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Un haz de luz: Hostos y Martí

Yolanda Ricardo



Martí: PeláezHostos: Peláez

«La grandeza, Luz para los que la contemplan, es horno encendido para quien la lleva, de cuyo fuego muere».


(J. M., OC.8:177)                






Inagotable caudal en la historia de las ideas en América es la obra de pensamiento y creación de Eugenio María de Hostos (1839-1903) y de José Martí (1853-1895). El voluminoso conjunto de las obras completas de uno y otro exige una rigurosa selección en cualquier tipo de abordaje valorativo. Destacados estudiosos han acometido esta tarea desde diversos ángulos, y en gran medida desde la óptica del quehacer reflexivo. Piénsese, por ejemplo, en los aportes que en este sentido han realizado Antonio Pedreira, los hermanos Henríquez Ureña, Emilio Roig de Leuchsenring, Cintio Vitier, Manuel Maldonado Denis, José Ferrer Canales... Y en el orden de la valoración estética: Gabriela Mistral, Concha Meléndez, Fina García Marruz, Adelaida Lugo-Guernelli, entre muchos otros. Un asunto de tantas posibilidades intelectivas y artísticas permite que, sin pretender aportar inusitadas novedades, se pueda evaluar una vez más la creación de Hostos y Martí desde la perspectiva del pensamiento ético-político y la expresión de la americanidad, sin prescindir de una ineludible cala, dado el universo investigativo tan especialmente prolífico en ambos Maestros.

En donde se anudan consustancialmente Hostos y Martí es en su proyección de humanismo universal y en la asunción de la realidad política y social americana. Háblese de dignidad y patriotismo en su expresión más legítima y ahí están sus ideas más comprometidas. Con relación a Martí, varios críticos, sobre todo Cintio Vitier y Ezequiel Martínez Estrada, han estudiado la permanente eticidad de su humano quehacer y de su activismo intelectual. En el pensador cubano emerge constantemente el concepto del decoro como eje ético-político de su ideario, al punto de colocarlo como principio de equilibrio universal en su revista de 1889, La edad de oro. Muy difundida ha sido su expresión «En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz» (OC.18:305). En opinión de Cintio Vitier, Martí llega a fundar una ética revolucionaria que constituye la plataforma de su acción política y social para llevar adelante la magna empresa de la liberación cubana, en tanto que el crítico argentino en su valioso libro Martí revolucionario, dedica un epígrafe al tema en el que afirma: «Una nota específicamente martiana que da a su actividad revolucionaria carácter distintivo esencial, es la moralidad absoluta que imprime Martí a cuanto piensa, escribe y hace» (EME: 569). Sobrados testimonios existen en su extenso epistolario de la grandeza ética que se transparenta en cada gesto íntimo o de público dominio, sobre todo cuando tuvo que enfrentar conflictos muy delicados surgidos al calor de su gestión unificadora en el seno de la emigración revolucionaria. Sabido es que, en medio de avatares y frustraciones, la crisis espiritual tantas veces amenazante no lo sumergió en el escepticismo ni en el desaliento cismático: el prólogo a su poemario Ismaelillo ofrece muestras elocuentes de su conmovedora confianza en los valores de la esencialidad del hombre. ¿Quién no recuerda su declaración de fe contenida en obra de tan excelsa espiritualidad?

Aunque Martí no redactó un texto teóricamente orgánico sobre la moral, es posible rastrear en su pensamiento principios generales de permanente activismo ético y de redención social, dotados de absoluta organicidad, presididos por un profundo sentimiento de amor en su dimensión más amplia y plena como premisa de libertad humana y a partir de un ordenamiento básico del mundo que aparece condensado en su divisa «los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen» (OC.4:413). El encauzamiento ético de su proselitismo revolucionario le permitió encontrar resonancia en las más amplias capas de la sociedad cubana hastiadas de cuatro siglos de ignominia y corrupción coloniales. Y esto no podría ocurrir de otra forma porque su lenguaje ético-político hablaba en un diáfano mensaje patriótico, asequible y sensibilizador.

Trasponiendo los límites del cumplimiento del deber como virtud individual, a partir de los años 80 y de forma sostenida hasta su muerte, va conceptualizando progresivamente la asunción del deber con la patria. Su certidumbre de patriotismo es, en primer lugar, amor y sacrificio, «agonía y deber» (OC.4:111) y de ningún modo «el amor ridículo a la tierra,/ Ni a la yerba que pisan nuestras plantas» (OC.18:19), como precisaría a sus 16 años en Abdala. A ello apuntaría en su trabajo «¡Vengo a darte Patria. Puerto Rico y Cuba!» (1893): «La primera cualidad del patriotismo es el desistimiento de sí propio, la desaparición de las pasiones o preferencias personales ante la realidad pública, y la necesidad de acomodar a las formas de ella el ideal de la justicia». (OC.2:257) Entre 1884 y 1886 puntualiza el sentimiento de consagración y desinteresada entrega. A Máximo Gómez, en paradigmática carta del 20 de octubre de 1884, le enfatiza el servicio de grandeza en «desprendimiento» e «inteligencia», despojado de criterio o sentimiento alguno de ambición individual, con que ha de postrarse ante la patria cada uno de sus hijos. En 1886 reitera esta idea que abrirá en 1891 su trascendental discurso Con todos y para el bien de todos. Vocado medularmente por el humanismo, en Nuestras ideas (1892) se refiere a la relación del sentimiento patriótico con el nacionalismo y condena lo que, en nombre de la patria, pueda afectar la unión universal entre los hombres de buena voluntad.

