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Una especie literaria ambigua: los cuentos-crítica de Azorín

José María Martínez Cachero1





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A la altura cronológica de 1923, cuando se inicia la breve serie de piezas narrativo-líricas que voy a examinar2, su autor, Azorín, ha conseguido celebridad para este seudónimo, definitivamente impuesto, que sustituye al oscuro nombre civil de José Martínez Ruiz, y no tardando mucho -octubre del año siguiente- leerá su discurso de ingreso como numerario de la Real Academia Española de la Lengua, corroboración este suceso del espaldarazo que tiempo atrás (1897) le diera «Clarín»3. Entre sus actividades literarias hasta entonces figuran el trabajo como narrador -que en lo referente al cultivo del cuento se muestra en el brevísimo volumen de 1897, casi un folleto, titulado Bohemia4- y en la tarea cumplida como crítico literario -algunos de sus combativos folletos iniciales, última década del siglo XIX, y numerosos artículos periodísticos posteriormente recogidos   —178→   en libro5. Quiero así recordar cómo las dos líneas creadoras (la narración, la crítica) que confluyen en la que denomino cuentos-crítica vienen de muy atrás en la obra de nuestro autor y han sido atendidas por él frecuente y excelentemente.

Empecemos (como es debido) por una definición (o intento de definición) para lo cual sirven estas palabras del mismo Azorín: «Sobre este libro nuevo que se halla sobre la mesa, el periodista va a forjar una fantasía. La fantasía puede ser amena, aguda. [...] El escritor deslizará al desgaire, como quien no quiere la cosa, el elogio del libro»6; seguidamente queda expresa la finalidad propagandística (de cara al lector) que se desea conseguir con la práctica de semejante método: «Cuando la lectura [de la fantasía azoriniana] esté terminada, acaso de cien lectores -¿es exagerada la proporción?- uno o dos comprarán el libro recomendado»7. Cabe pensar que nuestro crítico hará una selección de los libros recién aparecidos, pues no significa otra cosa el sintagma «libro nuevo», reparando en los a su entender poseedores de una inestimable valía y que por ello estimulan la fantasía (dígase, si se prefiere, imaginación o inventiva) azoriniana, la cual (como es sabido) nunca se distinguió por un vuelo amplio y fastuoso y, menos todavía, en los ejemplos que van a ocuparnos donde resulta obligado, como punto de arranque (y más incluso), una cierta fidelidad a la obra ajena que actúa de motivo inspirador.8

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El conjunto antes aludido consta solamente de treinta piezas que se reparten entre dos libros de Azorín -Los Quinteros y otras páginas (1925) y Escritores (1956)9- y, cualquiera sea la fecha de publicación de ambos, aquéllas datan de 1923 y 1924. Parece que es a partir de mayo de 1923 cuando se inicia esta especie o modalidad pero ¿quién nos asegura la no-existencia anterior de la misma (de algunas muestras de ella)?10, o ¿qué ocurrió con posterioridad a ese par de años? A título de ilustración diré que en Andando y Pensando, conjunto de «notas de un transeúnte» acopiadas en 1929, figura un trabajo, El pobre labrador, cuyo punto de partida, arranque o base ha sido el libro de Vicente Vera, Cómo se viajaba en el siglo de Augusto; dicho trabajo posee las características propias de la modalidad cuento-crítica pues a su final, concluida ya la fabulación azoriniana, vienen unas pocas líneas declarativas, éstas: «la lectura de tal volumen es interesantísima. La lectura de ese volumen, la descripción de las grandes calzadas romanas, me ha sugerido la presente fantasía»11. Ejemplos también de fecha posterior son, de hacer caso a Cruz Rueda12, «las nueve fantasías que integran el tomito En torno a José Hernández (de 1939)», aunque no ostentan todos los rasgos distintivos de la especie y son, a mi modo de ver, cuentos (digamos) normales13; igualmente, algunos de los artículos   —180→   agrupados en el volumen Dicho y hecho, preparado por José García Mercadal y que vio la luz en 195714.

