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ArribaAbajo Los dos augures

(Arranque de novela)


Alfonso Reyes


Tenía razón el difunto Henry James y la tendrán cuantos sigan novelando el dilema: el solo hecho de que exista una América distinta de Europa, separadas por un ancho mar y varios siglos de cultura, es, en sí, una fuente de inquietud. Ahora se entiende por la buena y a veces se entiende por la mala, pero Juan Antonio Rosales y Domingo Carmona no eran lo bastante jóvenes para felicitarse de ser americanos. Quiero decir que hasta sus cincuenta años cumplidos sólo llegaban muy apagados los ecos de las nuevas campañas y las nuevas profecías sobre el alto porvenir de América. Y como eran gentes sin sensibilidad heroica ni gusto especial por los juegos desinteresados del espíritu, hay que conformarse con que tampoco sean precursores. No: representantes medios de la generación en que viven metidos como una pintura en su marco: aquélla de los que   —27→   buscaban en la comodidad y los caminos ya abiertos el modo de acabar sus días en paz. La conversación entre dos sujetos semejantes puede enseñar algo a los jóvenes y devolverles, con el sabor algo enmohecido de una tradición cuya utilidad no perciben al pronto, la punta del hilo que han de seguir desenredando durante unos cuantos lustros, para dejarlo después en manos más frescas y valientes. Ya nadie cree ahora en muchas cosas; ya nadie se preocupa tanto por las teorías de la herencia, del mestizaje y qué sé yo. Una firme voluntad de existir se abre paso, «cortando como cuchillo por pan» para usar la frase del Conde Olinos. En el orden humano, la intención parece una energía natural tan eficaz como las otras, y acaso por la intención se purga el oro de la ganga y se inventa un nuevo tipo de hombre. Y queremos lo que queremos, y nuestros hijos lo van a querer con más seguridad todavía.

Así pues, no en nombre de lo paternal, sino en nombre de lo filial que hay en nosotros, entrad sin ruido y con ánimo conciliador y paciente hasta la salita con ventanas sobre el Luxemburgo donde los dos ausentes de México cambian sílabas y espirales de tabaco. Sean las cuatro de la tarde, hora ya madura y melificada; sea la primavera en París, gozosa de gorriones. Y deseemos que la mujer   —28→   y la hija de Juan Antonio vuelvan pronto de sus compras por la ciudad, para divertirnos con el cambio de fisonomía, de ademanes y de palabras, de alma casi, que acontecerá al instante, por una reacción de timidez, en la persona del solterón Domingo.

-El barco que nos trajo, mi querido don Juan Antonio, era como el Arca de Noé con sus animales por parejas. Pero se coló entre todas, para venir a dar que hacer en París, un cierto pájaro solitario. Y ése, que soy yo, falto de nido, siempre anda buscando el calor de los hogares ajenos. No hay nada más triste que la soledad en el destierro; y, sin embargo, no la cambiaría yo por las alegrías del retorno. O estamos hechos de sustancias contradictorias (y así tiene que pasar, en la química impecable de Dios, para no ser mezclas explosivas) o yo paso ahora por aquel trance de incoherencia que los Doctores anuncian a los viejos como un aviso del destino. Esta niebla, tan diferente de mi sol, a la vez me turba de melancolía y parece que me arropa y conforta. Este mortecino sol, mojado y tibión, tan diferente de mi fuego natal, como que me hace de bálsamo para heridas cuya misma existencia yo ni siquiera sospechaba. ¡Conciérteme usted estas medidas!

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-Señor Licenciado, usted es un romántico, y más vale que se deje vivir sin analizarse mucho. Ya nuestra edad no está para sorpresas, pero lo cierto es que usted y yo, al salir por primera vez de nuestra tierra, las hemos tenido. Yo, don Domingo, me convenzo de que eso de la patria es, conforme a la cuerda doctrina liberal, un mero accidente geográfico. Por lo menos, para nosotros, los hombres evolucionados. Los indios viven pegados a la tierra, y mueren si usted los saca de su paisaje natural, del clima de su alma. Pero los blancos de México somos, a pesar nuestro, colonos, mexicanos provisionales, europeos por ímpetu y dirección hereditaria. No estamos identificados con aquel suelo, por mucho que en él hayamos nacido. Mi padre era ya mexicano, pero mi abuelo era español. ¿Voy yo a corregir en cincuenta años una inclinación que data de siglos?