Más que concepto razón de existencia es el patriotismo que irrumpe en Martí desde una adolescencia marcada por los rigores de la prisión, el trabajo forzado y el destierro. Aun siendo muy joven, comenzó a sobreponer por encima de sus aspiraciones personales los destinos de la patria. Será su poema dramático Abdala el que, en una iniciática expresión, mostrará el primer nivel del conflicto: el de las madres, de Espirta y Nubia, de Leonor y Cuba. Desde el punto de vista conceptual, el patriotismo martiano aparece encarnado en un primer momento en la patria natural como lugar de nacimiento, para seguir creciendo bajo la advocación de la patria antillana, la americana continental y la patria suprema, representada por la Humanidad, en la misma medida en que, sustrayéndose a atavismos nacionalistas, su sistema de valores jerarquiza la felicidad humana, sin distinción de componentes geográficos, sociales o étnicos. La coronación de esta magnitud de ideas y sentimientos la postuló cinco meses antes de su caída en combate en su tan repetida sentencia: «Patria es humanidad» (OC.5:468).

Asimismo, Hostos el Ciudadano de América, figura tan agudamente delineada por su biógrafo Antonio Pedreira, es junto a Martí, un Maestro fundador de pueblos como aquellos grandes hombres del siglo XIX integrantes de ese excepcional registro de pensadores consagrados al enaltecimiento continental. Su hondísima sensibilidad, despierta precozmente también en la adolescencia, adquiere progresiva madurez desde su estancia en España entre 1851 y 1859. Ya por esas fechas comienza a dar a conocer públicamente en foros, ateneos y en la prensa plana, sus criterios políticos marcados por un irrefrenable don de patriotismo, cuya plataforma ideológica, como la de Martí, es peculiarmente ética.

Su apostolado americano emergió en la Península en donde enfrentó el republicanismo falaz y mediatizado que no concedía derechos a las Antillas. Allí decidió tomar el camino de la impostergable lucha por la independencia del Archipiélago de las tres grandes islas caribeñas y por su proyecto de Confederación antillana. Ya habían tenido lugar las convocatorias insurgentes de Lares y Yara. Deja entonces la vida de curso ordinario que la familia le ofrecía en Madrid y viaja a América para encontrarse con el destino que su moral revolucionaria le estaba dictando cada vez con mayor pujanza desde fines de la década anterior. Esa es la principal razón de su vertical compromiso con los mambises cubanos desde la Junta Revolucionaria de Nueva York.

En el peregrinaje por tierras americanas (Nueva York, Suramérica y el Caribe) se entregará definitivamente a este ideal que sería en su existencia espinoso acicate. En cuarenta años de prolongado bregar de intelectual comprometido -el que iniciado en 1863 con su obra La peregrinación de Bayoán no culminaría hasta su muerte en Santo Domingo en los albores de este siglo- ofrece momentos cruciales del quehacer continental cuando alcanzó cimas en la creación pedagógica, el desarrollo teórico de los estudios sobre la moral y la sociología, tanto en Chile como en tierras dominicanas, y al abrazar una apasionada y convencida defensa de la batalla por la emancipación cubana, concebida esta al modo de un escalón de la liberación antillana y premisa ineludible para lo que él comenzó estipulando a la manera de fiel de la balanza en las tierras de América y como factor determinante en el equilibrio mundial.

Mientras se dedicaba al ejercicio de la cátedra pedagógica en su primera etapa dominicana, redactó Hostos su Tratado de la moral, especie de programa teórico de su consagración social y política, estructurado sobre un código de valores que dimensiona su labor tutelar en el Continente. Armado de un racionalismo intrínsecamente humanista, establece el problema básico de la moral como el de la «íntima relación de la razón con la conciencia y de la conciencia con el bien» (OC.XVI.105) y su concreción más legítima el «hacer de la práctica del deber el modo normal de desarrollo individual y colectivo». Es precisamente la idea del deber la que considera como «la fuente más pura de la moralidad» (OC.XVI:106). Y más aún: el fundamento básico de la conciencia. En esta línea de pensamiento corona su trascendente conceptualización ejemplificando: «el hombre es más libre cuanto más hace lo que debe, porque así prueba que ha llegado a mayor conciencia de su racionalidad, y porque probándolo es más digno» (OC.XVI:106).

Al modo de un demiurgo teórico del modelo arquetípico americano, en el cual la virtud y el deber eran rasgos inexcusables y cuya objetivación más cara radicaba en el patriotismo, Hostos propugnó parejamente en su ideario la transformación moral y política del hombre. A este tema le dedica un espacio relevante en su obra Moral social, fundamentalmente en los capítulos «El deber del trabajo» (XIII), «Deberes del hombre para con la humanidad» (XXI) y «Deberes complementarios» (XXII). En este último establece la estrecha correlación entre dignidad, deber y patriotismo desde la esfera individual hasta la de mayor trascendencia colectiva en la sociedad, todo lo cual resume cuando dice que: «Sin dignidad, no hay patriotismo [...] Son, dignidad y patriotismo, dos deberes tan correspondientes, que el cumplimiento del auxiliar, la dignidad, corresponde de un modo absoluto al primario, el patriotismo; y todo aumento de patriotismo es generación de dignidad en el patriota» (OC.XVI.197-8).

