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Capítulo XII

LA ADORACIÓN DE LOS PASTORES. -�CUÁNTOS FUERON ÉSTOS Y CÓMO SE LLAMABAN?, SUS RESTOS ESTÁN EN ESPAÑA: LOS PASTORES DE LA SABINA EN ROMA EN VÍSPERAS DE NAVIDAD. -TEMPLO DE LOS PASTORES, SU ANTIGÜEDAD Y ESTADO ACTUAL. -LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR.



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- I -

     �Qué poético cuadro, qué hermoso idilio el que vamos a narrar! Cuánta ternura, amor, sencillez y esperanza no revela la narración del Evangelista San Lucas, el pintor de la Virgen, el narrador ingenuo y gran poeta. Todo había de ser humilde y por tanto grande, pues no hay mayor grandeza ante el Soberano Señor de cielos y de tierra que la humildad. La humildad, que como la violeta, por escondida que esté, por oculta que el follaje pretenda tenerla, su perfume transciende a través de aquél; no se la verá, pero su aroma, dulce, embriagador de felicidad, lleva el perfume a nuestro pecho, ensancha nuestros pulmones y encontramos en su ambiente la grandeza de su valor, junto con la pequeñez de la forma. El humilde nacimiento del Hijo de Dios en la pobre cuna, sin más fausto ni acompañamiento que su purísima Madre y San José su padre, sin más calor en aquella abandonada cueva que el que con sus cuerpos suministraban la vaca y el jumentillo, y el incomparable del seno de María, aquellos humildes pañales con que fue envuelto, y sin más luz que el centellear de las estrellas, cual si quisiera en noble pugilato acrecentarla para iluminar tan maravilloso acontecimiento, aquella adoración de los Ángeles a la que siguió la de los pobres pastores, los últimos de la sociedad, de aquellos hombres destinados a pasar su existencia acompañados tan sólo de animales, todo, todo ello es grande, sublime, majestuoso en su misma humildad y pobreza, comparada con la mentida grandeza de la tierra, del hombre en mentida y falsa sociedad con la que pretende levantar su orgullo.

     Acto sublime de poesía incomparable, de encanto sobrenatural por su misma sencillez y humildad, pero cuyo encanto, belleza y sublime moral que en sí encierra, resulta grandioso y de inmensa excelsitud como todas las obras de Dios que lo dispone y rige.

     Pintar, describir el acto de la adoración de los pastores, querer narrar con galas poéticas y ornatos de la palabra un acto tan sencillo, tan inocente y hermoso, es imposible hacerlo por la dificultad que ofrece su misma sencillez imposible de pintar con su propia ingenuidad y hermosura: para ello necesítase la inspiración del Evangelista, su concisión y la mágica de aquel lenguaje hebraico.

     �Había en aquella región, dice San Lucas, unos pastores que estaban despiertos y velando por turno para guardar su ganado, cuando he aquí que el Ángel del Señor se presentó junto a ellos, envolviéndolos en los resplandores de celeste luz, de modo que ellos quedaron muy sobrecogidos. Mas el Ángel les dijo: -No temáis, vengo para anunciaros una cosa que será de gran júbilo para todo el pueblo, pues que hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador que es Cristo el Señor. Y la señal que os doy de ello, para buscarlo es, que lo encontraréis fajado como niño en unos pañales y colocado en un pesebre.

     �Al acabar el Ángel de decir esto, reunióse a él una muchedumbre de la celestial milicia, loando a Dios y diciendo: Gloria a Dios en lo más encumbrado del cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

     �Así que los Ángeles se alejaron de ellos remontándose al cielo, comenzaron los pastores a decirse unos a otros: Vamos a llegarnos a Bethlén para ver ese gran acontecimiento de que se nos ha hablado, y que el Señor ha tenido a bien revelarnos.

     �Y al punto echaron a andar, y en efecto encontraron a María y José, y al Niño colocado en el pesebre. Al ver esto reconocieron la verdad de lo que se les había dicho acerca de aquel Niño�.

     Asombrados, atónitos los pastores con aquella visión celestial, deslumbrados con el resplandor del Ángel y el cántico de los celestes coros entonando el Gloria a Dios en las alturas, quedaron como envueltos en aquella atmósfera de amor y de dicha, de alegre y dulce deliquio con la presencia del Ángel y la nueva que les comunicaba.

     Aquella celestía que en su alma se produjo los elevó en su humilde estado, sintiéndose inflamados con el amor, el deseo y la ventura de ver, adorar y contemplar al recién nacido, al Mesías prometido que era la creencia, la constante esperanza del pueblo de Israel, decimos mal, del mundo entero, pues desde el paganismo hasta la astrología, desde los livianos poetas latinos y los misteriosos druidas y soñadores indios, desde los egipcios hasta los íberos, todos esperaban el momento de la venida del Dios desconocido a que levantaron altares los griegos; todos esperaban y profetizaban al Hijo de la Virgen que había de parir. �La profecía universal estaba cumplida! y unos pobres pastores, unos infelices desterrados de la sociedad, habían de ser los primeros en adorarle, cumplíase en ellos la palabra santa de que los últimos serán los primeros.

     Levantáronse los dos que descansando estaban cuando el tercero velaba, y abiertos los ojos de los que dormían ante la luz sobrenatural del emisario divino, quedaron estáticos ante la celeste visión, y se levantaron. Tomaron sus esportillas y cantarillas con leche y algunos panecillos de cebada, dejaron los ganados a la custodia de la mirada de Dios, y se encaminaron en busca del Dios recién nacido, del Mesías anunciado por los Profetas. Al dirigirse a la ciudad en donde ellos creían estaba el Niño Dios, pasaron por la boca de una de las cuevas que en la ladera servían de refugio a los ganados, y un movimiento sobrenatural los detuvo, e hizo entrar en la inmediata cueva en que el Salvador acababa de venir al mundo, encontrándole recostado en un pesebre cual el Ángel les había anunciado. En los lados del pesebre, una Mujer joven y sonriente su hermoso rostro, contemplaba al Niño, y tras ella un hombre con toda la varonil belleza de la plenitud de la edad, miraba lleno de amor y respeto a aquel bellísimo infante. Conocieron los pastores ser el lugar y el recién nacido anunciado, y éste es, se dijeron los tres pastores, y prosternándose le adoraron y ofrecieron los pequeños y pobres dones que llevaban, y que si pobres eran en su valor, grandes y magníficos lo fueron por la intención de amor y de respeto de aquéllos, los primeros mortales en adorar al Dios Redentor que traía en su venida la luz de la verdad para la salvación del hombre.

     Terminada aquella ingenua adoración, contaron los pastores la aparición del Ángel, sus armoniosas palabras de esperanza para Israel. José las escuchaba admirando la manifestación divina, y María contemplaba silenciosamente al Niño, grabándose aquellas sencillas relaciones de los pastores en su corazón: retiráronse después de entregar sus presentes de leche, pan y manteca, y esto realizado, dice el Evangelista: �Por su parte, los pastores regresaron glorificando a Dios y alabándole por todo lo que habían visto y oído según se les había dicho�. Habían visto cumplida la profecía que presentaba al Señor recién nacido cobijado en un pesebre y teniendo a su lado los dos animales que habían venido acompañando en el pesado viaje de sus padres. �Consideré Señor tus obras, y no pude menos de extremecerme al veros entre dos animales�.

     Hasta el momento de la adoración de los pastores, todo lo que ha pasado en el nacimiento del Salvador, nos lo ha mostrado como hombre e hijo del hombre. Un viaje del santo matrimonio de Nazareth a Bethlén para obedecer un mandato del César, el tiempo del parto de María que llega a su término en esta pequeña ciudad, el gentío del mesón que no les permite albergarse, la necesidad que les obliga a no encontrar más albergue que un establo ni otra cama que un pesebre, lo cual nos muestra al hombre en su mayor desnudez y desamparo, es decir, en lo que tiene de hombre. María especialmente envolviéndole en pañales humildes y reclinándole, testifica bien por sus cuidados, que el que los reclama es uno de nosotros.

     Y no obstante, ese bendito Niño no es solamente hombre sino es también Dios, y tan Dios como hombre: y en medio de tanta miseria y desvalimiento, �qué nos dará testimonio de su divinidad? Un homenaje que ni los Césares con su inmenso poder y orgullo, en vano hubieran pedido a las bajas adulaciones del mundo humillado a sus pies: la proclamación del nacimiento de un hijo por medio de un Ángel. �Y qué prueba más luminosa ni más grande de que el humilde establo de Bethlén era elección de Aquel que así se le proclamaba?

     Mas �por qué los primeros favorecidos con esta convocatoria celestial han de ser unos rústicos y sencillos pastores? El Ángel pudo llenar el mundo con la claridad de Dios, como emisario, y con igual facilidad que a aquellos sencillos custodios, y el mundo entero hubiera estado a los pies de Jesús. Pero Dios, que había hecho al hombre libre, quería que viniese a Él libremente, ayudado, sí, y atraído, pero no forzado, y para ello conducido por medios y agentes de aparente debilidad, ocultase por su empleo y manifestará por sus afectos la Omnipotencia del que los empleaba. Por esto, observa Grocio, así como después serán pescadores, ahora son pastores los escogidos para dar testimonio de Cristo, los más inocentes de los hombres. Y en este acto, en este testimonio de Hijo de Dios, María tiene la participación que como madre le correspondía y el Evangelista tiene empeño en manifestarnos que entre todos los corazones hubo uno que se penetró de todas estas cosas divinas, las conservó y pesó en todo su valor, Y María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. Es decir que María, y sola María, entre todos los asistentes, estaba a la altura de estos misterios por su fidelidad en no perder nada de ellos y su aplicación a meditarlos. Este pasaje termina dignamente en el Evangelio, la relación de la misteriosa adoración de los Pastores: es como su moralidad, y parece decirnos que María, conservando de este modo para sí misma en su corazón todas estas cosas, las guardaba para nosotros, para la Iglesia, para el mundo, como digna depositaria de estos misterios de que más adelante había de ser testigo.

     Al tornar al aprisco en que tenían sus ganados aquellos tres bienaventurados pastores, Jacob, Isaac y José, fueron comunicando a las gentes del campo la nueva del nacimiento del Mesías, y la noticia fue de unos en otros corriendo por los valles y entre sus habitantes, así que la cueva fue visitada por muchos otros en los siguientes días en que allí estuvo refugiada la Familia. Los tres pastores, felices por la dicha de haber sido los primeros en adorar a Dios, visitaron varias veces la cueva, acompañando a sus amigos y conocidos y llevando los alimentos de pan, leche y manteca, al matrimonio feliz de José y María. Circuló la noticia entre los habitantes de los campos como hemos dicho, y comentada sería la narración de los pastores hecha junto a las fuentes entre el rumor del agua y el paso del viento que quejumbroso parecía acompañar con sonidos de rústica arpa aquellas sencillas narraciones, en la que se pintaba la hermosura del Niño, del Mesías prometido, de su joven Madre y de la pobreza que rodeaba al santo matrimonio.

     Debióse a esas relaciones hechas en el fondo de los bosques o en los quebrados barrancos, entre el descanso de la tribu viajera y las comidas hechas a la dudosa luz del crepúsculo, cuando la relación del nacimiento del divino Niño y de su Familia se narraba y comentaba con esa gravedad bíblica que tan hermoso color imprime a estas inefables escenas, se debe el que una tribu árabe esculpió en una columna de la Caaba la imagen de María, teniendo en sus brazos al Niño divinizado por su fe en las profecías y por el misterioso acontecimiento del nacimiento del Mesías esperado.

     Allí permaneció la imagen divinizada de María y de su hijo hasta los tiempos de Mahoma. �Desapareció entonces esta primera adoración gráfica, material por su representación del amor y divinización por la fe de la Santa Señora y de su Hijo? No lo sabemos: de ello se ocupan algunos historiadores árabes, relatando el hecho que aquella tribu realizó como primer acto ostensible de piedad. Esta misma tribu, dice Orsini, después de la degollación de los inocentes niños, rugiendo en ira contra el asesino Herodes, se levantó contra él sin tener en cuenta el poder del tirano como protegido por las águilas imperiales.