Yo no sé si razono bien, pero lo que sé es que en estos pueblos viejos mi biología, mi organismo todo, se reconcilian con la vida. Lo que siento es haber perdido tantos años...

-Perdido no, mi querido don Juan Antonio, porque en ellos ha labrado usted su fortuna que, aunque desmedrada con las revoluciones y calamidades de estos últimos tiempos, le permite ahora vivir tranquilo cuando en México todo se viene abajo. En el juego de la oca, usted ha   —30→   cogido la vereda del éxito, la que lleva de una a otra casa del tablero saltando los números aciagos, los que hacen retroceder, los que obligan a comenzar otra vez o a detenerse y perder jugadas.

-No, señor Licenciado, usted olvida que yo me formé en la dura escuela de la catástrofe. En pocos, años vi crearse y deshacerse, en la ruleta de las Leyes de Reforma y desamortización de bienes eclesiásticos, la fortuna de mi familia. Y yo mismo tuve que rehacerla después pedazo a pedazo. Verá usted: mi abuelo entraba en las cosas con ímpetu de jugador. Trepado en las olas de la aventura, se hizo rico, y se enamoró de su riqueza al punto de volverla a perder en su afán de aumentarla, y por comprometerla toda en nuevos empeños que salieron fallidos. Mi padre se consagró a sus libros y no se cuidaba de nada. Encerrado en su biblioteca, paciente hormiguita de la historia, juntaba todos los días noticias sobre la cultura mexicana durante la Era Colonial, decidido a demostrar la grandeza de la obra de España en América. Cada uno tiene sus ideas. Yo, que sentía más bien las curiosidades de la acción, me formé junto a mi abuelo. La tradición de la familia salta de mi abuelo hasta mí, y deja a mi padre oculto como en una depresión del terreno. Yo soy hijo de mi abuelo.   —31→   Con él aprendí a trabajar, a pensar en el porvenir de la familia, mientras mi padre dormía su sueño de erudito; al lado de mi abuelo sufrí, no sin cierto gozo interior, cuando la fortuna se puso adversa; de él heredé la resolución de hacerme rico a toda costa, y él me contagió su escepticismo -un escepticismo benévolo, tolerante- sobre el valor moral de los hombres. Dueño de las reglas de la partida, aproveché otro cambio del viento y saqué la barca. Esa es toda mi historia.

-He oído hablar con mucha estimación del padre de usted a algunos jóvenes escritores. Naturalmente que lo discuten, porque los jóvenes dejarían de serlo si estuvieran siempre de acuerdo con sus mayores. Pero me aseguraban que sin la obra de don Francisco Rosales sería imposible reconstruir el pasado espiritual de México, y que mucho hay que retocar en punto al escaso valor que conceden las enseñanzas oficiales al gobierno de la Colonia y a la labor de los Virreinatos de Indias.

-...Mi abuelo, como le decía yo, se metió por el intersticio de la Iglesia y el Estado, dio un golpe de remo a cada banda y salió adelante. Y volvió a repetir la suerte en dos, en tres ocasiones. Hasta que al cerrarse con cautela aquellos dos continentes del interés nacional, lo estrellaron   —32→   en el choque y lo deshicieron. Dirá usted que había algo de locura en esta maniobra, y yo le contestaré a usted que en esta maniobra -y, más tarde, en las dádivas y negociaciones para amigos que fueron características de la administración González- está el origen de no pocas fortunas de México; del México, digo, anterior a la revolución. Y también creo yo que en el arranque de las mayores empresas hay algo de locura. Esto mismo le decía yo un día a Limantour delante de Don Porfirio: «Si llega usted a ser Ministro en lugar del General Pacheco, a estas horas no habría ferrocarriles en México».

-¿Y qué le contestó a usted don José Ives?

