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La calle de las vidrieras

Homero Aridjis





Por los trópicos de la mente vamos tú y yo diciendo adiós con los ojos a Ámsterdam. Nos despedimos de nosotros mismos en ese espejo ajeno que es la gente. Vida mía, tú y yo, antes de que el deseo muriera anduvimos juntos ese ayer.


Wilhelmus Jongh, Ámsterdam en un diario.                


¡Huid de la prostitución! «Todo pecado que pueda cometer el hombre está fuera de la esfera del cuerpo», pero el que practica la prostitución peca contra su propio cuerpo. ¿Es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu que está en vosotros y os dedica a Dios?


San Pablo, Segunda Carta a la Comunidad de Corinto.                



1

En Ámsterdam llovía. Llovía sobre los tejados de la zona roja y sobre la gente envuelta en gabardinas oscuras y chaquetas de colores. Gotas negras salteadas de amarillo como pan quemado se clavaban en las formas visibles del olvido, mientras un acuciante anhelo de vivir agobiaba el pecho de Wilhelmus, sobre quien también llovía.

No obstante el diluvio efímero, el viejo Wilhelmus sólo tenía un deseo: antes de morirse contratar en la calle de las vidrieras por quince minutos a una mujer que satisficiera sus fantasías eróticas. Sus fantasías eróticas, dicho sea de paso, cambiaban según las estaciones, las cuales casi todas están marcadas en Ámsterdam por la lluvia.

La diversidad sexual ofertada en las vitrinas era abrumadora para un hombre de su edad y se renovaba constantemente con adquisiciones sorprendentes venidas de Europa del Este, el Caribe y Latinoamérica, Asia y África (las holandesas preferían los clubes privados y trabajaban checando el reloj para que no se les pasaran los quince minutos reglamentarios). Ante esas circunstancias, Wilhelmus no se había decidido por ninguna de ellas; como inveterado soñador, deseaba a todo el género femenino.

Wilhelmus era el hombre de las vidrieras, el viejo verde que a lo largo del día se paseaba famélico por el Red Light District, llamado por los holandeses también Wallen y Rosse Buurt, Barrio Rosa. Las calles y las callejuelas de los raambordelen, burdeles de ventana, estaban circunscritas por el palacio real, la estación central, la Oude Kerksplein, la Universidad de Ámsterdam, el Nieuwmarkt y De Waag, la vieja puerta de la ciudad y, durante la Segunda Guerra Mundial, lugar de concentración de los judíos deportados por los nazis a los campos de la muerte. Canales como el Oude Zijds Voorburgwal y el Oude Zijds Achterburgwal atravesaban el distrito. Los canales eran unidos por los llamados «puentes de las pastillas».

Parado o deambulando, Wilhelmus devoraba con los ojos a las hoertjes exhibidas en las vitrinas. Para ellas y para algunos parroquianos, la vista de ese hombre orejudo, barba y bigote blancos, labios rojos y cara enjuta como un personaje de El Greco, les era familiar. Se protegía de la lluvia no con el paraguas, que llevaba cerrado bajo el brazo, sino con una boina negra, vestido él mismo de negro, con chaleco de rayas blanquinegras, camisa blanca y corbata roja. Sin duda, un hombre de otra época. Nadie sabía que de pintor amateur ahora, indiferente a la estación del año y al clima, agazapado en estratégica penumbra, él se había convertido en el hombre de las vidrieras. Con ojillos de lancero, pequeños pero insaciables, después de la cara, estudiaba los pechos, las piernas, el trasero, los meneos, la minifalda y la lencería de las prostitutas. En ese laberinto del sexo se podía encontrar exhibida a una muchacha reminiscente de un amor perdido en las buhardillas de la memoria, como aquella colegiala que se había negado a salir con uno en la escuela secundaria. Esa imagen abolida podía hacerse asequible y viable en el presente por una cierta cantidad de florines.

Jaurías de hombres de diferentes países, condición social y edades recorrían las calles echándose tacos de ojo en lo que en inglés llaman como window-fucking. Después de estudiar la oferta, el momento decisivo venía cuando un cliente tocaba a la puerta, negociaba con una dama y la cortina roja se cerraba. En ese momento también palpitaba el corazón de Wilhelmus, quien se ponía a calcular los florines gastados, el estado civil del varón y sus minutos de permanencia en el cuarto. Porque el expintor, entregado a su propia imaginación, se deleitaba en las variantes de la cópula ajena, llegando al extremo de escudriñar el gesto del individuo al salir. Y de seguirlo con la vista hasta que se esfumaba en la noche o daba vuelta en una esquina.

Era todo un espectáculo gratuito. Una ocupación de jubilado. Y hasta una coparticipación. Wilhelmus, desde el anochecer, recorría las calles del barrio rojo, absorto en sus sueños pornográficos, que podían satisfacerse en cualquier sex-cinema, porno shop o live show. Sabía en qué casa y en qué vitrina estaba la nueva importación, qué edad tenía la recién llegada y si era brasileña, dominicana, tailandesa, ucraniana, búlgara o de Ghana, Gabón o Togo, y si usaba drogas suaves o duras, y si había tenido enfermedades venéreas o sida. Conocía los cuerpos, las tarifas, el tiempo en la vitrina, el tipo de cliente que buscaba a cierto tipo de prostituta. Se enteraba si el negocio iba bien para ella, ya que había visto a varias mujeres aparecer y desaparecer en las vitrinas, convertidas en tippelaars, trotacalles, por no haber podido pagar la renta.

Wilhelmus se paraba delante de la filipina, una pantera voluptuosa que iba y venía de un extremo a otro de su jaula de vidrio parodiando el acto sexual para excitar a incautos. Después examinaba a la colombiana, recién traída de Cali, a la húngara, procedente de Budapest, o a una de nacionalidad desconocida, pues se negaba a hablar. Sin prisa y con detenimiento, Wilhelmus escrutaba la expresión, el lenguaje corporal, la ropa fosforescente de las venus venales. Pero no sólo eso, además escuchaba las voces de adentro y de afuera de las vitrinas, detectaba la luz en las piezas por encima de las cortinas corridas. Sus oídos recogían los comentarios de los mirones, sus chistes, sus risas, sus silencios. A veces tenía la impresión de que mientras espiaba a alguien otro alguien lo estaba espiando a él desde una ventana con las luces apagadas.

«En Ámsterdam siempre hay oportunidades para perderse a sabiendas, con guía y mapas, en el laberinto del vicio», se dijo Wilhelmus, caminando sin quererlo entre un grupo de extranjeros de tour por el Rosse Buurt.

A este hombre solitario las multitudes lo atraían y lo estimulaban y como por tropismo se integraba a ellas. Desde su entrada al Centrum van Ouderen Juliana, diez años atrás, había adquirido el hábito de meterse en el gentío en busca de calor y compañía. Presenciar fundido en la muchedumbre un espectáculo en Museumplein o un concierto de rock al aire libre, o una protesta gay, era mejor que presenciarlo solo, aislado, hurañamente. Cualquier circunstancia que lo hiciera olvidarse de la muerte de María Hendricke era bienvenida. El problema llegaba cuando la multitud se disolvía en torno suyo; entonces, la soledad era más intolerable. Por otra parte, se había acostumbrado a la viudez como otros se acostumbran a llevar el mismo traje todos los días.




2

En tardes ociosas, otro pasatiempo de Wilhelmus era caminar detrás de una muchacha holandesa, escogida al azar, y seguirla por sus andanzas en Warmoes Straat, De Waag o Damstraat, esperando que sus pasos lo condujeran a la privehuis donde trabajaba. Pero no, de repente ella entraba a De Bijenkorf, al Hotel Krasnapolsky o abordaba un tranvía rumbo a la Estación Central. Como perro perdido, él se quedaba entonces en la calle sin saber si tomaba hacia la izquierda o hacia la derecha.

«Ámsterdam en febrero se parece al día de ayer y al día de mañana. Uno tiene la impresión de que navega por la misma hora», se dijo, ante la perspectiva de otra tarde de lluvia. Porque en la ciudad concéntrica llovía no sólo sobre los canales, las calles y los árboles, sino también sobre la lluvia. Sobre los suelos de antier y de pasado mañana batía, como en un fragmento de Heráclito, la misma y otra lluvia. No sólo eso, la basura también navegaba: cartones, latas de refresco, bolsas de plástico y hojas otoñales atravesaban inmóviles el día húmedo. Sobre esa naturaleza muerta de débil movimiento, chillaban gaviotas blancas.

Además, el cielo invernal parecía una alucinación del pasado, una escena de Hendrick Avercamp (aquel pintor sordomudo que en el siglo XVII representó las figuras humanas atravesando los grises y los negros del paisaje helado como si la vida fuera una pista de patinaje). Excepto que ahora, aquí, en lugar de damas y caballeros patinadores había automovilistas y hoertjes, y detrás de las puertas de las casas con fachada respetable se vendía erótica y droga. Una enorme y homogénea nube moral color chocolate cubría el Rosse Buurt. En las ventanas de los inmuebles de ladrillo la terca lluvia borraba los brillos del poniente y quitaba precisión al tiempo. La grisácea hora actual bien podía pertenecer a cualquier destello de la memoria. En Ámsterdam, el clima había expulsado los espacios azules.

Bromista, un sol anémico salió minutos antes de que el día feneciera. Pero, como arrastrado por una noche mitológica, ese sol efímero se precipitó en el abismo oscuro de la noche, seguramente hasta el próximo crepúsculo. Este era un sol para expertos, los que lo localizaban en un punto recóndito del cielo. Este esplendor postrero deprimía a Wilhelmus, quien sufría de penuria solar.

«Las nubes son las montañas de Holanda», se confortaba observando los Andes, los Alpes y los Himalayas de lo impalpable. «Montañas que llueven no sólo de arriba hacia abajo, sino hacia los lados y de abajo hacia arriba. Qué maravilla». Por esta causa, en la calle llevaba el paraguas bajo el brazo y la boina en la mano, la lluvia regándole el pasto blanco de la cabeza.

La humedad subía de la banqueta y le entraba por los zapatos y los pantalones, alcanzándole el cuerpo. Y hasta sus ojos tenían lágrimas de lluvia. Mas a causa del suelo resbaloso tuvo cuidado de no caerse cuando emprendió el regreso a la residencia de ancianos, que él llamaba albergue.

En ese momento, yendo por el Oude Zijds Vborburg Wal, del otro lado del canal, percibió en la ventana del primer piso a una mujer con un manto de plumas fosforescentes de colores inverosímiles. En la noche helada, su desnudez no podía ser más sorprendente, en particular por el esplendor tropical de su cuerpo.

Por un minuto o dos no se atrevió a moverse de su sitio por miedo a disipar esa aparición de piel bronceada, ojos dorados, caderas anchas, pechos generosos y pelo suelto.

La visión duró poco: un hombre se desprendió de una obra en construcción, atravesó la calle, abrió la puerta exterior, subió la escalera, empujó la puerta interior y se encontró con ella. Intercambiaron unas palabras y la cortina roja fue cerrada.

El amor fue breve. El hombre emergió de la puerta, la cortina se descorrió y ella se mostró de nuevo en la vidriera.

Otros clientes subieron. Excepto Wilhelmus. El corazón latiéndole fuerte y la sangre agolpándosele en la cabeza, como si fuera un jugador que agoniza de ganas de apostar a la ruleta presintiendo que puede ganar, pero no tiene dinero para hacerlo,




3

El viernes Wilhelmus se levantó antes de la hora acostumbrada. No podía conciliar el sueño, la imagen de la venus de la calle de las vidrieras le daba vueltas en la cabeza como una pesadilla erótica que tenía lugar en el laberinto concéntrico de Ámsterdam.

¿De dónde era ella? ¿Cómo se llamaba? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Poco antes había tenido la sensación de fundirse en su cuerpo en un abrazo serpentíneo, mas volviéndose bruscamente se dio un tope contra la pared. Repuesto, pasó al baño para orinar. Allí, confrontó su rostro en el espejito. Abrió la boca. Tenía un grano blanco debajo de la lengua. Sin darle importancia, volvió a la cama. Pero al recordarlo empezó a sentirse enfermo, muerto y enterrado. Así que volvió al espejo: el forúnculo era más profundo que la cavidad faríngea, más largo que la lengua, más letal que el cianuro.

Otra vez en el cuarto, con ojos desganados se despidió de sus pocas pertenencias: su traje de verano, colgando detrás de la cortina; sus zapatos blancos, sobre las losetas del piso; su otra camisa, doblada sobre el asiento de la silla. No hizo lo que quería hacer: abandonar la habitación por la pared y echarse a correr por el aire, con la velocidad que le permitieran sus piernas y su angustia. O largarse a la zona roja y atacar a la primera mujer que saliera a su paso, bajarle la minifalda y plantarle el miembro en la espaciosa barriga. Se quedó inmóvil, dudando si ponerse la corbata o no, llevar reloj o no. Habló a su grano:

-Quieras que no, me espantaste.

Se plantó delante del calendario y alzó las hojas de los meses hasta dejar el año en blanco. Tuvo el presentimiento de que moriría pronto. ¿Cuán pronto? No podía precisarlo hasta ver al médico. Pero ¡pronto! le gritó su mente, con esa carga de apremio que tiene la palabra aplicada a un tren que parte de la estación de uno mismo hacia un destino desconocido.