Pero hubo de llegar un momento en el que Azorín dejó de cultivar (¿por qué?) la especie de que tratamos, renunciando a la ambigüedad de su condición para quedarse exclusivamente ya con uno ya con otro de los dos géneros -cuento, crítica literaria- que en aquélla se dan cita. Si ceñimos nuestro repaso a los años de posguerra, de tanta actividad -abundante colaboración periodística, libros nuevos, libros formados con materiales de época anterior y hasta ahora no reunidos en volumen-, encontraremos en el antes mencionado Escritores, junto a las trece piezas que son muestra de cuentos-crítica otras que son meros artículos de crítica literaria relativa a libros de publicación reciente y cuya naturaleza daba oportunidad para que la fantasía azoriniana actuara; estimo que tal es el caso de los comentarios, agudos y sugerentes en grado muy estimable, que nuestro autor dedica a Juan Antonio de Zunzunegui por su novela El barco de la muerte, a Ignacio Agustí por Mariona Rebull, a Carmen Laforet por Nada15. Inversamente, y dando un no pequeño salto atrás en el tiempo puesto que nos situamos en 1912, año de la aparición del libro Castilla, ¿no hubiera sido posible convertir uno de sus más conocidos y celebrados artículos, el titulado Las nubes, en una muestra más, ejemplo adelantado cronológicamente a los primeros que conocemos, de la especie cuentos-crítica? Bastaría para ello con que a la hermosa y significativa fantasía azoriniana sobre lo que supone para los humanos el paso del Tiempo siguiera la breve referencia acostumbrada en las piezas que nos ocupan a, vgr., una edición reciente de La Celestina o, también, a un trabajo de investigación o de crítica sobre la obra de Rojas. (Para que se cumplan los requisitos habituales de la modalidad existe en Las nubes el uso de la erudición, rara y curiosa en tantas ocasiones de nuestro autor, explícita ahora en la cita del poema campoamorino Colón).

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En cuanto a la estructura o disposición de partes de los llamados cuentos-crítica, resulta evidentísima la desigualdad existente, por lo que atañe a su extensión respectiva, entre sus elementos constituyentes: el relato, la noticia crítica. Esta última ocupa sólo un párrafo (en algún caso, poco más) sin que resulte ilustrativo cuantificar su número de líneas ya que éste dependerá (a lo que creo) de factores no deliberados: interés del libro en cuestión, nombradía de su autor, género literario al que pertenece. Lo que en definitiva importa que vaya en este cierre o remate del trabajo es el título y el autor del libro, su género literario -como extremos informativos indispensables- y, con ellos, alguna valoración, que resulta ser siempre favorable, dedicada ya a la obra elegida ya al escritor o, también, a ambos. Recurramos a algunos ejemplos.

No es preciso en el caso del don Juan de Tirso escribir como cierre de la eutrapelia azoriniana (El castigo de Don Juan es su título) un elogio de obra dramática tan famosa por lo que el breve contenido de aquel remate -trece líneas y media en la tipografía de la edición de las Obras completas- se dedicará al reciente editor de Tirso (don Américo Castro) y a la colección en que su trabajo ha sido publicado («Clásicos Castellanos»), «benemérita» ésta y «excelente» aquél. Queda hecho así el elogio del libro pensando en un posible lector no especializado a quien habrá que atraer primariamente por la obra de creación y sólo secundariamente por el riguroso acompañamiento erudito16.

Distinto es el caso de aquellas piezas que tienen como soporte una obra de creación -novela, poesía, teatro17- que acaba de ver la luz por vez primera y cuyo justiprecio crítico ha de ocupar algún mayor espacio. El autor de la obra elegida puede ser escritor sobrada y ventajosamente conocido -tenemos casos como Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, Pío Baroja,   —182→   Pérez de Ayala o Antonio Machado entre otros-, cuya exaltación no requiere apenas palabras corroboradoras pero también hay casos de escritores más jóvenes o menos prestigiosos en el conjunto del que me ocupo. Tal sucede cuando Azorín se enfrenta con Nuestro amigo Juan, novela de Juan Aguilar Catena, un autor de fila bastante secundaria que, sin embargo, gusta al crítico por su sencillez de estilo y por el casticismo o clasicismo de asuntos y personajes. En ambas situaciones, lo que he llamado justiprecio crítico no resulta extenso ni copioso en palabras pero sí queda destacado lo más relevante del libro protagonista.