En este orden de reflexión, su estatura ética, emparentada raigalmente con la martina, alcanza de un modo u otro todos los predios que toca. Su espectro moral no le permite abandonarse a la idea del patriota concebido individualmente ni a la patria constreñida al terruño natal. Así, en los confines del siglo XIX él y Martí coinciden en la mayor amplitud del concepto al entender que la Humanidad es el sentido más pleno de la patria. Partiendo del hecho de que «el uso mejor que debemos hacer de nuestros medios de acción es el que hacemos en provecho de los hombres todos» (OC.XVI.191); y de que «el seno natural de todo hombre es la humanidad entera» (OC.XVI:185), subraya que si se piensa que vivimos en «una familia de pueblos» se comprenderá que el patriotismo está íntimamente vinculado con los sentimientos y deberes hacia la humanidad. Concluye esta idea diciendo que: «debemos [...] cultivar cada vez con más esmero nuestro deber de patriotismo, no ya sólo por la patria, sino porque cuanto más firme sea nuestro patriotismo, tanto más concienzuda será nuestra subordinación al más vasto interés de la humanidad». Esta espléndida dimensión ética aparece condensada en 1874 cuando, retomando la línea ética que recorre el pensamiento latinoamericanista reivindicativo, sentenció: «Para combatir con éxito y con gloria, no conozco más que un medio; abrumar a fuerza de abnegación y de grandeza moral a los mezquinos que pierden en disputas egoístas el tiempo que debemos consagrar a la patria, la libertad y la justicia» (Obras: 93).

Precisamente el ideal de justicia había recorrido -y seguiría haciéndolo- el pensamiento más legítimo del Continente: el de Bolívar, San Martín, Hidalgo, Juárez, Torres Caicedo, Bilbao... Tanto Hostos como Martí heredaron una rica tradición en la cual el concepto llevaba intrínsecamente incorporado el sentido ético. En Cuba la concepción de la justicia presidió la obra de los grandes mentores del siglo XIX y llegó as alcanzar niveles de primicia ideológica entre la intelectualidad más comprometida. Esto explica que el filósofo José de la Luz y Caballero, destacado entre los fundadores de la conciencia nacional, la sustantivara como el astro supremo de los conceptos éticos al llamarla «ese sol del mundo moral». Justicia para el hombre y justicia para los pueblos, innegable consanguinidad intelectual y vitalista que en los marcos del patriotismo identificó con especial hondura a Hostos y Martí: desde la patria natural hasta la patria suprema, conglomerado abarcador de todos los pueblos. También con similar dimensión ético-patriótica asumieron la problemática histórica y política de Cuba y Puerto Rico, aun cuando el proceso de radicalización se produjo de forma diferente en ambos. En cualquier caso, arribaron a un independentismo conceptual y de activismo revolucionario que los colocó en la mayor altura del pensamiento político latinoamericano de su tiempo. Y tanto en uno como en otro, su concreción más inmediata y viable encarnó en la liberación de las Antillas.

Los años sesenta y setenta son particularmente decisivos en la vida política de Hostos. La peregrinación de Bayoán le dio su crédito de luchador iniciado tempranamente en la polémica tribunicia del Ateneo de Madrid. En 1868 le escribe al Director del rotativo madrileño El Universal declarándose revolucionario y defensor de la dignidad cubana y puertorriqueña. Al siguiente año rompe sus lazos con el medio político liberal de la Península y pasa a Nueva York en donde integra con Ramón Emeterio Betances y Basora la tan singular tríada de revolucionarios puertorriqueños

De 1870 es el Manifiesto a los puertorriqueños (Nueva York, feb. 22) en el que Hostos analiza, a poco más de un año del Grito de Yara, la situación de la revolución cubana hostigada por los opresores españoles y por mercaderes europeos y norteamericanos. Al mismo tiempo, partiendo de una historia común y de un mismo escenario geográfico, exhorta a los puertorriqueños a seguir el ejemplo aguerrido de los cubanos, estimulados de conjunto, unos y otros, por la que él estima hora de sustantiva relevancia.

Encontrándose en tierras australes, en 1872 postula en la Revista de Santiago que «Cuba y Puerto Rico son esclavas, y mientras las dos islas mejor situadas, más pobladas, más instruidas, están en poder de España, estarán esclavizadas; y mientras no sean dueñas de sí mismas, serán un paraíso inhabitable» (Obras: 334). Más adelante comenta que: «España poderosa, irresponsable, impune, no ha podido dominar a Cuba, desamparada, casi inerme, sin más defensores que sus hijos, sin más auxiliares espontáneos que unos cuantos puertorriqueños [...], y unos cuantos dominicanos, venezolanos y neogranadinos que conservan todavía el culto grandioso de la patria americana [...]» Y en este sentido sostiene categórica y alentadoramente: «Yo sé que cuando una revolución colonial ha pasado del período de frenesí al de resolución inquebrantable, no hay fuerza ni poder que triunfe de ella. Yo sé que Cuba está en ese período» (Obras: 340-1).

Convencido Hostos de que con la independencia de las Antillas se garantizaba el porvenir de América, revelación y credo resulta la carta del 10 de octubre de 1873 que Hostos envía al Presidente de Perú, Manuel Prado (Obras: 96-102) en la que asevera con cabal entereza: «Yo creo, tan firmemente como quiero, que la independencia de Cuba y Puerto Rico ha de servir, debe servir, puede servir al porvenir de la América Latina [...] Ha de servir, porque las Antillas desempeñan en el plan natural de la geografía de la civilización el papel de intermediarias del comercio y de la industria [...] Debe servir, porque las Antillas son complemento geológico del Continente americano, complemento histórico de la vida americana, complemento político de los principios americanos [...] Puede servir, porque la independencia de las Antillas no es otra cosa que emancipación del trabajo, y por tanto, aumento de población, de producción, de recursos físicos para la civilización americana [...]; no es otra cosa que continuación del movimiento histórico de la independencia continental».