No tan pronto, desde luego, se dijo, como para no tener tiempo para hacer compras en un supermercado Albert Heijn o para beberse una cerveza en el Café Fonteyn. Evitaría tomar café aguado en el comedor, aunque fuera barato. No tenía humor de sentarse ante una mesa cerca del hombretón en silla de ruedas o de la mujer catatónica de pelo blanco que pasaba las horas mirando a la pared. Lo único que temía era una larga estancia en el pabellón de cancerosos del hospital AMC.

A su parecer no había nada más lamentable que clavar el pico entre gente más lamentable que uno. En compañía de personas patéticas el dolor le resultaría intolerable, pues no sólo se tiene que presenciar la desintegración física personal, sino también la ajena. Por desgracia, un salto desde el segundo piso no mitigaría sus penas, por la sencilla razón de que a través de la ventanilla de su cuarto no cabía su cuerpo, y por esa estúpida manía holandesa de colocar las ventanas grandes en la planta baja y las pequeñas arriba. Al contrario, deberían de poner las ventanas pequeñas abajo para ver hacia fuera y arriba las grandes para suicidarse.

Sentado al borde de la cama mordió una manzana agria. Salió al pasillo y se topó con la camarera marroquí. Aspiradora en mano, ella se le quedó mirando. No se detuvo a ver sus propios cuadros, que adornaban los muros, y dejó atrás la turbadora quietud de las puertas iguales de su piso.

El panorama de la casa le era desoladoramente familiar: el hombre cabeza de huevo recostado en un lecho esperando a que viniera la ambulancia a recogerlo; la pieza ventilándose después de la muerte de Joost a causa de veintisiete complicaciones, todas graves; el convaleciente de dientes amarillos que acababa de regresar a la residencia de ancianos después de una operación y le sonreía siniestramente; el discapacitado que subía y bajaba por el elevador como si hacerlo fuera la ocupación principal de su vida. Todo eso le era desoladoramente familiar.

Wilhelmus descendió por la escalera hasta el vestíbulo. Marijke Pronk, la administradora del Centrum van Ouderen Juliana, había recargado su bicicleta en la pared. Lívido, se apoyó en el mostrador de la recepción esperando a ser atendido.

Ella, vestida de negro, revisaba facturas. Ella, indiferente a su presencia, apenas levantó los ojos. La verdad es que ese viejo arrogante, con tendencias a la melancolía, le interesaba poco. No era alguien fácil de manejar, más bien era problemático, terco y hasta pretencioso, por creerse pintor. Según ella, el individuo en cuestión bien podría llamarse Hans, Bert, Gerrit, Karel, Pieter, Willem, Adriaan o Jan, como los otros huéspedes, todos ellos intercambiables desde el momento en que dejaban la vida activa y pisaban los umbrales del asilo. Delante de ellos se podían hacer planes y hablar de líos sentimentales como si no les concernieran. Los anuncios en los periódicos con ofertas turísticas a Aruba y Surinam no eran de su interés. Fantasmas de sí mismos, encarnaban el pretérito presente y su lugar estaba en la sala de recreo, en participar en las actividades diarias o en mirar la televisión.

-¿Adónde va? -Marijke depositó sobre el escritorio la taza de café.

-Voy a dar un paseo por el Rosse Burg -el tono de Wilhelmus era desafiante, engarrotado sobre ese piso de linóleo gris pisoteado por generaciones de jubilados de la vida.

-Usted ya no está para esas danzas. Usted lo que necesita es un baño.

-¿Un baño? Me bañé la semana pasada -él la miró con ojos extrañados. Bañarse era lo que menos quería en vísperas de morirse.

-Sí, un baño. Huele mal, hasta aquí me llega su hedor. Apesta a rancio - con un plumón amarillo Marijke marcó unos números en una cuenta.

-Hace frío -para Wilhelmus llevar el olor de su cuerpo era como llevar su traje favorito. Quitárselo era como entregar su saco de recuerdos a la tintorería.

-¿Ha hecho su cama? -afuera pasó la recamarera empujando un carrito con sábanas y toallas sucias.

-No.

-¿Qué espera? Suba y hágala.

-Es que -en ese momento el padre de Marijke, el difunto señor Pronk, desde su retrato arrojó a Wilhelmus una mirada de aprobación. Conocido por su afición a la bebida (su cara mustia no lo ocultaba), nadie comprendía cómo alguien así había podido engendrar a una hija tan severa.

-¿Limpió su cuarto? -austera en el vestir, el cuerpo rígido, las manos tiesas, los labios descoloridos, los ojos duros, el carácter seco, Marijke Pronk hubiera podido ser una de las viejas que regenteaban el hospital de Santa Elizabeth, el asilo de ancianos de Haarlem donde Franz Haals pasó los últimos años de su vida.

-No.

-¿Por qué no, si bien sabe que en Holanda la vida y la muerte son pulcras como una ventana?

-Necesito ventilarme.

-¿Adónde cree que puede llegar con esta lluvia?

-Nada más voy a la Oude Kerk.

-¿A manosear a las hoertjes en las vitrinas?

-¿Cómo podría manosearlas a través los vidrios? -Wilhelmus se tapó la sonrisa con una mano.

-¿Se está riendo de mí?

-Me estoy riendo de otra cosa.

-Haga lo que quiera, pero le advierto que usted está ya para recogerse, para arreglar sus papeles y prepararse para una pequeña posteridad -Marijke engrapó unas fotocopias, que guardó en un cajón del escritorio junto a un ejemplar de la Biblia,

-¿Una pequeña posteridad?

-Lo que quiero decirle es que sus cenizas reposarán en una cajita de metal.

-No antes de que cumpla mi último deseo.

-¿Cuál es ese deseo?

-Ah, es mi secreto.

-Desde ahora le aviso que vamos a racionarle las salidas a la calle y que tendrá prohibido fumar y beber en su cuarto. En sus últimos días no debe molestar a la gente. Su fin debe ser austero y económico. Allí está la puerta.

Wilhelmus salió a la calle.




4

En la parada no había nadie. El tranvía acababa de pasar. Wilhelmus estudió el horario. Aunque no tenía una cita concreta, los doce minutos de espera le parecieron exasperantes. «En Holanda todo está programado, pocas veces ocurre algo que perturbe la agenda. Si uno tiene un compromiso de aquí a dos meses, nada ocurrirá entretanto», se dijo.

-Cuidado, está muy resbaloso -le advirtió una mujer con sombrero negro. Bonachona y más joven que él era poco mirable.

«Un viejo que conversa con una vieja, por simpática que sea, comete un acto de perversión: el peor espejo es un contemporáneo», se distanció de ella y acechó las vías por las que debía aparecer el tram.

Las calles estaban como barridas por la lluvia. Los adoquines, las casas, los establecimientos comerciales habían recibido ramalazos de agua. «Aquí el tiempo sucede en forma de llovizna, lo demás parece no moverse», agregó para sí mismo. «Si la noche blanquea, la luz no es responsable de ese efecto, es la nieve; no es el sol, sino el hielo».

Anduvo de aquí para allá: «Aquí uno se pasa la vida temblando. Aun en la playa, en verano, llega una brisa y se le clava a uno como un cuchillo en la espalda».

No se había decidido a abordar el tranvía 1, 2 o 16. En esa parada o en la otra. Todo dependía del contenido humano, si era atractivo. Lo que más temía era que una vez adentro una joven le ofreciera su asiento como a un súbdito respetable de la Reina Tercera Edad. El cataplum, no la vida, comenzaba a los setenta años.

Cansado de explorar el cielo en busca de atisbos de sol y de caminar sobre el mismo sitio para que los pies no se le entumecieran, sus ojos repararon en una persona tendida afuera de un hotel.

«Será mi imaginación, pero creo que es un muchacho vestido de negro, con las suelas de los zapatos dirigidas hacia mí. Un drogadicto, sin duda», Wilhelmus se sintió vivo por esa deducción, como en el tiempo en que en la postkantoor donde trabajó durante unas vacaciones descubría cartas con datos incompletos o que carecían de estampillas para llegar a su destinatario.

Pero como nadie pasaba por la calle, comenzó a frustrarse. Imposible saber si el muchacho estaba vivo o muerto, le había dado un infarto y necesitaba atención médica o estaba allí tomando una siesta al aire libre.

Cuando un peatón pasó cerca de él, su desilusión fue más grande, porque no le importó el cuerpo tirado en la acera. Lo rodeó y ya, como quien evita un bulto. Sus gafas estaban ahora junto a la cabeza (del bulto), como si hubiera sufrido una ligera convulsión o una ráfaga de viento las hubiera movido.

«Qué tipo falto de curiosidad», se dijo. «A ver si pasa otro».

Mas como en los próximos minutos pasó meneer, nadie, impelido por una acuciante responsabilidad moral, en la que estaban cifrados todos sus principios, los de sus padres y abuelos y los de generaciones de holandeses, cruzó la calle y se puso a examinar al hombre tieso. «Quizás ha muerto. Lo cual es grave. Y frustrante», pues no había nadie para comunicárselo (la mujer con sombrero no contaba). La hora de salida de labores había pasado. Y no había cines por allí, restaurantes ni bares, solamente expendios de papas fritas y de arenques, todos cerrados.

-Permítame decirle, señor gerente, que hay un hombre tumbado afuera de su establecimiento -Wilhelmus se dirigió a un empleado del Black Tulip Hotel.

-Mi trabajo es atender la recepción, no la calle -respondió secamente éste al verse importunado por un deber que no era el suyo. Ni siquiera abandonó la lectura del Volkskrant.

-¿Entonces, qué? -Wilhelmus se le quedó mirando.

-¿No entiende que sólo atiendo a gente hospedada en el hotel?

-No entré para que me atienda, sino para que se fije en el joven que está allí afuera, quizás muerto.

-No recojo cadáveres.

-Allá usted -mientras Wilhelmus echaba un vistazo al perro negro lamiéndose una pata en el vestíbulo, escuchó los chirridos del tranvía que se acercaba y se apresuró a salir.

Los coches que pasaban entre él y la parada le impidieron cruzar. Fastidiado vio a la pasajera abordar el tranvía. Si tan sólo fuera más lenta en subir podría alcanzarlo. No fue así. Y tuvo que quedarse otros doce minutos esperando, sin apartar la vista del bulto negro tirado en la acera del Black Tulip Hotel.




5

Al atardecer, cuando las callejuelas del Rosse Buurg palpitan a un ritmo más acelerado, se vio venir a un hombre pisando su sombra bajo la llovizna. Vestido de negro, la boina en la cabeza y las manos en los bolsillos, Wilhelmus no parecía uno de los varones que diariamente transitan por la zona roja; había en él algo de diferente, de ensimismado y hasta de distante. Este día, como en el barrio había cientos de vitrinas, se limitaría solamente a recorrer algunas. No había prisa en visitarlas todas. Allí estaban las hoertjes día y noche, hoy y la semana próxima, pagando su renta y repartidas en tres turnos. Si no las mismas, otras. Todas intercambiables entre sí, excepto una: la Venus de la calle de las Vidrieras.

Ajeno a las mezquinas negociaciones que realizaban los clientes en las callejuelas y los puentes, Wilhelmus anduvo pegado a las paredes atisbando las ventanas iluminadas por adentro, con su contenido humano expuesto como en una carnicería. A veces, el fulgor rojizo de un anuncio prendido le caía sobre la espalda o le daba de filo en la cara.

Las mujeres pintarrajeadas, con su ropa fosforescente, parecían payasos de amor. Las jaulas de vidrio casi no variaban en su economía de espacio. Dos-tres metros de ancho por tres-cuatro de largo. Admitían cosas básicas para el oficio: un retrete, un lavabo, un tocador y una cama con dos sábanas y una almohada. Disponían de una lámpara, un perchero y una alarma para llamar a la policía en caso de violencia. En invierno, disfrutaban de calefacción.

Wilhelmus no se detuvo en el Prostitution Information Center, situado en Enge Kerksteeg 3, para conversar con Jacqueline, quien solícita respondía a las preguntas de los curiosos y les vendía condones, lubricantes, mapas, libros y souvenirs. «No necesito información, necesito florines. Y servicios de quince minutos», se dijo, divertido en observar los paraguas que el viento volteaba al revés. Entre las vitrinas, se le había olvidado el grano debajo de la lengua.

«Debí haberme casado con una búlgara, una tailandesa y una colombiana, con las tres al mismo tiempo. Migrantes ilegales, cualquiera de ellas estaría a mi servicio», Wilhelmus atravesó un rebaño de turistas que había tomado un tour por el Red Light District. Casi sobre su cabeza, unos miembros de los Hell Angels Holland Inc. se gritaron unos a otros como patos excitados. El motivo de su excitación era una prostituta dominicana novata parada a la puerta de un bar del que salía música del Caribe.

-Goedenavond, goedenavond -un ciego con lentes espejeantes tanteó el aire con su bastón. Vestido de negro, andaba perfumado. Salía de un sex show en la Casa Rosso.

Wilhelmus no contestó, no era persona que intercambiara saludos con desconocidos. A causa del tráfico, el invidente esperó para atravesar la calle. Luego, se detuvo delante de una vitrina. Adentro estaba una mujer enorme con el pelo teñido de verde y los pechos desbordados sobre el escote. Sus miradas se cruzaron a través de la puerta de vidrio, pues en apariencia el ciego era capaz de distinguir las formas femeninas.

«Soy de Budapest», una joven se le propuso a Wilhelmus en el siguiente escaparate.

En la Warmoesstraat, pasando los antros gay Mister B, The Eagle Amsterdam, Sex on Sunday, Wilhelmus se topó con un travesti que salía del bar Stablemaster. La cabellera color paja que le caía sobre las clavículas huesudas y la bata de satén azul claro, untada sobre las piernas, le daban aspecto de muerte mexicana.

