tareas no se puede esperar cosa sublime, sino bastante humilde y trivial, créeme, esta obrita me ha costado algún trabajo, y tanto más cuanto que soy un chambón y la he trabajado sin herramienta.

-Esto lo dirás por la falta de libros.

-Por eso lo digo; ya verás que esto ha multiplicado mis afanes; y será buen dolor que después de desvelarme, de andar buscando un libro prestado por allí y otro por acullá, después de tener que consultar esto, que indagar aquello, que escribir, que borrar algo, etc., cuando yo esperaba socorrer de algún modo mis pobrerías con esta obrita, se me quede en el cuerpo por falta de protección... ¡voto a los diablos!, más valía que se me hubieran quedado treinta purgas y veinte lavativas...

-Calla -me dijo mi amigo-, que yo te voy a proponer unos mecenas que seguramente te costearán la impresión.

-¡Ay, hombre! ¿Quiénes son? -pregúntele lleno de gusto.

-Los lectores -me respondió el amigo-. ¿A quiénes con más justicia debes dedicar tus tareas, sino a los que leen las obras a costa de su dinero? Pues ellos son los que costean la impresión, y por lo mismo sus mecenas más seguros. Conque aliéntate, no seas bobo, dedícales a ellos tu trabajo y saldrás del cuidado.

Le di las gracias a mi amigo; él se fue; yo tomé su consejo, y me propuse, desde aquel momento, dedicaros, señores lectores, la Vida del tan mentado Periquillo Sarniento, como lo hago.

Pero, a usanza de las dedicatorias y a fuer de lisonjero o agradecido, yo debo tributaros los más dignos elogios, asegurado de que no se ofenderá vuestra modestia.

Y entrando al ancho campo de vuestros timbres y virtudes, ¿qué diré de vuestra ilustrísima cuna, sino que es la más antigua y llena de felicidades en su origen, pues descendéis no menos que del primer monarca del universo?

¿Qué diré de vuestras gloriosas hazañas, sino que son tales, que son imponderables e insabibles?

¿Qué, de vuestros títulos y dictados, sino que sois y podéis ser, no sólo tú ni vos, sino usías, ilustrísimos, reverendísimos, excelentísimos y qué sé yo, si eminentísimos, serenísimos, altezas y majestades? Y, en virtud de esto, ¿quién será bastante a ponderar vuestra grandeza y dignidad? ¿Quién elogiará dignamente vuestros méritos? ¿Quién podrá hacer ni aun el diseño de vuestra virtud y vuestra ciencia? ¿Ni quién, por último, podrá numerar los retumbantes apellidos de vuestras ilustres casas, ni las águilas, tigres, leones, perros y gatos que ocupan los cuarteles de vuestras armas?

Muy bien sé que descendéis de un ingrato, y que tenéis relaciones de parentesco con los Caínes fratricidas, con los idólatras Nabucos, con las prostitutas Dalilas, con los sacrílegos Baltasares, con los malditos Canes, con los traidores Judas, con los pérfidos Sinones, con los Cacos ladrones, con los herejes Arrios, y con una multitud de pícaros y pícaras que han vivido y aún viven en el mismo mundo que nosotros.

Sé que acaso seréis, algunos, plebeyos, indios, mulatos, negros, viciosos, tontos y majaderos.

Pero no me toca acordaros nada de esto, cuando trato de captar vuestra benevolencia y afición a la obra que os dedico; ni menos trato de separarme un punto del camino trillado de mis maestros los dedicadores, a quienes observo desentenderse de los vicios y defectos de sus mecenas, y acordarse sólo de las virtudes y lustre que tienen para repetírselos y exagerárselos.

Esto es, serenísimos lectores, lo que yo hago al dedicaros esta pequeña obrita que os ofrezco como tributo debido a vuestros reales... méritos.

Dignaos, pues, acogerla favorablemente, comprando, cada uno, seis o siete capítulos cada día12 y suscribiéndoos por cinco o seis ejemplares a lo menos, aunque después os deis a Barrabás por haber empleado vuestro dinero en una cosa tan friona y fastidiosa; aunque me critiquéis de arriba abajo, y aunque hagáis cartuchos o servilletas con los libros; que como costeéis la impresión con algunos polvos de añadidura, jamás me arrepentiré de haber seguido el consejo de mi amigo; antes desde ahora, para entonces y desde entonces para ahora, os escojo y elijo para únicos mecenas y protectores de cuantos mamarrachos escribiere, llenándoos de alabanzas como ahora, y pidiendo a Dios que os guarde muchos años, os dé dinero, y os permita emplearlo en beneficio de los autores, impresores, papeleros, comerciantes, encuadernadores y demás dependientes de vuestro gusto. Señores... etc. Vuestro... etc.