     La noticia, extendida rápidamente por los alrededores de Bethlén, atrajo multitud de gentes, llenando a la cueva durante todo el día, unos poseídos de fe y evangelizados con las palabras de los pastores y poseídos del espíritu de las profecías, otros atraídos por la curiosidad, llegaban y penetrando en la cueva no podían reprimir burlonas sonrisas de incredulidad. La Virgen, siempre al lado de su amado Hijo, cuando no lo tenía en sus brazos, escuchaba silenciosamente todo lo que acerca de aquel hermoso Niño se decía. Oía elogios de boca de los pastores, y también se regocijó con la rectitud de algunas almas, verdaderamente israelitas, que creyeron y adoraron; pero como hemos dicho, tuvo también el dolor de ver en muchos hijos de Bethlén señales inequívocas de incredulidad. La pobreza del establo los escandalizaba; no querían reconocer en este Niño, recostado en humildes pajas, al lado de padres sin riquezas ni consideración, al Salvador de Israel, al Rey de los siglos futuros, al dominador de las naciones a quien habían anunciado los profetas con tan magníficas palabras.

     Y esto tenía su explicación; los judíos esperaban un Mesías glorioso, conquistador, dominador y triunfador de los enemigos del pueblo israelita y que sometiese a su imperio todas las naciones. Este el sueño de su orgullo nacional, y esta engañosa esperanza se sostenía en aquella época con tanta mayor exaltación, cuanto que acababan de ser sometidos los judíos al señorío de Roma, por unos gentiles a los que tanto horror y aversión profesaban. La independencia era su sueño, su esperanza en manos de un Mesías guerrero que los libertase de aquel oprobio, y con increíble ardor confiaban en una hora próxima de liberación. Pero �ay! que el nacimiento de aquel Mesías les desilusionaba, no era aquel pobre Niño, humildemente depositado sobre un pobre pesebre, no era el Mesías soñado por sus orientales fantasías. No puede explicarse de otro modo la indiferencia de Bethlén y de la Judea ante un suceso de tal importancia; y la explicación es tan exacta que Jesucristo hallará durante su vida esta constante objeción, el mismo obstáculo, la misma y constante oposición. Podrá hacer milagros, los jefes del pueblo no querrán ver jamás en el Jesús al prometido Mesías, en un profeta sin poder político, en un sabio que desprecia los bienes del mundo, y que sólo predica la práctica de las virtudes y no aspira a otra gloria que la de conseguir que los hombres se reformen y sean mejores. No comprendían una palabra del reino espiritual de Jesús: el corazón judío estaba empedernido y mejor entrarán sus doctrinas en el corazón de los paganos que en el suyo; éstos se contarán por millares en la grey universal que se llama Iglesia y encerrará en su vasta unidad todos los pueblos de la tierra sin destruir ni tocar las nacionalidades: y a millones entrarán en ella por la hermosa puerta de la victoria, del martirio, que tanto había de servir para aumentar las huestes de Jesucristo y extender su doctrina por todo el mundo antiguo.

     El misterio, la palabra de Dios pronunciada en las puertas del Paraíso, estaba cumplida y la Virgen, que acababa de dar a luz al Verbo encarnado, había hundido en el polvo la cabeza de la serpiente y destruido el reino de Satanás sobre la tierra; el negro monarca de las tinieblas, acababa de ser vencido por el rayo de su luz y la pureza de su Madre, que le habían arrojado en lo profundo entre aullidos de rabia y desesperación. La obra de la redención ha comenzado a consumarse, el Hijo de Dios ha venido al mundo, la Virgen ha concebido y parido al Mesías, le adoran los pastores y las bestias se inclinan ante la hermosura del Niño Dios como anonadadas en su instinto por tan humilde grandeza. �Gloria a Dios en las alturas! han cantado los Ángeles, y ante su voz, las tinieblas materiales de la noche han comenzado a desvanecerse, termina un tiempo, llegan los nuevos alumbrados por la luz de la verdad, por la consumación de la palabra del Eterno que se ha cumplido en la media noche del 24 de diciembre, sábado, a los 748 años de la fundación de Roma.

     Continuó la romería a la ya santa y sagrada cueva durante el día y los siguientes, y los tres mencionados pastores, José, Jacob e Isaac, continuaron, como hemos dicho, sus visitas y ellos fueron los principales propulsores de la buena nueva, del nacimiento del Hijo de Dios.

     Y al llegar a este punto y tener que dejar de hablar ya de los pastores, recabaremos para España, para esta hoy infortunada nación, la hija de María, la nación predilecta que honró con su presencia en carne mortal, y víctima hoy del negro poder de la masonería que la ha llevado a la ruina y la miseria, para hundirla, llevarla al descreimiento por la desesperación, sin conseguirlo más que en parte, gloria y una posesión por nadie desmentida, aun cuando con risa volteriana sean recibidas por los filosofastros del racionalismo, muchas de esas creencias que ellos llaman fábulas, consejas o supersticiones, pero que cuando las teníamos fuimos grandes y poderosos hoy que el racionalismo impera, la masonería reina y la ilustración atea manda, somos vencidos, escarnecidos, humillados y pisoteados por un pueblo materialista, avaro, hipócrita y sanguinario, sin religión ni creencias otras que el dollar y las treinta monedas de Judas.

     Tristes cambios, funestos errores a que el indiferentismo nos ha traído, mil veces más funesto que la más horrible de las negaciones.

     A España hace años vinieron a parar los huesos de los tres santos pastores, y nada extraño tiene que a ella vinieran por intercesión a de María, tan afecta a España, que la honró con su presencia humana, que hiciera venir a esta nación católica por excelencia, y la primera que la adoró en su Inmaculada Concepción, los restos de los tres pobres pastores, los primeros humanos que adoraron a su Santísimo Hijo en la noche de su bajada a la tierra.

     He aquí cómo relata el Sr. Casabó esta traslación de los huesos de Jacob, José e Isaac:

     �Por lo que honra a España, nos permitiremos trasladar aquí una página de una obra francesa. A poca distancia de Belén, dice aquélla, se ve una pobre aldea, compuesta de unas cuantas cabañas, y cuyo nombre árabe significa Pueblo de los Pastores. Según la tradición, eran de allí los pastores convidados por los ángeles para que fueran a la cuna del Salvador, en donde acudieron en número de tres, y representaron cerca del Mesías las tres familias descendientes de los tres hijos de Noé.

     �Acerca de este punto están acordes las crónicas más antiguas, las piedras grabadas en las catacumbas, los bajo-relieves de los sepulcros, las viñetas de los manuscritos orientales de la más remota antigüedad, y las opiniones de los sabios. Según estos testimonios y de otros también, afirmamos con seguridad, dice Benedicto XIV, que no hubo más que tres pastores en la adoración.

     �Perpetuada de edad en edad por los citados monumentos escritos o grabados, la tradición de los tres pastores resucita, por decirlo así, cada año en Roma, la ciudad por excelencia de las tradiciones.

     �Al comenzar el Adviento, los pifarari o pastores de la Sabina, bajan de sus montañas, y con su pobre pero pintoresco traje de pastores italianos, van a anunciar por la Ciudad Eterna, al son de una música campestre, el próximo nacimiento del Niño en Belén. Aunque son muchos en número, van siempre de tres en tres; uno anciano, uno de mediana edad y un joven, que representan las tres épocas de la vida�.

     Y al llegar a este punto, aun cuando se nos pueda tachar de inmodestos y de querer intercalar impresiones propias, que si no ajenas a la vida de María, son secundarias, copiaré aquí lo que he dicho en mi diario de impresiones en la ciudad santa del Pontífice, en mi libro Roma y los monumentos cristianos.

     Copio aquí lo que en aquel librito, hoy agotado, dije:

     �Esta mañana me he despertado al eco de una cadenciosa cantinela acompañada de un instrumento parecido a nuestra gaita gallega en su tono dulce y quejumbroso. �Y cómo agrada aquel recuerdo de la música patria a tantas leguas de ella, en una mañana triste y silenciosa en la que desde mi cama veo el blanquecino cielo y el revolotear de los copos de nieve que venían a pegarse en los cristales de la ventana cual pequeñas y albas mariposas, infundía tristeza y añoranza de la patria y hacía pensar en la cercana Natividad del Señor que pasaría este año lejos de la familia! La melodiosa cantinela continuó largo rato, y fue lentamente alejándose.

     

     �Al salir de Santa María la mayor, aun antes de poner los pies en el atrio, la melancólica cantinela de la mañana llegó de nuevo a mis oídos. Cuando puse los pies en la calle, vi no lejos de mí a los músicos y cantores, eran tres pastores de la Sabina, según me dijo mi compañero que lleva ya tres años de vecindad en Roma, iban vestidos con su traje artístico y pintoresco, con sus cónicos sombreros cruzados de encarnadas cintas, su corta capa parecida a nuestro antiguo ferreruelo, la llevaban apretada al cuerpo y procuraban defender con ella su cuerpo aterido en aquella fría mañana; sus voces eran temblorosas, y al vernos el más viejo se quitó el sombrero, tendiéndolo en dirección a nuestras personas y dándonos la buona festa. La cabeza del viejo era hermosa, era un busto digno de un San Pablo o de un Elías, un joven de negros ojos de un negro que tiraba a azulado y de hermosas pero tristes facciones, y un hombre de mediana edad pero más anciano en su aspecto que el viejo, cuya blanca cabellera contrastaba más con la viveza de su mirada, formaban el trío con el anciano, dímosle una limosna, y en el Corso encontramos otros tres, al bajar las gradas de Santa Trinitá otros tres se nos presentaron, y aún no habíamos llegado a la puerta de la Embajada Española, cuando otros se interpusieron en nuestro camino. En la puerta de la Embajada encontramos a un sacerdote español que lleva largos años de vivir en Roma, y preguntéle qué significaba aquello de tanto pifarari, pero siempre en grupos de tres y capitaneados por un viejo. Díjome que era producto de una tradición y una costumbre; la segunda originada de la primera que consiste en la de que los tres pastores que llamados por el Ángel fueron a visitar al Niño Dios en la cueva de Bethlén, fueron un viejo, un hombre de mediana edad y un joven. Estos fueron los que divulgaron entre los campesinos de las inmediaciones el fausto acontecimiento, y de aquí la costumbre de los pobres pastores de la Sabina de reunirse tres de las indicadas edades y bajar desde aquellas azules montañas que lejanas contemplábamos todas las tardes recordándonos hechos relativos a la fundación de Roma, a la ciudad eterna para anunciar por medio de romances y villancicos la venida del Mesías, al son de las dulces flautas dobles de un eco tan dulce y melancólico cual el de la melodiosa gaita de las umbrías de Galicia. Tradición hermosa llena de poesía, dulce recuerdo de la tierra de nuestros padres, de nuestra niñez, del nacimiento o Belén ante el cual cantábamos y bailábamos al son ronco de la zambomba, del rabel y de la pandereta, mientras contemplábamos la cueva con la vaca y el asno, la estrella de talco y las candelillas que iluminaban una cuna de dorada hojalata en que reposaba el Niño rodeado por María y San José. Los pastores, con calzón y montera castellana, y las zagalas, de ampulosas faldas de alcarreñas, y los borregos, en forma de blancas bellotas por los montecillos de corcho, y el Ángel anunciador volteando en el aire pendiente de un alambre forrado de algodón en rama. Todo aquello pasó como la visión iluminada por la luz de un relámpago, y aquel recuerdo en una mañana fría en que los copos de la nieve caían sobre nuestro rostro, y hacían a los pobres sabinos esconder las amoratadas manos bajo sus ferreruelos remendados y descoloridos, nos hacía pensar en la obscura cueva, en el frío de una noche cual la de pasado mañana, en María, en el Niño Dios... y una lágrima del recuerdo de pasados tiempos de nuestra niñez, de nuestros padres, de afecciones que ya se enfriaron cual el día de hoy que hace tiritar nuestro cuerpo y correr por nuestros huesos un frío de esos que no desaparecen con el calor del hogar, sino que necesitan el hogar del calor del cariño y de los seres amados, nos detenía y puso triste mi ánimo, retiréme al hotel, �tampoco allí haría calor! �Ah! el calor que necesitaba mi corazón estaba lejos, tenía un mar de por medio o una barrera de granito y nieve por tierra... busqué calor y solo le hallé con el recuerdo de que pasado mañana hace mil ochocientos ochenta y dos años sufrió frío y vino al mundo para llevar la cruz de nuestros pecados el Rey de cielo y tierra�.

     Y recobremos el hilo de cuanto a la historia de los santos pastores veníamos relatando. La Iglesia de Oriente y varias Iglesias particulares de Occidente, celebran la fiesta de los tres Santos Pastores del pesebre. Santa Elena construyó una hermosa iglesia en el sitio en donde estaba la torre de Ader, en honor de los santos ángeles y de los tres dichosos pastores, y allí descansaron sus cuerpos hasta mediados del siglo noveno en cuya época se arruinó la iglesia, de la que en la actualidad queda sólo la cripta, a la que se baja por diez escalones: los peregrinos que se encuentran en Bethlén el día de Navidad, se trasladan allí ceremoniosamente para cantar en el mismo lugar en donde por primera vez resonó el Gloria in excelsis.