-Me contestó: «Tiene usted razón, porque yo no estoy loco, y Pacheco acertaba a lo loco».

Una sonrisa ancha, espaciosa, callada, reservada, cortés, profunda, hondamente saboreada -mexicana, en suma- nació a un tiempo de las dos caras y floreció en medio de la estancia. Cincuenta años contemplaron a cincuenta años gemelos. Se midieron con la mirada, se gustaron mutuamente, se envolvieron en humo, y casi dejaron de existir en una sensación momentánea de plenitud. Todo se llenó con las dos conciencias; el espacio se cuajó entre los dos. No podrían moverse sin chocar, como las figuras   —33→   del Enterramiento del Greco. Cada uno sentado frente al otro, era como si estuvieran juntos y abrazados. De unos ojos a otros pareció correr la misma idea:

-¡Qué bien nos entendemos los dos!

Así se dan amistades de éstas, instantáneas y henchidas, a reserva de disiparse unos segundos después. Pero no sabían ellos mismos que aquel regusto, aquel agrado de frotar sus escamas uno con otro, era un resultado vicioso de su mismo descastamiento. Arrojados a un rincón por el torbellino oxigenado y tempestuoso de un pueblo cuyos resortes ignoraban, cuyas reacciones les aturdían dejándoles fuerzas solamente para apreciar dos o tres resultados groseros y de superficie, creían entenderse porque eran los únicos que hablaban la lengua de su tierra, que citaban los mismos nombres con los mismos sobreentendidos. Y este solo caso de avenimiento -tan triste, tan estéril- daba al traste, por otro lado, con las vaguedades sociológicas de Rosales sobre la pretendida «memoria europea» que él creía traer inscrita hasta en las más secretas fibras de su organismo.

Poco a poco, en aquella tibieza ambiente creada por un silencio lleno casi de complicidades, entró una corriente de aire frío: una idea enhiesta, acusatoria, fue insinuándose   —34→   en la mente de Juan Antonio. Juan Antonio estaba ya acostumbrado a estas traiciones de su naturaleza. No podía sentirse contento, no podía confesarse alegre, sin que un mecanismo atávico disparara, desde su cerebro hasta su corazón, como una flecha, esta idea fija, maniática: «¿Qué pensará Dios de todo esto?». Y se encogía entonces -pequeño Caín infraganti bajo el Ojo de la Providencia- apretando contra el seno la poca fruición que podía robar a la vida. ¡Oh, Juan Antonio, Juan Antonio! De los que oyen esta vocecita temerosa, esta interrogación recóndita, nacen -según que sepan o no contestarla valientemente- los santos y los miserables. ¿A cuál de las dos castas pertenece nuestro financiero? No lo condenemos sin oírlo, sin conocerlo mejor. O más bien, oigámoslo simplemente, aunque después nos olvidemos de condenarlo. Yo creo que su abuelo no era responsable de este atavismo místico, pero sí de ciertos hábitos supersticiosos en que Juan Antonio envolvía la práctica de la religión. Era curioso, por ejemplo, y hasta inesperado en hombre tan desaprensivo, sorprender en torno a su cuello -cuando, con esa punta de exhibicionismo propia de la clase acomodada, se dejaba ver en paños menores o en pijama de alguna visita mañanera- la cadenita de algún escapulario   —35→   o reliquia santa de que no se separaba nunca. Porque Juan Antonio -después de tener un padre descreído, y que murió bajo la ilusión de haber sido ateo-, volvía otra vez, hijo de su abuelo, a ser creyente y devoto practicante. En torno a las fortunas creadas por la Reforma y la Desamortización ronda siempre la Iglesia; y al cabo de una o dos generaciones recobra, por lo menos, la administración moral de la familia que se enriqueció a costa suya. En cuanto al abuelo Rosales, no me preguntéis cómo era creyente y, sin embargo, negociaba, si podía, contra la Iglesia misma. Estamos ante un hecho histórico, cierto y sabido, comprobado cien veces. Nada es más sinuoso que los compromisos entre el creyente y su creador. ¿Qué pensará Dios de todo esto? Por las dudas, Juan Antonio huye la respuesta, apretando contra el pecho el gozo robado. A sus ojos, Dios no es el creador sino el gendarme del universo: allá él. Detesto esta filosofía mezquina, y sólo un deber de narrador me decide, a pesar de mi repugnancia, a continuar el relato. Lector: contar una historia es transigir constantemente. La realidad latente en nosotros quiere ser íntegramente descrita ¡y nosotros quisiéramos borrar del cuadro -pero no nos dejan las normas- todo lo que no amamos! Procuremos, al menos, no falsear los retratos y seamos fieles a la verdad del sueño.

