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Las Casas: la literalidad de lo irracional1

Margo Glantz






Barbarie y civilización

«La función primaria del término "bárbaro" y de los demás términos del mismo origen... era distinguir a los miembros de la sociedad a la que pertenecía el observador de los que no lo eran», explica Anthony Pagden2. Bien sabemos que esta incapacidad de reconocer al otro, o reconocerlo como inferior, es también una de las constantes de la conquista: «Ciertamente el deseo de hacerse rico y la pulsión de dominio, esas dos formas de aspirar al poder, motivan el comportamiento de los españoles; pero también está condicionado por la idea que tienen de los indios, idea según la cual éstos son inferiores, en otras palabras, están a la mitad del camino entre los hombres y los animales», afirma Todorov en su polémico y bien conocido libro3. Más adelante, reitera: «Las Casas y otros defensores de la igualdad acusaron tantas veces a sus adversarios de haber confundido a los indios con bestias que podríamos preguntarnos si no ha habido exageración». En un escrito anterior, Edmundo O' Gorman precisa: «Lo que se ventila, entonces, no estriba en aclarar si el indio es o no hombre, lo que nadie duda, sino en determinar si lo es plenamente, o para decirlo de otro modo, en determinar el grado en que se realiza en él la esencia humana»4




Características de la bestialidad

Lo irracional se liga, irremisiblemente con lo animal: para mostrar la literalidad con que Fray Bartolomé de Las Casas maneja esta ecuación, me limitaré a analizar las secuencias narrativas de los capítulos finales del Libro II de su Historia de las Indias5; allí el fraile dominico explora literalmente la ecuación razón-humanidad y utiliza como ilustración episodios concretos de la Conquista de los que fue «testigo de vista» o que le fueron relatados por los protagonistas. Las secuencias narrativas le permiten a Las Casas representar «de bulto» situaciones específicas y subrayar de manera paralelística lo que se discutirá en el debate filosófico en relación con la «dosis» exacta de humanidad que poseen los indígenas. Los capítulos mencionados relatan el fracaso en 1510 de las expediciones de Diego de Nicuesa y Alonso de Hojeda a la Tierra Firme; expediciones organizadas para conseguir oro y esclavos, cuya justificación se apoya en el concepto de la guerra justa y la irracionalidad de los indios.

Estar desnudo es una de las formas de la irracionalidad ¿Qué duda cabe? «Los indios andan en cueros, como armas tienen sólo aparejados sus arcos y flechas y, como broqueles, sus barrigas» (II, p. 259). Son, obviamente, vulnerables, objetos de carnicería: «No se atrevían los indios a acercarse por temor de las espadas que cortaban vientres, desbarrigaban, desbarataban, desparcían» (II, p. 261). En Puerto Rico, Juan Ponce de León funda una ciudad con las casas hechas todas de paja: «[...] él para sí hizo una de tapias, que bastó para fortaleza, como quiera que los indios no tengan baluartes de hierro ni culebrinas y la mayor fuerza que pueden poner para derrocar la casa hecha de tapias es a cabezadas [...]» (II, p. 386). Esos cuerpos frágiles, exhibidos para hendirse o violarse, pueden también ser los de los brutos. ¿Quiénes, si no, la emprenden a cabezadas contra los muros? Y por ello se les trata como a tales, se utilizan como bestias de carga, se les alimenta con pan de cazabe y ají, «simples hierbas», califica Las Casas, y se les revuelve con el ganado; compiten con él: enfrentan cabezas de vacunos con cabezas de indio, «estos indios así dados, llamaban piezas por común vocablo» (II, p. 390). Los indios eran oriundos de las islas y el ganado era traído desde España: «[...] llevan ganados y yeguas, que de allí bien se han multiplicado» (II, p. 391). Sí, pero el ganado se acrecienta y los indios menguan. El Virrey Antonio de Mendoza advertía en 1550 a su sucesor: «V. Sª. sepa, que si se dispensa que haya ganados mayores, destruye los indios»6.

