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«El payo» atribuido a Fernández de Lizardi una comedia de figurones

Felipe Reyes Palacios


Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

RESUMEN: Reflejo directo de una práctica social novohispana de orígenes carnavalescos, amalgamada con diversas tradiciones literarias y teatrales, Todos contra el payo y el payo contra todos o La visita del payo en el hospital de locos se le presenta al historiador del teatro como un llamativo caso de hibridismo cultural. A pesar de su apego formal al neoclasicismo vigente en los inicios del siglo XIX, se entronca en sus procedimientos con la comedia de figurón dieciochesca y sus remotos orígenes entremesiles, e inclusive con la temática barroca del sueño y el desengaño.

Su enfoque grotesco, percibido desde la modernidad, le permitió sobrevivir al paso del tiempo, mereciendo dos montajes en el siglo XX, a diferencia del resto del teatro de Lizardi, a quien se le ha atribuido.

ABSTRACT: Direct reflection of a New Spain social practice with Carnival origins, amalgamated with diverse literary and theatrical traditions, Todos contra el payo y el payo contra todos o La visita del payo en el hospital de locos is presented to the historian of theater as an impressive case of cultural hybridism. In spite of its formal adherence to neoclassicism regnant at the beginning of the 19th century, it is connected procedurally with the 18th century comedia de figurón and its remote origins as short comic interlude, and includes the baroque theme of dreaming and disenchantment. Its grotesque focus, as perceived from modernity, permitted s its survival through the passage of time, meriting two stagings in the 20th century, in contrast with the rest of the theater of Lizardi, unto whom it has been attributed.

PALABRAS CLAVE: Fernández de Lizardi, comedia de figurón, teatro virreinal, fiesta de los locos, neoclasicismo, barroco.

KEY WORDS: Fernández de Lizardi, comedia de figurón, viceregal theater, festival of the madmen, neo-classicism, baroque.





Sea quien haya sido su autor, Todos contra el payo y el payo contra todos o La visita del payo en el hospital de locos, texto dramático atribuido a José Joaquín Fernández de Lizardi, llama la atención del historiador del teatro por las divergentes tradiciones -literarias y teatrales, cultas y populares- que se dan cita en ella, amalgamándose en una construcción dramática que se hurta a la normatividad neoclásica prevaleciente en la opinión del sector ilustrado de la Nueva España. Apartándose del modelo moratiniano de la comedia, ha logrado sobrevivir en la escena hasta el presente, habiendo sido objeto de dos montajes en el último tercio del siglo XX, lo que no ha sucedido con el resto del teatro de Fernández de Lizardi (con la muy notable excepción de su Pastorela en dos actos)1.

El segundo de dichos montajes estuvo basado en la adaptación que hizo el dramaturgo Emilio Carballido en 1987, en cuyo programa de mano asentó brevemente sus opiniones acerca del texto original2.

En cuanto al primer problema aludido, el de la dudosa autoría del texto -a pesar de ello se incluyó en el tomo de Teatro de nuestro autor, que en 1965 publicó el Centro de Estudios Literarios-, la nota inicial, de Jacobo Chencinsky, resume la cuestión en los siguientes términos:

Francisco Monterde ha sido el primero en dar noticia de esta obra (cf. su Bibliografia..., p. 139). Se trata de un manuscrito (209 pp., 22 cms.) existente en el Archivo Histórico del Museo Nacional de Antropología e Historia, de difícil lectura por su desordenada redacción y por la abundancia de errores ortográficos y de metrificación. El tipo de letra induce a pensar que es labor de un copista de época posterior a la de Fernández de Lizardi. En la página inicial, a manera de portada, aparece el título; en la tercera, un dibujo a tinta y colores de cuatro de los personajes.