Numerosos son su textos escritos entre 1874 y 1876 en los que no desmaya en su empeño de promover la insurrección cubana como parte de la revolución de las Antillas. No sólo por su importancia política en el desarrollo de la antillanidad, sino también por su incidencia en el interés martiano, merece la pena mencionar el Programa de Los Independientes, expuesto por Hostos en La voz de la Patria (1876), el semanario editado por los emigrados puertorriqueños en Nueva York. Aparece estructurado en siete trabajos de activa reflexión sobre la situación política americana. En la misma medida que Hostos reclama la autoctonía de esencia y de métodos en los revolucionarios cubanos, presentados como paradigmas antillanos, preconiza el fortalecimiento de la que él denomina «raza de las Antillas» a través de una especie de «fusión social» de los dos troncos étnicos fundamentales: premisa hostosiana ineludible para lograr la unidad de la futura Confederación, concebida como un «pacto de razón» entre Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. En su opinión, esto permitiría vigorizar el Continente utilizando la concentración de la fuerza interna de una de sus regiones más importantes: las Antillas, crucero y balanza del mundo americano.

Entretanto, para Martí la captación de la esencialidad americana ha ido abriéndose paso desde su llegada a México en 1875 e irá en ascenso indetenible hasta la asonada de su artículo programático d 1891: Nuestra América. Tal proceso de interiorización concientizadora lo mantuvo siempre atento a las distintas manifestaciones de la cultura americana y particularmente de su expresión en el pensamiento político. Esto explica que no sólo le llamara la atención sino que también dedicara una elocuente reseña al Programa de Los Independientes. Como es posible presumir, a tal fiel lector de la prensa revolucionaria continental no podía pasar inadvertido este importante «Catecismo democrático» (OC.8:53-4), cuya repercusión alcanzará proteicamente documentos sustantivos, entre ellos las Bases del Partido Revolucionario Cubano y el Manifiesto de Montecristi.

Con nítida síntesis caracteriza a Hostos en el «Catecismo»: es «el orador de Puerto Rico», «imaginativo porque es americano», «una hermosa inteligencia puertorriqueña cuya enérgica palabra vibró rayos contra los abusos del coloniaje» y «que ha hecho en los Estados Unidos causa común con los independientes cubanos». Acostumbradamente incisivo, selecciona Martí un fragmento del Programa, el que reproduce para exponer similitudes críticas entre el pasado histórico valorado por Hostos y el México de la irrupción porfirista. Desde su estilo singular, manadero de verticalidad, condena a tiranos y caudillos y, en admonitoria prevención, recuerda que la democracia republicana se sustenta en «la voluntad de todos»: se muestra así como un creativo intérprete de los preceptos hostosianos.

En las dos últimas décadas de la centuria pasada, América y su «nudo de islas» del Caribe crecen poderosamente en el ideario de Hostos dos grandes pensadores continentales, quienes, como han demostrado José Ferrer Canales y Manuel Maldonado Denis, coinciden frecuentemente en el cruce de reflexiones y actitudes -y hasta en tono y expresiones. No podría ser de otra manera para los que están unidos por permanentes «diálogos ocultos», como afirma el acucioso rescatador de textos hostosianos, Marcos Reyes.

El patriotismo antillano de José Martí ofrece documentos de sagaz y radical orientación para la libertad de Cuba y Puerto Rico, básicamente entre 1892 y 1895. De manera definitoria, en Nuestras ideas (marzo de 1892), puntualiza que cubanos y puertorriqueños han estado siempre unidos en la historia revolucionaria de las dos islas hermanas lo que determina inequívocamente el sentido común de la lucha libertaria. Del 5 de enero de ese mismo año son las Bases del Partido Revolucionario Cubano, en cuyo artículo primero se establece que este Partido se constituye para lograr la independencia de Cuba y para promover y respaldar la de Puerto Rico. Este principio se reafirma el 10 de abril en La proclamación del PRC. Las mismas concepciones se perfilan, rebosan de motivación y vuelo literario el 14 de mayo, en su trabajo Las Antillas y Baldorioty de Castro en donde puede leerse su tan divulgada valoración antillana: «ojeadas de cerca por la codicia pujante [...] las tres islas que, en lo esencial de su independencia y en la aspiración de porvenir, se tienden los brazos por sobre los mares, y se estrechan ante el mundo, como tres tajos de un mismo corazón sangriento, como tres guardianes de la América cordial y verdadera, que sobrepujará al fin a la América ambiciosa, como tres hermanas [...]». Más adelante sella el sentido de la expresión cuando dice: «las tres Antillas que han de salvarse juntas, o juntas han de perecer, las tres vigías de la América hospitalaria y durable, las tres hermanas que de siglos atrás se vienen cambiando los hijos enviándose los libertadores, las tres islas abrazadas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo» (OC.4:405-6).