-Do you want a lady or a private show? Condoms or new needles? A privehuis? Porno photos? Soft drugs in a coffee shop? ¿Crack? ¿Éxtasis? ¿Coca? -en el puente de las pastillas, un sujeto se le acercó. Mas de inmediato lo abandonó por un cliente más pudiente.

-¿Soy un súbdito de la Reina Tercera Clase o qué? ¿O soy acaso un viejo con los bolsillos del saco llenos de borra que ni siquiera tiene para pagarse un saté en un restaurante indonesio? -Wilhelmus estaba molesto por la facilidad con que el dealer lo había desechado.

Cuando unas ancianas envueltas en impermeables amarillos que salían del restaurante indonesio se perdieron de vista, Wilhelmus volvió a sus reflexiones: «Si llegamos a un arreglo, la búlgara, la tailandesa y la colombiana podrían desempeñar su oficio sin problemas con la justicia y yo obtendría sus servicios gratuitos. Y hasta un porcentaje. En esta época de prostitución globalizada, holandeses más listos que yo han realizado matrimonios de conveniencia con ilegales y viven de sus rentas femeninas. La contrayente cae en sus redes financieras sin esfuerzo. Los tratantes que abastecen las vitrinas, los burdeles, los hoteles y los clubes exclusivos para hombres de Ámsterdam serían mis asesores. Con tres damas trabajando a cien florines la hora, diez varones por noche, descontando las rentas y los gastos de operación, tendría un ingreso mensual de unos diez mil florines por cabeza. Considerando que la trabajadora autónoma descontara lo que paga a la asociación de propietarios de burdeles de escaparate por su cuartucho, aún me quedaría bastante para comprar un piso en Laren».

Las tres extranjeras esperaban cliente. Paradas entre una silla y una cama, exhibían los accidentes del cuerpo más que sus glorias: el vientre prominente, el trasero salido, las caderas lonjudas, los pechos hinchados, la piel estriada, los dientes ennicotinados y las uñas rotas. Wilhelmus encontró en la colombiana ingenuidad a prueba de golpes. La búlgara y la tailandesa se paseaban mirando frontalmente al transeúnte que se detenía para echar tacos de ojo o para escrutarlas en su window-fucking. Otras hoertjes de Rumania, Ucrania, Polonia y Hungría, y de Latinoamérica y África, indiferentes al ojo táctil que las exploraba, confinadas en jaulas de vidrio como reses en mataderos sexuales, no se dejaban retratar por los turistas. No pictures advertía un letrero pegado al vidrio.

En el silencio de una vitrina, Wilhelmus detectó a una joven tipo Rubens, seguro de Europa del Este. De cuerpo voluptuoso y rostro aniñado, al notar su presencia ella se bajó el sostén blanco y le mostró un seno.

Atravesó la llovizna mirando a las mujeres explayadas sobre un sofá (como la Miss O'Murphy de Boucher) o semidormidas (como un Giorgione), con los pechos enhiestos (como la Baigneuse blonde de Renoir) o apretándose la mama con la mano (como la Cleopatra de Rembrandt). Aisladas por las vidrieras, resultaban inodoras.

De vitrina en vitrina, iluminadas todas desde adentro como por granadas de luces rojas, los ojos sagaces de Wilhelmus escrutaban las formas de las féminas como un hambriento repasa los platos sobre la mesa de un bufé. Su mirada recorría lentamente una pantorrilla, un lunar en el sacro, un vello axilar, las venas en un muslo, un empeine, unos tobillos gruesos, la delgadez de unos labios, los surcos de un ombligo, la raja del culo, una cintura de avispa y el color del cabello.

En su ávido escrutinio, Wilhelmus localizó a una mujer que la semana pasada le había ofrecido sus favores cubriéndose la panza con el bolso mientras tomaban el elevador de un hotel -adonde él había ido a recoger un paquete enviado por una pariente de Maastricht-. Ahora, como entonces, la prostituta embarazada se tapaba el vientre con las manos.

«Mille peintres sont morts sans avoir senti la chair, mas cuántos holandeses morirán sin haber sentido el cuerpo, apreciando solamente su vigor y su salud, su lugar en la iglesia y su utilidad en el trabajo», reflexionó Wilhelmus, consciente de que la intimidad de una mujer comienza en la cara y, sobre todo en la boca, la cavidad más pública y más secreta, la que con simpleza definen algunos técnicos de la anatomía como la entrada al aparato digestivo y el conjunto de dos labios.




6

Bajo la luz avara de Ámsterdam, su cara blancuzca interrogó una cortina blanca, sus manos heladas tocaron un vidrio gélido: la Venus de la calle de las Vidrieras no estaba.

«Quizás», razonó Wilhelmus, «ella estará con un cliente realizando un servicio a domicilio. Eso ocurre. O estará enferma. O estará siendo interrogada por los agentes de migración del Ministerio de Justicia por su condición ilegal. El código penal holandés tolera la prostitución de vitrinas en las áreas alrededor del Burgwallen, parte de la Spuistraat y el barrio Pijp, pero no la permite en menores de edad o en migrantes sin papeles».

«Las mujeres de este oficio no tienen nombre. Y si lo tienen es comercial. El nombre verdadero lo guardan para sus íntimos. Las letras bestias que lo conforman son un secreto de familia. Nadie conoce su edad. Todos, su tiempo profesional. Practican un deporte de alto rendimiento que las acaba rápido. Por eso, en sus ratos libres algunas estudian para ser secretarias o enfermeras».

«Esta primavera cumplí setenta y tantos años (los tantos no son importantes). Mi estado físico no está mal para un hombre de mi experiencia. No niego que me agradaría tener el cuerpo de un cuarentón. Como cuando tenía cuarenta años deseaba tener el de uno de treinta. En diez años estaré feliz de sentirme como ahora. Aún cumplo con las funciones propias de mi sexo. Mas qué pantera sexual es esa filipina, yo no podría con ella. Con sólo verla me desmoralizo. Hace cinco años que visité a una de Mozambique, me quedé en cama tres días, como si me hubieran apaleado. Ya no tengo pilas para dejarme energizar por esa Combustión Impulsiva que se llama Deseo. Mucho menos para vivir la muerte pequeña de la cópula. En otras circunstancias, una breve inmersión en la fuente de Juvencio no me caería mal».

Wilhelmus dejó atrás la Oudekerk y se dirigió a Prins Hendrik Kade por la Warmoesstraat. Ya cerca del canal, sintió que su cuerpo atravesaba el espacio húmedo como un iceberg desprendido de un glaciar, ambos parte de una materia orgánica que se desintegra. Singel, Herengracht, Keizersgracht y Prinsengracht, los canales de su juventud, eran ahora una metáfora de la muerte concéntrica, del círculo visual del tiempo, del laberinto de los sentimientos que a cada momento nos está gritando que nada es como antes.

Wilhelmus se encontró en el mismo rumbo después de andar una media hora. «No cabe duda de que ella es la mujer más atractiva del Red Light District. Aún no la contactan los proveedores de mujeres de las privehuis y de los clubes exclusivos, de otra manera ya se la hubieran llevado. En el Club Elegance, con sus veinte señoritas disponibles el viernes por la noche, ella sería la atracción principal. El Club Chatterley, el Golden Key y el Vienna Massage se la pelearían, sus hostess holandesas no son más interesantes que las hoertjes extranjeras de las vitrinas. En esos lugares las ladies calvinistas se introducen a sí mismas, sonriendo le dan al cliente un nombre falso. Y si su nombre no es falso, a quién le importa. Enseguida, hacen mutis. El Fulano dice: Gracias, regreso más tarde, y se acabó el asunto. El negocio en esos antros marcharía de perlas para ella, pero la sola posibilidad de que otros la administren me da celos. En principio, yo no podría pagar los precios que ellos cobran por minuto. Ni los florines que los taxistas cargan al cliente por traerlo y devolverlo. ¡Qué bobos son los turistas! En el Candy Club los sábados en la noche sólo admiten parejas. En sus rincones oscuros todo está permitido, hasta meterse con la señora del vecino en presencia del marido, y con su consentimiento. Yo no soltaría a mi acompañante, salvo que no la amara suficiente. El cancerbero en tuxedo del burdel de cinco estrellas Yab Yum, en el canal Singel, no me permitiría la entrada. Mi facha de jubilado no es tarjeta de crédito».

Bajo el cielo estrecho de la calle, mientras andaba por la Warmoesstraat, Wilhelmus vio a un gato gris hurgando en la basura. Feo como Jean Paul Sartre -Wilhelmus recordaba un retrato suyo-, el felino era también huraño.

-Ya deja de espiar a mi ama. La hostigas con tus pupilas impudentes. Largo de aquí, animal -le dijo el gato.

-Hey, no sabía que te expresaras con voz humana -Wilhelmus se le acercó con la debida precaución.

-Estás loco, yo he dicho nada.

-Creo que te oí hablar.

-Ya deja de importunar al prójimo, animal -el felino se dirigió a una puerta.

-Hey, quisiera hacerte unas preguntas.

-Miau-miau.

Una mano enguantada abrió. Wilhelmus alcanzó a vislumbrar la sombra de un cuerpo del otro lado de la puerta. Sólo por un momento. La mano dio el portazo. Los rayos turbios de la luna parecieron turbios en la ventana del piso superior. Un hombre destituido apareció en el umbral de una casa contigua. En la mano traía un frasco con polvo blanco. Sus dientes castañetearon de frío. Wilhelmus giró sobre sus pasos y se internó en la zona roja.

Los ojos feroces de una joven en ropa interior, que miraban hacia fuera, lo miraron a él. Compartía vitrina con una mujer adulta de brazos delgados y pechos caídos.

En la siguiente vitrina, una mujer estaba sentada con las manos sobre las rodillas, con el trasero y los muslos expuestos. Apreció su perfil, bastante fino; su sonrisa con brillo de pasta de dientes.

Se detuvo frente a una chica hincada con las tetas al aire (el rostro moreno cubierto por el cabello; los zapatos de tacón alto, puestos). Al sentirse observada, se puso en cuclillas, las manos entre los muslos apuntando al sexo.

Dos mujeres se dividían vitrina. Una adulta, sentada, y una, casi adolescente, apoyada sobre una mesa con el culo parado. Un mechón de pelo negro azabache le tapaba la cara a la grande. La chica en pantalones mantenía una expresión traviesa. Sobre el vidrio de la puerta alguien había escrito la palabra Sexy.

En los charcos se ahogaban las luces. Sobre los adoquines la humedad destellaba. El cielo era de un color chocolate amargo. Claridades ambiguas halagaban poco la figura humana. Como si el burdel la hubiera echado a la calle, una mujer drogada se esforzaba en una sonrisa de falsa alegría. En vano trataba de sostenerse de una pared que se le retiraba. Wilhelmus creyó oír al viento ulular, pero no, era la mujer aullando levemente.

-Psssst, pssst -lo llamó ella, tan alta y flaca que al andar su cuerpo se le distorsionaba, como una calaca-. Dime la hora, corazón.

Él baboseó cualquier tiempo.

-Para la luna de miel tengo una cama para acostarnos, una ducha para bañarnos y una película porno para gozarnos. Aquí está la llave. ¿Cuánto pagas?

-Discúlpeme, Su Majestad, pero no tengo presupuesto para gastarlo en pergaminos.

-Acuérdate de Martinique -la mujer le entregó una tarjeta con una dirección y un número telefónico, y se metió en un bar. Adentro, un hombre de Surinam masticaba un broodje de queso como si lo meditara.

Un tranvía salía de la estación. Por varias puertas la gente subió. Dos hombres, innecesariamente altos, lo abordaron antes que él. «¿Para qué sirve la estatura?», se preguntó. «Para ocupar más lugar en el espacio, para ser visto en la multitud y para comer mucho», se respondió.

-Biljet -el inspector del tranvía lo alcanzó a zancadas en la parte trasera, como si él hubiera intentado bajarse sin pagar en la próxima parada.

-Un momento -dijo Wilhelmus, pero al hurgar en sus bolsillos vacíos no encontró su billete y tuvo que pagar una multa.




