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ArribaAbajo A propósito de «Lady Chatterley’s lover»

André Malraux


Una vez terminado su manuscrito Lawrence dejaba al cuidado del editor o sus colaboradores el suprimir aquello que el espíritu público no podría soportar: no se es el primer novelista de su país sin saber que debe contarse con la tontería humana. Pero el llamamiento del dolor físico, el anuncio repetido de la muerte habían de concentrarle enteramente en su voluntad de escribir y de publicar, antes de morir, el libro de David Herbet Lawrence. Ese hombre que camina hacia la nada afirma que se mostrará desnudo -sin máscara por esta vez- y sexuado.

¿Qué es un libro erótico francés? Una colección de figuras, un arte de perfeccionar los «medios del amor»; o un diálogo entre el autor y él mismo. El hecho de que Restif, tan hábil y tan voluptuoso frente a la violación de la Señora Parangon, en una novela, se muestre tan necio en sus obras clandestinas, puede parecer singular; es que para él, como para todos los autores escabrosos, el erotismo no tiene nada que ver con el personaje, con el individuo. La descripción de los gestos sexuales es, en sí, excitante. Esto ¿fue alguna vez cierto? Pasada la sorpresa -y esas obras se parecen al infinito- resulta hoy falso. Si tantos escritores prefieren la ficción a la expresión abstracta, es que   —126→   una sensación traducida en sus caracteres generales es mucho menos impresionante que experimentada por un personaje; y es tanto más fuerte cuanto el personaje es más individualizado. El modelo del libro erótico de nuestra época sería un suplemento a Le Rouge et le Noir, donde Stendhal nos dijese de qué forma Julián se acuesta con Madame de Renal y con Mademoiselle de la Mole y la diferencia de placeres que experimentan.

Libro muy poco inglés. La familiaridad de los franceses y de los italianos con el erotismo les lleva, ya sea a considerarlo como una técnica, o bien a someterlo a otras pasiones, a la vanidad especialmente -de ahí el sutil sadismo de Les liaisons dangereuses. La maestría de un héroe de Nerciet respecto a sus sensaciones, de un Valmont sobre las de sus compañeros, les coloca en el extremo opuesto de Lawrence para quien la conciencia exaltada de la sensualidad debe llegar a ser la expresión misma del individuo. «¿Cuál es el valor de la sexualidad?» A esta pregunta responde por la voz de todos sus personajes. No se trata de saber si es inmoral, sino de saber si tornará más grave a la humanidad.

Podemos cuidar con ternura algunas de nuestras sensaciones, vivir en familiaridad con ellas o, por el contrario, arrojarlas a la vida subterránea: sin duda Babilonia daba al sexo lo que nosotros damos al acto. Esta elección determina en definitiva el color de nuestra civilización y de nuestra vida. Pero el extremo de la conciencia individual sería no tanto cumplir solamente actos personales como el cumplir concientemente todos esos actos. Dueños o no de nuestro erotismo podemos dominarlo si lo concebimos y lo aceptamos. Si lo aceptamos no sólo como un elemento de placer sino como el sistema de referencias de nuestra   —127→   vida. Para Lawrence el individuo no se expresa mediante la conciencia de lo que hay de particular en él, sino por la más fuerte conciencia de lo que tiene de común con tantos otros: su sexo.

La crítica ha visto, ahí sobre todo, un paganismo. Algunos myosotis fastidiosamente oxfordianos dábanle derecho a ello. No hay, sin embargo, libro menos hedonista. No se trata de escapar al pecado sino de incorporar el erotismo a la vida sin que pierda la fuerza que debía al pecado. De darle todo lo que hasta ahora era dado al amor, de convertirle en medio para nuestra propia revelación. Lawrence no quiere ser feliz: quiere ser. Una atmósfera de vida fundada sobre algo tan profundo como el erotismo ¿puede nacer de la voluntad? Según Lawrence, sí. Sin duda no siempre es convincente; pero nuestra propia resistencia da que pensar.