Estos «desnudos», calificativo usado por nuestro fraile y por los conquistadores, no pueden dañarlos, aunque a veces los descalabren: «[...] pelearon los desnudos contra los vestidos inmensos, porque las espadas empléanse bien en los desnudos cuerpos; viéndose así hacer pedazos, huyeron el resto» (I, p. 137). A menudo, desesperados, incapaces de soportar tantos tormentos, huyen hacia los montes. Los españoles, entonces, los montean para iniciar así un nuevo tipo de cacería en donde los animales perseguidos son los indios. Para completar la diversión están los perros bravos; también desbarrigan y cazan. Su importancia es tal que los papeles se truecan: el célebre Becerillo comparte el oficio de soldado y, «por esta causa le daban parte y media, como a un ballestero, de lo que se tomaba, fuesen cosas de comer o de oro o de los indios que hacían esclavos, de las cuales parte gozaba su amo». El orden natural se invierte: los animales se humanizan y los hombres se truecan en bestias. Es más, también entre los animales existe una gradación diversa de animalidad o principios de humanidad, si puede dársele este nombre a la acción de recibir, como cualquier soldado, su parte corrrespondiente en el botín7.

Desnudos como nacieron, inferiores al ganado, semejantes a los asnos, mansos como bueyes, carne de cacería como las liebres, domésticos como las gallinas -comen maíz crudo cuando están reducidos a esclavitud-, los indios entran dentro de una categoría especial, una raza híbrida que no participa por entero ni de la animalidad ni de la humanidad. Su irracionalidad es evidente, su esclavización natural;8 su destrucción apenas lamentable; su mansedumbre incita al sadismo: ¿En Caonao, no utilizaron los soldados de Pánfilo de Narváez a los indios para probar sus espadas, afiladas en los guijarros del río? «[...] y comienzan a desbarrigar y acuchillar y matar de aguijarros aquellas ovejas y corderos, hombres y mujeres, niños y viejos, que estaban sentados, descuidados [...] que iba el arroyo de la sangre como si hubieran matado muchas vacas [...]» (II, p. 536).

Su pobreza de espíritu, su mansedumbre «es de la gente más aparejada para ser cristianos», pero casi nunca los adoctrinan y contravienen así, con dolo, el mandamiento de catequizarlos y de convertirlos que tan a pecho se tomaba la Reina Católica. Muy devotos como lo prueba la pasión con que Alonso de Hojeda venera una imagen de la Virgen María, los españoles son incapaces de advertir, piensa Las Casas, que los indios participan de las virtudes específicamente consideradas como cristianas. Es paradójico leer las interminables descripciones de torturas sufridas por los indios y relatadas por el dominico: se tiene la impresión de oír vidas de santos o de asistir a un auto sacramental sobre los mártires del Cristianismo. Aunque esta visión parece limitarse a la de unos cuantos misioneros y no hace mella en la conciencia general de los conquistadores, en un breve lapso sus conductas se aceptan como si fueran «naturales» y cualquier guerra es considerada, en las Indias, una guerra justa.




Los naufragios

Astutamente, mediante la simple narración de los hechos, Las Casas descubre el reverso de la medalla. Según la práctica diaria, la «experiencia» de los conquistadores comprueba que los indios, «naturalmente inferiores», deben ser esclavos. Su inferioridad está determinada sobre todo porque permanecen en estado de naturaleza. ¿Qué sucedería si pasase lo contrario y los españoles enfrentasen las adversidades naturales? ¿Se convertirían, asimismo, en ejemplos del hombre natural?