(Fernández de Lizardi 1965: 157)                


Las razones para incluirla en el tomo susodicho consistieron, pues, en que Monterde había sancionado la atribución, y en que el manuscrito ostenta, efectivamente, los datos del autor de El Periquillo Sarniento en la portada, a continuación del título: «Coloquio en tres actos y escrito en verso por El Pensador Mexicano don José Joaquín Fernández de Lizardi». La detallada identificación le hace a uno sospechar la intervención de una mano ajena, posterior; lo mismo que la primera didascalia: «La escena pasa en México, a principios del siglo XIX, en el hospital de San Hipólito». Curiosa manera de referirse, con perspectiva histórica, a la «época presente» que para Lizardi habría supuesto su ubicación temporal. Se trata, sin lugar a dudas, de una copia de mano ajena, cuya caligrafía no corresponde a la de los documentos autógrafos de Lizardi, en cuyo momento de ejecución, además, se pudo haber determinado la atribución, sobre todo si se tiene en cuenta que en el mismo archivo se halló otro manuscrito, El negro sensible en la versión de Comella, falsamente adjudicado a El Pensador (1965: 34). Todas estas consideraciones no hacen sino enfatizar la dudosa autoría del Payo.

los responsables del volumen de Teatro, por su parte, sopesaban los pros y los contras de la atribución a Lizardi. En favor de ella, Ubaldo Vargas Martínez, el prologuista, se refería a las analogías de lenguaje y «la persistencia de personajes comunes a otras de sus obras»:

Por ejemplo: el pasaje en que el Glotón enumera los manjares de su preferencia (escena primera, acto II) es muy semejante -incluso en su métrica- a la del glotón Bato en la Pastorela. La afinidad entre la jerigonza de los jugadores de naipes -que tan bien conocía El Pensador-, tanto en esta pieza como en El Periquillo es muy reveladora. Y el tono satírico de ciertos pasajes recuerda el de algunos de los poemas costumbristas de mi primera época [...]. Él habla del payo, como la de todos los «payos» de Fernández de Lizardi, es particularmente chusca y pintoresca, llena de sabor y colorido.


(1965: 24)                


Pero Jacobo Chencinsky, el editor, en su nota de presentación reparaba en que «los pocos rasgos característicos apreciables no son exclusivos de Fernández de Lizardi, sino más o menos comunes a la época» (1965: 34), como se podría confirmar en un buen número de «obritas muy similares», sin entrar en precisiones.

Sigue pendiente, pues, la cuestión de la paternidad del Payo, solicitando una exploración genética (tal vez de corte estilístico y por computadora) que quizá descartase a Lizardi como su progenitor. El hecho de que entrara entonces al limbo de los anónimos no disminuiría, sin embargo, al interés histórico, y podríamos seguir aprovechándonos de su rescate en el volumen mencionado, con más justificación ahora por la circunstancia de que, a estas alturas, el referido manuscrito está extraviado3.

La tradición popular que en primer término recrea el Payo es la anunciada visita anual al hospital de San Hipólito el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, costumbre exclusivamente novohispana, lo mismo que la orden monástica dedicada a su atención, los Hermanos de la Caridad, llamados comúnmente los «hipólitos», aunque estaban sujetos a la regla de San Agustín. Establecimiento dos veces centenario, estrenó iglesia en 1777, y después hospital nuevo, dedicándose a partir de entonces tan sólo a los dementes, dado que en sus orígenes había atendido a pobres enfermos, ancianos y locos. Para la época en que Lizardi publicaba su periódico El Pensador Mexicano la tal costumbre persistía en el calendario festivo novohispano, según lo testimonia nuestro autor en el núm. 11 de dicho periódico (tomo I, 27 de noviembre de 1813, en plena guerra de Independencia), censurándola con criterio ilustrado:

pensaba el lunes próximo pasado [como El Pensador que irremediablemente era, puntualiza] en la bulla que habría por la tarde en las inmediaciones del hospital de San Hipólito, con el motivo, antes piadoso y ya en nuestros días de pura curiosidad, de ir a ver los pobres dementes que padecen allí las penas que no saben ellos mismos. Costumbre viciosa y reprehensible, como una de tantas, si no se va a socorrerlos o a tomar lecciones útiles en su desgracia, pues yo no sé por qué causa se ha de hacer pasatiempo de las enfermedades o miserias del género humano.


