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ArribaAbajoLa Revolución francesa y la Inquisición mexicana. Textos y pretextos61

No es de extrañar el interés atento y solícito de los tribunales de la Inquisición mexicana en los acontecimientos y, claro está, la subsiguiente producción de textos que traducían el impacto del quehacer revolucionario de Francia en la Nueva España. Pese a que la misión del Tribunal del Santo Oficio tenía en apariencia el exclusivo mandato de preocuparse por las heterodoxias de índole religiosa, su desvelo por normar el ámbito político no era menor, lo que se advierte con palmaria claridad sobre todo en la actividad inquisitorial del siglo XVIII y principios del XIX.

De hecho, un programa sistemático de investigación de textos en el Archivo General de la Nación de México, como el que lleva a cabo el proyecto Catálogo de textos marginados novohispanos en el Archivo General de la Nación, coordinado por El Colegio de México bajo la responsabilidad de la coautora del presente trabajo, arroja nada menos que la imponente masa de doscientos doce textos censurados y que se refieren directamente a ideas y acontecimientos de Francia. Esto ocurre en el período clave que abarca de la segunda mitad del siglo XVIII hasta el primer cuarto del XIX. Evidentemente, hay de todo en esta colección inventariada de doscientos doce consignas, pero la preocupación de la Inquisición mexicana para los años mismos de la Revolución francesa queda patente en un total de 95 textos requisados en los años que van de 1789 a 1818. Claro que no podemos desplegar el catálogo ordenado y preciso de tal conjunto de escritos en estas páginas, pero sí nos proponemos hacer un primer esbozo de clasificación, así como exponer las primicias de un primer análisis de los más relevantes, guardando para el   —54→   final de nuestra intervención las sabrosas muestras de media docena de manifestaciones satíricas, literarias y paródicas, de divertida malicia.

De la época revolucionaria que abarcamos, ampliada para mejor acercamiento de 1780 hasta 1810, es decir, los treinta años fundamentales del fenómeno revolucionario, pueden destacarse algunos géneros y formas dominantes, así como ciertas líneas principales en la recepción de los signos de subversión política y social que entrañaba la Revolución francesa en la sociedad de la Nueva España. Cabe recalcar en un principio que las censuras contra libros, pasquines, libelos u opiniones expresadas por particulares, referentes al ideario o a la interpretación misma de los acontecimientos propios de la Revolución francesa, son naturalmente las que cuentan con mayor número ante la Inquisición de México. Son, por lo general, censuras político-religiosas dirigidas contra obras impresas de autores franceses, denunciadas o calificadas ante el Santo Oficio novohispano y que fueron confiscadas o catalogadas en alguna que otra biblioteca del virreinato. Su panorama ideológico es, por lo general, el de las ideas filosóficas y políticas de la Ilustración francesa y de sus autores, los filósofos que acunaron el proceso revolucionario.

Así, ya en 1780 hallamos un parecer sobre Le tableau philosophique de l'esprit de Voltaire (vol. 1163, exp. 7, fol. 459r)62; en 1783 una calificación a Zadig ou la destinée también de Voltaire (vol. 1103, exp. 42, fols. 330v-333v); en 1784 una censura a L'homme éclairé par ses besoins (vol. 868, exp. s/n, fols. 42r-45r); en el mismo año una disertación teológico-filosófica sobre la Metafísica de Condillac (vol. 1163, exp. 7, fols. 487r-498r); en 1785 una censura de Derecho público de la Europa de Mably (vol. 1126, exp. 5, fols. 27r-30r), y, por último, en 1801, una censura de la obra póstuma de Condorcet (vol. 875, exp. 27, fol. 310r), elegidos éstos entre otros muchos posibles de la misma índole.

Efectivamente, podrían aducirse muchas más que harían tediosa esta enumeración. En realidad hemos contado entre los doscientos doce textos en nuestro inventario unas ciento tres censuras dirigidas contra obras impresas   —55→   de divulgación pública. Tan sólo hemos escogido las siguientes por ser representativas del enfoque inquisitorial particular, y por sus fechas inscritas en el período mismo de la Revolución: una censura de 1793 al artículo «Inquisición» en el Manuel lexique ou Dictionnaire portatif (vol. 1316, exp. 13, fols. 3v-7v), otra de 1796 al Oráculo de los filósofos de Voltaire (vol. 1349, exp. 1, fols. 12r-35v), otra de 1800 a las poesías de Juan Bautista [sic] Rousseau (vol. 1363, exp. 17, fols. 297r-298r); en 1808 una censura muy de subrayarse al Decreto de Napoleón, emperador de los franceses, sobre los judíos residentes en Francia (vol. 1441, exp. 28, fols. 269v-271v), y, finalmente, la censura de 1810 a la muy notable Carta dirigida a los españoles americanos por uno de sus compatriotas y a la proclama Americanos bajo el yugo español, que con inmejorable claridad ejemplifica el impacto de la Revolución francesa en el proceso de la Independencia hispanoamericana (vol. 1449, exp. s/n, fols. 176r-179r).

A tales censuras casi «clásicas» y, por tanto, dirigidas contra impresos o manuscritos multicopiados, divulgados y públicos, hay que añadir ahora un importante manojo de cartas, discursos y sermones censurados, dictados por la coyuntura y los acontecimientos del momento y que vienen a dar idea del impacto de la Revolución francesa entre el público de la sociedad novohispana, más atenta día a día hacia el revuelo europeo de lo que uno podría imaginarse.

Destacaremos primero los textos que son composiciones novohispanas del momento, para atender después a las persecuciones infligidas por la Inquisición a los individuos afectos (o supuestamente afectos) a los ideales y fórmulas políticas de la Revolución francesa, ya sean estos casos particulares obra de franceses residentes en México, o de españoles y mexicanos seducidos por las ideas galas. Entre las composiciones mexicanas que traducen un interés sospechoso en el proceso revolucionario pueden entresacarse la del 14 de enero de 1796: «Reprobación de ideas subversivas contra el sistema monárquico español» (vol. 1327, exp. 8 bis, fols. 61r-81r), que la Inquisición analiza con severidad y prohíbe, o también, por ejemplo, otro texto curiosísimo recogido por el Santo Oficio, que es una especie de crónica dialogada en que (y citamos textualmente) «La Convención Nacional forma el proceso del rey de Francia, hoy martes 11 de diciembre de 1792», en la que se resume, en una sucesión de preguntas y respuestas cortas, el juicio del   —56→   rey Luis XVI (vol. 1367, exp. 4, fols. 296r-298r). Basten, como ejemplo, estos párrafos entresacados:

Pregunta l.ª. Luis, la nación francesa os acusa de haber instruido y formado una multitud de conspiraciones para establecer tiranías, destruyendo libertades en 1.º de junio de 89 [...]

Respuesta: Entonces ninguna ley existía [...]

Pregunta 3.ª. Vos disteis la orden para que el ejército marchase contra los ciudadanos de París para que derramasen su sangre y no procurasteis hacer retirar dicho ejército hasta que la revolución hizo su efecto.

Respuesta: En ese tiempo tenía yo derecho para dar órdenes a las tropas según mi voluntad, pero nunca fue mi intención causar efusión de sangre.


(ibid., fol. 296r)                


Más directamente implicadas en el contexto americano y mexicano son las «Noticias del estado de la Española desde la Revolución francesa, así como el levantamiento de negros y mulatos», como reza el documento (ibid., fols. 292r-295v) que resulta ser un expediente del año 1793 en que «el papel sedicioso», según propia fórmula del Santo Oficio, es una descripción de dicho estado de la isla de Haití, donde se muestran con colores pintorescos, aunque dramáticos, los pormenores de la revuelta negra en la parte francesa que los inquisidores novohispanos miran con la mayor desconfianza por tratarse de «noticias del Estado, enredos, confusión, desórdenes y lentos progresos nuestros en esta Isla, sin que se sepa por dónde empezar y pueda hilar la historia de tantos incorrectos sucesos» (ibid., fol. 292r).

Quizá sea aún más reveladora de las normas puramente políticas de los jueces inquisitoriales la causa que el inquisidor fiscal de México sigue contra don Pablo Juan de Catadiano el 2 de junio de 1795 por «proposiciones y materias pertenecientes a Francia», que le valen al acusado ser «preso en cárceles secretas con embargo de sus bienes» y en que la principal pieza jurídica de cargo era la posesión por parte del reo de un «cuaderno intitulado Constitución Francesa». El ministro calificador del tribunal dice «haber visto con toda atención la Constitución Francesa establecida en los años de 1789, 90 y 91» y que en ella se declara «que los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Que los derechos no son otra cosa sino la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión». El inquisidor concluye   —57→   que tales máximas van enteramente en contra del edicto del 13 de marzo de 1790 en el que se prohíben todos aquellos escritos «que por su naturaleza son sediciosos, los que establecen la independencia a las legítimas potestades, los que inducen a sacudir el yugo de subordinación y sujeción a los monarcas, los que tratan de la igualdad francesa» (vol. 1540, exp. 1, fols. 11r-12r).

Los discursos, cartas y sermones referentes a la invasión napoleónica en España son, naturalmente, buena parte de los textos que asimismo recoge el Santo Oficio, celoso de legitimidades políticas y defensor de gobiernos tradicionales, aunque a veces siga procesos e incaute textos por los más peregrinos motivos. De tal manera, parece lógico o sin mayores misterios que se persiga y se castigue un «sermón predicado por fray Ramón de la Vega, en el que pide obediencia y amor al intruso Josef Napoleón», el 12 de septiembre de 1810 (vol. 1447, exp. 17, fols. 274r-278r y 282r-284v), o hasta (pero esta vez por prudencias políticas que lindan con un afán de desinformación flagrante) que se censure una disertación político-religiosa de 1813 incluida en un impreso intitulado Artículo comunicado al Redactor General, sobre la situación política en España, (caja 192, carpeta 1813, sin foliar), o también un discurso político de 1818 sobre la situación política con Francia e Inglaterra (caja 192, exp. 75, fols. 58r-64v).

