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Un marco para «El sombrero de tres picos»


Mariano Baquero Goyanes





En la obra narrativa de Pedro Antonio de Alarcón no parece adecuado buscar la usualmente llamada «calidad de página»; no porque ésta falte totalmente, sino porque los valores literarios decisivos residen en otra parte, y no están tanto en la brillantez estilística como en la seguridad del ritmo narrativo y en el dominio de las estructuras por éste generadas.

Sabido es que Alarcón, formado literariamente en el periodismo de la época, escribía rápidamente, con una gran capacidad de improvisación. Y así, la más famosa y popular de sus novelas, El escándalo, fue prácticamente escrita en solo un mes, en el verano de 1875. Un año antes, en 1874, Alarcón había escrito en solamente una semana la que pasa por ser su obra maestra, la que ahora va a centrar nuestra atención: El sombrero de tres picos.

Pero si esto es verdad, también lo es que Alarcón, a la par que tenía conciencia de su capacidad de improvisación -y a ella aludió, con complacencia, en la Historia de mis libros-, la tuvo asimismo de sus riesgos. De ahí su relativa desconfianza en las obras tan rápidamente escritas y su obsesión por revisarlas y corregirlas incansablemente.1 Dan fe de esto las sucesivas, a veces profundas, a veces pintorescas, variantes que fue introduciendo en las reediciones de El escándalo, desde 1875, fecha de la primera edición, a 1891, fecha de la undécima, última aparecida en vida del autor; o las diversas redacciones de El sombrero de tres picos en 1874.2

Quiere decirse que Alarcón no era un escritor tan descuidado como pudiera hacernos creer su gusto -muy romántico- por la improvisación y la rapidez. Es más, hubo una época, en la evolución literaria de Alarcón, en la que éste se sintió atraído por ciertas experiencias estilísticas -más bien desafortunadas- de inspiración francesa: el llamado estilo Karr, del que se contagió Alarcón, recién llegado a Madrid desde Guadix, a través del entusiasmo que por aquel escritor francés, Alphonse Karr, sentía Agustín Bonnat. En la Historia de sus libros alude Alarcón a tal estilo como correspondiente a la, por él llamada, segunda manera literaria. El gusto por las oraciones muy cortas, por el punto y aparte, los párrafos apretados y crepitantes, las pretendidas ingeniosidades verbales, «el estilo cortado, bíblico, lapidario», según frase del propio Alarcón, dio origen a algunos cuentos como El abrazo de Vergara (1854) , Los siete velos (1855), etc., y pronto fue superado por una mejor orientación literaria del escritor guadijeño. El episodio Karr, insignificante en cuanto a sus consecuencias literarias, sirve, no obstante, para subrayar una inquietud estilística alarconiana, pese a lo mal orientada de la misma.3

Aunque la manera Karr fuese la más transitoria4 y, por supuesto, la más deleznable literariamente, algunos aspectos de la posterior producción alarconiana parecen acusar resabios o ecos de esa artificiosa etapa. Tales vendrían a ser el gusto de Alarcón por los diálogos con el lector, su constante preferencia por la frase corta, por los períodos en que predominan las oraciones breves, la estructura sintáctica ágil y nerviosa, e incluso la manera de titular los capítulos. Bastaría fijarse en los de El sombrero de tres picos para ver hasta qué punto en este aspecto, el de elegir títulos tan adecuados como llamativos, Alarcón pudo ser reconocido como un verdadero maestro.5

Con referencia a ésta, considerada obra maestra del autor, El sombrero de tres picos, ha podido decir Vicente Gaos:

En el estilo de El sombrero, que en la actualidad se nos antoja escasamente artístico y farragoso, hay -aparte el descuido comprensible en una obra escrita a vuela pluma (aunque limada en dos ocasiones)- cierta voluntad de pastiche: Alarcón pretendió remedar hasta cierto punto un estilo que ya entonces resultaba arcaico, para armonizarlo con el ambiente de «aquellos tiempos» -principios del siglo XIX- en que transcurre la acción de la obra.6


Me pregunto si entra en esa «voluntad de pastiche» no sólo el remedo del estilo arcaizante que señala Gaos, sino también el de alguna otra manifestación literaria, típica de la primera mitad del XIX y próxima, en más de un aspecto, a la sensibilidad de Alarcón, como pudo ser el folletinismo.7

En cualquier caso, El sombrero de tres picos posee los suficientes valores formales como para permitir el comentario de algunas de sus páginas. Las aquí elegidas corresponden al comienzo del relato y se caracterizan por su condición de cuadro, por la inmovilidad de lo presentado, en contraste con el vertiginoso dinamismo de que la acción se irá cargando en los capítulos siguientes. El sombrero es una narración de ritmo rápido, agilísimo, y ello explica el que el autor pudiera emplear nada menos que treinta y seis capítulos para distribuir una acción que se sujeta casi a la normativa clasicista de las unidades propias de la comedia: acción, lugar y tiempo,8 y que da lugar a un relato de tan breve extensión que muchas veces ha podido ser considerado como un cuento.9

Evidentemente no lo es, por rebasar su extensión la que es propia del género -compárense, por ejemplo, las páginas de que consta El sombrero con las de cualquier auténtico cuento alarconiano, v. gr., La comendadora o El carbonero alcalde- y por incidir más bien en la del que solemos llamar novela corta. Como quiera que sea, hay un significativo contraste entre el dinamismo de que va cargándose la acción de El sombrero a partir del capítulo VIII -en cuyas primeras líneas se nos da la primera indicación horaria del relato: «Eran las dos de una tarde de octubre»- y el estatismo de los siete capítulos anteriores. Considérese cuán significativo resulta precisamente el final del capítulo anterior, del VII, dedicado a completar la semblanza del tío Lucas, el Molinero:

Era, en fin, un Otelo de Murcia, con alpargatas y montera, en el primer acto de una tragedia posible...

Pero ¿a qué estas notas lúgubres en una tonadilla tan alegre? ¿A qué estos relámpagos fatídicos en una atmósfera tan serena? ¿A qué estas actitudes melodramáticas en un cuadro de género?

