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Amado Nervo y sus evocaciones de la «Raza de bronce»

M.ª Teresa González de Garay Fernández





Amado Nervo, poeta, novelista, ensayista y periodista mexicano fue una de las personalidades más complejas de la literatura hispánica. Nació en Tepic (estado de Nayarit) en 1870, realizó estudios teológicos y después ingresó en el Cuerpo diplomático; ejerció como embajador de México en Madrid y en Montevideo. En 1894 se instaló en la Ciudad de México donde conoció a Manuel Gutiérrez Nájera, con el que fundó la revista Azul que pretendía llevar a cabo una renovación artística en la literatura hispanoamericana. Al lado de otros compatriotas, como Luis Gonzaga Urbina y el propio Gutiérrez Nájera, nutrió el movimiento «modernista» que dio a las letras iberoamericanas algunos de sus escritores más brillantes.

La obra de Amado Nervo destaca por su misticismo, por los sentimientos amorosos y también patrióticos, alcanzando niveles de honda y sincera introspección. La maestría con que trasmite a los lectores imágenes de sus emociones es uno de los rasgos más admirados de su obra. La melancolía, las tormentas interiores, sus contradicciones, se expresan en una voz personal y única, haciendo que sentimientos como la esperanza, la evocación del pasado ido, el olvido, el dolor o la resignación se contagien de un estoicismo clásico a la vez que de una sensibilidad llena de fe y de gracia. Y es que, en determinado momento de su vida, la religión fue un pilar fundamental que le consoló de dolores y tormentos.

La amada inmóvil (1922), es el poemario por el que Amado Nervo ha sido más leído y valorado, aunque se publicó tras la muerte del poeta. Está inspirado en la prematura muerte de su mujer, Ana Daillez, a la que amó profundamente. Pero Amado Nervo había publicado más de veinte libros y tenía una gran fama en los países de habla hispana cuando murió en Montevideo el 24 de mayo de 1919.

Nervo, con otros escritores como el propio Urbina, o el mismo Benito Juárez, está enterrado en la legendaria Rotonda de los Hombres Ilustres de México.

En alguno de sus poemas modernistas evoca a los antiguos aztecas, en el contexto de la sensibilidad mostrada por los miembros de su generación hacia los mitos y héroes más conocidos de las culturas prehispánicas (especialmente Rubén Darío y Santos Chocano). La visión de Amado Nervo, un modernista algo olvidado por la crítica española en los últimos años, a pesar de la reedición de sus poemas líricos en Letras Hispánicas, combina la nostalgia y la admiración con una voluntad reformista que cristaliza en su alabanza al Presidente indio, Benito Juárez, símbolo de la pervivencia de los valores de la «raza muerta» y esperanza abierta hacia un futuro más justo e integrador.

Nos recuerda José Ismael Gutiérrez que durante mucho tiempo se defendió, no sin razón, que los modernistas hispanoamericanos, con excepciones como José Martí, y quizá Santos Chocano, han sido ajenos a las injusticias de la conquista, prolongadas después tras la Independencia política en el siglo XIX. También se ha dicho que estos escritores no han prestado la atención debida al indio, a los indígenas moradores ancestrales de América. Los indios no alcanzan gran protagonismo en la poesía modernista (aunque Santos Chocano les dedica un libro completo) y cuando aparecen muchas veces lo hacen con un valor ornamental, nostálgico, ligado al concepto rousseauniano del «buen salvaje», y casi siempre están situados en un mundo pasado, idealizado, exento de connotaciones políticas, llorado sin ira y sin indignación. Sería el caso del famoso poema de Rubén Darío sobre Caupolicán y «El Toqui». Y esto es así porque los modernistas, en general, se sitúan en una tradición occidental y cosmopolita que recoge con fruición los mejores logros de las literaturas europeas y norteamericana, sin aludir a las influencias orientales que ya aparecieron con fuerza en poetas como el mexicano Juan José Tablada.