Parece más original el siguiente caso, mucho más complejo y en cierto sentido hasta cómico: el oficio criminal seguido contra el bachiller Mariano Toraya por un sermón predicado el 11 de diciembre de 1808 en la Iglesia Catedral de México, en que se arremete con los más bravos furores en contra de los franceses y en ocasión de la caída de España a manos de éstos. Pero donde nuestro iracundo e inspirado acusado mete la pata muy en serio, a ojos de la Inquisición, es cuando explica la caída y los males de España, por los propios pecados de ésta: «¿bien podéis quejaros, ciudadanos todos de la Península, de que ha caído sobre vosotros el furor divino?», para añadir enseguida:

la vemos y la lloramos, no sólo afligida por los cartagineses, dominada por los romanos, tiranizada por los bárbaros, conquistada por los godos, destruida por los árabes, sino aun engañada por los inicuos franceses [...] por los pecados y afeminaciones de sus habitadores [...]; por ser unos verdaderos idólatras de sus tesoros y riquezas se han entregado con despecho a las usuras, las   —58→   rapiñas, los hurtos, los fraudes, la injusticia y los engaños [...] ha sido el motivo de sufrir el peso de tan cruelísimos castigos.


Además, el castigo divino reviste formas extremas, pues «desde el centro de la corrompida Francia hace salir aquellos formidables ejércitos y aquellas águilas victoriosas del soberbio Napoleón». La Inquisición, entonces, entiende que tal discurso se nutre de proposiciones

falsas, escandalosas, sediciosas y denigrativas a los españoles [...] y que la prudencia política no aconseja tales extremos [...] en unos tiempos en que se debe promover por todos medios la uniformidad de sentimientos de los vasallos de ambas Españas [...] para sostener con firmeza cristiana [...] la causa sacrosanta de la Religión, de nuestro Augusto Monarca y de la Patria


y, por tanto, condena al predicador «a diez años de reclusión en el Colegio de Corrección de Tepozotlán, suspenso perpetuamente de las licencias de confesar y predicar» (caja 192, expediente 1809, cuaderno 1, entre los fols. 1v-2r).

Otra faceta importante de la represión llevada a cabo por la Inquisición mexicana, en contra del impacto de la Revolución francesa, es la que ejercen los jueces del Santo Oficio respecto a los individuos, franceses o mexicanos, sospechosos de simpatías y apoyo hacia los ideales y acontecimientos de la Revolución en Europa. Conviene aquí distinguir primero las persecuciones de que son objeto ciudadanos franceses en la Nueva España por declararse adictos, o más o menos conformes, con lo que acaece en su país de origen. Según nuestros cálculos, son unos veinte los franceses debidamente denunciados y perseguidos en la capital del virreinato por ideas revolucionarias para dicha época. Cabe apuntar el hecho de que entre ellos se cuentan seis médicos cirujanos, una modista, Louise Dupresne, y el propio cocinero del virrey conde de Revillagigedo, Jean Lausel. Los mexicanos partidarios de la Revolución francesa, o por lo menos perseguidos por la Inquisición por este motivo, hacia las mismas fechas, son siete. Destacaremos varios casos, especialmente ejemplares por su originalidad y por caer fuera de las normas represivas, en cada una de estas categorías de perseguidos.

Entre los franceses encarcelados y torturados por la Inquisición sobresale el caso de Gerónimo María de Portatui Covarrubias, que pasó cinco años en los calabozos del Santo Oficio capitalino, del 5 de septiembre de 1794 hasta   —59→   el 3 de junio de 1799, amén de dos años más en San Juan de Ulúa, según consta en su propia reclamación: «bajo el yugo de la Inquisición, de resultas de la guerra que tuvo con la República francesa» (vol. 1506, exp. [1], fols. 3v-22r y vol. 1399, exp. s/n, fols. 155r-159v; 180r-182r). El asunto de Portatui es realmente extremo por su arbitrariedad. Este antiguo contador, empleado en la Contaduría de la Renta de la Pólvora en México, parece a todas luces haber sido objeto de una maquinación abusiva, originada por las envidías e intrigas de la burocracia virreinal. Él mismo se declara:

prisionero de guerra, que se me hizo por republicano, el día 5 de septiembre de 1794 [...] contra todo derecho y sin cometimiento de delitos ni confesión y aun sin hacerme saber la causa ni el por qué [...] después de haberme martirizado.


(vol. 1506, exp. [1], fol. 7r-7v)                


Portatui, en unas cartas de probada valentía, arremete contra la Inquisición, apartando prudencias y subrayando, en un documento adjunto a sus cartas, el detalle preciso de cincuenta y tres tipos de tormento a los que lo sometieron en las cárceles inquisitoriales. Los denomina «tormentos exteriores»: (2) vapores de azogue, (3) vapor de pimiento, (8) pulgas rabiosas, (10) ladillas, (11) hinchazón cruel en las partes, (21) gruesos y pesados grillos de fierro en los pies, etcétera (ibid., fols. 17v-18v), y «tormentos ministrados en la comida», porque producían: (35) llagas crueles en la boca y garganta, (40) vientos flatosos, (41) crueles tapazones por ambas vías, (46) purgación ministrada por cantáridas, (49) mareos y borracheras, etcétera (ibid., fol. 19v)63. Pese a su reconocida valentía, notada incluso por sus propios jueces inquisidores que admiten:

una libertad y resolución y con un entusiasmo de ciudadano francés que no puede dejar de admirarnos, aunque confirma en el concepto que por su proceso nos merece de su espíritu francés, de su adhesión a todo el nuevo sistema de Francia y de que es sujeto peligroso para la religión y el Estado.


(vol. 1399, exp. s/n, fol. 153r)                


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A pesar de ello, su situación parece haber despertado recelo, no sólo por su origen: «todos lo hemos conocido siempre por sólo un genízaro, nacido en España de padre francés y madre española», sino, además, por su actitud rebelde: «tiene la insolencia y villantez de llamar a su justa prisión, prisión de guerra y al castigo de sus máximas contra la Religión y contra el Estado, persecución por Jesuchristo» (ibid., fols. 198v-199r) y, el 3 de febrero de 1801, aún se le volvía a remitir a las cárceles de la Inquisición.

Por otra parte, los mexicanos entusiasmados por la Revolución francesa eran a veces incluso frailes y sacerdotes, como fray Joseph Antonio Mejía, misionero del Colegio de Cristo Crucificado, acusado de haber estado «elogiando muchas veces a los revolucionarios franceses [...] como escogidos de Dios [...] luces del mundo» y, asimismo, por «estimar como incomparable una nación que en estos tiempos ha puesto en práctica la doctrina del regicidio» (vol. 1326, exp. 11, fol. 1r). De índole parecida es el caso del bachiller don Juan Enríquez, «muy apasionado a Napoleón Bonaparte [...], diciéndome que Napoleón era más católico que nosotros», lo que en México, en mayo de 1810, le costó una denuncia ante el Santo Oficio (vol. 1450, exp. s/n, fols. 396r-397v).

De todos modos, no son éstos los textos más originales que nos depara el Tribunal en sus labores por reprimir y combatir el impacto de la Revolución francesa. Nos lo muestran mejor las confiscaciones de unos textos originales más divertidos en que median a la vez las malicias de la creación literaria ingeniosa, amiga de chistes y retruécanos, formas atrevidas, como las que parodian las oraciones cristianas, versos trocados y demás ejemplos de un quehacer literario popular, desenfadado y alegre, que ve en la Revolución francesa ocasión de burlas y mofas.

De los muchos textos localizados que ofrecen los recursos del Archivo General de la Nación de México, hemos separado cinco de ellos, por su ejemplaridad o por su donaire. El primero es una sátira antifrancesa, escrita en estrofas de cuatro versos, donde las últimas palabras de cada cuarto verso forman, si se leen por sí solas, la oración cristiana conocida como el Padre Nuestro. Sin duda la Inquisición recogió el texto por tratarse de una forma paródica de la plegaria, o mejor, de una utilización pervertida de las propias estrofas de la oración, que sirven aquí de base, apoyo y contrapunto rítmico a una sátira política. El procedimiento no era nuevo, desde luego, pero es la primera vez que se aplica en un texto antifrancés que de otro modo no hubiera   —61→   tenido por qué despertar el interés del Santo Oficio. El texto (vol. 1208, exp. 28, fol. 352r- 352v), sin fecha, está mal encuadernado e incluido en un expediente de 1784 con el cual no tiene relación.

«El Padre Nuestro que se reza en el Campo de Roque»
Dice el francés como diestro
afectando buena ley
que es Don Carlos nuestro Rey
y también es ..........PADRE NUESTRO.
Dice que con tus desvelos
miras a España despacio
y que no estás en palacio
sino ..........QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.
Yo no sé por qué pecado
se ha unido el francés a España,
sácalo de ella con maña
quedarás ..........SANTIFICADO.
Para que el mundo se asombre
de tu valor sin segundo
basta sepa todo el mundo
que Carlos ..........SEA TU NOMBRE.
Mira la plata por Dios
que se llevan sin cesar,
si ellos se la han de llevar
mejor es que ..........VENGA A NOS.
El socorro nada bueno
del francés es patarata,
tu reino será de plata
si ellos dejan el ..........TU REINO.
Esta liga rómpase,
haz de tu valor alarde,
  —62→   Señor, para luego es tarde,
y así Señor ..........HÁGASE.
Propio es de nuestra lealtad
el pelear hasta vencer,
mas no darnos de comer
creemos no es ..........TU VOLUNTAD.
En hora buena haya guerra,
mas quítanos los franceses,
con eso tus intereses
lograrás .......... ASí EN LA TIERRA.
No pisen de España el suelo
ni logren sus acomodos,
que así viviremos todos
Don Carlos ..........COMO EN EL CIELO.
Libra como sabio y diestro
tu reino de la carcoma
del francés, como él no coma
seguro estará ..........EL PAN NUESTRO.
Contra tu tesorería
dirige toda su maña,
porque el destruir nuestra España
su intento es ..........DE CADA DÍA.
Confiado a pediros voy
deis pronto al francés de mano,
pórtate como cristiano
y este gusto ..........DÁNOSLE HOY.
El buen celo si por Dios
pide saques al francés,
si acaso tú juzgas que es
delito ..........PERDÓNANOS.
Tú Señor al francés feudas
cuando a ti te tributamos,
  —63→   y así Señor te rogamos
que atiendas a ..........NUESTRAS DEUDAS.
Entre los reyes no hay otro
que así se fíe del francés,
porque conocen lo que es
bien ..........ASÍ COMO NOSOTROS.
Aunque agraviados estamos
del francés y su intención
y no merecen perdón,
pero ya les ..........PERDONAMOS.
Pues de esto son acreedores,
repetimos des de mano
supuesto que eres cristiano
Señor ..........A NUESTROS DEUDORES.
Esta unión puede contraer
tropiezos a los vasallos,
y por lo mismo rogamos
el que ..........NO NOS DEJES CAER.
Sacan con bastarda acción
de nosotros sus grandezas;
haz que caigan en pobrezas
y ya no ..........EN TENTACIÓN.
Ya España en trance fatal
fue por Francia alborotada,
veamos la guerra acabada
Señor ..........LÍBRANOS DE MAL.
Esto pedimos por tus
sacras reales sucesiones,
usen las consignaciones
para siempre ..........AMÉN. JESÚS.