Vais a saberlo inmediatamente.10


Por un lado, Alarcón se sirve de referencias inequívocamente teatrales sobre la acción de El sombrero.11 Por otro, alude a su condición de «cuadro de género», con lo cual nos da una inequívoca clave de su tonalidad costumbrista, especialmente referida a esos siete primeros capítulos, cuyo total supondría efectivamente un «cuadro» que, en seguida, va a resolverse en acción, en movimiento.12

En la imposibilidad de ofrecer, para su comentario, la totalidad de ese «cuadro», dado por los siete primeros

capítulos de El sombrero -pues ello consumiría más páginas de las previstas-, contentémonos con el arranque del mismo:

I

De cuándo sucedió la cosa

Comenzaba este largo siglo, que ya va de vencida.- No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes del de 8.

Reinaba, pues, todavía en España Don Carlos IV de Borbón; por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses.- Los demás soberanos europeos, descendientes de Luis XIV, habían perdido ya la corona (y el Jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida Parte del mundo desde 1879.

No paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un obscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías, y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de trajes a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, como el 'Antecristo', que, le llamaban las Potencias del Norte...- Sin embargo, nuestros padres (Dios lo tenga en su Santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase de un héroe de un Libro de Caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomos recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un Estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho Reyes y Emperadores, y si NAPOLEÓN se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia...- Por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus Frailes, con su pintoresca desigualdad ante la ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes Obispos y poderosos Corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.

Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar en que el año que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla de la China.

II

De cómo vivía entonces la gente

En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír), las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano; yendo a la Catedral, a Misa de prima, aunque no fuese día de precepto; almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero sólo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la oración (éste con bizcochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del Corregidor, del Deán, o del Título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las ánimas; cerrando el portón antes del toque de la queda, cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora (los que la tenían), no sin hacerse calentar primero la cama durante nueve meses del año...

¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo..., para los poetas, especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esta prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! - ¡Dichosísimo tiempo, sí!...

Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia del Sombrero de tres picos.

II

Do ut des

En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad de *** un famoso molino harinero (que ya no existe), situado como a un cuarto de legua de la población, entre el pie de suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular intermitente y traicionero río.

Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiempo que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada ciudad...- Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransitable que los restantes de aquellos contornos.- En segundo lugar, delante del molino había una plazoletilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternada ida y venida de los pámpanos...- En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofreciéndoles... lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acompaña de macarros de pan y aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lumbre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pestiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.

-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? -exclamaréis interrumpiéndome.

Ni lo uno ni lo otro. El Molinero sólo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferentes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rústico de tan claras luces como aquél de tenerse ganada la voluntad de Regidores, Canónigos, Frailes, Escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral a fuerza de agasajar a todo el mundo.

-«Vuestra Merced me va a dar una puertecilla vieja de la casa que ha derribado», decíale a uno. -«Vuestra Señoría (decíale a otro) va a mandar que me rebajen el subsidio, o la alcabala, o la contribución de frutos-civiles ». -«Vuestra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento una poca hoja para mis gusanos de seda». -«Vuestra Ilustrísima me va a dar permiso para traer una poca leña del monte X». -«Vuestra Paternidad me va a poner dos letras para que me permitan cortar una poca madera en el pinar H». -«Es menester que me haga Usarcé una escriturilla que no me cueste nada». -«Este año no puedo pagar el censo». -«Espero que el pleito se falle a mi favor». -«Hoy le he dado de bofetadas a uno, y creo que debe ir a la cárcel por haberme provocado». -«¿Tendría su Merced tal cosa de sobra?». -«¿Le sirve a Usted de algo tal otra?» -«¿Me puede prestar la mula?» -«¿Tiene ocupado mañana el carro?» -«¿Le parece que envíe por el burro...?»

Y estas canciones se repetían a todas horas, obteniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado «Cómo se pide».

Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse.

IV

Una mujer vista por fuera

La última y acaso la más poderosa razón que tenía el señorío de la Ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío Lucas, era... que, así los clérigos como los seglares, empezando por el Sr. Obispo y el Sr. Corregidor, podían contemplar allí a sus anchas una de las obras más bellas, graciosas y admirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela afrancesada de nuestro país...

Esta obra... se denominaba «la señá Frasquita».

Empiezo por responderos de que la señá Frasquita, legítima esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa. Admirábanla, sí, y requebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por supuesto), lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas, como un prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como una diablesa de travesura y coquetería, que alegraba inocentemente los espíritus más melancólicos. -«Es un hermoso animal», solía decir el virtuosísimo Prelado. -«Es una estatua de la antigüedad helénica», observaba un Abogado muy erudito, Académico correspondiente de la Historia. -«Es la propia estampa de Eva», prorrumpía el Prior de los Franciscanos. -«Es una real moza», exclamaba el Coronel de milicias. -«Es una sierpe, una sirena, ¡un demonio!», añadía el Corregidor. -«Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro años», acababan por decir todos, al regresar del molino atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.»


(El texto se ha transcrito según la cit. ed. de V. Gaos, en «Clásicos Castellanos», páginas 11-23.)                


Este arranque de El sombrero de tres picos (que se prolonga, como tal, hasta el capítulo VIII, El hombre del sombrero de tres picos, con el inicio de la acción: «Eran los dos de una tarde de octubre») funciona como introducción o marco del relato; como lo que, en términos musicales, podríamos llamar obertura de la obra, o bien Sinfonía; vocablo del que se sirvió precisamente Alarcón para designar las páginas introductivas de El Niño de la Bola.13

Si la Obertura de una ópera a la manera italiana -de las tan admiradas por Alarcón- trata de situar al espectador emocionalmente frente al espectáculo por ella introducido y, en cierto modo, anticipado (una anticipación de temas musicales y, sobre todo, del que va a ser tono -dramático, cómico, heroico, según los casos- dominante de la obra), la manejada por Alarcón en los primeros capítulos de El sombrero pretende, antes de introducir al lector en el vivacísimo ritmo del relato, preparar el marco temporal y espacial del mismo, mediante una serie de referencias tan ligeras como eficaces.