Consideramos nuestra actitud vital como normal, universal: humana. A partir de la India, empero, sorprende a los asiáticos. Cuando les decimos que es racional nos responden confusamente que nuestra música, nuestra pintura tienen una base erótica y que nuestra literatura no trata casi más que del amor. Yo veo en esta erotización del universo, que los asiáticos creen fundamental, una consecuencia del individualismo; del individualismo empezando por su forma primitiva: el alma. El alma responsa ble. ¿Qué conciencia presta el hombre a la mujer? Ahí reside siempre la clave del mito reinante del amor. Para el indio la mujer puede ser el instrumento de un contacto con el infinito, pero nunca como un paisaje; medio irresponsable a la manera del paisaje. Lawrence, queriendo que la mujer sea totalmente responsable, ataca en cada uno de nosotros las trazas de indio que encuentra y su primer enemigo es el eterno femenino. Nunca el   —128→   cristiano ha visto en la mujer un ser enteramente humano. En Asia, en la antigüedad, la mujer se comprende a través de su función y se define por ella: hetaira o madre. En Europa, un fetiche de mimbre tejido por nuestros dos deseos contradictorios: carne y pureza. (Es curioso imaginar qué idea se haría del hombre una civilización femenina). El hombre no acepta apenas la sexualidad de la mujer más que como una agradable respuesta a la suya; está siempre dispuesto a llamarla vicio si la siente independiente, si él teme hacerse respuesta a su vez. Pero sabe que se le escapa, pues la experiencia sexual es intrasmisible de un sexo al otro; y siempre el erotismo del otro sexo es el que resulta misterioso. Para Lawrence la eternidad de la mujer está en su sexo y no en sus ojos. Y porque la mujer es irreductiblemente diferente a nosotros, pero siempre ávida de una unidad en la cual ella se posee más de lo que es poseída, se vuelve -en The serpent plumed- el indispensable instrumento para la posesión del mundo.

Toda la técnica de la novela reside en los medios que emplea el interesado para sustituir a la sexualidad la persona viva de Mellors, o inversamente. El deseo de ser madre, que hace llorar a Constanc ante los polluelos y la lleva a acostarse por vez primera con el guarda, es un artificio: era necesario que las relaciones entre ella y su nuevo amante fuesen impersonales; era necesario que ella se volviese su amante antes de saber quién es, antes de haberle hablado. ¿De qué tiene ella necesidad? De revelarse a sí misma con ayuda de su propia sexualidad. Poco importa el medio de este despertar. Que Mellors se reduzca primeramente a un sexo experto y anónimo; que no sea, con ningún pretexto, el seductor; el verdadero diálogo está entre Lady   —129→   Chatterley y ella misma. Nunca Mellors se opondrá profundamente a ella; él es matizado, individualizado, pero no autónomo. Un guardabosque no es necesariamente antiguo oficial, ni un amante perspicaz hombre de valor. Mellors habla toscamente pero con premeditación y su sentido del destino humano domina el de Sir Clifford; Lady Chatterley ha tenido suerte. Prendida a su sexo contra el disgusto y la muerte hubiera podido no encontrar en el amante otra cosa que un fantasma o un enemigo. Si el hombre debe encontrar su razón de ser mediante la integración del erotismo en la vida, si se trata de justificar la vida, yo desconfío de las garantías que se encuentren en lo más profundo de la carne y de la sangre. Temo entonces por su naturaleza y su duración. Pues un gran sabor de soledad acompaña a los personajes de Lawrence: para este gran predicador de la pareja, «el otro» apenas cuenta. El conflicto o el acorde se establece entre el ser y su sensación. Su arte consiste en salvar, mediante la pintura persuasiva de un sentimiento primitivo y profundo -el deseo de maternidad, por ejemplo- el tránsito de la ficción a la afirmación ética. Y la doctrina importa mucho menos que este arte, que el jadeo febriscente con que se esfuerza en revelar a la luz del día la faz nocturna de la vida. Y por medio de este arte, especialmente, será debilitada la importancia de la personalidad del compañero -compañero que ya no es el amante, que solamente vale por la conciencia que tiene de un estado particular que puede alcanzar y dar. Ninguna necesidad de que un compañero semejante sea «único». Ahora bien; nuestro amor pasión reposa en ese carácter único del amante, de la amante... Se trata de destruir nuestro mito del amor y de crear un nuevo mito de la sexualidad.

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Pero un mito no es objeto de discusión: vive o no vive. No hace apelación en nosotros a la razón sino a la complicidad. Nos alcanza por nuestros deseos, por nuestros embriones de experiencia; por ello la ética, desde hace un siglo, se expresa tan fácilmente a través de la ficción. Profetizar sobre esto sería entregarse al trabajo inútil de profetizar acerca del mundo: los mitos no se desenvuelven en la medida en que dirigen los sentimientos sino en la medida en que los justifican...