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ArribaAbajo- XLII -

La declaración de Álvaro


¿Qué era mientras tanto de Álvaro? Preciso es decirlo, Álvaro recibió la sentencia de su muerte con admirable serenidad.

¡Muero por ella! -se decía y esta idea endulzaba su horrible situación.

Morir por salvar el honor de la mujer amada tiene tanto de grande y sublime que pocos hombres pueden realizarlo, mucho menos en estos, -que todos admiramos,- tiempos de livianos amores y más liviana despreocupación, en que el tipo de Álvaro, no lo dudamos, será mirado como inverosímil.

Morir por salvar el honor de una mujer, hoy que se alardea y se difama por necia vanidad o caprichoso deseo, tiene, lo confesamos, un tinte romancesco que apenas nos atrevemos a sostener, por más que los sucesos que se desenvuelven en esta historia, háyannos llevado hasta este punto.

A los que nos censuren preciso será que les contestemos con las sublimes palabras de aquel gran escritor a quien sus críticos acusaban de crear tipos tan elevados que se alejaban de la realidad, a y los que él respondió: «Dejadme pintar al hombre no tal cual es, sino tal como yo quisiera que fuera.»

Sí, dejadnos a los que, sin dejar de conocer toda la bajeza y miseria, de ese rey de la creación, llamado hombre; queremos vivir creyendo que hay seres que pueden realizar acciones tan bellas, como la de morir antes que cometer una infamia.

Siempre hemos creído que pintar el bien, aunque sea llevado hasta lo inverosímil, será más útil, más necesario, que descubrir la realidad, cuando ella llega hasta las repugnantes y libidinosas escenas de la corrupción y del vicio.

Sigamos pues a Álvaro, empeñado, como se encuentra, en guardar el secreto, por más que comprende que, al salvar así el honor de Catalina, perderá él la vida.

Debemos, sin embargo confesar, que él comprendía, que estando empeñado en perderlo el señor Guzmán, pondría en fuego las influencias de la amistad y el poder de su elevada posición social; esas arenas temibles, que entre nosotros son más poderosas que en parte alguna del mundo.

Para formarnos idea cabal del estado en que se hallaba el proceso, de Álvaro, preciso será que asistamos a la primera declaración instructiva que, como es sabido, es la base en que se funda el buen o mal resultado de este género de juicios.

Siguiendo la práctica establecida, en estos casos, organizose el sumario de oficio, por acusación del Ministerio público, en representación de la vindicta social.

Cuando el juez, seguido de un escribano, se presentó a tomarle la primera declaración instructiva, Álvaro apareció ante él, con la frente erguida, y la mirada altiva, del que recibe de su conciencia, no la acusación, sino la aprobación de su conducta.

Ésta casi insolente apostura produjo en el juez desfavorable efecto.

Esperaba él ver, un reo abatido por el remordimiento de su crimen, y agobiado, con su enorme peso. De suerte que en su conciencia, formulose de antemano el fallo, que con certeza esperó ver confirmado en las declaraciones del reo.

Con sujeción a las formalidades de estilo el juez dirigió a Álvaro, todas aquellas preguntas que tienen por objeto investigar cómo, en qué lugar, a qué hora y a qué circunstancia había sido apresado.

Álvaro con acento tranquilo y afable expresión, contestó a las preguntas, y refirió en pocas palabras la escena acaecida la noche de su matrimonio.

Luego se le preguntó si sabía o presumía la causa de su detención.

A lo que con aire de dignidad y noble altivez contestó:

-Ignoro la verdadera causa de mi prisión; pero presumo que se me acusa del crimen de asesinato del señor Montiel.

Se lo preguntó si conocía a Montiel y si había tenido alguna relación de amistad con él.

Álvaro a quien esta pregunta trajo a su mente, todo un mundo de dolorosos y horribles recuerdos, contestó con la acerba entonación del hombre a quien se toca una herida que aún sangra en su corazón.

-En un tiempo, -dijo,- fui su amigo; después, fue para mí, el hombre más odioso que ha existido en el mundo.

El juez miró atentamente a Álvaro, como si le causara asombro que diera una contestación, que ella sola, era suficiente a agravar todas las consecuencias quo debían desprenderse de su declaración.

Después de un momento volvió a preguntarle.

-¿Tenía Vd. algún motivo de queja o resentimiento para él?

Álvaro que no trataba de desfigurar los hechos, ni ocultar, la verdad de lo que había pasado; con la expresión de honda amargura dijo; -Tenía quejan y resentimientos de aquellos que no se olvidan jamás.

El juez permaneció un momento pensativo, y luego preguntó:

-¿Qué clase de ofensas le infirió a Vd. el señor Montiel?

Álvaro meditó un momento, temiendo dar una contestación, reveladora para el señor Guzmán y para Estela; pero como sí tomara al fin una resolución suprema y definitiva dijo, dando a su voz un tono de dolorosa indignación:

-Él fue el cobarde y alevoso asesino de: mi padre.

El juez miró con tristeza a Álvaro como si quisiera decirle; eres víctima de un noble sentimiento.

Después de una corta pausa le preguntó:

-¿Le consta a Vd. que el señor Montiel fue el asesino de su padre?

Con la voz llena y tranquila que da la convicción contestó:

-Sí, me consta, y esa muerte quedó impune porque el señor Montiel era Gobernador de Cuba.

Después de algunas otras preguntas que no son de gran interés, el juez dijo:

-¿Dónde en qué lugar, en compañía de quiénes se hallaba Vd. cuando se cometió el crimen?

Al escuchar esta pregunta Álvaro palideció visiblemente; pero pronto serenose y aunque con la voz algo opaca, pero firme y resuelta dijo:

-No sabría decir donde me encontraba, ni con qué personas estuve; pues ignoro la hora en que se cometió ese crimen.

El juez hizo un ligero movimiento de disgusto, como si esa respuesta estuviera en desacuerdo con el tono de sinceridad y el sello de verdad, que hasta ese momento había encontrado en todas las palabras del que, a sus ojos, no era más que un delincuente, más digno de interés que de aversión.

Después de una corta pausa el juez, mirando fijamente a Álvaro le dijo:

-Cuando se descubrió el cadáver del señor Montiel fue público y notorio que Vd. había salido del baile dos horas antes. ¿Dónde fue Vd.? y ¿con qué personas estuvo?

Álvaro se estremeció ligeramente, y luego dijo:

-Salí para un asunto particular mío, no estuve con ninguna persona.

-No puede Vd. designar el sitio o lugar donde estuvo Vd.

-No puedo, -contestó él, con visible expresión de angustia.

Cuando, según lo establecido, se le preguntó si antes había sido enjuiciado, Álvaro volvió a palidecer como la primera vez y con acento de dolorosa angustia dijo:

-Sí, en Cuba fui enjuiciado criminalmente.

-¿Cuáles fueron las causas de ese juicio?

-Se me acusó del crimen de homicidio frustrado, y aunque ésta fue calumnia infame, fui preso y encarcelado.

El juez volvió a meditar un momento; de las declaraciones de Álvaro, se desprendía algo ya muy claro para él.

-¿Y cuál fue el resultado definitivo del juicio?

Álvaro, tomando, la expresión tranquila y serena que al principio tuvo, dijo:

-Resultado definitivo no lo hubo, antes que concluyera el juicio, se me puso en libertad, a condición de que abandonara el país antes de veinticuatro horas.

El juez que, como la mayor parte de la sociedad limeña, conocía algunos detalles de la pasada historia del joven cubano, creyó conveniente hacerle una pregunta que, a su parecer, sería decisiva y dijo:

-Y ese homicidio frustrado del que se le acusó a Vd. ¿fue contra la persona del mismo señor Montiel?

-Sí -contestó Álvaro con voz firme; aunque con el semblante visiblemente inmutado.

Concluido el interrogatorio, y después de llenar todas las formalidades de ley, retirose el juez llevando la íntima convicción de que el joven cubano era el verdadero asesino del señor Montiel.

Por su parte, Álvaro quedó triste, contrariado. La prueba por que acababa de pasar, había sido demasiado cruel, para no abatirlo. Luego que se vio sólo exclamó:

-¡Fatalidad! ¡fatalidad! ¿tu fatídica mano me perseguirá aun más allá de la tumba?...




ArribaAbajo- XLIII -

Defensor y defendido


El abogado de Álvaro era un joven de clara inteligencia y bello carácter. Era además amigo suyo y por consiguiente vivamente interesado en salvarlo. Convencido como estaba de la inocencia de su amigo, desesperábase del obstinado silencio que su defendido guardaba respecto al lugar en que se encontraba en el momento en que se cometió el crimen.

Después de la declaración de Álvaro, de suyo adversa para él, habíanse presentado las de muchos testigos, todos uniformes, de cuyas declaraciones se deducía claramente que Álvaro, cumpliendo el juramento hecho a su moribundo padre, había dado muerte al asesino.

Entre los declarantes figuraban las tres personas, que vieron, como recordará el lector, a los dos jóvenes cubanos, después de haber dado muerte al señor Montiel.

En estas declaraciones constaba lo qué ya conocemos, esto es, que cuando ellos venían en dirección opuesta, oyeron que uno de los dos con la pronunciación algo gutural y el acento bien conocido, de los cubanos, dijo:

-Hay venganzas que parece que el cielo las protege. He librado a Cuba de un monstruo que le amenazaba. Al fin puedo decir que he cumplido un juramento sagrado.

Estas tres personas, no alcanzaron a distinguir la fisonomía de estos misteriosos personajes, que, tarde de la noche, hablaban de venganzas realizadas; pero las señas del cuerpo y del vestido de uno de ellos correspondían todas, como ya lo hemos hecho notar, al cuerpo de Álvaro y al traje que esa noche llevaba.

A pesar de todos estos datos, que en declaraciones de personas intachables constaban; el abogado conocedor, del carácter y tal vez también de la pasión de Álvaro, por Catalina, seguía creyendo en la inocencia de su amigo.

Más de una vez habíalo compelido e impulsado para obligarlo a hablar, diciéndole: -¿Por qué se empeña Vd. en guardar silencio respecto al lugar donde estuvo aquella noche?

-Porque no debo hablar, -contestaba Álvaro arrugando el ceño, y tomando severa y dura expresión que más de una vez detuvieron al astuto abogado en su deseo de arrancarle una confesión.

Otras veces, decíale el abogado: -Amigo mío no hay defensa posible, si Vd. se empeña en callar lo único que puede salvarlo. ¿Qué importa que el criado que acompañó al señor Montiel no lo reconozca a Vd. cuando se puede argüir que Vd. ha debido disfrazarse o también mandar un emisario que le condujera a su víctima?

Otras veces le decía, desesperado: -Vd. mismo se ha preparado el camino que lo ha conducido a este extremo. Todas las circunstancias agravantes están en contra nuestra. De la exposición de los hechos resulta, que Vd. refirió a varias personas el suceso del asesinato de su padre, designando al señor Montiel como autor de ese crimen. Las personas a quienes Vd. hizo esa relación han prestado su declaración y no ha faltado quien agregara que Vd. abrigaba el designio de vengar ese asesinato. Ahora bien, lo que aparece de la muerte dada al señor Montiel, pocos momentos después de haber Vd. salido cautelosa e intempestivamente del baile, no es más, que el cumplimiento de un asesinato premeditado, y que por las circunstancias que lo acompañan, aparece de los que la ley clasifica a traición y sobre seguro. Es decir un homicidio alevoso y premeditado. Alevoso por cuanto la víctima fue llevada con ensaño al lugar del crimen y premeditado por cuanto Vd. ha manifestado su resolución de vengar a su padre.

Álvaro calló y el abogado continuó diciendo: -Las declaraciones de los testigos son todas adversas para Vd. Las personas que lo vieron salir del baile dicen que se cubrió Vd. la cara, como el que quiere no ser conocido. Hay algo más, y esto es lo más grave, dada la circunstancia de haberse Vd. ausentado del baile; las tres personas que encontraron el cadáver de Montiel, han declarado que habían encontrado dos individuos de porte distinguido y al parecer jóvenes decentes, y afirman haber oído que con una pronunciación y un acento que ellos dicen ser los mismos con que Vd. les habló el día del careo, había dicho el uno al otro:

-Hay venganzas que parece que el cielo las protege.

Las señales de uno de los individuos corresponden todas a las que ha dado el criado que acompañó a Montiel, y las del otro, aparecen corresponder a Vd. ni más ni menos.