Ante todo, no debe perderse de vista que aunque Alarcón no se propusiera, en esos capítulos de arranque, hacer sociología ni nada parecido, de hecho, el contenido de los mismos, dirigido como iba a los lectores españoles de 1874, tiene en cuenta la historia más próxima y la evolución que su impacto ha producido en la sociedad de la época. A Alarcón le importa situar temporalmente su relato dentro del antiguo régimen, hacia 1805, cuando aún no habían tenido lugar en España hechos tan decisivos como la guerra de la Independencia, las Cortes de Cádiz con la Constitución de 1812, y todo lo que vino después, hasta rematar en la relativamente próxima -para un lector de 1874- revolución de 1868, la llamada «Gloriosa».

Los cambios sociales han sido tan grandes que Alarcón se cree obligado a ofrecer una personal y simplificada imagen de lo que fue el régimen absolutista en su momento de mayor pureza -de su casi inocente pureza-, para en él encajar el símbolo y título de El sombrero de tres picos. En el capítulo VIII, aquel en que propiamente se inicia la acción, con el caminar «a las dos de una tarde de octubre», del Corregidor D. Enrique de Zúñiga hacia el Molino, con ánimo de seducir a la Molinera, Alarcón aprovechará la ocasión para describirnos al personaje y para evocar lo que eran para él, de niño en Guadix, aquellas prendas: «el negro sombrero encima y la capa roja debajo-, formando una especie de espectro del Absolutismo».

Luego ocurrirá que el tal D. Enrique, por más que amenace con mandar a la horca a todos los que se le opongan, acabe por ser desobedecido por todos, al hacerse con el mando -en el capítulo XXXV, Decreto Imperial- su esposa, la Corregidora. Pero, aun así, el cuidado irónico puesto por Alarcón en la evocación del régimen absolutista como marco de El sombrero de tres picos, y la identificación de tal prenda -el sombrero- con tal período, dan al arranque del relato, a esos primeros capítulos, el valor de un marco y -como el propio autor dice- de «un cuadro de género».

En principio se nos ofrece el marco histórico, a través de una evocación de lo que Napoleón era para los españoles de entre 1804 y 1808. La perspectiva adoptada por el escritor para esa evocación, explica el carácter deliberadamente ingenuo, pueril y provinciano de la misma. Es un Napoleón visto desde la incomunicada, atrasada y rancia España que está aislada de Europa por esa otra «Muralla de la China» que es el Pirineo. Desde ella -o, mejor dicho, tras ella, desde dentro de España- la cambiante y agitada Europa napoleónica parece reducirse a ese pintoresco inventario de acontecimientos que se inician con «El Soldado de la Revolución, el hijo de un obscuro abogado corso», etc. Los paréntesis de que Alarcón comienza a servirse en esas páginas, van marcando otras tantas connotaciones más o menos irónicas que suponen algo así como la presencia y la voz del narrador: «Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa Gloria)»; «Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular)»; «Obispos y poderosos Corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno)», etcétera.

Tales paréntesis suponen otras tantas explicaciones -necesarias o simplemente irónicas-, y su reiterada utilización en estos primeros capítulos del relato define algo así como el rápido regreso desde el tiempo histórico evocado -la España de 1805- al presente del autor y de sus lectores -la España de 1874-. Sirven también tales paréntesis para mantener el relato en la atmósfera que éste -un cuento, un romance- parecía requerir: una atmósfera hecha de no demasiadas precisiones, de cierta ambigüedad o vaguedad en cuanto al pormenor. Por eso en las primeras líneas se nos indica que «No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes del de 8». A punto de cerrar ya el capítulo, y entre paréntesis, Alarcón se atreve a precisar un poco más «(supongamos que el de 1805)». Este tono de suposición se mantiene en las primeras frases del capítulo II: «En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír)»; ciudad que no se precisa en el inicio del capítulo III, al escamotearse su nombre con tres asteriscos, pero que se ha venido identificando con la natal de Alarcón, Guadix.

Ni demasiadas precisiones temporales ni tampoco excesiva concreción espacial. Alarcón se contenta con situar la acción hacia 1805 y en una ciudad andaluza. Importaba, eso sí, alejar suficientemente del presente tal acción, y en ese empeño preteritista o pasadista el título del relato jugaba ya una primera baza, al evocar una prenda no usada en 1874, pero asociable aún, en esas fechas, a lo que fueron los poderes y abusos de un Corregidor en la España absolutista de comienzos de siglo.

Situada la acción en el pasado, Alarcón no necesitará luego de excesivos toques descriptivos o de referencias con las que reforzar la imagen del añejo mundo evocado.14 Se contentará con los datos temporalizadores que suponen las descripciones de la indumentaria de los personajes, y con algunas otras breves pero significativas alusiones.15 Y es que, en definitiva, a Alarcón le interesaba no el obtener una reconstrucción histórica demasiada detallada, sino simplemente situar la acción de su relato en un pasado que se antojaba ya remoto a los españoles de 1874, por virtud de las tremendas mutaciones que se habían producido en España desde 1805 a esa fecha.

