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La narración de (su) mi inclinación: Sor Juana por sí misma



Que no la quiere ignorante. El que racional la hizo

La cultura mediatiza la experiencia individual. Un individuo aislado puede poner en entredicho una estructura social, a partir de una conducta limítrofe, controlada a la perfección para mantener su frágil equilibrio. Éste es el caso de Sor Juana. Observadora infatigable de las leyes naturales en todos los niveles, desde su cotidianidad (freír unos huevos, guisar, hacer unas vainicas) y preocupada por la máxima abstracción científica a la que le era dado llegar en su época (Cf. las metáforas de El sueño), Sor Juana interioriza admirablemente las reglas más estrictas y definitivas de su sociedad, acepta y amenaza el orden establecido para la mujer, con la misma tranquilidad con que asimila a la perfección las métricas, los ritmos, las retóricas, en fin, el estilo de su tiempo. Dentro de esas normas se mueve, sigilosa, organizada, alerta, con la cautela de quien sabe que está en el filo de la navaja, y cuya existencia depende de una estricta vigilancia sobre el hilo que hilvana su vida y la define («... Vivo siempre tan desconfiada de Mí...», RF, p. 460). La construcción de ese ejemplar edificio puede considerarse como su autobiografía.

Es necesario entonces esbozar ciertas fisuras, la separación que existe entre la biografía -tal como se la concibe actualmente- y la hagiografía en su época. Es normal que una sociedad religiosa adecue las vidas de sus hombres y mujeres destacados a los ideales de edificación y santidad que le son característicos y que subordine cualquier   —50→   otro tipo de experiencia a una marginalidad, la clasifique en una jerarquía inferior o la condene. Dentro de este contexto, bien podría trazarse una subdivisión entre por lo menos tres tipos de escritura donde se insertan textos biográficos: a) la literatura de edificación (sermones, obituarios y los discursos propiamente hagiográficos: las vidas de santos o de los aspirantes a la santidad); b) los textos de aventuras, en donde puede inscribirse los Infortunios de Alonso Ramírez de Carlos de Sigüenza y Góngora, género híbrido que cabría apenas dentro de la tradición de la novela picaresca, pero también dentro de esas relaciones que ahora se ha dado en llamar crónicas del fracaso51 y, c) La respuesta a Sor Filotea que se encabalga entre los dos tipos de textos mencionados. En realidad, y no puede ser de otra forma, la escritura colonial es una literatura ejemplar y su objeto declarado es enseñar, deleitar y persuadir52, lo cual equivale a decir que toda vida digna de relatarse debe constituir un ejemplo para los demás, con el fin de que, al conmoverse por las virtudes y actos extraordinarios de esa vida, se vean constreñidos a imitarla.

¿En qué medida alguien considerado como monstruo por su sociedad, un ser fuera de lo normal, puede ser ejemplar? Probablemente éste sea uno de los puntos más interesantes de analizar. Partamos de un dato preliminar: en el momento de profesar, Sor Juana, sin duda como las demás monjas, firma con su nombre sus solemnes votos, es decir un contrato definitivo en donde entrega su vida a la orden que la alberga para siempre. Termina ese contrato encomendándose al Señor, elemento corriente en ese tipo de escritos, pero no universal:

Dios me haga santa53.


El texto completo de la profesión es el siguiente:

Yo, soror Juana Inés de la Cruz, hija legítima de don Pedro de Asbaje y Vargas Machuca y de Isabel Ramírez, por el amor y servicio de Dios   —51→   nuestro Señor y de nuestra Señora la Virgen María y del glorioso nuestro padre San Jerónimo y de la bienaventurada nuestra madre Santa Paula hago voto y prometo a Dios nuestro Señor, a vuestra merced el Señor doctor don Antonio de Cárdenas y Salazar canónigo de esta Catedral, juez provisor de este Arzobispado, en cuyas manos hago profesión, en nombre del Ilustrísimo y Reverendísimo Señor don fray Payo de Ribera, obispo de Guatemala, y electo Arzobispo de México, y de todos sus sucesores, de vivir y de morir todo el tiempo y espacio de mi vida en obediencia, pobreza, sin cosa propia, en castidad y perpetua clausura so la regla de nuestro padre San Agustín y constituciones a nuestra Orden y Casa concedidas. En fe de lo cual lo firmé de mi nombre hoy a 24 de febrero del año de 1669. Juana Inés de la Cruz. Dios me haga santa.


(OC, t. IV, p. 522).                


En ese texto de profesión solemne parecería que la madre Juana difiere de la verdad, por lo menos en tres cosas: 1) declara ser hija legítima de sus padres; no lo es, es hija natural o «hija de la iglesia», como puede leerse en su acta de bautizo descubierta en el Archivo Parroquial de Chimalhuacán por Alberto G. Salceda y Guillermo Ramírez España, donde, además, se revela que nació no en 1651, como ella aseveraba, sino en 164854.

Se deduce entonces que al firmar Sor Juana su acta de profesión comete perjurio. Las otras discrepancias se refieren al cumplimiento de sus votos y comprenden la casi totalidad de su vida de clausura. Especialmente el segundo, el de obediencia, le causó a Sor Juana muchos problemas: seguir al pie de la letra lo prescrito por sus superiores, sobre todo su confesor, fue tarea superior a sus fuerzas y a su inteligencia de ser racional, como me propongo explicarlo con minucia. Tampoco cumplió, como muchas de las monjas de su tiempo, con el voto de pobreza: no tener cosa alguna, o textualmente como se   —52→   lee en el documento de profesión: mantenerse sin cosa propia. Para terminar, y en cierta forma, puede agregarse una cuarta infracción, la que ella hace depender de Dios: no logró convertirse en santa, antes bien: «vivió en la religión (según las certeras palabras del padre Calleja) sin los retiros a que empeña el estruendoso y buen nombre de extática»55, o como ella literalmente lo decía en la llamada Carta de Monterrey, encontrada en 1980 por el padre Tapia: «Ojalá que la santidad fuese cosa que se pudiera mandar, que con eso la tuviera yo segura»56. Estos datos confirman la escisión permanente que existía entre la teoría y la práctica de la vida colonial.

En 1694 Sor Juana vuelve a hacer profesión de fe; allí abjura, con otro documento, diferente del firmado en 1669. Lo cito:

Yo, Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa de este convento, no sólo ratifico mi profesión y vuelvo a reiterar mis votos, sino que de nuevo hago voto de creer y defender que mi Señora la Virgen María fue concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser en virtud de la Pasión de Cristo. En fe de lo cual lo firmé en 8 de febrero de 1694 con mi sangre. JUANA INÉS DE LA CRUZ. Ojalá y toda se derramara en defensa de esta verdad, por su amor y de su Hijo.


(OC, t. IV, p. 522).                


Sor Juana ha aceptado, ahora sí, ser santa. Acudamos de nuevo al padre Calleja quien lo relata, citando las palabras de su confesor Núñez de Miranda, relatadas a su vez por el padre Oviedo cuando escribió la Vida de este último:

Es menester no mortificarla para que no se mortifique mucho, yéndola a la mano en sus penitencias, porque no pierda la salud y se inhabilite, porque Juana Inés no corre en la virtud, sino vuela.


