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ArribaAbajo Crítica de conferencias Ramón y Morand

Guillermo de Torre


Buenos Aires es un gran importador de conferenciantes. La conferencia, ese producto de fabricación intelectual, cuya esencia imponderable se filtra felizmente a través de las mallas aduaneras, goza ca da día -como diría un auténtico viajante del género- de mayores solicitaciones en la plaza argentina. Ni siquiera los coletazos de esa crisis general que, según aseguran, sacude y desnivela hasta los campos más distantes de aquellos otros que pueblan vacas y espigas, han afectado hasta ahora la cuantía de dicha importación. Y es que el artículo   —135→   «conferencia» asume en estas latitudes características privilegiadas.

En efecto, si en otros países de densa vitalidad cultural autóctona la conferencia importada sólo tiene una importancia adjetiva, aquí en esta América -uncida aún, en su mayor parte, a secuencias y reflejos- asciende de categoría y pasa a convertirse en artículo primordial, casi de primera necesidad. ¿Por qué? Quizá sea ello debido a que en otros sitios la curiosidad del público intelectual se polariza en muy distintos sectores -lo propio y lo ajeno, conferencias y libros- mientras que en la Argentina fluye casi únicamente por el cauce de las conferencias. Así puede comprobarse en todas las temporadas porteñas observando cómo los únicos episodios intelectuales que cobran altura y mueven la atención de los más selectos -si no los mayores- núcleos de público, son promovidos por la visita de conferenciantes extranjeros.

Las gentes argentinas -en sus zonas más sensibles, las únicas que, en definitiva, cuentan para estos asuntos del espíritu- revelan con esa predilección tanto desdén o desconfianza por lo próximo como expectante ardor por aquello que viene del otro continente. ¿Es o no totalmente justificada esta franca preferencia? La respuesta sería ardua exigiendo delicadas puntualizaciones. Más desembarazado es reconocer la realidad del hecho. Y ponderar como se merece esa voraz curiosidad, esa sensibilidad alerta que, ayudada por su poderío económico, les permite captar las ondas e ideas del día, atrayendo a conferenciantes y escritores famosos, quienes atraviesan el océano para esta reválida del éxito... Siendo esta especie de celeridad aprehensiva el único signo de vida que manifiesta el público argentino, resultaría una crueldad vituperarlo.

El público argentino -mejor, esa minoría aludida, quizá más compacta y visible que en otros países y cuya inevitable porción snob no es mayor que en ninguno de ellos- posee, pues, en alto grado la facultad, plausible a mi juicio, de traducir su curiosidad intelectual en una apetencia de conferenciantes. Este país -como dijo Ramón Gómez de la Serna al llegar- no se conforma con retratos u otros objetos de archivo o colección; desea saciar su conocimiento, quiere saber la realidad vital del escritor.

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Dase además en él otro rasgo singular y que contribuye a explicar el gran auge del conferenciante europeo. Siendo el argentino un público incapaz -no sólo por su psicología adolescente sino por prevalecer en él las mujeres- de llegar a interesarse puramente por lo intelectual en abstracto, no escatima, empero, su curiosidad hacia ello, cuando lleva añejo la anécdota personal, o sea la presencia viva del autor con su equipaje de novelerías. Esta afluencia ininterrumpida de grandes visitantes constituye ya un fenómeno típicamente argentino, un rasgo vivo que deberá tenerse en cuenta para su caracterología y que ha dado origen a episodios muy sugeridores.

Sería difícil trazar la nómina completa de los que desfilaron en los últimos años -ya que, en suma, viene a ser el cuadro completo de todos aquellos que en un momento dado señaló el vértice de la fama: desde Einstein y Pirandello hasta Tagore y Ortega y Gasset, pasando por Keyserling, Frank, Benavente, Marinetti, Le Corbusier, etc., etc. Esta muchedumbre y heterogeneidad de viajeros intelectuales que ha desembocado por el Río de la Plata es tal que Ortega y Gasset pudo decir justamente, al llegar a Buenos Aires, hace tres años, y encontrarse aquí con una media docena de colegas, que ni en la Grecia de Pericles hubieran podido reunirse de una vez tantos filósofos juntos.