(fol. 352v-352r)                


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A esta primera versión sin fecha conviene añadir que hay otro texto del mismo «Padre Nuestro», confiscado también por la Inquisición en 1809, que contiene algunas variantes notables. Aquí sí la Inquisición indicó en la cabeza del expediente: «1809. Abuso del Padre Nuestro» y, después de entregar el texto íntegro, el denunciante (que era un padre dominico de México y que firmaba la denuncia el 23 de septiembre de 1809), añadió la siguiente explicación: «He recogido el papel que acompaño, por haber notado en él abuso que se hace de la oración dominical para un poema que es todo satírico» (vol. 1445, exp. 38, fols. 225r-227r).

El uso de oraciones pervertidas o parodiadas parece haber cundido, por cierto, entre los ingeniosos que se mofaban o admiraban a Francia y a sus nuevos ideales. Así, nos sale al paso una denuncia de 1802 contra un «Credo de la República Francesa», escrito por jóvenes colegiales para contestar una sátira inglesa sobre el sistema republicano francés y que la Inquisición incauta esta vez, tanto por tratarse de una oración cristiana pervertida, como por desplegar ideales revolucionarios expresados con indudable énfasis (vol. 1408, exp. 8, fols. 69r-69v; 70r-70v; 78r; 80r):


El Credo de la República Francesa,
al papel satírico de la Ynglaterra.

Creo en la República Francesa, una e indivisible, creadora de la igualdad, y de la libertad. En el General Bonaparte, su hijo, nuestro único defensor, el cual fue concebido de grande espíritu. Nació de madre virtuosísima. Padeció por montes y valles. Fue por los tiranos vilipendiado, muerto y sepultado. Descendió al Piamonte y al tercero día resucitó en Italia. Entró en Mantua y ahora está sentado a la diestra de Viena, capital de Austria, desde donde ha de venir a juzgar a los príncipes y potentados aristócratas. Creo en el espíritu de generalidad francesa, en la dignidad del Consulado de París, en la destrucción de la tiranía y remisión de los emigrados, en la resurrección de los derechos naturales del hombre, en la factura de la paz, libertad, igualdad y humanidad eterna. Amén.


(fol. 69r-69v)                


El origen del texto no es claro, y más parece un producto de propaganda revolucionaria francesa que una composición original de la Nueva España. De la misma índole es, sin duda, el texto en verso intitulado La Guillotina, recogido por orden del Santo Oficio mexicano el 29 de abril de 1810. En   —65→   realidad estos «Versos nombrados La Guillotina», según indica el propio documento inquisitorial, no son sino la traducción, más o menos lograda, de los primeros versos de La Marsellesa, que había de ser después de su elaboración, en abril de 1792, decretada canto nacional francés el 14 de julio de 1795 y, mucho más tarde, el 14 de febrero de 1879, himno nacional de Francia. Sin embargo, no deja de ser un texto considerado subversivo por la Inquisición mexicana en 1810 (vol. 1449, exp. 1, fols. 92r-93r).


Ya hijos de la Patria,
llegó el día de la gloria.
El estandarte sangriento de la tiranía
acabó, habiéndose enarbolado contra nosotros.
¿No oís rugir en esos campos los feroces soldados
que vienen a degollar entre vuestros brazos
vuestros hijos y consortes?
¡A las armas ciudadanos republicanos,
formad los batallones a la Nación!
y duren estos sentimientos hasta la muerte.


Igualmente sedicioso, aunque esta vez de manera más sutil y más discutible, es el texto paródico que nos depara la Inquisición al denunciar un «papel denigrativo a las Potencias de Europa», según declara un documento de 1799. Se simula un juego de naipes, en que los diversos países de la Europa sometida al vendaval revolucionario evalúan su posible juego con el discurso y los envites de las cartas. El texto parece, según su denuncia, ser otro producto de la propaganda francesa o, por lo menos, fruto de la imaginación de ciudadanos mexicanos pro franceses. Efectivamente, leemos en la presentación del texto, y encabezándolo, estas reveladoras palabras:

Se sabe que los franceses son propensos a soñar. Uno de ellos, mientras dormía, imaginó que reunidas todas las Potencias de la Europa en un salón jugaban diversos juegos y, como no todas estaban contentas de su suerte, su modo de jugar era vario. Véase aquí cómo lo explica una de ellas.


(vol. 1321, exp. 29, fol. 291r)                


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El texto mismo del juego explica la visión satírica que de los problemas europeos tenía el malicioso novohispano, bien informado por cierto, y muy perspicaz:

Inglaterra..........Baraja, juega y envido el rato.
Alemania..........Mucho temo no alzar baza.
Rusia..........Planto y me quedo a la mira.
Turquía..........A cualquier parte que miro me parece llevo Capote.
Francia..........¡Aho! Tengo los triunfos, me dan los mates y gano el juego.
Prusia..........Si se me quiere creer, no jugaremos mal.
España..........Tengo un rey de copas, un caballo de bastos y cuatro sotas.
Portugal..........¡Qué mal juego tengo!
Nápoles..........Mi juego está en el descarte.
Italia..........Me he quedado sin figuras y no conozco mi juego.
Piamonte..........No sé qué jugar.
Suiza..........Entro y pido cartas.
Holanda..........Paso.
El Papa..........Yo ya pasé.
Suecia y Dinamarca..........Jueguen los demás, que nosotros nos divertiremos mirando.


(loc. cit.)                


Cabe destacar el hecho de que la denuncia ante el Santo Oficio de tan ofensivo texto fue realizada con las mejores intenciones porque «su contenido es una ficción con que su autor intentó denigrar al Soberano Pontífice y Excelentísimos Cardenales, a nuestro Católico Monarca y otros potentados de Europa». Añade el denunciante, para mayor descargo de su conciencia, que «por estar persuadido a que puede haber muchos ejemplares de él en esa Corte y a que su lectura dará ocasión a sátiras ofensivas a las potestades   —67→   eclesiásticas y seculares, lo denuncio en ese Santo Tribunal» (21 de mayo de 1799, ibid., fol. 292r).

El último texto al que aduciremos aquí, más que otra cosa por falta de espacio, se trata de unas tres octavas denunciadas y entregadas por un relojero de México que declara ante el tribunal de la Inquisición mexicana un religioso agustino, fray Juan Antonio Chaves, el 19 de septiembre de 1794. Por encima de todo, parece que el celo del buen agustino fue aquí movido por el deseo de defender al propio San Agustín y llevado por vindicar su memoria ideológica, como lo expresa él mismo al principio del documento:

en dichas tres octavas, encuentro proposiciones escandalosas y seductivas de simples [...] En la última [...] levanta un testimonio a mi padre San Agustín, pues a lo menos yo no he encontrado tal que haga el Santo Padre, ni es capaz que un San Agustín respondiera a lo que expresa la octava.


(vol. 1352, exp. 10, fol. 13r)                


El texto de las tres octavas, sin embargo, no era precisamente pro francés, ni adicto a los ideales revolucionarios de los franceses:



Yo, Lucifer, Monarca del Averno,
pido auxilio a vos, Rey omnipotente,
pues lleno de franceses el Infierno
¿qué he de hacer, Señor, con tanta gente?

Ellos querrán quitarme mi gobierno
con pretexto que soy el delincuente,
pues de hombres tan infames y perjuros,
aun los Diablos, ni Dios están seguros.

Agrandar el Infierno yo quisiera,
pues que ellos y los Diablos no cabemos,
mas con esta aflicción terrible y fiera
es fuerza que a otro sitio nos mudemos.

Yo lo dispondré, ¡oh Dios! de tal manera,
que si no dais licencia nos iremos
sin que nos falte astucia, modo y arte,
como no sea a Francia a cualquier parte.
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San Agustín pregunta ¿si es posible
que hubierais hecho el mundo más perfecto?
Responde y dice el Santo: es muy factible,
si no hubiera criado algún insecto.

Yo añado, como cosa indefetible,
aunque es de vuestra mano todo efecto,
que en sus partos mejor el Orbe fuera
si en él ningún francés nacido hubiera.


(Ibid., fol. 20r)                


Estas cortas muestras de ingenio novohispano, ya para mostrar hostilidad hacia la Revolución francesa, ya para expresar la admiración que algunos sentían por ella, coinciden sin embargo en un punto: despertar el recelo y la desconfianza de la Inquisición que no sólo se mostraba preocupada por los ideales de la Revolución, sino también y primordialmente por las formas en que la gente se expresaba al respecto. Se podía mandar con relativa tranquilidad a todos los franceses al Infierno, pero estaba vedado meterse con San Agustín aun con alusiones oscuras o insignificantes. Era factible maldecir la invasión napoleónica de España, pero sin parodiar el Padre Nuestro. Y, claro, cuando el Credo pasaba a ser un «Credo de la República Francesa», con una profesión de fe revolucionaria, entonces se había llegado al colmo. Más allá de ser objeto de censuras inquisitoriales, estos textos existen por ellos mismos como ilustraciones evidentes de un marginar y de un construir con formas estilísticas y literarias que pretenden abarcar el acontecimiento revolucionario de Francia con una tradición textual novohispana ya antigua, subterránea y perseguida, pero tenaz, como toda tradición de expresión popular. Y por lo menos prueban una cosa: la Revolución francesa lograba así, en los últimos años de la Nueva España, acomodarse con salsas y sabores de auténtica raigambre mexicana.