En líneas generales podemos decir que la herencia literaria española está bien digerida y metabolizada, aunque no sea la única. Recordemos las palabras de Rubén Darío en su famoso prólogo a Prosas profanas: «mi esposa es de mi tierra, mi querida de París»1. También Amado Nervo reconoce y saluda la tradición española y europea. Él se quiso cosmopolita y muchos de sus escritos sobre el nuevo movimiento modernista ratifican ese sincretismo y su cosmopolitismo. Pero también ofrece otros matices. Es cierto que algún poema adopta esta perspectiva ornamental con las culturas precolombinas, pero, aunque tímido, también habrá un grito, una fuerte insinuación sobre la injusticia y el desamparo del indígena. Podría afirmarse que Nervo responde en parte a la tendencia general, sintetizada por Gutiérrez:

«El indio, ese ser secularmente marginado desde el siglo dieciséis y oprimido bajo el yugo de una raza extranjera («superior») que llegó desde la otra orilla del Atlántico envuelta en una aureola casi divina ratificada por las tradiciones mitológicas de los propios indígenas, ofreció, en efecto, para ciertos autores de los últimos lustros del diecinueve, en su mayoría criollos o descendientes de los conquistadores y colonos españoles, un interés poco más que anecdótico que se sitúa aún en la antesala de lo que más tarde se llamará literatura indigenista».


(Gutiérrez, J. I., 2007: 316-17)                


Aunque en el caso de Amado Nervo deben añadirse otras connotaciones. En los dos poemas titulados La raza muerta (1896) podemos encontrar ambas versiones. Hay un «Ayer» liberador (primer soneto alejandrino de 14 sílabas), pero también un «Hoy» (segundo soneto de 16 sílabas, con hemistiquios octosilábicos) injusto y puesto en evidencia. En el ayer se recrea una escena risueña y ritual de los aztecas en la fiesta santa de Quetzalcoatl2. Mientras el pueblo y los teuctlis3 cantan y gozan el rey acepta las ofrendas con mirada sombría y ceño de preocupación, pensando en el augurio fatal del Dios Serpiente: «Y entonces, en un vuelo de naves del Oriente,/ vendrán los hombres blancos, que matan con centellas»:



Con tres genuflexiones los teuctlis abordaron
el trono; cada teuctli llevaba su tesoro:
Señor, mi Señor, luego gran Señor, exclamaron,
y fuéronse, agitando las arracadas4 de oro.

(Era la fiesta santa de Quetzalcoatl). Llegaron
después doncellas brunas diciendo eximio coro,
y frente al rey sañudo cien músicos vibraron
el teponaxtle, el huéhuetl y el caracol sonoro.

(Era la fiesta santa de Quetzalcoatl). Reía
el pueblo. El rey en tanto -sin brillo la sombría
mirada inmensa, como dos noches sin estrellas-

pensaba en el augurio fatal del Dios Serpiente:
«Y entonces, en un vuelo de naves del Oriente,
vendrán los hombres blancos, que matan con centellas».


(Nervo, «Poemas, 1894-1900», 1967: 1352-53)                


En el «hoy», encontramos que el valle de Anahuac ha superado los traumas de la guerra pasada y de la desolación. Hay una visión de la conquista negativa concentrada en el sustantivo «traiciones», aunque la aceptación de lo ocurrido -«Triunfa Spencer, muere Aquino, cae un mundo, un mundo brota»- se materializa en la paz presente, en la abundancia y en el progreso del trabajo y la razón. Hay como una especie de resignación frente a la historia, a lo Garcilaso de la Vega, el Inca, que justificó la conquista como parte necesaria de la evolución histórica de los imperios. En la actual paz y felicidad, sin embargo, hay una víctima, el indio, que puesto en contraste con lo positivo aún rechina más en la historia señalando la injusticia, la oscuridad, la falta absoluta de horizontes, y el sometimiento del que no hay escapatoria. La antítesis es indudablemente acusadora: «¡Todo es vida y esperanza!/ Solo el indio trota, trota,/ con el fardo a las espaldas y la frente en las tinieblas»:



Anahuac: estadio fuiste de contiendas y pasiones,
mas hoy eres la doncella que orgullosa se levanta
desdeñando el himno rojo de fusiles y cañones,
con la paz entre los labios y el arrullo en la garganta.

De tus hoscas torrenteras ya no surgen las traiciones;
en tus fértiles campiñas el trabajo su himno canta,
y en tus jóvenes ciudades el poder de los millones
multiplica los palacios bajo el oro de su planta.

La razón ocupa el solio de las cátedras tranquilas;
nuestras madres ya no rezan, ya no anidan las esquilas
como pájaros broncíneos en la torre que despueblas.
Triunfa Spencer, muere Aquino, cae un mundo, un mundo brota...

¡Todo es vida y esperanza!
Solo el indio trota, trota,
con el fardo a las espaldas y la frente en las tinieblas.