(Sub. en el original)57.                


Sólo los ángeles y, a veces, los santos, pueden volar. La vida de Sor Juana podría entonces enmarcarse entre esas dos profesiones de fe, entre esos dos documentos en donde acepta enclaustrarse. El primero   —53→   es formal, burocrático, cumple con las reglas establecidas por la Iglesia para constreñir a las monjas a cumplir con cuatro votos no siempre observados; el segundo documento, considerado como la prueba de su conversión, la inserta en ese formato específico que conforma a las monjas merecedoras de un discurso edificante, aquellas que aspiran a «volar hacia» la santidad.




El discurso edificante

Este tipo de discurso se apoya en un monumento escrito, parte de lugares comunes, las virtudes, y se apoya muchas veces en los milagros, acontecimientos extraordinarios58. Es, por tanto, un discurso armado con base en esquemas prestablecidos, cuyas variantes definen un tramado singular, el necesario para configurar una vida individual rigurosamente constreñida por el modelo y, por tanto, borrada por él. El obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz, conocido con el seudónimo de Sor Filotea por la carta que le enviara a Sor Juana, disparadora de la famosa Respuesta, se especializaba en las monjas: una de sus ocupaciones favoritas era hacerlas escribir su vida para que fuera luego «descifrada» por un sacerdote. Sor Juana entiende muy bien la orden implícita en su carta y se siente obligada a responderla dentro de los cánones del discurso edificante (Y protesto que sólo lo hago por obedeceros..., RF, p. 464; «Bien habrá Vuestra merced creído, viéndome clausurar este discurso, que me he olvidado desotro punto que Vuestra merced me mandó que escribiese...»; ibid., p. 435); pero también la transgrede, siguiendo su propio «dictamen», aunque advierta que Fernández de Santa Cruz le exige conformarse estrictamente al «precepto» («... que aunque viene en traje de consejo, tendrá para mí sustancia de precepto», p. 443).

  —54→  

De hecho, la derivación de un precepto ajeno al propio dictamen queda implícita en la declaración de Sor Juana de que siempre le ha repugnado copiar a los otros, forma ésta de definir su imposibilidad definitiva de acatar el voto de obediencia, tal y como lo postulan los prelados: en cambio defiende su racionalidad, aquello que le permite discernir los mandatos verdaderos de la Iglesia:

Si el crimen está en la Carta Atenagórica, ¿fue aquélla más que referir sencillamente mi sentir con todas las venias/ a nuestra Santa Madre Iglesia? Pues si ella, con su santísima autoridad, no me lo prohíbe, ¿por qué me lo han de prohibir otros? ¿Llevar una opinión contraria de Vieyra fue en mí atrevimiento, y no lo fue en su Paternidad llevarla contra los tres Santos Padres de la iglesia? Mi entendimiento tal cual ¿no es tan libre como el suyo, pues viene de un solar?... pues como yo fui libre de/ sentir de Vieyra,/ di lo será cualquiera para disentir de mi dictamen.


(Ibid., p. 468).                


Más que desobediencia, entonces, la decisión de Sor Juana de no obedecer otros preceptos o dictámenes que los de la razón, la coloca en un contexto especial dentro de este tipo de discurso y, en consecuencia, la aleja del comportamiento normal esperado de las otras monjas, dispuestas, en teoría, a obedecer ciegamente, sobre todo si aspiran a la santidad. Su razón y su albedrío no pueden doblegarse a otros arbitrios; por ello, espera que «... los Sabios... no se avergüencen de mirarse convencidos... que es triunfo el obedecer/ de la razón el dominio». (V 6, A Santa Catarina, p. 171). La monja jerónima cree estar en la verdad; su razonamiento la justifica. Es discreta y por ello «discierne» como ser racional; su obediencia ha de supeditarse a su juicio, siempre que éste se proteja «debajo de la corrección de la Santa Madre Iglesia», y no de los que se sienten sus vicarios indiscutibles, ¿no procedió así Santa Catarina ante sus perseguidores? Y, ¿no escribió la monja los villancicos a ella dedicados en 1691, año de su Respuesta a Sor Filotea?


Las luces de la verdad
no se obscurecen con gritos;
que su eco sabe valiente
sobresalir del ruido...
No se avergüencen los Sabios
de mirarse convencidos;
—55→
porque saben, como Sabios,
que su saber es finito...
Estudia, arguye y enseña,
y es de la Iglesia servicio,
que no la quiere ignorante
el que racional la hizo...


(P. 171).                


Si se revisan los apretados preceptos y los severos y rigurosísimos dictámenes formulados por el padre Núñez de Miranda a las novicias a punto de profesar, el voto de obediencia cancela toda posible racionalidad en aquella que profesa:

... Por el (voto) de obediencia (sacrifica) su propia voluntad, albedrío y toda su alma59.


Sor Juana no puede verlo así, quizá tampoco la sociedad en que vive; estas instancias múltiples -cartillas, catecismos, pláticas doctrinales, distribuciones de las horas del día, etc.-, moldes dentro de los que el padre Núñez vierte con maniática insistencia su obsesión, revelan muy claramente que esas mismas reglas religiosas eran imposibles de cumplirse al pie de la letra, en ese virreinato al que tanto Sor Juana (a pesar y quizá sobre todo por estar en clausura) como su confesor, socio de la Compañía de Jesús, estaban obligados a servir:

Pues ¿qué culpa mía fue el que Excelencias se agradasen de mí? (Aunque no había por qué) ¿podré yo negarme a tan soberanas personas? ¿podré sentir el que no me honren con sus visitas? Vuestra Reverencia sabe muy bien que no, como lo experimentó en tiempos de los Excelentísimos Señores Marques[es] de Mancera, pues yo oí a Vuestra Reverencia en muchas ocasiones quejarse de las ocupaciones a que le hacía faltar la asistencia de Sus Excelencias, sin poderla no obstante dejar. Y si el Excelentísimo Señor Marqués de Mancera entraba cuantas veces quería en unos conventos tan santos como Capuchinas y Teresas, y sin que nadie lo tuviese por malo, ¿cómo podré yo resistir que el Excelentísimo Señor Marqués de la Laguna entre en éste? (demás que yo no soy prelada, ni corre por mi cuenta su gobierno)... Yo   —56→   no puedo, ni quisiera aunque pudiera, ser tan bárbaramente ingrata a los favores y cariño: (tan no merecidos ni servidos) de Sus Excelencias.


(CN, p. 62).                


Más que debilidad o desacato a la autoridad oficial, Sor Juana demuestra que el cumplimiento rígido de los votos de obediencia y de clausura es imposible, letra muerta, aun en el propio autor de estos preceptos y máximas perentorios. La santidad no es de este mundo, o quizá no de todas las monjas, aunque se buscaba y hasta se lograba dentro de algunos conventos, por ejemplo el de carmelitas descalzas de San José, del cual ella salió por la rigidez de la regla y por enfermedad.