7

El tren salió de un túnel y se internó en un campo de falos. Eran tulipanes amarillos. Rayos solares daban de filo en el horizonte. Vacas de ubres enormes comían flores rojas. Wilhelmus había tomado el tren en Ámsterdam con destino a Zandvoort. Era mayo y no quería ser sorprendido por ese cielo engañoso de Holanda que cuando se sale de casa rumbo a una playa al llegar se ha vuelto turbio y en vez de arena uno pisa charcos y recibe vientos. En medio del calor hacía frío, como si una brisa helada del mar del Norte atravesara el aire. «Todo parece indicar que vengo en un tren, pero debo bajarme ya», se dijo Wilhelmus. En la próxima estación el tren siguió de largo. La mujer búlgara que había visto encerrada en una vitrina lo vio pasar desde el andén. El jefe de estación, sin facciones y sin volumen, vestido de negro de pies a cabeza (una sombra parada), agitó con la mano una linterna apagada. No emitía luz. El foco estaba fundido. «¿Cómo le va?», le preguntó la mujer búlgara, junto a él en el asiento. Cenizosa de piel, ella pretendía mirarse a los ojos en un espejo de mano que acababa de sacar de su bolso. En realidad no se estaba mirando a los ojos, estaba observando al jefe de estación que se había quedado atrás. «Realmente no estoy aquí», quiso decirle Wilhelmus, pero la mujer ya estaba quejándose con el jefe de estación por el mal servicio: «El tren siguió de largo. Nos dejó a todos plantados». «No se preocupe, señora, pronto vendrá un tren que recogerá a los pasajeros varados en las distintas estaciones. La otra semana pasaron todos los trenes llenos, mucha gente se quedó esperando en los andenes», el jefe de estación trató de encender la luz de la linterna. «Está muerta, la luz también muere», reconoció. «¿Adónde está su ayudante? No lo veo», intervino Wilhelmus, de repente entre los dos. «Se fue a Rotterdam a beber una cerveza. Volverá el año próximo. Siempre lo hace. Para él el Intercity de medianoche es un tren local. No lo entiendo. Además, está acatarrado y no quiero que me pegue la gripe. Soy insoportable cuando estornudo sin control en la tarde». «Debería ser más precavido cuando estornuda. Un día se lo va a llevar el tren», le advirtió Wilhelmus. «Ojalá que no, él es mi marido», protestó la búlgara. «¿Qué? ¿Te vas a casar con ese bueno para nada? Necesitas encontrar a alguien que te mantenga, no a alguien que tú mantengas. Hay una gran dotación de vagos. Puedes hallar uno mejor, hasta en catálogo. Y todos son enamoradizos, y todos prometen las perlas de la virgen. Escucha a tu padre». «Adiós, papá, me voy a dormir, avísame cuando el tren haya parado en la estación. Pasaré la noche con mi tía Bertha. Se vino a vivir a los andenes». «Te avisaré, Feodora, pierde cuidado», el jefe de estación se fue, mientras su mujer búlgara lo miraba, el rostro en close up. Wilhelmus se encontró solo en el tren. Supuestamente el carro avanzaba, pero el paisaje no se movía. Se lo notificó al jefe de estación, quien había logrado prender su linterna. El paisaje entonces se movió. Pero era el efecto de un temblor de tierra que sacudía los rieles, no el movimiento de los vagones. Aún así, llegó el tren a Keukenhof. Wilhelmus no sabía por qué había ido allá. No era un tulipanófilo. Y tampoco le interesaba hacer una excursión para apreciar las flores más estrafalarias del mundo. Le interesaban más las ubres de las vacas, que había visto al principio y que lo remitían a la calle de las vidrieras, ese campo de pastar multirracial. Así que cuando en la estación de Lisse se bajó del tren caminó con dificultad por los andenes, como si se encontrara en Zandvoort atravesando dunas, dunas que lo separaban de un mar de tulipanes. Los pies se le hundían en la arena, pero agarrado a sábanas de arena pudo entrar al campo de los falos decapitados.

Ring. Ring. Wilhelmus creyó que sonaba el despertador que había puesto para las ocho, pero apenas eran las seis y no era el despertador, era el teléfono. Medio dormido cogió el aparato y arrojó al vacío un Dag.

-Oh, gossshhh, está nevando. Oh, gossshhh, será difícil que nos encontremos hoy al mediodía -dijo una voz del otro lado-. Había hecho una reservación en el Dirck Dirckz para comer, pero la cancelé.

-¿Quién está allí?

-Hans Dudok. ¿Quién más puede ser? Oh, gossshhh.

-Ah, Hans -Wilhelmus recordó que tenía una cita para almorzar con ese primo que vivía cerca de Zeist y a quien no había visto en mucho tiempo, pues las distancias afectivas son más grandes que las materiales y a veces los vínculos sanguíneos están hechos de sangre pesada. Además, la última vez que habiendo vencido su reluctancia para tomar autobuses vacíos (los que culebreando atraviesan pueblos innumerables), él se había desplazado hasta Zeist para un almuerzo a las doce en punto, el mezquino Hans lo había conducido a una sala alumbrada con luz natural y se había hecho tonto con la comida: dejó pasar la hora del almuerzo sin ofrecerle nada. Harto de plática, abandonó la casa y se fue a comprar en un quiosco un broodje de queso para matar el hambre-. Hans.

-Oh, gossshhh. Qué cosa imprevisible. Tenía tanta ilusión de verte, pero, oh, gossshhh, las carreteras están intransitables por la nieve y la neblina. Oh, gossshhh, como vivo en el campo mi paso está bloqueado. Oh, gossshhh, ni siquiera puedo sacar el auto de la cochera.

-No te preocupes, Hans, nos veremos en el próximo otoño -bien sabía Wilhelmus que los horarios de los autobuses serían inconvenientes y las agendas complicadas para arreglar un encuentro que satisficiera a ambos.

-Oh, gossshhh, quería verte tanto. Oh, gossshhh, qué frustración -el primo colgó abruptamente.

Largo rato el golpe del teléfono resonó en las orejas de Wilhelmus, quien en la cama parecía nadar en una nada helada. Luego, sin saber por qué, se puso a hurgar con los ojos en los pliegues de la cortina de tul. Mas ya no pudo conciliar el sueño y sólo se ocupó en detectar su grano debajo de la lengua, hasta que atisbo la luz del día.

-Si la noche blanquea, no será la luz, sino la nieve; no será por el sol, sino por el hielo -como en un movimiento independiente de su razón, cogió la taza blanca y bebió los asientos de té negro. Aunque había considerado varias veces cambiar la fecha de la cita, ahora su cancelación le dejaba una sensación de inutilidad, como si esa hora ya no pudiera ser llenada con nada. Y como si nadie en el mundo pudiera reemplazar a su anglófilo primo Hans Dudok (cuya ambición en la vida había sido publicar en inglés sus Collected problems)-. Oh, gossshhh.




8

El martes en la mañana, una mujer lo llamó por teléfono.

-¿Meneer Wilhelmus? Soy Margreetje, hermana de Hans Dudok, le hablo para comunicarle que Hans ha sido internado de urgencia en el hospital Academisch Medisch Centrum. Cáncer en el esófago. Terminal, según el doctor Jan van de Velde, eminencia del AMC. Le dan seis semanas de vida. Así que si desea verlo antes de que fallezca los días y las horas de visita son tales y tales. Discúlpeme la prisa, pero tengo otras llamadas que hacer a personas cuyo nombre encontré en su agenda.

-¿Le parece que lo visite el domingo?

-Me parece.

-¿A partir de las tres?

-No hay objeción.

-Allí estaré.

-Saludos a su esposa.

-Va a ser difícil.

-¿Por qué?

-Murió hace diez años.

-Lamento la pérdida. Mis más sentidos pésames. Dank U wel. Tot ziens -ella colgó.

El domingo llegó más pronto de lo que esperaba. Se puso la corbata y se dijo: «No tengo más remedio que visitar a Hans». Pero antes de salir a la calle examinó en el espejo el grano debajo de su lengua, para ver si no había cambiado de color.

Como el AMC se encontraba allá donde la ciudad acaba y comienza el campo, se dirigió a la estación del Metro para tomar el tren 54. Para el recorrido de veinte-treinta minutos llevó consigo Het boek der kleine zielen de Louis Couperus. Mas no lo abrió, se fue contando las estaciones: Nieuwmarkt, Amstelstation, van der Madeweg...

En el hospital, preguntó por Hans Dudok.

-¿Kamernummer? -le preguntó la recepcionista.

-Lo ignoro, sólo sé que vengo a ver a Hans, Hans Dudok.

La mujer le notificó al enfermo que tenía visita y poco después él bajó en bata acompañado de una enfermera, quien se despidió a la puerta del elevador. Solos quedaron los primos en el área de visitas, rodeados por edificios grises y escaleras descubiertas.

A los pocos minutos llegó Margreetje en chaqueta y pantalones de cuero negro. Lacia, con el pelo teñido parecía pato de cabeza roja. Como había atravesado Ámsterdam en moto, se quitó el casco, los guantes y los lentes de sol. Descargó un seco Daag y los tres se dirigieron a la cafetería de autoservicio con sus mesas redondas y sus sillas de metal.

A esa hora casi todas las mesas estaban ocupadas por los pacientes y sus parientes, excepto una, en el extremo. Margreetje tomó posesión de ella para beneplácito de Hans y Wilhelmus.

-«Oh, gossshhh» fue el comentario de Hans al recibir la noticia de su cáncer terminal -reveló ella.

-Tiene buen semblante.

-Maldito seas -profirió el primo.

-Es cierto.

-Te burlas de mí. Luzco flaco, desorbitado y calvo como un esqueleto de Hans Holbein.

-¿Sigue siendo un fetichista de los pies? Hans me contó que cuando se le declaró a su mujer, le dijo: «Amo tus pies. Tus pies me sacan de quicio. Te propongo matrimonio».

-La anécdota es verídica -reconoció Wilhelmus.

-Considero que besar los pies de una persona despierta menos sentimientos de culpa que besar otras cosas, digamos.

-Hay en ello algo de erótica infantil y de perversión senil.

-¿Ha observado mis pies? Son fenomenales, grandes y correosos, ¿quisiera besarlos? Se lo permito.

-Otro día.

-Never mind.

-Está pálido. Las actividades amorosas lo dejan exhausto. Wilhelmus a sus años es un Casanova -reveló Hans.

-La piel descremada me sienta bien. Como otros compatriotas, la obtengo gratis por la ausencia de sol.

-Si no tiene medios para viajar al trópico, venga conmigo al gimnasio a tomar un baño de luz ultravioleta, allí se bronceará. Pero, dígame, ¿dónde aprendió a apreciar los pies?

-En algunos pueblos antiguos los pies eran considerados divinidades, me envicié con los planos, que uno puede recostar sobre la mejilla o palmear con ambas manos -mientras explicaba, Wilhelmus se dio cuenta de que Margreetje y Hans volteaban hacia otra parte. Entonces reparó en que algunos visitantes habían comprado a los enfermos periódicos o revistas, cajas de chocolates o ramos de flores, y él se había presentado con las manos vacías. Aún era tiempo de componer la omisión, junto a la cafetería estaba una tienda de regalos, pero consultando sus bolsillos mejor se puso a mirar hacia arriba, hacia el tejado transparente que permitía una buena vista de la lluvia. Así que, para no dar pie a malentendidos, ni con la vista se acercó a esas tentaciones superfluas.

En eso, Margreetje se fue de compras y regresó con tres tés y un pastel.

«Me parece grotesca la expresión pueril de este hombre agonizante porque le ofrecen un pastel barato», se dijo Wilhelmus. Mas ella no duró mucho en la mesa, pronto partió en busca de una joven japonesa que estaba parada junto a la oficina de correos. Se dieron fuerte abrazo y desaparecieron juntas.

Desde ese momento los primos se pusieron a mirar hacia direcciones opuestas. Wilhelmus se percató de que desde una mesa cercana un sidoso, de unos cuarenta años, lo observaba fijamente. Por su expresión amarga, el hombre parecía odiar su salud. Nunca antes había pensado que alguien pudiera envidiar su magra condición existencial. Quizás eso se debía a que sus facciones transmitían el día de hoy un inexplicable gozo interior.

El enfermo de sida se echó sobre la mesa y comenzó a acariciar con la mano un ramo de flores, al cual se le podía calcular el bajo precio. Las flores las había aportado una mujer rubicunda sentada a su lado, su hermana. El hombre tenía el cuerpo seco, la piel manchada de rojos, la cabeza con pelo escaso y los labios exangües. En su rostro desencajado sólo se movían los ojos ávidos, los ojos coléricos, los que se clavaron en los glúteos carnosos de un adolescente aniñado, su sobrino.

El contraste entre hermano y hermana no podía ser mayor. Ella, vestida convencionalmente, compuesta y maquillada, tal vez era la cónyuge de un próspero quesero. Treintañera, tenía facciones lozanas. Sus ojos castaños y sus labios gruesos no denotaban coquetería, aunque su trasero en forma de pera, acomodado exactamente en la silla, era sensual. Él, en cambio, era la oveja descarriada, el homosexual, el drogadicto, el sidoso, el perdedor de la familia. Durante esa tarde juntos, como habitantes de planetas distintos, daban la impresión de no tener nada que decirse. No sólo ahora, sino desde siempre. Sólo el deber filial (de ella) había hecho posible ese encuentro, el único y el último.

-Llovió anoche -balbuceó Hans.

-¿De veras? No me di cuenta.

-A las diecinueve horas treinta y cinco minutos doce segundos empezó a lloviznar. La lluvia se intensificó a las veinte horas y se suavizó a las veinte horas catorce minutos trece segundos. La lluvia continuó cayendo toda la noche.

-No la oí.

-Yo sí, era una lluvia negra, final.

Wilhelmus atravesó la cafetería en busca del cuarto de baño. A pesar de la urgencia, primero hizo correr el agua del lavabo y apoyó las manos sobre la pared para verter el líquido: la orina se negaba a fluir y el goteo le causaba dolor. Cuando regresó tuvo que volver al baño, ahora con prisa redoblada.

El sidoso percibió su ansiedad. Colapsado sobre la mesa, boca abajo, la nariz tocando el ramo de flores, por espacio de un minuto se le quedó mirando. Extrañamente, Wilhelmus estaba más impresionado por el estado lamentable del sidoso que por el de su primo Hans Dudok.

-Meneer -la enfermera estaba allí.

-Oh, gossshhh -Hans se levantó y sin decirle adiós a Wilhelmus emprendió el despacioso retorno a la sección de cancerosos.

Otra enfermera apareció para llevarse al sidoso, quien no se despidió de su hermana. En la mesa dejó el libro que ella le había traído, Killer in the rain. El té se había enfriado en la taza.

Buscando aire, Wilhelmus atravesó la cafetería que ya se vaciaba de pacientes y parientes. Desde el barandal del segundo piso, Hans Dudok miraba hacia abajo. Mas Wilhelmus no supo si él estaba allá para decirle adiós (ni siquiera lo hizo con la mano) o para aventarse sobre una mesa.