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ArribaAbajoSecretos de la Inquisición novohispana del XVIII: usos y abusos de poder64

La propagación de la fe, el exterminio de los errores y la preocupación constante por extirpar las heterodoxias de índole religiosa deberían haber sido las únicas ocupaciones del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Tales acciones y parcialidad de visión -que con el tiempo probó no ser visionaria ni mucho menos previsora- deberían haberse centrado sólo en mantener la observancia de la doctrina cristiana. Sin embargo, con el tiempo se dedicó y abusó de la persecución de la herejía que se manifestaba de manera polisémica en creencias, sentimientos, conductas, expresiones y escritos.

Durante sus tres siglos de larga vida en el continente americano, el Tribunal se caracterizó por ser un aparato eclesiástico-político que encarnaba a un estado impuesto y era, por tanto, un medio sumamente efectivo de represión del poderío español en la Nueva España. Poder que al ser establecido conllevaba normas doctrinales de pensamiento y obra, cuya desobediencia causaba sentencias y castigos severos, temidos e inapelables, los cuales, si bien reprimían el quehacer intelectual e incidían en la vida cotidiana, no podían detenerlos.

Valiéndose de su bien armada red de espionaje cuidadosamente organizada y cimentada -siempre al acecho y cuyo acoso era constante-, el Santo Oficio vigilaba, censuraba, se valía de delatores, exigía testimonios, arrancaba confesiones, además de requisar y condenar toda expresión que no estuviese de acuerdo con la norma doctrinal o política establecida, en su afán de mantener el orden instituido. Tanto en la sociedad novohispana del XVIII, como en la de los dos siglos anteriores, dicho orden estaba amoldado   —70→   y se adhería a delimitaciones fijadas por una herencia cultural de la que provenía su razón de ser. Se mantenía tal herencia en la que se conjuntaban leyes religiosas -cuyo origen se encontraba en los cánones-, y leyes civiles, promulgadas por el Estado.

El Santo Oficio se basaba en un discurso religioso recibido y dogmático, en estrecha relación con la palabra divina y, por ende, con los dictámenes de la fe, de los cuales se nutría y a los que se remitía. De Dios emanaban su validez y universalidad, de las que devenía su autoridad normativa y sancionadora que precisaba y fijaba el pecado. Por otra parte, se conjugaba en esta potestad eclesiástica el discurso político con sus leyes avaladas por un soberano y hechas por el hombre, que definían el delito. Se daba así una combinación de pecados y delitos en la que se incorporaban los fines deseados por ambos modos de pensar: la felicidad humana que conducía a la salvación eterna y el bienestar del Estado, que llevaba a la paz y al orden. Por tanto, la Inquisición no era exclusivamente una entidad preceptiva sino un aparato burocrático teológico-civil pues, mediante su autoridad, permeaba y atañía a la propia constitución del orden social y moral.

En tal orden se conjugaban reglas, mandatos y prohibiciones que implícitamente deberían ser acatados pero que, de hecho, no eran inviolables65, pues de manera ya involuntaria (por ejemplo, debido a la ignorancia), ya intencional (por no convenir, no creer en ellas o, sencillamente, por no querer hacerles caso) se desobedecían. Se daba así un contacto conflictivo entre lo eclesiástico-civil y el sentir común, profano y libre, que pertenecía al entorno social del cual se sustentaba y desde el que actuaba. Chocaban ambos cuando el segundo infringía y trasponía las leyes del primero, con el que no tenía más remedio que convivir.

No es de sorprender, por tanto, que el Santo Oficio dirigiera su atención sin descanso hacia los acontecimientos y la subsecuente producción de textos que se dieron a lo largo del siglo XVIII. Enarbolando la bandera de defensores de la fe y perseguidores de la herejía, los inquisidores requisaron una gran cantidad de escritos muy representativos de lo que sucedía en la época y del tremendo alcance del Tribunal. Al revisar el Catálogo de textos   —71→   marginados novohispanos (1992) se puede apreciar la trascendencia de tal afán compulsivo. En esta obra se encuentra una gran cantidad de manifestaciones (dos mil seiscientas veintitrés consignas) de extraordinaria variedad, las cuales muestran la mayor parte de la producción que se daba en los márgenes de la sociedad, en su respuesta a la imposición, coerción y amenaza sin tregua. El Catálogo proporciona información valiosa al ofrecer por primera vez una clasificación sistemática del océano de testimonios de los procesos inquisitoriales del siglo XVIII y parte del XIX66. Es, pues, una compilación de la persecución de la herejía que se daba tanto entre la gente letrada como entre los hechiceros, solicitantes o blasfemos, con libros prohibidos, la heterodoxia, la sedición, la política, etcétera.

Resulta evidente la imposibilidad de mostrar el cúmulo ordenado y preciso del Catálogo en este somero trabajo, por lo que cabe hacer unas consideraciones generales, basándonos en ejemplos específicos provenientes de la fuente ya mencionada. La Inquisición, como cuerpo eclesiástico, cumplió con su consigna de examinar lo que se decía y escribía sobre religión y teología, y, como tribunal político en contra de la subversión, estuvo lista a condenar y actuar ante las manifestaciones de inconformidad social. En este ambiente es claro que daba su aprobación o reprobaba el contenido tanto de obras cultas, en su mayoría de personajes que no pasaron a la historia, como de expresiones populares que caían en sus manos67. Lo mismo se calificaban obras de frailes, como el manuscrito Mística theológica para vivir y morir de fray Nicolás Mazías (vol. 711, exp. 1, fols. 38v-39v), o el Sermón de las ánimas, del franciscano Francisco Brotons (vol. 543 [l.ª parte], exp. 12, fols. 184r-185v), que libros como el Ramillete de divinas flores, impreso en Madrid (vol. 726, exp. s/n, fols. 515r-517v), o El hombre y la mujer, considerados físicamente en el estado del matrimonio (vol. 1227, exp. 1, fols. 4r-14v). Interceptaba también canciones populares burlescas como el Baile de «El Chuchumbé» (vol. 1052, exp. 20, fols. 294r-295r) o el Pan de Jarabe (vol.   —72→   1178, exp. 1, fol. 13r), o composiciones satíricas, como el anónimo Testamento de la ciudad de la Puebla (vol. 1052, exp. 12, fols. 78r-79r) y numerosos pasquines. Sin olvidar que de ninguna manera pasaron inadvertidos los acontecimientos e ideas revolucionarias de Francia, como lo demuestran los doscientos doce textos sobre el temas68.

Por lo demás, no se limitaba el Santo Oficio a reprimir; también propagaba y divulgaba obras en ceremonias que le permitían hacer toda una exhibición de su autoridad y fuerza, al honrar a personalidades de la época, en una especie de propaganda enaltecedora y edificante. Tal es el caso de los túmulos que se ofrecieron por las muertes de los reyes Luis I (vol. 1509, exp. 2, s/f), Felipe V (vol. 918, exp. 22, fols. 405r-415v) y María Bárbara de Portugal, esposa de Felipe VI (vol. 1509, exp. 3, s/f).

Al revisar una considerable cantidad de procesos, sobresale que una consecuencia lógica del dominio sin freno ni obstáculos del que gozó la Inquisición por más de dos siglos fue la corrupción. Ésta se dio de muchas y diversas maneras. Una de ellas se suscitaba cuando, al velar por sus intereses, impunemente y a puerta cerrada, protegía a los suyos y encubría sus desmanes y abusos.

Tal era el caso de los curas «solicitantes» con desmedidos intereses mundanos -algunos culpables de practicar el «pecado nefando» (vol. 845, exp. 21)- pero, en general, amantes del (bello) sexo69. Era común que aprovecharan el sacramento de la confesión para llevar a cabo sus deseos que poco tenían que ver con el celibato. Tales desviaciones eran del dominio público y se les denunciaba con asiduidad. El Santo Oficio no podía permitir que los   —73→   facultados para vigilar el comportamiento sexual cotidiano se volvieran ejecutores de él, por lo que era práctica frecuente procesarlos con severidad, prohibirles impartir el sacramento de la penitencia y sacarlos de la circulación, pero tratando de hacer el menor ruido posible.

Asimismo, se dio el caso de sacerdotes que hicieron pacto con el demonio con miras a lograr propósitos del mismo tenor que los anteriores, como sucedió al presbítero Juan Francisco Bravo y Zorrilla. También se le vetó todo acercamiento a seres «del siglo» y fue enclaustrado sin mayores aspavientos pues se le mandó

que en la Sala de Audiencia del Tribunal, a puerta cerrada y a presencia del Ordinario, consultores, secretarios del Secreto y 12 sacerdotes, se le leyere su sentencia estando en forma de penitente, abjurase de levi, fuese reprehendido y por 5 años recluso en el Convento de San Fernando y fuese absuelto ad cautelam por su confesor.


(vol. 960, exp. 15, fol. 253r)                


Del mismo cariz era la suerte que corrían los frailes que tenían que ver con las ilusas. Estas infortunadas mujeres, debido a delirios pseudo-místicos, creían comunicarse directamente con Dios, Jesucristo o algún santo, deslumbradas por la falsa noción de disfrutar de la canonización en vida. Además, por una especie de santimonia mal entendida (y las más de las veces fingida), muchas ofrecían servicios que no entraban dentro de las prácticas reconocidas por la Iglesia (como hacer un viaje al Cielo, ver a Jesucristo, ponerle unos rosarios en las manos y luego, ya aquí en la tierra, repartirlos para que los que los tuvieran en su poder estuvieran protegidos)70, por lo que tenían muchos seguidores. Estos casos tenían tres vertientes. Por una parte, había que castigar tales conductas desvirtuadas y evitar que se reprodujeran; por la otra, prevenir que los sacerdotes se relacionaran con ellas, pues en apariencia daban legitimidad a sus actos. No menos importante era la tercera: no permitir que la gente confundiera la santurronería con la santidad. Ahora bien, tanto las ilusas como sus confesores eran culpables de perpetrar tales actos, sólo que a ellas se las exhibía y a ellos se les escondía.