     El santuario que hoy se conserva es la cripta del templo construido por Santa Elena. Perteneció a los católicos hasta el año 1818, en que merced a sus malas artes y al dinero, se apoderaron de ella como de otros templos los cismáticos griegos, cuya iglesia tienen en medio del mayor abandono; es de forma rectangular de diez metros por seis, con columnas corintias, y en el iconostasio se ven algunas pinturas bizantinas sobre tablas bastante antiguas y de notable unción, sobresaliendo una Adoración de los Pastores, sumamente bella, y un Salvador que recuerda la escuela del inimitable Juanes.

     �Después de arruinada la iglesia, los cuerpos de los Santos Pastores fueron trasladados a Jerusalén, en donde permanecieron hasta el año que, de donde fueron llevados a España y depositados en la iglesia de San Pedro de la villa de Ledesma, inmediata a Salamanca, siendo muy veneradas y respetadas por los vecinos. Inocencio XI concedió muchas indulgencias a la cofradía de los Santos Pastores Jacob, Isaac y José, fundada en la capilla del Santo Cristo del Amparo en la iglesia de San Pedro.

     �El 16 de julio de 1864, el obispo de Salamanca hizo trasladar las reliquias de los Santos Pastores de la iglesia de San Pedro a la de los Santos Pedro y Fernando de la misma ciudad. Fueron colocadas en el interior del altar mayor, dentro de una caja en forma de sepulcro, cerrada con llave. El interior está forrado de seda blanca, y contiene algunos huesos, tres cráneos, una pequeña pala, una cuchara de madera, unas tijeras de hierro, un pedazo de calzado de piel y varios fragmentos de zurrón de pastor. Hay, además, un rollo que contiene otras reliquias, que son fragmentos de huesos desprendidos de los que están en la caja, con un rótulo que dice: �De los gloriosos José, Isaac y Jacob, pastores de Belén, que merecieron ver y adorar los primeros a Cristo Dios y hombre nacido en un establo�.



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- II -

     A los ocho días del nacimiento de Jesús tuvo lugar el cumplimiento de la ley Mosaica, la circuncisión. San Lucas dice: �Y después que llegó el día octavo en que debía ser circuncidado el Niño, se le puso el nombre de JESÚS, que es el que el Ángel le había dado antes de ser concebido en el vientre�. Así pues, relaciona la Circuncisión de Jesús con el misterio de la Anunciación del Ángel y Encarnación del Verbo divino, en cuya solemne ocasión el Ángel San Gabriel dijo a María, según el mismo Evangelista: �Mira que vas a concebir en tu vientre y parirás un hijo a quien darás el nombre de Jesús�.

     Mandato era de Dios dado a Abraham al establecer Aquél su pacto con éste en favor de su descendencia. �Circuncidado será entre vosotros todo varón... a los ocho días será circuncidado el recién nacido. Este pacto conmigo lo llevaréis en vuestra carne como testimonio de alianza sempiterna�.

     Anterior era por tanto a la ley de Moisés. A éste le amenazó el Señor porque su hijo estaba sin circuncidar y Séfora le circuncidó a toda prisa. En aquellos países era esta ceremonia legal una gran conveniencia higiénica, como otros preceptos levíticos que después se dieron a Moisés. Jesús, que como Dios y segunda persona de la Trinidad, había hecho ese pacto con Abraham, ninguna necesidad tenía de someterse a él, ni el Ángel se aparecería a su santa Madre amenazándola, y con todo, el Verbo encarnado se somete a esa ignominia, sin ser su carne pecadora ni concebida en pecado, pudiendo hasta en esto decir en su día: -No vine a saltar o relajar la ley, sino a llenarla y cumplirla.

     De todas maneras parece que la operación se practicó en la misma cueva. La Iglesia dedica la primera festividad del año común en el día primero de enero para celebrar la Circuncisión del Señor, ningún detalle, ningún pormenor da acerca de este acto, manifestando así la conveniencia de proceder en esta descripción con gran cautela y parsimonia.

     Y pues la Iglesia no desciende a más pormenores sobre este pasaje de la venida de la vida de Jesús y de su santa Madre, imitemos también este pudoroso recato, tanto más cuanto que de la vida de María nos ocupamos y no de la de su santo Hijo, nuestro Señor Jesucristo.



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Capítulo XIII

LA ADORACIÓN DE LOS SANTOS REYES. -LAS PROFECÍAS. -LA FESTIVIDAD DE LA VENIDA DE LOS REYES. -LA ADORACIÓN DE LOS REYES EN LA PINTURA. -CONSIDERACIÓN SOBRE LA ADORACIÓN Y PALABRAS DEL EVANGELISTA SAN MATHEO.



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- I -

     En el tiempo del nacimiento de Jesucristo, unos Magos de la Caldea, hábiles en el conocimiento de la marcha de los astros como ciencia muy común y estudiada en su país, divisaron una noche en el horizonte una nueva estrella de primera magnitud, a la que reconocieron por su rápida marcha y extraordinario brillo deslumbrador, por la estrella de Jacob, largos años antes vaticinada por Balaam, y que según su profecía, vendría a presentarse deslumbrante en el cielo en el momento del alumbramiento de la Virgen. Las antiguas tradiciones del Irán fueron recogidas por Abulfarage Zerdscht, que como sabido es fue en antiguos tiempos el restaurador del magismo; era hombre de mucha ciencia, grande astrónomo, pues que estos conocimientos eran la base de sus creencias y además había estudiado y conocía en mucho la teología de los hebreos, anunció durante el reinado de los sucesores de Ciro, y poco tiempo después del restablecimiento del templo, profecías que tuvieron su realización. Que un Niño divino nacería de una Virgen pura e inmaculada en la región más occidental del Asia, y que una estrella desconocida en su horizonte señalaría este notable suceso, y que a su aparición los magos deberían por sí mismos llevar presentes a este joven Rey.

     La magia, la interpretación sobrenatural de las cosas naturales, el comentario misterioso puesto a las cosas vulgarísimas y corrientes, extendíase por tal extremo, que había razas y reyes magos. Con la magia unían las viejas tradiciones astrológicas, intérpretes más o menos seguros, pero intérpretes, al fin, del movimiento y curso de los astros. Así es que en medio del ansia y esperanza de la venida del Redentor que había de nacer de una Virgen, la aparición de aquella espléndida estrella de hermosa luz y rápida marcha debía anunciarles un grande acontecimiento, grande y maravilloso, y éste no podía ser otro sino el anuncio del Mesías y que sus deslumbradores centelleos los guiaría a la cueva de Bethlén. Y en verdad, cuanto sucedía en aquellas horas del génesis de la Redención de nuestra alma, de la esperanza cristiana, realizaba las profecías dichas por unas y otras edades en continua sucesión hasta este momento tan esperado y deseado. No hay sino abrir los sagrados libros, especialmente el maravilloso de los Números, y ver en él de una manera clara y evidente lo que anuncian profetas ajenos, como Balaam, a las creencias de Israel. Llamado por Balac para que maldiga con altos acentos a los israelitas, los aclama y bendice al impulso y mandato de Jehová que ilumina su espíritu. Y entonces, no sólo los bendice, sino que profetiza la extensión que debía dar a los ideales de Israel su prometido Mesías. Cerráronse sus ojos al error, cegaron los de su cuerpo, y entonces abriéronse intensamente a la luz los ojos de su alma.

     Entonces, ante aquella clara videncia de su espíritu, contempló hermosas las tiendas de Jacob y hermosos los pueblos de Israel, y los compara con claros riachuelos, con vergeles bordando las márgenes del Jordán, con bosques de perfumados áloes plantados por la mano de Dios, con erguidos y hermosos cedros nacidos en los altos del Líbano. �Y como Dios sacó a los israelitas del cautiverio egipcio, les dará las fuerzas del unicornio para que devoren a sus enemigos y rompan sus huesos de éstos y ericen de saetas sus cuerpos. Fuerte como un león, se acostará, fiado en sus fuerzas, Israel. �Quién de sus enemigos se atreverá a despertarlo? Así una estrella saldrá de Jacob y levantará el cetro de Israel en tales términos que caerán los cantones de Moab y morirán los hijos de Seth�.

     El mayor entre todos los profetas hebreos, el grande y sublime Isaías, anuncia también los milagros del Mesías, y la aparición de estrella maravillosa convocará reyes de las más apartadas regiones para que conduzcan a los lugares del rey David, a los jardines de Salomón, el oro, el incienso de Sawa, camellos de Madian, dromedarios de Elfa, los marfiles de la negra y misteriosa Etiopía, mirra de la Arabia y presentes de cien y cien pueblos. Y lo mismo anuncia David en el salmo cuarenta y cinco cuando dice �cuánto se ha hermoseado el prometido a causa de verter Dios la gracia en sus labios y amar él la justicia y aborrecer la maldad, por lo cual ungiéronle con óleo de gozo y mirra, y áloe y casia exhalaron sus vestidos y recibió el oro de Offir, los brocados de Tiro, las perlas de Tarsis y el incienso de la Arabia�.

     Hay que reconocer que la estrella mística de espléndida luz guió a los reyes de Oriente hasta el nacimiento del Hijo de Dios en Bethlén. La tradición señala a Tarsis, Arabia y Ethiopía como los países respectivos en que imperaban estos tres reyes magos. La Ethiopía en aquellos tiempos como un misterio impenetrable y a Arabia como un aromoso pebetero. Desde aquella tierra, abrasada por el sol y renegrida por su luz cegadora, de hermosa y fuerte raza, tiene poblada de santuarios y viejos templos tallados en el negro y brillante ébano y marfil, venían las mágicas creencias, en tanto que de la perfumada Arabia venían las más ricas y preciadas esencias, que embriagaban con sus perfumes y cuajaban la mente de embriagadores sueños que difundían en la atmósfera y sostenían el ambiente de misterio y profecía.

     De aquí que la fe, generada por tantos y tantos inspirados profetas por la luz divina, alma y esperanza de las generaciones, animó todas estas hermosas figuras vistas en el pesebre de Belén, dándoles la hermosura de la verdad creadora de la ley divinal y que se acatan y reverencian en las páginas de la fe y las de la historia.

     Los Evangelios no dan nombre a los tres reyes, pero la tradición católica les ha dado, y de labio en labio, de siglo en siglo, han llegado hasta nosotros: y esta denomina al uno Balthassar, que significa el rey del alba y de la aurora. Melchor, que significa el rey de la plena luz, y Gaspar, que representa la idea de diadema de la obscura Ethiopía. �La celebración de la Fiesta de los Santos Reyes! �Fiestas incomparables en las creencias del alma católica, fiestas sin igual calentadas con el sagrado del santuario de la familia cristiana, en cuyo seno viven, alientan y palpitan, llenando el corazón de los padres con esa pura alegría que hace asomar las lágrimas a los ojos como muestra de una pura y santa dicha! Las fiestas del 23 de junio, la del 24 de diciembre, los nacimientos de San Juan y de Jesús, las dos fiestas de la familia se completan con la no menos santa y hermosa, la noche de Reyes.

     Con qué alegría no se esperan esas noches, la víspera de Juan, la noche hermosa de junio, cálida, llena de gratos rumores la brisa veraniega produce en las verdes y pomposas arboledas, el claro sonar de las fuentes, el perfume de las flores que embalsa una noche tibia y misteriosa, noche de santas alegrías en que gritos de �San Juan! �San Juan! resuenan por las calles y paseos de lo pueblos, las encendidas hogueras cuyas chispas suben en brillantes, ramilletes cual miríadas de constelaciones que desaparecen en un cielo azul intenso y misterioso que parece con suaves entonaciones y titilar de las estrellas celebrar la venida del Precursor de la buena nueva que ha de tener lugar a los seis meses cabales en el día más corto del año, en la más cruda estación. La fiesta de Navidad, fiesta alegre y santa que conmemora la venida de Jesús al mundo, y con la entrada de la nueva vida, la venida del Redentor. Y qué diferencia entre ambas fiestas, la primera en el campo, abiertas las puertas pequeñas para dar expansión a la expansión de alegría y vida, la segunda la fiesta del hogar, entre el chisporroteo de los troncos y los copos de nieve que caen por el cañón de la chimenea, frío, concentración de vida en torno del abrigo de los muros, congregación de todos los individuos de la familia en torno de la mesa patriarcal que presiden los ancianos, y en santa reunión entonan cánticos a la venida del Mesías, los niños que se extasían ante las figuritas del Nacimiento que representa para ellos un mundo desconocido con visiones de fantástica ilusión. Y la tercera, festividad grande para la Iglesia de Cristo, la adoración de los Santos Reyes, la adoración de los grandes de la tierra rindiendo homenaje y depositando sus ofrendas, humilladas sus testas coronadas ante un Niño nacido bajo la bóveda de una cueva, albergue de ganados, y dormido sobre el humilde pesebre de unos irracionales. �Divino misterio que la grandeza del Omnipotente coloca ante los ojos de los mortales, para que humillen su orgullo ante sus altos destinos! Festividad grande que la Iglesia celebra tan fausto día y a la que precede la misteriosa y soñada noche de venida de los Reyes.