9

La tarde tenía cara de lluvia. Aburrido, Wilhelmus se metió a un cine. Dos horas después, aburrido, Wilhelmus salió del cine. Cuando comenzó Roma de Federico Fellini, en la sala había cinco personas. Cuando terminó, había una persona: él.

Un tranvía atravesó el espacio gris como un gusano amarillo. Al abrir sus puertas, el agua cayó hacia fuera, mojando los pies de los usuarios. Wilhelmus lo abordó sin prisa, como un anciano. Una vez adentro, se puso a observar en la ventana la lluvia y sus facciones.

En el Centrum, se dirigió al comedor. De un tiempo para acá le había dado por tomar una infusión de té de menta sentándose solo a su mesa favorita. «Un instante no siempre conduce a otro instante, con frecuencia un instante nos lleva a su propia nada», pensó. Un letrero en la pared decía:

¿DESEA COMIDA INDONESIA?
NO LA PIDA: NO LA TENEMOS.

Dejó la taza abandonada y subió a su cuarto por el elevador. En el pasillo escuchó unos gorgoteos. Empujó la puerta 23. Cuál sería su sorpresa que halló a Marijke en cueros acostada en una bañera sin agua. Con los ojos entrecerrados y los brazos de fuera, su cabeza descansaba sobre una almohadilla de plástico.

-Wat wenst U?

-Pardon -Wilhelmus hizo mutis.

Luego se metió a la cama en ropa interior y se puso a leer los kleintjes, los avisillos de mujeres y hombres que vendían sus encantos personales en el hotel o a domicilio. También hojeó las veinte páginas de escorts services listados en las páginas amarillas del libro telefónico. En un periódico le llamó la atención la foto de una multitud de viejos en el Museumplein. ¿Serían cincuenta? ¿O cien? No tenía importancia. Lo que le importaba era buscarse a sí mismo en la multitud. Aunque no tenía por qué estar allí, ya que ayer no se había encontrado en esa parte de la ciudad. Localizó en cambio a dos conocidos del Centrum van Ouderen Flessemaal, que solían frecuentar la calle de las vidrieras. Ocioso, abrió el folleto del Departamento de Policía de Ámsterdam sobre el Red Light District, que mostraba la picaresca local. Leyó algunas de las informaciones dadas en inglés:

La primera para los borrachos: Too much alcohol often causes irresponsible and childish behaviour. Undressing in public, jumping in canals, etc. Please don't make a fool of yourself. La tercera recomendaba no orinar en público: Dirty habit, always committed by MEN. Don't ruin our houses or monuments. La sexta era sobre la prostitución: If you like to visit one of the women, we would like to remind you, they are not always women. La séptima era acerca de las drogas duras: Cocaine, heroin, LSD, ecstasy etc. are strictly forbidden. Buying drugs on the streets is one of the biggest traps in Amsterdam. The moment you arrive in Amsterdam, people will offer you drugs, those drugs are always FAKE (Washing powder, sugar, rat poison, vitamin C tablets). La novena advertía sobre el juego de la bolita: In some parts of Amsterdam, people play the Balletje. This game is played on the streets, on a small piece of carpet, with a small paper ball and three match boxes. YOU WILL NEVER WIN. The man who plays the game, has two or three accomplices around him, who win first, then of course it's your turn TO LOSE.

-Jugar, jugar, yo toda mi vida he perdido sin haber apostado, y sin haber caído nunca en las trampas del Balletje Game -se dijo, desplegando el Gay Map of Amsterdam y la guía What's on in Amsterdam, que declaraba a su ciudad Gay Capital of Europe.

«Usted y sus gustos han pasado de moda, meneer. Si no está convencido, vaya a dar un paseo a la Warmoesstraat, en el Corazón del Red Light District, y visite los bares exclusivos para hombres. Si no está satisfecho, asómese al Havanna Bar, en Regulierdwarstraat, o diríjase a iT, cerca de Rembrandtplein», una voz sin género definido, pero admonitoria, resonó en su cabeza. Wilhelmus arrojó los folletos al suelo y poco a poco se quedó dormido. Soñó:

Wilhelmus desde una ventana vio a Wilhelmus caminando por la zona roja. Como de costumbre Wilhelmus vestía de negro y llevaba boina. Por lo temprano de la hora algunas vitrinas tenían la luz apagada y los azules del frío brillaban en los resquicios de las puertas. Afuera de una coffeshop, en cuya ventana se anunciaba un menú de cannabis, había cuatro figuras: un hombre viejo con bisoñé y maquillaje, una mujer otoñal con uniforme y tobilleras de colegiala, un joven hermafrodita sentado en el escalón de una puerta, un perro amarillo. La calle, el restaurante y las figuras formaban parte de un lienzo pintado por Wilhelmus que había titulado «Ámsterdam al amanecer». Los colores iban del gris onírico al rojo intenso de la pasión. Un cielo sin sol daba la impresión de vastedad. En el respaldo de una silla estaba un letrero:

SE RENTAN HABITACIONES POR HORA
SE ALQUILAN MUJERES POR QUINCE
MINUTOS
HOMBRES GRATIS

Wilhelmus entonces se observó a sí mismo: trasponía la puerta exterior de una casa de ladrillos. El viejo que era él subió la escalera y llegó a una puerta interior blanca como una sábana. Afuera de las vitrinas deambulaban hombres con lentes negros y enchamarrados, la fama del Red Light District se había propagado por todo el mundo y jaurías de hombres venían en camino. Oyó su propio toquido en la puerta de vidrio.

-Te has tardado mucho -la mujer le abrió con expresión molesta, estaba detrás de la puerta aguardando su llegada-. ¿Adónde has estado todo este tiempo? ¿Saboreando las tentaciones (las traiciones) de la calle? ¿No? ¿Sí?

Wilhelmus se vio entrar. En la cama de concreto, sobre el cobertor rosa había un par de rollos de papel higiénico. En el piso, una mochila de viaje y un ventilador apagado. No había tapete, sino loseta de piedra.

La mujer estaba de espaldas sentada al borde de la cama, el pelo negro suelto sobre la espalda cubriéndole el cuello. Llevaba pantaloncillos negros y portabustos negro transparente. Se le veían los brazos por atrás, pero no las manos, que reposaban sobre sus piernas. Sin dar la cara, ella miraba hacia la calle, hacia la cortina roja cerrada, con una sonrisa torcida en los labios (eso lo imaginó él). Todo y nada le gustaba en esa mujer: la inmovilidad, la falta de arete en la nariz y de anillos en los dedos, la posible cicatriz sobre una rodilla. La única cosa que no le cuadraba era esa cabeza pequeña en un cuerpo tan grande. El corte de pelo hacía su cara más tosca.

Sin voltear a verlo, ella lo consideró joven, distinguido y guapo (eso lo supuso él). Sin manifestar deseo alguno, ella le dio a entender que tenía ganas de disponer de su cuerpo. No siempre ella tenía clientes de su rango. En un rincón del piso, tres losetas habían sido reemplazadas por cartones. La cortina descorrida dejaba ver la taza negra del excusado. Con esmalte de uñas alguien había garabateado una palabra ininteligible en el espejo. El gato del otro día se metió debajo de la cama. Desde allí asistía a los ayuntamientos de su ama.

-Soy Anneke, pero ahora estoy ocupada -la mujer señaló la cortina roja.

-Goedenavond-saludó él.

-Koel -la mujer se quitó el portabustos negro transparente, se bajó el cierre de los pantaloncillos (no traía nada debajo) y levantando los brazos irguió los pechos desiguales.

Wilhelmus procedió a besarla en los costados, sorprendido por el pesado movimiento de las mamas.

-¿Por qué me besas allí? No me excitas, quítate. Y no vayas a ensuciar la cama, en ella duermo, trabajo y como -volviéndose hacia él, ella descubrió un cuerpo ancho con cabeza pequeña y pelo lacio como de pato llovido. Su rostro parecía una manzana pelada.

-Para calentarte (no tengo obligación de hacerlo, es tu trabajo), te besaré los pies -pero mirándolo bien, ella tenía unos pies tan grandes que sería difícil abarcarlos, no se diga, besarlos.

«Esos pies me ensuciarán la boca», se dijo, recordando que esa costumbre de besar pies la había adquirido de un estudiante alemán que estudiaba latín clásico en la Universidad de Leyden. «Pes, pedis», murmuraba el estudiante y atacaba las extremidades inferiores de las condiscípulas. «Pus, podós», contestaban ellas dejándose besar. «Vamos a pedalear», un día de clases el estudiante lo llevó con las prostitutas de La Haya y juntos se metieron con una araña de pelo rubio que venía de Alkmaar. Al alimón la amaron, no por la belleza de su cuerpo, sino por la forma de sus pies.

-¿Bebes? -ella interrumpió la sesión de caricias para servirle ginebra con Alka-Seltzer (él notó la pastilla diluyéndose en el vaso) y enseguida le preguntó sobre sus preferencias sexuales.

Tímido hasta la muerte, él le manifestó que sobre la marcha le iría dando a conocer sus inclinaciones.

-¿Siempre llevas gafas de sol en los días nublados?

-Me gusta andar de incógnito -Wilhelmus se palpó con la mano derecha las gafas.

-Los hombres que llevan anteojos parecen distintos cuando se los quitan, ¿tú también? Déjame ver tus ojos.

-No.

-¿Estás ciego?

-Mi padre fue invidente y un día me mostró sus ojos de ídolo borracho. Desde entonces me tapo los míos. No vaya a ser que se parezcan a los suyos.

-Qué chistoso -ella quiso tocarle los muslos, pero éstos le crujieron como cuero seco.

-Se hicieron como bizcochos en invierno.

-No te duermas, que acostarse con un hombre viejo es como hacer el amor con un pescado muerto -la cara de ella irradió al explorar la bolsa de sus testículos y la blandura de su miembro-. Apenas empezamos.

-Me mantendré activo.

-Mejor erecto.

-Ahora te muestro -él intentó abrazarla, pero la mujer resultó ser de aire. El lugar tangible donde pudo asirse fue la almohada.

«Seguro Anneke fue un sueño, un sueño palpable pero al fin un sueño», se dijo, cuando sucedió lo impensable: Janneke, su difunta esposa, reemplazó a Anneke. Para su sorpresa, su cuerpo sustituyó al otro cuerpo. El coito se convirtió en una experiencia necrofílica. La tristeza postcoital, insoportable.

-Estaba dormida cuando me despertaron tus ardores -los labios helados de la muerta rozaron su oreja-. Soñaba que me confundías con una prostituta de la calle de las vidrieras y me cogías de los brazos creyendo que era una almohada. Yo te dije que acostarse con un hombre viejo es como hacer el amor con un pescado muerto.

-¿Por qué apagaste la luz?

-No la apagué yo, se apagó sola.

-¿Hay alguna razón para hacerlo en la oscuridad?

-Para que no mires el colchón. Lo hicieron a la medida de mi cadáver, según parece.

-Lo que pasa es que no quieres que te mire.

-Es que por la falta de ejercicio he perdido una poca de carne.

-Y de volumen.

-Y lozanía en las facciones. Ando escasa de orejas, cejas y cabellos. Aun en sueños no encuentro mis labios.

-¿Para qué son esas ligas perversas?

-Para que no se me caigan las piernas.

-Siempre tuviste la manía de llevar mallas negras.

-Basta de palabras, si tienes ganas de mí, copúlame y ya.

-Lo más curioso es que en vida nunca hubieras consentido en darme una satisfacción erótica. Recuerdo tu última queja: «En tus brazos nunca conocí el sexo verdadero. Hiciste el amor con cara de cobrador de impuestos». Esa queja también pudo haber sido la mía, pero agregando esto: «Vista a distancia, nuestra relación fue un error mutuo. Me casé contigo por falta de imaginación».

-Antes de conocerte nunca había visto la cara de un hombre en close up. Pero dime, ¿con quién estabas coqueteando en sueños hace unos minutos?

-Con nadie.

-Estabas en un barrio de mala reputación.

«Qué mujer, con esa carne momia que se carga ponerse celosa póstumamente es un desatino», la posibilidad de tener contacto con esa cordillera de huesos forrada de piel ennegrecida, esos ojos abiertos con abrelatas y esa figura de garza espectral (odiosa bajo la luz eléctrica) yaciendo en una penumbra de muslos separados, le dio a Wilhelmus dolor de cabeza y humedad de manos.

-No importa cuánto me repugnes, nunca me daré a otro hombre, mantendré mis principios de fidelidad post mortem -ella se vació un frasco de pastillas en la boca y por su esófago pasaron píldoras de colores, enteras, sin posibilidad de disolverse, como si cayeran en otro frasco, orgánico.

-Me vuelvo hacia la pared para no verte, pero te sigo viendo -él, con mano ciega, trató de prender la luz, pero tiró sobre la cama el vaso de agua del buró. Por fortuna, el vaso era de plástico.

-Ya te he dicho que no me acaricies con las manos frías, me causas escalofríos.

-Dime una cosa, ¿esas tetas pegajosas son tuyas? -Wilhelmus apretó los párpados, esperando que así se borrara Janneke (masticando unas pastillas que continuamente se le devolvían a la boca, fallidos los intentos de pasarlas a la suya).

-Sucedió algo terrible, lo confieso: no puedo encontrarme en ninguna parte -él la oyó decir, quedándose dormido con las gafas puestas.