El abogado calló por un momento, y mirando con fijeza a Álvaro dijo:

-Todo esto, Vd. lo sabe, Vd. lo ha visto, que consta en el proceso. ¿Qué podemos hacer, si Vd. se empeña en callar lo único que puede salvarlo?

-Álvaro contrajo con dolorosa expresión el señor su respiración agitada y dificultosa manifestaba que su alma era presa de cruel angustia.

No nos admire que esto suceda; la fuerza moral como la fuerza física, tienen sus momentos de decaimiento y postración.

Después de un momento, con acento de cruel desesperación dijo:

-¿Por qué se me aplica la pena de muerte, como a un asesino salteador de caminos?...

-El homicidio, -dijo el abogado,- aparece con circunstancias agravantes, y aunque entre nosotros pocas veces se aplica la pena de muerte, ahora todo nos es adverso. Ni aun he podido alegar que Montiel hubiera sido víctima de un asalto: pues Vd. sabe que se le encontraron todas sus prendas inclusive su cartera con dinero.

Esta vez, como otras muchas, Álvaro dejó partir a su abogado sin decir una sola palabra que aclarara sus dudas.

Después que la sentencia de muerte fue confirmada por el tribunal superior y Álvaro no tenía más esperanza que la resolución de la Corte Suprema; entonces el abogado creyó llegado el momento de que flaqueara en sus temerarios propósitos, y hablole de esta suerte:

-¿Insiste Vd. en ir al patíbulo sin decir una palabra que pueda salvarlo de una muerte ignominiosa, que será afrenta para toda su familia?

-Sí, amigo mío, moriré tranquilo; mi madre me perdonará el crimen, si cree, que lo he cometido, valorizándolo como el cumplimiento de un juramento sagrado.

Después de meditar un momento, el abogado quiso intentar una última prueba, hiriendo a su defendido en aquello que más lo interesaba, y mirándolo atentamente le replicó:

-Pero este sacrificio es estéril, puesto que no salva el honor de la mujer con quien Vd. pasó la noche y por la que ha resuelto sacrificarse.

-Amigo mío, no comprendo lo que quiere Vd. decirme; yo no hago ningún sacrificio.

-Sí, Vd. prefiere morir antes que deshonrar a la mujer que, aprovechándose de la ausencia de su esposo, lo llevó a su alcoba, y lo encadenó con sus brazos.

-Calle, calle Vd. se lo pido, no mancille el honor de la mujer más virtuosa que hay en el mundo, -exclamó Álvaro tomando la mano de su amigo.

-Yo no hago más que repetir lo que toda la sociedad de Lima dice, -dijo con naturalidad el joven abogado.

-¡Oh, qué infamia! -exclamó Álvaro.

-Sí, querido mío, -continuó diciendo el letrado con tono complacido, esperando que este ataque tuviera resultado favorable;- sí, amigo mío, esta convicción está arraigada en el ánimo de todos, y crea Vd. que los jueces tendrían para Vd. mucha lenidad si no tuviera Vd. en contra los trabajos embozados pero activísimos de su suegro.

Y luego, como si quisiera dar a la conversación un tono festivo, a la par que confidencial agregó:

-¡Suegro y rival! ya me imagino cuánta actividad habrá desplegado en contra de Vd. y no se detendrá hasta que no vea confirmada en última instancia su sentencia.

-¡Pobre anciano! -exclamó con amargura Álvaro, yo le perdono todo el mal que me hace, quiera el cielo que alcance la convicción de que su esposa es tan pura como inocente.

El letrado que, como todos los de su calidad, era malicioso y escéptico sonrió, y haciendo un sonido con los labios que denota incredulidad exclamó:

-¡Pardiez! Inocente y pura se atreve Vd. a llamar a una mujer que se casa, con un caballero y a más respetable anciano, con solo el pérfido intento de que la conduzca al lado de su antiguo amante, y esto ¿para qué? para impedir que él se case con la hija del que ha hecho su víctima y labrar así la desgracia de la joven, después de haber sellado la del anciano. Inocente y pura dice Vd.: y esa mujer, cuando ve que ese matrimonio va a realizarse, cuando pierde la esperanza de inmolar a sus perversos instintos a un anciano a quien pretende hundir en la deshonra y cubrir del ridículo, y a una candorosa joven que quiere separarla de su novio y abandonarla, sumiéndola en el dolor y la desesperación; cuando pierde la esperanza de poder cometer estas infamias, lo atrae, lo arrastra a Vd. hasta su alcoba, sin duda con el dañado intento de pedirle que no se case Vd. con la hija de su esposo: y lo retiene a Vd. toda la noche con daño de su honra y perjuicio de la felicidad de su novia, ¡ah!...

Y poniendo una mano en el hombro del joven y recalcando con acerba entonación sus palabras, agregó: -Señor D. Álvaro González, preciso es estar celado por la pasión y extraviado por el error para sacrificarse por mujer que de esta suerte procede, preciso es haber llegado a la insensatez y la locura de una pasión criminal, para creer que se puede, muriendo tontamente, salvar el honor de una mujer que para el mundo entero; no es más que una mujer vil, pérfida, que, con su corrupción, ha arrastrado una familia honrada, a la desgracia de unos, a la deshonra de otros, y por fin, lo ha arrastrado a Vd. a la muerte más ignominiosa.

Álvaro escuchó esta terrible acusación con el semblante angustiado y la respiración agitada. Después de un momento, con el pulso trémulo y la voz sofocada como si una mano de hierro le comprimiera la garganta, asió fuertemente por el brazo a su amigo y díjole:

-Todo lo que acaba Vd. de decir es falso y calumnioso. Esa mujer es inocente; sí, le repito a Vd. que es inocente y pura. Y Vd. que arrogantemente la acusa y me reprocha el que muera tontamente, Vd. moriría como yo, sí, como lo creo, es Vd. caballero, que sabe cumplir su deber.

-Se equivoca Vd. yo no he dado en la profesión de cándido, y me infiere Vd. una ofensa al creerme con aptitudes para imitarlo, -dijo con ironía el abogado; a lo que Álvaro con enérgico tono y casi enojado contestó:

-Le repito que si Vd. es caballero, me imitaría a pesar de no haber dado en la profesión de cándido.

-Ciertamente, -replicó con burlona expresión el abogado, yo me sacrificaría como Vd. cuando se tratara de una mujer virtuosa, que no fuera culpable en manera alguna, cuando yo hubiera ido sin su aprobación, sin su consentimiento a sorprenderla, no como sucede ahora, llamado por ella, y quizá con el intento de perderlo, separándolo para siempre de la señorita Estela.

Álvaro quedó por un momento pensativo y como si le arrancaran una confesión que a su pesar salía de sus labios dijo:

-Pues bien, esa es precisamente mi situación. Yo fui donde ella, como un ladrón sin que ella lo esperara, sin que siquiera me diera la más pequeña esperanza de recibirme, valiéndome de una llave de la que felizmente me apoderé. Fui loco, frenético de amor a pedirla postrado a sus plantas, que huyéramos, que lo olvidáramos todo, que abandonáramos al padre y a la hija, y no pensáramos más que en nuestra felicidad; fui a sorprenderla en el recinto sagrado de su alcoba, y vi sus lágrimas, y escuché sus plegarias... Y cuando yo la hablé de amor ella me habló de deberes, y cuando quise alejarme para siempre, rompiendo mi matrimonio, me obligó a comprometerme para que me casara con Estela, sin más interés ni más anhelo que el de salvar la felicidad de la hija de su esposo.

Álvaro calló un momento y luego en un arranque de desesperada amargura agregó:

-Yo, sólo yo, soy criminal, debo morir y moriré tranquilo y sereno, pues que mi vida se ha convertido en piélago de males para mí, y de infortunios para todos los que me rodean, no me faltará el valor para arrostrar la muerte.

Los dos amigos quedaron mudos. Al fin el abogado con expresión de profunda pena dijo:

-¿Es verdad lo que acaba Vd. de decirme?

-Lo juro por mi honor, -respondió llevando con ademán grave una mano al pecho y levantando la otra como para acentuar su juramento.

Cuando el joven abogado se retiró, murmuró estas tristes palabras.

-¡Lástima grande; nada puede salvarlo. Tan joven y tan desgraciado!

Ciertamente muy desgraciado, pues como acabamos de oír al defensor de la causa de Álvaro, todas las declaraciones, todas las apariencias, todos los antecedentes, éranle adversos, y luego una mano oculta, parecía venir preparando los acontecimientos de tal suerte, que Álvaro, no podría librarse de la pena que nuestra legislación señala para el homicidio calificado.




ArribaAbajo- XLIV -

Revelación inesperada


Pocos días después el señor Guzmán, taciturno y meditabundo, paseábase solo en su alcoba, queriendo descifrar el misterioso e inexplicable enigma, que los acontecimientos le dejaban entrever, sin alcanzar a darles explicación satisfactoria.

Aunque conocía en todas sus partes la declaración le Álvaro; no alcanzaba a explicar su conducta.

Pensaba que era imposible que hubiera elegido aquella noche para consumar un asesinato, siéndole necesario dejar el baile en momentos en que todos podían notar su ausencia.

Luego pensaba, que si Álvaro no había salido para realizar su venganza había salido con algún otro fin oculto, tan oculto, que prefería arrostrar la muerte antes que revelarlo. ¿Cuál podría ser? Al hacerse esta pregunta, un frío sudor inundaba su frente, su boca se contraía con nerviosa expresión, y su mirada, siempre serena, tornábase torva amenazadora y terrible.

Largo tiempo hacía que, presa de estas angustias, se gaseaba con acelerados pasos, cuando dos golpes dados a la puerta lo detuvieron súbitamente; dirigiose a la puerta de salida como sí pensara alejarse de allí, algo se detuvo y esperó un momento.

-¡Dios mío! exclamó,- ¿Quién vendrá a molestarme en estos momentos en que no puedo ocuparme de nadie?

Otros dos golpes se dejaron oír.

-¡Adelante! -dijo- con voz imperiosa el Sr. Guzmán.

Un joven de aspecto elegante y simpático se adelantó traspasando el dintel de la puerta.

-¿Es el señor Eduardo Guzmán a quien tengo el honor de hablar?

-Sí señor, tome Vd. asiento, -contestó éste con ese tono afable y dulce que no abandonaba ni en los momentos más amargos de su vida.

-¿Podría tener una conferencia con Vd.?

-¿Es algo relativo al despacho de la Corte Suprema?

-No, señor, es algo relativo a los sucesos que han tenido lugar en la casa de Vd.

-¡Ah! exclamó el señor Guzmán sin poder ocultar un ligero estremecimiento.

-Sí, señor, vengo a hacerle importantes revelaciones.

A pesar de la invitación del señor Guzmán, el joven permaneció de pie manteniéndose a una respetuosa distancia.

-Tenga la bondad de tomar asiento.

-¡Gracias! ¿Estamos solos? -preguntó con aire misterioso el desconocido.

-Sí, completamente solos.

Como una precaución, el señor Guzmán cerró la puerta de la habitación contigua, que daba al peinador de su esposa. Pensó que Catalina estaba en su dormitorio. En cuanto a Estela y a Elisa, tenía seguridad de que estarían en el departamento del lado opuesto al suyo.

Aunque hemos llamado desconocido al joven que acaba de presentarse a nuestra vista; no lo es del todo. Alguna vez lo hemos visto, esgrimiendo una espada con todo el brío y la nobleza de un caballero.

El Sr. Guzmán tomó un asiento e hizo una señal, con la que designó otro al joven, quien se apresuró a seguir la indicación: ambos quedaron el uno frente al otro.

-Señor, soy cubano y me hallo desterrado en este país.

-Bien y qué...

-Un deber de conciencia, y de caballero me impulsa a hacer a Vd. una revelación, para pedirle al mismo tiempo un consejo.

-Hable Vd. -dijo con ansiedad el señor Guzmán.

-Sé que es Vd. un caballero, pero más que al caballero vengo a hablarle al magistrado recto y honrado, en quien voy a depositar un secreto.

El señor Guzmán hizo un movimiento de impaciencia que quería decir: -acabe Usted.

-Un secreto, agregó el joven, en el que están comprometidos mi honor y mi vida misma; pero se trata de evitar una injusticia, de salvarle la vida a un compatriota mío, y no he retrocedido ante ninguno de los peligros que me amenazan.

-Explíquese Vd., no lo comprendo.

-En fin señor, se trata de salvar a su yerno, a Álvaro González, que es inocente del crimen de que se le acusa.

-¡Inocente! exclamó el señor Guzmán poniéndose mortalmente pálido.

