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El antiaristocraticismo en la novela del siglo XIX

Solange Hibbs-Lissorgues





El creciente cuestionamiento al que se veía sometida la nobleza desde principios del siglo XIX cristalizó en lo que se ha llamado la novela aristocrática. Este fermento aristocrático impregna muchas obras centradas en el análisis de una clase que sufre un evidente desmoronamiento histórico. En general esta tensión antiaristocrática, anticortesana se manifiesta desde dos vertientes ideológicas:

  • una vertiente tradicionalista, clerical, a veces de clara estirpe carlista e incluso integrista;
  • una vertiente de cuño liberal, progresista e incluso republicana.

Los rasgos esenciales de esta imagen negativa son la carencia de un papel dinámico en la vida social, consecuencia del parasitismo palaciego y de la pasividad económica, la extranjerización en el mimetismo de las costumbres francesas, el abandono de valores tradicionales y la contaminación por el materialismo, el positivismo.

Tal crítica denostada se puede localizar ya desde finales del siglo XVIII bajo la pluma de escritores como Antonio de Capmany quien desde un ángulo nacionalista acusa a la nobleza de su afrancesamiento y corrupción1. La erosión a la que se veía sometida la nobleza es un hecho que empieza con la crisis del Antiguo Régimen. A partir de la revolución liberal, las reformas en el ámbito jurídico y político supusieron resultados desiguales pero que afectaron de manera duradera los privilegios y las prerrogativas seculares que sustentaban este estamento. Desde 1810 en adelante se dan algunas de las medidas más significativas dentro de un periodo de profunda transformación del marco institucional de la economía y de la sociedad españolas: decreto de abolición de señoríos, de abolición de los diezmos, de desamortización de bienes de manos muertas2.

Los comportamientos sociales, las inclinaciones políticas y religiosas de una nobleza cuya realidad sociológica no era uniforme tuvieron abundantes representaciones literarias en la producción novelística del siglo XIX. Dicha plasmación literaria se dio en un momento decisivo de la evolución de esta nobleza o sea el último tercio del siglo, momento en que, como lo señala Emilia Pardo Bazán, la moderna aristocracia había renunciado a su quehacer político y estaba aquejada por «una lesión de la energía que no permitiéndole mantenerse fiel al ideal del pasado, le impide también aceptar con franca resolución el del presente y soñar el porvenir» (Pardo Bazán, 1973, pp. 1449-1450).

Por lo tanto a lo largo del siglo XIX existe un «estado de opinión sumamente crítico ante la aristocracia que se irá radicalizando con el correr del tiempo, y opinión compartida por periodistas, ideólogos, literatos, clérigos, políticos de muy diversa vitola doctrinaria, ya sea ésta carlista, regionalista o liberal» (Bonet, 1996, p. 441). Esta mirada crítica que desde distintos ángulos ideológicos se centra en el declinar de la clase aristocrática está cargada de la realidad social y política del momento: formación de una capa oligárquica dominante que resulta de la compleja imbricación entre los poderosos de la política y de la milicia con la nobleza, proceso que se acentúa durante la Restauración y en el ámbito urbano; maridaje entre la burguesía financiera y la nobleza propietaria, decadencia de una hidalguía rural y rentista cuya descomposición es acentuada por la crisis agraria finisecular y la subsiguiente disolución de los patrimonios nobiliarios (Villares, 1959. p. 50).

Recordemos que también participan en esta crítica demoledora de las altas clases, especialmente urbanas, el folletín utópico con autores como Ayguals de Izco, Fernández y González, Juan Martínez Villergas, Ramón Ortega y Frías. Por otra parte la imagen negativa de esta clase aristocrática está presente en un amplio abanico de textos: sermonarios y pastorales, piezas teatrales, libelos, textos periodísticos.

Aristocracia, nobleza, burguesía, clases medias son vocablos que emergen en toda la producción novelística del último tercio del siglo XIX: una producción novelística arraigada en la historia y que es representación de la historia. Aunque en las novelas estudiadas de Galdós, Palacio Valdés, Coloma y Pereda la visión de la sociedad difiere y el ángulo de análisis histórico es distinto, tocios estos autores comparten hasta cierto punto la concepción utilitaria del arte, de la novela, ya que son representación e interpretación de una realidad en la que se quiere influir3.

En La de Bringas (1885) de Galdós, Blasones y talegas (1871) y La Montálvez (1887) en de Pereda, así como en La espuma (1890) de Palacio Valdés y Pequeñeces (1891) de Coloma, la sociedad contemporánea es objeto de estudio y la representación literaria que nos proponen estos novelistas responde a un compromiso ético e incluso moral. Desde una visión tradicionalista o liberal, se adentran en el proceso de cambio político-social y económico que implica a su vez una transformación de las mentalidades y del sentir colectivo.

En estas cinco obras escogidas entre otras que no pudieron incluirse por falta de espacio, el flagelo crítico arremete contra distintos tipos de aristocracia: la aristocracia de pura estirpe o de sangre en Pequeñeces, la hidalguía rural en Blasones y talegas, la aristocracia monetaria en La espuma, La de Bringas y La Montálvez. Desde la doble vertiente literaria y sociológica se sugiere, en las páginas de estas novelas, la compleja «enredadera» en la que se mezclan los intereses nobiliarios y económicos, las alianzas entre la alta burguesía y la aristocracia ociosa y transaccionista, la vida licenciosa de la Corte en una metrópoli asimilada incluso metafóricamente a la descomposición y el vivir artificial4.