  —74→  

Nueva demostración del dominio tergiversado del Tribunal es que algunas veces los calificadores menores se sujetaban a los mandatos de jerarquías más altas dentro de la misma Inquisición y obedecían sus órdenes, aunque no tuvieran fundamento en prohibiciones por escrito. Así sucedió al dominico fray Antonio Obando, cuando al pedírsele dictamen sobre una estampa que representaba con un solo cuerpo a San Francisco y Santo Domingo, no encontró el decreto pertinente sobre el cual basarse en su fallo. El fraile se desentendió del asunto con un simple

no me atrebo ni a afirmar es de las prohibidas o no, y por tanto, poniéndolo todo ante Su Illustrísima, le consulto sobre ello, lo que se debe practicar, para estar enteramente a su resolución y proceder, según fuere a lo que se me mandare.


(vol. 699, exp. 7, fol. 331r; yo subrayo)                


Se daba también el caso de que, al estar en desacuerdo con algún mandato de las autoridades civiles, o para acallar algún asunto vergonzoso, el Santo Oficio se excediera en su poder para hacer lo que le convenía. En un proceso a Gerónimo Portatui y Covarrubias (vol. 1506, exp. [1]), se le acusó de poner pasquines pro franceses (fol. 4r), cuando, en realidad, había denunciado una equivocación en la liquidación de la cuenta del comandante de la Nao de Filipinas, «error» que se ocultó, por hacer «poco honor al magnate que la hizo» (fol. 3v). Tal denuncia le valió un encarcelamiento de cinco años (fol. 4v), destierro por ocho (fol. 15v), terribles tormentos (fols. 17r-20r) y el que se le negara un pasaporte que ya le había sido otorgado (fol. 5r), hecho que ni el mismo virrey Branciforte podía revocar, por carecer de autoridad para ello (fols. 14v-15r).

Además, siempre celosos de su deber, pero muy pendientes de posibles repercusiones que pudieran mermar sus facultades incuestionables, los inquisidores en algunas ocasiones se escudaban en reprimendas con visos de benevolencia. Aunque en algunos casos se cuidaban, muy probablemente por no meterse en problemas. Una muestra de ello es que, al sujetar a proceso a un tesorero de las Reales Cajas de Zacatecas, dada su conducta indecente, tener «amistad estrechíssima» con mujeres importantes de la sociedad y cantar una parodia erótico-burlesca de la canción El Mambrú71, concluyó el inquisidor en turno que   —75→   la débil prueba y las circunstancias del sugeto obligan a pensar un medio que contenga a este hombre y, al mismo tiempo, no halle la xurisdicción en su exercicio los embarazos que ofrece su ministerio y responsabilidad de Real Hacienda, y así es mejor prevenir el remedio suave sin inconveniente, que dexarle precipitar asta el grado que obligue al Tribunal a más difícil combinación para contener o castigarle. Parece al presente ynquisidor que vuestra ylustrísima dé comisión al comisario Bezanilla, para que le llame y lea una orden que vuestra ylustrísima savrá concebir en términos que hynfluyan el timón bastante para que se corrija, y el azote que se henseña le haga conocer que no se quiere perder a quien se previene con el suave rigor de una seria advertencia.

(vol. 1129, exp. 3, fols. 66v-67r; yo subrayo)                


Sostener la vigilancia para defender el orden impuesto requería de copiosas huestes. El Tribunal abusó nuevamente de su poder, pues tenía una red de alguaciles mucho más extensa de lo permitido y en más ciudades que las determinadas. Estaba

mandado que los ynquisidores sólo nombren alguaziles mayores en México, Veracruz y Yucatán, uno en cada ciudad, que el número de familiares sea determinado según la jente que ubiere en cada lugar, y que éstos y los demás ministros sean quietos y de buena vida y costumbres, y den copia de ellos a los rexidores, que es conforme a la Concordia de Castilla.


(vol. 852, exp. s/n, fol. 257r).                


Sin embargo, «apenas encontrará -nos dize el fiscal-, ciudad, sino villa, pueblo o lugar, el más desdichado, donde no haya de estos ministros» (ibid., fol. 258r), ya que

nada de esto se ha obedezido por los ynquisidores, pues como es notorio, tienen semillado todo el Reyno de ministros de Ynquisición, cosa que al fiscal, por la ingénita y heredad de obligazión de su sangre, le sirve de grande mortificazión, pues [...] querría que todos sus ministros fuesen, como es justo, de lo más azendrado y escojido de todo el Reyno y que, siendo pocos, conforme a las Concordias, mantubiesen en su mesura y buen vibir el decoro devido al Santo Oficio. Pero lo que se vee es una multitud de alguaziles mayores, familiares   —76→   y ministros, y entre ellos muchos de ofizios vajos y mecánicos, y de vida estragada,


(ibid., fol. 257r-257v)                


amén de que «proybiendo su majestad los alguaciles mayores, mandando expresamente no aya más de tres, [...] haze el fiscal memoria de 21» (ibid., fols. 258v-259r).

Como se ha visto, los inquisidores ocultaban a los curas que no se comportaban de acuerdo a su condición, pero llegaron a echar mano de todos los medios a su alcancé para aprovecharse de cualquier situación y salirse con la suya pues, cuando de defender a los suyos se trataba, nada detenía al Santo Oficio.

Por otra parte, estaba permitido a cualquier ciudadano portar espadas pero no pistolas cortas, o «pistoletes», por ser considerados «inbenzión diabólica [...] para destrucción del género humano» (fol. 253r), «alebosas, traydoras y depravadas» (fol. 254r). Los eclesiásticos gozaban de inmunidad, la cual perdían al llevar este tipo de armas «por ser éste omizidio prodictorio» (loc. cit.), dispuesto por las Concordias de Yndias y Castilla cuyas leyes eran «obligatorias a todos los vasallos de Su Magestad y comprensibas de todos estados y jerarquías» (fols. 248v-249r).

No obstante lo anterior, el Santo Oficio argüía su no sujeción a ellas, «por no estar acordadas por el Supremo Consexo de Ynquisición» (fol. 247r), llegando al colmo de decidir -en un altercado entre el alguacil mayor de Orizaba y un ministro «turbulento y criminoso» del Tribunal-, excomulgar al primero y dictaminar la sentencia a favor del segundo (fol. 260v), sin que se pudiese poner remedio a la situación «por lo oprimida que se halla en estos tiempos la Real Jurisdizión» (fol. 261r).

Pero, aun con estos claros ardides corruptos, y no obstante su represión e intimidación en pro de conservar una paz ordenada -sostenida cada vez más precariamente-, el Santo Oficio no pudo detener la paulatina descomposición del mundo que luchaba por mantener, ni su integración a las nuevas ideas. Al tambalearse el poder impuesto en fundamentos de antaño, los poderes legislativo, judicial y eclesiástico se vieron enfrentados a la reprobación y al menosprecio. Había margen ahora para la crítica hacia la autoridad, pues ésta se iba mermando cada vez más. Así, se llegó a decir

  —77→  

que España se convirtiera como Francia en República, pues el hombre nació libre y que ¿por qué ha de ser governado por otro, siendo éste inferior a aquél, quando no sea más de en talento? Que los tribunales de Ynquisición sólo sirven de conservar las regalías reales y que, por tanto, deven abolirse.

(vol. 1129, exp. 3, fol. 95r)                



El lento y seguro derrumbe de este intrincado -y por demasiados años vigente- modo de encauzar la conducta se hace patente en un impreso anónimo que circuló por los años 1736-1742 en Manila: Por la jurisdicción del Santo Offizio de México en sus comissarias de Manila, capital de estas Yslas Philipinas, sobre la vulneración de su fuero y primordiales derechos (vol. 861, exp. 5, fols. 125r-142r), o en el discurso crítico-religioso del padre agustino Salas: Reyno eterno [donde se discurre sobre la avaricia de la Iglesia Cristiana, lo inoperante de la Inquisición, etc.] (vol. 1430, exp. 19, fols. 204r-237v)72.

Una de estas exteriorizaciones del descontento que estalló en la cara del Santo Oficio es el sermón La justicia divina y la injusticia en México73 (vol. 854, exp. 8), del franciscano fray Joseph Manuel Eguía y Lumbe, en el que se deja muy poco a la imaginación, al insistir su autor en que rompe el silencio que por muchos días ha guardado porque Dios le envía para que, sin temor alguno a los hombres, denuncie la iniquidad y «vitupere las culpas, pues ya la inquietud recia, pesada del susurro que por instantes se oye en este Reyno» lo compele a decir

calle la temeridad ambiciosa con que se quiere dar a conocer el poder a fuerza de tyranías, de orrores y de espantos. Calle la malignidad y nuestro Reyno calle, que hablo de la Ynquisición, santo y tremendo Tribunal [...] [que] tiene   —78→   el poder de Dios [...] y assí tiene poder sobre el Cielo y la Tierra, sobre la alma y el cuerpo, sobre lo ecclesiástico y secular, sobre juezes y súbditos, sobre españoles e yndios, sobre ricos y pobres, porque es poder que viene de la Yglesia.


(fol. 260r; yo subrayo)                


Se atreve a juzgar y desenmascarar al Santo Oficio sin temor al castigo, pues Dios le ha comunicado: «pondré un Tribunal que remedie tantos daños» (ibid.). Discurre que si en la Nueva España no hubiera Inquisición, sería un reino sólo en el nombre del monarca; lugar en el que la fornicación no sería pecado, donde la gente sin fe abusaría de las ceremonias y ritos eclesiásticos y, por miedo, adoraría al rey. Aunque

assí se halla el día de hoy este infeliz y miserable reyno [...], [pues] quitan la vida de las almas que es la honra [...], porque por los intereses lo anihilan y ya se acaba [...], pero ni hay peso ni hay medida, ni hay regla ni hay orden [... ], [ni] temor a Dios, a su Yglesia, ni al rey y sólo miedo a quien manda.