Como quiera que sea, todo ese arranque de El sombrero en que Alarcón nos ofrece las coordenadas espacio-temporales en que situar el relato, trae al recuerdo los comienzos de no pocas novelas históricas de las que en el XIX se pusieron de moda, a partir del Romanticismo, caracterizadas por dedicar justamente el primer o primeros capítulos a la fijación y caracterización del pasado histórico en que se situaban los acontecimientos. En esa línea, y tal vez con un cierto deje paródico, está la obertura de El sombrero, cuya trama y tono nada tienen que ver, por supuesto, con los propios de un genuino relato histórico. Se diría que, por el contrario, Alarcón buscó en esos primeros capítulos (dedicados a evocar y resumir lo que fue la agitada Europa de las conquistas napoleónicas) el conseguir un festivo efecto de contraste, al oponer a la gravedad y alcance de la dinámica histórico-política de la Europa de 1805, el quieto mundo lugareño de esa ciudad en que transcurren los divertidos hechos de El sombrero. Esto -parece decirnos Alarcón- es lo que sucedía o podía suceder en la plácida y atrasada España absolutista de 1805, mientras más allá de esa especie de «Muralla de la China» que eran los Pirineos, rugía la tormenta. Y lo que sucedía era esa historia del Sombrero que, por su animación y sus enredos, trae al recuerdo las características de alguna comedia de ese tipo -enredo- de las que fueron frecuentes en nuestro teatro clásico. Para obtener una imagen de la estructura y sabor teatral que presenta El sombrero es necesaria la lectura total de la obra alarconiana. Regresemos, pues, a los textos ahora elegidos, para ver cómo en ellos se combina, junto al ya citado esquema -tal vez paródico- de un relato histórico o seudohistórico, el colorido propio de un «cuadro de género»; considerado éste en su doble vertiente pictórica y literaria. Con referencia a la primera, la crítica ha señalado una y otra vez los valores plásticos de El sombrero. En lo que a la segunda se refiere, el color costumbrista, combinado con la evocación histórica, traen al recuerdo colecciones tan populares en su tiempo como la serie de artículos de Antonio Flores, Ayer, Hoy y Mañana, o la Fe, el Vapor y la Electricidad. Cuadros sociales de 1800, 1850 y 1899, cuya primera parte, publicada en Madrid en 1853, suponía precisamente una serie de estampas costumbristas de la vida española medio siglo antes, situadas en la España de principios del XIX.

Pero al Alarcón de El sombrero no le interesaba hacer costumbrismo evocador, y si se sirvió de él en los primeros capítulos del relato fue para construir el marco en que situar la vertiginosa acción del mismo. Una vez que ésta se pone en marcha, van evaporándose o, por lo menos, adelgazándose los elementos costumbristas que se amontonan en los capítulos de obertura y, en especial, en el II, De cómo vivía entonces la gente.

Con todo, ese amontonamiento se resuelve no en descripciones prolijas, sino en enumeraciones rápidas y sintetizadoras, del tipo de la que abre precisamente ese capítulo, cuando, tras suponer que, «por ejemplo», la acción tuvo lugar en una ciudad andaluza, se nos resume en qué consistía la vida de aquellos habitantes mejor acomodados social y económicamente. Obsérvese cuán irónicamente resume Alarcón ese vivir como un sucederse de metódicas, de repetidas actividades que se desarrollan a toque de campana, como algo muy reglamentado y rutinario, en que se alternan e involucran -según los casos- dos predominantes quehaceres: el religioso y el gastronómico; rezos y comidas, devociones y pucheros, para rematar en ese ir a la cama, tan fría en las vecindades alpujarreñas que había de ser calentada previamente «durante nueve meses del año».

La sintética descripción del cómo vivía la gente en 1805 supone una sucesión de gerundios: yendo, almorzando, comiendo, durmiendo, paseando, tomando, asistiendo, retirándose, cerrando, acostándose, que introducen otras tantas actividades -o inactividades-; cuya suma o total desemboca en un cuadro que lo mismo admitiría el calificativo de envidiablemente plácido que de insufriblemente tedioso. De hecho, el que sean formas nominales del verbo las que introducen esos quehaceres de los guadijeños acomodados de 1805, y precisamente gerundios -con la inevitable connotación de ramplonería y pobreza que los mismos suelen entrañar- comunica a la totalidad del cuadro un algo de quieto, de inmóvil; como si el tiempo no transcurriera pese a ese rápido sucederse de referencias temporales, dadas por los distintos toques de las campanas: toque de la primera misa del día, toque para el rosario, del Ángelus, de Ánimas, etc.- y como si el moverse de las gentes de un lugar a otro desembocara más que en verdaderos movimientos, en una congelación de éstos, en la petrificación de un cuadro de quietud y de aburrimiento, no exento, sin embargo, de los posibles y extraños encantos que el narrador reseña seguidamente.

Alarcón se definió en 1858, en un artículo publicado en forma de Carta a Emilio Castelar, como «un hombre de lo presente; enemigo de lo pasado por instinto». ¿Resultaba esto válido para el Alarcón que en 1874 publicó El sombrero o para el que, un año después, en 1875, había de publicar El escándalo? Sabido es que tal novela y su discurso de ingreso en la Real Academia Española, en ese mismo año, sobre La moral en el arte, atrajeron sobre el escritor numerosas críticas, en las que se le acusaba de reaccionario, ultramontano o -como entonces se decía- neocatólico. Desde entonces, hasta su muerte, Alarcón fue considerado siempre como escritor situable en el polo opuesto a cuanto supusiera progresismo o renovación.

Viene todo esto a cuento, a propósito de la ambigua actitud ideológica que se percibe en ese capítulo II de El sombrero, al que ahora nos estamos refiriendo. Parece obvio que Alarcón no simpatiza en modo alguno con el sistema absolutista y con los abusos de poder que el mismo suponía (denunciados en el capítulo I del relato, a través de aquel pasaje en que se alude a las carencias «de toda libertad municipal o política», al gobierno arbitrario de Obispos y de Corregidores, y a la increíble cantidad de tributos que agobian a las pobres gentes sometidas a tales poderes).

El que ahora, en el capítulo II, tras reseñar Alarcón el cómo vivían los guadijeños de 1805, introduzca un pasaje de tan claros ecos cervantinos como es el que comienza «¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra...!»,16 permite plantear en todo su alcance tal cuestión. El tema de la Edad de Oro -ya que no otro es el manejado por Alarcón en ese citado pasaje- tiene en el capítulo XI del primer Quijote (1605) una entonación retórica pero sincera, expresado como estaba por una víctima de la Edad de Hierro en que le había tocado vivir, por un ser tan añorante del pasado como lo era D. Quijote. Quiere, pues, decirse que en su boca, ese tema, aunque sea objeto de un tratamiento retórico y hasta convencional, posee la emoción de lo plenamente vivido y sentido. No es éste el caso de Alarcón, al situar tal tema no en la boca de un personaje del relato, sino en la suya propia, como distanciado e irónico narrador de los sucesos y presentador o manipulador de su marco.