Para Pereda y Coloma, desde una estricta ortodoxia católica, lo que amenaza el orden tradicional son los mortíferos gérmenes de la sociedad moderna: disolución de valores tradicionales indisociables de un catolicismo íntegro, rechazo de una dialéctica histórica que trastoca las estructuras sociales y favorece la contaminación por el liberalismo. En Pequeñeces se fustiga una nobleza corrompida y transaccionista. Salvo algunas excepciones como el marqués de Benhael y la marquesa de Villasis, únicos representantes auténticos de los valores morales y religiosos de su clase, todos los demás aristócratas han sido contaminados por lo que el padre Coloma considera como los males de la sociedad moderna: la masonería, el liberalismo, el dinero, el materialismo.

En esta novela «histórica» contemporánea, abundan las claves de lectura proporcionadas por el autor con intención didáctica y moralista: después de la abdicación de Amadeo de Saboya y del paréntesis de la primera república, Cánovas prepara la Restauración y la vuelta de Alfonso XII. Para ello hay que «barrer para adentro»5 y favorecer el protagonismo de una aristocracia dispuesta a entrar en el juego de los intereses financieros. Esta aristocracia se ha hecho transaccionista como bien lo demuestran las conspiraciones de un Butrón, de hecho marqués de Molins, Roca de Togores y Carrasco6.

El mismo repudio es el que trasluce en las páginas peredianas, en dos obras paradigmáticas como La Montálvez y Blasones y talegas. En La Montálvez, Pereda plasma la desintegración de unos estratos sociológicos en el Madrid isabelino y condena desde una estricta ortodoxia católica la erosión de hábitos y creencias de una aristocracia incapaz de cumplir con su papel histórico. En dicha obra la nobleza y la gran metrópoli «constituyen los dos gajos de un mismo mito negativo» (Bonet, 1996, p. 437). En esa «charca» de inmoralidad política, económica e incluso sexual que representa el Madrid de la Restauración, la Condesa de Montálvez narra su vida en un ámbito cortesano corrupto. Este mundo aristocrático asfixiado está aquejado por males que contribuyen a la ruina de la nobleza: el despilfarro, el abandono de las viejas tradiciones, el afrancesamiento, las alianzas con una alta burguesía cínica y materialista. Este desmoronamiento también afecta a la hidalguía rural. En Blasones y talegas, la hija del hidalgo arruinado Don Robustiano se casa con el hijo del enriquecido comerciante y burgués Torribio Mazorcas sellando de este modo una alianza provechosa entre aristocracia de la sangre y «aristocracia» del oro.

En este fresco histórico y sociológico, descollan otras dos novelas en las que se desmigaja el juego de alianzas, de intereses financieros entre nobleza y alta burguesía. La espuma de Armando Palacio Valdés ilustra de manera ejemplar y desde un planteamiento político-social distinto los oportunistas enlaces entre aristocracia antigua y una burguesía especuladora enriquecida gracias a chanchullos agiotistas. Los dos primeros capítulos de esta novela se abren significativamente con la descripción del salón de un prestigioso banquero Julián Calderón. En este inicio de la obra el salón en el que se juntan representantes de la alta burguesía financiera, de la vieja aristocracia, de la política y del mundo clerical es una representación metonímica de la alta sociedad, de la «espuma», título de una novela en la que el verdadero protagonista es la elite madrileña de la Restauración7.

Esta dimensión microestructural de la novela que refleja elementos representativos de toda una sociedad es la que tienen obras galdosianas como La de Bringas. Novela de la pequeña clase media fascinada por una aristocracia descompuesta, ausente de la historia y cuya única salvación reside en su alianza con la aristocracia «positiva», la del dinero ilustrada por personajes como el marqués de Fúcar, también presente en La familia de León Roch (1878), que como Salabert en La espuma ha conseguido su título de nobleza gracias a especulaciones y negocios de todo tipo. La verdadera nobleza sólo se ve a distancia como en el momento de la ceremonia del Jueves Santo cuando se perciben desde la altura de las claraboyas del salón de Columnas como en miniatura a los reyes pasando los platos en la mesa de los doce pobres. En lo que el autor llama «la farsa de aquel cuadro teatral», nobles, realeza, damas y gentilhombres están en un ámbito fuera del tiempo de la historia, fuera de la realidad, cumpliendo con ritos «que nada tiene que ver con el Evangelio». Un mundo de apariencias que sugiere que los verdaderos protagonistas de la historia ya no son los estamentos más tradicionales. En el microcosmos del Palacio Real se superponen simbólicamente los distintos estratos sociales. La topografía laberíntica reflejo del desorden político exterior impone una ambigua promiscuidad entre la pequeña burguesía burocrática y aristócratas arruinados, parásitos en un sistema a lo que no aportan ni riqueza ni prestigio. Los dos epicentros tradicionales de la sociedad del Antiguo Régimen, la Religión y el Trono, se funden en una misma hipócrita «comedia» (Galdós, 2000, p. 86).

En La de Bringas, la existencia de una familia de la pequeña clase media no es más que una mimesis degradada del comportamiento de los poderosos (reyes y cortesanos)8. El norte en el imaginario de esta clase media no es la conquista del poder sino la clase superior, la aristocracia. De manera significativa Rosalía y Francisco Bringas dieron a sus hijos nombres de miembros de la familia real: la hija se llama Isabelita y el hijo lleva el nombre del futuro rey, Alfonso. Además con mucha ironía, Galdós mediante los giros con los que alude a las inclinaciones del hijo de Rosalía les confiere en su uso corriente un doble sentido que se actualiza al referirlos al futuro Alfonso XII. Expresiones como «subir a las mayores alturas que pudiera», «trepar por una pilastra» aparecen como corrosivas alusiones a la ambición manifestada por el joven monarca desde que firmó el manifiesto de Sandhurst (Juaristi, 1990, p. 286).