La hagiografía organiza un discurso en el que la individualidad desaparece; acumula virtudes y decanta actitudes pero, aunque difieren en sus minucias de las rígidamente catalogadas, sólo sirven para reiterarlas. La autobiografía insiste en subrayar los hechos específicos, aquellos que delinean un tipo de vida particular, en este caso extraordinario, es más, superlativo por monstruoso, como he señalado en el caso de Sor Juana. ¿No se la ha catalogado como la «Décima Musa», el «Fénix de los Ingenios», la «Sibila Americana»? En la Respuesta a Sor Filotea, ella asume como propias las reglas del discurso edificante, se inscribe en sus pautas, subraya sus momentos clave, pero al hacerlo las modifica según se lo dicta su albedrío. La misma operación se cumple puntualmente cuando obedece los preceptos de la retórica:

Otro papel, de que es fuerza no desentendernos, avisa con admiración su biógrafo el padre Calleja, es el Sueño... El metro es de silva, suelta de tasar los consonantes a cierto número de versos, como el que arbitró el Príncipe Numen de don Luis de Góngora en sus Soledades: a cuya imitación, sin duda, se animó en este Sueño la Madre Juana; y, sino tan sublime, ninguno bien que la entienda/ negará que vuelan ambos por una esfera misma. No le disputemos alguna (sea mucha) ventaja a don Luis, pero es menester balancear también las materias, pues aunque la poetisa, cuanto es de su parte, las prescinde, hay unas más que otras capaces de que en ellas vuele la pluma con desahogo: desta calidad fueron cuantas tomó don Luis para componer sus Soledades; pero las más que para su Sueño la madre Juana Inés escogió, son materias por su naturaleza tan áridas que haberlas hecho florecer tanto, arguye maravillosa fecundidad en el cultivo.


(AP, s. f.).                




  —57→  
Las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres: labores de manos

Las monjas también escribieron. Existen varios ejemplos: uno, obvio, es el de Sor Juana. Pero muchas vidas de monjas fueron escritas por «dictamen» del confesor y como material en bruto para confeccionar los verdaderos discursos hagiográficos, escritos, predicados, leídos y luego impresos como un acto de cortesanía para agradar a algún superior, y sobre todo con el fin de edificar a los creyentes. El obispo de Santa Cruz tenía una especial predilección por las mujeres y solía apremiar a sacerdotes subordinados a que promoviesen relaciones minuciosas de ciertas vidas de monjas; dejó, además, varias cartas a religiosas, entre las que se incluye la que dirigió a Sor Juana. El padre fray Miguel de Torres, autor de su vida y sobrino de la poetisa, atribuye al obispo su redención60.

Sea como fuere, lo interesante aquí es el hecho de que esa curiosidad de los prelados, que raya casi en lo indecoroso o por lo menos en el «voyeurismo»61, se traduce en escritura, en los llamados «cuadernos de mano», semejante a las labores tradicionales de las monjas -bordados, deshilados, obras gastronómicas- y uno de los productos subordinados de los conventos. En esos cuadernos de mano se inscriben datos especiales, «descifrados» (insisto) por «gente de razón», los prelados   —58→   superiores, autores de la mayoría de los discursos edificantes. Estos textos contrastan de manera singular con la obra de la madre Juana. En ellos, el yo del narrador al principio manuscrito, se convierte luego, ya impreso, en el personaje utilizado como ejemplo por el predicador, es decir, pasa de sujeto a objeto de la narración. En los textos de Sor Juana el yo es omnipresente, siempre y sin excepción es sujeto («¿No soy yo gente? ¿No es forma/racional la que me anima?»..., R 142, p. 120). No cabe la menor duda de que la escritura le pertenece. Invade totalmente el campo de la escritura masculina, no sólo el poético, bastante menos peligroso («pues una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio», RF, p. 444), sino también el del sermón (la Crisis o Carta atenagórica) y el del discurso hagiográfico, propiamente dicho, trascendido en autobiografía (Respuesta a Sor Filotea).

Podría razonarse con justicia, como lo hizo Pfandl62 y calificarlo de un narcisismo exacerbado. Quizá sea cierto. Lo podemos comprobar leyendo su poesía lírica; con todo, ese narcisismo es objeto de un severo autocontrol, como puede verificarse en sus escritos autobiográficos y en otros donde da datos de sí misma (por ejemplo, Los empeños de una casa). Lo singular, lo característico es cómo maneja su propia figura y su escritura en un mundo cuyo discurso dominante es el masculino y cómo logra insertarse dentro de ese poder. Inscribo un dato: el obispo de Santa Cruz asume, cuando le escribe, otra personalidad, la de una monja; disiente de la verdadera, la del altísimo prelado, el confesor, debajo de la cual dirige siempre sus misivas a otras monjas. Al escribirle a Sor Juana se convierte en Sor Filotea y, aunque en ello siga el ejemplo de San Francisco de Sales, de quien es devoto, se siente obligado a asumir el velo y el tono de la monja, quien, por su parte, entiende la orden y le contesta sin demasiada cortesanía, deducida de sus propias palabras, si cabe, un tanto irónicas:

Si el estilo, venerable Señora mía, de esta carta, no hubiere sido como a vos es debido, os pido perdón de la casera familiaridad o menos autoridad de que tratándoos como a una religiosa de velo, hermana mía, se me ha olvidado la distancia de vuestra ilustrísima persona, que a veros yo sin velo, no sucediera así...


(RF, p. 47 l).                




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Que aunque copiada la ves, no la verás retratada...

Sor Juana maneja de manera literal el retrato hablado. En Los empeños de una casa dibuja su autorretrato (pp. 3-184)63. Perdida en su propio enredo, doña Leonor, la protagonista, cae en casa de sus enemigos, al borde del deshonor; doña Ana la recibe de mal modo y ella se ve obligada, contrariando las leyes del decoro, a explicar su situación y al hacerlo bosqueja su retrato. La descripción física se descarta: «Decirte que nací hermosa/ presumo que es excusado,/ pues lo atestiguan tus ojos...» (p. 36). La mirada directa comprueba su belleza y no es necesario describirla ni siquiera con las metáforas convencionales, dato curioso en una autora que cuenta dentro de su obra con varias composiciones líricas de retratos femeninos64. Al negarse a hacerlo y dejar al espectador y al otro actor la tarea de advertir esa belleza específica, Sor Juana hace una crítica tácita de este fenómeno, el narcisismo65.

  —60→  

El retrato es moral, en otras palabras, conforma una etopeya, una larga descripción que pasa por autobiográfica, y lo es por que da cuenta de manera simultánea del personaje Leonor y de la propia Sor Juana. La larga historia se justifica usando los procedimientos de un debate judicial, procedimiento que ella repite varias veces en esta obra, en los sainetes especialmente y, luego, dentro de un torneo que organizan para distraerla don Pedro y doña Ana, torneo que se maneja como teatro dentro del teatro. Leonor es Sor Juana, pero al hablar de sí propone una distancia para juzgar con acierto su belleza anímica y su sabiduría:


Inclinéme a los estudios
desde mis primeros años,
con tan ardientes desvelos,
con tan ansiados cuidados,
que reduje a tiempo breve
fatigas de mucho espacio.
Conmuté el tiempo, industriosa,
a lo intenso del trabajo,
de modo que en breve tiempo
era el admirable blanco
de todas las atenciones,
de tal modo, que llegaron
a venerar como infuso
lo que fue adquirido lauro.