-Sí, inocente, señor, y la obstinación del señor González, en callar el lugar donde se encontraba en esos momentos, es para mí tanto más inexplicable, cuanto que yo lo vi salir tranquilamente del baile y tomar la dirección de su casa.

-Usted lo vio, ¿dirigirse en la dirección de esta casa? ¿tiene Vd. seguridad? -preguntó con voz enérgica y mirada investigadora, el señor Guzmán.

-Sí, tengo completa seguridad.

El joven quedó por un momento pensativo asombrado de que el señor Guzmán no mostrara un gran placer, al comprender que el esposo de su hija no era criminal.

-¿Es con referencia a este suceso lo que tiene Vd. que comunicarme?

-Sí señor, quiero que el señor Álvaro González se salve, y vengo a revelarle quién es el verdadero...

-¡Hable Vd.! se lo ruego, -dijo con ansiedad el señor Guzmán.

-El señor Montiel no ha muerto asesinado: yo me he batido con él, y tuve la suerte de darle una estocada, en un duelo a muerte.

-Pero habrá testigos de ese duelo, el que sin duda se habrá realizado con todas las formalidades del caso, -dijo el señor Guzmán.

-Padrinos no ha habido. Dios solo debe ser testigo, cuando se trata de castigar a un delincuente cuyos crímenes la justicia humana ha dejado impunes.

-¡Caballero! sin duda olvida Vd. que ningún hombre tiene derecho de juzgar y castigar en causa propia.

-Las ofensas inferidas a mi persona, las olvido fácilmente; las que hieren a mi patria, he jurado vengarlas todas, -dijo con tono arrogante el desconocido.

-¿Son ofensas a su patria, las que ha pretendido Vd. vengar asesinando al señor Montiel?

-¿Por qué califica Vd. de asesinato la muerte dada en un duelo ajustado a las leyes del honor?

-Eso que Vd. dice no puede probarlo.

-Señor Guzmán; cuando un hombre de honor, revela un secreto, llevado tan sólo de un deber de caballero, no necesita pruebas para manifestar que dice la verdad. Además, al acercarme aquí creí, hallar apoyo, creí hallar hasta gratitud, pues que vendo a salvar de la deshonra y la ignominia, el nombre que en adelante llevará su hija.

-Sí... es verdad... se lo agradezco, dijo el señor Guzmán con una expresión que era más bien de amargura que de gratitud.

El joven quedó mirándolo estupefacto, sin comprender lo que pasaba en el ánimo del anciano.

-He venido, -dijo- resuelto a salvar al señor González de la pena que se le impondrá y para ello necesito que me dé Vd. un consejo.

-Un consejo, -repitió el señor Guzmán sin saber lo que decía, tan abstraído se hallaba en sus profundas cavilaciones.

-Sí señor, un consejo que, como parte interesada y como magistrado, espero no me negará.

-Dice Vd. que vio a Álvaro dirigirse a esta casa.

-Sí, lo que prueba que él no tuvo ni la más pequeña participación, en los sucesos que tuvieron luir durante su ausencia.

El señor Guzmán apoyó la cabeza en una mano, inclinando el cuerpo hasta apoyar el codo en el brazo del ancho sillón en que estaba sentado. Parecía no ver ni oír nada de lo que pasaba en torno suyo. Las palabras del joven aclaraban a cada momento más una duda espantosa.

-Señor, -dijo aquél, cada vez más asombrado de la expresión triste y amarga del padre de Estela,- ¿dime qué debo hacer? Anhelo salvar a Álvaro González, que aunque no es mi amigo, es mi compatriota; es un joven a quien todos los cubanos miramos con admiración y respeto; pues la causa de Cuba le debe importantes servicios e inmensos sacrificios. Antes de tomar ninguna resolución, he querido recibir de Vd. señor, un consejo y saber su parecer. ¿Le parece bien que me presente ante la justicia, declarando verdad y pidiendo se me juzgue conforme a las leyes, no como asesino, sino como contendor, de un duelo a muerte? ¿Cree Vd. que así podría salvarse el señor González?

-¡Ah! no haga tal cosa -dijo el señor Guzmán.

-¿Pero qué es lo que puedo hacer? dígamelo Vd. a quien una larga experiencia en el foro, puede sugerir arbitrios, desconocidos, para mí.

El señor Guzmán guardó silencio sin fijarse en la mirada ansiosa que tenía fija en él el joven cubano, luego dijo.

-Déjelo Vd. todo a mi cuidado.

-Señor, no olvide, que yo llevaría un remordimiento eterno, si el señor González sufriera, per consecuencia de este desgraciado suceso, alguna pena o castigo que labrara su desgracia.

-Confíe Vd. en que yo lo arreglaré todo.

-Sí, confío en Vd., puesto que se trata del esposo de su hija; de un joven de conducta intachable que ha entrado a formar parte de su distinguida familia.

Ya que me da esta esperanza, creo de mi deber referirle todo lo relativo a aquel suceso, todo lo que pueda aclarar sus dudas, si es que alguna abriga de la veracidad de mis palabras.

Y el joven cubano, con el acento de la verdad y con la sencillez del que no intenta desfigurar los hechos, refirió al señor Guzmán todo lo que ya conocemos. Es decir, aquella escena que tuvo lugar una noche, en que se sortearon cuatro patriotas cubanos con el objeto de saber quién debía desafiar al señor Montiel. Ya sabemos que la suerte agració al que acababa de presentarse al señor Guzmán, llevado por el noble deseo de revelar la verdad, para salvar a su compatriota Álvaro González.

El señor Guzmán necesitó hacer gran esfuerzo para poder fijar su atención en aquel relato, que cada vez más, lo llevaba a meditar sobre algo que lo hacía desviar su atención, de aquel punto. Contra su costumbre, manifestose reservado, sin dejar conocer su opinión, sino por palabras indecisas y casi entrecortadas.

Al fin, el joven, después de haber referido todo lo que sucedió aquella noche; después de haber dejado conocer sus deseos e intenciones, retirose llevando una impresión poco favorable, de la decantada bondad y reconocida lealtad del señor Guzmán.

Mientras tanto, éste tan luego como se vio solo, dio rienda suelta a la amargura que torturaba su corazón.

-¡Dios mío! -dijo levantando trémulo de rabia y desesperación las manos al cielo,- ya no pudo tener duda; Catalina me engañaba, ella, ella es un infame...

Y hondos, amarguísimos sollozos salieron de aquel corazón, que, a pesar de sus sesenta años, tenía para el placer, curro para el dolor, la exquisita sensibilidad de un joven de veinte años.

Después que el llanto hubo desahogado su pecho se serenó un momento y con el acento de una profunda indignación, dijo:

-Y ese miserable, ese infame, que ha vivido a mi lado traicionando la confianza que deposité en él y engañando pérfidamente a mi hija, pagará muy caro su infamia: su vida, sí, su vida aún es poca cosa para lo que él merece. ¡Álvaro González, desde este instante los días de tu existencia están contados!

Y el señor Guzmán ese noble corazón no fue, como esperaba el joven cubano el apoyo de su compatriota y el defensor de su causa criminal, sino el terrible y poderoso rival que había jurado perderlo irremediablemente.




ArribaAbajo- XLV -

El sueño tranquilo de Catalina


Catalina y su esposo encontrábanse el uno frente al otro, en difícil y escabrosa situación.

La duda, esa cruel tortura del alma, convirtiéndose casi en certidumbre había penetrado, como un puñal, en el corazón del amante esposo; pero esta duda, lejos de apagar su amor, habíalo aumentado, y como sucede siempre, amaba con mayor anhelo, a medida que era mayor el temor que le asaltaba.

-¡Cómo! -decía, hablando consigo mismo,- habré probado la felicidad tan sólo cual un sarcasmo del destino, para gustar de ella, como de un delicioso sueño de horrible despertar. ¿Será preciso que a Catalina, a este ángel de bondad, a quien adoro como a un ser superior, y cuya conducta, no ha desmentido ni un momento la alta idea que de ella tuve formada; será preciso que en adelante la vea como una mujer pérfida, como sierpe que anidó en mi pecho, para morderme en el corazón? ¡Ah! no, imposible; no, el amor a mi edad no puede cegar hasta el punto de haberme yo dejado conducir como víctima inocente, en medio de la rama infernal, de este drama que se desenvuelve a mi vista. ¡Álvaro es el antiguo amante de Catalina! ¡Sí, de esto no me queda ya la menor duda! Y yo soy, yo quien se la ha traído a vivir a su lado... ¡Ah! ¡miserable! ni la cándida inocencia de Estela, ni la ciega confianza con que yo lo albergaba, fueron suficiente estímulo para detenerlo en sus pérfidos planes. ¡Ah! desgraciado de ti, tu vida es nada para pagarme tamaña deslealtad: largo me parece el plazo en que he de verte ir al cadalso, pero yo lo apresuraré, y la muerte será el castigo de tu culpa.

Después de un momento de meditación, como si una idea que aún le hubiera ocurrido surgiera de su mente, dijo:

-¡Qué horrible situación! ni aun me es dado saborear el placer de la venganza. Llevarlo al cadalso es darle el placer de morir por ella, es elevarlo ante los ojos de Catalina, elevarlo a la categoría de un mártir, de un amante sin igual, que muere por salvar el honor de su amada ¡ah!... Y en esos momentos el bondadoso y pacífico semblante del señor Guzmán encendíase de furor, y sus pupilas se llenaban de lúgubre y extraordinaria claridad. Y ese benigno y generoso anciano, no era ya un hombre que mira a otro hombre, ni un enemigo que mira a otro enemigo; era más, era la fiera que a lo lejos divisa al cazador que viene a sorprenderla en su apartada y feliz soledad.

Catalina lo veía, lo adivinaba todo, y como si temiera que sus lágrimas insultaran el dolor de su esposo, ocultaba su llanto, presentándosele tranquila y serena.

Algunas veces sucedía que mientras ella leía o bordaba, sentía sobre sí la mirada fija, investigadora de su esposo. Otras veces se le acercaba, y como si quisiera pedirla perdón por los pensamientos, que a su pesar surgían en su mente, acariciábala, y la colmaba de halagos, cual si deseara reparar oculta falta.

Un día, eran las cinco de la mañana, cuando se despertó Catalina sobresaltada. Le pareció haber sentido en la frente, algo como el roce de un objeto áspero. Incorporose y a la luz del alba, vio a su esposo que se alejaba volviendo a cerrar la puerta.

El desgraciado esposo había pasado la noche sin dormir, mirando el sueño tranquilo de Catalina. Comprendía que ese sueño de ángel no podía ser el de la mujer culpable: pensaba que si ella amara a Álvaro, si lo engañara a él, a él que tanto la amaba, que tanto la veneraba y tan ciega fe tenía en ella, no dormiría así, con la sonrisa apacible de los justos en los labios, y la aureola luminosa de los ángeles, en la frente.

Cuando vio rayar la luz del día, después de haber con templado toda la noche el semblante tranquilo de su esposa; sintió algo como si se solazara su espíritu, como si se calmara la tempestad de su corazón, y la luz del alba penetrara, disipando la lobreguez de su alma.

Por una de aquellas inexplicables coincidencias, que se llaman casualidad, suerte o felicidad, Catalina durmió bien aquella noche, después de largas noches de insomnio.

Como si el ángel bueno, apiadado de sus males, hubiera querido derramar dulce beleño, Catalina durmió soñando con una felicidad inmensa, que sólo en sueños podía atreverse a esperar.




ArribaAbajo- XLVI -

Estela y Álvaro


Un mes hacía que Álvaro permanecía preso e incomunicado.

Al fin, el día que le dieron a conocer la sentencia pronunciada por los jueces, le concedieron el bien de suspenderle la incomunicación.

Cuando Estela supo que podía hablar con su esposo, alzó los ojos al cielo y por primera vez, después de un mes de angustia y lágrimas, sonrió con indecible expresión de felicidad.

Media hora después, estaba a la puerta de la prisión de su esposo.

Este con la vista fija y los brazos cruzados, se paseaba con acelerados pasos, profundamente preocupado.

Estela quedó en el umbral de la puerta, contemplándolo temblorosa.

Hubiera querido penetrar con su mirada, en los abismos del alma de su esposo, llena para ella de misterios y sombras.

A pesar del ensimismamiento en que Álvaro se encontraba, sintió sobre sí, la mirada fija, observadora de su esposa.

El saludo de ambos jóvenes fue afectuoso y tierno.