(fol. 261r-261v)                


Hay que temer a la Inquisición ya que «puede quitarte el dinero, [...] la vida y quemar tu cuerpo [...] porque assí obran los que pueden» (fol. 265v; yo subrayo), empleando métodos coercitivos por los que

amenazan aquí con destierro a puño, con cepo y cancel, con prendida de tus brazos, oýdos y cavellos, con que te quitarán la plaza si no dices una falsedad contra tu próximo, si no firmas un escrito lleno de mil falsedades [...] A el Santo Tribunal de la Ynquisición sí teme, o has lo que manda la ley, o ¿has oýdo decir que tus padres, tu muger, tus hijos han incurrido en algo de lo que resan los edictos de este Santo Tribunal? Pues denúncialos, acúsalos, quédate sin padre e hijos, sin muger y hasta tú mismo, si crees que hay testigos que te puedan delatar: aborrécete y delátate.


(fol. 266r; yo subrayo)                


Con estas aseveraciones, reflejo fiel del sentir de muchos individuos, se asestaba un golpe certero al Tribunal; era una especie de delito de lesa Inquisición. Se le daba una sopa de su propio chocolate, pues por sus delitos enormes y atroces merecía la pena de muerte. Había llegado la hora en que la amenaza y atentados de los tiempos y sus gentes, cansadas del poder cruel disfrazado de paz moral, se volviera una realidad. Había que quemar y enterrar los   —79→   restos de este atávico dominio y afectar los valores de honor y honra de todo el que tuviera que ver con el Santo Oficio; extender la condena a sus dirigentes, secretarios, familiares y servidores. Infamar a su descendencia y no permitirles siquiera el acceso a un juez: hacer que su linaje entero desapareciera, como ellos habían hecho por casi trescientos años.

La Inquisición llevó el pecado en la penitencia, pues su principio de autoridad ya no se mantenía; ya no operaban los poderes instituidos e impuestos, ni tenía que vérselas sólo con unos cuantos individuos, sino con numerosos adversarios del régimen virreinal. La institución estaba destinada a desaparecer por su falta de visión y previsión al limitarse a vigilar y censurar los acontecimientos y creer que su vigencia no tendría fin, en vez de adaptarse y cambiar con los tiempos que iban en contra de la Corona y sus allegados. El despotismo odioso se resquebrajaba y sucumbía ante la nueva y pujante realidad mexicana que rompía los lazos y cadenas de la ya gastada dignidad eclesiástica y sus tribunales. El aparato inquisitorial se encargaba de «la verdad» y la manejaba a su antojo en un momento en que imperaba el sentimiento de aprecio por la libertad perdida. Involución y explosión inevitables del régimen en las tierras colonizadas en 1810; liquidación definitiva y digno fin del Santo Oficio pocos años después.



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ArribaAbajoUna relación conflictiva: la Inquisición novohispana y el chocolate74

Para Georges Baudot

El chocolate75 ha estado ligado a tierras mexicanas desde antes que la gran Tenochtitlán fuera -en más de un sentido- convertida en México, y en la época en que el cacao preparado con agua sólo se conocía como xocoatl. En el mundo prehispánico de los orígenes, todavía sin influencia alguna de allende los mares, cuando la bebida espumosa era sumamente apreciada, en el momento que sólo las clases altas y pudientes tenían acceso a ella, cuando se usaba en rituales, en el tiempo que las semillas eran tan preciadas que se puede decir que el vehículo de intercambio y tributo (la moneda de entonces en éstas, nuestras tierras de naturaleza exuberante76) crecía en los árboles, se concibieron y produjeron textos poéticos cuya representatividad, belleza y riqueza   —82→   expresiva los hace dignos de mención. Así, se dieron cantos como el único que se conoce de Tlaltecatzin de Cuauhchinanco, del siglo XIV:


En la soledad yo canto
a aquel que es mi Dios.
En el lugar de la luz y el calor,
en el lugar del mando,
el florido cacao está espumoso,
la bebida que con flores embriaga...


(Colección de cantares mexicanos, fol. 30r-30v)77                


o, uno de los lindísimos y a veces desgarradores icnocuica, o cantos de huérfano, del célebre y laureado tlamatini Nezahualcóyotl, del siglo XV:


¡Amigos míos, poneos de pie!
Desamparados están los príncipes.
Yo soy Nezahualcóyotl,
soy el cantor,
soy papagayo de gran cabeza.
Toma ya tus flores y tu abanico.
¡Con ellos parte a bailar!
Tú eres mi hijo,
tú eres Yoyontzin.
Toma ya tu cacao,
la flor del cacao
¡que sea ya bebida!
¡Hágase el baile,
comience el dialogar de los cantos!

(Romances de los señores de la Nueva España, fols. 3v-4r)78                


  —83→  

Con la llegada de los españoles, esta exaltación del chocolate fue desvirtuada y se le dieron tintes sesgados y visos de sexualidad. Uno de los propiciadores de esta interpretación trastrocada fue Bernal Díaz del Castillo que, evidentemente impresionado y deslumbrado por la aparatosa magnitud de lo que vio y recordaba muchos años después, describe amplia y vívidamente los banquetes de Moctezuma en el capítulo XCI de su Historia verdadera: «De la manera e persona del gran Montezuma y de cuán gran señor era». Después de una larga y muy variada lista de cuantiosos manjares, nos indica que le traían al importante personaje

frutas de todas cuantas había en la tierra, mas no comía sino muy poca, y de cuando en cuando traían unas copas de oro fino, con cierta bebida hecha del mismo cacao, que decían era para tener acceso con mujeres; y entonces no mirábamos en ello; mas lo que yo vi, que traían sobre cincuenta jarros grandes hechos de buen cacao con su espuma, y de lo que bebía; y las mujeres le servían al beber con gran acato79.


Los Coe previenen y aconsejan prudencia al tomar en cuenta esta cita; apuntan que no sólo no tiene justificación fáctica alguna sino que se debe, y así la califican, a la «obsesión española» con el sexo, pues si bien era sabido que Moctezuma -al igual que otros gobernantes de Mesoamérica- tenían grandes harenes, hasta ahora no se ha podido probar que necesitaran de estimulantes80 para, digamos, de manera dinámica cumplir con esta solícita parte de sus ocupaciones.

Por otra parte, la Compañía de Jesús organizó «una de las fiestas públicas más notables» en la Nueva España para exaltar que el papa Gregorio XIII hubiera enviado una «importante remesa de reliquias» a través de los jesuitas   —84→   para que se les diera culto en el virreinato81. Nos queda una relación de dicha celebración en la Carta del Padre Pedro de Morales... de 1579. En ella se describen las aportaciones de las provincias de Campeche y Guatemala. La primera llevó un «grande cántaro de miel del qual salían muchas avejas»82, mientras que la segunda:

En competencia trae también Guatimala del particular fruto de su tierra: en la mano derecha un tecomate, y en la izquierda, un razimo de maçorcas de cacao (que es la fruta más corriente y preciada en estos reynos porque sirve de bebida y de moneda ordinaria entre los naturales, y es del tamaño y color de piñones con cáxcara, algo crecidos) y dezía ansí respondiendo:


De lo ques mi proprio dote
Le traygo en un tecomate:
Que es cacao y achiote
Para hazer chocolate.

Del cacao y del achiote (que es una como semilla colorada) se hace una bevida muy preciada en esta tierra a que llaman chocolate, que se inventó en Guatemala83.


Por último, el chocolate también fue motivo de preocupación, amén de largas y copiosas disquisiciones sobre su posible estorbo en las prácticas cotidianas en cuanto al sacramento de la eucaristía, por su probable interferencia con el ayuno. Al igual que había pasado anteriormente con el vino, se prestó a muchos debates, desde la insistencia de los jesuitas -cuyos argumentos en contra de que se rompiera el ayuno eran interesados, pues en la Compañía se comerciaba con cacao- hasta los dominicos, sus adversarios del momento, que mantenían lo contrario. La discusión tuvo que ser resuelta por varios Papas, desde Gregorio XIII, pasando por Clemente VII, Pablo V, Pío V, Urbano VII, Clemente XI y hasta Benedicto XIV quienes dictaminaron que la bebida   —85→   no impedía la abstinencia. Los imperturbables sacerdotes más conservadores, sin embargo, prohibían el chocolate durante el ayuno, pues argüían que era alimenticio, ya que después de beberlo no se necesitaba de otro nutriente durante mucho tiempo y porque muchas sustancias molidas podían ser incorporadas en su preparación84. Aunque, si de mezclas e incorporaciones se trata, no podían imaginar estos venerables y puritanos clérigos -ni, para el caso, en sus más extravagantes fantasías soñar- lo que la Inquisición encontraría a su paso por tierras novohispanas.

*  *  *

El Santo Oficio, al paso de los años, cambió de intereses y de víctimas, pues diferentes tipos predominaban en épocas distintas. En general, la Inquisición y sus secuaces se dedicaron a investigar, denunciar y arrestar a todo el que manifestara conductas que salieran de las normas de la ortodoxia, en su celo por defender la fe. Así, vigilaban estrechamente las costumbres para ellos paganas (idolatría, sacrificios), la superstición (hechicería y brujería, curanderismo), la blasfemia, las prácticas de carácter sexual (fornicación simple, concubinato, bigamia, incesto y homosexualidad), amén de los brotes de luteranismo, calvinismo y judaísmo o los acontecimientos de los diferentes períodos, cuando sentían que amenazaban su orden social impuesto.

Si bien los sucesos tenían injerencia en el seguimiento de los inquisidores hacia tal o cual manifestación que consideraban delictuosa por encubridora del pecado, los actos de hechicería siempre cautivaron su interés85. De este   —86→   modo, dedicaron buena parte de su tiempo en perseguir las muestras o demostraciones de la influencia de curanderas, hechiceras o brujas, principalmente en las personas comunes y corrientes, con preocupaciones y miedos, carencias e inseguridades, que recurrían a cualquier intermediario a su alcance para lograr lo que para ellas significaba la tranquilidad en los momentos en que su vida no parecía tener la respuesta o evolución deseada, cuando no se cumplían sus expectativas, o bien sentían que la solución no estaba dentro de sus posibilidades o medios personales. Se creaba de esta manera una reacción ya de grupos, ya individual, una subcultura que se defendía como podía de una situación intolerable.