(Ibid., p. 37)                


Su hermosura es alabada universalmente y proviene, en parte, del «vulgo» («Era de mi patria toda/ el objeto venerado/ de aquellas adoraciones/ que forma el común aplauso...», Ibid., p. 37). Hay una intención de realismo siempre que se refiere a sí misma, para rechazar con este procedimiento, aunque lo acepte al facturar los enredos, el disfraz clásico de la comedia que encubre los deseos y la realidad en situaciones figuradas que llegan a su objeto de manera elíptica. Su talento no es «infuso», es decir, divino, sino producto de su propia industria y sus desvelos. Con ello, reafirma el carácter autobiográfico de su retrato frente a la tendencia hagiográfica presente en la utilización   —61→   que «el mundo» hace de los «objeto(s) venerado(s)», sobre todo si se trata de una monja. En varios textos defiende su capacidad para actuar como ser racional o su talento innato como poeta («porque a mí con la llaneza/ me suele tratar Apolo», R 23, p. 68), cuidándose muy bien de discernir -por ello es «discreta»66- el lugar que le corresponde en la jerarquía social y artística de su tiempo.

Incluyo unos versos:


¡Oh cuántas veces, oh cuántas,
entre las ondas de tantos
no merecidos loores,
elogios mal empleados;
oh cuántas, encandilada
en tanto golfo de rayos,
o hubiera muerto Faetonte
o Narciso peligrado,
a no tener en mí misma
remedio tan a la mano,
como conocerme, siendo
lo que los pies para el pavo67.


  —62→  

En el monólogo de Leonor es posible descubrir una autocrítica, y la verificación de que el narcisismo suele ser el fruto de una admiración desmesurada. La «Fama parlera» la convierte en «deidad» y ella, «entre aplausos... con la atención zozobrando/ entre tanta muchedumbre,/ sin hallar seguro blanco,/ no acertaba a amar a alguno,/ viéndome amada de tantos...» (EC, p. 38). Como la princesa del cuento o como las hijas del duque de Avero en El vergonzoso en palacio de Tirso de Molina, Leonor se ve obligada a amar a quien se parece a ella porque lleva troquelada como en cera su propia imagen, engendro construido a retazos por el dictamen del vulgo y por la imagen arquetípica, a la que, por otra parte, ella suele manejar de acuerdo con la convención, por ejemplo en varias instancias de Los empeños, y en el homenaje tributado a la condesa de Paredes en la «Letra por "Bellísimo Narciso"» ...donde echa mano de las metáforas convencionales: «Bellísima María/ a cuyo Sol radiante,/ del otro Sol se ocultan/ los rayos materiales» (EC, p. 63).

Es obvio aquí que este retrato es de la misma genealogía que el utilizado por otros autores cuando describen el amor platónico, retrato a lo profano, pero es, en sus metáforas, idéntico a los que se le dedicaban a la Virgen. Lo he reiterado varias veces: en la obra de Sor Juana puede advertirse un conocimiento notable de las formas literarias y la conceptualización de su época; penetra, con gran finura y honda percepción en el discurso oficial, lo hace suyo. Pero con esa misma hondura y con esa misma gracia suele trastrocarlo. Un ejemplo evidente es el que acabo de analizar.

Cuando con premeditación Sor Juana omite la descripción física de su personaje Leonor, reitera la importancia que tiene para ella la belleza del entendimiento, literalmente lo dice así en este soneto:


En perseguirme, Mundo ¿qué interesas?
¿En qué te ofendo, cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?
Yo no estimo tesoros ni riquezas;
y así, siempre me causa más contento
poner riquezas en mi pensamiento
que no mi pensamiento en las riquezas.


(S 146, p. 27).                


Aceptar de entrada que es bella, sin verbalizar la descripción de su belleza, es reiterar que lo que a ella le interesa es el conocimiento y   —63→   ensalzar el tipo de mujer que representa Leonor, de la cual sólo puede enamorarse Carlos. Los demás se enamoran de lo que ven, a simple vista. Amar a una mujer depende sobre todo de su inserción en el ideal de belleza física propuesta por el arquetipo. Que sea inteligente, además de bella, causa el colmo del asombro, y como prueba están los muchos versos dedicados a Sor Juana, en donde se remacha este tema. La inteligencia sobra o parece excesiva en una mujer: «Leonor -dice Ana-, tu ingenio y tu cara/ el uno al otro se malogra,/ que quien es tan entendida/ es lástima que sea hermosa» (EC, p. 83). Al subrayar su biografía moral, su etopeya, la poetisa resalta el papel al que quiere reducirla el mundo y, en la comedia, la diferencia esencial que separa a don Carlos y a Leonor del resto de los personajes. Puestos en guardia el lector, el espectador, el autor, por una omisión señalada, la de la propia descripción, o mejor, al llamar la atención -mediante el silencio que rotula o subraya- acerca del narcisismo exterior, el de la simple belleza física, Sor Juana se adentra en su otro aspecto, quizá más peligroso, el de la soberbia que se engendra en la conciencia exagerada del propio valor. La mirada interior, enfrentada al espejo que factura el mundo, se deforma. ¿A quién amar sino al reflejo masculino de sí misma, edificado con los mismos ingredientes y matizado de igual forma que su propia imagen? Según el retrato hablado de su amado, que, después del suyo propio, hace Leonor, Carlos es un dechado de perfecciones físicas y morales. Principia con una imagen física tradicional, de la que también están ausentes los rasgos individuales de la persona descrita. La dibuja de acuerdo con las reglas de la belleza masculina, mucho menos frecuentada en esa época dentro del ámbito de la prosopografía:


Era su rostro un enigma
compuesto de dos contrarios
que eran valor y hermosura,
tan felizmente hermanados,
que faltándole a lo hermoso
la parte de afeminado,
hallaba lo más perfecto
en lo que estaba más falto:
porque ajando las facciones
con un varonil desgarro,
no consintió a la hermosura
tener imperio asentado...


(EC, pp. 39-40).                


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De esa descripción se deduce también la belleza de Leonor. Carlos es bello y esa beldad refleja la de su amada, pues ambos se rigen por la teoría de las correspondencias. Esta coquetería textual permite dibujar lo borrado expresamente por la narradora, y marca otro hecho fundamental: en ese traslado, en esa copia del natural, se ha tenido especial cuenta del decoro, manifestado en el «desgarro» que, al «ajar» las facciones del retratado, le concede una hermosura suficiente y evita al mismo tiempo cualquier sospecha sobre su virilidad. Esta nota de realismo se inscribe para subrayar de manera paralela aquella ausencia y aquel silencio ya anotados. Además, reinscribe algo fundamental: sólo dos seres fuera de lo común pueden corresponderse absolutamente, conservar simultáneamente su identidad y complementarse.