     Noche de ilusión para los inocentes niños, que todos, en dichosa edad, hemos esperado con ansia, con zozobra, con sueño intranquilo, creyendo oír por la calle el paso de los altos camellos y el rumor de los criados colocando los obsequios de los Reyes en los balcones y ventanas, y recogiendo los modestos presentes de la paja, la cebada y la algarroba, con que creíamos obsequiar a las cabalgaduras de los fantásticos monarcas.

     Todos los hemos visto en sueños, pasar a caballo de los camellos y dromedarios, con sus altos y dorados turbantes relucientes en rica pedrería, las capas de armiño y púrpura sobre los hombros y los cálices de oro que encerraban la mirra y el incienso, que dejaban perfumes resinosos que embriagaban nuestros sentidos. Les veíamos sonreír mirando nuestros balcones y ágiles criados con blanquísimas y anchas túnicas, trepar por doradas escaleras a nuestros balcones, depositando los juguetes que nuestra ilusión deseaba y sacaban de grandes cestos que pendían de las espaldas de los camellos y entregaban a los trepadores negros niños que acompañaban al rey negro, al Gaspar, cuyos blancos dientes al sonreír tenían reflejos del nácar o cual si interna luz iluminara aquella boca.

     �Ah, qué noche de recuerdos para los que dejamos hace años las dulces e inocentes ilusiones de una juventud que ya pasó! �Ah, qué víspera del día grande para la Iglesia de Cristo en el que conmemora la adoración de los Reyes al Rey de cielo y tierra, al Redentor cuyo reinado no tiene fin, pero cuyo trono fue la pobreza y la humildad como flor la más preciada en el jardín de la Sabiduría Omnipotente!

     Qué fuente de inspiración para el artista en estos dos actos tan grandes, tan sublimemente poéticos y artísticos, el Nacimiento y la Adoración de los Reyes: pocos asuntos habrán sido tratados por mayor número de grandes artistas y todos, todos ellos han brillado en el concepto puro de esta composición inspirada por la más grande de las fuentes de belleza, la sencillez y encanto que en sí ofrece tan hermosa escena.

     Desde las miniaturas de los códices, hasta los frescos de los templos, desde las tablas bizantinas hasta los lienzos, la escena de la adoración de los Santos Reyes ha sido pintada y reproducida de mil maneras, pero brillando en todas, no sólo la ingenuidad, sino el mayor deseo de reproducir con exactitud la escena.

     Uno de los cuadros más hermosos y que demuestran cuanto llevamos dicho, es el de un pintor cuyo nombre no es de los que con solo pronunciarle se resume su fama: Gentile es el artista a quien aludimos, y en el museo de Florencia puede contemplarse esta hermosa obra de tan sentida inspiración. Hay que tener presente que en éste, como en otros muchos cuadros de aquellas épocas, la verdad y propiedad indumentaria no es la más acertada, y trasládase la escena y los personajes a la época en que se pintó el cuadro, y así vemos pajes, damas y caballeros del siglo XIV y XV adorando al Señor, acompañando a Santa Isabel en el nacimiento de María, a soldados con armaduras de dichos siglos escoltando o guardando al prisionero Jesús en su dolorosa vía del Calvario. Pero, aparte de esas inexactitudes históricas, fijémonos en el sentimiento, en el espíritu del artista, que sintiendo aquel grandioso acto, supo trasladarle al lienzo con verdad y dulzura. En el cuadro del citado Gentile forma el fondo de una composición arquitectónica de tres arcos, bajo los cuales se ve un conjunto bien estudiado de pajes, heraldos y cortesanos como acompañamiento de los reyes venidos en caballos de hermosa estampa y ricamente paramentados. La figura de la Virgen, muy sencilla, muy primitiva en sus líneas, casi temerosa baja la amplia frente en busca del Niño que tiene sentado sobre sus rodillas. Este es hermoso, ingenuo en su dibujo, y sonriente pone su manecita sobre la calva frente de uno de los monarcas casi tendido a sus pies, que ha dejado en suelo la corona, que es magnífica, deponiendo y adorando la pobreza y humildad ante el Niño Dios sus riquezas y poder, según le acusan los brocados y pedrerías. La cabeza del monarca es hermosa y la coloración del cuadro es simpática y dulce la luz difundida en todo él. No obstante la belleza de esta pintura en que tan bien se expresa la adoración de las grandezas humanas a la humildad y modestia del Rey de cielos y tierra, en la que el artista supo tan acertadamente combinar todos estos pensamientos, dándole forma tangible que impresione por la vista al que la contempla, Poselino, en su cuadro, la realiza de una manera más natural y sencilla, menos grandiosa por el decorado, pero más grande por esa misma verdad y realismo poético con que está traducida en la obra de arte.

     En el lado izquierdo del cuadro vense dos caballos fuertes y pesados, de verdadera raza del Norte, a los que sigue una muchedumbre de cazadores que expresan su alegría soltando los rapaces halcones que elevan su vuelo. En el centro los reyes con su espléndida corte, vestida toda ella con los lujosos trajes del renacimiento florentino y en el lado derecho bajo el portal de Bethlén, construcción puramente medioeval, se ve a la Virgen sentada humildemente con su Hijo en el regazo, contemplando sonriente las ofrendas que aquéllos presentan al Niño. La escena varía en su presentación con el cuadro de que hemos hecho mérito. Pero en superior belleza nuestro Museo de Madrid encierra dos obras notabilísimas, sumamente apartadas la una de la otra: la una es de Velázquez, la otra de Rubens. Entre ambas, como hemos dicho, el punto de vista de la grandiosa escena no puede ser, como hemos apuntado, más distinto. Velázquez ha pintado la realidad con demasiado prosaísmo, el flamenco la ha tomado por el lado contrario, lo artificioso, convencional y de aspecto teatral. Velázquez pinta las figuras reales arrancadas de lo humano, son copia de personas que se mueven en el escenario de la vida, no son creaciones de la imaginación, son seres vivientes arrancados de la prosa de la vida. No hay riquezas, trajes deslumbrantes ni pedrería, no, no hay convencionalismos contrarios a la verdad histórica que desfiguran un hecho, tanto más grandioso y sublime cuanta mayor es su sencillez y pobreza. La Virgen está sentada sobre unas piedras labradas de cantería, cual restos de una construcción antigua desplomados sobre la tierra, viste túnica de color rosa pálido, algo descolorido, manto de obscuro azul y blanca toca muy rebozada en la cabeza: con sus manos sostiene a su divino Hijo, fajado humildemente, y con amor presentado a la adoración de los Reyes, los cuales, arrodillados, y en pie el tercero, acompañado de un paje, que mira con curiosidad a la Santa Familia, como no dándose cuenta de una adoración de sus reales señores a tan humildes gentes: un cielo puro como la mirada de María y un paisaje que denota conocimiento del país, terminan esta escena tan real como sencilla, tan pura como sentida en su humildad y grandeza a la par.

     En el cuadro de Rubens, por lo contrario, el estudio, la composición, la afectación y el conjunto, los efectos teatrales predominan en la obra. Brocados, terciopelos, oro, estofados, tisúes, arquillas cinceladas, jarrones de oro, cálices, copas, pebeteros, caballos, camellos, dromedarios, pajes vestidos con refulgentes dalmáticas, reyes cargados con toda la riqueza del vestido, coronas, cetros, arreos militares y las preseas y cadenas, usuales en las cortes de España y Francia, aparecen correctamente trazadas con los deslumbrantes efectos de una luz intensa, viva, que se descompone y centellea con los cambiantes del iris al quebrarse en las mil facetas de tanta pedrería, oro y plata, colores brillantes, con reflejos que ciegan y deslumbran. Todo ello reunido en corto espacio y limitado por la superficie del lienzo, a través del cual se ven horizontes extensos en que se adivina el campo de Italia más que el sereno y melancólico de Palestina. Aquel conjunto parece vibrar a impulsos de tanta luz, de tal estrepitosa animación, y la vista cree oír gritos de alegría, voces de entusiasmo y ese murmullo que el asombro produce en las multitudes ante algo que las anima y entusiasma. La Virgen resulta aquí una de aquellas reposadas damas flamencas, rubias, pálidas por la excesiva transparencia de un cutis bajo el cual se adivinan las azules líneas de las venas, el Niño hermoso, con más apariencia de sajón que un niño de la fina raza de Palestina, de enérgicas líneas y escaso de linfática grosura, forman, como hemos dicho, un conjunto, que si artístico, maravilloso en su dibujo, rico en el color, magnífico en la ejecución y perfecto en la transcripción de las humanas fisonomías, no tiene, en medio de su maravilloso conjunto, la verdad, la hermosura y la bíblica realidad y encanto de la obra de Velázquez, que si gusta, atrae y encanta, en cambio no conmueve, no llega al corazón como la obra incomparable del pintor español.

     La escuela valenciana no dejó de representar un acto tan grandioso para la vida de Jesús y de María principalmente, que es la que como Madre pudo llenar en aquel momento su corazón de puro gozo al ver adorado y obsequiado su Hijo por los potentados de la tierra, que de lejanas venían a presentar sus ofrendas al Mesías anunciado por los profetas. De Juan de Juanes conocemos también una Adoración de los Reyes de no gran tamaño, y en cuya representación el famoso pintor de la Inmaculada reprodujo con verdad y la pulcritud característica de sus obras el acto de la ofrenda; también los detalles arquitectónicos carecen de verdad, pues que acomodó a los detalles de la época la representación: unas ruinas de portal, el horizonte con paisaje, cielo azul en el que brilla la misteriosa estrella, unos reyes modelos de ejecución en sus hermosas cabezas y fina ejecución de unas barbas y cabelleras que obscurecen la realidad, trajes ricos pero sin ostentación, presentan, arrodillados ante el Niño, sus dones, cuya escena contempla María con plácida sonrisa; un Niño Dios, que es un modelo de belleza infantil, al que rodea una atmósfera de divina luz, y cuya mirada penetrante, clavada en las hermosas cabezas de los reyes, parece comunicarles su celestial luz. El rostro de María es de una plácida hermosura tan poco terrenal, que eleva el espíritu a la contemplación de la pureza de la Santa Madre del Redentor: San José contempla aquella escena, se apoya en un cayado, descansando su blanca barba sobre las manos, de una ejecución admirable, sonríe al ver alargar las manecitas al Niño. Es uno de los cuadros menos conocidos del inmortal pintor, y del que poca mención han hecho los historiadores del concepto pictórico, y es uno de los que más se ajustan a la verdad evangélica y la inspiración del verdadero pintor cristiano. En él se reasume la veracidad y realidad del hecho con la majestad que debe imprimirse a acto tan grande para la vida de María, de Jesús y de la Iglesia Católica, que desde los más antiguos tiempos ha procurado representar la solemne adoración.

     Antes que la pintura saliera de los estrechos límites de las iluminaciones de los códices, ya en ellos encontramos representada la Adoración en muchos de los siglos XIV y XV, ejecutada con más exactitud que en los tiempos posteriores en que la fantasía quiso idealizar por medio del lujo la grandiosidad del hecho.

     Y dejando este punto en que hemos procurado dar a conocer la presentación de este hermoso pasaje, para que se comprenda cómo el arte ha procurado enaltecerle para dar idea por la vista de este notable y providencial hecho profetizado por los inspirados por Dios, continuaremos la narración de la celebración por la Iglesia de la festividad de la Epifanía.

     No es ya San Lucas quien narra este interesante pasaje de la adoración de Jesús por los Magos con la visita a María, cuyo nombre no omite San Mateo, a quien somos deudores de esta relación tan curiosa e interesante y en la que aparece el nombre de la Señora a pesar de la pretendida obscuridad a que han querido relegarla los que en su frío racionalismo y fe sin caridad cual los protestantes, quieren y han querido rebajarla del pedestal hermoso en que Dios Omnipotente la quiso colocar para la veneración de los discípulos de la pura doctrina y salvadora misericordia de su Hijo.