Si bien en 1892 las numerosas proclamaciones que dio a conocer Martí a través del Partido Revolucionario Cubano reafirman el objetivo central de la lucha fundamentando la independencia de las dos islas como un primer escalón para la liberación de las Antillas, entre 1893 y 1895 son frecuentes los documentos que -como El alma de la revolución y el deber de Cuba en América y el Manifiesto de Montecristi- establecen la unidad revolucionaria del archipiélago caribeño basada en una proyección internacional que concibe las Antillas con el papel de balanza universal. Amparado en esta concepción, cobra significativa fuerza el criterio del Manifiesto que caracteriza la guerra emancipadora como «suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo» (OC.4:101). Acentuando emotivamente esta idea, de inmediato el texto reclama la atención de los ideales más auténticos de los revolucionarios del orbe cuando expresa: «Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia [...], cae por el bien mayor del hombre».

Desde la órbita de epistolario martiano se confirman a cada paso estas posiciones. A Federico Henríquez y Carvajal le reitera, con directriz similar, la idea del equilibrio universal que determinarían las Antillas (OC.4:111) y a Manuel Mercado le comenta las sutilezas de las redes ocultas de la política que silenciosamente ha venido ejecutando: «impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América» (OC.4:16).

Entretanto, el Maestro puertorriqueño ha continuado en los años ochenta su proselitismo redentor, encauzado como nunca a través de su apostolado pedagógico. Mientras esperaba el reinicio de la contienda armada cubana, lo que no sucederá hasta mediados de la década siguiente, decidió continuar sirviendo a América en la formación de conciencias. En Santo Domingo encontró un caudal, una sementera, en la juventud y sobre todo en la excepcional familia Henríquez Ureña, particularmente en la exquisita poetisa y educadora Salomé Ureña. Allí dejó honda huella en la educación americana con un gran sentido reivindicativo en beneficio de distintos sectores sociales y, en forma muy especial, de la mujer. Esta experiencia la repetirá de modo muy fecundo en el Chile de los noventa (1889-1898).

Tomadas nuevamente las armas en los campos cubanos el 24 de febrero de 1895, el reinicio de la contienda encuentra a Hostos con el mismo espíritu de consagración al ideal revolucionario liberador y respalda con su acción al Partido Revolucionario Cubano en Nueva York. Hechos de primera magnitud irán encadenándose entonces, incluida la pérdida tremenda del líder mayor. Sin embargo, si bien cae José Martí tan pronto se incorpora a la insurrección mambisa, todo el peso y la grandeza de su pensamiento movilizador se yergue entre los revolucionarios tal y como él premonitoriamente anunciara en 1889 al exclamar que: «Y seremos vencidos, y tornaremos a vencer. Y darán en tierra con nuestro actual empeño, y con empeño nuevo caeremos sobre nuestra tierra. ¡Y nos ganarán esta batalla, y habrá aún alguna alma fuerte y fiero que quedará batallando todavía!» (OC.4:210). Esta inevitabilidad histórica de la independencia será también un acicate permanente en Hostos.

Es la liberación antillana como soporte de cohesión continental, lo que motiva esencialmente el cruce fecundo del ideario de Hostos y Martí. El documento que el pasado 24 de marzo arribó a su primer centenario, el Manifiesto de Montecristi, responde a ese elevado objetivo político y constituye un testimonio tanto de sus dos protagonistas históricos, Martí y Máximo Gómez, como del pálpito de los próceres sustentadores de la utopía revolucionaria caribeña: Betances, Hostos, Luperón... En el artículo «Manifestación de la revolución de Cuba», del 16 de junio de 1895, (FC:182-8), publicado en La ley de Santiago de Chile antes de cumplirse un mes de la caída en combate de Martí, vierte Hostos sus juicios sobre el Manifiesto. Comienza por analizar los objetivos del documento cuya coautoría corresponde a su también admirado Máximo Gómez. Auxiliándose de citas esclarecedoras del carácter y proyección de la guerra, subraya su criterio sobre la continuidad de la lucha revolucionaria en Cuba, tras una fase de preparación fecundante encarnada en la Guerra de los diez años. Comparte Hostos la generosidad que caracteriza a esta revolución en donde no se le da tregua al odio; y concluye elogiando el credo político del texto no sin antes reproducir un pasaje singularmente significativo en el que se define la guerra revolucionaria, muy apropiado para sus afanes divulgativos de la causa revolucionaria antillana.

También en La ley (octubre de 1895), publica Hostos su comentario sobre «El testamento de Martí» (Hostos y Cuba: 299-300). Como se refiere a la carta que Martí envía a Federico Henríquez y Carvajal el 25 de marzo de 1895, Hostos presenta en términos muy elogiosos al intelectual dominicano amigo de Martí y Betances, de Cuba y Puerto Rico. Precisamente, había sido la revista de Henríquez y Carvajal, Letras y ciencias -como también refiere Hostos- la que diera a conocer el Testamento, texto sobre el cual estima el pensador borincano que, sin bien contiene las ideas revolucionarias de los puertorriqueños defensores durante muchos años de la independencia antillana, estas adquieren con Martí un «nuevo realce».