No obstante, el narcisismo se ejerce. Carlos, ya lo he reiterado, es semejante a Leonor, pero su semejanza se atenúa por las exigencias del decoro. Las licencias del arte de la comedia le ofrecen a nuestra escritora una ayuda para liberarse de una imagen arquetípica a la que debería plegarse, en la doble perspectiva con que se la observa, en el mundo y dentro del convento; al usarlas atestigua su necesidad de delinear un retrato real, tranquilizador para ella y catalizador de envidias, producidas por ese elogio desmedido, que engendra la hipérbole y las persecuciones a que se ve sujeta:


¿De dónde a mí tanto elogio?
¿De dónde a mí encomio tanto?
¿Tanto pudo la distancia
añadir a mi retrato?
¿De qué estatura me hacéis?
¿Qué coloso habéis labrado,
que desconoce la altura
del original lo bajo?
No soy yo la que pensáis,
sino es que allá me habéis dado
otro ser en vuestras plumas
y otro aliento en vuestros labios,
y diversa de mí misma
entre vuestras plumas ando
no como soy, sino como
quisisteis imaginarlo.


(R 51, pp. 158-159).                




  —65→  
... No importando que haya a quien le pese lo que no pesa

El voto de pobreza, junto con el de obediencia, era el favorito de Núñez de Miranda, sacerdote jesuita, quien, en vida y muerte tuvo fama de humilde. Esa humildad se exhibía (literalmente) en sus ropas trufadas de remiendos y agujeros, y plagada de «animalillos»; eufemismo usado por el padre Oviedo para designar a los piojos, llamados así directamente por el padre Núñez68.

La cortesanía paga. Es un antídoto contra la pobreza, cualidad alabada por todos, pero poco practicada cuando no hay absoluta necesidad, como puede deducirse muy bien de estas palabras de la monja, cuando, negativamente hiperbólica, se defiende de Núñez quien le reprocha dedicarse a escribir esos «negros versos»... «que no pesa(n)»:

... apenas se hallará tal o cual coplilla hecha a los años o al obsequio de tal o tal persona de mi estimación, y a quienes he debido socorro en mis necesidades (que no han sido pocas), por ser tan pobre y no tener renta alguna...69


«La ostentación de la mancha y la austeridad del remiendo» -frase famosa de Eça de Queiroz- eran muy útiles para labrarse un nombre y edificar la fama. El dinero, imprescindible en la sociedad colonial, hacía que ni aun en los conventos de regla más rígida, se respetara al pie de la letra el voto de pobreza. La dote de profesión costaba entre 3000 y 5000 pesos de oro y sin ella era imposible entrar al convento. A algunas monjas se les concedía rebaja si poseían cualidades sobresalientes, por ejemplo, para la música y la contabilidad, capacidades, entre otras muchas, por las que destacó Sor Juana en su convento donde fue contadora, y para el que compuso villancicos, todo tipo de   —66→   versos sagrados y un famoso tratado musical intitulado El caracol, hoy perdido, «obra, de los que esto entienden, tan alabada, que bastaba ella sola, dicen, para hacerla famosa en el mundo» (AP, s. f.). Además, la contradicción inherente a ese voto de pobreza se marca cuando se recuerda que los conventos eran verdaderas fortalezas económicas cuyo sostén fueron los negocios de diversa índole por los que recibían en cambio réditos y dividendos70. No es extraño pues que muchas de las metáforas a que acude Sor Juana sean financieras; como muestra, baste un botón: «y sólo quiero ser correspondida/ de aquel que de mi amor réditos cobra» (S, p. 290)71.

Muchas disputas se libran en torno a Sor Juana. Una de ellas es la discusión sobre su dote y los beneficios económicos obtenidos gracias a su inteligencia y a su capacidad para escribir esos «negros versos» con que Dios la dotó. Su dote se le atribuye a Núñez, más Sor Juana pone las cosas en su lugar:

Pues ¿por qué es esta pesadumbre de Vuestra Reverencia y el decir que a saber que yo había de hacer versos no me hubiera entrado religiosa, sino casadome? (sub. original) Pues, padre amantísimo (a quien forzada y con vergüenza insto lo que no quisiera tomar en boca), ¿cuál era el dominio directo que tenía Vuestra Reverencia para disponer de mi persona y del albedrío (sacando el que mi amor le daba y le dará siempre) que Dios me dio? ¿Pues cuando ello sucedió, había muy poco que yo tenía la dicha de conocer a Vuestra Reverencia; y aunque le debí sumos deseos y solicitudes de mi estado, que estimaré siempre como debo, lo tocante a la dote mucho antes de conocer yo a Vuestra Reverencia lo tenía ajustado mi padrino el capitán don Pedro Velázquez de la Cadena, y agenciándomelo estas mismas prendas en las cuales, y no en otra cosa, me libró Dios el remedio. Luego no hay sobre qué caiga tal proposición, aunque no niego deberle a Vuestra Reverencia otros cariños y agasajos muchos que reconoceré eternamente, tal como/ pagarme maestro, y otros.


(CN, pp. 622-624).                


  —67→  

No fue Núñez entonces quien la impulsó, asegura Sor Juana, sino el capitán Velázquez de la Cadena -destinatario fervoroso de composiciones, agradecidas, laudatorias- quien la apoyó en su decisión de entrar al convento. Ser sumamente pobre era una lacra en la sociedad colonial. Todos lo sabían, aunque conscientemente se asociara con la santidad, se teatralizara y se metaforizara la pobreza, elevada a la categoría de voto de profesión. Sor Juana recibe dinero por sus versos y por su inteligencia, «esas mismas prendar en las cuales... Dios [le] libró el remedio». La madre Juana Inés, hay que subrayarlo, es el perfecto ejemplo de una escritora reconocida: vive fundamentalmente de su talento, por el cual se le recompensa. El poderoso caballero don Dinero:


... con afecto agradecido
a tantos favores, hoy
gracias, señores, os doy,
y los perdones os pido
que con pecho agradecido
de vuestra grandeza espero,
y aún a estas décimas quiero
dar, de estar flojas, excusa;
que estar tan tibia la musa
es efecto del dinero


(D 115, p. 251).                


Quizá sólo en la edición de Georgina Sabat, se haya seguido en gran medida el orden que parece le dio Sor Juana al primer tomo de sus obras para ser publicadas en la metrópoli72. En esa ordenación, donde no se toma en cuenta ni métrica ni asuntos especiales, destaca en especial un dato, el de su esmerada discreción y cortesanía, causa de las quejas del padre Núñez y de las persecuciones sufridas por Sor Juana fue su afición al mundo; afición-llave: conspiraba contra el voto de clausura.

  —68→  

La acreditan Pasmo de la Razón [...]. Esta cláusula abona tantos testigos como lectores y más felices los que merecimos ser sus oyentes: ya silogizando consecuencias, argüía escolásticamente en las más difíciles disputas, ya sobre diversos sermones, adelantando con mayor delicadez los discursos; ya componiendo versos, de repente, en distintos idiomas y metros, nos admiraba a todos; y se granjearía las aclamaciones del más rígido Tertulio de los Cortesanos, pues es, sin duda, que si el entendimiento son los ojos del alma, esta rara mujer fue el Argos de los entendimientos.


