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Unipersonal del arcabuceado

De hoy 26 de octubre de 1822

José Joaquín de Lizardi






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¡Gran Dios!, ¿qué me sucede?,
¿qué es lo que por mí pasa?
¿Hoy tengo de morir?
¡Las seis toca el reloj de la mañana!
Pocas horas, ¡ay, triste!,
sonará esta campana
en mis débiles oídos.
Yo tengo de morir... ¡Qué dolor!, ¡qué ansia!
¿Posible es, Dios eterno,
que muera esta mañana?,
¿que muera en un suplicio
en una edad tan joven y temprana?
Sí: moriré..., ¡ay de mí!,
moriré..., ¡oh, idea ingrata!,
porque mis crueles padres
así en mi corta edad lo decretaran.
Ellos, ¡los infelices!,
son los que ahora me matan,
por no haber arreglado
mis pasiones allá desde la infancia.
Mas, ¡oh, dolor!, ¿qué culpa,
qué culpa se reclama
a unos hombres que acaso
le debieron su cuna a la ignorancia?
¡Ah, jueces!, ¡ah, pastores
a quienes se le encarga
la educación del joven,
que vosotros miráis cual cosa vaga!
Mi sangre ciertamente
correrá esta mañana;
pero, temblad, pues grita
ante el trono de Dios por la venganza.
Si otros curas y jueces
mis padres educaran
en religión y honor,
hoy en esta prisión yo no me hallara.
Pero los jueces sirven
por lo que da la vara,
y los curas (no todos)
por lo que da el curato de pitanzas.
Así nacen los padres
que los hijos procrearan,
ignorantes, gazmoños,
fanáticos, hipócritas, fantasmas.
El que creen sabe mucho,
el que mucho adelanta,
es el que como el loro
la doctrina refiere de Ripalda.
¿Y de moral qué cosa
se dice? Nada, nada.
¿De política? Menos.
¿Del natural derecho? Ni palabra.
¿Qué mucho es que los hombres
así como yo nazcan,
así brutos se críen
sin respetar su propia semejanza?
Yo hice dos homicidios.
Ahora veo mi desgracia
y el daño que a otros hice
por mi mal natural y mi venganza.
Pero no los hiciera
si bien se me enseñara
los estragos que la ira
atrae al que no sabe refrenarla...
Mas..., ¡ay de mí!, ya tocan
en la calle las cajas.
La tropa viene. Vamos.
Hoy soy un espectáculo de farsa.
Con verme perecer,
una multitud de almas
hoy se va a divertir,
cual si fuera al circo o a una danza.
Todo me lo merezco...;
yo soy, yo soy la causa.
Valedme, Dios eterno.
Voy a pagar por muchos... Cuida mi alma.
Sí, Señor; si yo viera
pasarse por las armas
a cualquier homicida,
tal vez mis intenciones refrenara;
pero vide que muchos
indulgencia lograban
por iguales delitos,
y a dos hombres
maté con tal confianza.
Si los jueces, Señor,
como hoy, me castigaran
por la primera que hice,
la del sargento yo no ejecutara.
Voy a morir, Dios mío;
mi sangre se derrama;
mas de curas y jueces,
como lo has dicho, exige la venganza.
Yo cometí un delito,
y la justicia aguarda
en pública vindicta
que con mi muerte se le satisfaga.
Ya oigo bastante ruido;
ya redoblan las cajas;
y ya los capellanes
me sacan al suplicio... ¡Qué hora amarga!
Ya camino entre miles
de voces y algazara
con los ojos vendados
y lleno de exorcistas y plegarias.
Ya llegué al cruel lugar,
ya en el banquillo me atan,
y ya, según advierto,
las armas a mi muerte las preparan.
¡Ojalá que con ella
muchos escarmentaran
y en sus pechos no dieran
lugar a la ira, al odio, a la venganza.
Apunten, dicen... ¿Qué oigo?
Mi espíritu desmaya...
Dios piadoso, favor,
pues en tus manos encomiendo mi alma.

Nota: Si el infeliz Celestino Ramírez, soldado del regimiento de caballería número 9, hubiera tenido mejor educación, es probable que hoy no hubiera muerto fusilado en la temprana edad de 21 años, por haber cometido un homicidio en la provincia de Guanajuato y perpetrado otro alevosamente en Jalapa, en la persona del sargento de su compañía, Guadalupe Mendoza; y si hubiese tenido un talento más despejado, él lloraría la causa de su ruina con palabras más tiernas y enérgicas que las que yo pongo en su boca.

El Pensador





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