EL PENSADOR.




Advertencias generales a los lectores

Estamos entendidos de que no es uso adornar con notas ni textos de esta clase de obras romancescas, en las que debe tener más parte la acción que la moralidad explicada, no siendo, además, susceptibles de una frecuente erudición; pero como la idea de nuestro autor no sólo fue contar su vida, sino instruir cuanto pudiera a sus hijos, de ahí es lo que no escasea las digresiones que le parecen oportunas en el discurso de su obra, aunque (a mi parecer) no son muy repetidas, inconexas ni enfadosas.

Yo, coincidiendo con su modo de pensar, y en obsequio de la amistad que le profesé, he procurado ilustrarla con algunas que pienso concurren a su misma intención. Al propio tiempo, para ahorrar a los lectores menos instruidos los tropezones de los latines, como él recuerda, dejo la traducción castellana en su lugar, y unas veces pongo el texto original entre las notas; otras sólo las citas, y algunas veces lo omito enteramente. De manera, que el lector en romance nada tiene que interrumpir con la secuela de la lectura, y el lector latino acaso se agradará de leer lo mismo en su idioma original.

Periquillo, sin embargo de la economía que ofrece, no deja de corroborar sus opiniones con la doctrina de los poetas y filósofos paganos.

En uso de las facultades que él me dio para que corrigiera, quitara o añadiera lo que me pareciera en su obrita, pude haberle suprimido todos los textos y autoridades dichas; pero cuando batallaba con la duda de lo que debía de hacer, leí un párrafo del eruditísimo Jamin que vino a mi propósito, y dice así: «He sacado mis reflexiones de los filósofos profanos, sin omitir tampoco el testimonio de los poetas, persuadido a que el testimonio de éstos... aunque voluptuosos por lo común, establecía la severidad de las costumbres de un modo más fuerte y victorioso que el de los filósofos, de quienes hay motivo de sospechar que sola la vanidad les ha movido a establecer la austeridad de las máximas en el seno de una religión supersticiosa, que al mismo tiempo lisonjeaba todas las pasiones. En efecto, al oír a un escritor voluptuoso hablar con elogio de la pureza de las costumbres, se evidenciará que únicamente la fuerza de la verdad ha podido arrancar de su boca tan brillante testimonio».

Hasta aquí el célebre autor citado, en el párrafo XX del prefacio a su libro titulado El fruto de mis lecturas. Ahora digo: si un joven voluptuoso, o un viejo apelmazado con los vicios, ve estos mismos reprendidos, y las virtudes contrarias elogiadas, no en boca de los anacoretas y padres del yermo, sino en la de unos hombres sin religión perfecta, sin virtud sólida y sin la luz del Evangelio, ¿no es preciso que forme un concepto muy ventajoso de las virtudes morales? ¿No es creíble que se avergüence al ver reprendidos y ridiculizados sus vicios, no ya por los Pablos, Crisóstomos, Agustinos ni demás padres y doctores de la Iglesia, sino por los Horacios, Juvenales, Sénecas, Plutarcos y otros ciegos semejantes del paganismo? Y el amor a la sana moral, o el aborrecimiento al vicio que produzca el testimonio de los autores gentiles, ¿no debe ser de un interés recomendable, así para los lectores como para la misma sociedad? A mí, a lo menos, así me lo parece, y por tanto no he querido omitir las autoridades de que hablamos.




El prólogo de Periquillo Sarniento

Cuando escribo mi vida, es sólo con la sana intención de que mis hijos se instruyan en las materias sobre las que les hablo.

No quisiera que salieran estos cuadernos de sus manos, y así se lo encargo; pero como no sé si me obedecerán, ni si se les antojará andar prestándolos a éste y al otro, me veo precisado (para que no anden royendo mis podridos huesos, ni levantándome falsos testimonios) a hacer yo mismo, y sin fiarme de nadie, una especie de Prólogo; porque los prólogos son tapaboca de los necios y maliciosos, y al mismo tiempo son, como dijo no sé quién, unos remedios anticipados de los libros, y en virtud de esto digo: que esta obrita no es para los sabios, porque éstos no necesitan de mis pobres lecciones; pero sí puede ser útil para algunos muchachos que carezcan, tal vez, de mejores obras en que aprender, o también para algunos jóvenes (o no jóvenes) que sean amigos de leer novelitas y comedias; y como pueden faltarles o no tenerlas a mano algún día, no dejarán de entretenerse y pasar el rato con la lectura de mi vida descarriada.