(Nervo, «Poemas, 1894-1900», 1967: 1352-53)                


De 1896, fecha de escritura de «Raza muerta» pasamos a 1902. Seis años han transcurrido hasta la publicación del poema dedicado a «La raza de bronce», pronunciado el 19 de julio de 1902 en la Cámara de Diputados en honor de Juárez como «Leyenda Heroica». Este largo poema, de 186 versos de arte mayor (casi todos endecasílabos, aunque también hay alejandrinos de 14 sílabas, con mayoría de sextetos y cuartetos, siempre de rimas consonantes), divido en 9 partes (cada una de las partes posee el siguiente número de versos: 6+34+16+20+13+13+36+24+24), es mucho más complejo y mira hacia el futuro con esperanzas de integración.

Avanza ideas expresadas en otros versos patrióticos posteriores, muy significativos: «Somos de raza de águilas y raza de leones:/ ¡tengamos esperanza!» (Nervo, A., «Poesías varias, 1906-1919: Águilas y leones», 1967: 1657-8). O los de «Mi México»: «Nací de una raza triste,/ de un país sin unidad/ ni ideal ni patriotismo;/ mi optimismo/ es tan solo voluntad;/ obstinación en querer,/ con todos mis anhelares,/ un México que ha de ser/ a pesar de los pesares,/ y que yo ya no he de ver... (Febrero 23 de 1915)» (Nervo, A., «Poesías varias», 1967: 1656).

Podríamos diseccionar el escepticismo y la mezcla de esperanza y reticencia del poeta sobre su patria. Aunque este escepticismo no existe, de manera explícita, en el poema en alabanza a Benito Juárez. Aquí encontramos en primer plano la esperanza y el heroísmo, trabados en una poética del ensueño y del amor, expresada con versos y contenidos modernistas muy cuidados en su medida, ritmo y estructura. La ensoñación y visiones del poeta están puestas al servicio de la exaltación de la historia azteca y de su raza, en honor a los indios del pasado y del presente. Y no es despreciable el hecho de que el ensueño señale un hondo sentir del poeta sobre el futuro de su raza «cósmica», como quería Vasconcelos, mestiza, sincrética y potente, muy en sintonía con el místico que fue a menudo Amado Nervo.

El poema comienza con la tradicional invocación (un sexteto endecasílabo). Dirigida esta vez a Benito Juárez, digno representante heroico de la raza antigua, que luchó a muerte contra los conquistadores, dedicada por tanto a los aztecas con autoconciencia de Elegía: «Señor, deja que diga la gloria de tu raza,/ la gloria de los hombres de bronce, cuya maza/ melló de tantos yelmos y escudos la osadía:/ ¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros leones!, / ¡oh caballeros águilas!, os traigo mis canciones;/ ¡oh enorme raza muerta!, te traigo mi elegía» (Amado Nervo, 1902).

¿Otra vez la raza «muerta» se impone a la de «bronce»? ¿Están muertos de veras los aztecas? ¿Habrá entonces un descenso a los infiernos en esta Elegía? No. Porque aunque Ricardo Gullón escribió que:

El indigenismo es, sustancialmente llamada a las fuerzas oscuras, irracionales, y por ahí enlaza con la corriente actual de retorno a la sombra. Es una constante del espíritu humano indestructible, latente en la dimensión más honda de él. Corriente antirracionalista que reaparece en pleno auge del positivismo, para compensar y equilibrar las consecuencias de ese auge [...] El indigenismo modernista, en su nivel más hondo, será, pues, el equivalente del tradicional descenso a los infiernos, y síntoma de pérdida de fe en la razón.


(Gullón, Ricardo, 1968: 272-73)                


Amado Nervo rescata la parte positiva, la gloria de la raza, la ensoñación, el deseo de superación, la metamorfosis mágica que podrá redimir al nuevo mexicano:

Para el primitivo perduran vías de comunicación con el mundo de lo sobrenatural que el civilizado ya no sabe encontrar. [...] Los modernistas hispanoamericanos, sintiendo esa necesidad, encontraron cerca de sí, en un pasado que de alguna manera fue suyo (o quieren creerlo suyo, y para el caso es lo mismo), precedentes de esa actitud. Frente a los portadores de la civilización y la cultura occidental, los precolombinos de este hemisferio encarnaban la creencia «primitiva» en un mundo mágico y puro, al cual podía penetrarse atravesando un áspero pasadizo de iniciación y dominio de las debilidades corporales, que incluía desde la inmersión en baños de agua helada hasta mutilaciones y flagelaciones (paralelas a las de esos monjes y virtuosos que castigan la carne «pecadora» para mejor liberar el espíritu). Las insuficiencias de la cultura y la razón resaltan cuando frente a las imágenes del pasado, idealizadas y convertidas en mitos (por lo tanto, inasequibles a la erosión racional), la «civilización» está representada por el mundo de generalitos y licenciados, poetastros y compadres, vacua retórica y garrulería democrática (liberal o conservadora), sin grandeza, sin ensueño y sin delirio.