(1968: 97-98)                


Curiosidad persistente, o reincidente, según se puede colegir de otras fuentes, como la citada en el documentado estudio de Juan Pedro Viqueira acerca de las diversiones públicas en la capital de la Nueva España, testimoniando que, como consecuencia de la política ilustrada de los virreyes de ese siglo, en 1793 ya se había prohibido dicha visita, «alegando que perjudicaba a los enfermos» (Viqueira: 159). La prohibición era ya, por lo visto, letra muerta a la vuelta del siguiente siglo, provocando entonces la censura de Lizardi como periodista o Pensador.

La costumbre en sí -«curiosidad», diversión o pasatiempo social- acusa obvios perfiles teatrales, los que derivan de ir a presenciar la realidad distorsionada, grotesca, que encarnaban los dementes, como si fuese un espectáculo público; ello nos hace suponer, a su vez, un probable origen carnavalesco que nos proponemos explorar a continuación. Por lo pronto, el estudio de Viqueira parecería apoyarnos en este respecto, pues también da constancia de que para el último cuarto del siglo XVIII los virreyes habían logrado ya «poner fin a las máscaras y a los desórdenes del carnaval, y sacar todo festejo del centro de la ciudad», alentando otras diversiones alternativas como los paseos campestres a las poblaciones vecinas (145). Los cambios que se iban imponiendo a base de drásticos bandos tendrían no sólo una repercusión territorial, sugerimos por nuestra cuenta, sino que habrían provocado también desplazamientos en el calendario festivo, para conservar algo de las antiguas costumbres convirtiéndolas en una «diversión alternativa» de lo que ahora se prohibía. Por qué, si no, trasladar a la beatífica secuencia de fiestas de fin de año una diversión que habría tenido su origen en las carnestolendas. Durante estas, en el siglo anterior, abundaban los elementos de inversión social que les eran propios: «Los indios ocupaban, momentáneamente, la traza de la ciudad, dominada y habitada, en principio, exclusivamente por los españoles. Los laicos disfrutaban vistiéndose de religiosos para parodiarlos [las cursivas son mías]. Los papeles sexuales se volvían intercambiables y los jóvenes danzaban disfrazados de ancianos» (143-144). Trasladar un festejo de esta naturaleza al día de San Hipólito, el 13 de agosto, era absolutamente impensable, ya que en esa fecha se conmemoraba la toma de México-Tenochtitlan por parte de los españoles, rememorando con el llamado Paseo del Pendón lo que fue el desastre de la Noche Triste, ocurrido precisamente en el sitio donde se erigió la iglesia que sustituyó a la primitiva ermita4. Por el contrario, los locos de San Hipólito habrán sido, en el imaginario popular, la figura rediviva de los Inocentes, asimilables a los niños que fueron víctimas de la crueldad de Herodes.

En cuanto al texto periodístico de Lizardi que hemos citado, adviértase que pertenece al modo narrativo, y tómense en cuenta el mes y el año de su publicación, porque están relacionados con su primer encarcelamiento. Habiéndose lanzado a fondo con la libertad de imprenta, y habiendo estado preso, durante siete meses, por manifestar su desacuerdo con el bando que le daba injerencia a los militares en el enjuiciamiento de los curas insurrectos, desafiando de esa manera al virrey Venegas en el número 9 de su periódico (1968: 83-90), tuvo que cambiar radicalmente el tono -y el objeto- de sus artículos cuando reemprendió su periódico. Recurre entonces a la narrativa en el número 11 y a la poesía lírica en el número 12 (con los muy apreciados en su época «Consuelos del hombre cristiano...»). En la narrativa apela al sueño barroco para hacer crítica social y prédica moralizante. Finge entonces que, pensando en la bulla de San Hipólito, se le aparece una señora que se identifica como la Experiencia, quien lo va desengañando de las verdaderas locuras en que incurren los pleitistas, los que buscan mujer hermosa y los ricos que no practican la caridad. El tono no es el de la punzante ironía erasmiana, pero se trata de un sueño que se inscribe en la larga lista de textos dedicados a la locura como irrenunciable patrimonio humano, lista inaugurada por La nave de los locos, de Sebastián Brant (1494). Ya fuese la influencia de Erasmo (que quizá Lizardi no admitiría por la condición anticlerical de aquel, opuesta a la Iglesia de Roma) o la confesada de Quevedo y «otros sabios de nuestra nación», se trataba de una tradición libresca, culta, que daba espacio a una tradición popular (la visita), pero no precisamente para regocijarse con ella, sino para corregirla de acuerdo con los ideales ilustrados. Cabe considerar, entonces, a Todos contra el payo y el payo contra todos como un eslabón más de esta tradición de orígenes humanistas, sea quien haya sido su autor. En cuanto a Lizardi, muy distinto habría sido que se hubiese valido de dicha tradición para hacer su propia reflexión acerca de la locura, a que reprobara, como lo hizo en su periódico, la insana curiosidad de ver a los dementes en persona.