Cuando uno de los más ilustres escritores españoles del XVIII, José de Cadalso, coloca ese tema de la Edad de Oro al frente de su satírica obra Los eruditos a la violeta, lo hace con una intención totalmente irónica y acorde con el artificio manejado a lo largo de ese libro: el del mundo al revés, al obligar al lector a leer negativamente cuanto se le ofrece, interpretando los elogios como censuras, y éstas como elogios. En ese contexto, el que el burlesco profesor de los eruditos a la violeta (de aquellos que quieren hacerse con todos los saberes en sólo una semana) considere que es el suyo un tiempo espléndido para la cultura y el saber, una nueva Edad de Oro, cantada como tal, no puede engañar a nadie en cuanto a la estimativa cadalsiana. No hay tal Edad de Oro, sino más bien su triste reverso.

¿Es éste el mismo caso de Alarcón al cantar en el capítulo II de El sombrero el «¡Dichosísimo tiempo!» español de 1805? En cierto modo sí, ya que mal podía desearse que volviera un tiempo histórico caracterizado por la «quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos». Sin embargo, esa misma enumeración de rasgos definidores del «dichosísimo tiempo» produce cierta perplejidad, al comprobar que no todos son burlescamente negativos, ya que junto a las telarañas, polvo, polilla, hay creencias y tradiciones. Cualquier conocedor de la ideología de Alarcón podría sospechar entonces que tales palabras no entrañan necesariamente connotaciones negativas, sino más bien todo lo contrario, de no verlas seriadas junto a los abusos, el polvo, las telarañas, etc. Más perplejidad suscitan aún las exclamaciones que siguen, en las que si se mantiene el burlesco tono retórico, al repetir la frase «¡Dichosísimo tiempo!», se expresa una cierta añoranza por el color novelesco de ese desaparecido pasado, en contraste con la «prosaica uniformidad y desabrido realismo» de los tiempos presentes.

La ironía alarconiana acaba por conformarse como ambigüedad; consecuencia tal vez de la ideología del autor por esas fechas. Se diría que Alarcón se burla de un pasado que bien pasado está, y echa de menos, a la vez, ciertos aspectos de ese pasado; en función de una óptica pintoresca y literaria, esa que le lleva a envidiar a los poetas que eran capaces de encontrar en cada esquina motivo de inspiración. (Dicho sea de paso, la alusión al auto sacramental no puede resultar más chocante, habida cuenta de su prohibición y desaparición como género en la época histórica evocada.) El sombrero de tres picos vendría a ser ese entremés, ese sainete o, incluso, esa comedia que cabía encontrar en cualquier esquina del «dichosísimo tiempo». Fijados, pues, los rasgos del mismo, cabía pasar ya -y ese paso lo marca el capítulo III- al escenario concreto de El sombrero. Desde la gran panorámica generalizante se llega al pequeño escenario de la acción.

Con referencia a ésta conviene recordar que se desarrolla en un ámbito relativamente reducido, dado por una innominada ciudad -Guadix- y por un lugar próximo a la misma, que sólo así -Lugar- aparece nombrado. Concretando más, la acción de El sombrero transcurre en un triángulo cuyos vértices vendrían a ser el Molino, el Lugar y la Casa del Corregidor. El escenario realmente importante y decisivo será el del Molino. Frente a él, polarmente, está la Casa del Corregidor, en que tendrá lugar el divertido desenlace de la acción; trocados los papeles e indumentarias del Molinero y del Corregidor.

En definitiva -por más que no nos corresponda ocuparnos de este aspecto y sí únicamente de su repercusión en los capítulos ahora comentados- El sombrero está en buena parte organizado como un juego de dualidades, de contrastes y de oposiciones; en el cual desempeñan un papel muy importante los dos contrapuestos mundos del Molino y del Palacio del Corregidor. De esa estructura dual algo parece quedar anticipado en la elaboración del marco de la acción, dado por los primeros capítulos del libro, los que ahora estamos comentando. Obsérvese que, en los hasta ahora vistos, se nos ofrecen un cuándo y un cómo. O, en otro plano, una panorámica general y un reducido cuadro de «género». Considérese también el ritmo dual, alternante y antitético de los quehaceres de la gente guadijeña: rezos y pucheros, devociones y comidas. O el más complejo dualismo y contraste de la irónica y ambigua manipulación del tema de la Edad de Oro.

El solo título del capítulo III sugiere también una imagen de vaivén, un ritmo dual y alternante, Do ut des, un dar y tomar, un toma y daca. Considerado el capítulo en la estructura general del marco del relato, es fácil comprobar cuán suavemente encaja dentro de la organización total de ese conjunto. Si en el capítulo I se nos ofrecía el cuándo, y en el II el cómo, prometiéndose al final de éste entrar «resueltamente en la historia», en el III se produce el paso de lo general a lo concreto, contrayéndose ya los límites o contornos del marco a los propios del ámbito de la acción, centrada en la innominada ciudad, de la que se nos describe, ante todo, el que ha de ser eje del enredo, gozne decisivo de su complicada y divertida mecánica: el Molino del tío Lucas.

Alarcón aunque ha troceado y dividido nada menos que en siete capítulos introductivos la materia descriptiva del que viene a ser marco de El sombrero, no perdió nunca el hilo conductor y vertebrador del mismo, manteniendo una ordenada fluencia expositiva. Así, en este capítulo III va pasando ordenada revista a las razones o motivos por los que el Molino «era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracterizados de la mencionada Ciudad...» En este capítulo III se nos ofrecen hasta tres razones de esa preferencia. La cuarta y decisiva será presentada en el capítulo IV, una mujer vista por fuera. Con ello se produce un evidente encabalgamiento de tales capítulos III y IV, por cuanto este último es prolongación o continuación de la materia del III. Pero, a la vez, el dedicar un capítulo aislado a esa cuarta razón, expresa suficientemente la capital importancia concedida a la misma; el hecho de que, en definitiva, ésta sea la verdadera y casi única razón de la preferencia de los más distinguidos personajes de la Ciudad por acudir a las tertulias del Molino: la belleza y atractivo de la Molinera.