En cuanto a la alta burguesía que aparece de manera fugaz en esta novela, su ambición es un definitivo encumbramiento mediante la conquista de un título. Fúcar el millonario que aparece en La Familia de León Roch y que ya es marqués de Fúcar en La desheredada (1881) goza plenamente de su prestigio de aristocracia positiva en La de Bringas (1885), novela en la que es parte integrante de la oligarquía mercantil financiera9. La aristocracia de sangre no tiene más que los títulos y es la clase parasitaria por excelencia. La marquesa Milagros de Tellería está arruinada y totalmente endeudada y su marido está metido en negocios de ferrocarril y en chanchullos políticos. En cuanto a otros representantes de la nobleza como Cándida que «se comía precipitadamente los restos del caudal que allegó su marido», vive en un cuchitril en lo alto del Palacio Real (Galdós, 2000, p. 70).

En todas estas novelas publicadas después de 1875, con la excepción de Blasones y talegas, hay una observación directa de la realidad social y la voluntad ética e incluso moral de dar cuenta de un momento sociopolítico, del comportamiento y del sentir (hasta podríamos hablar cié mentalidad colectiva) de determinados grupos sociales. Desde una perspectiva temporal instaurada por la distancia que media, en algunas de estas novelas, entre momento de la escritura y momento histórico, se establece una continuidad entre el pasado y el presente. De hecho, la constatación a la que llegan, desde perspectivas ideológicas distintas, los novelistas es la misma: no puede esperarse nada de una clase cuyo protagonismo se reduce a «la cresta de las olas de la historia», a ser espuma social (Lissorgues, 2002, p. 439). Aristocracia, burguesía de alto vuelo no tienen conciencia política ni histórica. En las obras citadas, la política no supone una forma de gobierno en particular sino la defensa de sus intereses. Corrupción, intereses egoístas y doble moral imperan tanto en las novelas de Galdós, Pereda, del padre Coloma y de Palacio Valdés. En Pequeñeces, Curra Albornoz y Jacobo Téllez, grandes de España, se entregan sin reserva a sus vicios; en La de Bringas, monarcas y nobles se endeudan y echan mano del dinero público; en La Montálvez, Verónica experimenta una lenta putrefacción social y moral; en La espuma, Salabert y su hija Clementina caen en el adulterio, y la ostentación cínica. Ocaso de una «raza», que está al margen de la historia y cuya degeneración física y moral se describe con un detallismo naturalista y desde cierta distancia irónica.




ArribaAbajoDegeneración de una raza

En las novelas que nos ocupan se nota cierto «retoricismo naturalista» que se expresa mediante términos somáticos, psicologistas. Se revelan así los achaques propios de la alta clase, del estamento aristocrático-burgués en un contexto urbano (la gran metrópoli madrileña) favorecedor de un comportamiento individualista y sensualista (Bonet, 1996, p. 451). Tanto Curra Albornoz como la «Nica» de La Montálvez y Clementina sufren de esta dolencia aristocrática provocada por el ocio y el desarreglo moral. Pereda describe rasgos orgánicos que favorecen la melancolía, la histeria. La Montálvez es una mujer enferma que padece tedio y tristezas. Es una «desarreglada máquina nerviosa» que padece «extrañas melancolías» (Pereda, 1996, p. 588). Un estado de descomposición mental y físico que sugiere desde la perspectiva moralista de Pereda la putrefacción de un Madrid inmoral, esa «charca» a la que aluden también Galdós y Coloma. En La de Bringas, la marquesa Milagros de Tellería sufre convulsiones y síncopes que revelan, aparte de una natural propensión a la exageración, un desarreglo nervioso de mujer ociosa totalmente entregada al lujo. Su temperamento bulímico la arrastra en una vorágine de gasto, mentiras y estafas. Su apariencia física se caracteriza como uno de «esos revocos deslucidos por las malas condiciones del edificio a que se aplican» (Galdós, 1975, p. 91). El marqués de Villamelón, aquejado de reblandecimiento mental, ha realizado una hazaña en su existencia inútil: venir al mundo con toda la dentadura completa. El padre Coloma fustiga con procedimientos satíricos e incluso esperpénticos la putrefacción física y moral de una raza y hace una «radiografía» feroz de la aristocracia10. A la insulsez reblandecida del marqués se opone la sensualidad pecaminosa de Curra Albornoz verdadera odalisca que aparece por primera vez a ojos del lector en el salón de la duquesa de Bara.

Una atrofia de los sentimientos afecta a Clementina Salabert, personaje condicionado a la vez por su entorno y por su fisiología. La descripción «naturalista» de la protagonista en La espuma nos proporciona las claves para comprender la deshumanización de una mujer aquejada por una profunda lesión moral: «Sus partes morales dejaban bastante que desear. Era su temperamento irascible, obstinado, desdeñoso y sombrío» (Palacio Valdés, 1990, p. 148). Su comportamiento social, su arrogancia son las que se encuentran «en toda la alta sociedad madrileña» (OC, p. 153). Como La Montálvez, Clementina practica una doble moral sexual. En el caso de las altas clases, de la aristocracia, esta doble moral no acarrea la deshonra de la familia ya que lo que importa sólo es guardar las apariencias11.