De parte de Estela había ternura, entusiasmo, dolor; esa inexplicable mezcla de alegría y pena de dolor y gozo, que en ciertos momentos sentimos.

Estela reía y lloraba al mismo tiempo.

Él, profundamente conmovido con la presencia de Estela, estrechola en sus brazos prodigándole toda suerte de halagos.

La conversación fue tierna y afectuosa, hasta que naturalmente vino a tocar aquel punto oscuro, que como un abismo miraban ambos, queriendo alejarse de él.

Estela habló de varios planes de fuga que él no aceptó, manifestándole los inconvenientes.

Ella, al fin, desesperada, y dando a su acento toda la acerba expresión que de su corazón rebosaba, dijo:

-¡Ah! si tu quisieras, saldrías hoy mismo.

Álvaro hizo un movimiento al comprender toda la significación de estas palabras, y procurando tomar una actitud serena, dijo:

-Dime qué puedo hacer para salir hoy mismo.

-¿Qué puedes hacer? -replicó ella, levantando su pálido semblante anegado en lágrimas.

-Sí, dime qué debo hacer.

-¡Ah! tú lo sabes bien.

-No comprendo que quieres decirme.

Estela, con la dolorida expresión de la mujer que ama, y teme descubrir algo, que sería tan horrible como la muerte, dijo:

-Álvaro, tú no eres el asesino del señor Montiel.

Álvaro palideció súbitamente, como si estas palabras fueran un puñal que acababa de herir su corazón.

-Estela -dijo,- te ruego que no hablemos de esto.

-Esta contestación la esperaba, -dijo Estela, dejando caer con amargura la cabeza sobre el pecho, y dando de nuevo curso a sus lágrimas.

-¿Por qué quieres que hablemos de lo que comprendes que es horriblemente desagradable para ambos?

-Más terrible mil veces es la duda que me destroza el alma.

-La duda ¿de qué? -replicó Álvaro.

-Todo lo que ha sucedido es para mí un misterio.

-Misterio que tú mejor que nadie debes explicarlo.

-Sin embargo, no alcanzo comprender...

-¿Qué? -preguntó con ansiedad Álvaro.

-No alcanzo a comprender, -replicó Estela,- que es lo que te ha impulsado a cometer un crimen.

Álvaro calló un momento, su fisonomía se anubló como si le costara trabajo sostener la situación en que se encontraba, y luego con tono resuelto dijo:

-Nadie podrá convencerme que matar al asesino de mi padre, cumpliendo el juramento que le hice antes de morir; matarlo como yo lo he hecho, es un crimen.

Después de un momento Estela, estrechando las manos de su esposo y procurando dar a su voz suplicante, cariñoso tono, dijo:

-Álvaro, tú ocultas la verdad; tú no eres el infame asesino del señor Montiel: sí, el corazón me dice que tú eres inocente; que tú, no sé cómo ni de qué manera, te ves envuelto en una trama incomprensible que no alcanzo a descifrar, ni puedo explicarmela, por más que algo horrible se presenta muy claro a mi vista.

Estela calló. Álvaro estaba pálido, frío sudor bañaba su frente. Las palabras de su esposa cayeron en su corazón como gotas de plomo candente, sobre la dolorosa herida que el amor a otra mujer le causara.

Ya lo hemos dicho, él no era hombre de mal corazón, y costábale gran trabajo cometer una perfidia.

En ese momento hubiera él dado su vida por decir la verdad y poder abrir su corazón a la desgraciada joven a quien estaba obligado a fingirle pasión, o cuando menos, a ocultarle lo que sentía por otra mujer.

La ficción se avenía mal con su altivo y leal carácter.

Hubo un momento en que sintió impulsos de referirle todo lo que había acaecido, desde el día que la conoció; hubiera querido pedirle perdón, aunque sin reconocerse culpable, y jurarle ser para ella un amigo fiel y sumiso a su voluntad, ya que se sentía sin fuerzas para ser amante esposo; pero comprendió que si estos deseos estaban conformes con sus nobles y leales intenciones, eximiéndolo del rol indigno de esposo infiel, que se veía obligado a representar, eran crueles, cruelísimos, tratándose de Estela que tanto lo amaba, y a la que, debía hacer feliz, aunque para ello tuviera que sacrificar sus afectos y convicciones.

Otra consideración se presentó a su mente.

El honor y la felicidad de los esposos Guzmán estaba de por medio.

Revelar la verdad a Estela era lo mismo que revelársela al esposo de Catalina; era cometer una traición, casi una infamia, dando a conocer un secreto que comprometía el honor de la mujer amada.

Todas estas consideraciones pasaron por su mente rápidas como el pensamiento.

Después de corto silencio, Estela, estrechando entre las suyas la mano de su esposo dijo:

-¡Álvaro! ¡querido mío! ¿Por qué me ocultas la verdad? Háblame, dime una palabra que consuele este corazón que tanto te ama. Mi vida, Álvaro, está unida a la tuya, ¡como la yedra al árbol que la sostiene! Mira, escúchame, yo no vengo a pedirte sino el que vivas: y si tú quieres, puedes vivir: Háblame Álvaro. Si tu me lo ordenas dejaré de llorar, pero háblame. Yo creo que tu palabra será para mí bálsamo dulcísimo. ¡Ah! no sabes cuánto he sufrido. Y tú nada me dices, que me consuele; yo creía que luego que tú me vieras, me dirías todo lo que ha pasado. ¿Acaso yo vengo a reconvenirte? No, Álvaro, lo que tu me digas, eso creeré, porque nunca he dudado de tú lealtad, tú eres bueno; ¿Por qué habías de querer que yo muriera?, cuando acabo de probar la felicidad, que tú mismo me has dado, llamándome tu esposa; háblame, te lo ruego te suplico de rodillas.

Y Estela, sin que su esposo pudiera evitarlo se arrodilló ante él, mirándolo con suplicante y angustiada expresión.

Álvaro cogiéndola suavemente la levantó y acercando su silla, a la de ella, díjole con cariñoso tono:

-Cálmate, querida mía, ven, hablemos; puesto que así lo quieres, hablemos de este desgraciado suceso.

Estela mirándolo con ternura dijo:

-Álvaro, por piedad, dime la verdad, no me ocultes lo que hay en tu alma.

-Escucha, querida Estela, y, no dudes de lo que voy a decirte, -dijo él profundamente conmovido.

-¡Habla, habla! -exclamó ella mirándolo ansiosa.

-Tienes mucha razón al decir que, sin saber cómo, me veo envuelto en un lance que bien hubiera querido evitar; más aún, en los momentos en que ambos nos hallábamos; pero, ¡qué hacer! la fatalidad me arrastra y no es posible evitarlo.

-Mientras no conozca la verdad en todos sus pormenores tu conducta será para mi incomprensible.

-Pues bien, sábela de una vez, -dijo Álvaro con tono resuelto.

-¿Qué? -preguntó ella mirándolo aterrada.

-Que yo soy el asesino del Sr. Montiel.

-¡Tú! -exclamó Estela mirando fijamente a su esposo con expresión de duda y recelo.

-Sí, yo: ¿por qué negarlo? -dijo con entereza Álvaro.

-¡Luego Catalina es tu antigua novia! exclamó la joven más horrorizada de esta convicción que de las reveladoras palabras de su esposo.

-¿Y por qué te asustas de ello? entre yo y la Sra. Guzmán no hay más relación que la que debe haber entre personas que el respeto y el deber mantiene alejadas.

Estela casi no oyó estas palabras, tan absorta se hallaba en sus dolorosas reflexiones.

Desde que conoció a Álvaro, había sufrido tanto que ya no era esa candorosa y sencilla joven que conocimos.

La desgracia es maestra cruel y severa que en poco tiempo nos alecciona enseñándonos, a fuerza de rigores, cuantos escollos y abismos hay en la vida.

Aunque Estela acababa de decirle a Álvaro que no sudaría de sus palabras, esto no era verdad y sin darse ella cuenta, la desconfianza había penetrado en su corazón, al mismo tiempo que el dolor.

Su lenguaje mismo no era ya, como en otros días, dulce, sencillo, como fue su corazón.

Después de un corto silencio Estela, con amarga sonrisa dijo:

-Debes estar muy satisfecho; has realizado tu venganza a costa de mi felicidad.

Álvaro, dando a su voz un tono natural y tranquilo contestó - Confieso que he sido temerario: yo debí esperar mejor ocasión, pero, ¿qué quieres, amada mía? hay momentos en que no es posible dominarse. Mucho tiempo había ya soportado la presencia de ese infame, que me encendía la sangre y me torturaba el corazón. Confieso que he sido imprudente, pero si el señor Montiel viviera lo volvería a matar como lo he hecho.

Al oír estas últimas palabras Estela, con la voz entrecortada por los sollozos exclamó:

-¡Ah! necesitaba oírlo de tus labios, para creerlo. En tanto que a mí me parecían cortas todas las horas del día para pensar en ti y en nuestro enlace, tú te dabas a meditar planes, y a concertar venganzas, que, bien lo comprenderías, deberían ser un abismo que tú ibas a abrir a nuestra felicidad. ¡Mi felicidad! -repitió Estela con el acento de la más profunda amargura, como si en ese momento se acentuara más la cruel duda que la atormentaba- ¡Qué te importa ya, si has dejado de amarme!

Estela calló y luego continuó diciendo:

-Yo te entregué mi corazón, te consagré mi amor, y te hubiera dado mi vida, sintiendo tan sólo no poderte ofrecer algo que valiera más. ¡Y tú no has sabido estimar estas ofrendas! Y cuando yo llego a las puertas de tu prisión para concertar un plan de fuga que me devuelva tu vida, y con ella mi felicidad, te encuentro frío, adusto, resuelto a morir, sin pensar en mí, sin recordar siquiera, que con tu muerte, dejas una viuda que no te sobrevivirá un momento...

¡Oh! algo muy espantoso se presenta muy claro a mi vista.

Álvaro escuchó a su esposa sin atreverse a interrumpirla.

Luego, procurando dar a su voz acento tranquilo dijo:

-No me culpes, querida mía. La muerte de Montiel era para mí cruel e imperiosa obligación. Bien sabes que juré sobre el cadáver de mi padre, vengar su muerte; sin embargo, confieso que procedí impremeditadamente, atendida la situación en que tú y yo nos encontrábamos. ¡Qué hacer! ¿no me perdonarás esta falta, querida Estela?

Estela movió la cabeza con incredulidad, y asiendo a su esposo por el brazo díjole con voz enérgica:

-Álvaro, basta de ficciones, basta de mentiras que no alcanzan a cubrir la verdad.

-¿Por qué dices eso? -repuso él asombrado.

-Porque tú, por más que digas, no me convencerás de lo que no puedo creer.

-No comprendo lo que quieres decirme.

Estela calló un momento, luego con aire resuelto y aunque profundamente conmovida púsose de pie y dijo:

-Álvaro tú no eres el asesino del señor Montiel; pero sí eres el amante de su hija. Entre nosotros se ha abierto un abismo... ¡Adiós para siempre!... Y dio dos pasos dirigiéndose a la puerta; pero como si su cuerpo no obedeciera a su voluntad, se tambaleó como una persona ebria, y dando traspiés cayó desplomada sin sentido.

Álvaro corrió a recibirla y pudo apenas impedir que la cabeza de Estela chocara contra las piedras del enlozado.




ArribaAbajo- XLVII -

Una nueva desgracia


Era el 4 de Agosto y todos sabían en la casa del señor Guzmán, que la causa criminal que se seguía a Álvaro tocaba a su término.

¡Cosa rara! decían muchos: la historia criminal, no contará otro caso de un juicio que se haya terminado en el Perú en poco más de dos meses.

¿Qué había contribuido a acelerar el juicio criminal de Álvaro?

Dos pasiones que casi siempre son móvil de todas las acciones humanas: el interés y la envidia.

Los que creían inocente al acusado se interesaron, esperando captarse el favor del señor Guzmán y obedeciendo a sus ruegos, aceleraron el momento de darle una prueba de su desinteresada amistad.

Los que lo juzgaron culpable aceleráronlo para tener el placer de humillar al orgulloso anciano, que se creía invulnerable a los golpes de adversa suerte.

Lo cierto es que jamás se vio en Lima juicio que anduviera a su término más aprisa.

Estela estaba inconsolable. Una siniestra oscuridad parecíale que rodeaba todo lo que a su vista se presentaba.

Nada podía salvar a Álvaro, nada podría tampoco iluminar su espíritu, que no alcanzaba a ver más luz que la que el amor de su esposo la trajera.

