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«En voz baja» de Amado Nervo

Ramón López Velarde





Con emoción redacto este artículo, el primero que dedico al más estimado y respetado de mis literatos predilectos, cuyos versos me llegaban al oído con extraño son en la remota puericia, colmada de retóricas de deplorable facilidad y pedantes hipos. Nunca pensaste, alma mía, en las horas de ayer, en que habías de encomiar al poeta que se mencionaba siempre entre apreciaciones baratas y burlas ínfimas.

¿Unos renglones sobre el último libro de Amado Nervo? Sea. Lo quieres tú, alma, que de un pobre y cordial aplauso ¡tan pobre y tan cordial! Te reconoces deudora de la musa maestra que se adueñó de ti, derrumbando de las penas de tu admiración infantil a bien queridos portaliras. Lo quieres tú, que a los antiguos ídolos preferiste el moderno cantor, porque hallaste en él atesorada la mejor contribución poética de todos aquellos, con más el arte valioso del día, ni siquiera sospechado por los llanos versificadores de lustros atrás. Lo quieres tú, alma, que infringiendo los cánones maquiavélicos y la ambiente marrullería, caes en la ingenuidad, proclamando tu preferencia por Nervo sobre los otros laboradores de ideal en países de habla española. La excelencia del autor de En voz baja más exige mi discreto silencio que mi inútil encomio; pero mi intención óptima me ha de salvar.

Una bella de fama actual ha encarecido la trascendente valía del silencio. Acepto su idea, pero en la práctica me torno, a las veces, inconsecuente. Hablo. Como en esta ocasión, para volverme contra los censores de Nervo, cerebros medianos que lo han tachado ya de iliterato, ya de inmoral, ya de antipatriota. Amado Nervo es mal visto, mejor diré desconocido, por los que hacen escuderaje al dudoso clasicismo nuestro. Verdaderos clásicos de siglos muertos ¿verdad que no encontráis rasgos fisonómicos que os hagan reconocer como a hijos a los que se titulan vuestros en este país en que cualquier grito vulgar quiere hacerse pasar como un acento de Lope, cualquiera topografía en que se deforma a la naturaleza, como un cuadro de fray Luis? Cierto, tuvimos a sor Juana y en los últimos días a Manuel Othón. Pero son las excepciones. Habrá alguna otra. Mas la turbia gruesa es la de los vacíos confeccionadores de poesía, de las nulidades que saben gramática, de los señores que se emperifollan a la academia, de los versificadores gafos, de los que con la más risible de las bambollas literarias se contonean ante los públicos indoctos. Y tales son los obstruccionistas de Amado Nervo. ¡Siempre el secular paquidermo chafando la rosa! Más sabios que semejantes míseros son los creyentes orientales que se descalzaban a las puertas de su dios. Naturalmente, lejos de blasfemar del templo, débese entrar en él sin mancha alguna. Y para leer los versos de Nervo es menester limpieza absoluta de cuerpo y espíritu. Y hay que leerlos en lugar apartado, pues con ellos se ha de estar a solas, como con la mujer amada. Con esto el triunfo del poeta es inevitable, porque su numen es superior a sectarismos embarazosos. Él sabrá daros el más entonado concepto clásico y al mismo tiempo la particularidad más sutil de la época. En voz baja no trae novedades en la sustancia ni en el procedimiento.


Si estoy enfermo, llamaré a la hermana:
a la hermanita azul y blanca (y pura),
cuya dulce vejez, aún lozana,
tiene la grave y plácida mesura
de Señora Santa Ana.



Nervo no pertenece a escuela determinada. Él mismo ha declarado no tener otra que «la de su honda y perenne sinceridad». La última obra se contenta con ser otro producto, gemelo de los anteriores, de la gloriosa paternidad de Nervo. Sus renglones métricos lo denuncian como sapientísimo de su arte. Su médula abarca la universalidad de los estados de ánimo posibles. No hay detalle psicológico que se escape a su ojo zahorí, ni matiz emocional que no pueda trasmitir en su integridad subjetiva. Científicamente, su labor intelectual comprende el mérito de la síntesis. Prefiero a Nervo sobre otro cualquiera porque ningún peninsular ni latinoamericano se adecua como él a mi modalidad psíquica. En él se unen el amable sincerismo de antaño (¿te acuerdas, alma, de Gustavo Bécquer?) y la complicada forma actual. Nada de modernismo en falsete, de descoyuntamiento de sílabas, de impresiones aisladas. Quien dice Nervo, dice vida múltiple, vida intensa, magia que educa a una generación y que logra discípulos como Luis Rosado Vega.

Bien está el libro, alma mía, para engarzar con sus nobles misticismos el tedeum por las santas niñas mártires muertas en flor; bien está para mandar un misterioso mensaje a la novia reclusa en el claustro; bien está, alma mía, para mirar en sus perspectivas de honda ensoñación a los progenitores difuntos y a los hijos soñados; bien está para zurearlo con inflexiones de paloma natal en el oído de las provincianas del rincón lejano, que doman las exigencias del sexo con llevar camándulas en los dedos frágiles y con humedecer de agua bendita los núbiles rostros; bien está para loar a las castas y fecundas esposas de cuyas entrañas de bendición nacerá por milenios el Abel inmortal.

Y la hora de incierta cronología ha de llegar, alma mía; la hora epitalámica en que la Esperada con paciente obstinación, movida de misericordia venga a ti con la cabeza aureolada de ensueño, el cuerpo grácil santificado, la sangre pronta a arder con el vino milagroso de Canaán, y el corazón abierto al perfume de los azahares eternos. Y entonces será bueno el libro del poeta favorito para susurrar al oído de la Amada los anhelos de paz, en voz baja, tan baja como un suspiro agonizante.

¡Oh, señor Amado Nervo, merced a que sois tan alto como profundo, vuestro imperio en nosotros es definitivo!





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