(Gullón, Ricardo, 1968: 273)                


Lo que tiene mucha importancia para una nueva reubicación de la asimilación del mundo indígena en el pensamiento de este escritor modernista.

En la parte II (34 endecasílabos agrupados en una estrofa de 9 versos, 2 sextetos, un quinteto y 2 cuartetos), el poeta sitúa su ensoñación, de honda raíz romántica, en el sosiego y el crepúsculo en medio de los cuales sentía también infinita paz el romántico cubano José María Heredia en su famoso poema «En el Teocalli de Cholula»5: «Aquella tarde, en el Poniente augusto [...] /Yo estaba solo en la quietud divina/ del Valle./ [...] La estatua fiera/ del héroe Cuauhtémoc, [...] era mi hermana y mi custodio era». Entonces, en la noche misteriosa, cuatro sombras «esplendentes, bellas, luminosas», se le aparecen en una atmósfera mágica: «Eran cuatro fantasmas, todos hechos/ de firmeza, y los cuatro eran colosos/ y fingían estatuas, y sus pechos/ radiaban como bronces luminosos./ Y los cuatro entonaron almo coro...».

En la parte III (4 cuartetos de rima alterna) el yo lírico, identificado con el Hamlet Shakespeareiano, asustado y asombrado, interroga a los fantasmas sobre su identidad, aunque la espada tiemble entre sus manos. Para en la parte IV (una octava real introductoria y 2 sextetos de estilo directo, en total 20 versos) escuchar la respuesta, lenta, sin ira y musical, del espectro, de uno de los «gigantes de una raza magnífica de bronces», el poeta de la muerte Netzahualcóyotl, rey de Texcoco, que resume en su canto la esencia de su religiosidad y poesía: «tras de lid artera,/ fui despojado de mi reino un día,/ y en las selvas erré como alimaña,/ y el barranco y la cueva y la montaña me enseñaron su augusta poesía./ Torné después a mi sitial de plumas,/ y fui sabio y fui bueno; entre las brumas/ del paganismo adiviné al Dios Santo;/ le erigí una pirámide, y en ella,/ siempre al fulgor de la primera estrella/ y al son del huéhuetl, le elevé mi canto».

En la sección V (tan sólo 13 versos en 2 estrofas) el aparecido es Ilhuicamina, por otro nombre Moctezuma I El Grande, «Flechador del cielo» (1398-1469)6, con una macana7, una saeta de ónix en el carcaj y adornada con plumas rituales su cabeza. Afirmando su identidad y valor, con orgullo exclama: «Yo soy Ilhuicamina,/ sagitario del éter, y mi flecha/ traspasa el corazón de las estrellas./ Yo hice grande la raza de los lagos,/ yo llevé la conquista y los estragos/ a vastas tierras de la patria andina». En la VI parte (otros 13 versos en 2 estrofas) el tercer espectro es Cuauhtémoc, que se precia de ser gemelo de las águilas, aunque asume su derrota frente a Cortés y recuerda su martirio y su legendario valor y entereza ante el tormento del fuego:


El español martirizó mi planta
sin lograr arrancar de mi garganta
ni un grito, y cuando el rey mi compañero
temblaba entre las llamas del brasero:
-¿Estoy yo, por ventura, en un deleite?
-le dije-; y continué, sañudo y fiero
mirando hervir mis pies en el aceite...


Ya en la parte VII (seis sextetos) nos encontramos con el último y cuarto fantasma, el más importante, objeto de la composición total del poema, Benito Juárez. Este «no venía del fondo del pasado/ como los otros; mas del bronce mismo/ era su pecho, y en sus negros ojos/ fulguraba, en vez de ímpetus y arrojos,/ la tranquila frialdad del heroísmo». El heroísmo destaca sobre otras cualidades como la serenidad, la paciencia, la limpia mirada, la sinceridad, la obstinación y la frialdad ante los terribles retos que la Historia le lanza. Pero sobre todo Juárez tiene un destino, «tender puentes de bronce entre la gloria/ de la raza de ayer y nuestra raza». Benito Juárez, recordado en el panteón de los hombres ilustres de San Fernando, es evocado viendo avanzar la Patria desde el sueño de la muerte «rimando risas y regando rosas», lo que facilita el ruego humilde del poeta para llegar a ser como él. Este ruego se reiterará en una cadena de imágenes que expresa procesos de mejora ética y estética y de sustanciales progresos:


Soy una chispa; ¡enséñame a ser lumbre!
Soy un guijarro; ¡enséñame a ser cumbre!
Soy una linfa: ¡enséñame a ser río!
Soy un harapo: ¡enséñame a ser gala!
Soy una pluma: ¡enséñame a ser ala,
y que Dios te bendiga, padre mío!


En la parte VIII (cuatro sextetos) se recogen las enseñanzas de Juárez desde la propia voz del Presidente, que exhorta al poeta con redoblado canto de Amor. La imagen de Benito Juárez, sin duda positiva en la historia del nacionalismo Mexicano (a pesar de las sombras que pueda proyectar su aceptación de ayuda económica a los EEUU en momentos difíciles para la nueva república), queda ensalzada al máximo, sin ninguna duda sobre su heroica acción política y con un énfasis importante proyectado en la comprensión del Presidente indio por el escritor, por el letrado y por la cultura, que representa nada menos que el «sueño», la utopía y la esperanza. No hay contradicción entre ser letrado y ser indio, entre la cultura y la raza. Como tampoco Nervo parece consciente de esas posibles contradicciones entre su formación europea y clásica y su deseo de que el indio recupere el lugar elevado en la sociedad que -por su nobleza y en justicia- le corresponde:



...No hay nada pequeño,
ni el mar ni el guijarro, ni el sol ni la rosa,
con tal de que el sueño, visión misteriosa,
le preste sus nimbos, ¡y tú eres el sueño!

Amar, ¡eso es todo!; querer, ¡todo es eso!
Los mundos brotaron al eco de un beso,
y un beso es el astro, y un beso es el rayo,
y un beso la tarde, y un beso la aurora,
y un beso los trinos del ave canora
que glosa las fiestas divinas de Mayo.

Yo quise a la Patria por débil y mustia,
la Patria me quiso con toda su angustia,
y entonces nos dimos los dos un gran beso;
los besos de amores son siempre fecundos;
un beso de amores ha creado los mundos;
amar... ¡eso es todo!; querer... ¡todo es eso!

Así me dijeron tus labios benditos,
así respondieron a todos mis gritos,
a todas mis ansias y eternos anhelos.
Después, los fantasmas volaron en coro,
y arriba los astros -poetas de oro-
pulsaban la lira de azur de los cielos.


Finalmente, en la sección IX (24 versos agrupados en sextetos), Juárez se esfuma, su fantasma se desvanece en la naturaleza entonando la canción de esperanza nacionalista con el resto de sus compañeros indios fantasmagóricos. La noche misteriosa y serena regresa al primer plano y el deseo del poeta se repite. Pero Juárez lega una hermosa herencia a la nación, encarnada en el escritor Ignacio Manuel Altamirano, también indio y letrado («bronce también, mas bronce con arrullos»), que será símbolo, lazo y puente entre los indios y la nueva raza mestiza. Y salvará, si eso es posible, a la Patria por el Amor (un amor cósmico, telúrico, lírico y total que bien pudiera tener analogías con el amor panteísta y teosófico de ciertas religiones como las budistas). Después de este homenaje a la raza de bronce: «Callaba todo ser y toda cosa;/ y arriba era la noche misteriosa/ jardín azul de margaritas de oro...».

El legado de Benito Juárez está vivo. Nervo insiste en el poder del sueño y de la imaginación creadora para mejorar la historia, de lo que se desprende claramente que todavía México no ha alcanzado un mínimo de justicia aceptable. Hay mucho camino que recorrer y muchas cosas que corregir y enmendar respecto a la integración de los indígenas. Podemos leer en su «Viejo estribillo» escrito en 1902: «Un poquito de ensueño te guiará en cada abismo,/ un poquito de ensueño...» (Amado Nervo, 1902). Y es que México, para este modernista, como para tantos otros escritores, tiene una historia trágica y difícil, llena de escisiones y contradicciones (Paz, O. 1971: 214-19; 1974). Una historia que hay que inventar desde un sueño de amor, de paz, de hermandad y de asunción de las culturas y las razas indígenas. No era el tema de la reivindicación del indio un asunto tan decorativo y superficial para Amado Nervo, como tampoco lo fue para Santos Chocano o para Manuel González Prada (González Prada, M., Nuestros Indios, web). Por eso creemos que Amado Nervo merece la oportunidad de que todavía hoy podamos escuchar su voz.