En ella presento a mis hijos muchos de los escollos en donde más frecuentemente se estrella la mocedad cuando no se sabe dirigir o desprecia los avisos de los pilotos experimentados.

Si les manifiesto mis vicios no es por lisonjearme de haberlos contraído, sino por enseñarles a que los huyan pintándoles su deformidad; y del mismo modo, cuando les refiero tal o cual acción buena que he practicado, no es por granjearme su aplauso, sino por enamorados de la virtud.

Por iguales razones expongo a su vista y a su consideración vicios y virtudes de diferentes personas con quienes he tratado, debiendo persuadirse a que casi todos cuantos pasajes refiero son ciertos, y nada tienen de disimulado y fingido sino los nombres, que los he procurado disfrazar por respeto a las familias que hoy viven.

Pero no por esto juzgue ninguno que yo lo retrato; hagan cuenta en hora buena que no ha pasado nada de cuanto digo, y que todo es ficción de mi fantasía; yo les perdonaré de buena gana el que duden de mi verdad, con tal que no me calumnien de satírico mordaz. Si se halla en mi obrita alguna sátira picante, no es mi intención zaherir con ella más que al vicio, dejando inmunes las personas, según el amigo Marcial:


Hunc servare modum nostri novere libelli
Perecere personis, dicere de vitiis



Así pues, no hay que pensar que cuando hablo de algún vicio retrato a persona alguna, ni aun con el pensamiento, porque el único que tengo es de que deteste el tal vicio la persona que lo tenga, sea cual fuere, y hasta aquí nada le hallo a esta práctica ni a este deseo de reprensible. Mucho menos que no escribo para todos, sino sólo para mis hijos, que son los que más me interesan, y a quienes tengo obligación de enseñar.

Pero aun cuando todo el mundo lea mi obra, nadie tiene que mosquearse cuando vea pintado el vicio que comete, ni atribuir entonces a malicia mía lo que en la realidad es perversidad suya.

Este modo de criticar o, por mejor decir, de murmurar a los autores, es muy antiguo, y siempre ejercitado por los malos. El Padre San Jerónimo se quejaba de él, por las imposturas de Onaso, a quien decía: Si yo hablo de los que tienen las narices podridas y hablan gangoso, ¿por qué habéis de reclamar luego y decir que lo he dicho por vos?

De la misma manera digo: si en esta mi obrita hablo de los malos jueces, de los escribanos criminalistas, de los abogados embrolladores, de los médicos desaplicados, de los padres de familia indolentes, etcétera, etc., ¿por qué al momento han de saltar contra mí los jueces, escribanos, letrados, médicos y demás, diciendo que hablo mal de ellos o de sus facultades? Esto será una injusticia y una bobería, pues al que se queja algo le duele, y en este caso, mejor es no darse por entendido, que acusarse, sin que haya quien le pregunte por el pie de que cojea.

Comencé al principio a mezclar en mi obrita algunas sentencias y versos latinos, y sin embargo de que los doy traducidos a nuestro idioma, he procurado economizarlos en lo restante de mi dicha obra; porque pregunté sobre esto al señor Muratori, y me dijo que los latines son los tropezones de los libros para los que no los entienden.

El método y el estilo que observo en lo que escribo es el mío natural y el que menos trabajo me ha costado, satisfecho de que la mejor elocuencia es la que más persuade, y la que se conforma más naturalmente con la clase de la obra que se trabaja.

No dudo que así por mi escaso talento, como por haber escrito casi currente cálamo, abundará la presente en mil defectos, que darán materia para ejercitarse la crítica menos escrupulosa. Si así fuere, yo prometo escuchar a los sabios con resignación, agradeciéndoles sus lecciones a pesar de mi amor propio, que no quisiera dar obra alguna que no mereciera las más generales alabanzas; aunque me endulza este sinsabor saber que pocas obras habrá en el orbe literario que carezcan de lunares en medio de sus más resplandecientes bellezas. En el astro más luminoso que nos vivifica, encuentran manchas los astrónomos.

En fin, tengo un consuelo, y es que mis escritos precisamente agradarán a mis hijos, para quienes, en primer lugar, los trabajé, si a los demás no les acomodare, sentiré que la obra no corresponda a mis deseos, pudiendo decir a cada uno de mis lectores lo que Ovidio a su amigo Pisón: «Si mis escritos no merecen tu alabanza, a los menos yo quise que fueran dignos de ella. De esta buena intención me lisonjeo, que no de mi obra».


Quod si digna tua minus est mea pagina laude
At voluisse sal est: animum, non carmina, yacto.







 
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