No declina Hostos su abnegada devoción a pesar de las adversidades del proceso revolucionario. Por el contrario, con todas las armas a su alcance (la tribuna, la cátedra pedagógica, el periodismo y su acción personal) intenta evitar que la lucha de Cuba se convierta en un hecho aislado del Continente y por ello defiende siempre la consigna de que respaldarla es ayudar a todos los pueblos de américa y especialmente a los del Archipiélago antillano. Así, en junio de 1895, en carta al patriota dominicano Gregorio Luperón, le expresa que ha «sonado la hora de un movimiento general» (Obras: 137) para libertar a Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico, para «combatir la influencia anexionista» y «propagar la idea de la Confederación de las Antillas». Fuerza intelectiva y ejecutoria vital se aúnan como siempre en este hombre que, frente al revés del holocausto de Antonio Maceo en 1896, encuentra aún fuerzas para alentar a los revolucionarios con el firme convencimiento de que debía continuarse la guerra sin conceder espacio al enemigo ni al desaliento. Las figuras de Gómez y Maceo le servirán en este noble propósito. Maceo encarnará al adalid de todos los principios del luchador antillano, «el tipo legendario de todas las virtudes del patriotismo» (Obras: 459), en tanto que en su artículo «Máximo Gómez y la revolución de Cuba» el patriota dominicano es el «brazo armado y la conciencia militar del ideal de las Antillas» (Obras: 463).

Como era de esperarse, Hostos sostendrá su verticalidad revolucionaria hasta su muerte, en aras de obtener la definitiva independencia de las Antillas. En 1897 escribe sus Cartas públicas acerca de Cuba, dirigidas al chileno Guillermo Mata, y consideradas por el historiador cubano Emilio Roig de Leuchsenring como la mejor defensa de la revolución cubana. En ellas realiza un recuento de los más relevantes acontecimientos militares y políticos del proceso emancipador cubano como vía legítima para conquistar la independencia.

En esta América de tan complejo batallar, había devenido dignificante quehacer rendir la pluma a la reflexión de servicio continental. Tanto en los cenáculos literarios como en los foros académicos se debatía con frecuencia la problemática americana desde las coordenadas de su relación con fuentes foráneas. Una interrogante reiterada: ¿a quién seguir? Las perspectivas del análisis se polarizaban: Europa o Norteamérica. Paralelamente, el movimiento intelectual de más peso reclamaba personalidad cultural para las nuevas repúblicas en aras de quebrar y desterrar el sello inferiorizante que desnaturalizaba la capacidad creativa del latinoamericano. Elementos catalizadores de la autoctonía, asumida como fuerza interna reafirmadora de la entidad americana, fueron Hostos y Martí, quienes potenciaron el valor de las epopeyas pletóricas de heroísmo, del arte americano en toda la dimensión de su vitalismo y de la dignidad creciente de los pueblos americanos acrisolados en una larga historia de lucha anticolonial. No se trataba tan sólo de afincarse en la raíz en cuanto a temas sino, por sobre todas las cosas, de intentar definir estilos con una especial altura emocional del acento propio.

Con el mismo ímpetu libertario que desplegó en el enaltecimiento de las Antillas, asumió Hostos la defensa de la integridad continental, componente inseparable de un solo proceso liberador y de reafirmación identitaria. Por eso el Maestro antillano se identificó fervorosamente con la reivindicación de todos «los desheredados, fueran chinos o quechas en Perú, fueron rotos y huasos o araucanos en Chile, sean gauchos o indios en la Argentina» (Obras: 103). Fue un eterno itinerante de las tierras americanas buscando desentrañar sus verdades que consideraba desconocidas a pesar de los esfuerzos de exploradores, científicos e historiadores. América se le ofrece con su inagotable realidad en los Andes, los llanos de Venezuela, los valles del Cauca, las altiplanicies del Perú, el valle chileno, la extensa pampa y la exuberancia agreste de Brasil. Y de ella se impregna.

Hondamente suyo, el legado bolivariano le propició definir la entidad regional constituida entonces por 18 repúblicas, desde el Río Bravo hasta el extremo austral. A partir de los años setenta, enarboló la unidad latinoamericana como vía de fuerza y de identificación. En esta línea, estimó que por falta de personalidad internacional «la patria continental» (Obras: 158), encarnada en América Latina, se veía desairada por el consejo de las naciones y esto explicaba que hubieran sido posibles la invasión de México, los intentos de reanexión de Santo Domingo, la agresión a Paraguay. Añade que el fortalecimiento de las Antillas conseguido a través de su independencia significaría estar en mejores condiciones de enfrentar a Europa y Norteamérica, pues ya Bolívar había planteado que «el núcleo vital del Continente» se hallaba en esa región (Obras: 160).

Esta profunda convicción del potencial americano lo conduce a formular una especie de prolegómenos de una estética americana, en la que el deber social y la proyección moralizante ocupan un primer rango. Sin dejar de reconocer los valores del arte universal, en su trabajo «el día de América» estima que en algún momento será realidad que la historia y el ideal americanos pasen a ser valorados por los artistas con toda su carga épica. Por ello exhorta a «que un alma verdadera de poeta [...] condense en su sollozo el vario lamentar de esa humanidad adoptada por América, para producir la lírica más bella, más profunda, más racional y más humana» (OC.X:18). Asimismo considera que América, como extraordinario surtidor estético, es por sí misma un desafío.