     Mas, a la narración clara, sencilla y hermosa del Evangelio, hay que añadir algunos antecedentes que demuestran la verdad, la majestad de un hecho tan hermoso y profetizado y reconocido por los paganos y sus escritores e historiadores. El misterio de la Adoración de los Reyes se completa con la de los Pastores en el divino misterio del nacimiento de Jesús. La lección y enseñanza que de este acto se desprende, es una repetición, pero de mayor enseñanza. Es Jesús niño adorado en los brazos de María: no parece sino que Jesucristo gusta tanto de aparecer niño en el regazo de María, que nada de cuanto a ello conduce quiere pase en silencio. En ningún tiempo de su vida apareció tan hombre, ni fue reconocido tan Dios, y como de María, quiere sacar el testimonio más sensible de su debilidad humana, y sobre la pura Virgen refleja el resplandor más vivo de su divinidad.

     De aquí que para este alto fin no bastaba la adoración de los pastores, de los sencillos e ignorantes, de los judíos, necesitábase más la adoración de los gentiles, de los grandes coronados y extranjeros al pueblo de Israel. Era la adoración por parte de los que no habían escuchado la voz de los profetas.

     Como comprobante de cuanto vamos relatando, diremos que el celestial prodigio de la estrella que atrajo a los Magos del Oriente a la humilde cueva de Bethlén es un hecho, recordaremos la gran circunstancia histórica en que se manifestó y que era su preparación, a saber, que era opinión antigua y acreditada en todo Oriente, fundada en antiguos oráculos, que en aquel tiempo debía salir de la Judea un Poder que regeneraría el Universo. Los historiadores, Tácito Suetonio y Josefo, refieren este rumor en términos muy semejantes, que demuestran ser ecos de aquél. Cicerón y Virgilio, el primero en su tratado de Adivinación, y el segundo en la cuarta Égloga, demuestran que ésta era la gran preocupación de su época, preocupación que Vespasiano y Herodes trataron de aplicársela en su provecho. Y Josefo y el Evangelio dan voz de alerta y San Matheo dice (XXIV. 23 y 24): �Si alguno os dijere: el Cristo está aquí, o está allí, no le creáis; porque aparecerán falsos Cristos, que harán grandes señales y prodigios; de suerte que a los escogidos, si fuere posible, caerían en error�.

     Es opinión general que los Magos venían de la Arabia y así lo indican sus presentes; eran de importancia, así como Emires, que juntaban entre sí los tres caracteres de la Ciencia, la Religión y la Soberanía. Su religión era el Sabeísmo o culto de los astros, representando por este culto una de las fases del error en que estaba sumido el gentilismo, y en esto se manifiesta la Providencia, atrayéndolos a los pies de la cuna de Jesús, haciéndolos como comisionados de lo porvenir, señalándolos como las primicias de la conversión del gentil al Cristianismo.

     Esclarécese más este designio cuando se le compara con la adoración de los pastores. Estos representaban al pueblo judío, y como la doctrina del Mesías debía reunir a los dos pueblos, al judío y al gentil, su cuna recibe las adoraciones de ambos. Hay no obstante una aclaración que hacer en este punto, y es que el judío es hijo de la primera alianza, de cuya ley ha huido el gentil, y por esto los pastores son los llamados por los Ángeles como por hermanos e iguales. Mas los gentiles tienen sólo el espectáculo de la naturaleza, la luz exterior del sol y de las estrellas que han convertido en sus dioses, y por ello la Providencia se sirve de esa causa de su extravío religioso para hacerla instrumento de su conversión a la luz verdadera, al astro divino que acaba de nacer.

     Una estrella los indica, los señala, los atrae y conduce a Bethlén, una estrella milagrosa, una estrella inteligente, mejor dicho, un destello de la sabiduría divina concentrado en tan hermosa estrella. Y esto mismo dan ellos a entender cuando dicen Hemos visto su estrella, la estrella anunciada, aquella hermosa constelación que no hacía sino asomar y centellear deslumbrante, apareciendo y ocultándose a la vista de los asombrados Magos.

     Hay motivos fundadísimos para creer, que esa estrella, además del interior atractivo que ejercía Jesús en el corazón de los Magos, hallaba un auxiliar muy poderoso en la preocupación general que volvía todas las miradas del Oriente y Occidente a la Judea, al lugar misterioso en que debía cumplirse la profecía de La Estrella se levantará de Jacob, de Jacob saldrá el dominador.

     Que esta era la creencia general, lo demuestra el discurso de la divina relación, según San Matheo:

     �Habiendo pues nacido Jesús en Bethlén de Judá en los días del rey Herodes, vinieron del Oriente a Jerusalem unos Magos.

     �Diciendo: �dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos en Oriente su estrella, y hemos venido a adorarle.

     �Y oyendo esto el rey Herodes, se turbó, y todo Jerusalem con él.

     �Y juntando todos los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, les preguntaba dónde debía nacer el Cristo.

     �Y ellos le dijeron en Bethlén de Judá, porque así está escrito por el profeta.

     �Y tú, Bethlén, tierra de Judá, de ningún modo eres la más pequeña entre las ciudades de Judá, porque de ti saldrá el capitán que gobierne mi pueblo de Israel.

     �Y entonces Herodes, llamando ocultamente a los Magos, averiguó cuidadosamente de ellos el tiempo en que les había aparecido la estrella.

     �Y los envió a Bethlén diciendo: id y preguntad con disimulo por el Niño, y en hallándole dadme noticia para ir yo también a adorarle.

     �Los Magos habiendo oído al rey, marcharon. Y he aquí que iba delante de ellos la estrella que hablan visto en el Oriente, hasta que llegando se paró encima de donde estaba el Niño.

     �Y viendo los Magos la estrella se llenaron de una alegría muy grande.

     �Y entrando en la casa, encontraron al Niño con su Madre María, y postrándose, le adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra.

     �Y habiendo recibido en sueños aviso de que no volvieran a Herodes, se volvieron a su país por otro camino�.

     Con tanta hermosura y sencillez bíblica relata el Evangelio la llegada y visita de los Magos a la cuna del Redentor, y nada decimos en confirmación de este grandioso hecho mas que las consideraciones que sobre la adoración se desprenden y consignamos, terminando este pasaje con las sublimes palabras del Evangelista.

     Hemos hablado del hecho admirable del nacimiento del Hijo de Dios, de la adoración de los Pastores y de los Reyes Magos, de un hecho tan grandioso para la Iglesia en la solemne fiesta de la Epifanía y por la narración del Evangelista hemos visto la participación que en el hecho tuvo María, como prueba irrecusable de su coparticipación y prueba evidente en contra de los anticatólicos, que ha pretendido dar una obscuridad a la vida de la Señora que correspondiese a los fines propuestos por los racionalistas y filósofos. Vése, pues, de una manera clara y evidente, que María tuvo la participación correspondiente que el cielo la había señalado, y su nombre aparece, figura y participa en todo cuanto es necesario a los fines señalados por Dios y para la armonía de tan memorable hecho.



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Capítulo XIV

BETHLÉN; SU TRADUCCIÓN AL CASTELLANO, SU SITUACIÓN, SU HISTORIA. -TEMPLO DE LA NATIVIDAD, SU HISTORIA, LA SANTA, GRUTA, SU ESTADO ACTUAL, ALTAR Y CRIPTA DE SAN JOSÉ Y DE LOS SANTOS INOCENTES.



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- I -

     Cuantos han visitado a Bethlén, dicen que un contento especial se experimenta en sus campos, peñas, horizontes y hermosos celajes, tan puros, de luz transparente, tan diáfana como encantadora; la alegría impera en aquel hermoso valle, así como contrasta su verdura, su hermoso panorama, tan cubierto de variada vegetación y flora, con los tintes y melancólicos alrededores de Jerusalén, tan llenos de ruinas y de tristes recuerdos. El trayecto que media entre ambas ciudades es corto, en dos o tres horas a caballo se recorre la distancia que separa a las dos conocidas ciudades que podemos denominar la cuna y el sepulcro, nombres que llevan en sí ideas tan distintas, la vida y la muerte, y aquí que la naturaleza, en sus aspectos, responde con su conjunto a ideas tan diferentes. Viniendo de Jerusalén el viajero ha de pasar por el sitio en que estuvieron y se ostentaban los célebres jardines de Salomón. Aquellos encantados vergeles han desaparecido y las hordas de los ejércitos, que sólo siembran desolación y tristeza, saqueo y destrucción, llantos y maldiciones, que es la gloria militar, no ha dejado más que el nombre y ni un vestigio ha quedado de aquellos vergeles.

     �La campiña de Bethlén cuántos puntos de semejanza con nuestras campiñas orientales de España! como en ellas, como en esas hermosas riberas del Mediterráneo, sin igual en el mundo, ni aun en la misma Italia, el nopal retuerce sus carnosas ramas, sus anchas hojas semejan palas que esperan el rojizo fruto azucarado, de su seno, para rebotarlo cual espinosa pelota, el áloe, con su fantástico aspecto, el blanquecino y honrado olivo, con sus sazonados frutos que destilan el bálsamo de la luz que ilumina el templo y la antigua lámpara del doméstico hogar, el fuerte y laborioso algarrobo con sus hojas de brillante verde y sus negros frutos destilando miel y nutritivo alimento para el ganado y para el hombre, pues por algo se le denomina pan de San Juan, por haberle servido de alimento en desierto; la higuera, tan pomposa, con su lujuriante verdura y tan falsa en su madera como lo es su indigesto fruto, el amarillento albaricoquero, el ciruelo y el bíblico cinamomo se alinean en los ribazos delimitando las heredades y formando un hermoso cuadriculado que encierra fecundos campos en que amarillea el dorado trigo, el ruidoso maizal y la enana judía, forman un inmenso tablero en el que se destacan como grandes punzones que sujetaran aquel hermoso tapiz las erguidas palmeras, mecidas y adormidas en su polen embriagador, cimbreantes a los impulsos de la suave brisa. A lo lejos, los montes de Moab, con su tono violáceo, dulcificado por la distancia, cierran un horizonte tan bello y encantador que el viajero se siente con alegre deseo de pisar aquella tierra, desmontar y arrancar las flores que bordean las sendas que recorre su caballo, antes de llegar a aquel pueblo que blanquea, dominado por imponentes cúpulas que coronan aquella agrupación de edificios y que sólo parece accesible por la parte que recorremos viniendo de Jerusalén, y en la que penetraremos por la misma puerta que entraron José y María cuando a ella llegaron en demanda de hospitalidad.

     Tal es el aspecto de la antigua Efrata, viniendo por la parte de Jerusalem, por la que llegamos a la dichosa Bethlén, la casa del pan, cuya es la significación castellana de Bethlén. Los hijos de esta ciudad son apuestos y de bella configuración, se llega entre ellos a eda muy avanzada. Las mujeres descuellan sobre todas las de Palestina por su hermosura, y sólo admiten como rivales a las de Nazareth. Ambas se distinguen por sus hermosos y artísticos trajes. Visten túnica azul con mangas perdidas, adornada con hermosos recamados, capa o manto rojo (mendir), y a la cabeza la ligera y blanquísima toca, con el casquete (salna) adornado de menudas monedas y medallas de plata y oro graciosamente combinadas, y cuya especie de mitra realza su hermosa estatura y escultóricas proporciones. Su calzado consiste en sandalias las pobres y zapatos con tacón las de las clases más ricas, y cuyos colores varían del amarillo, rojo o negro: las de clase inferior usan también el gorro y el manto blanco como las nazarenas, y la túnica azul pero lisa, sin estofado ni bordados.

     Los hombres son robustos, de rostro agraciado, negra barba que tiende a azulado como sus ojos, son apuestos y gallardos. Pasan por valerosos y turbulentos, pero lo desmiente su trato franco y amable, que hace borrar esta fama. Visten el elegante traje del país con sus sacos o gabanes en forma de jaique listados de vivos colores, y cubren su cabeza con el característico gorro.