La actitud del público ante el conferenciante cimero recién llegado se desdobla en dos reacciones de signo distinto. La primera es de una ilimitada y casi imprudente expectación. Van a escucharle como quien entra dispuesto a oír a un fenómeno. Convierten imaginativamente el estrado en escenario o en ruedo. En su apetencia de novedades, en su simpático y juvenil afán de normas insólitas, de fórmulas definitivas con cierto apéndice pragmático esperan, en realidad, recibir más de lo que aquel puede darles. Además, al no comprender que la conferencia -aun en el mejor de los casos- es sólo una trascripción de la obra realizada por el intelectual, al disponerse a escuchar a éste sin haber leído sus libros o teniendo de ellos una versión periodística, exigen encontrar en todas y cada una de sus presentaciones esa totalidad, esa perfección de lo granado y ese unánime poderío suasorio que no siempre al conferenciante le es dable alcanzar.

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Y entonces es cuando comienza a manifestarse el segundo tiempo de la reacción. Por lo mismo que su curiosidad admirativa es muy tensa se quiebra al primer embate de la decepción. El público pierde el sentido de las distancias, entra rápidamente en un período de excesiva familiaridad crítica con el conferenciante. Es el momento que suelen aprovechar ciertos elementos del gremio intelectual indígena, no ya para formular objeciones -siempre lícitas-, sino para exteriorizar su potencial agresividad por el cauce fácil del «alacraneo» e ingeniosidades similares. El espíritu medio de la ciudad les ayuda. Buenos Aires, que apenas respeta sus individualidades, mal puede acatar las ajenas. Podrá transigir momentáneamente con la personalidad del extranjero, pero al cabo se sublevará tratando de someterle a su propio molde y nivel.

Pero queden aquí estas alusiones en superficie, quizá no desaprovechables para un estudio que pudiera titularse algo así como «Grandeza y menoscabo del conferenciante europeo en la Argentina». Y soslayando esta espinosa vertiente, preguntémonos ahora en abstracto: ¿Cuál es el valor neto de la conferencia? ¿Acaso agrega algo al cono cimiento de la obra? Salvo casos muy excepcionales, no. Salvo aquellos casos de intelectuales en quienes la conferencia constituye un medio de expresión tan perfecto y cabal como el libro o el artículo, salvo aquellos en quienes la palabra viva presta más plasticidad humana al estilo, mayor fuerza comunicativa a las ideas -y que son una excepción- en los demás la conferencia es únicamente una expresión disminuida -y vulgarizada o divulgadora- de la obra.

Si concretamos esta distinción con ejemplos ilustres y recientes -que estén en la memoria de todos- se hará más evidente. Por ejemplo, de la pasada temporada intelectual argentina destaquemos dos figuras de conferenciantes. Los que han hablado desde la tribuna más literaria y característica -Amigos del Arte-: Ramón Gómez de la Serna y Paul Morand.

No se trata de establecer entre ambos un paralelismo -que resultaría antitético- sino de precisar hasta qué punto se ajustan o no   —138→   al canon ritual del conferenciante y de esclarecer si sus conferencias han tenido o no una significación independiente de su obra. El viajero por antonomasia no nos ha descubierto con sus conferencias ninguna importante región de su personalidad que antes no hubiéramos divisado en sus libros tan seductores. Al contrario, más bien transitó por rutas ajenas, por caminos donde solamente de soslayo se encuentra consigo mismo. Nos demostró -si ya no lo hubiéramos intuido en cada uno de sus libros- que en la conferencia no se vierte su arte de un modo pleno y genuino. En efecto, el genio de Paul Morand tiende como pocos hacia lo sintético. Se manifiesta en líneas quebradas o elípticas. Su estilo es conciso por esencia y naturaleza: magro, musculoso, sin grasas superfluas, y en él cada frase apunta a un blanco metafórico siempre logrado. Salta los puentes, rehuye las digresiones. Sus mejores obras son quizá las más condensadas: por ejemplo, las sesentas páginas de máximas enjundiosas que forman Le voyage. Ha luchado siempre -él mismo lo asevera en una autocrítica-, como hijo de una época de velocidad, «contre la prolixité, le délayage, la «littérature», la eloquence, la culture livresque...» Pues bien: en sus conferencias viose obligado a contrariar radicalmente estas normas. Forzó su ideación fragmentaria a hacerse discursiva. Viose obligado a «desarrollar», a extenderse e inclusive para rellenar la hora sacramental de la lectura -a infartar sus palabras con «citas librescas», con numerosas referencias ajenas. Pasó en suma, de ser creador a expositor. Pero ese quieto papel profesoral parecía no conciliar bien con su proverbial agilidad de nómada cosmopolita a través de países y de sensaciones. Por otra parte, sin negar el interés de sus conferencias (centradas en esos temas -ómnibus donde muchos escritores hemos viajado alguna vez estos últimos años: cinema y teatro, Oriente frente a Occidente, centenario del romanticismo) puede afirmarse que ninguna de ellas respondía a sus preocupaciones íntimas. Ninguno de esos temas parecían haber sido verdaderamente sentidos y pensados por él -con excepción de la conferencia final, titulada La guerra de las mujeres contra los hombres, que continuaba   —139→   el debate planteado en su novela Champions du monde. Con todo, y aun poniendo el ejemplo más feliz, puede comprobarse la diferencia que va entre ese ensayo alargado y el ensayo mantenido en sus verdaderas dimensiones, como es el que se rotula De la vitesse, saturado de enjundia en su brevedad.