La naturaleza pródiga y sugerente de estas tierras le mueve a continuos apostrofes. Un paradigma es La peregrinación de Bayoán en el tratamiento de la luz y la feracidad de la región antillana, así como por la carga alegórica de sus personajes principales toda vez que se identifican con las tres grandes Antillas: Bayoán-Puerto Rico, Marién-Cuba, Guarionex-Santo Domingo. Esta problemática la estudia la escritora puertorriqueña Concha Meléndez cuando en 1839, en su trabajo «Hostos y la naturaleza de América», valora que la «fusión amorosa de hombre y naturaleza, es el fundamento soñado de la América prevista por Hostos, síntesis de todas las razas, crisol de todas las ideas útiles al perfeccionamiento humano» (América y Hostos: 95). En definitiva, por este camino, todo en él es un reclamo de americanía, de arte comprometido, que en una oportunidad lo conduce a abogar por la fundación de una dramática nacional en Santo Domingo, como ejemplo de lo que en este campo podía hacerse para fortalecer la autoctonía. Son representativos sus trabajos De teatro (OC.XIX:124-129) y De teatro nacional (OC.XIX:130-8). Se trata de un ideario portador de americanía que cobró cuerpo en el conjunto diverso de su obra y, específicamente, en sus ensayos dedicados al Continente y a Bolívar, incluidos su célebre trabajo sobre Ayacucho (1870), y su Programa de Los Independientes, expresión del rechazo a la copia servil e infértil de los modelos europeos. Es digno de tomarse en cuenta, además, que en su objetivación de la Moral Social el símbolo de la más legítima americanía es, significativamente, Bolívar.

Por su parte Martí, hombre excepcional y dueño de la magia de la palabra, nutrió su energía creativa de las grandezas de América, la patria grande. Desde el segundo tercio de la centuria, ilustres antecesores a los que se incorporará Hostos en los años setenta, habían venido delineando la «América nuestra», bien diferente de la sajona. Martí se encargó de colocar en lugar cimero el concepto, con un lenguaje de elevados valores artísticos, claramente definido por él mismo y de varias formas repetido: no es otra dimensión que la América que se extiende con pujanza desde el Río Bravo hasta la Patagonia. Se trata del Continente cuyos hijos están dotados de bravía y artística originalidad (OC.7:98), representantes de una nueva raza mestizada a la que metafóricamente Martí le augura airoso provenir, expresado en la metamorfosis de «larva de águila» a «soberbia mariposa» (OC.7:118). Amante ferviente de América a través de sus hombres, su naturaleza, sus mitos, su historia y su expresión

artística, no se colma Martí con las fervorosas reiteraciones, cada una de ellas un logro consumado de esencias y auténtica imaginería.

Persuadido de la genuinidad de las fuerzas continentales, en «Mente latina» (1884) comenta con pasión sobre la «fastuosa y volcánica» naturaleza americana y la mezcla de origen y pueblos de sus hombres. Para esta rica mixtura telúrica y humana vaticina el brillo cerca del sol cuando liquide los rezagos aldeanos. Habiéndose declarado muy tempranamente hijo de América (OC.7:267), le confiesa a su amigo Manuel Mercado en 1886 que se consagra a la patria grande con «vastísimo sentimiento continental, y rosa de ternura» (OC.20:91), al tiempo que se impone sublime tarea: «dar vida a la América, hacer resucitar la antigua, fortalecer y revelar la nueva» (OC.20:32). Cuan decisiva es en este magnánimo empeño la formación de un hombre distinto y original, indispensable para el futuro continental, se transparenta en su revista dirigida a

la niñez americana, La edad de oro, y en la carta a Mercado del 3 de agosto de 1889.

Su optimismo histórico le sustenta la confianza en las fuerzas del Continente. Por eso asegura en 1884: «¡Y a los americanos se nos pide que, contra historia y naturaleza, pongamos los parlamentos de oro fino al caballo que trae aún en las crines los olores nuevos de la selva! A bien que, por fortuna, el sol de América es mágico, y como solar la mente americana; ¡y lo estamos haciendo!» (OC.8:187). Más tarde, en Madre América (1889), reafirmará esta sublime convicción al referirse a la heroicidad desplegada por los pueblos americanos en su epopeya fundacional, la heroicidad de los hijos de la «América capaz e infatigable» (OC.6:139).

Como antes lo había hechos Hostos, entre sus misiones reivindicativas asume la de justipreciar el papel del arte en la tan peculiar creatividad americana, así como la de rescatar el valor de sus figuras más legítimas, cuya objetivación son sus hermosas páginas sobre próceres y artistas. Por encima de todo: crear. Y este es el principio germinal de Nuestra América: «Crear es la palabra de pase de esta generación». Con igual énfasis proyectará caminos y revaloraciones para «deshelar la América coagulada» (OC.6:21) con las fuerzas propias. ¿Es que acaso no emerge la evocación hostosiana cuando reclama Martí mayor autenticidad en el arte americano desde las páginas de la Revista Venezolana? Recuérdese, por ejemplo, el afán descolonizante de sus apreciaciones en el artículo «El carácter de la Revista Venezolana» (1881) en torno a la «imaginación estéril y engañosa» cuando esta actúa como freno para la gran obra fundadora. Con este enfoque presenta en Nuestra América las directrices emblemáticas de su momento. Destaca entonces el valor de los estadistas, la marginación del retoricismo, la reevaluación de las fuentes originales en la vida y en el arte.

Conmovedoras y estéticamente muy vigorosas son sus numerosas reflexiones sobre la historia americana plasmadas en exégesis de textos y acontecimientos, siempre signadas por la dimensión latinoamericanista y bajo el prisma analítico de las secuelas de la injusticia social. Cuando comenta la majestuosidad y riqueza de las civilizaciones prehispánicas, las contrasta con el genocidio perpetrado por los conquistadores europeos, cuya oriundez la remite Martí al infierno (OC.18:440). En su valoración, se trata de una especie de novela cercenada, de existencia decapitada de náhuatles, mayas, chibchas, cumanagotos, quechuas, aimaraes, charrúas y araucanos. También Hostos se había identificado con los distintos pueblos indígenas y sus símbolos: Bayoán, Caonabo, Hatuey, Guatimozón, Atahualpa, Colocolo.

