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ArribaAbajo Excusas por mi salud

Gerald Sykes


Colaborador de las más importantes revistas norteamericanas -The Hound and Horn, The American Caravan, The New Republic-, Gerald Sykes es uno de los cuentistas jóvenes de los Estados Unidos para quienes comienza la más promisoria nombradía. Cuenta veintiocho años y, aparte de esos relatos que han originado su reputación, tiene escrita -aunque todavía inédita- una novela, Manufacturer into Christ, que afianzará sin duda su joven prestigio.



Una tarde, al regresar a casa durante las vacaciones, mi madre me pidió que regalara uno de mis juguetes viejos, cierto taller en miniatura, a Russell Berg. Por lo general, cuando me interrumpía en la lectura de mis libros yo continuaba leyendo sin más hasta que se alejaba. En esta ocasión, sin embargo, cerré mi libro y di un salto y la besé y sin pronunciar palabra trepé los cuatro pisos que me separaban del desván en nuestra casa de departamentos. Encontré el polvoriento y pesado juguete, bajé con él y me cambié de ropa. Estaba aún en el mejor estado de ánimo cuando tomé un tranvía de elevación para ir hacia la casa que durante tres generaciones habitaran los Berg y hacia   —147→   las escenas de mi propia niñez. Mis padres y los de Russell habían vivido, durante más de una década, en casas contiguas. Casi de una edad, con apenas dos meses de diferencia, él y yo nos habíamos criado juntos en la primera niñez; pero no lo había vuelto a ver en el curso de ocho años, desde los doce. A los nueve años lo retiraron del curso de gramática, y a los doce fue confinado en su casa. Mi madre fue uno de los pocos extraños que lo vieron a partir de entonces y esta distinción la obtuvo gracias al hecho de llevarle de regalo mis juguetes viejos -todos, al cabo de algunos años, con excepción del taller. Las visitas que le llegaban se vieron pronto desalentadas por sus padres y, al final, hasta las preguntas por su estado se desvanecieron. Deseaban que se le olvidara y lo consiguieron al fin. Recuerdo haber pronunciado su nombre años después. Fue durante una sobremesa, concluido ya mi primer curso de psicología. Explicaba a mis padres las tres clases posibles de desarrollo malogrado. Idiotas, imbéciles y retardados, decía; y entonces se me ocurrió un ejemplo. Russell Berg, declaré, a causa de haberse detenido su desarrollo mental a los nueve años, debía ser clasificado como un imbécil.

-Eso es lo que es, me temo, un imbécil -repetía.   —148→   Esta repetición era cruel, era el triunfo sobre un viejo enemigo. Pero no era Russell el enemigo, no, era su abuela.

Cuando lo recuerdo deliberadamente, veo ante todo sus ojos. Eran grandes y ultramarinos. Los recuerdo clavados absortamente, con sus párpados rápidos. Su cuerpo yacía sobre un círculo trazado con un palo, donde cayó mientras jugaba a las bolitas, atacado de epilepsia. No era ésta su primera convulsión y tampoco, pues, una sorpresa para los niños que lo rodeaban en silencio esperando que se juntara sobre sus labios la espuma. Como yo era su amigo más íntimo y su campeón me hice cargo de él y, cuando llegó su abuela, la ayudé a llevarlo hasta su casa. Su abuela había estado vistiéndose y corrió a la calle sin polleras, cubierta con una enagua color ópalo que mostraba los huecos de sus rodillas. Yo no podía dejar de mirarlas, aunque con un fiero y pueril rencor. Sus piernas eran famosas en la vecindad porque había sido una coqueteadora, aficionada a levantarse las polleras al subir los escalones de los porches en las mañanas de domingo y a solicitar risueña la aprobación de los hombres. También la encantaban los cuentos intencionados. Se llamaba Mrs. Weber. La familia era alemana, de buena posición y protestante.