«¿Quién habrá ofendido al padre viento que amaneció tan enojado en Holanda?», despertó él, la luz apagada y la oreja derecha adolorida por la almohada de tubo. Enseguida recargó la cabeza en la pared y escuchó las ráfagas callejeras doblando las ramas de los árboles y volteando las hojas al revés. Un tranvía chirrió en la desierta oscuridad. La máquina se paseaba sin nadie pintada con grafitos de colores y con mujeres devorando productos comerciales. Arriba, una nube como un enorme animal gris se tragaba los espacios azules. En eso, tronó la aspiradora.

-Up, up, es hora de levantarse -Marijke, como un sargento de limpieza, abrió la puerta y la mucama lo levantó del lecho para cambiarle las sábanas.

Wilhelmus se tapó las piernas flacas con una toalla, mientras la mujer parada sobre una silla arrojó agua al cristal y lo limpió a manotazos. Acto seguido, de su pulcro uniforme extrajo un cepillo de dientes y quitó el polvo de la cara de su autorretrato. Sus manos alcanzaron los papeles tirados en el piso y sacó el cesto de la basura. Cada movimiento era supervisado por su jefa. Todo como si él no estuviera allí, todo como si él fuera un extraño en su cuarto. Así que, refugiado en el corredor, se puso a palpar con la lengua el grano debajo de la lengua.

-Y no deje los quemadores prendidos hasta el rojo vivo, no es necesario.

Él, inspeccionado por los ojos insidiosos de Marijke, se sintió el prisionero de una rutina estúpida que, como una muerte cotidiana, lo golpeaba letalmente en el lugar de sus sueños, la cama.

-Por descuidado ya se recargó en la puerta del cuarto de Joost, su vecino suicida -lo recriminó ella.

Wilhelmus recordaba bien al tal Joost, quien una noche de junio distribuyó en el restaurante cartas a todos los residentes del Centrum recomendándoles que no las abrieran hasta nuevas noticias.

«¿Por qué no entrará el aire fresco aquí, si ya pasaron seis meses del deceso?», se preguntó él, cuando a través de la puerta cerrada emergió un olor a gato muerto.

-Una peste a licor pervive allí. Aunque pusimos en los closets bolas de naftalina para matar la presencia del occiso, tal parece que su espíritu se ha quedado a vivir en el cuarto. Lo exorcizaremos cambiando las cortinas y los muebles y pintando las paredes de blanco -Marijke había leído sus pensamientos-. El otro día, cuando cerré la puerta, una vocecita protestó adentro: «Me han encerrado afuera de mi cuarto».

-Quemado de la cabeza a los pies, Joost se veía como Lon Chaney en El Fantasma de la Ópera -confió él.

-Desde hace tiempo quiero decirle una cosa: deje de contarme chistes porque no tengo ningún sentido de humor y sus bromas solamente me hacen enojar -gruñó ella.

-Joost ya no puede hacer nada sobre su imagen horrible, sino heredarla a la posteridad.

-Qué raro, tengo dolor de cabeza aunque desde la semana pasada no he probado una gota de alcohol. No sé qué me pasa, sufro de sus efectos sin haber bebido -Marijke se llevó los dedos a las sienes. Mas cuando vio que Wilhelmus regresaba a la pieza y se arrojaba a la cama con la intención de dormirse hasta el mes próximo, para demostrarle una vez más su autoridad, le ordenó con ambas manos levantarse-. Up, up.

-Lo mismo da si en Ámsterdam son las ocho de la mañana o las cuatro de la tarde, ¿cuándo tendremos aquí un día sin lodo en las nubes y sin color chocolate en los charcos?

-Nunca -chilló Marijke.




10

El miércoles Margreetje habló por teléfono. Primero se quejó con Wilhelmus de que a causa de la enfermedad de Hans ella había estado negligiendo a sus amantes femeninas y no había tenido tiempo ni para tomar una cerveza con su amiga japonesa en el bar gay de la esquina.

-Déjame apagar el despertador -le dijo Wilhelmus, pues la alarma le molestaba.

Entonces ella le contó que desde el 13 de marzo, fecha del aniversario de la muerte de Albert, su mascota, no había podido visitar el cementerio de perros.

-Mas la razón real de mi llamada es para informarte que Hans Dudok dejará el hospital este viernes a las nueve de la mañana. Los médicos le dan veintiocho días de estancia en este valle de garañones. Hans me pidió que lo dejara morir en mi piso, en Koninginneweg. No pude negarme a su deseo. Sobre todo ahora que sé cuánto tiempo le queda.

Le contaba esto porque él y ella deseaban invitarlo a almorzar este sábado al mediodía. En casa, of course. Entre sus amigos y familiares, él era el único al que quería ver. Su presencia le daba coraje para seguir viviendo. Su serenidad le infundía ánimo. Y hasta lo movía a escuchar oldies en la radio y a flirtear con las enfermeras, como sucedió el domingo pasado después que se despidieron, cuando le quiso alzar la falda a la parienta de un paciente.

-Hans comenzó un diario. Se lo notifico porque en una entrada describe el diálogo (fascinante) que mantuvieron los dos el último domingo sobre la obra de Bert Schierbeek, De Deur.

-¿Qué?

-Le pido una cosa, cuando en el comedor usted vea que él se vuelve hacia la puerta, despídase de inmediato, significa que su visita lo fatigó. Dag.

Llegó lloviendo el viernes y el sábado amaneció lloviendo. Wilhelmus abordó el tranvía. Se fue parado en la parte de atrás, junto a unos muchachos de cuyas mochilas escurría agua. Estar entre ellos fue como rendirse a la edad, pues cuando creía flirtear con una joven ésta le ofreció su asiento. «Uno se da cuenta de que han pasado los años cuando la chica guapa del tranvía respetuosamente le indica el asiento reservado a los ancianos», se dijo.

El inmueble que Margreetje habitaba era de ladrillos rojos. Una moto y tres bicicletas estaban encadenadas a la pared exterior. Antes de que tocara, la puerta le fue abierta. Desde abajo, en el breve vestíbulo, Wilhelmus midió la escalera estrecha y empinada. Hacía dos meses, en un inmueble semejante, la esposa de un amigo jubilado se había venido de bruces desde el descanso del tercer piso, rompiéndose la cabeza.

Nadie lo esperaba arriba, excepto un casco y unos guantes negros colgados de la pared. Entró al apartamento sin tocar. En el perchero colocó su impermeable de plástico. Pasó al baño. Tenía urgencia de orinar.

-Wilhelmus, ¿estás allí? -la voz de Margreetje atravesó la puerta, mientras él sufría la ansiedad de verter el líquido amarillo y se apoyaba con ambas manos sobre la pared verde.

-Ja -Wilhelmus salió saludando, aunque ella ya no estaba allí.

Una lámpara alumbraba la sala. Su luz diametral caía sobre un escritorio de madera. Un sofá con la tela raída se recargaba en un muro adornado por un cuadro de Lucebert. Pertenecía al grupo Cobra. Heredado a Margreetje por su padre, un urólogo que tuvo su práctica en Apeldoorn, parecía fuera de lugar. No así los grabados de mujeres musculosas haciendo ejercicios gimnásticos. En una foto, Margreetje tomaba clases de esgrima, sable en mano. En otra, el rostro tapado por el cabello, estaba con su amiga japonesa, quien, con el cuerpo encogido, parecía que iba a saltar hacia el espacio. Ante esas figuras rebosantes de vitalidad, Wilhelmus se sintió exhausto y abatido.

-Dag.

Wilhelmus observó las piernas atléticas y la espalda hombruna de Margreetje. Hans, en traje azul marino y oliendo a perfume, se sentó a la mesa. No emitió su acostumbrado Gossshhh.

-Me impresionan los regalos invisibles de Wilhelmus. Me habían contado que suelen ser espléndidos -ironizó ella con su hermano.

-Te veo bien -Wilhelmus, sin darse por enterado, se volvió hacia Hans.

El enfermo no recogió sus palabras y el silencio cayó entre los dos como una lápida.

Platones con carnes frías, quesos holandeses, arenques, anguilas ahumadas y pan rebanado estaban sobre la mesa. También tres platos y tres vasos individuales. Una botella de vino blanco se enfriaba en una cubeta de hielo. Había dos copas solamente. Hans bebería jugo de manzana. O agua.

Los dos primos se sentaron frente a frente. La hermana entre ellos. Hans, sin decir palabra, hizo una mueca. Margreetje profirió:

-Su sonrisa desarma a todos. Hasta el final será un niño.

Por más que la buscó, Wilhelmus no halló la dichosa sonrisa.

-La gente se pregunta qué padre pudo engendrar a un ser tan maravilloso como Hans. La única respuesta es que después de que nació, se rompió el molde.

El hermano emitió un gruñido de asentimiento. Entrecerró los ojos como para recogerse en sí mismo. Por descuido, Wilhelmus rozó sus manos flácidas y ese contacto imprudente le causó horror. A Hans no le importó, en esos momentos finales tomaba todo con calma.

Margreetje sirvió la erwtensoep. Sin modales, con apetito feroz y manos ávidas, Hans se abalanzó sobre la sopa. Y de allí comió sin parar, con un hambre de enfermo, con un hambre de siglos, con un hambre de muerto. Como si estuviera solo, sin ofrecer nada a su hermana o a Wilhelmus, concentradamente devoró todo, hasta limpiar los platos, hasta acabarse el jugo en el cartón, los purés en los frascos. Cogió la botella de vino blanco y se sirvió en dos copas, que bebió hasta agotar el contenido. Arrebató el último pedazo de pan, le untó mostaza y lo mojó en el asiento del vino. Fumando un puro cubano, arrojó bocanadas hacia el espacio vacío entre Wilhelmus y Margreetje. Asombrado, a lo largo del almuerzo, Wilhelmus no intentó siquiera extender la mano para alcanzar una rebanada de queso o un pan. Se concretó, como hizo la hermana, a verlo comer.

Consciente (mas no apenada) de la dieta a la que ambos habían estado sometidos, Margreetje le ofreció un broodje con un queso helado que sacó del refrigerador. Más por cortesía que por hambre, Wilhelmus lo recibió con manos ansiosas. Pero al primer bocado, con la imagen de Hans atravesada en la garganta, el pan se le atoró en la mente y tuvo que bajárselo con agua. Mientras esto pasaba, Hans se levantó de la mesa y retornó a su cuarto, sin despedirse de nadie. En la silla dejó una servilleta de tela con unas migajas.




11

Transcurrieron semanas de luto no guardado. Después de la muerte de Hans Dudok, Wilhelmus retornó a su rutina de visitar las vidrieras. De sus ventaneos regresaba para cenar, justificando sus salidas por la necesidad de realizar un trámite o de hacer una compra. Tarde volvía a la residencia de ancianos con un papel en la mano o con un frasco de café soluble, a pesar de que en el comedor podía adquirir té o café a precios módicos.

Como si estuviera solo en el restaurante, delante del hombre inválido y la mujer catatónica vaciaba medio frasco en una taza de agua caliente y clavaba la cuchara en la masa granulosa, moviéndolo con dificultad. Así demostraba que el café era débil. Así lo bebía a su gusto.

-Meneer, tengo información de que el último fin de semana ha estado ausente todo el día y no se ha presentado a las comidas. Tampoco ha participado en actividades del Centrum -Marijke agitó delante de él unos papeles que decían Aktiviteitenoverzicht Oktober. Centrum van Ouderen Juliana.-. El martes y el jueves hubo sesiones de canto y danza y no se vio por aquí a su amable persona. El miércoles, el jueves y el viernes la peluquería estuvo abierta desde las nueve de la mañana y no apareció en el Kapsalon para que le cortaran el pelo. El miércoles y el viernes desde las nueve y media de la mañana la tienda abrió sus puertas y el domingo a la una treinta tuvimos súper bingo con lotería y usted no hizo acto de presencia. Cuénteme, ¿qué asunto tan importante lo mantiene fuera del Centrum tanto tiempo?

-El lunes le haré una relación de mis actividades para satisfacer su curiosidad.

Mas el lunes, después del almuerzo, sintiéndose resfriado decidió tomar una siesta y cuando la recamarera vino a abrirle la puerta ya eran las diez de la mañana del martes. Había dormido como piedra dieciséis horas seguidas, lo cual le dio horror, pues era un sueño semejante a la muerte.

«Esas camareras tontas que entran al cuarto cuando uno está dormido no tienen modales», se dijo, levantándose de la cama, el pelo hecho un trapeador, la nariz congestionada y los ojos vidriosos. Resentía su atención maligna, que ya lo miraba en el presente como un cadáver. Y más parado en el pasillo gris junto a su cuadro Ámsterdam de noche. El lienzo, casi todo negro, tenía escrito Sex. Sauna. Love Juanita.

Cuando cerró la puerta, su rostro, que miraba al espectador desde el autorretrato, pareció confrontarlo. Debajo de la ventana estaba una mesa con una paleta de colores. En medio de la pieza había otro cuadro: una base de platillos voladores. Bajo un cielo azul descendía un ovni pintado de blanco. «Por esta obra podrían ofrecerme mucha plata, pero no la venderé», se ufanó. De repente ocioso, se rascó la cabeza. De un tiempo para acá su ocupación principal había sido pasearse por las callejuelas de la zona roja o imaginar a Anneke tendido sobre la cama.

A la luz del día, el ambiente del Red Light District parecía más doméstico, amigable y casual que en la noche. Y las mujeres menos manoseadas. Cuando había sol, éste doraba la ventana de Anneke.