Pero este decaimiento físico y moral también tiene raíces sociales y políticas: el vivir artificial de un microcosmos ajeno a la evolución de la sociedad produce seres degenerados. Este vivir de «estufa» está caracterizado en todas las novelas aludidas por espacios cerrados y autosuficientes: salones, círculos, clubes, palacios aristocráticos. En suma una sociedad cerrada que sólo se conoce a sí misma y en la que las alianzas entre la nobleza de sangre y la del oro favorecen este alejamiento. El retrato peyorativo urdido por escritores de talante distinto que aluden a «charcas, aguas turbias, ciénagas, lodazales, peste, foco de pudrición» son símiles descalificadores de este ambiente cortesano. El ámbito urbano propicio a la promiscuidad y al sensualismo surge en todas las obras como una metáfora orgánica y corrosiva.

Para Coloma y Pereda y siempre con un empeño moralización la urbe es un ámbito malsano que influye en los caracteres. Al expresar sus temores ante una contaminación de su hija Luz por el ambiente corrupto en el que vive, Verónica compara su propio hogar con una «charca» contagiada de la «peste de afuera» (Pereda, 1996, p. 645).

Las primeras líneas de Pequeñeces evocan las emanaciones de una hedionda charca, «la llanura estéril» que rodea a la Corte de España y donde el único lugar incontaminado es el Colegio jesuita al que acude Paquito Lujan, hijo de los marqueses de Albornoz. Las torrecillas erguidas, símbolo de espiritualidad y el jardín poblado de flores asociadas con la pureza, «oasis [...] poblado de azucenas» contrastan con las «áridas llanuras» que prefiguran el desierto moral en el que vive sumada gran parte de la aristocracia española.

Este erial está poblado de aristócratas cuyas fisionomías mórbidas, podridas revelan señales degenerativas de la raza. En Pequeñeces al lado del marqués de Benhael, la marquesa de Villasis, únicos nobles auténticos, sólo hay caricaturas de la aristocracia. Diógenes, «segundón de una gran casa», cuyo nombre verdadero es Pedro Vivar y el tío Frasquito son «dos tipos rezagados de la misma sociedad, dos ejemplos fósiles de aquellos próceres del pasado siglo, manolos viciosos y cínicos unos, petimetres, insustanciales y afeminados otros, que preparan en España la ruina y el descrédito de la Grandeza» (Coloma, 1975, p. 188). En cuanto al marqués de Villamelón, «inocente» e insignificante, es un parásito manipulado por políticos corruptos, católicos «transaccionistas» (aquí, entrecomillada, la dejaría) y nobles cínicos dispuestos a colaborar con cualquier gobierno con tal de salvar sus intereses: «Fernandito había llegado al estado de imbecilidad completa que traen consigo los reblandecimientos cerebrales y preciso era llevarlo a París a que alguna notabilidad médica intentase el verdadero milagro de despertar un chispazo de inteligencia en aquel meollo huero que jamás había dado luz alguna» (Coloma, 1975, p. 469).

Tanto en La Montálvez como en La espuma los dos protagonistas masculinos Antonio Salabert, duque de Requena como el marqués de Montálvez padecen también un progresivo reblandecimiento mental y caen fulminados en el momento de pronunciar un discurso. Fin simbólico que pone en perspectiva la disolución de estamentos sociales, la aristocracia de pura estirpe y la del dinero. El banquete político en el que se celebra la anhelada senaduría lograda por el marqués en 1866 es una significativa ilustración del ambiente político de la Restauración. En este banquete al que acuden representantes del poder político y militar como el general Ponce de Lerma, conde de Peñas Pardas, el marqués está totalmente ajeno al clima de inquietud política y de pronunciamiento y sólo se preocupa por el prestigio social. No es capaz de pronunciar las primeras palabras de su discurso y su papel se reduce al de un actor pasivo cuyo título de nobleza y cuya casa legitiman una reunión en la que se juntan alta burguesía, hombres políticos y nobles que conspiran contra Isabel II.

Salabert, con motivo de una reunión con los accionistas de las minas de Riosa, decide pronunciar un discurso ante la asamblea en la que se hallan banqueros y hombres políticos. Verdadera manifestación de megalomanía que se concluye con un ataque cerebral y que pone en desnudo a los intereses económicos de unos y otros.

En ambos casos prevalecen el cinismo, la insustancialidad política de hombres que pertenecen a la aristocracia pero que llegaron a ella por vías distintas. Tanto el marqués de Montálvez como el duque de Requena son «simbólicas representaciones del enganche de la política con la alta sociedad» (Lissorgues, 2002, p. 456). La política no es más que esta forma de poder en el que no obran directamente pero que utilizan para defender sus intereses12. Es significativo que en el momento histórico al que aluden estas dos novelas surjan personajes del mundo de las clases populares que sirven de contrapunto a las carencias de la clase dirigente.

Dicha degeneración social se refleja en el entorno inmediato y más particularmente en los hijos. Siquismo morboso, taras congénitas, comportamientos sexuales transgresivos afectan a los aristócratas que surgen en estas novelas. Con una adjetivación sensorial muy sugestiva, Pereda describe al hermano pequeño de Verónica como si fuese una fruta podrida, nacido de padres pecaminosos: es un «enjambre de enfermedades» que en la primera infancia se asemejaba a «un ratón en salmuera» (Pereda, 1996, p. 484). Este ser enfermizo parece «el castigo providencial de ciertas injusticias y flaquezas de sus padres» (Pereda, 1996, p. 494). El postergamiento físico y el abandono afectivo tienen consecuencias duraderas en el comportamiento de Verónica abandonada «como trasto inútil en oscuro desván» (Pereda, 1996, p. 485) y de Paquito y Lili, hijos de Curra Albornoz. Luz, la hija de Verónica, hereda la constitución frágil de su madre y no resiste a la dureza y a la inmoralidad de su entorno.