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Cuando evoco a Mrs. Weber recuerdo cómo envidiaba mi reputación de estudioso; una vez echó a volar en septiembre la noticia de que yo quería regresar al colegio. Éste no constituye sino apenas un ejemplo, más bien divertido, de su constante animadversión. No dejaba de ser ingenioso de su parte, ya que nadie prestaba fe a mi defensa, pese a ser del todo exacto que nunca abría yo un libro después de clase. No era ni excesivamente estudioso ni, como ella lo sugería, poco atleta; todos los días iba a buscar a Russell para practicar con un equipo de foot-ball que yo capitaneaba. En cuanto a él, su única utilidad en el equipo consistía en ser el undécimo hombre, porque no podíamos esperar de un muchacho así ni la más simple o natural cooperación. Era frecuente que ayudara a la parte contraria en algún partido importante, o que se parara a pelear por lo común con cualquier compañero de su propio bando. Aunque muy pendenciero, perdió casi todas las peleas, y lo lastimaron por añadidura en casi todos los partidos donde intervino -generalmente lo lastimaba yo, su amigo y su campeón. Mrs. Berg recibía las lamentaciones de sus amigas y Mrs. Weber me censuraba a causa de los golpes mucho antes de sospecharse la menor lastimadura,   —150→   antes que corriera el rumor de su primer colapso convulsivo.

Recuerdo haber oído este rumor una mañana de invierno, a las pocas horas de haberse caído él, mientras se vestía, sobre un calorífero. Esto fue explicado más tarde por Mrs. Weber como un mero caso de asfixia, producido por el humo del hornillo, y a la larga la cosa se olvidó. Varios meses debieron pasar antes de acontecer un incidente que su infortunada familia explicó con dificultad, porque se produjo ante dos testigos; y yo era uno de ellos. Habíamos estado jugando Russell y yo con un chico llamado Bub cerca de una choza que los tres construyéramos en unos bosquecillos de nuestra vecindad. Cuando Russell cayó, con un gemido extraño, Bub se precipitó en busca de auxilio; pero yo no hice nada, simplemente permanecí allí, contemplando las convulsiones de Russell. Pronto llegaron corriendo con Bub, Mrs. Berg, Mrs. Weber y su cocinera Lizzie. Mostraron tal dolor y pánico que me sentí avergonzado.

-¡Qué es lo que le has hecho! -me preguntó Mrs. Weber.

No pude idear excusa alguna. Justo antes del desmayo él y yo habíamos estado trabados en una lucha con raíces de cardo y yo le había roto la suya y vencido. Temí   —151→   seriamente que mi triunfo en el duelo -lo había golpeado brutalmente cerca de la muñeca- fuera la causa del colapso. Me avergoncé también de no haber hecho más que contemplar sus convulsiones. Pero mi más honda vergüenza se originó en el estremecimiento triunfal que experimenté cuando su mal, su eclipse indudable, fue manifiesto. Después de ayudar a conducirlo hasta su casa escuché en silencio los regaños de Mrs. Weber y las gracias de Mrs. Berg. Pero ya en casa relaté a mi madre con animación lo sucedido. A mi madre y a mí nos unía extrañamente la animadversión que Mrs. Weber me tenía.

Los bosquecillos en que cayó Russell se hallan convertidos hoy en un suburbio y no queda ni siquiera el sitio libre de nuestra choza; yace sin duda treinta pies bajo la superficie porque los terrenos han sido rellenados. Pero a juzgar por un diario de niñez que descubrí hace pocos días en el desván debí pasar todas las tardes bellas hundido en los sótanos domésticos. Dichos bosquecillos son en realidad el origen de esto que escribo, porque por la sugestión de mi diario reaparecieron ante mí y recordé haberle tirado a Russell una naranja verde durante un singular combate revivido entre ellos; vi a la dura fruta atravesar un árbol, chocar con su nuca blanca y voltearlo. En este recuerdo   —152→   comienza esta excusa. Pensé cuán a menudo le había lastimado; ésta fue mi idea inicial.

Cuando jugábamos afuera lo hacíamos en estos bosquecillos; cuando adentro, en su casa, que era más grande y mejor que la mía. Russell poseía más juguetes que yo y que cualquier otro chico del lugar. La mayoría de ellos eran regalos de su abuela -menos como un signo, pienso, del amor que le profesaba como del desagrado que hacia mí sentía. El más venerable de estos presentes era una pequeña mesa de billar que se instaló en lo que más tarde se llamaría la sala de billar. Recuerdo particularmente una tarde, un sábado, día que entré en la sala de billar en estado de gracia beatífica. Acababa de confesar y me disponía a recibir la primera comunión en la misa de ocho de la mañana siguiente. En ese período intersacramental yo permanecía ansiosamente en guardia contra el pecado y especialmente contra los pensamientos deshonestos; me impresionaba más de lo común esa regla de la Iglesia que juzga sacrilegio recibir la Hostia sea en estado de pecado mortal, sea después de haber comido o bebido pasada la medianoche anterior. Un domingo por la mañana cuando me preparaba a recibir la Eucaristía me lavé los dientes con la cabeza echada hacia adelante para que no pudiera deslizárseme   —153→   una gota de agua en la garganta. Si algo me tentaba balbucía silenciosamente una corta rogativa a la Virgen.