Al revisar los volúmenes del grupo documental Inquisición que resguarda el Archivo General de la Nación de México, hemos encontrado varios documentos en los que se denuncia algún uso heterodoxo del chocolate. Las motivaciones para tales empleos, en general, tienen connotaciones amorosas. Así, hallamos denuncias y descripciones del uso de la bebida, ya sola, ya mezclada con otros ingredientes, para que los hombres amaran sin remedio a las mujeres, para ligarlos o romper ligaduras, para recobrar un amor perdido y para «amansar» o apaciguar a personas con conductas agresivas. Por otra parte, se usó el chocolate también como un medio para la adivinación, para someter la voluntad de otro, para que alguno se liberara de un encantamiento o para maleficios86.

Para empezar, nos llamó la atención el uso del chocolate para escribir quejas al Santo Oficio y así lograr que le hicieran caso a Mathías Ángel, alias Mathías Encher, pues llevaba mucho tiempo encerrado por «ser el sussodicho herege sacramentado y para que sea castigado»87. El acusado era   —87→   «natural de la çiudad de Amburgo, de la provinçia de Alemania, vezino y cassado en la çiudad de Sevilla». Su delito se resumía a que,

siendo el sussodicho cristiano baptizado y confirmado, y gozando como tal de las gracias, privilegios e immunidades de que gozan y deben gozar los fieles cathólicos cristianos apostólicos romanos, contraviniendo a la professión hecha en el Santo Baptismo, ha hecho, cree, predica y enseña nuestra Santa Madre Iglessia cathólica romana y Ley Evangélica, hereticando y passándose a la maldita y diabólica secta de los calvinistas.


(fol. 96r)                


Su lamento plañidero en cuanto al poco caso que le hacían (el proceso comenzó en 1651, y en el año 1670 seguía quejándose) «diçe lo escrivió con un popote y con el chocolate que le llevaban para beber. Y dicho lienso, dixo, lo rompió de unos calsones blancos biejos, y lo dicho tiene lo contenido en lo escrito en dicho lienso y pertenece a su defensa [...] [se le acusa de] proterbo, y da su razón por qué no lo es» (fol. 268r).

Asimismo, cuando de «ligar» e impedir las relaciones con otras mujeres -como para deshacerse de tales maleficios- se trataba, se echaba mano del chocolate. Así, Andrés Acevedo, de Yangüitlán,

dixo, que aviendo él y Gonçalo de Robles, presbítero y don Francisco de las Casas ydo a visitar a Antonio López del Real, vezino del mismo pueblo, que a la sazón estava enfermo, le preguntó que de qué estava enfermo, y respondió que de çiertos naçidos o bultos que tenía en la barriga. Y que se sentía ligado, de tal suerte que no era ya para casado. Y que el Azebedo y los demás dixeron que qué avía sido la causa. Respondió, que una xícara de chocolate que le avían dado en una casa.


(vol. 243, sin expediente, fol. 331r; yo subrayo).                


Hicieron llamar a una india que le dio otra bebida, con la cual «le quitó la ympotencia» (loc. cit.).

Por contraparte, en Mérida, durante el mes de febrero de 1675, doña María de Cisneros acusó a Gertrudis del Rey, vecina de la misma ciudad88. Previamente,   —88→   Juana de Bobadilla había acusado a la misma mujer, casada con don Juan de Quiñones, pues «inquietó» a un eclesiástico que vivía en su casa y,

aviéndolo reconosçido por lo perdido que vía al eclesiástico por dicha muger [...] [que] se fue a vivir a una tienda [...] adonde por medios ilícitos [...] embelesó de muerte a tal eclesiástico que lo hiço pasar a vivir con ella [...], teniéndolo consigo por algún poco de tiempo tan rendido a su voluntad, que no había cosa que no le ordenase o gustase, teniéndolo tan manso como a un corderillo. Y aviéndosele ofresido al dicho eclesiástico salir fuera de la çiudad contra la voluntad de dicha muger, volvió en breve tiempo a ella tan enfermo, que paresía estava enajenado de sentidos por la vehemençia de dolores que padesía de fluxo del vientre y opresión de pechos y dolor intenso de cabeza.


(fol. 248r)                


Nuevamente se recurrió a una curandera que le dio una jícara de chocolate, en la cual echó unos polvos verdes y que al beberse este mejunje el enfermo, «al instante comentó a echar por la vía postrera» todo su mal y pidió de comer; por la tarde «tocó harpa» y recobró la salud repentinamente (fol. 248r-248v).

Por lo demás, el chocolate era mezclado con varios elementos molidos, en general para calmar a maridos o amantes, para hacer que una persona agresiva y de mal genio fuera más cordial, para que trabajaran los indolentes o para, como en este caso, que se amara «desesperadamente». Así encontrarnos, que María Ximena, mujer de Gaspar de Herrera, dijo y declaró

que abrá nueve años, poco más o menos, que fue el día de San Joan, de junio, la muger de Bernardo Sánchez, vezino desta villa, que se llama Ana de Aguilar, fue a ver a ésta que declara, con dos hermanas suyas, María e Isabel de Aguilar. Y estava con ésta que declara, su hija María de Herrera, todas sentadas a la puerta de la sala baxa, junto a un naranjo. Ya sobre tarde, dixo la dicha Ana de Aguilar: «¿cómo no a de andar ese pobre de Montenegro como loco?, pues an lavado el hoçiquillo al perro y se lo han dado a beber». Y ésta que declara dixo entonces: «¿cómo es eso que le han dado a beber?». Respondió la dicha Ana de Aguilar: «¿no lo ha oído dezir?». Y, declarándose más, dixo a ésta que declara: «toman y laban el hoçico del perro antes que lo maten y guardan aquel agua e queman la cabeza con sesos y todo, y después dánselo a beber en el cacao echo polvo»89.


  —89→  

En Celaya, en ese entonces parte de Michoacán, Josefina Francisca, mujer de Juan Agustín, pasaba mucha necesidad y pobreza. Un indio le aconsejó el uso de unos polvos, negros como el carbón, para que su marido, «que andava ocioso, travajasse y buscasse la vida». Las instrucciones fueron de echarlos en el chocolate y dárselo a beber. La mujer, nerviosa, no hizo caso y pidió misericordia al Santo Oficio (vol. 278, exp. 20, fol. 483r-483v).

Y qué decir del portugués Diego Mendes que sacó los sesos a un burro muerto para dárselos en el chocolate al marido de María de Olmedo, «muger casada, con quien andavaba rebuelto»90, o de María de Ledesma, madre de Ysabel Pérez de Ledesma, quien la denuncia en Zacatecas, en 1624, porque «unas cabeças [de zopilote] que avía mandado matar [...] [las] abía puesto en un agujero a secar, las moliesse en un almirez y los polvos los hechase en el chocolate y se los diese al dicho Agustín, su padre [...] dos o tres mañanas» (vol. 303 [2.ª parte], exp. s/n, fols. 385r-386r)91. Sin olvidar a Nicolasa de la Vega, criolla de Tepeaca, que al ver a su después denunciante, Juana de María y a su madre,

le daba lástima que andubiessen rotas, que ella les daría un remedio para que estubiessen vestidas y remediadas, y que tubiessen un hombre de bien que les diesse lo neçessario, que era que juntasen güesos de difunctos y se los llevassen, que molidos y echos polvos y hechados en el chocolate, en la comida, o que con sal y pimienta -porque no se hecharan de ver- y dados a los hombres los atraerían a sus gustos92.


Y, el caso de Juana Rodríguez que, queriendo «quedar bien con Dios y con el Diablo», ya que «estaba discorde con su marido, y aborreciéndola», puso unas yerbas que María Magdalena de Rosas llevaba consigo, en el chocolate de su cónyuge. Cuando los polvos no hicieron efecto «accudió con missas a pedir a nuestro Señor el remedio» (vol. 278, exp. 20, fol. 491r).

  —90→  

Hasta se usaron las yerbas doradilla y quiomate, como describen un par de documentos. En el primero, no produjeron el efecto deseado, cuando María de Santelices, en contubernio con María Núñez,

cosieron la llamada quiomatl y la molieron en un metate. Y esta confesante se la echó en el chocolate una bes y que por haverle confesado la dicha María Núñez que trajese esta confesante en el pliegue de las naguas cosidos dos de dichos quiomates, para que el tal hombre la quisiese bien, los cosió y traxo consigo cosidos en la parte referida como unos tres o quatro meses, creyendo que surtiría efecto. Y que, ansimesmo [...] se sahumó con la doradilla algunas bezes [...], de la sintura para abajo, creyendo también que sería sierto el que la quisiese dicho ombre que tenía. Y que remordiéndole la conciencia, se quitó los quiomates que traía cosidos en las naguas y se los dio a bever, pero que como pecadora y flaca se tornó a baler de ellos, moliéndolos y dándoselos a bever al dicho ombre, pero que en ninguna cosa de lo que hizo bido y experimentó effecto alguno, aunque lo deseó esta confesante93,


y, en el otro, que es sólo la denuncia, y en el que no se nos informa si Ysavel de los Ángeles, vecina de Puebla, no obstante el uso de un conjuro, tuvo más suerte:

Sobre dar chocolate echo con agua de menstruo para atraer hombres, y hacerlos venir diciendo:


Con dos te miro,
con dos te ato,
la sangre te bebo
y el corazón te mato.

Y mientras lo decía, tener en la mano una cinta naranjada, y viar de unas doradillas que le havía dado un indio, que havía encendido, para dárselas, una candela delante de un mico94.