Los jóvenes calaveras que aparecen en estas novelas padecen casi tocios dolencias aristócratas. En La Montálvez, los nobles que frecuentan el sport-club son «hombres gastados, fuera de sazón» como Manolo Casa-Vieja refleja el ánimo inerte, apático de la aristocracia borbónica: «muy marchito de cara, en la cual descollaba un gran bigote desmayado también [...] y dejadez reflejada en los ojos y en el gesto» (Pereda, 1996, p. 631). El marqués de Monteoscuro se gasta las rentas con prostitutas y el jugador y arruinado Sierra-Colva enriquecido gracias a un matrimonio de conveniencia «tuvo a los dos años un hijo medio podrido que no vivió más que el tiempo necesario para heredar de su madre» (Pereda, 1996, p. 635).

Perversidad moral, podredumbre fisiológica convergen en un universo donde muy pocos aristócratas escapan del vicio. Esta fatalidad fisiológica que malogra a los hijos refleja la descomposición social. En La de Bringas, Gertrudis Minio, de estirpe noble, de la familia de Aransis y hermana de Milagros de Tellería, tiene a dos hijos parásitos que se pasan la vida sumidos en «desafíos, borracheros, sumarias, timbas, trampas»; al nacer eran «idiotas, raquíticos y feos como demonios» (Galdós, 1975, p. 80). Es todo el cuerpo de la nobleza española el que se ve aquejado por esa «lesión» de «energía moral». Cuando los hijos no heredan de las taras de sus padres, se malogran en un ambiente de desorden moral y de frivolidad. Cuando Rosalía Bringas visita a su amiga Milagros en su casa, se horroriza frente a la situación de abandono y miseria afectiva en la que están: «Los hijos dan lástima. Esta noche entré en el cuarto de Leopoldito y te digo que parece un biombo de una zapatera de portal; la pared llena de mamarrachos pegados con obleas [...] en fin, indecentísimo, y cada cosa por su lado, todo revuelto; mucho olor de potingue, de botica [...] la cama deshecha porque se había levantado a las seis de la tarde. Por allí andaba cojeando, con las botas rotas, pidiendo de comer y atisbando los dulces que traía para abalanzarse sobre ellos como hambriento» (Galdós, 1975, p. 117).

La escala de valores de la aristocracia es totalmente opuesta a la de esta clase media a la que pertenece Rosalía: la frivolidad, el despilfarro, las apariencias trastocan el orden doméstico y familiar. La religión se ve reducida a un ritual mundano que poco tiene que ver con el rigor espiritual y moral preconizado por el padre Coloma y Pereda. En La espuma, como en La Montálvez y La de Bringas, se percibe una visión más esperanzadora de la clase media en la que las mujeres en general son transmisoras de valores y protectoras del núcleo familiar. Madre atenta con sus hijos, Rosalía se muestra solícita con su esposo durante sus ataques de ceguera. En La espuma, la hermana de Raimundo, Aurelia, que personifica el mundo de las clases medias, intenta salvarlo de la degradación social y personal a la que se expone con su relación amorosa con Verónica.




ArribaAbajoDramas y conflictos familiares

Desprovista de ética, olvidada de los valores tradicionales, al margen de la historia, la aristocracia padece una atrofia espiritual cuyos efectos deletéreos afectan más dramáticamente a las protagonistas femeninas. Víctimas de matrimonios de conveniencia como Verónica Montálvez, Clementina Salabert y Curra Albornoz practican una doble moral sexual y sufren una incapacidad para amar.

La progresiva degradación sexual de Verónica que recuerda la de Clementina es la representación metonímica de toda una clase. Arruinada por los gastos suntuarios de su familia, Verónica se ve abocada a un matrimonio de conveniencia con un banquero. Esta «alianza» está cuidadosamente preparada por su madre, verdadera alcahueta que utiliza a su hija como un seguro de vida13.

Clementina se ve abocada al mismo fracaso sentimental y amoroso que Verónica, un fracaso provocado también por su entorno social. Si Verónica, hija de aristócratas arruinados, se casa por dinero, Clementina, hija de un agiotista enriquecido, es una buena «inversión» para los blasones desdorados de la nobleza parasitaria: «El caudal de su padre había crecido como la espuma. Estaba considerada como uno de los banqueros importantes de la villa y no se le conocía otro heredero [...]. Comenzaron los jóvenes de la aristocracia de la sangre y el dinero [...] a festejarla apremiándola con vivas declaraciones» (Palacio Valdés, 1990, p. 154).

Curra Albornoz y Villamelón forman un matrimonio desavenido en el que prevalece esta doble moral sexual. Ni siquiera se salvan las apariencias ya que Curra se exhibe con sus amantes: Juanito Velarde y Jacobo de Sabadell. La descripción de la sensualidad arrogante de Curra Albornoz responde a una finalidad censoria y moralizadora.

Cabe notar que en el ámbito literario de la época, la novela de la Restauración, procedente de escritores católicos y tradicionalistas como un Pereda y un Coloma, resalta cierto determinismo fisiológico y social. El entorno urbano corrompe a los protagonistas y la fatalidad ambiental acarrea la muerte de Luz, así como la de Paquito Luján en Pequeñeces. Evidentemente estas muertes son el castigo de las protagonistas femeninas, malas madres y esposas infieles y el naturalismo de las obras está puesto al servicio de la ideología católica de sus autores. Más significativo resulta el propósito de Palacio Valdés en La espuma, novela en la que los personajes están todos condicionados por la fisiología y por el medio (Gómez Ferrer, 1990, p. 30). Tanto Clementina como el duque de Requena Raimundo Alcázar o Doña Carmen tienen una constitución física y moral que explica la posterior degradación14.