Quizá una de las formas de la racionalidad sea la capacidad de cambiar de comportamiento a partir de la experiencia. Las Casas alega que los indios son hombres y por tanto seres provistos de razón y capaces de aprendizaje y de modificar su conducta, según lo exijan las circunstancias. Acostumbrados a la mansedumbre de los indios de las Antillas, los españoles se enfrentan a los naturales de las costas de Colombia con la misma despreocupada violencia que en la Española. Pero si los españoles se defienden, ¿por qué no los indios? Envalentonado por la fácil derrota inflingida a los indios de Calamar, Hojeda, imprudente, «y demasiadamente animoso», se dirige al pueblo de Turbaco. Desoye los consejos de Juan de la Cosa y se lanza al ataque, los indios, advertidos, han huido. Felices de su triunfo, los expedicionarios se descuidan y caen en una emboscada donde junto con 70 soldados muere Juan de la Cosa, quien, prudente y recordando una experiencia anterior en esa misma costa, ha prevenido a Hojeda de los peligros de la zona. «Señor, paréceme que sería mejor que nos fuésemos a poblar dentro del Golfo de Urabá, donde la gente no es tan feroz ni tienen tan brava hierba, y aquélla ganada, después podríamos tornar a ganar ésta con propósito» (II, p. 393). Las ovejas se han convertido en lobos. Las comparaciones con animales que los españoles utilizan para referirse a los indios vuelven a emplearse aquí, sólo que referidas a los propios españoles, los hombres de Hojeda y de Nicuesa: ahora les toca a ellos salir corriendo «como si fueran venados cercados». Las correspondencias son exactas, el perfecto tramado de la misma medalla vista al revés. El arte de la cacería supone un ritual donde los hombres persiguen a los animales pero, en este caso, son ellos los cazadores cazados.

Hojeda se mimetiza con las flechas y «sale por medio de los indios corriendo y aun huyendo, que parecía ir volando» (II, p. 394). La llegada providencial de Nicuesa los salva por un breve tiempo de la «ferocidad» de los indígenas; los aliados recuperan el valor, regresan al pueblo de Turbaco y lo arrasan a sangre y fuego. Aquí entran a jugar su parte los caballos: «[Las mujeres,] [...]que nunca los habían visto, se tornaban a las casas que ardían, huyendo más de aquellos animales, que no los tragasen, que de las vivas llamas» (p. 396). Confederados, Hojeda y Nicuesa se retiran con un botín de 7. 000 castellanos de oro. Las Casas interrumpe aquí la narración y cree necesaria reiterarla mediante la parábola contenida en el ejemplo ya narrado -como si pronunciase un sermón desde el púlpito- y, al subrayar la incapacidad de sus compatriotas para aprender por la experiencia, formula una de sus más importantes ideas:

Será bien aquí considerar, porque por las cosas no pasemos como pasan los animales, ¿qué injuria hicieron los vecinos del pueblo de Calamar a Hojeda y a Juan de la Cosa y a los que consigo llevaron? ¿Qué haciendas les usurparon? ¿Qué padres o qué parientes les mataron? ¿Qué testimonios les levantaron o qué culpas otras contra ellos cometieron, estando en sus tierras o casas pacíficos? Item, ¿fue alguna culpa suya, los del pueblo de Turbaco matar a Juan de la Cosa y a los demás, yendo a hacer en ellos lo que habían hecho los españoles a los del pueblo de Calamar? ¿Y fuera culpa vengable que lo hicieran, solamente por castigar y vengar la matanza que los nuestros hicieron en los vecinos inocentes de Calamar? ¿Hobiera gente o nación alguna en el mundo, razonable, que por autoridad de la ley y razón natural, que no hiciera otro tanto? Todas las naciones del mundo son hombres, y de cada uno dellos es una no más la definición, todos tienen entendimiento y voluntad, todos tiene cinco sentidos exteriores y sus cuatro interiores, y se mueven por los objetos dellos [...] (II, 396)9.