Ahora bien, por lo que respecta a las tradiciones propiamente teatrales a que el Payo puede remitirse en su entorno novohispano, tendríamos que ponderar su relación con las siguientes: 1) Los llamados coloquios , porque esa es la denominación que se le da en la portada del manuscrito; 2) el teatro cómico de índole callejera o carnavalesca del que se tengan testimonios fehacientes, y 3) cierto tipo de comedia no muy ortodoxa para el criterio clasicista, apellidada en España de figurón , que se representó en el Coliseo de la ciudad de México lo suficientemente como para que los aficionados al teatro estuviesen familiarizados con ella, pero cuya presencia en la Nueva España no ha sido atendida hasta el presente.

Acerca de los «coloquios», advertimos que quienes han revisado directamente los acervos documentales de la época suelen identificarlos de plano con las pastorelas, ese género de larga existencia que, llegado el momento, se propagó en la ciudad de México en su modalidad de «pastorela de barrio» o «de vecindad». Tal es el caso de Viqueira, quien dedica en su estudio un apartado especial a «Coloquios, posadas y jamaicas». (160 163)5. Pero entre los textos tradicionales exhumados, nos encontramos otros que nada tienen que ver con la Natividad y que, sin embargo ostentan la misma denominación, tales como el Coloquio del señor san Isidro Labrador, que es una comedia de santo, y el Cuaderno de coloquio en honor de Nuestra Señora de Guadalupe, que es propiamente un auto mariano como el de Lizardi (incluidos en San Martín: 145-188 y 189 235). El término coloquio, según estos datos, implicaría que se trata de textos teatrales tradicionales, de asunto religioso, que se apartan de los géneros clásicos, y que en alguna medida incluyen pasajes cómicos a cargo de personajes rústicos.

En realidad, este término había sido introducido en la Nueva España, en su acepción específicamente teatral, al menos desde la época de Fernán González de Eslava, quien designa a los suyos como «coloquios espirituales» y «sacramentales». De modo que para un especialista en González de Eslava, como lo fue Othón Arróniz, es precisamente la utilización de los recursos del coloquio lo que revela a las claras la filiación de aquel autor con el teatro de la Península, ya que según afirma (14):

Los coloquios eran una producción teatral jesuita. Desde su fundación, la Compañía de Jesús integró las representaciones teatrales a su vida escolar, como parte de su sistema pedagógico. Creador, plenamente consciente, de este teatro jesuita, fue el padre Pedro Pablo Acebedo [a mediados del siglo XVI].


Y para caracterizar la mencionada producción teatral en sus orígenes españoles, cita luego a Justo García Soriano, quien precisa que:

En cuanto a su fondo y estructura intrínseca, las comedias de colegio mostraron pronto una tendencia ecléctica, yuxtaponiendo primero, y fundiendo después, lo erudito y lo popular [..., formando así], si no un género dramático nuevo, sí un tipo inconfundible de producciones escénicas.