Encontré a Russell en la sala de billar y comenzamos una partida. Al cabo de un rato Mrs. Weber y Mrs. Berg aparecieron en la puerta y nos miraron jugar. Yo hice la carambola.

Mientras nos disponíamos a iniciar otra partida Mrs. Weber declaró que Russell y Bub debían jugar aliados contra mí. «Tú eres el mayor. Debes dejarlos jugar así», me dijo. Traté de protestar arguyendo que sus puntos en el partido anterior, sumados, sobrepasarían en mucho los míos, y que, por otra parte, yo era sólo dos meses mayor que Russell; pero deliberada o sinceramente ella pareció ser por completo impermeable a lo que yo quería significar.

-Bueno, que jueguen -expresé finalmente.

-Todo el mundo está en contra tuya -me dijo Mrs. Berg-. Yo estaré de tu parte.

Durante el juego Russell levantó inesperadamente con el taco las polleras de su abuela y exclamó: «¡Echen un buen vistazo, caballeros, siempre está mostrándolas!». Poco después le apuntó desde atrás con el taco, pero en ese   —154→   preciso instante le tocó jugar. Lo halagaron con el fin de que pusiera atención en la partida. Mas no tardó en enrostrarme con una mueca, para decirme: «¿Tú, por qué estás tan callado? Éste ha estado confesándole sus pecados al cura. Tiene miedo de decir algo sucio. Quiere engullir la oblea mañana por la mañana»18.

Jugué con aire ceñudo y habría ganado el tiro definitivo si Mrs. Weber no me hubiera hablado mientras apuntaba. A pesar de presentárseme luego tres oportunidades más, erré todas las veces por enojado y ansioso. Bub terminó la partida y como era bastante tarde todos nos dispusimos a dejar la sala. No fui capaz, sin embargo, de reprimir una pregunta con la que había estado luchando. «Mrs. Weber -pregunté-, ¿por qué me odia usted? No me refiero a este partido, que ya pasó. Pero, ¿por qué me odia usted tanto?».

-¡Qué idea, yo no te odio! -respondió-. ¿Qué es lo que te ha hecho suponer eso? Siempre pensé que fuéramos   —155→   los mejores amigos, tú y yo. No me imaginaba que tuvieras ideas de esta especie.

Me tomó la mano y la retuvo contra su pecho.

Lamenté mucho, mucho haber hablado. Los otros también se sintieron molestos y continuaron saliendo del cuarto. Mrs. Weber y yo quedamos solos.

-No quise significar lo que dije... lo retiro -ofrecí.

-Vaya, yo creí que fuéramos los mejores amigos, tú y yo -repitió ella en tono de reproche.

Estuvimos así, en silencio, un largo rato. Ella siguió reteniéndome la mano. Luego, al reflexionar en ese momento, me he sentido bien seguro de que la vieja sospecha de mi madre en el sentido de que Mrs. Weber era una católica renegada acababa de confirmarse; porque parecía haber entendido como ningún protestante nato habría entendido que si se me inclinaba a los pensamientos concupiscentes sería al día siguiente inelegible para la Comunión. Aquella noche, en la cama, aumentó la convicción de mi crimen. A la mañana siguiente, en la alternativa de confesar mi indecisión a mi madre o correr el riesgo de un sacrilegio, tomé un vaso de agua como por error y no recibí la Hostia.

Pero debo volver a los ojos de Russell porque acabo   —156→   de recordarlos con pena, como si hubiera estado descuidando algo importante. Recuerdo cuando le tomé por las sienes y clavé mi vista en sus ojos. La pupila del izquierdo tenía una pequeña rasgadura en la parte alta. Esto debió provenir de un día en que yo había invitado a Bub para que jugáramos un partido de scrub baseball. Mientras esperábamos que éste apareciera -había ido en busca de la única pelota de que entonces disponíamos-, Russell recogió una piedra que empezamos a pasarnos uno al otro en la cancha de Bub; teníamos los guantes puestos. Sin advertencia previa, Russell me arrojó la pelota a la cabeza. Aunque no nos separaban más de quince pies, logré cogerla. Un instante antes de volverla a tirar, hice una finta con mi guante. Luego la arrojé despacio, pero a él lo perdieron por igual mi gesto y su miedo de dejarla escapar. La piedra se deslizó suavemente por entre la mano hasta su ojo izquierdo. Una gota carmesí apareció en el iris ultramarino. Me incliné hacia él: mantenía el ojo abierto para que se lo viera.