Desconocerlo es un pecado; el anatema surte efecto: el castigo divino no se hace esperar y Hojeda, en San Sebastián, la población fundada por él en esas costas, recibe en carne propia el peso, la marca de esa enseñanza; ligero y ágil como un ciervo o una saeta, en correspondencia con las flechas rabiosas que caen sobre sus compañeros y desperdigan san sebastianes a granel, él que «nunca hasta entonces hombre le había sacado sangre», es flechado «por una bestia feroz» en el muslo izquierdo. Exige que lo curen con una barra al rojo vivo (¿ejemplarización del refrán que dice que el que a hierro mata a hierro muere?). Las Casas no deja de admirarlo: «Esto sufrió Hojeda voluntariamente, sin que lo atasen ni tuviesen; argumento grande de su grande ánimo y señalado esfuerzo» (II, p. 400). La conducta viril siempre lo entusiasma y cabe una leve sospecha de que a menudo los indios mansos le hubieran gustado un poco más si hubiesen prestado menos sus carnes al hendimiento10.




La vorágine

Las dos cadenas y sus eslabones -la animalidad y su consecuencia, la irracionalidad; la mansedumbre y su opuesto, la ferocidad- delimitan la fuga, y delinean un volumen, una estrategia narrativa en donde las anécdotas ejemplifican (¿parabolizan?) un acontecer histórico, mientras modelan un espacio común donde se representa la caída y se refuerza la tesis principal, resumida así por Pagden: «[Las Casas] deseaba probar que bajo diferencias culturales evidentes entre las razas de hombres existían los mismos imperativos sociales morales» (p. 172). El espacio elegido para documentar la caída en lo irracional es el de la selva que todo lo devora, espacio frecuentado más tarde por la novela telúrica de los años 20 de este siglo, profundamente preocupada por el viejo problema de la civilización y la barbarie, como en La Vorágine de José Eustasio Rivera, localizada justo en ese mismo lugar, en el territorio de Colombia y a cuyos protagonistas también «se los traga la tierra».

El fuego da cuenta de las mujeres de Turbaco; ese mismo fuego abrasa doblemente a Hojeda, quien, con 70 compañeros decide embarcarse para pedir refuerzos. En la fortaleza quedan otros tantos hombres, capitaneados por Francisco Pizarro, el futuro conquistador del Perú. Hojeda llega a Cuba, aún no colonizada; allí la ciénaga se traga a varios de sus hombres y, simultáneamente, en Tierra Firme, ya en el desastre, en la indigencia, y dispuestos a abandonar su fortaleza, un cocodrilo que no le teme a los caballos, se traga una yegua del campamento de Pizarro. Algunos de los hombres de Hojeda y éste mismo quedan ilesos, por obra, dice Las Casas, de su devoción, por una imagen flamenca de la Virgen María, regalo del Obispo de Burgos, Juan de Fonseca, de quien Hojeda fue protegido. Los indios de Cuba, ignorantes aún de la fama de los colonizadores, los acogen como «los indios universalmente lo saben hacer donde no han sido primero agraviados», es decir, como si los conquistadores fueran sus hijos. Hojeda les deja la imagen y funda una ermita; de esa forma se libra de ser tragado por el pantano y tiene por ello «un fin menos desastrado que los otros», como Nicuesa, por ejemplo, a quien más tarde se lo traga el mar. En su muy particular estilo concluye nuestro fraile, «pero yo lo atribuyo que por honra de la Madre de Dios, quiso dispensar con él la divina justicia en que muriese en su paz y en su cama, quito de baraúndas, para que tuviese tiempo de llorar sus pecados, en esta ciudad de Santo Domingo» (II, pp. 405-406). El padre las Casas avisa que existen varias versiones de su muerte, pero él prefiere matarlo en su cama, enterrarlo a la entrada del atrio de San Francisco para que los creyentes pisen su tumba cuando llegan a la iglesia. Es más, le concede quizá el arrepentimiento y el perdón de Dios: Hojeda es para Las Casas un héroe de tragedia griega que sufre por su hybris y también un ladrón ennoblecido y perdonado por la misericordia infinita del Señor, como el personaje de El condenado por desconfiado de Tirso de Molina.