(Arróniz: 14)                


Advirtiendo ahora la distancia no sólo temporal que separa a este tipo de producción escénica, representada por González de Eslava, del Payo presuntamente lizardiano, cuyo carácter es decididamente profano por más que se desarrolle en un convento, podríamos concluir que se trata de una designación arcaizante ambigua, sin pretensiones teóricas, cuyo uso se mantuvo bajo el permanente influjo del teatro jesuita. Se podría añadir en todo caso la precisión de que, como texto tradicional, su representación solía ocurrir en el marco de alguna festividad (Navidad, día del santo patrón, día de la virgen de Guadalupe, etcétera). Tan inexistente es como un género dramático nuevo que no le amerita una breve definición -como tal- el Diccionario de autoridades en el siglo XVIII.

La relación del Payo con el teatro callejero, por el contrario, es manifiesta, como se puede verificar en dos mojigangas dieciochescas rescatadas y editadas por Germán Viveros, las cuales vienen directamente al caso. Con una de ellas, la «Mojiganga de los frailes», que data de 1714, imaginamos el regocijo que les produciría a los sencillos espectadores de una población rural el ver a cuatro frailecitos entregarse al placer del baile, estimulados por la música de fiesta que proviene de una casa vecina al convento, hasta contagiar al prior bajo cuyo cargo están, quien concluye «que, por divertirse un poco, / no ha de llevarnos el diablo» (Viveros 1996: 217). Muy susceptibles a la caricaturización de los religiosos estaban ya las autoridades, en vista de que, después de haberse representado, el texto fue recogido por la Inquisición. Y en la otra asistimos a una extraña mescolanza entre lo alegórico y lo caricaturesco. De asunto civil solemne -la colocación de la estatua ecuestre de Carlos IV (1796)-, en el plano textual se planteaba el homenaje al monarca, al que concurrían alegóricamente las poblaciones que rodeaban la ciudad (Tacuba, Tacubaya, etcétera); pero como contrapartida de ello, en el plano escénico sus figuras, de acuerdo con la solicitud presentada, saldrían de mojiganga por algunas calles, recitando sus versos «vestidos de locos». Refiere entonces Viveros que:

la mojiganga en cuestión fue objeto de negativa por parte de la autoridad, ante el temor de ésta de que la representación correspondiente ofendiera a los frailes de San Hipólito, pues los actores usarían una vestimenta como la de tales religiosos; éstos, además, se oponían a que durante el festejo fueran empleados vestidos parecidos a los de los enfermos a los que atendían.


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Así pues, este expediente, en primer lugar, da constancia de que los impulsos propios de la fiesta de los locos persistían a pesar de todo, tratando de manifestarse con cualquier pretexto. Y por otra parte, nos indica muy claramente que cualquier espectáculo que parodiase a los «hipólitos» o a sus enfermos, así fuese en el mero vestuario, podía ser prohibido. Luego, entonces, es probable que el Payo haya corrido esa suerte. La afinidad del Payo ion estas dos mojigangas se observa hasta en el hecho de que los tres textos presentan aun religioso como personaje central (un prior y un lego en dos obras), conduciendo la acción y recordándonos, de esa manera que en la fiesta de los locos esta debió de ser una figura esencial.

No obstante su afinidad en el tono grotesco, se trata de dos manifestaciones en distinto grado de desarrollo. Las mojigangas eran teatro embrionario a cargo de actores improvisados, esto es, eventos festivos que permitían la participación informal de unos cuantos, quienes a su vez estimulaban el desahogo espontáneo de la comunidad. En tanto que el caso del Payo corresponde al teatro de Coliseo, profesional y con todos los soportes técnicos que podrían esperarse de una tradición continuada a lo largo del tiempo, así fuesen precarias sus condiciones. En él reconocemos, entonces, el tipo de personajes y la estructura dramática que son característicos de la llamada «comedia de figurón».