Corrí a su casa, que estaba a dos puertas de allí. Mrs. Berg y Mrs. Weber realizaban en su casa una reunión de bridge. Me dirigí derechamente a la mesa de Mrs. Berg.

-¡Russell está ciego! -grité.

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Por aquel tiempo sus continuos contratiempos eran famosos en la vecindad. Varios de los jugadores de bridge echaron a correr conmigo, saltando por encima de un seto para no tomar el camino más largo. Mrs. Weber trató de saltarlo y se cayó. La ayudé yo a levantarse.

-¡Qué le has hecho! -murmuró sin alientos. Arrancó su codo de mi mano una vez que estuvo de pie.

Cuando vio el ojo herido se volvió repentinamente a mí:

-¿Por qué le tiraste?

-Agarra con dedos de manteca; por eso ha pasado esto -expliqué.

-¿Qué quieres decir?

-Pone las manos así en vez de ponerlas así.

-Qué importa cómo pone las manos. ¿Por qué le has tirado? ¿Qué es lo que pretendían hacer, arrancarse los ojos, o qué?

-No es más que en un ojo -farfullé.

-¿Qué dices?

No repetí lo que había dicho.

-No es más que en un ojo... ¡Han oído eso! -expresó a las demás mujeres.

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-Ven, madre; basta de querellas -intervino Mrs. Berg.

-Yo no estoy querellando, sólo quiero averiguar por qué quisieron arrancarle los ojos a Russell.

-Yo la ayudaré, Mrs. Berg -ofrecí; pero parecieron querer prescindir de mí.

Russell fue conducido a un hospital oftalmológico particular y operado en el término de una hora. Más tarde se sostuvo que esta diligencia le salvó el ojo; la rasgadura resultó el único mal. La operación fue costosa y mi padre no habría podido contribuir a ella ni siquiera con una parte. Aquella tarde lloré durante dos horas. Ni siquiera aduje ante mí mismo la circunstancia de que él tratara primero de pegarme con la piedra; me condené, simplemente. Ese día en que asumí una porción tan indebida de culpabilidad o excusas, creo que ha quedado impreso indeleblemente en mi carácter. Y explica que al recordar a Russell evoque, ante todo, sus ojos.

Claro está que no pensé en ninguna de estas cosas mientras llevaba a Russell mi viejo juguete. Aun después de llamar a la puerta de los Berg y de ser introducido por Lizzie ni uno solo de esos recuerdos había acudido a mi memoria. Vinieron luego. Deposité el juguete en la mesa   —159→   del vestíbulo y esperé en la sala. Mrs. Berg bajó con un brazo enfermo suspendido de un pañuelo de seda negra. En desmedro de las enfermedades repetidas y la desventura de su familia, la muerte de su hija, la tiranía de su madre, los años que había dedicado a Russell, su propia salud precaria y los remordimientos que le produjo la declaración de un especialista en el sentido de que el estado de Russell se debía a las grandes cantidades de champaña que ella ingiriera durante el embarazo, en desmedro de todo esto, se mostraba fresca y nada fatigada. Examinó las partes del juguete -sus martillos automáticos, su motor, el torno, la moledora, las poleas, etc.- con verdadero entusiasmo y con más inteligencia que yo en la materia.

-Puede moler fósforos en ese pequeño torno -dijo.

Mrs. Weber bajó.

-¡Hola!, cómo te va -me gritó.

Observó también y admiró mi obsequio; pasamos luego al salón.

-Bueno, creo que voy a tener que irme -manifesté.

-¡Cómo!, ¿por qué no te sientas unos minutos? -preguntó Mrs. Berg.

-Siéntate -señaló Mrs. Weber.

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-Todos vimos tu retrato en los diarios cuando ganaste la beca -expresó Mrs. Berg-. ¿En qué materia fue, psicología?

-Algo así -contesté, sentándome.