Agudo sismógrafo de nuestro tiempo, fino captador -no tan en superficie como creen los falsos profundos- de los más genuinos rasgos del «profond aujourd’hui» -por decirlo con palabras de un compañero suyo de promoción, de esa generación francesa de los Cendrars, los Cocteau, los Drieu, los Montherlant, muy superior a la subsiguiente-, los mejores pasajes de sus conferencias fueron aquellos en que, abandonando las alusiones a cosas pretéritas, se encaró con ideas y figuras de su atmósfera. Pero Morand en Amigos del Arte se portó, víctima quizá de su cortedad, como esos visitantes tímidos que en lugar de hablar de sí mismos, de aquello que les es más próximo, creen hallar un refugio hablando sobre las supuestas preocupaciones de los demás.

Contrariamente, hubiéramos preferido menos condescendencia con las predilecciones ajenas y más atención a las suyas, menos citas de Víctor Hugo y más referencias a sus amigos y afines, a Larbaud o Giraudoux, a Jean Hugo o Irène Lagut. Hubiéramos preferido que en vez de llevar la atención del público hacia obras de valor secundario -cosa a que se obligó, por ejemplo, queriendo llenar el censo de un tema que suponía halagador, como fue el de la conferencia nombrada América del Sur y los suramericanos en la literatura francesa -hubiera trazado un censo analítico de sus propios personajes, revelándonos su intimidad, aventando sus incógnitas, mostrándonos las contrafiguras reales de las mujeres de sus Noches: de Remedios, de Aino, de Ursule...; sacando a luz los entretelones de su novela Lewis e Irène; descubriéndonos el rincón reservado de sus juicios sobre las dos Américas, más allá de lo que insinúan su itinerario de Hiver Caraïbe y algunos interlineados de Magie Noire y Champions du monde.

Frente a las conferencias de Ramón Gómez de la Serna no caben esos leves y cordiales reproches por insuficiencia o cortedad. Al contrario,   —140→   darían más bien margen a un género de objeciones inversas. Pues el autor de El incongruente se vierte él mismo con una plenitud desmesurada a lo largo de sus conferencias. No nos perdona ni una sola de sus dilecciones. Aspira a que el auditorio comulgue íntegramente en el lírico fetichismo de su adoración por las cosas.

Y no es que Ramón llene tampoco cumplidamente el papel ritual del conferenciante arquetípico; mejor dicho, lo rebasa escapándose de sus fronteras. Tampoco -puestos a hacer una tasación estricta- sus conferencias agregan, cuantitativamente, nada o casi nada a sus libros, ya que poco será lo que no haya quedado registrado en sus sesenta volúmenes, especialmente en aquellos fragmentarios y gregueriescos como El libro nuevo, Greguerías, Gollerías, Disparates, Ramonismo, etc. Ahora que cualitativamente, sí: su presencia personal, su desenfado verbal, su cordialidad contagiosa, su mímica y su voz subrayan y valorizan aún más la fluencia inextinguible de su imaginación. Además, Ramón llega a constituir por sí mismo tema y espectáculo de la conferencia: interviene, se mezcla en ella, pero no ya como sujeto sino como objeto. Momentos hay en que parece un objeto más de los que va haciendo brotar de sus valijas mágicas. Sus temas, pues, no han sido en rigor las que rezaban en los programas -Bioquímica del humorismo, Secretos y claridades de la greguería, Pombro, Madrid...- sino trasustanciaciones de su propio yo avasallador.