En efecto, este tipo de comedia se representó en la Nueva España, quizá en la misma proporción que se hizo en la Península, lo cual se comprueba, por ejemplo, en la nómina de obras dramáticas anunciadas en el Diario de México entre octubre de 1805 y diciembre de 1806 (Spell: 61- 62); entre las que han sido ya identificadas como comedias de figurón, o que por su título bien podrían serlo, se encuentran las siguientes: Entre bobos anda el juego o Don Lucas del Cigarral, de Francisco de Rojas Zorrilla; El lindo don Diego, de Agustín Moreto y Cabaña; El dómine Lucas, de José de Cañizares; Un montañés sabe bien dónde el zapato le aprieta, de Luis Moncín; Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena, de José Cocha, y Un loco hace ciento, de María Rosa Gálvez6.

Ahora bien, no es de extrañarse que el prologuista del Teatro lizardiano no haga ahí mención de este género o subgénero cómico, ya que las investigaciones y estudios modernos acerca del mismo maduraron en las dos últimas décadas del siglo pasado, bajo la influencia de la magistral exposición de Eugenio Asensio sobre el entremés. En efecto, la correlación que permitió establecer este autor entre la comedia de figurón y el entremés se fundamentó a partir del nombre mismo de aquella, el cual deriva de la expresión «figura de entremés», por lo que toca, primero, al tipo de personajes que este mete a escena. En el ámbito del entremés, explicaba entonces Eugenio Asensio, la palabra figura designaba primariamente

una apariencia estrambótica, una exterioridad provocante a risa. Pero su campo semántico se dilataba en la esfera moral y social abarcando desde el vicio a la monomanía, desde el amaneramiento hasta la aberración, desde la exageración de las modas en el lenguaje y el vestido hasta el rasgo especial de carácter arraigado en el humor dominante. Propendía a subrayar el aspecto cómico de las pretensiones y vanidades que impulsan a los hombres a tomar actitudes falsas, a simular realidades vacías.


(84)7                


Apariencias estrambóticas, vicios y monomanías es lo que encontramos en todos y cada uno de los personajes recluidos en las celdas de San Hipólito, de acuerdo con las caracterizaciones predeterminadas de ellos que propone la didascalia inicial del acto primero, la cual indica que al principio estarán sacando la cabeza por un «boquete» en cada puerta:

En el primer boquete estará el REY. Éste, cuando salga a la escena, sacará un cetro y un laurel en la cabeza. En el segundo, el GLOTÓN. Sacará una olla y una cuchara desproporcionada. En el tercero, el PRÓDIGO. Saldrá con una talega figurando dinero y una tabla con números que figure «roleta» [i. e. ruleta]. En el cuarto, el ENAMORADO. Saldrá con una muñeca y una guitarra. En el quinto, el MILITAR, con un palo figurará el fusil.

En el sexto, el JUGADOR, con un naipe y otros utensilios de juego. En el séptimo, el AVARO, que saldrá con una cajita y unos billetes. En el octavo, el SABIO, el cual saldrá con borla, capelo, libros, escuadra, compás, etcétera.


Conjunto demencial pequeño si lo comparamos con los 112 personajes de La nave de los locos, pero nutrido tratándose de un texto para teatro. La similitud entre una y otra obra es evidente. En la europea tenemos, lo mismo que en la novohispana, determinados vicios humanos personificados en un loco: el Loco de la Moda, el Loco de la Avaricia, el Locode la Discordia, etcétera. Pero en la segunda encontramos también monomanías no necesariamente viciosas, como la del Enamorado, el Militar y el Sabio, ya que estas dos últimas derivan, no del vicio, sino del ejercicio de una profesión. En La nave el cuadro se completaba, desde el primer capítulo, con la autoparodia del autor, quien se presentaba a sí mismo como el Loco de los Libros, ubicándose entre quienes reúnen y revuelven libros de sabiduría sin que por ello se hagan sabios. En el Payo, el Sabio es arrumbado sin contemplación alguna en el montón de locos, lo cual nos provoca extrañeza pensando en Lizardi. Él, que confesaba con satisfacción no haber dejado nunca los libros de la mano, el paradigmático ilustrado que no cesaba de exponer su ideario educativo, ¿le habría dado ese tratamiento al personaje del Sabio? Por otro lado, si el comediógrafo no recurrió a la autoparodia pudo haberse debido, simplemente, a que esta, en dramaturgia, entraña una especial pericia técnica, cuya carencia se exhibe aquí.