La racionalidad se menoscaba al contacto con lo natural. El resto de los hombres de Hojeda reciben algunos refuerzos providenciales: primero el de Enciso, luego el de Diego de Olano, lugarteniente de Nicuesa y, por fin, después de largo tiempo, el que les ofrece el propio Nicuesa: sufren diversas calamidades que se acrecientan en orden ascendente: un naufragio despoja a algunos de sus cuerpos, a otros de sus bastimentos y vestidos y los deja tan desnudos como a los irracionales de las islas. Exhaustos, enflaquecidos, sujetos a comer hierbas, han llegado casi al punto de partida, pero exactamente al revés, es decir, logran alcanzar el mismo estado que los indios en los repartimientos.




El proceso de devoración

Pero no han perdido su voracidad, esa voracidad que los devora, valga la frase tan manida. La pasión por el oro, presente aún en los momentos de mayor desastre, los enajena al grado que la mayor parte está, literalmente, comida por las deudas: un ejemplo es Bernardino de Talavera con quien Hojeda se embarca rumbo a Cuba; prófugo de la justicia, ladrón de embarcaciones y vituallas, la ciénaga cubana lo respeta, pero al llegar a Jamaica, junto con Hojeda, es ahorcado por el Gobernador Juan de Esquivel. Diego de Olano, sospechoso además de querer alzarse contra Nicuesa, pretende, antes de que el azar los vuelva a reunir, hacer una carabela con varias tablas de las que se han destruido por las tormentas y la bruma, «para que se pasasen a esta isla (la Española), pero también se dijo que era para se aprovechar della por ahí, e no para salir de aquella tierra, donde pensaba ser rico» (II, p. 419).

La corrosión a la que la naturaleza los sujeta no tiene ningún límite, rebasa cualquier voracidad de signo humano: amagados por la humedad, picados por los mosquitos, llenos de llagas, succionados, su salud decrece al mismo tiempo que las mareas: «Notaron en esas angustias estando, que nunca moría alguno sino cuando la mar menguaba; y como los enterraban en la arena, experimentaron que en ocho días eran comidos los cuerpos como si hubiera cincuenta años que los hubiesen enterrado, entendiendo que aún el arena se daba priesa a acabarlos. Añadióseles otro no chico trabajo, que una noche hizo tanta tormenta en la mar, que les comió el arenal donde tenían hechas sus chozas, por donde tuvieron necesidad de hacerlas más dentro, que les fue desconsuelo doblado» (II, p. 419). Estas imágenes en las que se pinta tan vívidamente la acción devoradora de la naturaleza anticipan la feroz visión de lo salvaje y lo civilizado representada -con mayor eficacia narrativa que en La Vorágine- por el modernismo brasileño de la segunda década de este siglo, especialmente en Macunaima, la novela de Mario de Andrade.

Su hambre es tanta que acaban devorando la placenta de una yegua recién parida y luego, cuando deciden irse, matan a cuatro yeguas que los han defendido con su imagen espantable de la ira de los indígenas y con ellas hacen tasajo como si las yeguas fueran puercas. Nicuesa, incompetente, copado por la desbordada intemperie, ha perdido todas sus gracias, es un simple tirano, cuya característica es la ferocidad, defecto clásico del tirano: «todo hombre cruel, inhumano, fiero y violento alejado de la humana razón»11, definido también por Calderón como un «hidrópico de sangre». Nicuesa incompetente, copado por la desbordada intemperie, ha perdido todas sus gracias, es un simple tirano un bárbaro. ¡Qué lejos está de aquel mancebo que a punto de embarcarse describiera Las Casas como «persona muy cuerda y palanciana y graciosa en dir, gran tañedor de vihuela y sobre todo gran jinete, que sobre una yegua que tenía, que pocos caballos en aquel tiempo habían nacido, hacía maravillas» (p. 374). Descripción que, en verdad, se acomoda más a un juglar o a un cortesano que a un Gobernador de Tierra Firme.