En la reprobación de la aristocracia por parte de Galdós, Coloma, Pereda y Palacio Valdés descollan los conflictos y dramas que desgarran el núcleo familiar. La doble moral sexual, la frialdad materna, la incomunicabilidad matrimonial, la esclerosis afectiva son consecuencias de la descomposición social de una clase que no tiene ideal ni valores. En el siglo XIX la familia se encuentra de hecho en una situación contradictoria. Considerada como un medio de regulación social, impone a sus miembros los intereses del grupo que encarna. Sin embargo este microcosmos regido por reglas fijas se ve amenazado por la afirmación del individualismo y la reivindicación de intereses personales que ponen en peligro la cohesión social. Tanto Verónica como Clementina traspasan las reglas familiares porque la moral de fachada que se les impone propicia comportamientos transgresivos. Las cuestiones de dinero y de herencia desembocan en conflictos que ponen en cuestión la cohesión de un grupo en el que los distintos miembros privilegian sus propios intereses. El endeudamiento de la marquesa de Tellería en La de Bringas la lleva a propiciar contactos políticos turbios con la oligarquía financiera comprometida con los escándalos económicos de Isabel II. En busca constante de dinero para satisfacer su apetito de ostentación, abandona el cuidado de sus hijos y de la economía familiar15.

La herencia de su madrastra desencadena en La Montálvez conflictos sórdidos y pleitos entre hija y padre. Clementina antepone el amor propio y los intereses de dinero al afecto que siente por un joven de la clase media. Escoge por protector y amante a un noble recién nombrado ministro; justifica esta elección con argumentos que recuerdan por la frialdad calculadora y el oportunismo de clase a las palabras dirigidas por la marquesa de Montálvez a su hija Verónica: «Bien sabes que mi fortuna está hoy en manos de la justicia, que de la noche a la mañana puedo quedar sin una peseta. Acostumbrada como estoy a las comodidades y al lujo, ya comprenderás que no sería un plato de gusto [...] Yo, aunque trato a casi todos los políticos de Madrid, carezco de un verdadero amigo que se interese por mi asunto como si fuese propio, que se atreva a ponerse frente a mi padre [...] Figúrate ahora que ese amigo es Escosura, quien por su posición política y por su dinero es independiente por completo» (Palacio Valdés, 1990, p. 483).

En todos los casos, estos arreglos matrimoniales se evocan con crudeza y la mujer se considera como una pieza más de este montaje político y social de fusiones sanguíneas supeditadas a intereses económicos. Alianzas que propician esta doble moral: privada y pública, masculina y femenina. Una doble moral que ilustra en todos los casos los compromisos de una aristocracia dispuesta a conservar el poder social mediante distintos mecanismos de acercamiento a las nuevas elites y la fascinación de la burguesía por los valores de una clase con la que se identifica renunciando de ese modo a su papel de clase hegemónica. La sujeción de los individuos a los intereses de clase es una representación metonímica de este proceso de mutua contaminación, un proceso en el que la nobleza se ha hecho «transaccionista» y en el que la burguesía que no tiene conciencia política sólo está interesada en ser económicamente fructífera.




ArribaAbajoAlianzas matrimoniales y «espuma» social

Para seguir dominante, el estamento más antiguo, la aristocracia, se ve obligada a pactar con las nuevas clases sociales, las elites y más específicamente con la alta burguesía. Se produce una mutua contaminación ya que la burguesía (e incluso clases medias como en el caso de La de Bringas) imita a la aristocracia llegando a exagerar incluso las marcas de un género y que la aristocracia entra en el juego de las especulaciones económicas y negocios, adulterando de este modo a los valores tradicionales.

Buen ejemplo de estos pactos o casamientos económicos es la obra de Pereda publicada en 1871, Blasones y talegas, retrato de la hidalguía rural que malvive de sus rentas y que debido a su situación parasitaria ha llegado a un estado de total decadencia económica y social. En los dos primeros capítulos, Pereda presenta a los dos tipos sociales que protagonizan la historia del siglo XIX: un hidalgo venido a menos pero que intenta preservar sus blasones con el debido orgullo de su clase y el enriquecido comerciante y burgués, representante de una burguesía de provincias fascinada por «los blasones del palacio» y los valores de la nobleza. Toribias Mazorcas «zancajos», «plebeyo por los cuatro costados», tiene «un plan de restauración con respecto a su descendencia» y acepta gustoso la inclinación de su hijo por Verónica, única descendiente del hidalgo Don Robustiano Tres-Solares y de la Calzada (Pereda, 1871, pp. 212-213).

Alude Pereda al universo cultural de esta elite social que supone el tratamiento de don y el reconocimiento público de esta posición privilegiada. Evoca por ejemplo el hecho de disponer en la iglesia parroquial de una tarima propia así como de un lugar señalado para los enterramientos. Descripción precisa que no se diferencia mucho de la que nos proporciona, aunque con más densidad artística, Emilia Pardo Bazán en Los pasos de Ulloa: «Echar las campanas a vuelo y sacar el palio hasta la puerta de la Iglesia para recibir en ella ciertos días a algún pariente suyo, se vio en el pueblo constantemente; sentarse junto al altar mayor en sillón de preferencia lo disfrutaba él; enterrarse cerca del presbiterio, todos, hasta su padre inclusive, lo lograron por legítimo, propio y singular derecho» (Pereda, 1871, p. 194).