Adviértase además que el papel de Ramón como conferenciante es tan original como arriesgado. Hace, al mismo tiempo, la conferencia y su reverso caricaturesco. Sin dejar de ser conferenciante realiza la burla más sutil del conferenciante. Su «sense of humour», tan identificado con su ser, le permite efectuar el alarde de agilidad que supone estar ubicuamente en la conferencia y detrás de ella. De modo frecuente, a lo largo de sus conferencias, hace paréntesis disgregadores, crea intersticios humorísticos con los que rompe voluntariamente la unidad y el empaque del acto. Por ejemplo: al levantar la botella de agua para disponerse a llenar la copa ritual del conferenciante, suena un timbre de sorpresa y ese resorte le sirve para hacer manar un raudal más de greguerías. Exhibe un escandaloso pañuelo rojo en el bolsillo superior de su chaqueta, pero sospechando la irritación del público ante ese colorido estridente, toma el pañuelo entre sus manos y   —141→   lo convierte en uno verde. Para cerrar sus conferencias materializa el «he dicho», el punto final: coloca, entre chanzas, una bolita encarnada sobre la mesa. Pero el truco máximo, el más feliz y el que ejemplifica perfectamente su desdoblamiento burlón frente al público, es «la mano del conferenciante». Enfundando su diestra en una colosal mano de cartón, Ramón mima y glosa jocosamente los ademanes más característicos del orador: la mano que busca ideas, la mano que acaricia el lomo de ellas, la mano que muestra las cinco razones de sus dedos descomunales... La hilaridad que estas invenciones suscitan en nosotros es más bien de orden intelectual que epigástrico -signo del verdadero humorismo.

Las cosas, los objetos, el mundo de menudos objetos familiares o ridículos que casi nadie advierte y con cuya exégesis ha llenado tantas páginas Gómez de la Serna, invadieron también sus conferencias. Su ternura por las cosas crece cada día más y de ahí que éstas le descubren fácilmente sus secretos sentimentales y sus rincones humorísticos. Pero a fin de ordenar en lo posible ese mundo barroco que bulle a su alrededor ha inventado un sistema expositivo del que se reserva la patente: la conferencia-maleta. Esto significa la posibilidad de volear gradualmente el mundo de los objetos sobre la mesa, de buscar entre ellos relaciones intactas y de reintegrarlos a su sentido original.

Así fuimos viendo salir de sus maletas un conjunto de cosas heteróclitas, pero afines en el significado que les infunde taumatúrgicamente: las mariposas, las estrellas del mar, las bolas de colores, las flores de papel, los títeres. Y algunos objetos totémicos de su religión íntima: la Diosa-de-los-muchos-brazos que le presta inspiración y manos para escribir caudalosamente; el brazo-relicario que señala al cielo; la codorniz mecánica, cuyo canto saluda sus amaneceres fecundos sobre las cuartillas; su monóculo de cristal con el que mira y perfora la intrarrealidad de las cosas. Y luego: la caja mágica, aparentemente vacía, pero de donde hace surgir greguerías a granel, que arroja al público como bombones; el chiflo del afilador con el cual evoca la música más remota del hombre de Neanderthal. Sin contar algunos otros experimentos en los que manipula libre de elementos extraños, a base   —142→   de su garganta: tal esa imitación de un gallinero con cuyos cacareos tiende la cinta amarilla de un soleado paisaje castellano.

Como puede verse, ningún temor de confusión clownesca le cohíbe, ninguna valla corta el paso a su imaginación y a sus hazañas de conferenciante fuera de catálogo. Al contrario, se diría que Ramón cada vez se intrinca más y más en ese camino de pesquisas y de hallazgos extrarradiales. Y del humorismo imitativo «con ejemplos prácticos» desemboca francamente en los amplios espacios circenses de la «magia blanca»: el ilusionismo le atrae con fuerza, se hace carne en él y no contento con su instrumento verbal taumatúrgico apela al instrumental privativo del género: las cajas de sorpresas, los artilugios mecánicos del ilusionista profesional, pero dignificándolos, dándoles un nuevo e imprevisto alcance poético. Poesía, lirismo, verdaderamente, sin duda en mayores dosis que el elemento humorístico, es lo que ha prevalecido en las conferencias ramonianas. Adviértanlo o no aquellos espectadores miopes, detenidos en lo aparencial, por los «glóbulos amarillos» de Ramón fluye un lirismo inédito empapado en «humour» intelectual. Y así la sensación que experimentamos al final de sus conferencias, cuando la mesa y el estrado rebosan de objetos inesperados, es la de haber asistido a una poética recreación del mundo, donde todas las cosas tornaron a ser adámicas y fragantes.