Bien puede afirmarse que cuando Azorín se dio a componer tales fantasías o fabulaciones, era ya experto en la construcción de ellas dado que con anterioridad había puesto su talento inventor al servicio de temas y mitos literarios de larga y prestigiada circulación. Apuntado queda con el artículo de 1912, Las nubes, donde, tras haber casado a Calixto y Melibea, coloca a éste como contemplador, respecto de su hija, de una situación análoga a la que tiempo atrás, cuando joven, él mismo había vivido respecto de su amada; o, más extensamente, en los casos de su Tomás Rueda (1916) y Don Juan (1922), novelas más bien cortas en las que toma a préstamo material literario ajeno que modifica y enriquece de modo muy peculiar, como hará poco después, 1925, en Doña Inés, si más extensa que sus compañeras, de idéntico jaez. Por las modificaciones operadas en la materia literaria ajena y ya topificada, Azorín fue denunciado como falsario por quienes no le concedían derecho a tal operación y se mostraban cerrados y cegados para comprender y sentir el feliz logro obtenido18.

Considerado el conjunto de las piezas examinadas, creo que lo que gusta de hacer Azorín más insistentemente es añadir -«añadía yo algunos detalles» (p. 119 de Escritores)- a lo que se cuenta en el libro ajeno, novelesco en este caso (El secreto de Barba Azul, de Wenceslao Fernández Flórez);   —183→   «he imaginado esta aventura del rey Nicéforo [como] una nota marginal a la novela de Salaverría» (O.C., tomo IV, p. 704). Cuanto se añade en forma de relato, pretende, de cara el lector, suscitar su curiosidad; el punto de partida está en la obra comentada y el desarrollo o explicitación del mismo hasta su final corre a cargo de Azorín. Todos los sucesos inventados son (lo parece, cuando menos) muy normales y claro está que debidamente coherentes con el libro que ilustran o complementan.

Dado el mayor espacio que ocupa dentro de la estructura de los cuentos-crítica la parte relato, es en ella donde hemos de buscar y encontraremos la mayor parte de sus rasgos caracterizadores.

Existe una alternancia o convivencia de la descripción y la narración, con predominio de esta última y siempre dentro de los límites de brevedad que el cuento impone. Notas, apuntes o pinceladas paisajísticas más frecuentemente pero en algunas ocasiones referidas a interiores o al aspecto de ciertos personajes y, en cualquier caso, selectivas o significativas -tal como sucede con las nubes invocadas por Azorín- (para él tan dilectas) en el apartado cuarto de Imitación de Lope19:

«Las nubes marchan por el cielo lentamente. Unas son blancas, como grandes burujos de lana inmaculada; otras revisten matices de nácar y de rosa. Y todas tienen para nosotros una suprema indiferencia; ellas están sobre las alegrías y las tragedias de los humanos. Lentamente, ahora como hace cien siglos, caminan por el azul del cielo. Y nosotros, con nuestra suficiencia de perennidad, somos más transitorios que estas nubes fugaces. El hombre es un accidente en el planeta, y las nubes -blancas, doradas, grises- son lo perdurable y lo eterno».



En la descripción se emplea a veces -y de ello es ejemplo Las dos casas (incluido en Los Quinteros y otras páginas)- un procedimiento que diríamos cinematográfico porque la mirada y atención del escritor-contemplador se dirige primeramente hacia lo más copioso y general -una parte de la innominada ciudad: aquélla donde están situadas «las casitas de los labriegos y menestrales»- para después, acercándose más y más la cámara,   —184→   separar del conjunto y destacar «una de estas casitas», penetrar en ella, recorrerla pieza a pieza y pensar, finalmente, en las personas que algún día pudieron ser sus moradores; el cuadro resultante es breve de extensión (poco más de tres páginas), de índole descriptiva y desprovisto de acción en su primera parte (o relato). Ni mucha ni trepidante acción externa porque el espacio de que se dispone es corto y, también, porque ni el número ni el talante de los personajes conduce a lo complicado y tumultuoso.