Se ve, entonces, que el gusto de Alarcón por trocear tan menudamente la materia de El sombrero, es algo ligado a una concepción muy decimonónica del capítulo; sentido como algo más que una pura y convencional división mecánica, sentido, más bien, como unidad estética de gran importancia, por cuanto permite dosificar, graduar, matizar los distintos efectos que al narrador le interesa ir manejando a lo largo del relato.

El capítulo III de El sombrero, aunque suponga ya el paso de las referencias generalizantes al concreto escenario del Molino, aún puede ser considerado, a efectos estructurales, como parte del marco de la acción, más que como componente de ésta; si bien algo de la misma y de sus personajes comienza ya a hacerse presente en las páginas de Do ut des. (El solo título parece ya aludir a un movimiento, a un esquema de acción.)

Con todo, la que vendría a ser primera parte de ese capítulo III posee aún las calidades pictóricas e inmóviles de un cuadro, ocupado ahora por la descripción de la «plazoletilla» que hay delante del Molino, y por los obsequios que el Molinero solía ofrecer a sus contertulios. La enumeración de los mismos da lugar a un cambiante y animado bodegón en el que figuran vegetales, bollos pueblerinos -los «macarros de pan y aceite» a que se alude en el texto- , frutas del tiempo, vinos, dulces y «jamón alpujarreño». Es un bodegón adobado con una sintaxis tradicional y con algún dejo arcaizante -ora... ora...-, pespunteado por los típicos paréntesis alarconianos e interrumpido por el no menos típico recurso alarconiano -tan romántico- del diálogo con los lectores, cuya presencia y opinión cristalizan en esa imaginada y posible pregunta que los mismos podrían dirigir al autor a la vista del denso bodegón ofrecido:

-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? -exclamaréis interrumpiéndome.


La respuesta permite al autor prescindir de los breves paréntesis explicativos (correspondientes a su voz y presencia de narrador omnisciente), para darnos una explicación más amplia, que se conecta, estructuralmente, con el trecho final del capítulo I, en el que se hacía recuento de los numerosísimos tributos, impuestos y diezmos que las gentes de 1805 habían de pagar. Ahora Alarcón vuelve a recordar las «cincuenta y tantas contribuciones diferentes» que se pagaban «a la Iglesia y al Estado», para explicarnos cómo a fuerza de humildes obsequios, el tío Lucas -pues tal era el nombre del Molinero, según se nos especifica en el oportuno paréntesis- «se ahorraba un dineral al año».

El pasaje que sigue es uno de los más interesantes, estructuralmente considerado, por presentar un recurso del que Alarcón gustó mucho siempre. Me refiero a la presencia en su obra narrativa de lo que, como posible consecuencia de las aficiones musicales del autor, cabría considerar un equivalente de lo que en las óperas y zarzuelas de su tiempo solía ser el coro.17 En el caso de El sombrero de tres picos, una lectura total del relato nos permitiría comprobar cómo, a lo largo del mismo, intervienen varios coros, reducidos, pero de una cierta entidad. El primero de esos coros es justamente el aludido en el capítulo III, que ahora estamos considerando, formado por los encopetados personajes, seglares y eclesiásticos, que asisten todas las tardes a la tertulia del Molino.

Otro coro es el presentado en el capítulo IX, cuando el Corregidor, a primeras horas de la tarde, se encamina, acompañado del alguacil Garduña, al Molino, suscitando su paso diferentes comentarios entre los labradores y lugareñas que contemplan la escena. Sus anónimas voces recogen algo así como la opinión pública respecto a las pretensiones del Corregidor frente a la señá Frasquita. Otro coro, este exclusivamente de alguaciles de la casa del Corregidor, es el que se ofrece en el capítulo XXV. Según el relato va acercándose al final y todos los personajes del mismo van convergiendo y reuniéndose en la casa del Corregidor, el coro resultante va siendo más nutrido y su importancia, el sonar de su voz, va creciendo en intensidad. Así, en el capítulo XXXI, la Corregidora informa a su marido (vestido ahora con las ropas del Molinero) que el Corregidor está ya en casa y que de ello puede dar fe la servidumbre:

Los criados y alguaciles que me escuchan se levantaron, y le saludaron al verlo pasar por el portal, por la escalera y por el recibimiento. Cerráronse en seguida todas las puertas, y desde entonces no ha penetrado nadie en mi hogar hasta que llegaron ustedes. -¿Es esto cierto? -Responded vosotros...

-¡Es verdad! ¡Es muy verdad! -contestaron la nodriza, los domésticos y los ministriles; todos los cuales, agrupados a la puerta del salón, presenciaban aquella singular escena.18


Pero será en el capítulo XXXIV donde este coro alcance su máxima importancia, al confiarle la Corregidora el contar -con voz plural, colectiva- todo lo que ha ocurrido en el palacio, desde que llegó el tío Lucas, vestido de Corregidor. La Corregidora se dirige a «los domésticos y ministriles», y les invita a que cuenten lo ocurrido:

Avanzó el cuarto estado, y diez voces quisieron hablar a un mismo tiempo, pero el ama de leche, como la persona que más alas tenía en la casa, impuso silencio a los demás, y dijo de esta manera:19


Rotatoriamente la voz narradora va desplazándose, ya que los distintos personajes del coro se interrumpen unos a otros, quitándose la palabra, quebrando y retomando el relato. Así, tras el ama de leche, interviene un alguacil, seguido del portero, etc. Si literariamente este desplazamiento se configura perspectivísticamente, en otro plano, el musical, la forma conseguida con esa rotatoria y plural intervención de los solistas de un coro reducido vendría a ser lo de uno de esos típicos concertantes que los compositores de óperas solían colocar al final de los actos.