Asumiendo vívidamente su pasado más cercano, Martí siente crecer la gloria de la patria continental en el heroísmo de sus guerreros de la independencia, los de cabalgar redentor. Es Bolívar quien mejor le inspira su epopeya impar, la de la epicidad emancipadora. Inspirado en él fija una imagen irrepetible por su originalidad: «¡de Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a los pies...!» (OC.8:242). Con el mismo ardor de su robusta imaginación, en Madre América lo presenta aclamado por los volcanes en medio de su «cohorte de astros».

A la luz de su tiempo, Martí aquilató con agudísima previsión y perspicacia lo que sus antecesores, entre ellos Hostos, habían señalado en cuanto a la unidad latinoamericana como razón de supervivencia y desarrollo para el Continente. Si bien esta será una divisa durante toda su vida y aparece en los textos primordiales de su pensamiento político, son particularmente elocuentes cuatro momentos de su producción intelectual: 1878, 1883, 1891, 1895. Se trata de sus trabajos Guatemala, Agrupamiento de los pueblos de América, Nuestra América, y su Testamento político. Con bastante coincidencia estilística aborda el tema en Guatemala y Nuestra América, en donde describe el proceso histórico de la conquista beneficiada por la desunión aborigen (de aztecas, incas, quichés y zutujiles), proceso que le sugiere su tan conocida imagen de los árboles que han de ponerse en fila para que no pase «el gigante de las siete leguas».

Eticidad de la más honda y consagración de humano amor irradian estos próceres de América que van brindando a su paso una excepcional impronta: cartas, diarios, discursos, artículos, crónicas, y la más versátil acción creadora de la intelección y la sensibilidad. En Hostos, la prosa honda, dotada de una sugerente sobriedad. En Martí, la prosa poemática de peculiar rango expresivo y absoluta modernidad, los versos «encabritados como los caballos del desierto» (OC.20:64) y las inusitadas imágenes portadoras de un nuevo sentido de la poesía. En ambos, un haz, una conjunción radiosa: sustancia proteica de la conciencia americana.

De iluminadora condición, tanto Hostos como Martí, significativamente hacen suya la simbología ética y estética de la luz. Es La peregrinación de Bayoán la obra hostosiana en la que se concentra el término como recurso estilístico tanto en su carga semántica de perfeccionamiento espiritual como vía expresiva de estados, situaciones y ambientes. Asimismo, en la tan estudiada simbología martiana, la luz es elemento protagónico a través de un léxico intencionalmente signalizador y de imágenes sugestivas. En cualquier caso, en el embrujo y la fuerza de la palabra de Martí, quien alguna vez en una de sus poéticas alucinaciones se vio «montado en un relámpago» (OC.2:82), abundan los mecanismos cuya apoyatura en la sustantivación (sol, mariposa de luz, estrella, fulgor, centella, astro, destello...), en la adjetivación (solar, flamígero, esplendente, estelar, centelleante...) o en el dinamismo cinético de la concreción verbal (esplender, acrisolar, refulgir, flamear...), refuerzan la eticidad y la asunción estética de su mundo. Tan especial concepción aparece magistralmente sintetizada en una muy suya expresión movilizadora de voluntades: «Somos un ejército de luz, y nada prevalecerá contra nosotros [...] Los que están en el taller del sol, no tienen miedo a la nube» (OC.2:359).

Estos dos intelectuales revolucionarios, estos dos escritores múltiples y originales registros, permanecerán hermanados en la historia no sólo por haber abrazado el valor de la justicia y de la verdad, sino por haberse consagrado abnegadamente a ellas. Hostos amó «la realización de lo grande, lo bello, lo bueno, lo justo y lo verdadero» (Antología: 251). Martí entregó su vida al ideal excelso de los pueblos enarbolando su divisa ecuménica: «dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos [...] Todo lo que divide a los hombres, todo lo que los especifica, aparta o acorrala, es un pecado contra la humanidad» (OC.2:298).

Volcados medularmente al ideal de la redención social y política de América legaron un mensaje inalterable a través de los tiempos: la inevitabilidad del triunfo de los supremos valores de la sensibilidad humana. Más allá del texto político esa es la lectura que subyace en el centenario Manifiesto de Montecristi, pues junto a la firma de José Martí y Máximo Gómez está también implícito el soplo revolucionario de Eugenio María de Hostos. Tres grandes de América: intérpretes de una poética para la acción continental.






Referencias

  • Ferrer Canales, José. Martí y Hostos. Ed. Corripio, Sto. Domingo, 1990.
  • Hostos, Eugenio María de. Antología. Madrid, 1952.
  • ——. Obras. Ed. Casa de las Américas, 1988.
  • ——. Obras completas. La Habana: Cultural, S. A., 1939.
  • Martí, José. Obras completas. Ed. Nacional de Cuba, 1963-66.
  • Martínez Estrada, Ezequiel. Martí revolucionario. Casa de las Américas, 1967.
  • Roig de L., Emilio. Hostos y Cuba. Municipio de La Habana, 1939.
  • Varios. América y Hostos. La Habana, Cultural, S. A., 1939.
  • Vitier, Cintio. Ese sol del mundo moral. Ed. Siglo XXI, Madrid, 1975.


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