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Juan Antonio era blanco y gordo, y se permitía en el vestir algunos lujos de claroscuro que sientan muy bien a los hombres de «cierta edad». En los hombres de cierta edad, un chaleco de fantasía tiene siempre aplomo. El prejuicio en favor de la experiencia hace tolerable en ellos lo que en la juventud parece un alarde excesivo. Y es que la juventud tiene que pagar impuesto por su ventura. Pero si la edad ha dejado aún a Juan Antonio, al lado de su posición y su riqueza, un poco de fuego para contemplar sin envidia las parejas que se ven a esta hora por la Fuente Médicis, entonces le perdonaremos su egoísmo, su conformidad con no sufrir demasiado; y hasta puede ser todavía que, entonces, nos conmueva que se acuerde de Dios. Porque al cabo ¿puede algo embriagar más a los hombres que un poco de felicidad? ¿Y por qué no hemos de consentir al gozo los extravíos que toleramos siempre al dolor? ¿Qué envidia es ésta, oculta en el fondo de la vida? Comenzamos a tocar con menos asco al ente Juan Antonio, hombre al fin como la mayoría de los hombres.

Entre tanto, he aquí que él y su amigo se han enfrascado en una discusión de bolsa que no tiene para nosotros ningún interés. Podemos aprovechar el instante para seguir divagando. Podemos observarlos a gusto. No   —37→   perdemos nada con esperar. Antes de media hora saldremos de aquí, y todavía disfrutaremos de la última luz de París, al cruzar el río.

Si Juan Antonio era un tanto cínico, su cinismo era la mejor flecha de su aljaba. Lo que tenía de inteligente era lo que tenía de cínico. Cuanto había de inesperado o de fantástico en su trato y en su conversación -que de otra suerte hubieran sido pesados como un sueño turbio- le venían de su cinismo. Su cara, casi siempre oficial y constantemente inflada como por un difícil impulso vegetativo, soltaba relámpagos de simpatía: el viento purificador del cinismo la animaba de tiempo en tiempo. Acaso su cinismo nos hace descubrir en él ese bajo fondo de vísceras y entrañas, siempre repugnante de ver aunque sea la relojería secreta de la sensibilidad en los hombres demasiados pegados al cuerpo; pero, como quiera, ese cinismo significa un claro don de sondear las aguas de su propio yo -lo cual contentará a los filósofos: y significa, además, un claro don de expresar cosas no frecuentemente expresadas-, lo cual entusiasmará a los poetas. Por eso advertimos en Juan Antonio cierta facultad de aumentar nuestro vocabulario moral y político. Así, nos ha regalado ya con la fórmula del «mexicanismo provisional»,   —38→   verdadera clave para juzgar y entender a los de su pléyade; no porque esa fórmula sea exacta, yo nunca lo he creído, sino por el reflejo que produce en la propia conciencia el haber dado con ella. No se puede tomar al pie de la letra ni siquiera a los cínicos; hay que interpretarlos como se interpretan hoy las pesadillas. Continuemos, pues, al acecho de sus palabras, si es que ha de seguir hablando, que lo dudo.