  —91→  

Y, por último, el uso de la bebida -mezclada con unos polvos no identificados-, para adivinar. Juana de Villanueba, esposa del pastelero Francisco de Soto, declaró ante el Santo Oficio que,

como abrá siete messes, poco más o menos, que un día entró en su cassa un moço llamado Diego, que no save su apellido, que es español, de officio pastelero [...] Como conoçido desta declarante la rogó lo dejasse dormir dos o tres noches en la dicha su cassa, y esta declarante le dijo que fuesse norabuena, y assí le acomodó en una de las salas de la dicha su cassa, adonde el dicho mozo Diego llevó su colchón. Y la primera noche, esta declarante lo llamó a çenar y çenó con ella y con María de Ocampo, su hermana. Y aviendo çenado, el dicho Diego llamó a un yndio llamado Juan, que servía desta declarante [...] y le mandó que le fuere a traer quartilla de una bela y quartilla de carbón, y se lo trajo. Y el dicho Diego, encendió el carbón en brasero y en un jarro de chocolate pusso a calentar una poca de agua y pidió un tecomate a esta declarante, que se lo dio, y entrándose él en su aposento, y cerrando su puerta, por una endedura della le bio esta declarante, mobida de la curiosidad, que el dicho Diego sacó de la faldriquera un papel que le pareció tenía dentro unas yerbas o polvos verdes, y echándolos en dicho tecomate con parte del agua que avía calentado, se los bebió y se acostó, con que esta declarante se fue acostar [sic] a su quarto. Y otro día reparó en que el dicho Diego no se lebantó hasta las honçe, dando por caussa no aver podido dormir en toda la noche, lo qual hizo la segunda y tercera noche. Y una dellas no quisso dormir en el colchón sino en un petate en el suelo [...], que aquello lo haçía, y bebía aquello, sin deçir lo que era, para descubrir un tessoro que avía en los Remedios, y que como se requería quietud, se avía retirado allí, pero no dijo si por aquel medio lo avía llegado a descubrir o no. Pero como esta declarante se enfadó de que fuera a su cassa a hacer aquellas cossas y veber aquellas porquerías, ensuciándole los tecomates en que ella vebía chocolate, se fue y sacó de su cama al dicho Diego.


(caja 208, carpeta 1, exp. 1, fols. 51r-53r)                


De estos documentos, y otros no utilizados para no alargar demasiado este somero estudio, vemos que el inofensivo chocolate sin adulterar era considerado un «placer corporal», equiparado a la comida95. Si Bernal Díaz   —92→   del Castillo hubiera tenido razón, el tribunal de la Inquisición se habría encargado de prohibir su uso ipso facto, amén de que los curas de antaño y los obispos de hogaño no serían vistos, ni por equivocación, bebiéndose su «chocolatito», como tienen fama de hacer por las tardes. Sin embargo, era común que se dijese que la espumosa bebida producía excitación.

Por otra parte, hay que notar que el uso de sangre menstrual o del agua con la que se habían lavado «las vergüenzas» para hacer una taza de chocolate y dársela al amado despectivo, en general no requería de ayuda, ni de consejos de nadie; era un recurso que tenían las mujeres y que practicaban con fruición96, en varias ciudades de la Nueva España. Asimismo, cabe señalar que en muchos de los documentos, intercede un indio, o alguien que conoce o ha vivido con indios, que es el que aconseja y procura el peyote, las hierbas molidas o los polvos verdes y negros para dar en la taza de cacao espumoso y caliente a los recelosos, indolentes y demás.

Como hemos visto, las hechiceras (o en muchos casos, los indios que propagaban los conocimientos herbolarios, sólidos y propios de su entorno heredado) en general hacían uso de artificios con una fuerte carga de superstición, muchas veces con engaños (de ahí que no surtieran efecto muchos de los brebajes), aprovechándose de las penurias de quienes los buscaban, proporcionándoles la ilusión del logro del fin o efecto deseado.

Por lo demás, no se pueden tratar tales prácticas como pertenecientes exclusivamente a épocas pasadas, pues son parte de una tradición que ha sobrevivido embates y persecuciones y que aún hoy en día sigue vigente. La esperanza de poder modificar o influir en tal o cual situación vital que angustia y limita es tan vieja como el hombre mismo. Las reacciones propuestas y las soluciones anheladas y ofrecidas produjeron un complejo   —93→   tejido de deseos, esperanzas abrigadas, una especie de embriaguez de sueños de las resoluciones prometidas que podríamos denominar una cultura marginada de la supervivencia que, en su afán de ser, atacaba atenuadamente o se resistía de manera pasiva a un mundo de condiciones y orden extraños e impuestos97.

Cuánto tiempo ha pasado desde que Tlaltecatzin escribiera su poema en el que proclamaba que las dulces y lindas mujeres estaban al lado de las flores preciosas, más allá del cacao que bebían los príncipes y del aroma del tabaco que llenaba de animación las reuniones de amigos98. Qué remotas en el tiempo pero qué actuales y próximas al alma son las preocupaciones de Nezahualcóyotl, «el paso inexorable del tiempo, el temor inquietante y apasionado de una inestabilidad propia de la naturaleza del hombre, la evocación dolorosa de la precariedad de todas las cosas y de la muerte como desenlace implacable»99.

Cuán cercanas estaban algunas de estas prácticas referidas a las épocas en que Sor Juana escribía sus romances, protegida en la soledad de su celda:


Gracias a Dios, que ya no
he de moler chocolate,
ni me ha de moler a mí
quien viniere a visitarme.


(Romance 49)100                


tiempos en que, como en 1625, Thomas Gage hace anotaciones acerca de que en España «a veces puede resistirse con una buena comida o una buena   —94→   cena todas las veinticuatro horas», pero en las tierras bajas de México, observa que no es tan fácil, ya que

dos o tres horas después de haber hecho una comida, en la cual nos habían servido tres o cuatro platos de carnero, vaca, ternera, cabrito, pavos y otras aves y animales de caza, no podíamos estar de debilidad de estómago y casi nos caíamos de desmayo, de modo que nos veíamos precisados a confortarnos y reponernos con una jícara de chocolate, un poco de conserva o algunos bizcochos, de los cuales nos proveían en abundancia101.


Momentos de nuestra historia en que el dominico inglés también hace un comentario acerca de la «debilidad de las mujeres y las de sus estómagos»102 al relatar cómo el obispo de Chiapas, don Bernardo de Salazar, en su celo por reprimir los abusos en las iglesias pagó con su vida sus amonestaciones. Describe así que

Las mujeres de esa ciudad se quejan constantemente de una flaqueza de estómago tan grande, que no podrían acabar de oír una misa rezada y mucho menos la misa mayor y el sermón, sin tomar una jícara de chocolate bien caliente y alguna tacilla de conserva o almíbar, para fortalecerse. Con ese fin acostumbraban sus criadas a llevarles el chocolate a la iglesia en mitad de la misa o del sermón, lo que nunca se verificaba sin causar confusión y sin interrumpir los sacerdotes o los predicadores. El obispo pues, queriendo corregir tal abuso por los medios de la dulzura, las exhortó varias veces, y aun les rogó que se abstuvieran de semejante escándalo; pero como vio que de nada servían sus reconvenciones amistosas, y que al contrario seguían con el mismo desorden, menospreciando sus consejos y exhortaciones, mandó fijar una excomunión a la puerta de la iglesia contra todas las personas que osaran comer o beber en el templo de Dios durante los divinos oficios103.


Las señoritas protestaron, diciendo que no podrían ir a la iglesia si no las dejaban comer y beber. Como el obispo no echó marcha atrás en su prohibición,   —95→   siguieron con su costumbre y hasta se armó tremendo alboroto en la catedral. A tal punto se caldearon los ánimos, que todos empezaron a oír misa en las capillas de las iglesias y la catedral se quedó sin limosnas. El arzobispo amenazó con excomulgar al que no oyera el oficio divino en ella. Fue entonces cuando cayó enfermo y murió104. Se dijo que una mujer que tenía trato con uno de los pajes del prelado era

la autora del jicarazo, habiéndole suministrado el veneno en un pocillo de chocolate a aquel que tanto rigor mostró contra el mismo chocolate y de cuya manera de envenenar viene de aquella palabra [...] Yo le oí decir a ella misma que pocas personas habían sentido la muerte del obispo, y que en especial las mujeres no tenían qué llorar o añadiendo: «Tantos gestos hacía al chocolate en la iglesia, que el que tomó en su casa no le sentó bien»105.


Épocas cuando se hacían «meriendas de espeso chocolate en compañía de amigos»106, o como en 1662, año en que Matheo Jaramillo, autor de la época, pedía al Santo Oficio que le pagaran la representación de una comedia ante el tribunal:

digo que como es uso y costumbre representar una [comedia] a este Santo Tribunal el día de la festividad del glorioso San Pedro Mártir, la e representado con mi compañía, y siempre se ha estilado darnos veynte pessos para chocolate por la representación de dicha comedia y para que yo, en nombre de dicha mi compañía, los aya y cobre. A Vuestra Señoría Illustrísima pido y suplico se sirva de mandar despacharme librança para que el receptor deste Santo Officio me dé y pague los dichos veynte pessos que en ello rezeviré107.


  —96→  

Qué curiosos y lejanos nos parecen ahora los usos y abusos del chocolate de antaño, cuando releemos las descripciones erótico-culinarias en Como agua para chocolate de Laura Esquivel, o volvemos a leer con regodeo uno de los tantos fragmentos invaluables de Gabriel García Márquez en el que con gran picardía y humor envidiable describe al padre Nicanor Reyna y sus andanzas: «un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio [...] [de] piel triste, casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo que era más de inocencia que de bondad» y que, cansado de que la gente no le diera en la limosna el dinero suficiente para la construcción del templo más grande del mundo, improvisó un altar en la plaza y después de haber dicho misa, el muchacho que le había ayudado,

le llevó una taza de chocolate espeso y humeante que él se tomó sin respirar. Luego se limpió los labios con un pañuelo que sacó de la manga, extendió los brazos y cerró los ojos. Entonces el padre Nicanor se elevó doce centímetros sobre el nivel del suelo. Fue un recurso convincente. Anduvo varios días por entre las casas, repitiendo la prueba de la levitación mediante el estímulo del chocolate, mientras el monaguillo recogía tanto dinero en un talego, que en menos de un mes emprendió la construcción del templo108.


Qué distantes parecen las prácticas descritas que fueron perseguidas en su tiempo, en éste nuestro mundo de hoy en el que afortunadamente y ¡gracias a Dios! sonreímos maliciosamente y nos divierte que «en una época, los guardianes de las buenas costumbres recomendaban que se tuviera cuidado con el chocolate, pues era un brebaje despertador de las concupiscencias»109.