(Prólogo del doctor don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa a su edición de la Fama y obras póstumas de Sor Juana. s. f.).                


Los que merecieron ser sus oyentes sabían que, en el locutorio del convento, actuaba como los prelados en el púlpito o los doctores en teología en la universidad; y, en razón de su ingenio, el convento se transformaba en un salón de palacio, el «Tertulio de los Cortesanos», más elegantes, más exigentes. Allí acuden los ingenios, los visitantes, los virreyes, los universitarios, los prelados. Por él circulan los versos, las cartas, los instrumentos musicales, los presentes. La «razón» de cualquier «fábrica», la del «arco de la Iglesia», por ejemplo, como ella denominaba al Neptuno alegórico, le era encomendada por los más altos dignatarios, en este caso explícito por el cabildo en pleno, en nombre del señor arzobispo-virrey Payo de Rivera, su prelado, al cual, antes que a Núñez, debía obediencia. Sus servicios, bien pagados, ocasionan un vaivén de regalos: perlas, diademas, zapatos, andadores, anillos, retratos, nogadas, nacimientos de marfil, acompañados siempre de cartas en verso, muchas de las cuales, recopiladas, constituyen literalmente la Inundación castálida, fertilidad barroca, proliferación de palabras sutiles, grandilocuentes, exacerbadas, juegos de palabras elegantes, paradojas ingeniosas, recreo y admiración, a la vez que enseñanza y alimento: «El convento de las religiosas de San Jerónimo de la Imperial Ciudad de México fue el Mar Pacífico en que, para ser peregrina, se encerró a crecer esta Perla» (AP, s. f.).




Azotada como Ovidio...

La hagiografía organiza una vida dividiéndola convenientemente en milagros, necesarios para configurar una santidad, no siempre canonizada. Sólo se relatan aquellos incidentes específicos que suceden   —69→   también en épocas predeterminadas; funcionan a manera de avisos divinos para señalar a quien Dios ha elegido para convertirse en santo; ese estado se alcanza si se siguen ciertas condiciones: saber leer las señales y caminar luego por los senderos espinosos de la perfección. La santidad depende del albedrío, reforzado muchas veces por el confesor: el elegido debe pues entender las señales y aprovecharlas. La inteligencia, su capacidad innata para hacer versos y su precocidad hacen de la niña Juana Inés un candidato ejemplar. De ella depende su destino. El primer indicio del favor divino se presenta en la más tierna infancia, cuando apenas «raya la luz de la razón». Sor Juana es elegida a los tres años, en que acompaña a una hermana mayor a la amiga (la escuela) donde le darán, casi como travesura, «lección». Aprende a leer antes de aprender a hablar; también a escribir, «con todas las otras habilidades de labores y de costuras que deprenden las mujeres» (RF, p. 446). El padre Calleja ve señales divinas desde el momento mismo de su nacimiento: la cercanía de los volcanes es una:

... están casi contiguos dos montes, que no obstando lo diverso de sus calidades, en estar siempre cubierto de sucesivas nieves el uno, y manar el otro perenne fuego, no se hacen mala vecindad entre sí, antes conservan en paz sus extremos...


(AP, s. f.).                


Profundo admirador de la poesía de la monja y poeta él mismo, al elegir ese dato y otorgarle el sentido de una señal divina -el dato hagiográfico y su forma barroca- nos remite a una figura favorita de la época, el oxímoron. La existencia de dos montes tan propicios para la metaforización coincide con ese don poético concedido a Sor Juana, quien creía que razonar, deducir y versificar eran cualidades naturales y universales en los hombres («y yo creía que a todos sucedía lo mismo, y el hacer versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo contrario»: RF, p. 459). El jesuita añade un dato fervoroso y profético: «Nació en un aposento, que dentro de la misma alquería llamaban la Celda»73.

  —70→  

Aunque Sor Juana se vea constreñida a manejar momentos clave de su vida y referirlos como si se tratase de señales recibidas del cielo, los datos que consigna en su Respuesta a Sor Filotea hablan sobre todo de su precocidad, de su amor al estudio, su capacidad poética y su voluntad de hierro, datos utilizados luego en la Fama para glorificarla. Son anécdotas extraordinarias, pero iluminan su inclinación por lo secular y no por lo sobrenatural. La tendencia a legendarizar propia de una época imbuida de religiosidad transforma esas cualidades en algo milagroso, «infuso», y por ello mismo, se convierten en signos hagiográficos: el episodio del sistemático y voluntario corte de pelo a que ella se somete durante la adolescencia, se transforma en un antecedente de ese episodio ritual, previo a la profesión, y se mira como un signo profético del estado de monja, al cual está destinada por mandato divino; ella lo concibe como una ayuda-memoria, un refuerzo de la voluntad, o, a lo sumo, como un flagelo contra un pecado secular, el de no aprender en breve tiempo alguna materia específica -el latín, asimilado en «veinte lecciones», pagadas por el padre Núñez (Cf. CN). El dato de su nacimiento cerca de los volcanes, su prodigiosa precocidad exhibida en un examen ante 40 sabios, ambos episodios relatados por Calleja y otros admiradores, son reiterados como signos precursores de una posible santidad, enviados por el cielo, y como antecedentes necesarios de su renuncia a las letras, firmada con su propia sangre, la venta de sus libros, sus continuas mortificaciones y su ejemplar muerte, atendiendo a las hermanas pestiferadas de su convento, hechos propagados por Calleja y exaltados en los panegíricos versificados que se le dedican.

Además de esas señales que se ve constreñida a relatar, a instancias del padre Fernández de Santa Cruz, ella añade otras, mucho más cercanas a la historia que a la hagiografía, otorgándole a su propia vida un carácter distinto al codificado por el discurso edificante. La Respuesta de Sor Juana empieza siendo un texto canónico, ella lo hace rozar la autobiografía.

Destaca la admiración producida por su genio junto con la persecución organizada contra quien se señala en actividades reservadas a los varones. Sor Juana minimiza su genio per o se detiene en la persecución,   —71→   y pone en su lugar las cosas. En primer término, remacha, «yo nunca he escrito, sino violentada y forzada, y sólo por dar gusto a otros» (RF, p. 444), en realidad, una de las formas de la cortesanía, pero también, en una monja, una de las exigencias de los confesores (mandato predilecto del obispo Fernández). Así se cura Sor Juana en salud, aunque defienda al mismo tiempo su «verdad», usando una estratagema muy hábil para exaltar el trabajo de las mujeres y formular con sigilo su derecho a las letras, escritas o estudiadas.

El acto de escribir se inicia, como la escritura misma, en la caligrafía, en el esbozo de los caracteres que la mano traza sobre el papel en blanco. Empero, hacerlo bien una mujer parece sospechoso, como puede deducirse de una frase que Sor Juana le escribe al padre Núñez:

Que hasta el hacer esta forma de letra algo razonable me costó una prolija y pesada persecución, no más de porque dicen que parecía letra de hombre y que no era decente, conque me obligaron a malearla adrede, y de todo esta comunidad es testigo.


(CN, p. 621).                