Y los cronistas que les hacen tanto el asco a los indios que comen lagartijas, insectos, víboras, una de las pruebas definitivas de su irracionalidad, compadecen a los hombres de Nicuesa, reducidos a su suerte en un paraje abandonado, donde «vinieron a tanta hambre y penuria, que ni sapos, ni ranas, ni lagartos ni otras cosas vivas, por sucias que fuesen, no dejaban de comellas» (II, p. 425). La suciedad se vuelve carne de su carne, cuero de su cuerpo: «[...] hallando un indio que ellos o otros debían haber muerto estando ya hediendo, se lo comieron todo, y de aquella corrupción quedaron tan inficionados que ninguno escapó» (II, p. 427). Es, cierto, un paisaje apocalíptico, el castigo de Dios, su justicia divina.

Lo natural provoca la irracionalidad, en el sentido más literal de esa palabra, la pérdida de la razón, el sano juicio: «Díjose que andaban, como personas sin juicio, a un cabo y a otro, dando alaridos, pidiendo a Dios misericordia, que se doliese de sus desventuradas vidas y también de sus ánimas» (II, p. 421). El tradicional adversario de Las Casas en esta polémica de la humanidad o irracionalidad del indio, Ginés de Sepúlveda, piensa que la máxima virtud de los seres racionales es la paciencia12; gracias a ella se construye un buen gobierno, el destinado a regular a esos hombres que poseían una dosis menor de humanidad. Pero en condiciones «naturales» el hombre superior pierde la paciencia y h asta la postura erguida, propia, como bien sabemos, de los orgullosos humanos: «Estuvieron en aquella isla muchos días, y, según entendí, más de tres meses, muriéndose dellos cada día de pura hambre y sed y de las hierbas que comían y del agua salobre y los que quedaban vivos andaban ya a gatas, pasciendo las hierbas y comiendo crudo el marisco, porque no tenían vigor para poder andar enhiestos» (p. 421).

La ira desencadenada del profeta ha encontrado su destino. La humanidad es una sola, como, quería Las Casas, y en esta exacta correspondencia de racionalidad-irracionalidad, el padre dominico ha rascado hasta el fondo de la médula. Los que hacían morir, los denigradores del cuerpo de los otros, van por su propio pie al moridero: «Es bien no menos mirar, concluye apaciguado Las Casas, y notar si estas muertes y perdiciones de estos capitanes y gobernadores primeros y de sus gentes, si fueron milagros con los que Dios y su recto juicio y justicia quiso aprobar y justificar las demandas que traían y los fines que pretendían; Item, si por ellos se aprobaron y justificaron las obras semejantes, y los fines e intentos mismos que los gobernadores y capitanes, que después déstos em aquella terra firme sucedieron, perpetraron, trujeron, cometieron y pretendieron [...]» (II, p. 431).

Nicuesa y Hojeda, Juan de la Cosa y Diego de Olano son, como algunos otros personajes lascasianos, figuras, en el sentido borgiano; o mejor, están construidos a manera de emblemas alegóricos y cumplen para el cronista la función que tienen las parábolas en el (su) Evangelio. Concebida como un gigantesco sermón, la Historia de las Indias consigue de manera totalmente distinta -a veces casi irracional por que apela a lo instintivo-, lo que el fraile dominico se había propuesto en su Apologética Historia, a través de una apretada conceptualización filosófica. Sancionada está escritura por la experiencia implícita en su testimonio (ser «testigo de vista» o «de oído») el padre Las Casas ataca desde dos frentes: para defender su tesis recurre en su Historia a la forma narrativa y en su Apologética se dedica sobre todo a probar, mediante la filosofía, la racionalidad de todos los humanos, insertando en esa categoría a los indios. Pero no sólo eso, ya lo hemos reiterado, Las Casas consigue demostrar que en estado de naturaleza todos los hombres pueden ser tiranos, en suma, «bárbaros». De esta manera cumple con el precepto evangélico de no mirar la paja en el ojo ajeno sino en el propio o, dicho con otras palabras, no sólo observa al otro como quería Todorov -«Quiero hablar del descubrimiento que el yo hace del otro»13- sino, y, esto es fundamental, es capaz de descubrir, en múltiples ocasiones, que también los españoles pueden ser el otro.





 
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