     Antes de entrar en Bethlén, se encuentra una antiquísima construcción que denominan la Tumba de Raquel, y de la que luego cuando visitemos los monumentos de nuestra fe hablaremos de ella y de su importancia. A la derecha del camino sobre una colina se ve el pueblecillo de Beit-Djalet, y entre sus modestos edificios descuella el Seminario que ha construido el Patriarca latino. Lentamente nos hemos ido acercando a la ciudad de la alegría, a la ciudad cuna del Salvador, circunstancia que la embellece más y más a nuestros ojos. Sus jardines en que crece la anémona encarnada de brillante y espléndido color, las pimpinelas amarillas y azules, los numerosos jacintos y un hermoso clavel silvestre que no conocíamos, forman como una guirnalda en torno de aquella ciudad tan hermosa, tan simpática con la especial construcción de sus hermosas y artísticas casitas, tanto, que el ánimo desea penetrar en ellas, penetrar en las alegres casas tan llenas de macetas con variadas flores, y subir aquellas escaleras al aire libre con rústicas barandillas de madera, y que desde aquí contemplamos en una hermosa tarde de primavera en que una brisa tibia y perfumada con el aroma de las flores y del heno de sus campos, parece elevar un himno de luz y de perfumes a la Divinidad que la eligió por cuna de su Hijo amado.

     Bethlén reúne aún mayor encanto para el viajero que llega a sus puertas, el encanto de la proverbial amabilidad y cariño de los belemitas, que en número de más de dos mil quinientos de sus habitantes son católicos, mil quinientos griegos, unos cuatrocientos armenios y seiscientos los musulmanes: tal número de católicos y cristianos consuela el alma, y decimos: Bethlén está en Palestina dominada por el islam, pero es una ciudad católica; sus hermanas, muertas de consunción; y esto tranquiliza el ánimo y alegra el alma.

     La ciudad se encuentra encerrada en sus antiguos límites, no porque murallas limiten su recinto e impidan su expansión, no, es la misma naturaleza, es la misma situación topográfica la que le impide, extenderse.

     Una grata impresión produce la entrada en la ciudad, sus calles algo más cuidadas y limpias, con la blancura de aquellas especiales construcciones, produce efectos de bienestar, de trabajo y de vida laboriosa, pues Bethlén, además del cultivo de sus campos, tiene vida industrial dedicada a trabajar el nácar, rosarios, cruces y otros mil objetos piadosos que de aquélla llegan a nuestras ciudades.

     Diremos ahora cuatro palabras de su antigua historia y visitaremos los inestimables templos de nuestra fe, la cuna del Redentor, en la que oraremos y besaremos las venerandas reliquias de los objetos que el Salvador consagró con su cuerpo o con su presencia.

     Efrata, que en lengua hebrea significa feracidad, riqueza agrícola, fue el antiguo nombre de Bethlén: dícese que Abraham, al visitarla, la llamó Beth-Lehem o casa del pan, de donde tomó el nombre con que hoy es conocida. Asienta sobre dos colinas oriental y occidental, rodeadas por Norte, Este y Sur, por los hermosos valles que hemos descrito: está sobre el Mediterráneo a una altura de ochocientos cuarenta metros. En ella nació y vivió David, siendo allí mismo ungido por Samuel; en tiempo de las Cruzadas Tancredo se apoderó de ella, clavando su estandarte de la cruz sobre la iglesia del Nacimiento, en la misma hora en que nació el Redentor del mundo. Bethlén ha sufrido, como todas ciudades de Palestina, los reveses de la guerra, y ha visto incendiados y devastados sus templos, saqueadas sus casas y perseguidos sus habitantes católicos. Hoy goza de una mayor tranquilidad y sus pacíficos habitantes pueden dedicarse a las industrias sin temores de nuevos atropellos, pues la media luna no anda tan creciente que su menguante no se manifieste de una manera ostensible. Excusamos extendernos en más detalles históricos, pues lo que interesa a nuestra narración son los grandiosos hechos de la vida de María, relacionados al par con los de su Hijo, y dar a conocer las memorias que los católicos veneramos en aquella tierra consagrada por el Salvador y su Santísima Madre: así, pues, basta con lo enunciado, y encaminemos como peregrinos nuestros pasos a la iglesia de Santa Catalina y bajemos a la santa cueva en que nació Jesús.



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- II -

     Subiendo por aquellas angostas calles, que baña un sol espléndido, deslumbrador, que ciega con la reverberación de tanta blancura, llegaremos a una gran plaza, y al entrar en ella, antes de que nuestra pluma presente las impresiones personales que en nuestro corazón produce la avenida, atrio o compás que precede al templo, dejaremos que antiguos peregrinos nos la describan, pinten y nos trasladen sus emociones ante aquel sagrado recinto, que haría latir su corazón como latía el nuestro al ver próximo a la realización tan noble y deseado momento de visitar la cuna del Redentor del mundo.

     Fray Antonio del Castillo, que escribió en 1620, dice en su obra El Devoto Peregrino:

     �Antes de entrar en la iglesia hay una plaza muy grande toda cubierta de piedras blancas muy lindas, tres cisternas se ven en ella, y a la parte que mira al Occidente existe un edificio el cual llaman el estudio o escuela de San Jerónimo por ser aquí donde el Santo enseñaba a sus discípulos; mas hoy está hecha caballeriza y allí meten sus caballos los turcos que van y vienen a Hebrón. Tiene la iglesia cinco naves, sustentadas sobre cincuenta y dos columnas de pórfido, que no tienen precio ni hay otras en el mundo. Las paredes están cubiertas de medio arriba de mosaico, con muchas historias del Testamento Viejo y Nuevo, apropiadas al misterio de la Natividad del infante Jesús; de medio abajo lo están de jaspes blancos, negros y rojos, cosa que vista causa maravilla. Todas las maderas y vigas son de cedro. La portada es grandiosa y tiene tres puertas; las dos están tapiadas, y la de enmedio también casi toda, de modo que no hay más que una puertecita muy pequeña por donde se entra medio inclinados. La razón es porque no se entren los turcos con sus caballos a estar allá dentro, que lo hacen; y así todas las puertas de los cristianos están de igual manera, porque en viniendo los turcos, luego se entran a aposentar con los caballos en lo mejor de la casa. Toda la iglesia está cubierta de plomo, y tiene un maravilloso ventanaje, con hermosísimas flores y labores de mosaico, que causa maravillosa y agradable vista�.

     Aquilante Rocheta, que visitó en 1599 la basílica, dice que la cubierta de plomo fue colocada en el mismo año de la toma de Granada y que a esta obra contribuyeron los Reyes Católicos, y por último, Chateaubriand, cuando hizo su viaje a Tierra Santa, dice:

     �El convento de Belén está unido al templo por un patio de elevados muros. Lo atravesamos, y por una puertecita lateral penetramos en la iglesia. Data ésta, sin duda alguna, de remota antigüedad, y aunque varias veces reparada, conserva visibles muestras de su origen griego: tiene forma de cruz, y adornan la nave cuarenta y ocho columnas de orden corintio, dispuestas en cuatro líneas, columnas que miden dos pies y seis pulgadas de diámetro junto a la base, y diez y ocho pies de altura, contando la base y el capitel. No tiene la nave bóveda, así es que las columnas sólo tienen un friso de madera, el cual sustituye al arquitrave y a la cornisa; en las paredes se apoya una armadura de madera de cedro, pero esto es un error. En los muros, que en otro tiempo estuvieron adornados con cuadros de mosaico y con pasajes del Evangelio escritos con caracteres griegos y latinos, de los que se observan aún vestigios, ábrense grandes ventanales. Los restos de mosaico y algunas tablas que existen aún en diferentes puntos, son muy interesantes para la historia del arte; por lo general presentan las figuras de frente rectas, tiesas, sin movimiento y sin sombra; pero su efecto es majestoso y severo, como noble su carácter�.

     Otro viajeros modernos describen esta monumental basílica, tan digna de estudio y de veneración para el católico: muchos son los que acerca de ella han escrito, y después de citarlos y dar sus impresiones personales, daremos las nuestras ante lugar tan maravilloso para la fe, del lugar cuna del Salvador y punto de donde arrancó la poderosa luz del Evangelio que había de iluminar al mundo e imperar en los corazones como ley de la redención y de la esperanza.

     D. Ángel Barcia, en su citado viaje a Tierra Santa, dice: �Seguimos, primero, una calle ancha, desde la que se descubre el panorama de la ciudad, los conventos de la Basílica y las vertientes que bajan al valle; otra más estrecha después en que está el bazar, y al fin de ésta nos encontramos en una gran plaza, o más bien una inmensa explanada, descubierta por la izquierda, por donde el terreno, lleno de losas sepulcrales, desciende en rápidas pendientes. Al frente, con un aspecto, teatral, se alzan los muros medioevales, cortados en planos y líneas grandiosas, de los tres conventos latino, griego y armenio, que rodean la soberbia basílica constantiniana que cubre la gruta de la Natividad, el portal de Belén. Nada más hermoso que esta plaza. Es una decoración admirable. La falta completa de simétrica monotonía que hace la delicia de los civilizados alineadores de casas, junto con un grandioso estético y libre, presta a aquel montón de edificios algo de lo que tiene la naturaleza no estropeada por el hombre, y hace que la obra de éste se una perfectamente con la obra de aquélla; entre aquel magnífico extremo de la ciudad de David y las colinas sobre que asienta con sus hermosos fondos de la sierra de Moab, puede decirse que hay cierta unidad de factura�.

      Y en verdad que es necesario contemplar a la espléndida luz meridional aquella desierta plaza, aquel vasto terreno, cerrado en parte por las románticas paredes de ennegrecidos sillares, en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el claro y armonioso piar de las golondrinas, tan numerosas y alegres, que recuerdan la soledad silenciosa de los campos de nuestra España en algunas regiones, como en la de Valencia, donde no se oye el canto de pajarillo alguno, pues en su afán de destrucción los naturales de aquel país, ni aun dejan vivir al inocente pajarillo, alegría del campo, y que con insensatez suma aniquilan a la inocente golondrina, tan respetada y querida por los mismos beduinos. Por aquella desierta plaza cruzaban con rápido vuelo, semejante a vertiginosa caída, para remontarse a posar en lo alto de los tan vetustos paredones que encierran la basílica constantiniana y la cuna del Señor, siendo ellas como sus guardianes y cantores. El aspecto de aquel vasto compás con sus desiguales construcciones, sus quebradas líneas, todo sellado con la patina de los años, con ese color de oro viejo que la luz abrasadora del sol comunica a la piedra dándole tonos tan suaves como atractivos, nos encantaba y largo rato permanecimos contemplando aquel hermoso conjunto y el panorama que por el lado que deja franco el horizonte se admiraba, llegando nuestra vista hasta los límites que cierran los montes de Moab con sus atractivas líneas. No hubiéramos abandonado tan pronto aquel hermoso mirador, si el ansia y el deseo de penetrar en la iglesia y descender a la cripta de la Natividad no impulsara nuestro ánimo con vehementes deseos, con ansia de humillar nuestra frente ante la piedra en que descansó el santo pesebre, cuna de un Dios, �cuna del Verbo humanado al descender de los cielos!

     Contemplemos por última vez por hoy este hermoso agrupamiento de edificios, el convento latino, la basílica de Santa Elena y la iglesia de Santa Catalina, todo ello circuido de los recios muros y grandes sillares, con los macizos contrafuertes y las torres almenadas que le dan aspecto de inexpugnable fortaleza. El lado Norte le ocupa el convento latino: el del Oeste se alza sobre el terreno que en tiempos pasados fue el espacioso atrio rectangular de la basílica con pórticos elevados y aljibes, y en el Sur el convento armenio por donde tiene la entrada en el convento griego. Al Sureste una grande extensión junto al presbiterio adornado por un jardincillo y en la parte Noreste, que como hemos dicho, deja libre el valle, se descubre el horizonte de que hemos hecho mención.

     Tal es el conjunto de este incomparable y grandioso escenario que prepara el ánimo para más gratas impresiones, avancemos, entremos en el vasto claustro.

     Penetramos a través de humilde puerta y nos encontramos el claustro, construcción de los Cruzados: claustro de desnudas y sencillas ojivas que hacen pensar en aquella edad de hierro, de fe y de constancia para acometer empresas cual las legendarias Cruzadas, inspiración de toda poesía, poema de grandeza y de heroísmos, para venir a comparar aquella edad con nuestra prosaica, fría, calculadora y egoísta edad en que no hay más interés ni móvil que el interés utilitario de la esfera de los sentimientos y goces materiales. Aquellos muros que fueron blancos y hoy conservan un tinte agrisado que acusa su antigüedad, aquellos arcos tapiados con viejas paredes en la parte que da al patio, respiran un ambiente de sufrimiento y convulsiones de luchas y profanaciones, que llenan el corazón de tristeza y de esa melancólica poesía de las ruinas.