La simple caligrafía hermosa, bien diseñada, es sospechosa en las mujeres. En cambio, bordar con primor, coser, vestir santos, cocinar maravillas, en fin, realizar con perfección todas las labores de mano exigidas a las mujeres es uno de sus atributos principales, razonables, naturales. Sor Juana lo acepta como algo normal, «las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres» (RF, p. 446). Es normal dedicarse a las labores de mano, si esas labores se restringen a las que son propias a las mujeres. ¿En dónde queda entonces esa otra labor de mano que se implica en la escritura? Y, prosiguiendo con ese razonamiento, ¿qué pasa con la caligrafía si se pone al servicio de la poesía? En otras palabras, ¿qué peso tienen los versos, esos objetos impalpables «que no pesan», esos divertimientos «que en ratos perdidos,/ formó el discurso travieso/ porque no tomase el juicio/ la residencia del tiempo...»? (R 45, p. 130).

Podemos averiguarlo si revisamos con cuidado sus escritos y si, además, tratamos de descifrar con visos de probabilidad lo que ella pensaba cuando leemos las palabras de los otros. Vayamos a Calleja, su protobiógrafo, según calificativo del padre Méndez Plancarte, y recordemos uno de sus más célebres relatos destinados a ensalzar a la madre Juana, aquel en que ésta se defiende como un galeón real ante 40 chalupas mercenarias (en realidad, 40 de los más importantes   —72→   sabios en distintas disciplinas). La pasmosa hazaña es reducida por la monja Jerónima a su justa proporción:

El lector lo discurra por sí, concluye Calleja, que yo sólo puedo afirmar, que de tanto triunfo quedó Juana Inés (así me lo escribió, preguntada) con la poca satisfacción de sí, que si en la Maestra hubiera labrado con más curiosidad el filete de una vainica...


(AP, s. f.).                


Esta justa proporción es misteriosa. Sor Juana calibra en una mujer esas puntadas leves, impalpables, efímeras, las vainicas, los deshilados, y los hace idénticos en la balanza a sus propios versos, cuya carencia de peso hace incomprensible la persecución de que son objeto, sobre todo por los prelados mexicanos (léase Núñez: «Y así, pese a quien pesare/, escribo, que es cosa recia,/ no importando que haya a quien/ le pese lo que no pesa», R 33, p. 92) y que Calleja, su corresponsal español, insiste en colocar dentro de las labores de mano («... que si puntos/ de cadeneta fuesen sus acciones»: Elegía anónima, atribuida a Calleja, Fama) obedeciendo -o entendiendo exactamente- con ello a Sor Juana. En efecto, Dios la señaló y la hizo «hermana de Apolo»:


Si yo he de daros (a la condesa de Paredes) las Pascuas,
¿qué viene a importar que sea
en verso o en prosa, o con
   estas palabras o aquéllas?
Y más cuanto en esto corre
el discurso tan apriesa,
que no se tarda la pluma
mas que pudiera la lengua.
Si es malo yo no lo sé;
que azotada, como Ovidio,
suenan en verso mis quejas.


(R 33, p. 93)74.                




  —73→  
Nocturna, mas no funesta

La noche fue muy importante para Sor Juana. Quizá sólo en la noche su celda adquiría en verdad el aspecto y la intimidad de «un cuarto propio», para usar una expresión ya casi vulgar. La noche significa mucho más para ella que un transcurso temporal, es un espacio, el único absolutamente suyo, el espacio de su deseo.

Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de salvación; a cuyo primer respeto... cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertenencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros.


(RE, p. 446).                


Vivir sola -dedicarse al estudio sin obligaciones externas, carecer de distracciones- puede darse en el espacio de la noche; esto es verdad, a tal grado, que su más importante obra, su preferida, ese «papelillo que llaman El sueño», es totalmente nocturno.

Por lo menos, hay dos formas como Sor Juana concibe la noche: una es doméstica, concreta, comprueba mi aserción en un sentido puramente anecdótico; se inscribe en un romance dedicado al marqués de la Laguna y ya desde el título subraya su cotidianidad:

No habiendo logrado una tarde ver al señor virrey; [...] que asistió en las vísperas del convento, le escribió este romance:


Si daros los buenos años,
Señor, que logréis felices,
en las Vísperas no pude,
recibidlo en Maitines.
Nocturna, mas no funesta,
de noche mi pluma escribe,
pues para dar alabanzas
hora de Laudes elige.
Valiente amor, contra el suyo,
hace, con dulces ardides,
—74→
que, para datos un día,
a mí una noche me quite.
No parecerá muy poca
fineza, a quien bien la mire,
el que vele en los romances
quien se duerme en los Latines.
Lo que tuviere de malo
perdonad; que no es posible
suplir las purpúreas horas
las luces de los candiles;
y más del mío, que está
ya tan in agone
el triste, que me moteja de loca,
aunque me acredita virgen.


(R 15, p. 45).                


Las obligaciones de una monja estaban estrictamente reguladas por una severa distribución de las horas del día; apenas había margen para ocuparse en cosas privadas, consideradas como pecaminosas, si alteraban la precisa reglamentación de los rezos en común, oraciones en privado y disciplinas. Su incumplimiento es definido como un robo, por tanto, un pecado mortal. El obispo de Santa Cruz se duele de que «tan grande entendimiento se abata a las rateras noticias de la Tierra...» (CF, p. 696); y el padre Oviedo justifica los asedios del padre Núñez a la jerónima por el temor a «que el afecto a los estudios no declinase al extremo de vicioso, y le robase el tiempo que el estado santo de la religión pide de derecho para las distribuciones religiosas y ejercicio de la oración» (Oviedo, Vida..., op. cit., p. 135).

Dormirse en los latines era no sólo un dato relatado en un tono jocoso, juguetón, habitual en Sor Juana cuando daba disculpas, dejaba entrever el esfuerzo desplegado para mantener el equilibrio entre sus votos y su verdadera vocación; se trata, en suma, de una descripción exacta de su estado, después de haber pasado la noche (o innúmeras) en vela, robándole tiempo a sus obligaciones; un robo subrayado por ella, cuando señala que en lugar de escuchar «se duerme en los Latines». Otro elemento más de asombro, si se contabiliza el gran número de obras que escribió y si se insiste en la imagen: «... no es posible/ suplir las purpúreas horas,/ las luces de los candiles»75.