Como escribe Juan Malpartida en La perfección indefensa:

el mundo de la creación no es menos real y fundador que lo que llamamos el mundo de los hechos. La imaginación es un acto: si la oímos, si sabemos leerla, sentiremos que tiene cuerpo. Es un cuerpo que va más allá de nuestra identidad, es más: es una provocación de los límites de nuestra identidad.


(Malpartida, J. 2007: 112)                


Añadiendo más adelante:

América tuvo su origen en los sueños utópicos, pero desde el momento en que apareció en la conciencia universal dejó de ser un no-lugar para parecerse mucho a todos los lugares de este mundo. Un lugar donde no hay que dejar de soñar, pero sin que el sueño anule la historia, porque ésta siempre acaba -a diferencia de la Atlántida- mostrando su multiforme rostro.


(Malpartida, J. 2007: 127)                







Anexo: Textos completos de Amado Nervo (1870-1919, México)


La raza de bronce8




Leyenda heroica


Dicha el 19 de julio de 1902 en la Cámara de Diputados en honor de Juárez



I

   Señor, deja que diga la gloria de tu raza,
la gloria de los hombres de bronce, cuya maza
melló de tantos yelmos y escudos la osadía:
¡oh caballeros tigres!, ¡oh caballeros leones!,
¡oh caballeros águilas!, os traigo mis canciones;
¡oh enorme raza muerta!, te traigo mi elegía:


II

   Aquella tarde, en el Poniente augusto,
el crepúsculo audaz era en una pira
como de algún atrida o de algún justo;
llamarada de luz o de mentira
que incendiaba el espacio, y parecía
que el sol al estrellar sobre la cumbre
su mole vibradora de centellas,
se trocaba en mil átomos de lumbre,
y esos átomos eran las estrellas.

   Yo estaba solo en la quietud divina
del Valle. ¿Solo? ¡No! La estatua fiera
del héroe Cuauhtémoc, la que culmina
disparando su dardo a la pradera,
bajo del palio de pompa vespertina
era mi hermana y mi custodio era.

   Cuando vino la noche misteriosa
-jardín azul de margaritas de oro-
y calló todo ser y toda cosa,
cuatro sombras llegaron a mí en coro;
cuando vino la noche misteriosa
-jardín azul de margaritas de oro-.

   Llevaban una túnica esplendente,
y eran tan luminosamente bellas
sus carnes, y tan fúlgida su frente,
que prolongaban para mí el Poniente
y eclipsaban la luz de las estrellas.

   Eran cuatro fantasmas, todos hechos
de firmeza, y los cuatro eran colosos
y fingían estatuas, y sus pechos
radiaban como bronces luminosos.

   Y los cuatro entonaron almo coro...
Callaba todo ser y toda cosa;
y arriba era la noche misteriosa
jardín azul de margaritas de oro.


III

   Ante aquella visión que asusta y pasma,
yo, como Hamlet, mi doliente hermano,
tuve valor e interrogué al fantasma;
mas mi espada temblaba entre mi mano.

   -«¿Quién sois vosotros -exclamé-, que en presto
giro bajáis al Valle mexicano?».
Tuve valor para decirles esto;
mas mi espada temblaba entre mi mano.

   -«¿Qué abismo os engendró? ¿De qué funesto
limbo surgís? ¿Sois seres, humo vano?».
Tuve valor para decirles esto;
mas mi espada temblaba entre mi mano.

   -«Responded -continué-. Miradme enhiesto
y altivo y burlador ante el arcano».
Tuve valor para decirles esto;
¡mas mi espada temblaba entre mi mano...!


IV

   Y un espectro de aquéllos, con asombros
vi que vino hacia mí, lento y sin ira,
y llevaba una piel sobre los hombros
y en las pálidas manos una lira;
y me dijo con voces resonantes
y en una lengua rítmica que entonces
comprendí: -«¿Que quiénes somos? Los gigantes
de una raza magnífica de bronces».

   «Yo me llamé Netzahualcóyotl y era
rey de Texcoco; tras de lid artera,
fui despojado de mi reino un día,
y en las selvas erré como alimaña,
y el barranco y la cueva y la montaña
me enseñaron su augusta poesía.