Domingo Carmona, hijo de otras experiencias, merecería, por el contrario, ser llamado hipócrita, si su disimulo ocultara aviesas intenciones. Pero su disimulo era más bien una forma de la cortesía, y hasta una forma puede decirse, valerosa. A este freno tenaz sometía él todas sus palabras y sus acciones. Tal coerción no llegaba a ser en él una segunda naturaleza, sino que todavía se notaba que era una coerción, una violencia contra los primeros impulsos. Casi merecería ser llamada, no un ideal, sino un método del ideal: un procedimiento o camino para llegar a la conquista, a la educación de una humanidad que se desea menos zoológica. Domingo era todo un mexicano cortés: discreto, paciente, señorial, disimulado, lleno de reservas que casi se oyen sonar como armas ocultas a cada paso que da el hombre. Si no fuera bueno, la mejor   —39→   materia para tallar en ella la estatua de un traidor; pero era bueno. Esta familia mexicana procede, simbólicamente, de don Juan Ruiz de Alarcón, el poeta de la cortesía y las buenas maneras, que osó llevar su vocecita correcta y afinada hasta los corrales atronados de la Comedia Española. Desde el siglo XVI, un día después de la conquista, hay testimonios literarios de la pugna satírica que se establece entre el peninsular -agresivo, rudo y abierto- y el criollo mexicano, pulido y amanerado ya, hecho amo de esclavos, y domesticado otra vez todos los días por una Iglesia que era verdaderamente militante. Madama Calderón de la Barca, ya corriendo el siglo XIX, se encontró todavía con algunos hijos de esta familia reverente. Y quien ha visitado la provincia mexicana, en las ciudades del interior sobre todo -porque siempre costa y frontera son orillas- ha podido conversar con los últimos mantenedores de la causa buena y silenciosa: tal vez en la casa del boticario, que siempre nos pintan bostezando junto al ajedrez; tal vez en el billar de la esquina, angustioso refugio para el ocio de los días feriados; tal vez en el paseíto diario hasta la primer señal del camino. Domingo Carmona sí que era de su terruño, su provincia de los buenos dulces y la rica repostería. (Porque   —40→   es ley del arte culinaria -claro está que con excepciones- que los Estados dominen en los azúcares y la Capital en las sales). Y, además, para alejar toda veleidad posible y toda coquetería con el europeo puro de Gobineau -era moreno-. Moreno y un poco lampiño, tirando al tipo de un Ignacio Ramírez que se afeitara la piocha. En un rato de abandono se le podía tomar por un andaluz del tipo sobrio -porque hay el andaluz que grita y el que calla, hay la catarata y el lago-. Pero Carmona sabía muy bien a qué atenerse, y él mismo lo estaba explicando ahora en una metáfora aventurera:

-Mi cráneo, amigo don Juan Antonio, es el cráneo del indio; pero el contenido de sustancia gris es europeo. Soy la contradicción en los términos...

-El anfibio del mestizaje -interrumpe Juan Antonio, encantado de hacer una definición algo cruda y creyendo de buena fe que acaba de inventarla. Esto, cuando menos, le proporcionaba dos placeres: el literario de encontrar la expresión precisa, y el moral de sentirse vagamente superior frente a la víctima de sus epigramas.

-Eso es, el anfibio del mestizaje. Menos mal si esto fuera agradable y permitiera gozar de dos ambientes. Desgraciadamente no es así, sino aquello del fabulista:   —41→   «Ni nadas como el bagre ni corres como el gamo», porque engaña con las apariencias de una facilidad general y no da cumplimiento en nada. Sin duda que todos los pueblos se han mezclado mil veces, pero cuando los ingredientes son díscolos y todavía poco acostumbrados a la compañía, los resultados para el individuo son fatales.

-El mestizo anda en dos caballos.

-Y cada uno tira por su lado.

-Cada uno, a su pesebre.

-¿Usted sabe lo que es sufrir cuando revienta la muela del juicio?

-Ni sabría que las tengo, si no me lo hubiera dicho la gente.

-Pero yo, como los indios, indio yo mismo por mitad, tengo un maxilar sin capacidad suficiente, sin sitio para la muela del juicio. Porque los indios, don Juan Antonio, no tienen muelas del juicio. En cambio, por lo que me toca de Hijo del Sol, de español, era fuerza echar las dichosas muelas. Y más de un año padecí para aprender, a costa de constantes dolores y contra toda geometría en el espacio, que el contenido puede ser mayor que el continente. Las pobres muelas europeas se abrieron sitio como pudieron, y creo que pudieron mal. Y las pobres nociones   —42→   europeas rechinan y truenan asimismo adentro de mi cráneo.