  —75→  

La segunda mención contradice a la primera. La noche, o sus sombras no son normales, son, ahora sí, funestas. Así empieza El sueño: «Piramidal, funesta, de la tierra/ nacida sombra...»76. Y lo funesto es lo aciago, lo que acarrea pesares y lo que, en suma, tiene una connotación negativa, desgraciada, triste: «Vestirse, dando gracias a Dios, porque le ha guardado aquella noche de todo mal...» (Cf., nota 75). La noche conecta con fuerzas desconocidas, lascivas, malignas y hasta diabólicas. ¿Por qué la oscuridad, inseparable de la noche, es aquí algo ominoso, siniestro, y en el romance antes citado, es solamente un espacio solitario, tranquilo, propicio para la escritura?77

  —76→  

El poema, en forma de silva, género perfeccionado por Góngora y después imitado por varios poetas del Siglo de Oro, se inicia en tono impersonal, es la noche en guerra con las estrellas («Empieza con una soberbia imagen astronómica y bélica de la noche...»)78, pero esa noche y ese sueño donde la noche se intercala, sueño de un sueño, es el de la propia monja («el mundo iluminado, y yo despierta»), quien en sorpresivo final se inserta plenamente en el poema, aunque ya antes se ha identificado, cuando describe el vuelo del alma en las esferas: «De esta serie seguir mi entendimiento/ el método quería...» (pp. 38-40) o como cuando dice, refiriéndose a las tres doncellas tebanas, las Mineidas, transformadas por Baco en murciélagos, castigadas por ensimismarse en labores de manos: «aquellas tres oficiosas, digo,/ atrevidas hermanas» (Sueño, p. 4)79.

Es, pues, su noche; es más, es su sueño. Haciendo extensiva la metáfora a ese yo, subrayado al final del sueño, y relacionado con su entendimiento, tema constante en sus otros poemas, podríamos decir que allí también se libra una guerra interior, «una guerra civil de los sentidos», semejante a la librada por Quevedo y otros poetas de los Siglos de Oro. El padre Calleja hace una breve y jugosa síntesis del poema en su Aprobación biográfica:

Siendo de noche me dormí, soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone; no pude, ni aún divisas por sus categóricas, ni a un solo individuo. Desengañada, amaneció y desperté (sub. en el original).


Lo funesto de la noche estaría en parte ligado al robo, a la manera sigilosa en que suceden ciertos fenómenos. Al dormir, el cuerpo («cadáver con alma») mantiene en marcha su reloj vital («volante que,   —77→   si no con mano/ con arterial concierto»), el pulmón; el aire que pasa por la garganta («claro arcaduz blando») trabaja dentro de los órganos de la respiración como un fuelle inhalando y expeliendo el aire:


él venga su expulsión haciendo activo
pequeños robos al calor nativo,
y algún tiempo llorados,
nunca recuperados,
si ahora no sentidos de su dueño,
que, repetido, no hay robo pequeño.


(Sueño, p. 16).                


Si bien Sor Juana se refiere concretamente aquí a un proceso fisiológico -aquel que, lenta e inexorablemente, culmina en la muerte-, la inserción de la primera persona en algunas partes del poema permite suponer una «cavilación» (como la llama Pfandl80) perpetua en torno a esa condena constante a la que la sujetan los prelados -su propio confesor y el obispo Fernández-, ese «robarse» el tiempo consagrado por la religión a sus sagrados deberes, ese utilizar las «purpúreas horas» para dormir y las de los candiles para estudiar, ese continuo e ilícito cuidado «por las rateras noticias de la tierra», actividad a la que ella se libra a pesar de los anatemas de su confesor («¿sólo a mí me estorban los libros para salvarme?», CN, pp. 622-623); o contra lo que el obispo de Puebla ha decretado en sus constituciones para las religiosas de San Jerónimo (regla a la que estaba sometida la monja), por lo que se hace receptora de estos anatemas:

Las religiosas están muertas a los vicios... Toda la profesión religiosa consiste en no quitarle a Dios cosa alguna de lo mesmo que le dio, ¿porque quién hay que quite a Dios lo que ya le tiene dado? Darle ayer mi voluntad y hoy quitársela, no cabe en cortesía, en razón, ni en religión, y así todo, todo aquello que parece imposible en el suceso, no hay para que platicarlo en el discurso, y más cuando no sólo están muertas, sino amortajadas, no sólo con la muerte a los ojos, sino dentro de la misma sepultura, enterradas y encerradas.


(Obispo, f. 5).                


No hay robo pequeño, afirma quien continuamente «le quita a Dios» lo que ha prometido darle al hacer su profesión, estar muerta y   —78→   enterrada para el mundo, no sólo «con la muerte a los ojos», sino verdadero «cadáver vivo», como en el Sueño -poema y el sueño fisiológico, que a su vez dispara la ensoñación. En el sueño fisiológico se ajustan cuentas, un debe y un haber rígidamente contabilizados:


Y aquella del calor más competente
científica oficina,
próvida de los miembros despensera,
que avara nunca y siempre diligente,
ni a la parte prefiere más vecina
ni olvida a la remota,
y en ajustado natural cuadrante
las cuantidades nota
que a cada cual tocarle considera,
del que alambicó quilo el incesante
calor, en el manjar que -medianero
piadoso- entre él y el húmedo interpuso
su inocente sustancia,
pagando por entero,
la que, ya piedad sea, o ya arrogancia,
al contrario voraz necio lo expuso,
-merecido castigo, aunque se excuse,
al que en pendencia ajena se introduce-...


(Sueño, pp. 16-18).                


El pulmón anima ese cadáver vivo, semejante al cuerpo de las religiosas, metafóricamente muertas para el mundo y en perpetua «pendencia ajena», metidas en su comunidad, haciendo oficio de monjas, a la vez muertas y vivas para el mundo, contabilizando sus ganancias81.

  —79→  

¿No era Sor Juana capaz de contabilizar en su «oficina científica» con la misma eficacia con que en su oficina del convento desempeñaba el oficio de contadora? ¿No era la oficina, como dice Covarrubias en su Diccionario, «el lugar donde se trabajaba»? ¿No se instauraba un frágil equilibrio entre el mundo y el convento? ¿No entrarían a veces los prelados en esa violenta categoría de «contrario(s) voraz(ces)» ¿No había que ajustar siempre las cuentas con ellos? También es cierto, si se estudia con cuidado esta contradictoria y fascinante sociedad, que las monjas solían pelear en campos distintos del de Sor Juana -campos mucho más domésticos, más femeniles- sus feroces batallas. Una muestra destacada fue la madre Inés de la Cruz (Cf. nota 81).

Sor Juana sueña siempre, así lo atestigua en la Respuesta a Sor Filotea: «Señora mía, que ni aun el sueño se libró de ese continuo movimiento de mi imaginativa...» (P. 460) y así lo había dicho antes en su poema: «los simulacros que la estimativa/ y aquésta, por custodia más segura,/ en forma ya más pura/ entregó a la memoria que, oficiosa,/ grabó tenaz y guarda cuidadosa,/ sino que daban a la fantasía/ lugar de que formase/ imágenes diversas». (Sueño, p. 18)82.

El alma permanece en vela, imagina, fantasea, como el cuerpo, hurtándole horas a la noche, arguyendo, relacionando, versificando. Esta silva de Sor Juana, definida por el censor del segundo tomo de sus obras, Juan Navarro Vélez, como un poema heroico, contiene, además, «enredadas muchas intenciones», entre ellas, su sentido alegórico   —80→   y sus relaciones con lo hermético83, sí, pero a pesar del vuelo o viaje del alma hacia los espacios supralunares (del cual se han ocupado tanto los críticos), la gravedad del cuerpo, ese peso terrestre, esa guerra civil de los sentidos, o los simples procesos fisiológicos, la impulsan de nuevo hacia abajo, a ese «mundo iluminado» que ella cobra, ya despierta.



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