Los elementos más propiamente narrativos y descriptivos aparecen de ordinario cargados (o teñidos) de una cierta significación que podría denominarse meditativa por cuanto (como ocurría con las nubes del texto antes ofrecido) avisan, advierten, aleccionan de diverso modo al lector. La melancolía que produce en el ánimo de los personajes el paso del Tiempo es acaso la carga o añadido más reiterado -siglos y generaciones respecto del protagonista de El ideal de la vida, un maestro tejedor llamado Juan que diríase reencarnado más de una vez-; bien sabemos que es tema éste muy recurrente en la obra de Azorín quien ahora (¿Qué será de este niño?, glosa de una biografía de Lope de Vega) traslada al lector su inquietud: «Sentimos en este instante, ante el niño que acariciamos, en tanto nuestra mano pasa suavemente por la cabeza infantil, la más profunda melancolía20». Lección moral o moraleja produce otras veces la peculiar ficción azoriniana y, tal como sucede con las fábulas, va colocada en el final de la pieza, junto a lo que es noticia crítica -así la tenemos en La vida no es sueño (sobre la novela de J. M. Salaverría, El rey Nicéforo), donde se previene contra la inacción o el conformismo puesto que «el dolor de las mujeres infortunadas y de los niños descuidados»21 no son mentira ni sueño.

Acá y allá, esparcidas al paso algunas gotas de ironía -«este ex-ministro [...] pertenecía a la Academia de Ciencias Morales y Políticas y esto no era un obstáculo para su fineza e ilustración»22- que salpimentan levemente la historia referida. No es irónico el uso de la erudición que se   —185→   hace en las piezas examinadas, esa rara y curiosa erudición que Azorín posee en grado sumo y que gusta de mostrar en tantos casos (¿de inventar, en alguna?) como apoyo e ilustración de lo por él escrito23; hasta quince menciones de viejos libros, harto distintos entre sí (literatura religiosa, a la cabeza), libros españoles, seguidas de la oportuna cita literal, encontramos en la primera parte de aquéllas: matizando el perfil de un personaje, estimulando una reflexión del lector, sirviendo de nexo entre fragmentos de la parca acción narrada y, desde luego, demorando aún más su lenta marcha.

La cual se presenta -en piezas como El castigo de don Juan24- repartida y ordenada en varios apartados, cada uno de ellos con su propio tiempo y una específica localización espacial -iglesia y confesonario (segundo y cuarto), celda y mesita de escribir de fray Gabriel Téllez (tercero y quinto), más el primer apartado y el de cierre que constituyen el marco erudito para ese núcleo-; distribución que se refuerza e indica incluso tipográficamente con la línea de tres asteriscos que separa los apartados o bloques de materia.

En el nutrido conjunto de la narrativa menor de Azorín -digo menor habida cuenta de la extensión de las piezas-, constituido por más de trescientos relatos según indicaba el escritor en 194125, cantidad a la que habría de sumarse un buen número de composición posterior en fecha, hemos fijado la atención en un sector más bien escaso, cultivado a lo largo de un breve tiempo, poseedor (sus piezas) de una particular ambigüedad -entre narración y noticia-crítica-, especie fronteriza con otras dos cultivadas relevantemente por nuestro escritor. Como se producen avanzada ya su carrera literaria -con más de treinta años de labor a cuestas-, resultan ser muestra de una indudable madurez o dominio del oficio lo que le permite, sin mayor riesgo, entregarse a los juegos de fantasía ingeniosa   —186→   con buena carga de contemplación melancólica del paso del Tiempo y alguna que otra pincelada de erudición curiosa y rara. Ninguna novedad sustancial, ya en la forma o en el contenido, cabe apreciar en estos cuentos-crítica que acaso no la tengan porque fueron nada más que un divertimiento de quien los compuso utilizando como falsilla previa textos literarios ajenos.





 
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