Rosales era lo bastante cabal en armas para apreciar una superioridad de su interlocutor. Saboreó de buena gana la explicación del mestizaje. Y, por una pendiente natural en todo coleccionista, quiso al instante poner a prueba la nueva fórmula, aplicándola a los individuos que tenía más cerca. Su mujer, anfibio de ama casera y de soñadora perezosa ¿sería un caso de esta mezcla difícil? Cuando la conoció era una criatura preciosa e indolente, morena y desocupada, aunque con unos prontos de cocinera y de costurera que asombraban a su misma madre. Estos prontos habían dado el clima medio de los primeros años de matrimonio, y Juan Antonio creía haber cambiado la naturaleza de su esposa con el ejemplo de su actividad serena y continua. Pero uno a uno se fueron acumulando los años sobre María Mercedes, y se acumularon, como suelen, en progresión geométrica. Engordó como buena mujer de entonces. Las mujeres no hacían ejercicio, a riesgo de pasar por marimachos, y el que las tocara el aire libre parecía, a la vez, un peligro físico y moral. La obesidad abogó por la pereza, y de aquella esporádica agitación de ardilla sólo le quedó la nerviosidad,   —43→   la irritabilidad: cierto grito desesperado porque el techo se nos puede caer encima, mientras nos sentimos sin fuerzas para abandonar el sillón. Y luego ¿de dónde podía venirle a ella -se preguntaba Rosales- aquella adivinación del placer que, hace muchos años, había llegado a desconcertarlo un poco? Y ahondando más en sus crueldades de introspección, Rosales se confesaba que el primer aliciente de María Mercedes había sido, para él, puramente sensual: unas ojeras expresivas que hicieron arder por varios días su sangre de señorito hacendado y regalón. El señorito no había sido defraudado en sus esperanzas. Pero hoy por hoy, si el esposo vivía tranquilo sobre el suelo firme de las evidencias (la familia, la educación, la religión, las circunstancias normales y favorables de su vida conyugal y hasta el respeto social que pronto había venido a resguardarlo desde afuera) el padre, en cambio, notaba con vaga aprensión que las ojeras de la madre -nubes imprecisas todavía- se habían definido en los ojos de la hija como pinceladas de provocación y de promesa. ¿Traía María Mercedes, rodando en los ríos de la sangre, alguna espuma de locura? ¿Y hasta dónde el germen dormido puede reservarse de una en otra generación?

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Carmona advirtió que su huésped se ponía pensativo, y se dio por entendido al punto.

-Me voy -dijo levantándose-. Hubiera querido presentar mis respetos a doña María Mercedes y admirar a ese capullito. Pero el tiempo vuela, y tengo que atravesar todo París para ir a vestirme. Ceno con unos recién venidos. Ya sabe usted, yo siempre haciendo de Agencia Cook. He ofrecido a unos amigos sacarlos de la Pensión Galilée e instalarlos antes de ocho días en un pisito cómodo y bien amueblado. Cosa nada fácil en estos tiempos. Aunque usted, criatura amada de la fortuna, encontró esta espléndida instalación en menos de tres horas.

-No la llame usted espléndida. Yo quisiera vivir en un barrio elegante. Siempre tengo que añadir excusas y explicaciones cuando doy mi dirección a la gente de mi sociedad.

-¡Pero si vive usted en uno de los sitios más hermosos!

-Pero yo no tengo ojos para ciertas bellezas. No soy artista. Me importa aceptar los valores permitidos, y yo vivo en barrio bohemio, de estudiantes, en vez de vivir en la Estrella o en el Parque Monceau. ¿Le parece a usted que obedezco demasiado a las convenciones? Es   —45→   cierto: las convenciones tienen su razón de ser: nos ahorran esfuerzos y nos dan soluciones hechas en todo aquello que no nos importa investigar por nuestra cuenta.