En un largo monólogo, Don Robustiano recorre el declinar de una hidalguía rentista que después del largo proceso de cambio iniciado a finales del XVIII se ve reducida al estado de hidalguía del «gotera». Una decadencia simbolizada por el estado ruinoso del palacio de Tres-Solares que no es más que «roñoso polvo de su grandeza» (Pereda, 1871, p. 201). Después de la destrucción del edificio debido a una fuerte tormenta, Toribio Mazorcas propone restaurar el palacio y sellar así la futura alianza entre su hijo Antón y Verónica. Al proponer sus «talegas» al arruinado hidalgo, Toribias Mazorcas sintetiza este fenómeno social vinculado a matrimonios económicos: «que nosotros, no los impíos como usted cree [...], ni los bandoleros, ni los jacobinos, sino los hombres de bien, creyentes y laboriosos que a fuerza de sudores hemos hecho una fortuna que nosotros, repito, somos los llamados a afirmar estos escudos que se caen de rancios y estos techos minados por la polilla; a hacer producir esos solares yermos» (Pereda, 1871. p. 239).

Estamos lejos en este caso de las especulaciones político-financieras de la burguesía corrompida de Madrid y Blasones y talegas desemboca en una visión casi idílica, no desprovista de cierta ironía de una familia de ricos hacendados en la que se respetan los valores abandonados por una aristocracia que los encarnaba en un pasado más o menos remoto.

Muy distinta resulta la plasmación del proceso de simbiosis entre aristocracia y burguesía en el entorno urbano en una novela como La Montálvez que destila una «vivaz agresividad contra la alta crème madrileña» y denuncia la imbricación entre una nobleza culpable de artificiosidad, ociosidad y degeneración y los poderosos de la política y del dinero (Bonet, 1996, p. 445). Esta superposición entre «doblones, sangres y sables» da lugar a una reveladora descripción con motivo del banquete organizado por el marqués de Montálvez: «Como el banquete era político [...] no se dio asiento en él a las señoras. Pasaban de cincuenta los comensales del otro sexo [...] y figuraban entre los primeros las tres cuartas partes de los ministros, incluso el presidente; los de ambos "cuerpos colegisladores"; varios diputados de empuje [...], la flor y nata de los ancianos del senado; el Capitán general y el Gobernador civil de Madrid... y así sucesivamente» (Pereda, 1996, p. 575).

La oligarquía político-financiera que frecuenta los salones del marqués de Montálvez es el abono en que la familia noble de este aristócrata ha hundido sus raíces para desarrollarse. El marqués «título con polillos, de puro rancio», «sin visible quebranto en la salud, aunque con muchos y muy gordos en el caudal», decide casarse con la hija única de rico ex-contratista de carreteras y suministros (Pereda, 1996, p. 480). Pereda, al aludir a la Corte madrileña y a las altas clases, plasma la hipocresía y la falta de ética de un mundo en el que predominan los intereses materiales: «el marqués alimentó no poco la extenuada corriente de sus caudales con el copioso manantial del bolsón de su suegro; [...] la encopetada sociedad de la corte, a pesar de sus escrúpulos y reparos de estirpe [...], abría de par en par a éstos las puertas de sus salones» (Pereda, 1996, p. 480). Verónica, después de haber sido relegada en su infancia a los cuidados de una nodriza de aldea, sigue el itinerario casi profesional de las mujeres de su clase: estudios en París, matrimonio de conveniencia con un banquero. Sus amigas aristocráticas Sagrario y Laeticia conocen el mismo destino. Estas alianzas reflejan la falta de ética de una aristocracia caduca y de una gran burguesía egoísta cuya fusión no es más que la «espuma» de la sociedad.

Esta mutua instrumentalización también se evoca en Pequeñeces. En casa de la duquesa de Bara se tolera la presencia de la señora de López Moreno, «gorda y majestuosa como las talegas de su marido», ya que pasan de varios millones las hipotecas del banquero López Moreno sobre los bienes de la duquesa (Coloma, 1975, p. 69). Además en el ámbito restringido de las casas nobiliarias, se favorecen arreglos matrimoniales como el de Lucy, hija del banquero López Moreno y recién salida del colegio con Angelito Castropardo, noble varón. Con el mismo flagelo crítico hacia una aristocracia que ha repudiado los valores tradicionales, políticamente oportunista, que transige con Cánovas y la política conciliadora de católicos como Alejandro Pidal, Coloma, que había encomiado la lección moral de La Montálvez y que defendió la ejemplaridad de la novela de Pereda en el momento de su publicación, hace una radiografía de esta aristocracia y desvela «el descarnado mecanismo de la psicología social de una clase»16.

En La de Bringas, Galdós nos brinda la descripción de otros mecanismos de ennoblecimiento: los títulos nobiliarios atribuidos durante la Restauración a generales que participaron en las guerras de las colonias. Un prototipo de estos militares es el Coronel Minio, «agraciado con el título de conde de Santa Bárbara, nombre que por cierto olorcillo a pólvora, cuadraba bien a su oficio, aunque se decía de él que nunca había olido más que la que gastamos en salvas» (Galdós, 1975, p. 78). Gertrudio que tiene un parentesco con la familia noble de Aransis se casa con el Coronel Minio. Sufre la misma expiación hereditaria que otras mujeres de la aristocracia ya que se malogran sus hijos, ejemplares degenerados de una raza. En esta novela la oligarquía político-financiera que entra en el juego transaccionista de Cánovas y de la Restauración sólo aparece en estampas fugaces y el verdadero protagonismo está desempeñado por una clase media que no tiene conciencia social y cuya única aspiración es remedar las clases superiores. Buen ejemplo de esta fascinación es Rosalía Bringas cuyas ambiciones nobiliarias llevan al endeudamiento crónico.