     Por una puertecilla que comunica con el templo, penetramos en él, pero al contemplar desde ella parte del interior de aquél, la vista percibe un ambiente de luz azulada, de una luz dulce y misteriosa que contrasta con la intensa, difusa y deslumbradora que reina en el patio. Penetramos en la iglesia y el ánimo se sobrecoge ante aquella dulce calma, la vista reposa descansada con aquella luz suave que produce en la retina una sensación de frescura y bienestar. La vista se explaya entonces con la contemplación de la basílica más hermosa del mundo. No conocemos nada que iguale a este templo en majestad, sencillez, gusto y sentimiento religioso. Las primitivas basílicas del arte latino, esos templos tan sencillos, tan llenos de unción cristiana como Santa María de Naranco, Santa Cristina y San Lino, tienen para mí más encanto, más belleza y espíritu cristiano que esas catedrales góticas, tan admiradas, tan espirituales y llenas de encanto y delicado arte. Bellas son, sí, no hay que negarlo; aquellos rosetones calados con vidrieras de colores que tamizan la luz en torrentes de topacios, turquesas y esmeraldas, y a través de las cuales parece entreverse la luz del paraíso, son hermosas, incomparables muestras de un arte que siente y traduce las aspiraciones a la felicidad eterna del Cristianismo. Pero bellas y tanto más lo son para mí esas basílicas de redondos arcos, de techos alfarjiados, o de robustas bóvedas, de estrechos ventanales y monolíticas columnas, parecen encerrar en sí algo de la catacumba, algo de los tiempos de la persecución cuando las virtudes y la fe se aquilatan en el crisol del sufrimiento y del martirio, templos en que entra por mucho la elevación y el triunfo de Jesucristo, pero fortalezas al exterior para resistir todavía el empuje del enemigo: templos en los que se combina con aquellas columnas el rumor de las pesadas armas, el camisote de malla con el relucir de la Franciska de doble filo. Aquella sencilla majestad, que sin acudir a lo aparatoso, resulta grande en su misma sencillez, armoniza mejor en nuestro concepto con el Evangelio, con el espíritu católico en su severa grandeza y bondad.

     Así pues, no os extrañe que al contemplar aquella iglesia tan grande y tan pobre en su despojo, tan grandiosa en su primitiva sencillez, mi admiración y entusiasmo me hicieran enmudecer y contemplar con la mirada hundida en aquel bosque de rojas columnas de pórfido veteado de azul y se elevara mi espíritu en medio de aquel caos de color que giraba ante mis ojos iluminado por una luz tan suave como misteriosa. Ante aquel templo, tan genuinamente latino, ante aquel augusto monumento, que califico como el más antiguo y el más propio y verídico, auténtico y fehaciente del cristianismo, mis rodillas se doblaran y humillado contemplara aquel espacio de mundo encerrado por muros y cubierto por sencilla techumbre, todo ello evocado por el genio del arte inspirado en la santa idea del catolicismo que sobre su cuna se levantó para cubrirla como digno fanal de tan inapreciable joya.

     Cuando la imaginación y el sentimiento artístico rebajó sus vuelos, cuando el goce estético dio lugar a la razón, al examen de tanta belleza, entonces comenzamos a ver, principiamos a reconocer el mérito y el valor de aquella joya arquitectónica, tan singular, tan hermosa, que no tememos en creerla superior -en el concepto del sentimiento católico- al mismo San Pedro de Roma, a todos los templos modernos en que la belleza estriba en el conjunto matemático de la potencia y de la resistencia.

     Entonces es cuando podremos dar, como lo vamos a hacer, la descripción de tan hermosa e inspiradora Basílica, aun cuando la despojáramos de grandiosa idea, del gran joyel sobre que descansa, y prepara el ánimo para las dulces, gratas e inspiradoras alegrías y dichas que nos esperan en las criptas del templo.

     Este notable monumento fue construido sobre el terreno adyacente al en que se halla la santa cuna de la Natividad del Señor, por la emperatriz Elena en los años de 327 del nacimiento de Jesús. La planta es la de cruz latina y sus proporciones son majestuosas. Tiene de Oeste a Este, pues esta es su orientación, cincuenta y seis metros y treinta y cinco y ochenta centímetros de anchura en transepto, y la de las naves es de veintiocho con treinta centímetros. Hoy la nave no se ostenta en toda su majestad y proporciones merced a una pared que la estupidez y barbarie de los cismáticos griegos han levantado, cerrando el templo en su longitud y dejando la parte inferior como un atrio o vestíbulo, que se halla en el mayor estado de abandono e incuria, sirviendo de patio para que jueguen y hagan otros excesos los muchachos y sirva �brutos! de campo de ejercicio a los soldados turcos. �Y la Europa católica, las naciones que se llaman civilizadas... tan tranquilas! Tratárase de una sospecha de ofensa al criado de cualquier embajada, para que esto produjera una nota o quizá una guerra por el prestigio de la bandera nacional, pero que los griegos se apoderen de lo que no es suyo, despojen a los latinos de lo que de derecho les corresponde, y conviertan en pocilga la basílica de la Natividad del Señor, que insulten y apaleen a los cristianos... eso qué importa; si se tratara de haberse apoderado de unos fardos de telas o cargas de algodón... �ah! entonces sería otra cosa; ante semejante hecho se conmovería ese mito o ridícula farsa de lo que se llama derecho internacional y tendríamos un conflicto; pero que los griegos nos roben lo que de derecho corresponde a los latinos, que nos quiten la cuna del Salvador del mundo... eso qué importa; �qué riqueza representa ni qué valor tiene en el mercado ese templo ni esa reliquia? Y hago punto en este punto, pues no quedaría muy bien parado el catolicismo de algunas naciones, ni en buen lugar nuestra decantada y materialista civilización.

     Destrozado y maltrecho, aún esta parte del templo resulta hermosa, sin vidrieras las ventanas, llenas de polvo y otras porquerías, con desconchadas paredes que conservan en lo alto borrosos rastros de las antiguas pinturas donde no ha podido llegar la bárbara mano del musulmán ni la astuta y traicionera del cismático, preferimos es resto del profanado templo, pues en medio de su destrucción resulta más grandioso y como anonadando a sus verdugos con su majestad y grandeza. Como hemos dicho, aquel estado de abandono, aquel pavimento destrozado, aquellas hermosas columnas monolíticas de roja piedra veteada de azul que aplastan con su majestad y que con sus colores, demuestran el enojo y la vergüenza que tiñen a la insensible piedra; colores que cual al rostro, suben con la palidez del enojo el azul y con el rojo la vergüenza, representan la triste situación a que ha venido a parar el templo que debiera ser no de una nación, sino de la cristiandad entera.

     Ahora bien: entre el estado de pobreza y de incuria en que hoy se halla esta parte del templo, la prefiero a la otra tan ridícula y abigarradamente adornada, tan llena de parches y mamarrachos como los griegos en su mal gusto han pretendido adornarla.

     En cinco naves se divide el templo, formadas por las cuarenta y ocho hermosas columnas de que hemos hecho mérito y que se implantan en cuatro filas. La nave central es más ancha, y el crucero tiene las mismas dimensiones, terminando las naves con dos ábsides de iguales dimensiones que el central. La techumbre de madera cedro es relativamente moderna en comparación con el templo, y es un modelo de elegancia y buen gusto en el dibujo y ejecución. El pavimento de ricos mármoles desapareció robado por los musulmanes para adornar la mezquita de Omar. Los restos de los mosaicos que cubrían las paredes, van desapareciendo lo mismo que las pinturas del tiempo de las cruzadas; nada queda, nada adorna esta parte del templo mas que las lámparas que se ostentan en la nave central, y otras más pequeñas en las laterales adornadas con huevos de avestruz, según costumbre oriental.

     Atravesando el muro que como cartel de ignominia y perversión de gusto y profanación allí tortura la hermosa basílica, comienza la iglesia actual con el coro griego en el centro y el altar armenio en el ábside del Evangelio, y una vez en este recinto, el gusto, el sentimiento estético, protesta de tanta profanación artística ante aquel escaparate de quincallería y prendería. �Dios perdone a los griegos los crímenes cometidos contra el arte en su santo templo!

     Inmediatas al ingreso hay dos puertecitas, la del Norte comunica con el convento de los PP. Franciscanos, los verdaderos y antiguos dueños del santuario. Atravesada la puerta se penetra en lo que hoy es verdaderamente el templo, que con el corte de las naves queda en forma de cruz griega. Los tres ábsides de que hemos hablado no tienen cubierta de madera sino bóveda, y el central, mucho mayor, se halla elevado setenta centímetros sobre el nivel del pavimento de la iglesia. En la parte del Evangelio se abre una puertecita bizantina que conduce descendiendo por una escalera a la cripta del Nacimiento. Hoy los griegos y armenios son los dueños de la iglesia merced al despojo que de ella han hecho a los latinos, el ábside central lo ocupan ellos para sus ceremonias y culto, y el del lado del Evangelio los armenios; los latinos sólo tienen derecho al paso por el templo; �quién sabe si el día de mañana se les será privado si así se les antoja a los disidentes!

     Antes de descender al más grande de los santuarios, echemos una mirada sobre la iglesia, desfigurada hoy con parches y altares llenos de oro y pintarrajeados de pinturas más o menos antiguas y no siempre buenas. Miles de colgajos de telas, huevos de avestruz que la convierten en un gabinete de historia natural, en prendería de cintajos y telas, ramos y cachivaches que le dan todo el aspecto de esos ridículos adornos con que exornan con mal gusto las gentes de los pueblos sus iglesias llenándolas de flores inverosímiles de trapo, con rabiosos colores y hojas de una naturaleza imaginaria. Al contemplar aquellos adefesios de tan mal gusto, suspirábamos casi por la desnudez grandiosa y majestad de la parte profanada, allí cuando menos no campea, reina ni impera el mal gusto que predomina en la iglesia griega.

     Hoy, merced al estado de enemistad en que se encuentran los tres conventos, hace que nada se restaure, pues ninguno consiente que se ponga la mano en el templo para que no se puedan alegar derechos de propiedad el día de mañana; tanto, que si un cristal se rompe, ya no se repone, pues si uno lo pusiese el otro lo quitaría para evitar la apropiación, y así el templo va perdiendo y perdiendo cada día. �Cuándo terminará esta situación? Dios lo sabe; tal vez cuando concluya el indiferentismo de las naciones europeas, y éste no lleva aspecto de terminar por ahora.

     Los tres altares que ocupan los ábsides contienen el recuerdo de la Natividad y se levantan sobre el punto que ocupa la cueva, el del Sur representa la Circuncisión, pues dice la tradición que allí es el punto en que fue circuncidado el Niño, y el del Norte encierra la adoración de los Reyes, pues se levanta en el punto en que desmontaron aquéllos para entrar en la cueva. Al pie del altar y en el pavimento vemos una estrella de mármol que determina el punto del cielo en que se paró la milagrosa estrella que los guiaba.

     En ambos lados del altar mayor se abren dos puertecillas bizantinas con verja de bronce que conducen a la cripta o cueva en que nació el Salvador del mundo en la noche del 24 de diciembre del año 4004, según el sentir e interpretar de los cronólogos, y 752 de la fundación de Roma.

     Acerquémonos a la puertecilla del lado Norte que es la antigua entrada, a la constantemente admirada, venerada y santificada cueva en que tuvo lugar el grandioso acontecimiento de la humanidad; nuestro corazón se impresiona gratamente y nuestros pasos, al mismo tiempo que nos aproximan al lugar del misterio con un respeto y temor que no nos explicamos, parece que aquél nos paraliza, al mismo tiempo que el corazón late apresurado, y como deseando llenarse de la santa alegría de visitar el santo recinto del nacimiento de Jesús. Avanzamos y nuestra vista se hundió en la media obscuridad que reina en la escalera que veo descender. Un estremecimiento, cual si un frío interior corriera por mis huesos y cual el respeto que infunde lugar tan santo, me hizo casi desvanecer, me dominaba, era un temor y respeto parecido al que experimenté al acercarme por vez primera al santo Pilar de Zaragoza. El hecho, lo grandioso del acto, diez y nueve siglos de existencia de la luz de Jesucristo, los millones de mártires, las Catacumbas, el Coliseo, Constantino, Santa Elena, las Cruzadas y toda la historia maravillosa del Cristianismo se presentó en mi imaginación, alumbrada por la vivísima y clara luz que despedía un hermoso Niño tendido en humilde pesebre. �Ah, qué emoción más dulce y arrebatadora! Mis rodillas, antes de llegar al santo lugar temblaban ya y deseaban doblarse ante tan sagrado lugar.