Era extraño, pero la extinción física de Hans Dudok lo había energizado y le había despertado un gran apetito por devorar lo devorable, ella. En el fondo agradecía la decisión de Margreetje de haber hecho a su hermano un funeral discreto (reducido básicamente a un diálogo íntimo entre ella y el incinerador), porque no tenía ánimo de llevar otro luto que el de su habitual traje negro, el cual, dicho sea de paso, le daba cierto aire de elegancia.

Para desentumecerse, Wilhelmus se puso a hacer ejercicios de brazos y de piernas, y hasta paseó en bicicleta bajo la lluvia por las calles cercanas. Quería estar en forma para el encuentro amoroso.

De regreso al Centrum, se cruzó en el elevador con el hombretón en silla de ruedas, con el letrero INVALID en la espalda de la silla. Subió a su piso con un interno que se apoyaba en un carrito de supermercado. En su cocinica desayunó jugo de naranja de cartón, un plato de cereal y café. Se duchó y se puso su característico traje negro y su boina.

Antes de salir examinó en el espejo su cara larga, su pelo, barba y bigote blancos, como si fuera uno de los apóstoles locos pintados por El Greco. Bajó por el elevador y se sentó a la entrada del restaurante, observando en la calle a la gente en el Café Fonteyn. No deseaba compañía, ni mirar a la vieja de pelo blanco y ropa descolorida sentada sola mirando al vacío. La dama era una alucinación en la mañana, y una desolación en la tarde.

-Esos viejos de la calle están esperando el momento en que nos muramos para venir aquí. Pretenden estarse picando los dientes y tomando té negro, pero en realidad están contando los años que tenemos y evaluando nuestro estado de salud -el hombretón en silla de ruedas le hablaba a la mujer catatónica a cierta distancia, sin importarle si ella lo escuchaba o no.

En eso, Petra y Peter se acercaron a saludarle. Eran dos de sesenta vecinos en el Centrum. Oriundos de Laren, Wilhelmus no les dirigía la palabra desde el día en que circularon chismes sobre su esposa difunta. La plática recayó en Pieter Saenredam y para su sorpresa Petra sabía bastante sobre su pintura de la iglesia Santa María de Utrecht, una de sus obras favoritas.

-¿Desde cuándo está aquí? -le preguntó Peter.

-Desde el ochenta y ocho. Vine con Janneke, pero ella murió hace diez años. No tuvimos hijos. I am ill. I am poor. No money. Kinderen much money. Viajamos por Rumania, Yugoslavia, España, Austria -él acompañó las últimas palabras con un movimiento de manos.

-Entonces, es el habitante más antiguo de la casa.

-Eso me temo.

-Yo no salgo mucho porque me duelen los huesos -reveló Peter.

-Nos nacieron nietos -dijo Petra.

-¿Niños o niñas? -Wilhelmus se levantó de la silla.

-Gemelos. ¿Quiere ver las fotos?

-Otro día. Tot ziens -con pasos lentos, Wilhelmus retornó a su cuarto en el tercer piso y de los cajones grises de su escritorio extrajo un fólder con documentos relacionados con su vida, las actas de nacimiento y matrimonio y el acta de defunción de su mujer. Sacó punta a dos lápices y los acomodó en una taza con la oreja rota. Al descubrir que el foco de la lámpara estaba fundido, lo cambió. Arrojó al cesto unas tarjetas de Navidad del año pasado, con un par de esferas rojas que había conservado por la flojera de botarlas. Cogió el teléfono y canceló una cita con el dentista. La posibilidad de tener la boca lastimada el día del encuentro amoroso le causaba horror.

En la puerta de baño examinó su traje de verano, lo cepilló y lo guardó. En el baño había una buena dotación de papel higiénico. Se cercioró de que su camisa azul cielo, cubriendo el aparato de la televisión, estuviera bien planchada y sus zapatos blancos lustrados. Su cartera estaba repleta de papeles recortados en forma de billetes. El ventilador, apagado.

En el canasto depositó un envoltorio de ropa interior. Se sentó al borde de la cama de madera y apoyándose en la silla redactó una carta de pésame a Margreetje. Luego garabateó el nombre de Anneke en un cuaderno, «En los idiomas existen diversas maneras de escribir Ana, pero la única manera correcta es la que dicta la ortografía del deseo», se dijo y salió del cuarto con las actas en un portafolio negro. No las llevaba para mostrarlas a nadie, las traía para sentirse importante.

-¿Por qué está moviendo los dedos? -la cara descremada de Marijke en el vestíbulo confrontó su cara descremada. Las dos caras descremadas se desafiaron unos momentos.

-¿Podría hacerme un pequeño préstamo sobre mi pensión? -Wilhelmus rompió el hielo.

-¿Por qué motivo?

-Necesito dinero -él empezó a explicarle, pero pronto dejó de hacerlo porque se dio cuenta de que ella no le iba a hacer el favor.

-María, abre la puerta de la pieza de ese señor y fíjate si apagó las luces. Le ha dado por dejarlas prendidas toda la noche. Si miras desde afuera de la residencia te darás cuenta de que la suya es la única ventana iluminada -a sus espaldas dijo Marijke a la recamarera.




12

Camino al correo, Wilhelmus se fue tocando con la lengua el grano blanco que le sabía a sal y pus. Sus ojos curioseaban todo: tiendas de comestibles, zapaterías, panaderías, queserías, carnicerías, ópticas, automóviles, bicicletas, gente, pisos en venta o en renta. Imaginaba cómo sería vivir en este o en aquel edificio y observar el mundo desde sus ventanas. El cielo blanco rutilaba, una luz polvorienta atravesaba las nubes y Ámsterdam flotaba como una estampa antigua. El paisaje sufría de luces reprimidas y de turbulencias sosegadas, igual que si el Autor Soberano hubiera concebido el cielo holandés como un drama del aire.

Hacia la una de la tarde Wilhelmus entró a De Bijenkorf en el Damrak. En el pulcro recinto de la tienda departamental le agradó que un guardia lo saludara con un leve movimiento de cabeza. Las empleadas, arregladas y bien olientes, daban al sitio una atmósfera de bienestar físico y de solvencia económica. Seguro él podía impresionarlas con su personalidad de artista (no por su cartera). Le molestó en cambio la actitud del otro guardia, que ignoró su presencia. No importaba, el sujeto ignoraba a todos.

Subió las escaleras automáticas para hojear periódicos gratis en el cuarto piso. En la sección de libros y revistas. El contacto físico con las publicaciones nacionales y extranjeras le daba placer, como cuando en su niñez olía el cuero del balón de futbol. Ahora que llovía en la calle el ambiente de la tienda era acogedor. Además, no tenía que comprar nada. Las noticias sobre catástrofes naturales y los actos terroristas que ocurrían en otras partes del mundo le hacían sentir seguro en Ámsterdam. Y le daban superioridad moral sobre la gente que tenía que vivir en países inestables política y económicamente o sufrir dictaduras militares. En cambio él, en su pequeña Holanda, disfrutaba de civilidad y tolerancia. Le llamó la atención algo que estaba sucediendo en Rusia: un tal Nikolai Vassilyevich, del pueblo de Sorochintsy, Ucrania, se había declarado rey de España. Con esa lógica, ¿por qué él, Wilhelmus Jongh, no se declaraba rey de Rusia?

Le complacía mucho la pasarela gratuita de mujeres por los departamentos de ropa femenina, de bolsas y de perfumes, de pastelería y de chocolates finos, y que, formadas delante de las cajas registradoras para pagar, tenían el semblante relajado de haber vuelto apenas ayer de una playa extranjera. Con frecuencia, las damas se hacían acompañar por hijas adolescentes o por maridos dóciles. Echando vuelo a su imaginación él las examinaba de frente, de costado o por atrás, con sus pantalones apretados y sus vestidos escotados, sus zapatos de moda y sus peinados extravagantes, esparciendo una feminidad de aromas naturales y de fragancias prestadas. En el exterior estaba la gente ordinaria, las empleadas con bolsas de plástico y ropa económica, los empleados con chaquetas impermeables y botas mojadas. Con cara de ahorradores esperaban el tranvía. O, en camioneta o bicicleta, se disponían a entregar mercancía ajena.

A Wilhelmus también le gustaba pasear por la Kalverstraat un día de compras, como ese mediodía de marzo, y abordó un tram. Para toparse con mujeres bonitas no había nada mejor en Ámsterdam que esa calle peatonal llena de tiendas de ropa, de diamantes, de zapatos y de comida.

Uno podía andar detrás de las mujeres o podía espiarlas a través de los escaparates y de las cafeterías probándose pantalones o comiendo un broodje. Años atrás había fantaseado en torno de esa joven que trabajaba en De Noten Koning. No tenía mal cuerpo y, rubia y pecosa, le sonreía cada vez que entraba a comprar ciruelas pasas. La relación la echó a perder una vieja histérica con su perro terrier. El can estúpido comenzó a ladrarle y la vejestorio, clienta habitual, a insultarle por haber provocado a su mascota con su presencia. El agredido era el agresivo, inútil razonar con una persona tan irracional y ni modo, tuvo que marcharse.

Desde la terraza de un café en Spui, Wilhelmus se sentó a observar el ir y venir de los tranvías y de la gente, hacia o desde la Estación Central. Con una cerveza helada disfrutó el ajetreo de la multitud y celebró la luz (filtrada a través de una densa capa de nubosidad) en ese día sin sol. En ese momento, quien lo hubiera mirado en close up hubiera creído que su rostro resplandecía. Pero cuando más contento estaba bebiendo su cerveza apareció el gato de Anneke delante de un tranvía. De un salto se levantó para salvarlo. Inútilmente, el gato se salvó a sí mismo. El problema fue que el mesero, considerándolo cliente ido, le recogió vaso y botella y una pareja ocupó su mesa.

Hacia las tres cuarenta, al abordar un tram que se dirigía a la Estación Central, creyó reconocer a Anneke sentada a la izquierda, en un asiento individual, unas cuatro filas adelante. Observó su pelo sobre el respaldo, sus piernas en jeans azul oscuro y su cara de perfil para cerciorarse si era ella, ya que la persona en cuestión, evitando ser reconocida, miraba todo el tiempo hacia el exterior y no volteaba hacia dentro. Tal vez Anneke no vivía en la jaula de vidrio donde trabajaba, como las otras mujeres, sino solamente estaba allí durante su turno de cuatro a doce. Ya en la estación, él esperó todavía a que ella se levantara primero para verla bien, pero, cuidadosa de no ser identificada, ella se mantuvo dándole la espalda y salió entre los otros pasajeros por la puerta de adelante. Cruzó rápido las vías y se perdió detrás de los tranvías que pasaban en ese momento.

En la calle de las vidrieras, Wilhelmus se encontró con que la vitrina de Anneke estaba vacía. Tal vez ella se hallaba en un cuartito interior, arreglándose, o hacía algún servicio sin haber corrido la cortina roja. «Quizás ella no fue la que vi en el tranvía, sino otra. Quizás no se ha levantado todavía, las cinco de la tarde es temprano para sus hábitos. Estaré aquí a las siete», se dijo.

En eso una puerta interior se abrió y emergió de la nada oscura, en camisón de satén negro, la prostituta de sus sueños. Tan deslumbrante estaba que él se quedó atónito, sin valor para mirarla. Para su sorpresa, en un acto de intimidad pública, parada delante de la ventana se despojó del manto de plumas falsas y quedó desnuda. Púdicamente, Wilhelmus se concentró en examinar las ojeras que encuevaban sus ojos. Su pelo corto revelaba una visita reciente al salón de belleza. Y cuando la mujer bostezó, se dijo: «No habrá dormido bien anoche por algún problema».

-Apártate, muchacho, que esto es para ligas mayores -de ninguna parte surgió el empleado del Black Tulip Hotel, tan lleno de vitalidad y tan bien equipado para la lluvia que parecía se iba de viaje a Groninga.

Anneke corrió la cortina y Wilhelmus, echando pestes afuera, crispó las manos en los bolsillos vacíos. Mientras se alejaba de la vidriera, desde una esquina, el gato malvado se le quedó mirando. Wilhelmus recordó la conversación que tuvo con él la otra noche y se preguntó si no sería conveniente tenerlo de su lado, ganándoselo con comida. Y se fue a comprarle leche con cannabis a una Coffeshop. Cuando se la servía en un platito, el animal le tiró un arañazo a la cara.

Divertido por el espectáculo, un viejo inquilino del Centrum van Ouderen Flesseman se rio de una manera tan desagradable que Wilhelmus sintió asco de su propia vejez. Esa expresión repulsiva ¿la llevaba él en sus facciones?, ¿impresa en su cachaza? Algunas mujeres le habían confiado que algunos octogenarios rejuvenecían cuando se encontraban en los brazos de una amante joven, ¿sería cierto? Otros se ponían a evocar su juventud, llenando el tiempo del amor con puro bla-bla, ¿le sucedería eso a él? ¿Llegada la ocasión sería capaz de realizar el acto o produciría sólo lástima? Para ser honesto, él no se sentía tan senil como ese viejo inquilino que se burlaba de él. A ese todo el dinero, todas las prostitutas y todas las medicinas del mundo no le quitarían la risa desagradable. ¿A cuántas mujeres podía frecuentar anualmente ese individuo jubilado de los placeres de la vida? ¿Cuántas privehuis lo tenían por cliente asiduo? Secretos de la casa. Mas, ¿por qué se ocupaba de un tipejo así, si el que representaba un verdadero peligro era el garañón del Black Tulip Hotel?