   »Torné después a mi sitial de plumas,
y fui sabio y fui bueno; entre las brumas
del paganismo adiviné al Dios Santo;
le erigí una pirámide, y en ella,
siempre al fulgor de la primera estrella
y al son del huéhuetl, le elevé mi canto».


V

   Y otro espectro acercóse; en su derecha
llevaba una macana, y una fina
saeta en su carcaje, de ónix hecha;
coronaban su testa plumas bellas,
y me dijo: -«Yo soy Ilhuicamina,
sagitario del éter, y mi flecha
traspasa el corazón de las estrellas.

   »Yo hice grande la raza de los lagos,
yo llevé la conquista y los estragos
a vastas tierras de la patria andina,
y al tornar de mis bélicas porfías
traje pieles de tigre, pedrerías
y oro en polvo... ¡Yo soy Ilhuicamina!».


VI

   Y otro espectro me dijo: -«En nuestros cielos
las águilas y yo fuimos gemelos:
¡Soy Cuauhtémoc! Luchando sin desmayo
caí... ¡porque Dios quiso que cayera!
Mas caí como águila altanera:
viendo al sol, y apedreada por el rayo.

   »El español martirizó mi planta
sin lograr arrancar de mi garganta
ni un grito, y cuando el rey mi compañero
temblaba entre las llamas del brasero:
-¿Estoy yo, por ventura, en un deleite?
-le dije-; y continué, sañudo y fiero
mirando hervir mis pies en el aceite...».


VII

   Y el fantasma postrer llegó a mi lado:
no venía del fondo del pasado
como los otros; mas del bronce mismo
era su pecho, y en sus negros ojos
fulguraba, en vez de ímpetus y arrojos,
la tranquila frialdad del heroísmo.

   Y parecióme que aquel hombre era
sereno como el cielo en primavera
y glacial como cima que acoraza
la nieve, y que su sino fue, en la Historia,
tender puentes de bronce entre la gloria
de la raza de ayer y nuestra raza.

   Miróme con su límpida mirada,
y yo le vi sin preguntarle nada.
Todo estaba en su enorme frente escrito:
la hermosa obstinación de los castores,
la paciencia divina de las flores
y la heroica dureza del granito...

   ¡Eras tú, mi Señor; tú que soñando
estás en el panteón de San Fernando
bajo el dórico abrigo en que reposas;
eras tú, que en tu sueño peregrino,
ves marchar a la Patria en su camino
rimando risas y regando rosas!

   Eras tú, y a tus pies cayendo al verte:
«Padre, te murmuré, quiero ser fuerte:
dame tu fe, tu obstinación extraña;
quiero ser como tú, firme y sereno;
quiero ser como tú, paciente y bueno;
quiero ser como tú, nieve y montaña.

   »Soy una chispa; ¡enséñame a ser lumbre!
Soy un guijarro; ¡enséñame a ser cumbre!
Soy una linfa: ¡enséñame a ser río!
Soy un harapo: ¡enséñame a ser gala!
Soy una pluma: ¡enséñame a ser ala,
y que Dios te bendiga, padre mío!».


VIII

   Y hablaron tus labios, tus labios benditos,
y así respondieron a todos mis gritos,
a todas mis ansias: -«No hay nada pequeño,
ni el mar ni el guijarro, ni el sol ni la rosa,
con tal de que el sueño, visión misteriosa,
le preste sus nimbos, ¡y tú eres el sueño!

   »Amar, ¡eso es todo!; querer, ¡todo es eso!
Los mundos brotaron al eco de un beso,
y un beso es el astro, y un beso es el rayo,
y un beso la tarde, y un beso la aurora,
y un beso los trinos del ave canora
que glosa las fiestas divinas de Mayo.

   »Yo quise a la Patria por débil y mustia,
la Patria me quiso con toda su angustia,
y entonces nos dimos los dos un gran beso;
los besos de amores son siempre fecundos;
un beso de amores ha creado los mundos;
amar... ¡eso es todo!; querer... ¡todo es eso!».

   Así me dijeron tus labios benditos,
así respondieron a todos mis gritos,
a todas mis ansias y eternos anhelos.
Después, los fantasmas volaron en coro,
y arriba los astros -poetas de oro-
pulsaban la lira de azur de los cielos.


IX

   Mas al irte, Señor, hacia el ribazo
donde moran las sombras, un gran lazo
dejabas, que te unía con los tuyos,
un lazo entre la tierra y el arcano,
y ese lazo era otro indio: Altamirano;
bronce también, mas bronce con arrullos.