Hacia tres días a la sazón, que veía en los semblantes de todos los que la rodeaban, algo, misterioso, sombrío, que la llevaba a presentir que alguna infausta nueva traía a todos acongojados y pesarosos.

Elisa, que siempre se manifestaba alegre y esperanzada, tornose también taciturna y cavilosa. Cuando su amiga la interrogaba sobre la cuestión que a todos llevaba preocupados, contentábase con responder: - Nada sabemos, temo que todo se descomponga.

Eran las cuatro de la tarde de un día frío y lluvioso.

Estela, escuchó los pasos de una persona que subía aceleradamente las escaleras.

Abrió la puerta que daba al corredor, y desde allí pudo ver a un hombre que, con una carta en la mano, subía las escaleras; ansiosa de noticias dirigiose al hombre preguntándole ¿qué decía?

-Traigo esta carta para la señorita Estela Guzmán de González.

-Soy yo, -dijo la joven adelantándose y tomando la carta que abrió precipitadamente. Antes de principiar a leerla dijo:

-¿Necesita contestación?

-No, señorita, contestó el portador de la carta, retirándose después de hacer un ligero saludo.

Estela corrió a su cuarto a leer esta carta que, sin saber por qué creía que debía traerle algún consuelo. Decía así:

Señorita de todo mi respeto:

Me hallo a la puerta del sepulcro, antes de morir quiero revelarle lo que ya antes de ahora revelé al señor Guzmán, padre de Vd.

Álvaro González es inocente del crimen de que se le acusa. Él salió del baile y se dirigió a su casa sin duda por algún asunto particular.

Yo, como cubano y patriota, desafié y maté al señor Montiel, y para que esta declaración que solemnemente hago, conste debidamente, dos escribanos certificarán mi firma.

Quiera el cielo que esta declaración sea suficiente prueba de la inocencia del señor Álvaro González, a quien tantos servicios debe la causa santa que defendemos los cubanos.

Esta carta traía la firma del joven y de dos escribanos de Lima.

Apenas concluyó Estela de leerla, volvió a salir, para ir a buscar a todos los de la casa, y enseñarles la prueba de la inocencia de su esposo; pero no bien hubo andado algunos pasos se detuvo. Una idea horrible cruzó por su mente.

La prueba de la inocencia de Álvaro ¿no sería prueba de su mayor culpabilidad?

Maquinalmente siguió caminando, hasta que se encontró tras la puerta del salón, donde se hallaban su padre, Elisa y algunos amigos de confianza.

Por un movimiento involuntario, Estela al ver, desde el sitio donde se hallaba, a tantas personas, guardó la carta que acababa de recibir.

En ese momento entró al salón don Lorenzo. Estaba pálido y demudado.

-¿Qué hay? -preguntáronle todos a una.

-La sentencia ha sido confirmada por la Corte Superior, -contestó el buen hombre con el semblante angustiado, y limpiándose el sudor como si se hallara en pleno verano.

-¡Dios mío, qué horror -exclamó Elisa juntando las manos sobre el pecho.

-¡Pobre Estela! -repuso el señor Guzmán.

En otras circunstancias, esta exclamación hubiera encerrado, todo el dolor de un padre amante que ve acercarse una horrible desgracia que va a herir el corazón de su hija; ahora que luchaban dos afectos, esta exclamación, fue fría, quizá estudiada, como si en su corazón hablara más alto el amor de esposo que el de padre.

-Aún nos queda la Corte Suprema, -dijo uno de los amigos del señor Guzmán.

-La Corte Suprema confirmará la sentencia, puesto que todo es desfavorable para Álvaro, -agregó el señor Guzmán con voz acerada y sentenciosa.

Un sollozo ahogado salido de entre los cristales de la puerta, respondió a estas palabras. Nadie fijó la atención, y uno de los circunstantes preguntó:

-¿La Corte Superior ha confirmado en todas sus partes la sentencia?

-Sí, -respondió desolado don Lorenzo- Álvaro está sentenciado a muerte.

Un grito desgarrador y el ruido de un cuerpo que caía desplomado dejose sentir tras de la puerta.

Todos corrieron y encontraron a Estela privada de sentido, presa de horribles convulsiones...

Como si un velo hubiérase descorrido a su vista, Estela, después de escuchar las palabras de su padre, abarcó toda la inmensidad de aquel caos en que iba a hundirse su felicidad.




ArribaAbajo- XLVIII -

Catalina en el dormitorio de Estela


Desde este momento Estela no dio razón de lo que por ella pasaba.

La congestión cerebral presentose acompañada de una fiebre de más de cien pulsaciones, que trajo por consecuencia el delirio.

Acababan de sonar las diez de la noche.

Los espaciosos salones de la casa del señor Guzmán, estaban apenas alumbrados por una débil luz que contrastaba con los lujosos tapices que decoraban las habitaciones.

Un sepulcral silencio reinaba en toda la casa.

Sólo en el dormitorio de Estela sentíase el rumor que producen varias personas que hablan quedo y caminan apresuradamente, aunque sin golpear el piso.

Todos entraban y salían con el semblante angustiado.

Acababan de aplicarle una copiosa sangría a Estela. Esta era la causa de la agitación que se notaba.

El doctor al salir, dijo a don Lorenzo:

-Creo pasará tranquila la noche; es necesario dejarla dormir. El sueño es, en este momento el mejor medicamento que podemos darle.

Elisa y Andrea, algo retiradas de allí, habían escuchado las palabras del doctor: -Ella estará tranquila con tal que no vuelva a ver a Catalina, decía Elisa.

En este momento se acercó don Lorenzo, y con el semblante compungido y bajando la voz, dijo:

-El doctor recomienda mucha tranquilidad. Es necesario que nos retiremos todos: yo velaré en la pieza contigua, por si es necesario llamar a alguna persona.

-Yo descansaré recostada en un sofá, -dijo Andrea.

Un momento después, todos se retiraron para dejar a Estela, como había recomendado el doctor, en la más completa tranquilidad.

Poco después, Catalina salió de su dormitorio y atravesando los grandes salones que la separaban de las habitaciones de Estela, se dirigió hacia el dormitorio donde se hallaba ésta.

Al verla con su severo y largo vestido de luto, con su pálido y macilento rostro, diríase que era uno de esos fantasmas con que la imaginación de las gentes ignorantes y sencillas, pueblan las tinieblas. Una de esas almas que vagan por este mundo, buscando su perdida felicidad.

En los pocos días que han trascurrido desde que hemos dejado de verla, ha enflaquecido notablemente.

El sonrosado de su tez, hase tornado pálido mate, y el círculo del ojo ha tomado color amoratado, que le da expresión de gran sufrimiento.

Sí, Catalina sufría, y sufría horriblemente.

El dolor silencioso, es el dolor más horrible: así como el fuego que se reconcentra, abrasa y devora con mayor fuerza.

Hay naturalezas que son para el dolor lo que ciertos metales para el fuego: no se funden sino a un calor elevadísimo. Tal era Catalina.

Cuando llegó al aposento de Estela se detuvo y miró a todos lados: estaba sola.

Lenta y majestuosa adelantó hasta colocarse delante del lecho de Estela, que, con las manos cruzadas sobre el seno, dormitaba tranquilamente. Su pálido semblante aparecía circuido por los rizos de sus rubios cabellos y sus ojos hundidos, parecían apagados y extintos, oscurecidos por sus amoratados párpados. De vez en cuando agitaba ligeramente los labios como si el delirio que poco ha la hiciera hablar en alta voz, continuara agitando su espíritu.

Más de veinticuatro horas hacía que Catalina no veía a Estela; al verla un movimiento de asombro, casi de espanto, la detuvo un momento.

La enfermedad y el sufrimiento habían desfigurado el semblante de la joven.

Después de corto momento de muda contemplación, arrojó doloroso suspiro exclamando: ¡Pobre Estela!

Al volver la vista en torno suyo miró con atención el gabinete de Estela.

Con poca diferencia estaba todo tal cual estuvo el día del matrimonio.

Todo revelaba que aquella alcoba había sido preparada para encerrar bajo sus lujosos tapices la felicidad de dos esposos, mas no la horrible amargura de la que en ese momento creíase próxima a enviudar.

El mueblaje, lo mismo que las cortinas y los cobertores de su lecho, eran de raso celeste bordados con seda blanca.

Aunque alumbrada por la tenue claridad de un quinqué, aquella estancia tenía toda la lujosa y elegante apariencia del dormitorio de una novia.

Catalina volvió a contemplar a Estela y dos lágrimas desprendiéronse de sus hermosos ojos y fueron a perderse entre los pliegues de su vestido de luto.

Como si cayera postrada por el peso de su infortunio, dejose caer de rodillas y apoyando la frente en el lecho, dijo:

-¡Perdón, Estela, yo no soy culpable!

Estela hizo un ligero movimiento como si hubiera reconocido esa voz. Luego con la fisonomía impasible de los sonámbulos y como si continuara un sueño principiado mucho ha, dijo:

-¡Siempre esta voz, siempre ante ¡ni vista su fatídica figura!...

Luego, cambiando de tono agregó: -Yo no podré curarme mientras la vea... ¡Elisa, aleja de mi vista a esa mujer! bien sabes cuanto daño me causa su presencia.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡ten compasión de mí! -exclamó Catalina levantando al cielo los ojos y las manos con ademán desesperado.

Estela, sin cambiar de postura y con la misma entonación pausada e igual del enfermo que repite por la centésima vez, una idea fija en su mente dijo:

-Álvaro la ama, la ama, hasta preferir la muerte que de mí lo separa a la vida lejos de ella.

¡Infame! mientras mi buen padre, que la hizo su esposa la colmaba de caricias, ella lo traicionaba, y cuando yo la llamaba madre, ella meditaba sus pérfidos planes. Como el ángel del mal, vino a traernos a todos la desgracia y el infortunio: su presencia, como la de un espíritu maligno, se dejó sentir cerca de mí, por influencias fatales. Y hoy ¿por qué no puedo alejarla? su imagen me persigue aún en sueños. ¡Qué desgraciada soy! Y no poderla alejar, no poderla maldecir, arrancándole la máscara de bondad con que se cubre.

¡Ah! ¡maldita seas, Catalina!... Mi padre deshonrado, su hija viuda, Álvaro infamado con muerte afrentosa... ¡He aquí el cuadro espantoso que nos rodea!

Estela calló un momento.

Dos gruesas lágrimas corrieron de sus ojos hasta humedecer el almohadón, en que tenía recostada la cabeza.

Catalina la escuchaba ansiosa, pálida y con la fisonomía contraída por el dolor.

-Álvaro no es el asesino del señor Montiel, -continuó diciendo Estela.- Álvaro no puede ser criminal: él pasó la noche con ella, con esa infame, que me arrebata su amor. Nadie sino ella, podrá salvarlo, pero no lo salvará porque no lo ama.

-¡Dios mío! -exclamó Catalina en el colmo de la amargura y dejó caer su cabeza sobre el lecho de Estela.

En ese momento ésta abrió los ojos y miró en torno suyo como si buscara algo.

Catalina alzó la cabeza y la miró con ternura como si intentara suplicarle que no la acusara.

No bien húbola reconocido Estela, cuando lanzándose violentamente al lado opuesto, dio un agudo grito y dijo:

-¿Por qué me persigue esta mujer? ¡Elisa! ¡Andrea! ¡ah!-y dejándose caer ocultó el rostro entre los cobertores del lecho.

En ese momento aparecieron entrando por distintas puertas D. Lorenzo, Andrea y Elisa, éstas corrieron asustadas hacia Estela, mientras que D. Lorenzo dirigiéndose a Catalina- Señora -le dijo- el médico ha recomendado sumo silencio y completa tranquilidad para la señorita Estela, cualquiera impresión desagradable podría matarla.

-Lo sé, amigo mío, -contesto con tristeza ella.

Don Lorenzo miró a Estela que, aterrorizada, tenía aún la cabeza oculta, hablando y sollozando al mismo tiempo, y luego dirigiéndose a Catalina dijo:

-Señora, ya ve Vd. cuánta impresión le hace la vista de cualquiera persona; es preciso velar por su tranquilidad.

En ese momento se descubrió el rostro Estela, e incorporándose, hasta levantarse sobre sus rodillas, dijo:

-Sí, ¡alejen a esa mujer de mi presencia! Que al menos no saboree el placer de regocijarse, con mis lágrimas -luego dirigiéndose a Catalina con enérgico ademán, dijo: -Salga Vd. de aquí señora, si no quiere Vd. que yo muera maldiciéndola y revelando al mundo entero el secreto que me mata, salga Vd. presto de aquí.