Aunque todo esto pueda ofrecer algún interés -conectado con lo advertible en tantas y tantas páginas de la obra alarconiana; así, en El Niño de la Bola, en El escándalo, etc.-, conviene regresar ya al capítulo III de El sombrero, para ver cómo en su segunda mitad o trecho final, se nos ofrece, indirectamente, una primera aparición del primer coro del relato, el integrado por los asistentes a la tertulia del Molino. Obsequiados todos ellos por el tío Lucas, se convierten a su vez -Do ut des- en favorecedores del Molinero, como lo revela ese párrafo en forma de reiteradas peticiones a otros tantos asistentes a la tertulia -seglares y eclesiásticos-, que se inicia con la fórmula: «Vuestra Merced me va a dar una puertecilla...», y que concluye con una serie de preguntas: «-¿Tendrá su Merced tal cosa de sobra?»-«¿Le sirve a Usted de algo tal otra?»- que no son sino otras tantas e indirectas peticiones. No es la voz plural del coro de contertulios la que escuchamos, evidentemente, sino la del tío Lucas, pero el que esas «canciones» suyas obtengan siempre «por contestación» una respuesta favorable, nos permite inducir a través de las mismas la presencia silenciosa pero muy nítida de los personajes integrantes de ese coro, a los que el tío Lucas va dirigiéndose con los apelativos y tratamientos correspondientes a los cargos y categorías de cada uno de ellos: «Vuestra Merced», «Vuestra Señoría», «Vuestra Reverencia», «Vuestra Ilustrísima», «Vuestra Paternidad», «Usarcé», etc. Sumadas todas esas invisibles presencias dan como resultado un coro, que va a hacerse presente y visible como tal poco más adelante.

Muy hábilmente, pues, Alarcón introduce la presencia de ese primer coro a través de la voz singular del tío Lucas, situado frente a todos y cada uno de sus componentes. Técnicamente considerado, el recurso trae al recuerdo algunos de aquellos pasajes del Corbacho del Arcipreste de Talavera, en los que desde una persona y una voz singular -la de la mujer vanagloriosa, la de la que alborota la vecindad por la pérdida de una gallina- se llega a un concierto plural de voces, gestos, actitudes y personajes. Evidentemente, cuando el tío Lucas pide a un contertulio -designado como «Vuestra Señoría»- que «le rebaje el subsidio, o la alcabala, o la contribución de frutos-civiles», no está pidiendo todo eso a la vez, sino en diferentes momentos; unificados, sin embargo, a efectos de sintética contundencia en la concentrada petición (suma de peticiones).

A través de la voz del tío Lucas nos vamos adentrando ya en uno de los componentes de la acción de El sombrero, ese primer coro, impreciso y nítido a la vez, puesto que si no se nos dan sus bultos ni sus voces, se nos dan -y es lo que importa en el contexto de El sombrero y, sobre todo, de su marco- sus categorías sociales, definidas por los diferentes tratamientos que encabezan las peticiones del Molinero.

El capítulo III se cierra con una nueva apelación del autor a sus lectores -«Conque ya veis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse»-, derivada de la imaginaria pregunta que éstos habían hecho sobre la riqueza del Molinero o la imprudencia de sus tertulianos. Dada ya cumplida respuesta, el autor puede cerrar el capítulo para, en el siguiente, continuar con la enumeración de las «varias y diversas razones» que hacían del Molino frecuentadísima tertulia, ofreciéndonos la más «poderosa» de ellas: el encanto de la Molinera, cuya semblanza se nos ofrece en el capítulo IV, titulado Una mujer vista por fuera.

Por comprensibles razones de espacio, no nos ha sido posible transcribir completo tal capítulo ni mucho menos los que le siguen -hasta el VIII- y que constituyen -sumados todos ellos- el que venimos llamando marco de El sombrero. Con todo, para una mejor interpretación de ese capítulo IV, titulado Una mujer vista por fuera, conviene recordar que el siguiente, el V, dedicado a la semblanza del tío Lucas, lleva por título Un hombre visto por fuera y por dentro. Tal distinción o diferenciación parece relacionarse con el juego de dualidades y contrastes que hemos señalado como muy característico de la estructura e intencionalidad del relato. Fuera-dentro supone un vaivén como el ir y venir desde la casa del Corregidor al Molino o viceversa, o como el vestirse el tío Lucas de Corregidor y el Corregidor de Molinero... Importa marcar un ritmo, el propio de un juego que, en ocasiones, casi parece el infantil del escondite: en el capítulo XIX, por la noche, la Molinera va en burra hacia el Lugar, y el Molinero regresa desde éste, en burra también, al Molino; se cruzarán en el camino sin reconocerse, aunque sí se reconocerán, rebuznando, sus cabalgaduras. Y ese ritmo alternante o de vaivén está presente incluso en observaciones descriptivas tan nimias como la contenida en el capítulo III, a propósito de la plazoletilla del Molino en que se reunía la tertulia, «cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alternante ida y venida de los pámpanos...»

Fresco-sol, verano-invierno; ir y venir alternante de estaciones, que se diría marcado por el ritmo de esa «alternada ida y venida de los pámpanos», y que, descriptivamente, dará lugar al ya comentado bodegón de alimentos y frutos propios de cada estación del año.

Con todas estas observaciones quisiera hacer ver que, aunque la plena captación del ritmo alternante y dual de El sombrero sea algo que sólo puede conseguirse con la lectura total de la obra, algo de ese ritmo está ya infiltrado en los capítulos de arranque que ahora estamos comentando, pese a no contener acción, movimiento, sino más bien componentes de lo que venimos llamando marco de tal acción.

La descripción de la señá Frasquita permitirá a Alarcón introducir una nueva y leve referencia temporalizadora que sumar a las ya ofrecidas en el capítulo I. Me refiero a esa alusión a «las manos de Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovellanos y toda la escuela afrancesada de nuestro país...», recordatoria de que el año evocado era, aproximadamente, el de 1805.

Lo que hemos reproducido aquí del capítulo IV corresponde a su arranque y no a la descripción física de la Molinera que ha quedado fuera, por las ya apuntadas razones de falta de espacio. Nos interesaba más que comentar una convencional descripción de una belleza femenina, fijarnos en la visión perspectivista que de la misma tienen los distintos asistentes a la tertulia del Molino.