Frustrado, pero más enojado, caminando, Wilhelmus se apartó del Centrum van Ouderen Juliana más de lo que hubiera querido. Y como lloviznaba, para volver a la casa de viejos se vino en un tranvía que estaba lleno de chicas españolas. Contagiado por el alborozo de las jóvenes olvidó sus pesares, hasta que dos ladrones de apariencia extranjera lo rodearon y lo bolsearon. Abandonado a sus manos hábiles permitió que le palparan las ropas en busca de cosas de valor. De manera que, sin oposición alguna, dejó que le sustrajeran la cartera. En ese preciso instante, un policía vestido de civil cogió a uno de los ladrones por la muñeca, obligándolo a la inmediata restitución de lo hurtado. Embarazado por la presencia de las chicas españolas, Wilhelmus quiso desentenderse de la restitución, pues la cartera no reveló grandes sumas de dinero ni tarjetas de crédito, sino recortes de periódico en forma de billetes. Lo que sí encontró el policía vestido de civil en la mochila negra de los rateros fueron dos relojes, un pasaporte japonés, una cámara fotográfica y monedas foráneas de otras víctimas. Así que, desentendiéndose de levantar una denuncia por robo a su persona, Wilhelmus descendió en la próxima parada ante las protestas corporales del policía, que le pedía que lo acompañara.

Cerca del restaurante-café In de Waag, Wilhelmus descubrió que había olvidado en alguna parte su portafolio con las actas y, en cambio, había guardado un volante sobre una pizzería que le había dado alguien en Spui. Mientras trataba de hacer memoria, vio a Margreetje recargando su moto en una pared. Llevaba chaqueta, pantalones de cuero y el pelo de pato cabeza roja que le conocía. Pero tanto ella como él pretendieron no darse cuenta de la presencia del otro y tal perfectos desconocidos se fueron caminando por direcciones opuestas.




13

El sábado es un día cruel para los viejos. Ya desde temprano jóvenes de ambos sexos se preparan para la fiesta de la noche y en la ciudad no hay sitio para ellos. Los lugares que los acogen, apropiados para el descanso, carecen de animación y de energía sexual. De manera que esa mañana, yendo por De Weg, Wilhelmus se sintió más miserable que nunca. Las calles rebosaban de gente, pero a Wilhelmus le parecían vacías y aburridas. ¿Era el cumpleaños de la reina Beatrix o había juego de futbol soccer para tanto alboroto?

Un sol blanco dominaba el firmamento y a los pocos minutos empezó a llover. Con la boina puesta, no abrió el paraguas; le daba igual mojarse o no. A esa edad el cuerpo se encoge con lluvia o sin lluvia, en exteriores como en interiores. Resintió en cambio la humedad que subía del suelo y se le metía por debajo de los pantalones hasta alcanzarle los huesos. Contra esa humedad holandesa nadie podía, ni siquiera el primer ministro.

Había salido del Centrum van Ouderen con dos billetes de a cien florines distribuidos en dos bolsillos diferentes: temía que el dinero pudiera perdérsele o le fuera robado en el camino. Para su sorpresa, el jueves había obtenido de Marijke un préstamo.

Atravesó De Waag, anduvo por Molensteeg y salió al Oude Zijds Voorburgwal, sin fijarse en las vitrinas que abarrotaban el rumbo. Al cruzar el puente, apenas registró que la recamarera del Centrum lo saludaba. Él le contestó con tanta indiferencia que casi le dio a entender que no la conocía.

A lo largo del canal percibió atisbos de sol en alguna parte del cielo, aunque pronto volvió a nublarse. Su único deseo era llegar a la calle de las vidrieras y ser el primer cliente de la noche. Contra su costumbre, no se detuvo a curiosear en otras vidrieras. No quería desgastarse mirando a otras mujeres o sobrexcitarse y sufrir un orgasmo prematuro. Sabía a dónde iba y a quién buscar. La parafernalia del encuentro amoroso había sido preparada con anticipación.

Anduvo lentamente, sin apartarse de su objetivo, ignorando a las manadas de hombres que se cruzaban con él. No fuera a ser que al llegar a su vitrina alguien se le hubiera adelantado. Pero no hubo problema, ella estaba allí, como siempre, como un ave de los trópicos de Ámsterdam.

Estaba allí en su vidriera, en pantaletas fosforescentes, ajena a la llovizna y al frío de afuera. Tenía la cabellera suelta sobre los pechos y sus caderas estaban moteadas de sombras. Su manto de plumas falsas le cubría los hombros. Los colores eran increíbles. Sus pechos parecían panes quemados.

Él escuchó los latidos de su corazón como adentro de un árbol seco. Traspuso la puerta exterior, subió la escalera que llevaba al primer piso, empujó con el pie la puertecilla interior. Ella estaba en la ventana, aguardándolo. Desde adentro, él observó el cielo gris, las vitrinas de enfrente, la luz eléctrica de la calle, un paraguas negro sobre una mujer caminando, el viejo que se había reído de él, observándolo desde abajo. «La lluvia es la madre de Holanda», se dijo. «Pero ese canalla es hijo de sí mismo».

El cuarto tenía algunos muebles básicos, un lavabo, un excusado y un taburete para sentarse cerca de la ventana. El piso no tenía tapete, prohibidos los tapetes por los bomberos. En cambio tenía mosaicos decorando los muros. Vio el botón de la alarma junto a su cama.

-¿Cuánto?

-Doscientos florines.

El precio era excesivo. Más de lo doble que para los otros. Pero Wilhelmus no estaba allí para repelar, sino para consumar el último acto sexual de su vida. Asintió en silencio, con los brazos colgando. «Es más joven de lo que pensaba», sonrió.

Ella cerró la cortina roja. No puso seguro a la puerta.

-Alguien puede entrar.

Ella se encogió de hombros. El contraste entre los dos no podía ser mayor. Para él ella representaba una historia de deseo. Para ella él era una ocupación de minutos, un cliente más sin cara y sin nombre.

-Soy viejo.

-Lo sé.

-Te conozco.

-Lo sé también.

-Te he visto desde la calle.

-Yo también a ti -su voz no era muy fina, mas qué importaba: ¿en la televisión y en la radio no había también actrices que hablaban con un timbre de voz vulgar?

-Es la primera vez que te veo de cerca, eso me da placer.

Tosca de figura, ella era más alta que él y le sacaba una cabeza. Su cuerpo tenía algo de adolescente, de estado formativo, de inacabado, y hasta podía ser una prostituta virgen (si uno imaginaba, si uno ignoraba sus gestos procaces y sus glúteos enormes). Su piel era limpia, sin lunares, verrugas ni arrugas, sin cicatrices de vacunas, heridas o golpes. Sus ojos eran casi inocentes. Sus ojos amarillentos, no dorados. Admiró sus labios, el superior un poco partido. Por el espejo se dio cuenta de que la tela roja de las paredes estaba adornada con flores pálidas, como si una lluvia nocturna las hubiera decolorado.

-¿De qué país vienes? -con mano indecisa él le cogió un seno. Sintió el peso de la mama, el pezón reseco.

-De Hungría -ella le retiró la mano.

-¿Cómo llegaste a Ámsterdam?

-Vine en un cargamento de mujeres. Para tomar lecciones de baile moderno en una escuela de música. Mi amigo vendía pastillas en un puente.

-¿Cómo empezaste?

-Por mi gusto, nadie me obligó. Un día renté una vitrina. Le escribí a mi madre que me encontraba en Ámsterdam y trabajaba en un bar. Mi madre contestó: «Es una buena forma de ganarse la vida». A mi padre casi le dio un infarto.

-Desde la calle me parecías perfecta.

-No lo creas, tengo granos y pecas en la espalda. He abortado.

-Todo lo que había soñado preguntarte se desvanece delante de ti -subrepticiamente, él tragó una pastilla. En el bolsillo traía varias. Escogió una, al tacto.

-¿Estás listo? -la mujer aventó al piso unas chanclas rojas y se subió a la cama, sin preocuparse en alzar la colcha ni en abrir las sábanas. Esparció su pelo sobre la almohada, la funda con manchas de lápiz labial. Con las piernas extendidas era una cornucopia viva.

-Todavía no -él bajó los ojos. Su presencia en el cuarto no era más real que la de su sueño de la otra noche. Como entonces, todo lo que él ahora veía al cabo de un rato habría pasado, sería también olvido.

-¿Vienes, abuelo? -ella lo interrogó con ojos vulgares y aliento de pasta de dientes. Él había pensado que tenía los ojos cerrados, pero no, los tenía abiertos. Las pestañas postizas producían ese efecto. Que lo haya llamado abuelo lo ofendió.

-Un momento -él percibió en su pubis el olor que le había dejado una visita anterior. Ya en una ocasión había entrado en una mujer como en un charco de semen ajeno. Nadó en su nada y salió de inmediato. ¿Cuántos años tenía entonces? No recordaba. Era primerizo. Ahora otra prostituta estaba allí, para él y para eso, con el cuerpo usado. Para su sorpresa, y pese a sus esfuerzos por excitarse con imaginaciones eróticas, no podía tener erección.

-¿Qué pasa?

-No sé -ante la inminencia del acto, el deseo se le había ido. No sentía ganas de hacerle el amor. Ni de explorarla. Esas piernas tubulares y ese vientre explayado le inspiraban poco. Lo mismo sus pechos caídos y desiguales, sus pezones amoratados. La mujer allí acostada era menos interesante que la exhibida en la vitrina.

-¿De qué tienes miedo? -su voz dura no era la voz de la otra. Esta tenía la cara hinchada, como si la víspera le hubieran dado de bofetadas o se hubiera intoxicado con mariscos.

Parado delante de la cama, él comenzó a desnudarse. ¿Por qué la lentitud? ¿Temía pescar una enfermedad o mostrar sus carnes flácidas? ¿Su barriga descolorida? ¿Sus manchas, sus arrugas?

-Desvístete.

-Ahora -los pantalones le cayeron hasta las rodillas, descubriendo sus calzones de algodón. Su miembro pendía blando como carne sin hueso.

Ella atestiguó su patética desnudez como si no fuera un hombre, sino un pelele con una cosa entre las piernas. Casi se hubiera reído de su torpeza, si no fuera seria en su negocio:

-Apúrate, hay otros clientes esperando.

-Anneke -el nombre escapó de sus labios como una exhalación.

-Deja de llamarme Anneke, que no me llamo así. Y no me mires con esa cara de huevo hervido, me pones nerviosa.

Wilhelmus guardó silencio, ella ya no tenía nombre. Sus axilas olían a desodorante; su cuerpo, a perfume sin marca.

-¿Quieres que cierre los ojos y me haga la dormida? ¿Que me ponga a gatas? -Anneke, de rodillas, con la cabeza sobre la almohada, se miró en el espejo-. ¿Quieres tocarme más?

Él rozó sus labios resecos.

-Nada de besos.

Con la vista él localizó su ropa en la silla, cerca del espejo. En el cuarto había demasiada luz para su gusto. Acostumbrado a dormir a oscuras, tuvo la impresión de que ella se negaría a apagarla.

-Hay cerca de aquí una privehuis para viejos, te sentirás más cómodo allá.

-En algunas casas hay mujeres horrendas.

-¿Como yo?

Wilhelmus no respondió.

-Se ve que fuiste guapo alguna vez, que hiciste sufrir a las mujeres. No seas tímido, no eres el primer viejo que entra conmigo.

Él se deslizó en la cama, sin tocarla. Algo que había querido evitar, en su compañía se sentía melancólico, como si la exuberancia ajena evidenciara su propia decadencia.

-¿Estás casado? ¿Eres viudo? ¿Tienes hijos grandes? No te preocupes, nadie lo va a saber -ella colocó sus manos sobre sus muslos.

-Soy tímido con las mujeres -él las levantó.

-El invierno es peligroso para los viejos, se deprimen. ¿Te deprimes tú?

-Si me muero aquí, tendrás problemas. Saldremos en los periódicos: «Viejo verde muere de ataque al corazón sobre muchacha desnuda».

-Muérete en la calle.

-La máxima voluptuosidad es la muerte.

-Como a nosotras se nos exige un certificado de salud, a los viejos se les debería pedir un comprobante médico del corazón cuando nos visitan -ella colocó la mano de Wilhelmus sobre su cadera.

-A trabajar -él acarició sus senos, erizó sus pezones.

Ella cogió su mano y la arrastró hacia su pubis. En esa posición, pareció tener cuatro piernas.

En su calor, él tembló de frío. Quizás la pastilla que había tomado le había hecho el efecto contrario y en vez de estimularlo le daba sueño. Se bajó de la cama y en el lavabo se refrescó la cara con agua.

-Si te gusta otra muchacha, puedes meterte en otra vitrina.

-Me gustas tú.

-¿Entonces?

-Espera.

-¿Por qué dudas? -sus uñas esmaltadas de rojo rasguñaron sus muslos, sus labios pintados se torcieron en una sonrisa forzada; su cara tierna se transformó en la de un monstruo mitológico.

-Ahora puedo -dijo él, mas no pudo.

-Dejémoslo así -ella miró con ojos vagos al techo, los brazos inmóviles sobre las sábanas.

Él, acostado a su lado, entrecerró los ojos. Se durmió.

-Tiempo transcurrido -ella le echó agua en la cara con un vaso.

-Dormí como piedra -al abrir los ojos, él la vio parada delante de él. Se había puesto las pantaletas y el manto de plumas falsas le cubría la espalda. Los pechos que antes le habían parecido panes quemados le parecieron lunas alucinantes.

-¿Has venido a dormir aquí?

-No, ahora me visto, ahora me voy.

El gato salió corriendo de debajo de la cama. Por la escalera siguió a Wilhelmus hasta la calle. En la calle estaban prendidas las luces de las otras vitrinas. En Ámsterdam llovía.







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