Catalina palideció aún más de lo que estaba: dio dos pasos para apoyarse en el respaldo de un sillón, miró a Estela con expresión suplicante, y con la voz ahogada, dijo:

-¡Me acusa y soy inocente!

-Por piedad, señora, salga de aquí, -dijo don Lorenzo, prestando su apoyo a Catalina, que, desesperada y sin tino, salió del aposento de Estela y se dirigió a su dormitorio.

Al dirigirse Catalina poco antes donde Estela, había llevado la intención de revelarle todo lo que había pasado entre ella y Álvaro. Pensó que la verdad no era para ella desdorosa, y que dejarla conocer era rehabilitarse ante los ojos de la hija de su esposo.

Catalina había pensado también jurar a Estela que salvaría a Álvaro, aunque fuera a costa de su honra; salvarlo a todo trance, aunque para ello tuviera que revelar públicamente, que aquella noche Álvaro había estado en su aposento a la hora en que se consumaba el asesinato.

Bajo estas impresiones fue que Catalina se dirigió donde Estela, esperando poder hablarle como a hermana, como a amiga, para recoger, en cambio de su abnegación y de sus sacrificios, palabras de tierno afecto y sincero perdón.

Ya hemos visto como Estela, bajo la influencia de la fiebre y el delirio, la dejó oír sólo palabras de terrible acusación y cruel reproche.

Cuando Catalina llegó a su aposento, se dejó caer sobre un canapé, exclamando:

-¡Horrible castigo para tan involuntaria falta!...




ArribaAbajo- XLIX -

¿Hay esperanza?


Las palabras de Estela, quedaron impresas en el alma de Catalina, como un candente hierro las hubiera grabado.

A las ocho de la mañana, sintió los pasos del médico que venía a ver a Estela y corrió donde él.

-Doctor, -díjole,- ¿qué piensa Vd. de la enfermedad e Estela? ¿la cree Vd. mortal?

-Anoche la dejé en un gran peligro, no sé como haya pasado la noche, volveré a contestarle a Vd.

-Lo espero aquí, -dijo Catalina.

Poco después volvió el médico, y moviendo tristemente la cabeza, dijo:

-El caso es muy serio.

-¿Lo cree Vd. de muerte?

-Si de hoy a mañana no se opera un cambio favorable, dificulto su salvación.

-¿Y qué pudiera influir para operar ese cambio favorable? -preguntó con ansiedad Catalina.

-Los medicamentos son en estos casos de poca eficacia, -dijo el doctor.

-¿Y qué podríamos hacer?

-Lo que sería preciso hacer, no depende ni de Vd. de mí, -contestó con tono indiferente el doctor.

-Hable Vd. amigo mío, -repuso angustiada la señora de Guzmán.

-Soy de opinión, -contestó él,- que sólo haciendo desaparecer la causa de la enfermedad, es decir, el pesar que la ha ocasionado, podría salvare la enferma.

-¡Ay! ¡Comprendo! -exclamó Catalina.

El doctor quedó pensativo largo rato, después dijo:

-Podríamos recurrir a un medio.

-¿Cuál?

-En cuanto pueda comprender lo que se le hable, dígale Vd. que su esposo ha salido absuelto del crimen que se le imputa.

-¿Tan mal está, -dijo asombrada Catalina,- que no comprende lo que se le habla?

-Malísimamente; hay completa enajenación mental, y una fiebre de más de cien pulsaciones.

-¡Dios mío! -exclamó la señora de Guzmán,- luego ¿corre peligro de muerte?

-Sí, peligro inminente.

-¿Cree Vd. que se cure, dándole el convencimiento de que su esposo se ha salvado? -preguntó con grande interés Catalina.

-Señora, la ciencia y también la experiencia me traen esa convicción.

-¡Ah! -exclamó la señora Guzmán con indecible expresión de alegría,- aún nos queda ese recurso.

-Sí, nos queda ese recurso, aunque corremos el riesgo, de que en el momento en que conozca la realidad, sufra retroceso mucho más peligroso.

-¡La realidad! -repuso ella sin comprender lo que quería decir el doctor.

-Sí, la realidad, señora, porque Vd. no ignora que el esposo de la señorita Estela está condenado a muerte.

Catalina palideció mortalmente, y con voz ahogada y apenas perceptible, contestó:

-Sí, lo sé.

-Si pudiéramos sostener el engaño hasta que ella convaleciese, podría darnos un buen resultado, pero esto es casi imposible, y temo que salgamos mal en nuestra prueba.

-Descuide Vd. doctor, yo haré lo posible porque todo salga bien.

-Si alcanza Vd. engañarla hasta que pase la fiebre y recupere la razón, es probable que pueda salvar, -dijo él sonriendo con incredulidad.

-Ya veremos lo que puedo hacer, -contestó la señora de Guzmán con aire misterioso

Después que se hubo retirado el doctor, Catalina se retiró a sus habitaciones a meditar las palabras del médico, las que pesaron sobre su corazón, con la inmensa pesadumbre de las faltas irremediables.

Cuando Catalina se preguntó a sí misma ¿qué haré? su corazón y su razón, de acuerdo, contestáronle: -salvar a Álvaro: -¿De qué modo? He aquí que a esta pregunta surgía un mundo de dificultades, de inconvenientes, que eran otros tantos abismos insalvables.

En medio de este caos, una idea presentábasele clara y distintamente: Álvaro iba a morir, y ella era la causa de esa muerte, y aunque causa involuntaria; se creía en el deber de salvarlo, para devolvérselo a Estela.

-¡Y pensar, -decía- que con una sola palabra podría librarlo de ese suplicio, de esa muerte ignominiosa, y devolverle su felicidad, su vida, la estimación del mundo! Sí, con una sola palabra, puedo devolvérselo a Estela, puedo llevarlo a los brazos de esa infeliz criatura, que hoy se acerca al sepulcro, víctima de inmensa desventura. ¡Ah! con una sola palabra puedo causar inmensos bienes, pero ¿podré decirla? ¡No! ¡imposible! Mi honor, el de mi esposo, están de por medio. ¡Ah, ¡Dios mío! ¡Álvaro morirá, y yo cargaré sobre la conciencia, el peso de eterno remordimiento!... ¡Y no puedo, no debo salvarlo!...

Detúvose un momento; por una de esas frecuentes reacciones, su pensamiento, dando una vuelta, presentole otro hemisferio; éste tenía algo que la deslumbraba, algo que a su pesar la atraía.

-Álvaro va a morir, -decía,- va a morir por salvar mi honor. Y yo ¿qué debo hacer? Al dirigirse esta pregunta, veía de antemano formulada en su mente esta repuesta: -Imitar su ejemplo; sacrificar el honor para salvarle la vida.

Luego, como si esta idea la espantara, agregaba: -Cuán pequeña me considero con mis vacilaciones, mis temores y recelos, cuando me comparo con él, que arrostra sereno y valeroso la horrible muerte que le espera.

Y cual si quisiera disculparse a sí misma dijo: -Si yo arrostrara sólo la muerte, tendría más valor, pero la deshonra ¡Dios mío! ¡que situación tan espantosa!

Catalina se cubrió el rostro, y por largo tiempo su pensamiento enmudeció como anonadado por el peso de sus reflexiones.

¡El honor! exclamó levantando su hermosa cabeza, cuya corrección de líneas, dábanle perfil escultórico:¡el honor! he aquí una palabra que, en ciertos momentos, es un enigma, más aún, es un caos. Yo soy inocente, ¡Cuántos sacrificios he hecho para conservar inmaculada esta virtud, la única que me da derecho a llamarme honrada! ¡cuántos sacrificios que nadie comprende, que nadie conoce, ni tampoco estima! Y al hacer uno nuevo, que me realza a mis ojos y me enaltece a los del hombre que amo, tiemblo, trepido, me siento débil... ¡Ah! no, ese sacrificio lo haré, sí, ¡lo haré!

Y como si la acción apoyara su pensamiento, levantó la mano y movió la cabeza con firme y resuelto ademán.

Luego, cual si quisiera darse a sí misma una explicación, dijo:

Yo debo proceder así, me lo pide el corazón y me lo ordena la razón. La vida de Estela, la de Álvaro, el deber y la felicidad misma, se salvarán.

Mi esposo ¡ah! ¿por qué lo olvido a él que es tan bueno? A mi pesar me ocurre la idea de que él vivirá pocos años, y la felicidad de los que se acercan a la tumba, debe pesar menos que la de los que aún tienen que vivir largos años.

Después de un momento de reflexión dijo como para consolarse del mal fue podía causar a su esposo: Yo soy inocente, y si él me ama verdaderamente, creerá mis palabras, y me perdonará. Catalina dejó caer la cabeza entre las manos, como si apelar de sus reflexiones, el péndulo atormentador de la conciencia golpeara sobre su corazón.

Al fin, venciendo todas las perplejidades de su espíritu, y llevando ambas manos al corazón dijo:

-Tú me dices lo que debo hacer y te obedeceré. Álvaro se salvará. Estela será feliz, y yo, ¡ah! ¡yo viviré satisfecha pues que he cumplido mi deber, y si alcanzo el perdón de mi esposo se completará mi felicidad!




ArribaAbajo- L -

Catalina intenta salvar a Álvaro


Dos días después, la señora de Guzmán, en uno de los lujosos salones de su departamento, hablaba con aire misterioso, y en voz baja con un individuo al que no ha mucho vimos en el teatro.

Es el mismo que refirió al señor Montiel y a ella, la manera como después de estar prisionero y sentenciado a muerte, Álvaro le salvó la vida, o más bien diremos se la perdonó por sólo haber invocado el nombre adorado de Catalina.

Suponemos que no se habrá olvidado que al encontrarse de la manera más imprevista, con Álvaro, el señor Venegas le dijo:

-Señor González, si algún día tiene Vd. necesidad de mí, no olvide que le debo la vida.

A lo que Álvaro, muy lejos, por entonces, de llegar al trance terrible en que se hallaba, contestole con aire indiferente- Gracias, señor Venegas.

Catalina, que había oído esas palabras, pensó que nadie mejor que el buen español podría acompañarla en su propósito de salvar la vida a Álvaro.

Cuando Catalina se dirigió a él, ya Venegas había movido cuantos resortes estuvieron a su alcance, y esperaba verificar la fuga de su antiguo benefactor.

Después de un corto silencio, el señor Venegas se levantó y dijo:

-A las siete en punto estaré en la puerta de la Intendencia y la acompañaré hasta la prisión del señor Álvaro González.

-Le quedaré eternamente reconocida, -contestó Catalina, poniéndose de pie y acompañando hasta la puerta del aposento al buen español, el que antes de salir miró cautelosamente a ambos lados como si deseara no ser visto.

Catalina también miró con recelo, hacia el lado por donde se alejaba el Sr. Venegas y cuando lo vio desaparecer exclamó:

-¡Al fin voy a verlo! me arrojaré a sus pies y le pediré que se salve, que viva, ¡aunque viva sólo para Estela! ¡Qué horrible sacrificio... Álvaro! ¡Álvaro mío! ¡si tú alcanzarás a comprender mi suplicio, comprenderías cuanto te amo!

Y Catalina, con el semblante iluminado por el amor y la esperanza, parecía una diosa digna de personificar, en la antigua mitología, los sentimientos más puros y bellos del humano corazón...

Las siete de la noche sonaban cuando se detuvo delante del cuartel de la Intendencia de policía un coche, del que descendió precipitadamente una mujer, cubierto el rostro con el espeso encaje de una manta puesta al uso del país, y que le ocultaba casi por completo el rostro.

En el momento de poner el pie en el estribo un hombre de simpático aspecto acercose a ella y tendiéndole la mano díjole:

-Ha sido Vd. muy puntual: todo está arreglado.

-¿Puede pasar sin cuidado? -contestó ella

-Sígame Vd., -dijo el señor Venegas, que era el que había esperado a la señora de Guzmán para conducirla, conforme a su promesa, a la prisión de Álvaro.

El centinela no dio el alto de ordenanza y ambos pasaron sin tropiezo alguno; dirigiéndose hacia el costado donde quedan los cuartos que sirven de cárcel a los presos.

Al atravesar el primer patio, Catalina sintió flaquear sus fuerzas y con un movimiento de involuntario terror se asió al brazo de su generoso conductor.

-No tema Vd. nada, -dijo éste- igualando su paso al de su bella acompañante.

-¡Gracias! -contestó ella sin poder contener el temblor que estremecía todo su cuerpo.