Para justificar tal apreciación habría que considerar la estructura de esta comedia en tres actos, y advertir de inmediato que su anunciado protagonista, el Payo, aparece en escena muy tardíamente, hasta la segunda escena del acto tercero, y que los actos son ya de por sí desproporcionados: 845 versos en el acto primero, 734 en el segundo y 1396 en el tercero (casi el doble que los del anterior). Si el protagonista no está en escena mientras tanto, ¿cómo es entonces la dinámica de los dos actos iniciales?

Se da por descartado, de entrada, el esquema de la llamada «comedia de carácter», que presenta el desarrollo gradual de un vicio hasta que, llevado al extremo por su protagonista, amerita un castigo público mediante el ridículo, caso típico de El avaro de Molière, por ejemplo, y de las comedias de Moratín, «el Molière español».

Lo que vemos en el primer acto del Payo es, desde luego, la presentación de las manías de cada uno de los locos, ya sea confrontándolos en parejas previsibles, como la de Avaro/Pródigo, o permitiéndoles enredarse entre sí por sus actividades afines o por sus discursos contradictorios, tales los casos del Rey que requiere a su guardia y aparece el Militar, y el del discurso misógino del Sabio que es rebatido por el Enamorado; cada uno piensa que el otro está loco y es incapaz de advertir su propia conducta maniática.

La acción pudo dar comienzo a iniciativa del padre Lego, quien, compadecido, los saca de sus celdas por un rato a recibir los rayos del sol8. De modo que, para el segundo acto, será la hora del refectorio, y lo que da pretexto a la exhibición de sus fatuidades es la ocurrencia del Lego de preguntarles sus nombres, «que de esta suerte / los tendré algo sosegados» (194). Cada uno de estos actos termina con el Lego quejándose de su suerte y asumiendo que él mismo está próximo a la locura.

El tercer acto lleva visos de sólo repetir el mismo esquema, impulsado por un nuevo motivo artificioso... de no ser por la prevista llegada del Payo. Ahora el motivo trasunta remanentes barrocos, pues consiste en la inspiración que tiene el Lego de trovar una copla, la cual sera glosada en décimas por cada uno de los fatuos, expresando el desengaño a que lo ha conducido su porfía propia. Se recrea, pues, aun cuando no haya tomado cuerpo en una realidad escénica, el tema barroco del sueño y el desengaño: su entrega compulsiva a un solo interés en la vida testimonia tan sólo la vanidad de las diversas aspiraciones humanas. Teatralmente, la escena reviste cierta animación, ya que los versos líricos del padre Lego dan margen a la introducción de música y canto9.

De manera que también por lo que toca a su estructura y a su escasa dinámica, el Payo acusa su remoto origen entremesil, en la modalidad del entremés de figuras, descrito puntualmente por Asensio, quien valiéndose de los ejemplo de El hospital de los podridos y La cárcel de Sevilla, frecuentemente atribuidos a Cervantes (y a los cuales pudo añadir el de El juez de los divorcios), explica que:

Las figuras comparecen ante el satírico o encarnación de la sátira -juez, examinador, médico, casamentero, vendedor de fantásticas mercadurías o cualquier otra profesión que brinde un pretexto para el constante desfile-, gesticulan un momento, alzan la voz, replican a la ironía o acusación del personaje central que glosa y comenta: luego desaparecen para dejar el puesto a otra nueva figura que viene pisándoles los talones. El movimiento cada vez más acelerado suele desembocar sin violencia en la danza.


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Esta es una de las explicaciones que dan cuenta del origen y desarrollo de la comedia de figurón, tal como lo establece Asensio desde el principio de su Itinerario: «Momentos hubo en que el entremés influyó sobre la pieza principal a la que transformó en comedia de figurón» (15). La otra explicación hace derivar este tipo de obra de la comedia de capa y espada (Serralta: 1988), género que no viene al caso aquí, ya que en el Payo no hay trama amorosa que valga, por más que el Enamorado alucine al tomar al Payo por su Mariquita, quien habría venido a verlo vestida de hombre, como en una comedia.