El pasaje es introducido por una de esas habituales fórmulas alarconianas de imaginado diálogo con el lector: «Empiezo por responderte de que la señá Frasquita», para, en seguida, presentar nuevamente al coro de asistentes a la tertulia del Molino, sugerido ya en el capítulo anterior, de forma indirecta, a través de las peticiones que a sus diversos componentes solía hacer el tío Lucas. Si entonces lo único que se ofrecía al lector era la voz de éste, ahora escuchamos las antes silenciosas voces de los contertulios, presentadas rotatoriamente para, a través de sus impresiones, obtener una primera y cambiante imagen de la señá Frasquita. En principio se alude a ese coro de manera vaga y genérica -«lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas»-, pasándose luego a la determinación individual, a través no de los nombres de sus componentes, sino de sus categorías especiales o profesionales: «el virtuosísimo Prelado», «un Abogado muy erudito», «el Prior de los Franciscanos», «el Coronel de milicias» y, finalmente, «el Corregidor», del que, más adelante (en el capítulo VIII), se nos ofrecerá una circunstanciada descripción, así como su nombre y apellidos.

Cada uno de esos momentáneos y rotatorios solistas del coro expresa su personal opinión sobre la Molinera, su punto de vista o particular perspectiva. Se trata de un recurso bastante utilizado en la novelística del XIX, por virtud del cual el narrador parece renunciar -de momento, al menos- a ofrecernos una directa descripción de un determinado personaje, sustituyéndola por la prismática, matizada y aun llena de oposiciones que pueda suponer la suma de parciales descripciones que de tal personaje ofrecen otros del mismo relato.20 Muy frecuentemente el empleo de tal recurso está enderezado a obtener no tanto una descripción del personaje enjuiciado desde distintos puntos de vista, como de sus variados y dispares enjuiciadores. O más bien, una convergencia y fusión de ambas descripciones: a la par que un personaje es descrito por otros, los modos descriptivos que éstos emplean sir ven para autodescribirlos, para decirnos ya algo de ellos; tal y como ocurre en el pasaje alarconiano que ahora comentamos. No es tanto una imagen de la Molinera lo que ahora parece importar -en el resto del capítulo IV Alarcón tendrá ocasión de describírnosla cumplidamente-, como una visión del coro integrado por «los ilustres visitantes del Molino». A través de las voces de algunos de ellos, Alarcón nos va informando de su alta condición social, de sus peculiares estimativas, perspectivas culturales o profesionales. Así, el «Abogado muy erudito, Académico correspondiente de la Historia» recurre a una clasicista y estética comparación para ponderar la belleza de la señá Frasquita, en tanto que «el Coronel de milicias» emplea una familiar expresión muy de cuerpo de guardia o de sala de banderas, o «el Prior de los Franciscanos» recurre ingenuamente a la comparación bíblica.

El perspectivismo es, pues, tan poco variado como elemental, carente de los matices y complicaciones que tal recurso adquirirá en otras manos y al servicio de otras intenciones (tal y como ocurre en el ejemplo citado en nota de Balzac). Alarcón no presenta opiniones dispares sobre la señá Frasquita, sino más bien notas complementarias que se resuelven en entusiasta unanimidad.

Y es que, en definitiva, al escritor parece importarle, una vez más, no el dato psicológico, sino la estructura musical en la que se inserta el juego perspectivístico de las variaciones sobre un tema: en este caso, el encanto, la belleza de la señá Frasquita. Variaciones muy poco variadas, resueltas en forma de musical concertante, ya que, rotatoriamente, diversas voces, diversos solistas del coro se destacan y adelantan para cantar su frase, produciéndose al final la convergencia, la plural concurrencia de voces en el remate del dispositivo coral, cuando todos parecen decir a la vez: «Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro años, acabaron por decir todos». Lo que a continuación añade Alarcón, para cerrar la escena con el abandono de la misma por parte del coro, sirve para contraponer eficazmente dos de las zonas en que transcurre la acción de El sombrero de tres picos: la animada, alegre y vital del Molino, y la tediosa, aburrida y rutinaria de la Ciudad. Cuando a ella regresan los contertulios del Molino, van «atiborrados de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares». Y obsérvese que tras la referencia de esos significativos adjetivos -«tétricos y metódicos»- están, por lo menos, los «hogares» de los solistas que han intervenido en el coro y de los que se ha hecho explícita mención: el Prelado, el Abogado, el Prior de los Franciscanos, el Coronel de milicias y el Corregidor.

El Molino se configura entonces, por obra y gracia sobre todo del encanto ejercido por la Molinera, como el amable contrapunto y consuelo de esas tediosas existencias pueblerinas, como el luminoso alivio con el que escapar momentáneamente de «los tétricos y metódicos hogares», como la invitación a la aventura. El que el Corregidor quiera realizar plenamente tal aventura y acabe por fracasar en su empeño, resultando el burlador burlado, dará lugar a la que propiamente es la trama, la acción de El sombrero de tres picos; iniciada en el capítulo VIII, tras la meticulosa preparación del marco en que consisten los siete capítulos anteriores.

Alarcón necesitó, pues, bastantes páginas para elaborar lo que, tal vez, podría haber sido una introducción más breve. La calidad musical de obertura o la plástica de rico y significativo marco que el autor quiso asignar a esas páginas, hacen que las mismas participen del encanto general que del libro se desprende. Algunos de los más decisivos componentes estructurales de éste se perciben ya, adelantados, en las páginas del marco, tal y como ocurre con los juegos de alternancias y dualismos, con los artificios perspectivistas y, sobre todo, con las musicales utilizaciones de coros y concertantes. No poco, pues, del ritmo de que se va a cargar la acción de El sombrero de tres picos se filtrará en el quieto espacio del «cuadro de género», en las aparentemente inmóviles estructuras de un marco que pierde condición ancilar para alcanzar otra más alta.

Utilizando una comparación musical que quizás hubiera resultado grata al propio Alarcón, podríamos recordar los casos de aquellas óperas -entre ellas no pocas de un autor tan admirado por Alarcón como lo fue Rossini- en las que lo más bello y recordado han llegado a ser precisamente sus oberturas. No quiero decir con esto que en El sombrero de tres picos la obertura valga más que lo que viene tras ella. Simplemente, se trata de sugerir que tampoco vale menos y que, más bien, está a su mismo nivel. Lo cual no es poco decir para un marco, cuando lo por él introducido o señalado es una de las obras maestras de la narrativa breve del XIX.





 
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