-Aquí está, -dijo el Sr. Venegas señalando una puerta entornada, y que dejaba escapar la luz que estaba encendida en el cuarto.

-¿Llamaremos? -preguntó la señora de Guzmán pudiendo apenas articular estas palabras.

En el momento en que el buen español levantaba la mano para tocar la puerta, ella lo detuvo y asiéndolo por el brazo dijo: -¡Todavía no!

-Está Vd. muy conmovida, -dijo él mirando a Catalina que temblaba hasta el punto de no poderse sostener es pie.

-¡Ah sí! -contesto ella cubriéndose el rostro algo más con el encaje de su manta para ocultar una lágrima que rodaba por su mejilla. Luego, como si hiciera un supremo esfuerzo, dijo:

-Vamos, no perdamos tiempo, -y pasó empujando al mismo tiempo la puerta, que se abrió sin ruido.

Álvaro que escribía a la luz de un quinqué, levantó bruscamente la cabeza, y al ver una mujer cubierta, arrugó ligeramente el ceño, murmurando entre dientes:

-Otra vez Estela ¡qué martirio!

Tan lejos estaba Álvaro de esperar la inmensa felicidad de ver a Catalina, que en el primer momento creyó que la mujer que tenía delante era Estela, sin notar que ésta era de más baja estatura y algo más delgada que Catalina.

Recordó la dolorosa y desagradable explicación a que dio lugar su visita y sintiose profundamente contrariado, al pensar que volvería a repetirse.

Con un movimiento de involuntario disgusto, púsose de pie y permaneció mirando a la que el creía ser su esposa, luego con la voz un tanto destemplada, dijo:

-Haces mal en venir a esta hora.

Catalina guardó silencio, miró a la puerta y vio que el señor Venegas se había quedado al lado de afuera sin atreverse a penetrar en la prisión. Luego vio que la puerta volvía a cerrarse, quedando algo entornada. Sintió los pasos del señor Venegas que se retiraba, lo que le dio a comprender que estaba completamente sola.

Dio dos pasos adelante y levantándose el velo, dejó completamente descubierto su pálido y hermosísimo rostro, y con voz ahogada y breve, dijo:

-¡Álvaro! He venido a salvarlo a Vd.

Álvaro transportado de júbilo, corrió hacia la joven y estrechando sus manos, las llevó al corazón, exclamando:

-¡Catalina, mi adorada Catalina! tú vienes a salvarme, luego tú has pensado en mí, tú has sufrido por mí, tú me amas aún... ¡Oh suprema felicidad!... ¡Y yo que creía haber perdido tu amor! ¡Vienes a salvarme! ¡Gracias! Ya me has salvado, me has salvado de lo que era para mí, más horrible que la muerte misma, la duda de tu amor. Saber que tú me amas y que estimas mi sacrificio y lo comprendes, ¡oh! esto es todo lo que yo ambicionaba, es todo lo que me emocionaba esperar.

Catalina, desfallecida de emoción, cedía involuntariamente a la atracción de las palabras de su antiguo novio, y sin poderlo evitar, sintiose estrechada en sus brazos, y como la flor doblada por el aquilón, inclinó su frente apoyada en el hombro del joven que, ebrio de amor y felicidad, continuó diciendo:

-Catalina, mi bella Catalina, dime que no es un sueño lo que en ese momento estoy viendo: dime que no eres una de esas visiones encantadoras que tantas veces toman tu forma para consolarme un momento y desaparecer luego. ¡Habla! dime cómo has venido. Muchos inconvenientes tuviste que salvar, ¿no es verdad? ¡Ah! ¡tú has sufrido por mí! ¡Gran Dios! ¿cómo podré pagarte este sacrificio? Pero ya tu me verás morir sereno, tranquilo, tal vez contento con la idea de que muero por ti...

En este momento la señora de Guzmán, como si volviera del éxtasis que la embargaba, desasiose de los brazos del joven, y tomando grave expresión, dijo:

-Álvaro, yo he venido a salvarte. Todo está preparado: he traído vestidos dobles y tú podrás fugar, quedando yo en tú lugar.

Álvaro, sonrió con la suprema satisfacción del enamorado que recibe la mayor prueba de amor, que puede darle su amada.

-¡Fugar yo, sin ti! -exclamó con la sonrisa de la duda y del amor satisfecho.

-Sí, yo te lo ruego, -exclamó ella plegando las manos en ademán de súplica.

-La vida lejos de ti, no tiene para mi precio ninguno.

-¡Ah! -exclamó ella como si viera hundirse todo el plan que con tanto esmero había urdido.

Álvaro miraba a Catalina, no con la mirada de gratitud del hombre condenado a muerte, y al que se le presenta la ocasión de salvarse, sino más bien con la mirada apasionada del amante que ve llegar a su amada arrostrando toda suerte de peligros, para darle la más elocuente prueba de su amor.

Catalina comprendió que necesitaba desviar a su amante de la situación en que se encontraba, y procurando dar a su voz toda la gravedad que le fue posible, con expresión severa, dijo:

-Señor González, la situación en que ambos nos encontramos está sembrada de grandes peligros y amenazas; amenazas que comprometen la vida de Vd. y mi amor. Mirar estos peligros con indiferencia e impasibilidad, es ligereza e imprevisión; más aún, es falta imperdonable, pues que a ellos se encadenan, la felicidad, la tranquilidad, de seres para con los que ambos tenemos grandes y sagrados deberes. ¡Álvaro! en nombre de esos deberes, en nombre de nuestra pasada felicidad, yo le pido que se salve, le pido que viva, que huya...

Y sin que Álvaro pudiera evitarlo, la señora Guzmán dobló ambas rodillas y postrose a los pies del joven con el semblante acongojado y la voz suplicante, y asiéndole una de las manos continuó diciéndole:

-Todo está arreglado, el señor Venegas lo aguarda a la salida, y lo acompañará hasta que esté Vd. fuera de peligro.

Y después de un momento, en un arranque, de desesperado amor agregó:-Álvaro, huye, yo te lo ruego. Escúchame, si tú mueres yo moriré contigo, es tu antigua novia, es tu Catalina la que te lo suplica y tú no puedes desatenderla.

Álvaro con la mirada iluminada por la felicidad y el semblante contraído por la emoción, estrechaba las manos de Catalina, diciéndole:

-Sí, huiré y accederé a todo lo que me pides, con tal que no sea alejarme de tu lado. Huiré hasta el fin del mundo; hasta donde no hallaremos más que la tierra y el cielo, únicos testigos de nuestra felicidad... Ven Catalina y verás cómo, a tu lado, tengo valor para arrostrar todos los peligros y desafiar todas las iras sin importarme el que vengan del cielo o de los hombres.

Catalina meditó un momento, y luego como si obedeciera más que a su corazón a un premeditado pensamiento, dijo:

-Usted debe vivir para Estela, para esa desgraciada joven a la que sin querer hemos conducido al borde del sepulcro, víctima del más espantoso suplicio.

Álvaro hizo un movimiento lleno de tristeza y amargura y dijo:

-Es a nombre de Estela que me pide Vd. que vi va, ¡ah! Lo comprendo. Es ella la que le ha pedido este sacrificio. ¡Y yo que creía haberlo merecido!... yo que creía ver llegar a la mujer amada, para decirme ¡huyamos! ¡ah! perdóname Vd. señora: cuando se ama como yo la amo, es tan fácil forjarse ilusiones, sin pensar que serán desvanecidas por la misma mujer que supo inspirarlas. Perdone Vd. señora, a mi pesar, le he hablado un lenguaje que no debía emplear con Vd.

Catalina quiso desviar de este punto la conversación y procurando serenarse, se sentó tranquilamente en la silla de madera en que pocos días antes estuvo Estela.

-Señor Álvaro, -dijo con tono severo,- es necesario que meditemos con calma, y hablemos con tranquilidad.

-Hable Vd. Señora -dijo él con tono de tristeza.

La sentencia de muerte dada en primera instancia, ha sido confirmada por la Corte Superior.

-Lo sé, -contestó con tristeza Álvaro.

-Mi esposo trabaja activamente para que sea confirmada por la Corte Suprema.

-Desde que me leyeron esa cruel e injusta sentencia, comprendí que el señor Guzmán había alcanzado arrancarla, prevalido de sus influencias. Todo lo comprendo, necesita de esa sentencia para realizar una venganza.

-No se trata de una venganza sino de una convicción, -contestó Catalina con expresión de profunda amargura.

-Lo sabe todo, ¿no es verdad? -dijo con voz tranquila Álvaro.

-Sí, lo sabe, o cuando menos lo adivina todo; pero no sabe ni adivina lo que me es favorable, lo que podía darme tranquilidad, para mirar el porvenir sin ruborizarme en su presencia, sin temblar ante sus acusaciones.

Al escuchar estas palabras, Álvaro, comprendiendo que Catalina aludía a su inocencia y a su actual inculpabilidad, dijo con amargo sarcasmo.

-Sí, tiene Vd. razón, señora, si lo supiera todo, sabría que, si en otro tiempo me amó la que es hoy su esposa, ese amor se ha extinguido por completo, quedando sustituido por una compasión, muy digna de admiración ciertamente, pero que se le da al primero que se acerca a nuestra puerta; esa compasión, señora, es la que la ha traído a Vd. hasta aquí. Ha venido Vd. a salvar a un desgraciado, a un insensato que ha resuelto morir por una mujer que no lo ama... Gracias, gracias, señora; pero puede Vd. volverse, porque ese desgraciado, ese insensato no acepta ningún sacrificio impuesto por la necesidad o dictado por la compasión.

-Álvaro, es Vd. injusto y cruel.

-Señora, - repuso Álvaro con amargura,- desde que ha principiado Vd. a hablarme ha procurado hacerme comprender que no es Catalina, la angelical y bella joven que yo amaba en otro tiempo y que por mi mal he continuado amando hasta hoy, la que viene a salvarme la vida, sino la señora de Guzmán, la esposa del padre de Estela, que viene a cumplir un deber, que viene a descorrer el velo que podía embellecer los últimos momentos de mi existencia, diciéndome: vive; porque tu deber es vivir, porque tu vida es necesaria a la felicidad de otra mujer; vive para cumplir un deber... ¡Ah! señora, he sacrificado toda mi existencia al cumplimiento de mis deberes y a la felicidad de los que me rodeaban, déjeme Vd. disponer de mi muerte en cumplimiento de un deber que el amor me dicta.

-Pero la muerte que le aguarda es ignominiosa y horrible.

-¡Qué importa! aunque me esperara el más espantoso suplicio, lo arrostraría tranquilo; -y con apasionado acento agregó:- la muerte, el martirio mismo es la suprema aspiración de los corazones que aman como el mío.

Catalina inclinó la frente para ocultar su emoción; por un momento no supo qué contestar a las apasionadas palabras del joven.

Sentíase anonadada.

Después de un momento, con voz conmovida elijo:

-Álvaro, amigo mío, no perdamos un tiempo precioso en discutir sobre los móviles que aquí me han traído, no quiera Vd. hacer estéril mi sacrificio, ya que hasta aquí tan feliz he sido. Sí, yo se lo ruego. ¡Álvaro! sálvese Vd.

-Catalina, estoy listo a huir, pero ha de ser en tu compañía. De otra amanera, imposible, prefiero la muerte.

La señora de Guzmán quedó pensativa un momento con la mirada fija y la respiración agitada; luego, poniéndose de pie con ademán resuelto dijo:

-¡Entonces, señor González, nada tengo que hacer aquí; vine a salvar la vida de un hombre de cuya muerte era yo la causa, y aunque causa involuntaria, creí que era deber mío hacer este sacrificio; si no lo acepta Vd. nada tenemos que hablar! ¡Adiós!

Y Catalina, con la imponente altivez de una reina, dirigiose a la puerta, resuelta a retirarse, Álvaro corrió hacía ella y deteniéndola con el ademán y el gesto díjole:

-Una palabra más, por piedad, Catalina. Dime que estimas mi sacrificio y qué comprendes el móvil que me lleva a él.

-¡Adiós! -contestó ella abriéndola puerta para salir.

-Catalina, no me prives del único consuelo que puede endulzar los últimos instantes de mi vida; una palabra, una sola y muero feliz: ¿Me amas como yo a ti?

Catalina detúvose un momento y al fin con voz conmovida dijo:

-Huye y luego te lo diré.

-Huir dejándote a ti en mi prisión, sería cobardía que me haría indigno de tu amor.