En resumen, y por lo que toca a la estructura de la comedia que nos ocupa, se puede afirmar que cada uno de sus actos equivale a un entremés de figuras, con su correspondiente desfile de maniáticos extravagantes; o que entera es como un entremés grandote. Ciertamente no hubo muchas comedias como ésta en la historia del teatro español y novohispano10; el esquema del entremés de figuras, trasladado directamente a la comedia en tres actos, además de su carácter repetitivo, se resentía teatralmente por la parquedad de su acción. El desfile susodicho estaba apenas muy en su lugar en el entremés, según lo pudo apreciar Asensio; «El entremés de figuras apenas precisa unidad argumental, ya que su encanto reside en la variedad de tipos caricaturizados y no en la progresión de la fábula. Es como una procesión de deformidades sociales, de extravagancias morales e intelectuales» (80).

Pasajes hay muy afortunados aquí en cuanto a la caricaturización mediante la ironía, que efectivamente recuerdan al poeta satírico de la primera época lizardiana, como el siguiente del Pródigo, quien trata de convencer al Payo de convertirse en un currutaco como él:


Tarde se levanta usted,
se compone y, afeitado,
se llega a ver al espejo;
después agarra su palo;
va y se está en el cementerio
de Catedral un gran rato,
y luego se va al Portal;
tiene allí un rato de juego:
o convida o lo convidan,
a las once, a echar un trago.
Después se va a una visita,
que el hombre ha de ser humano;
come bien; duerme siesta;
se va al paseo a descansar;
luego al café, al coliseo,
y si hay baile, allí sentado...
¡Verá qué vida tan buena!


(259)                


Pero hay muchos meramente mecánicos y repetitivos que alargan innecesariamente el texto, originados por la decisión del autor de hacer desfilar varias veces a todos y cada uno de sus figurones. Ello así, hasta en la sección mayor del acto tercero (ocho escenas), que podría haber tenido más acción y de índole más variada, valiéndose de la presencia de un agente externo como lo es el Payo. Pero donde se termina por recurrir, en cada caso, a la comicidad gruesa de los jalones, empujones y porrazos, sin desdeñar algún evento francamente escatológico cuya índole era ajena al estilo dramático de Lizardi, y de los neoclásicos españoles. En este último aspecto fincaba Carballido sus dudas acerca de la autoría del Payo, considerando que «Lizardi se pronuncia enérgicamente contra la vulgaridad escénica, y lo que él juzga vulgar incluye cosas que se permite como novelista pero no como dramaturgo: ya lo ha expresado, tanto en un comentario a su pastorela como en el estilo mismo, didáctico y pudoroso, de todo su teatro» (Merlín: 178)11.

El caso es que, en cuanto a los recursos y procedimientos que eran propios de los géneros dramáticos tradicionales, hallamos aquí en híbrida combinación los del entremés de figuras y los de la comedia de figurón, incluyendo la forma en que agrupaban y enfrentaban a sus personajes. Del entremés encontramos no sólo la sucesión de figuras, sino también al «satírico o encarnación de la sátira», personificado, de manera complementaria o sucesoria, primero por el Lego y después por el Payo. En tanto que de la comedia de figurón hallamos la grotesca exhibición de este, con dos variantes; primero en su número, ocho figurones iniciales; y después en su relación, invertida esta vez, con un recién llegado. Si la comedia de figurón española se regocijaba con la burla de los recién llegados a la corte, presentando como intrusos a montañeses, indianos enriquecidos y especies similares, enfatizando su marginalidad, la franqueza y el buen sentido del Payo lo sostienen haciendo evidente la marginalidad de los otros, hasta que le llega su momento. En la perspectiva autoral de que la sociedad toda puede ser vista como un manicomio, el Payo no podrá conservar su cordura para siempre, haciéndose merecedor entonces de un nuevo nombre, de carácter proverbial por generalizador: se llamará Juan Demente al confesarse loco, y entre los otros será el número nueve.






Bibliografía

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