   Nos le diste en herencia, y luego, Juárez,
te arropaste en las noches tutelares
con tus amigos pálidos; entonces,
comprendiendo lo eterno de tu ausencia,
repitieron mi labio y mi conciencia:
-«Señor, alma de luz, cuerpo de bronce.
Soy una chispa; ¡enséñame a ser lumbre!
Soy un guijarro; ¡enséñame a ser cumbre!
Soy una linfa: ¡enséñame a ser río!
Soy un harapo: ¡enséñame a ser gala!
Soy una pluma: ¡enséñame a ser ala,
y que Dios te bendiga, padre mío!».

   Tú escuchaste mi grito, sonreíste
y en la sombra infinita te perdiste
cantando con los otros almo coro.

   Callaba todo ser y toda cosa;
y arriba era la noche misteriosa
jardín azul de margaritas de oro...

Fin de «Lira Heroica» (Nervo, 1967: 1411-1415)




Viejo estribillo


   ¿Quién es esa sirena de la voz tan doliente,
de las carnes tan blancas, de la trenza tan bruna?
-Es un rayo de luna que se baña en la fuente,
es un rayo de luna...

   ¿Quién gritando mi nombre la morada recorre?
¿Quién me llama en las noches con tan trémulo acento?
-Es un soplo de viento que solloza en la torre,
es un soplo de viento...

   Di, ¿quién eres, arcángel cuyas alas se abrasan
en el fuego divino de la tarde y que subes
por la gloria del éter? -Son las nubes que pasan;
mira bien, son las nubes...

   ¿Quién regó sus collares en el agua, Dios mío?
Lluvia son de diamantes en azul terciopelo...
-Es la imagen del cielo que palpita en el río,
es la imagen del cielo...

   ¡Oh Señor! La belleza sólo es, pues, espejismo;
nada más Tú eres cierto: ¡sé Tú mi último dueño!
¿Dónde hallarte, en el éter, en la tierra, en mí mismo?
-Un poquito de ensueño te guiará en cada abismo,
un poquito de ensueño...

(Amado Nervo, 1902)




La raza muerta (1896)




Ayer


   Con tres genuflexiones los teuctlis abordaron
el trono; cada teuctli llevaba su tesoro:
Señor, mi Señor, luego gran Señor, exclamaron,
y fuéronse, agitando las arracadas de oro.

    (Era la fiesta santa de Quetzalcoatl). Llegaron
después doncellas brunas diciendo eximio coro,
y frente al rey sañudo cien músicos vibraron
el teponaxtle, el huéhuetl y el caracol sonoro.

    (Era la fiesta santa de Quetzalcoatl). Reía
el pueblo. El rey en tanto -sin brillo la sombría
mirada inmensa, como dos noches sin estrellas-

   pensaba en el augurio fatal del Dios Serpiente:
«Y entonces, en un vuelo de naves del Oriente,
vendrán los hombres blancos, que matan con centellas».




Hoy


   Anahuac: estadio fuiste de contiendas y pasiones,
mas hoy eres la doncella que orgullosa se levanta
desdeñando el himno rojo de fusiles y cañones,
con la paz entre los labios y el arrullo en la garganta.

   De tus hoscas torrenteras ya no surgen las traiciones;
en tus fértiles campiñas el trabajo su himno canta,
y en tus jóvenes ciudades el poder de los millones
multiplica los palacios bajo el oro de su planta.

   La razón ocupa el solio de las cátedras tranquilas;
nuestras madres ya no rezan, ya no anidan las esquilas
como pájaros broncíneos en la torre que despueblas.
Triunfa Spencer, muere Aquino, cae un mundo, un mundo brota...

   ¡Todo es vida y esperanza!
Solo el indio trota, trota,
con el fardo a las espaldas y la frente en las tinieblas.

(Nervo, «Poemas, 1894-1900», 1967: 1352-53).




Mi México



«Somos de raza de águilas y raza de leones:
¡tengamos esperanza!».

(«Poesías varias, 1906-1919: Águilas y leones»)                


Nací de una raza triste,
de un país sin unidad
ni ideal ni patriotismo;
mi optimismo
es tan solo voluntad;
obstinación en querer,
con todos mis anhelares,
un México que ha de ser
a pesar de los pesares,
y que yo ya no he de ver...

(Febrero 23 de 1915)

(Nervo, A., «Poesías varias», 1967: 1656)






Bibliografía

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