Y, ya en la puerta, la charla se fue alargando por unos minutos en virtud de esa ley de inercia que hace a los mexicanos tan lentos para despedirse. Se diría que Carmona tuviera miedo de aparecer demasiado ansioso por alejarse de su amigo. Pase en Carmona, tan meticuloso en su cortesía. Pero ¿y Rosales, que se jactaba de ser tan europeo, aunque sin la menor idea del matiz, o el abismo, que separa a América de Europa?

Carmona se echó a andar hacia la próxima parada del ómnibus, y desapareció poco a poco en la masa cada vez más compacta de hombres y mujeres, para salir otra vez a flote en una escalera de la calle Moscou, barrio de Montmartre. Su vivienda tenía el capricho habitual de los que pretenden -sin poseerlos- demostrar gustos personales: unos calzones de danzarina armenia ostentaban sobre el piano sus colorines y encajes; una camisa de charro salmantino decoraba el respaldo del sofá; una bacía de bronce hacía de cenicero sobre la mesita redonda; un cazo de cobre servía de florero. Y el toque estaba en sacar todos los objetos de su uso natural. A esto llamaba   —46→   él su educación artística -la flor cordial que le había brotado en París sobre un subsuelo de alma reacio, granítico, amasado en Códigos de Procedimientos Civiles, Mercantiles y Penales-. Y no será el primer ejemplo de hombre inteligente que, tras de impresionarnos agradablemente en las demás cosas, nos deja otra vez a pie en cuanto quiere entender de arte o de literatura, obligándonos casi a abominar de su trato. Carmona había sido, en sus días de gloria, uno de los consejeros jurídicos preferidos por la alta finanza. Con todo, sus amos siempre lo recibían en calidad de familia pobre y, con un seguro instinto de las categorías clásicas, no lo habían dejado enriquecerse demasiado. Contaba, sí, con alguna propiedad en México y vivía de su renta, pero cuidando siempre de llevar sus cuentas muy claras y prevaliéndose de su calidad de soltero para alternar en las fiestas de los americanos ricos sin ofrecer nada en correspondencia. Hombre de buena compañía, su inefable aroma provinciano lo hacía grato a los mexicanos ausentes de la patria, y su conocimiento preciso y sobrio de las cosas de nuestra tierra lo convertía en indispensable para los americanistas profesionales que deseaban documentarse sobre México. Era, además, mesurado en sus juicios   —47→   e incapaz de dejar sentir sus parcialidades políticas a los ojos de los extranjeros. Lo mismo que sirvió al antiguo régimen -que él, latinizante, se complacía en llamar, entre zumbón y solemne, «el Porfiriato»- hubiera podido servir al nuevo régimen. Pero sucedió que, por un mero acaso de la cronología, él comenzó a trabajar muy joven, y la revolución vino a interceptar su vida cuando ya estaba demasiado metido en los negocios y muy trabado con los intereses reinantes. Fue, pues, necesario, que él también cayera. Lo que no pasa de un decir, pues sólo había cambiado su antigua situación de soldado activo por una jubilación decorosa sobrevenida antes de tiempo. Y como era hombre delicado y sensible, le pareció que estaba comprometido con la derrota y que de ese lado había de quedarse. Su colaboración, se dijo a sí mismo, no era tan indispensable en los destinos públicos que justificara el sacrificio honesto de sus inclinaciones personales, o el calculado despego de un Talleyrand, dispuesto siempre a servir al país (o al éxito) por encima de su corazón -ese andrajo-. Resultado: que, como se decía en 1911 por alusión al barco «Ipiranga» en que Porfirio Díaz salió al destierro, Carmona resolvió ipiranguearse. Y vivía sus meses y sus años sin sobresaltos ni esperanzas,   —48→   aunque pasaba sus noches entre insomnios. Porque en su conciencia, al amparo de la sombra nocturna como en una renovada Noche Triste, otra vez se daban batalla, cada doce horas, los indios y los españoles, llorando los dos igual derrota.

A bordo del «Vauban», junio de 1927

ALFONSO REYES