-A todos nos pareció eso una gran cosa.

-¿Has oído algo de Bub? -me preguntó Mrs. Weber-. Va a participar en los próximos juegos olímpicos.

-En el equipo olímpico querrá usted decir -señalé.

-Sea como fuere, irá a Europa con todos los gastos pagados. Han publicado su retrato en todos los diarios, hasta en Nueva York.

-Yo lo he visto correr, es muy bueno.

-¿Sabes que el chico de Mc. Lellan va a estudiar para cura? -inquirió Mrs. Berg-. Será jesuita; tendrá que sacrificarse durante dieciséis años.

-Me temo que yo hace mucho tiempo que he dejado de ser devoto -respondí rápidamente.

-¿Cómo? Así que ya no vas a eso que llaman... misa, ¿no?... -me preguntó Mrs. Weber-. Siempre pensé que ibas a ser cura.

-¡Oh no, Mrs. Weber!; se equivocó usted.

-Siempre lo creí.

-¡Oh, no!

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Hubo un largo silencio.

Mrs. Berg me preguntó si me gustaría subir y ver a Russell.

-Ya lo creo que sí. Tengo muchos deseos de verle, siempre que él esté bien. Ya saben lo que quiero decir con esto. No vaya ser que esté dormido, que tengan que despertarlo... me gustaría mucho verlo -afirmé levantándome.

Nada más se dijo; salimos del salón. El juguete quedó en la mesa del vestíbulo. Mrs. Weber quiso que yo subiera antes que ella y salté los escalones. Antes de salir de casa me había puesto un traje a cuadros, mis mejores zapatos, una camisa limpia y mi corbata favorita. Había estado ansioso por presentarme ante Mrs. Weber. De ahí mi excelente estado de ánimo; por esto cerré tan rápidamente mi libro ante la sugestión de llevar el regalo; por esto salté para besar a mi madre.

Ya arriba Mrs. Berg pidió excusas y entró en la pieza de Russell. Mrs. Weber y yo quedamos solos.

Gruñí: «Bueno; henos aquí... de nuevo solos».

-Ahora verá como está -dijo ella-. Es terrible como está. Algunas veces me propongo llevar a Sarah de una mano y a él de la otra hasta el río. No sabes lo que es   —162→   tener un chico así. Bueno, es un idiota; eso es lo que es. Realmente lo es.

Mrs. Berg abrió la puerta.

Al principio la pieza me pareció tan obscura como aquellas tardes de invierno en que jugábamos con Russell a los trenes. No me sorprendió que los rieles estuvieran aún allí. A medida que mis ojos se acostumbraban a la luz sombría iba diferenciando fácilmente mis propios vagones de los suyos. Del mismo modo podía reconocer una plataforma giratoria de ferrocarril, un puente, un furgón y cierta diligencia que había sido una innovación. Las vías aparecían un poco al margen, retiradas, de acuerdo con los planos de mi propia ingeniería. Mi memoria me avergonzó; habría sido más distinguido, pensé, no recordar con tan poco esfuerzo las tres ciudades que la red de los rieles comunicaba, ni haber reconocido por su nombre al señalero que vivía en la casilla.

Russell permaneció sentado junto a las vías.

-¿No le vas a dar las buenas tardes? -le reprochó Mrs. Berg.

-Él, Punk -gruñó él.

No recordaba yo haber sido llamado nunca por ese nombre.

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-Él, Russ -dijo luego.

Toqué su mano húmeda y desagradable. Se la estreché más de lo habitual, para no aparecer resentido ante Mrs. Berg.

Lo que más me entristeció no fueron sus esfuerzos para tornar cómoda la reunión, ni el oprimido silencio que Mrs. Weber sostuvo hasta que Russell -al ser reprendido- se agarró la nariz, ni la preocupación de Russell por una aguja de señales; fueron sus largos pantalones y su nariz granujienta y roja. Esto me recordó su adolescencia solitaria. Hasta este punto mis ideas y sentimientos me han parecido claros, pero a pesar de haber reflexionado sobre ello durante varios días -y tratado de no fingir incomprensión allí donde veía la verdad- no puedo decir por qué salí, al dejar a Russell, con un peso culpable. Esta culpabilidad -no tristeza, ni piedad- todavía la siento: no puedo soportar hoy estar bien mientras él está enfermo. Me he sentido forzado a escribir esta excusa por mi salud.