     Algo más repuesto, avancé, penetré en el hueco de la escalera y emprendí lentamente el descenso de los quince escalones que por ella conducen. El hueco de la escalera tuerce hacia la derecha y sus paredes están cubiertas de rica y hermosa tela, no sé por qué, pero hubiera deseado el muro desnudo de toda tela, tanto más, cuanto que ésta era la entrada que tenía la gruta cuando el nacimiento del Señor: aquel muro desnudo, viva la roca, hablaría más al corazón que aquella ostentosa tela.

     Entramos en la cueva; enfrente de la escalera por la que habíamos descendido, se ve otra que baja también desde la iglesia, más moderna, abierta posteriormente. Entre ambas se ve un hueco, una especie de nicho, lleno de luz, iluminado de una manera y de un resplandor que llenan la vista, deslumbra y conmueve.

     �He ahí el lugar en donde nació Jesús! Caímos de rodillas, y nuestra cabeza se inclinó, nos humillamos hasta besar el suelo del mármol del pavimento, y en esta actitud permanecimos unos momentos �Qué menos puede ni debe hacer el católico, el amante de Jesús, su esclavo, ante el lugar santo, venerable y grandioso en que vino al mundo el Salvador de la humanidad! Hay humillaciones que alegran, que llenan el alma de inmenso placer, y en aquel momento en que las lágrimas asomaban a mis ojos, me sentía tan feliz, tan lleno de santa y hermosa caridad, que hubiera querido tener en aquel momento a mi lado a cuantos seres amé y quiero en este mundo, para que fueran partícipes de mi dicha, de mi santa alegría. Hubiera querido tener a mi lado a cuantos me han querido mal, no me atrevo a llamarles enemigos, pues no me creo tan grande que pueda causar la envidia ni el rencor de nadie, para besar sus manos ante aquel altar de la más alta, de la más grande humildad en que el Dios de cielos y tierra quiso posar su planta en este mísero mundo.

     Así permanecí unos minutos; nada veía, nada se fijaba en mis ojos de una manera concreta, sólo veía un núcleo de lucecitas cual corona de estrellas que iluminaban un hueco de la peña, un mármol deslumbrante y unas letras que me parecían de refulgente luz que se clavaban en mis ojos, que las veía resplandecientes con los tonos de la que despide el diamante, irisadas de azul, rosa, oro y nácar, que me decían, me hablaban en dulce y amoroso coloquio con las armonías del arpa:



HIC DE VIRGINE MARIA

JESVS CHRISTVS NATVS EST



     Un silencio embelesador reinaba en la cripta y sólo era interrumpido por los latidos del corazón, por las vibraciones de nuestros nervios que repercutían sonoros golpes de la sangre corriendo por nuestras venas con inusitada fuerza de la emoción. Vi atravesar como sombras algunos peregrinos que entraban y salían silenciosamente; el fraile que nos había acompañado, atizaba las lamparitas que tanto me habían deslumbrado y añadía aceite a algunas de ellas.

     Cuando ya más repuesto de la emoción, cuando hube orado por todos mis hermanos en el mundo, cuando hube pedido por mis padres y cuantos seres comparten conmigo su cariño y existencia, pude darme cuenta del lugar en que me hallaba, quise ya examinar, ver y conocer aquel santo lugar, aquel templo augusto de la cristiandad, saturar mi alma con su impresión religiosa y artística.

     Comencé por levantar mi vista para reconocer la cripta: tendrá esta cueva unos dos metros a tres de altura y su bóveda no es la abierta en la piedra calcárea, hízose para asegurar su firmeza, pero en ésta como en otras obras ejecutadas, se ha quitado la inocencia y verdad de la techumbre del santuario, aquella ya no es la bóveda de la cueva, la verdadera queda oculta por la nueva que la ha separado. El espacio de la cueva es irregular, teniendo unos diez metros de longitud por unos cinco de anchura. El pavimento tampoco es el primitivo y se halla cubierto de mármoles riquísimos, como las paredes. De ellas penden antiguas colgaduras de deteriorado tisú de oro, en el que se ven los blasones de España, de �España, la nación católica por excelencia, de la nación que tanto ha hecho por los Santos Lugares, despojada hoy de sus derechos por el abandono dé las naciones católicas! Los griegos impiden la renovación de estos venerandos restos, un nuevo pretexto para despojarnos de nuestra propiedad, y... quién sabe si este obstáculo tenemos que agradecérseles; son más venerables aquellos girones de nuestra piedad y grandeza, que unas modernas telas sin historia pero con riqueza: serían mejores y más ricas, pero no tendrían nobleza, semejarían a esa aristocracia moderna que funda su excelencia en fajos de billetes y pilas de monedas, de treinta monedas de plata como algunas de las que nos había el Evangelio; en medio de su deterioro las preferimos a las otras.

     Entre las dos escaleras hay un hueco irregular, especie de nicho u hornacina, en que la roca se conserva intacta en ella, un tablero de mármol blanco sirve de mesa de altar, y debajo de ella, colgadas, arden quince lamparitas propiedad cuatro de los latinos, cinco de los armenios y seis de los griegos, multitud de lamparitas que forman un foco de dulce y suave luz: el resto de la cueva esta alumbrada por treinta y dos lámparas de plata propiedad de España, Austria, Francia y Nápoles. Debajo de la mesa del altar de la hornacina, vese resplandecer en el suelo una brillante estrella de plata que en su centro, abierto, deja ver el mármol y grabada en ella se ve la inscripción de que hemos hecho mérito:



HIC DE VIRGINE MARIA

JESVS CHRISTVS NATVS EST.



     Esta estrella, que por su inscripción latina consagra los derechos que los latinos tienen al santuario, fue robada en 1847 por los griegos �siempre los griegos! y transportada al monasterio de San Sabas, pretendiendo de esta suerte robar a los católicos un título irrevocable de su derecho y propiedad: siguiéronse largas negociaciones con el gobierno turco por parte de Francia y Rusia, sosteniendo Francia los derechos de los católicos y apoyando Rusia a los griegos cismáticos como era natural, y el sultán Abdul-Medjid resolvió la cuestión mandando poner en dicho lugar otra estrella exactamente igual con idéntica inscripción latina, quedando burlada de esta suerte la estratagema de los griegos; pero a pesar de este reconocimiento, contra todo derecho, contra toda ley, razón y evidencia, el santuario continúa en poder de los griegos, verdad es que estamos en una época en que impera ya, gracias a nuestro estado de civilización tan adelantada, en que ya no estamos en aquellos períodos de la Edad Media, de la época de barbarie, y hoy impera y domina al mundo el derecho, la santa sanción del derecho de... la fuerza, los latinos no pueden celebrar misa, pero sí los armenios y los griegos.

     Aquel arco rebajado que forma el altar de la Natividad, aquella brillante estrella fulgurante a la luz de las lámparas, parece y simula como el arco del pórtico del que salió la luz que había de iluminar al mundo con la mirada de aquel Niño divino que allí nació. Enfrente de este altar se ve un hueco en la peña y al lado de él otro hueco al que se baja por dos escalones, su altura es escasa, y en aquel rincón estuvo el santo pesebre en que fue depositado el Niño; es un cavidad de unos dos metros y medio y decorada desde tiempos antiguos con tres columnas que parecen sostener la bóveda aquí natural, como las paredes en que se ve y besa con veneración la roca desnuda de todo adorno: a tres metros de ella se ve el banco que sostenía el pesebre, que fue trasladado a Roma en tiempo de Sixto V y se conserva en Santa María la mayor: a esta cavidad se desciende por dos gradas; reviste el banco un tablero de mármol algo cóncavo y sobre el cual arden cinco lámparas, pertenecientes sólo a los católicos: sobre éstas un hermoso cuadro de Maello con marco de plata representa la adoración de los Pastores; en la noche de la Natividad y durante la misa del Gallo se levanta la losa de mármol y se expone a la veneración de los cristianos la desnuda roca sobre que descansó el pesebre.

     A dos metros de este lugar al frente, se levanta otro altar sobre el sitio en que estuvo la Virgen y el Niño durante la Adoración de los Reyes Magos, semejante al anterior y coronado por una estrella campea otro hermoso cuadro de Maello.

     En la cripta principal se me olvidaba decir que en medio de ella se ven tres grandes candeleros pertenecientes a las tres comuniones y un detalle que me impresionó desagradablemente, como no puede menos de repugnar a todo buen católico el ver custodiando la santa cueva a aquel centinela turco que silencioso y pegado al muro se pasa las horas.

     �Qué hace allí el soldado turco? �Qué le interesa a él tan santo lugar? Nada; nada le importa, ni nuestra devoción ni respeto a aquel santo lugar. Está allí como mudo padrón de vergüenza para las naciones católicas, que consienten y han consentido que los lugares sagrados de nuestra redención sean propiedad o dominio de los mahometanos. �Hubiera sucedido otro tanto si el sepulcro de Mahoma estuviese en dominios cristianos? No lo sabemos.

     El centinela puesto allí es una garantía para el orden, pues no sería la primera ni la segunda vez que los griegos han promovido cuestiones contra los latinos, y como la paciencia tiene sus límites, han llegado a las manos, se han repartido palos y han tenido que entrar las tropas turcas repartiendo palos para poner en paz a los contendientes. �Triste verdad y realidad del hecho!

     Sigamos la peregrinación por estos santos lugares, saliendo por la parte Oeste de la cueva, y de paso diremos que la primitiva entrada de la cueva, por la parte del campo, fue cerrada para evitar las profanaciones y atropellos de los turcos; siguiendo el pasadizo se encuentra otra cueva en la que se ve un altar de San José. En esta cueva, dice y venera la tradición, como el lugar a donde se retiró el Santo Patriarca durante el alumbramiento de María, y recibió del Ángel el mandato de huir a Egipto. A continuación de ésta y distanciada por el estrecho pasillo, se encuentra otra cueva denominada de los Santos Inocentes, por ser el lugar donde la tradición señala se refugiaron varias mujeres con sus hijos para salvarlos de la persecución y matanza decretada por Herodes. En ella fueron descubiertas y asesinados sus infantes que enterraron en otra cavidad detrás de ésta, en donde se dice se guardaron sus restos. Hoy está vacía.

     Síguense otros santuarios, pero éstos no tienen ya relación con los hechos ni la vida de María, y por tanto no los describiremos por no hacer más larga la relación. Pero sí repetiremos lo que hemos apuntado, que es lástima que el afán de hermosear y modernizar estos santuarios, les haga despojarse de su verdadero carácter, de su sencillez e inocencia primitiva que habla más al alma, al sentimiento católico, que algunas nada acertadas restauraciones, mejor dicho, transformaciones que se han realizado. �Cuánto más hermoso, más grande, más sublime, no hubiera sido dejar la santa gruta en el mismo estado en que se hallaba en los primeros siglos del Cristianismo, con su pobreza, su roca al natural, mucho más preciosa por el santo recuerdo, por haber estado en contacto con la Sagrada Familia, que el más rico, preciado y valioso mármol, o el más esplendente metal! Las innovaciones de escaleras y puertas hechas para comodidad y conveniencia, podrán tener su apoyo en aquellas razones, pero nunca lo tendrán en cuanto al arte cristiano, a la estética santa de lo bello, que se pierde con aquellos altarcitos barrocos y cuadros italianos que da el aspecto de una vulgar ermita al santuario de los santuarios nuestra fe.

     La santa gruta, tal cual estaba en el momento del nacimiento del Señor, con una sencilla mesa de altar como en las catacumbas o basílicas cristianas de los primeros tiempos, lámparas de estilo de las halladas en los asilos y refugios subterráneos de los perseguidos fieles, recuerdos sobre el lugar del nacimiento, del trasladado pesebre y de la adoración de los Reyes, el pavimento térreo y la verdad respeto consagrado por la veneración, �no sería todo ello más grande, más sublime e inspirador del santo misterio que aquellas lámparas de gusto moderno, aquellos altares barrocos con sus escarolados de oro y sus amanerados cuadros? Creemos que sí y bueno fuera que no se pusiera mano sobre restos tan venerandos en afán de lo que no puede hermosearse más, por ser el sumum de la belleza católico-religiosa.

     Inspírense las restauraciones y modificaciones en la grandiosidad del sublime misterio, y téngase en cuenta que no hay que confundir lo bello con lo ostentoso, ni lo amanerado con lo inspirador fuente tan grande de belleza como lo es el santo misterio del nacimiento del Hijo de Dios.

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