En La espuma cuyo personaje colectivo es, corno el título indica, la elite madrileña de la Restauración, Palacio Váleles describe un conjunto de personajes pertenecientes en su mayoría a la clase dirigente y cuyo valor es representativo de todo un grupo social. Señala desde los primeros capítulos los mecanismos de enriquecimiento, las conexiones y las tensiones de una oligarquía compuesta esencialmente por la gran burguesía financiera poseedora del poder económico y la aristocracia detentadora del poder social. La boda de Pepe Castro fomentada por la marquesa de Alcudia es paradigmática del comportamiento de una nobleza que hace una labor de «selección entre aquellos miembros de las nuevas elites que juzga más preparados y mejor dispuestos para dejarse asimilar»17.

Desde las primeras páginas se nos presenta a Julián Calderón que habita un cuarto principal en la Calle mayor donde se celebran tertulias en las que se hacen y deshacen negocios, alianzas y matrimonios. Calderón es jefe de la casa de banca Calderón y Hermanos, hijo de otro Calderón muy conocido en el comercio de Madrid, «negociante al por mayor en pieles curtidas que con ellas había hecho una buena fortuna». Este Calderón Padre se especializa en el préstamo y es usurero como el Torquemada de Galdós. Julián Calderón, casado con la hija de otro rico comerciante, aparece como un arquetipo de ciertos sectores burgueses de la Restauración: pertenece a la alta burguesía comercial y financiera; sin embargo amasó su fortuna gracias al orden y a la economía. Se nota en la novela la cercanía de este personaje a la clase media de la que procede. En esta misma casa están presentes representantes de la nobleza de viejo cuño como la marquesa de Alcudia («de la primera nobleza de España», Palacio Valdés, 1990, p. 83). La principal preocupación de Calderón es el matrimonio de su hija: se trata por supuesto de un enlace con un joven noble y la joven Esperanza es la «monnaie d'échange». Julián Calderón abrigaba «la seguridad de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla. Y en efecto, cinco o seis pollastros de lo más elegante y perfilado de la sociedad madrileña zumbaban [...] alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de una colmena» (Palacio Valdés, 1990, p. 101).

Otra alusión a este matrimonio de conveniencia se hace con respecto al hijo de los condes de Casa-Ramírez. En este caso, como en las demás novelas, se pone de relieve los rasgos que reflejan la degeneración del joven, símbolo de la decadencia de la raza aristocrática: «Caracterizábale una libertad grosera en el hablar, un desprecio cínico hacia las personas, una ignorancia que rayaba en lo inverosímil» (Palacio Valdés, 1990, p. 109). Palacio Valdés, al describir los jóvenes de la nobleza, transmite una imagen desmitificadora de la vieja mentalidad.

La presentación de Salabert no puede ser más significativa: la llegada del duque de Requena, «célebre [...] rico entre los ricos de España», paraliza la reunión. El poder que ejerce el dinero sobre los viejos estamentos hace olvidar el origen dudoso de la fortuna de Salabert: «Representóse en la tertulia de Calderón la escena de los israelitas en el desierto que más se ha repetido en el mundo, la adoración del becerro de oro» (Palacio Valdés, 1990, p. 120). Es de notar la minuciosidad descriptiva de Palacio Valdés cuyo retrato físico del duque de Requena revela su carácter moral. Salabert carece de ética, sus motivaciones, el afán de lucro, la vanidad, la sensualidad reflejada en un erotismo morboso, explican su total insensibilidad con respecto a su entorno. El comportamiento de Salabert es paradigmático del de una elite política-financiera agresiva, sin conciencia social. La actitud de Salabert con respecto a su secretario Llera, responsable del aumento de su hacienda, con los mineros de Riosa, con su propia mujer cuando esta última prepara su testamento, revela la escasa altura moral del grupo al que pertenece.

Con ironía casi todos, con nostalgia algunos, como Coloma y Pereda, estos novelistas constatan que la aristocracia es un vestigio del pasado y que, quiera o no, tiene que entrar en el juego de la gran burguesía del dinero para preservar su protagonismo social. Ser híbrido, la oligarquía político-financiera que emerge en la sociedad del XIX y se afianza en la Restauración no tiene ética ni sensibilidad histórica.

En las crestas de esta «espuma social» aparece una clase desprovista de conciencia política y de conciencia social: tal es la mentalidad dominante, la que por lo menos puede deducirse de los comportamientos de figuras novelescas que trascienden su propia individualidad y se convierten en arquetipos de un grupo determinado.

En la visión de intelectuales liberales como Galdós y Palacio Valdés esta crítica de la oligarquía financiera, estamento híbrido que resulta del acercamiento entre nobleza y alta burguesía, se da desde una estimación más positiva de otras clases como la clase media, la clase trabajadora. El distanciamiento de Coloma y Pereda con respecto a una aristocracia decaída es revelador de una mirada distinta por parte de estos autores con respecto a otras clases: la familia de Los Núñez en La Montálvez, representante de una clase media trabajadora, es la única que ostenta valores inquebrantables. En cuanto al jesuita Coloma, si la clase más humilde está ausente en Pequeñeces, en relatos como Juan Miseria, Ranoque, Por un piojo en los que aparece la nobleza de provincias, el pueblo campesino es un protagonista relevante en un fresco social que ya no refleja una visión ideal de la vida.






ArribaBibliografía

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