-Pero es que no hay otro medio, -contestó Catalina con desesperación.

-¡Ah!, Dios mío, -replicó Álvaro llevándose ambas manos a la frente.

-Salvate tú, y después, si Dios se apiada de mí me salvará.

-¡Imposible! sin ti no puedo partir.

-Álvaro, por última vez te lo ruego.

-Calla; tus palabras me destrozan el corazón.

-¡Ah! no sabes cuán desgraciada seré si tú mueres.

-Ya que no he podido ofrecerte mi vida te ofreceré al menos mi muerte.

-¡Huye, Álvaro, huye!

-Ven, huyamos, Catalina, Catalina.

-¡Imposible!

Dos golpecitos dados en la puerta interrumpieron el diálogo de los dos jóvenes.

Catalina palideció mortalmente, Álvaro tornose sombrío y ceñudo como si temiera un lance de honor.

-¡Señora Catalina! -dijo con voz tranquila y suave una persona.

-Es el señor Venegas, -dijo Catalina reponiéndose de su susto.

-¡Ah! ¡bienvenido sea! -exclamó Álvaro.

-Pase Vd. adelante, -dijo Catalina abriendo la puerta.

-Señora, estamos perdiendo un tiempo precioso, aún puede salir el señor González sin peligro ninguno.

-Hay un gran peligro, -dijo Álvaro.

-¡Cuál! -preguntaron a una los dos interlocutores.

-El peligro que amenaza al que puede salvar la vida y perder el honor.

-No comprendo... -dijo Catalina.

-Explíquese Vd., señor González, -dijo el señor Venegas.

-Oiganme ustedes, ¿de qué manera quieren que yo fugue?

Venegas miró a la señora Guzmán con una mirada llena de asombro, como diciéndole: ¿y qué es lo que habéis hablado? Ella recibió tranquila esta muda interpelación y luego dijo:

-Ya le he dicho a Vd. señor González, que al venir aquí traía todo arreglado para que Vd. saliera disfrazado y acompañado del señor Venegas.

-¡Ah! -exclamó Álvaro con risa burlona a la par que triste, -¿es así como esperaba Vd. que pudiera yo fugar?

Catalina se ruborizó como si hasta ese momento no hubiera comprendido el lado ridículo que tenía la propuesta que había venido a hacerle; pero como el soldado que está resuelto a vencer, se reanimó luego y con gran entereza dijo:

-¿Y por qué no había Vd. de fugar así, cuando se trata de salvar la vida?

-Y Vd. señora, se quedaría aquí sola.

-Sí, -contestó con resolución ella,- me quedaría cumpliendo un deber.

-No hablemos más de esto, -dijo Álvaro, dando a sus palabras el acento más indiferente.

-¡Ah! señor González, es que se trata de aprovechar momentos supremos que no será posible recuperar, dijo Venegas.

-Comprendo mi situación y estoy resuelto a arrostrarla con serenidad y valor.

-Señor González, pierde Vd. la más propicia ocasión, -dijo el señor Venegas, tomando entre las suyas una de las manos del joven.

Álvaro arrugó el ceño como si se tratara de asunto importuno, y contestó:

-Señor Venegas: el hombre que en mi situación fugara dejando en su lugar a una mujer que sacrifica su honor por salvarle la vida, ese hombre sería un infame, a quien yo escupiría a la cara, y lo consideraría indigno de llamarse un caballero.

-Perdone Vd., no había reflexionado.

-Repito, amigo mío, no hablemos más de esto, dijo Álvaro aparentando aire festivo.

El señor Venegas, algo confuso y cortado, quedó por un momento meditabundo y luego dijo:

-Señor González, le debo a Vd. la vida, y con la vida la felicidad de mi familia, acepte Vd. en cambio, un pequeño sacrificio que no puede traerme fatales consecuencias y puede ser su salvación.

-¿Cuál? -preguntó el joven con indiferencia.

-Huya Vd., yo quedaré en su lugar; previendo este caso he traído todo lo necesario y he arreglado todos mis asuntos.

Álvaro, en un momento de indecisión, miró a Catalina como diciéndole: ¡Huyamos! Ella, como si hubiera adivinado lo que esta mirada quería significar, dijo:

-Sí, señor González, piense Vd. que lo espera una esposa que lo ama, y una familia sobre la que su muerte va a echar ignominioso borrón.

-¡Señora! -exclamó Álvaro mirándola con amargura, como si le reprochara el recuerdo que en esos momentos evocaba,- no he olvidado que tengo una esposa que me ama y una familia que me espera, pero antes que todo tengo grandes deberes que llenar.

Catalina se puso de pie y con ademán desesperado dijo:

-Adiós, señor González.

-Adiós, señora, -contestó él estrechando la helada y temblorosa mano de Catalina.

-¿Se va Vd. señora? -preguntó Venegas.

-Nada tenemos que hacer ya aquí.

Y Catalina salió resueltamente de la habitación seguida del señor Venegas, que no podía darse cuenta de lo que acababa de presenciar. Al ir a acompañar a la señora de Guzmán, él creyó que todo estaba arreglado para la fuga, quedando a su cargo el vigilar las salidas, que según dijo quedaban expeditas, con tal que no salieran más que un hombre y una mujer como habían entrado.

Preciso fue, pues, renunciar a este medio de evasión, y el buen español quedó triste y abatido por el mal resultado que sus activos e importantes trabajos habían dado.




ArribaAbajo- LI -

La revelación


Amaneció el día 4 de Agosto.

La sentencia de muerte pronunciada en primera y segunda instancia en contra del joven Álvaro, debía resolverse definitivamente en el tribunal de la Corte Suprema.

Un numeroso y agitado gentío esperaba ansioso, en los corredores del Palacio de justicia, la resolución inapelable, que llevaría al joven cubano al cadalso, o lo absolvería definitivamente.

Según costumbre, el portero abrió con estrépito las puertas y anunció en alta voz la causa que se iba a fallar.

Álvaro, usando del derecho que concede la ley en estos casos, había querido ir personalmente a hacer su defensa y escuchar su sentencia.

Custodiado por dos soldados llegó al recinto donde se hallaban reunidos sus jueces, y con mirada altiva y serena abarcó el imponente espectáculo que a su vista se presentaba.

Al atravesar los corredores del Palacio recibió repetidas y elocuentes muestras de simpatía, que alentaron su espíritu y consolaron su, entonces, entristecido corazón.

Un amigo díjole al paso: -Eres un amante ejemplar, quieres morir antes que deshonrar a tu amada.

Álvaro se estremeció; estaba persuadido de que su secreto no podría andar en boca de aquéllos que iban a presenciar las escenas que debían tener lugar, y estas palabras fueron para él, cruel revelación.

Iba resuelto a vindicarse, alegando las grandes causas que lo impelieron a cometer ese crimen, mas nunca pensó negarlo, ni confesar la verdad.

Aunque en los primeros momentos, cuando se esparció la noticia del asesinato del señor Montiel, todos condenaban severamente al alevoso joven, que abusando de su fuerza y superioridad había victimado a un anciano; bien pronto, por una de esas reacciones siempre frecuentes en el humano espíritu, el que ayer era alevoso y cruel asesino, aparecía hoy como desgraciada víctima, arrastrado hasta el crimen por nobles sentimientos e inevitable fatalidad.

Las mujeres que siempre gustan de ver personificados el amor y el sacrificio, en la gallarda figura de un apuesto joven, miraban a Álvaro con grande interés, considerándolo como víctima de inmensa pasión.

La muerte, aunque se acerque a un verdadero criminal, rodéalo de la aureola de la desgracia, que siempre inspira interés y mueve a compasión. Entonces, fácilmente olvidamos el crimen para compadecer al criminal.

Es que el pueblo comprende intuitivamente, que el crimen no lo lava, ni puede borrarlo la sangre del cadalso, sino las lágrimas y el arrepentimiento del culpable.

Un hombre, aunque sea delincuente, cuando se le quita la vida, no es más, a los ojos del pueblo, que una víctima, no de la justicia sino de la tiranía de los hombres.

Por esto no debe asombrarnos que Álvaro recibiera expresivas muestras de interés y simpatía, aun de las pocas personas que lo miraban como el verdadero asesino del señor Montiel.

Con las formalidades del caso se principió la relación de la causa que debía fallarse definitivamente.

El abogado del acusado hizo una brillante defensa, que produjo en todos los circunstantes favorable efecto; apeló a todos los recursos de la oratoria forense. Manifestó la vida intachable y casi ejemplar del acusado, exhibiéndolo como víctima de nobles sentimientos, elevados hasta el sacrificio, por exagerado amor filial, que habíalo conducido a la perpetración de un crimen por ser fiel a sus juramentos. Al hacer esta defensa, que era más bien la declaración de la criminalidad de Álvaro; el abogado, obedeció a las instrucciones que recibiera de su defendido que, como sabemos, se empeñaba en aparecer culpable, con el noble designio de salvar el honor de la señora de Guzmán.

Aunque la defensa estuvo bien fundada y causó favorable impresión en los concurrentes, parecía no haber producido el mismo resultado, en los jueces, que, según las apariencias, habían formulado ya su juicio, resueltos a no dejarse seducir por la elocuencia del defensor.

Todo parecía adverso a la causa del joven cubano, y los numerosos espectadores que concurrieron llevados, los unos por el interés del amigo, los otros por la curiosidad de saber el resultado, contemplaban ansiosos y mudos los menores movimientos de los señores Vocales que debían fallar inapelablemente.

Cuando iba a procederse a la votación, acercose al abogado un individuo y con aire misterioso díjole algunas palabras al oído, las que produjeron en él viva sorpresa, luego con tono angustiado dijo: -Diga Vd. que desgraciadamente es demasiado tarde para hacer importantes revelaciones.

-Señor, -insistió respetuosamente el emisario,- es una señora, que, aunque lleva el rostro cubierto parece ser distinguida. Además, manifiesta estar vivamente interesada en el fallo que va a darse, y creo que no se retirará tan fácilmente.

Apenas acababa de salir el emisario, cuando regresó para hablar nuevamente con el abogado. Éste aunque manifestó gran repugnancia, tomó nuevamente la palabra y después de exponer lo extraordinario del caso pidió se escuchara a una señora que demandaba ser atendida. Vivamente interesado en la difícil situación que se presentaba y que según colegía sería favorable a su defendido: -Se trata, díjoles, de una Sra. que pide con instancia ser escuchada, prometiendo hacer importantes revelaciones que decidirán de vuestro fallo.

Alegáronse mil razones en contra de la solicitud de la misteriosa dama. Ninguno fue de opinión que se escuchara a esta desconocida que ofrecía hacer importantes revelaciones.

Unos dijeron que el procedimiento de recibir nuevas pruebas en esos momentos era contra la ley, de la que ellos no eran más que fieles ejecutores. Otros alegaron que permitir la palabra a persona extraña aunque ésta trajera pruebas irrecusables, era involucrar innovaciones que les ocasionarían pérdida de tiempo y recargo de trabajo. Por último no faltó uno, y éste era venerable anciano, de aquellos que, como dice un ingenioso escritor: cuando los vicios los dejan hacen mérito de ser ellos los que los han dejado; pues bien este veterano retirado de las filas de Cupido, con tono enfático dijo: -Que esto de que se presentaran misteriosas damas en el momento de fallar sobre asunto de tanta gravedad, manifestaba que sin duda esa mujer era alguna aventurera que abrigaba la insensata esperanza de que ese Supremo e incorruptible Tribunal fuera susceptible de torcer sus rectos fallos o atenuar su severa justicia ante la provocativa sonrisa o la ardiente mirada de una mujer. En consecuencia, fue, como los demás, de opinión de que se desechara la absurda pretensión de esa misteriosa dama.

Es de notar que ninguno hablara sobre la inmensa responsabilidad que pasaría, no diremos sobre su conciencia sino sobre la reputación del Supremo Tribunal, si, como podía suceder, dictase terrible fallo, el que, después de llegar a su cumplimiento, recibiera la manifestación de haber llevado al cadalso a la inocente víctima de injustos fallos.

¿No veremos por ventura jamás, lucir el día en que el hombre pueda invocar la justicia y la verdad en lugar de la ley y la necesidad!

Justicia y verdad nacidas de la conciencia de un corazón honrado que se antepone a las necesidades del desempeño de un puesto y al cumplimiento, muchas veces exagerado, de leyes mil veces mal interpretadas.

A pesar de todas las razones que hubo en contra, preciso fue conceder la entrada a aquella dama, que por tercera vez insistió diciendo, que estaba resuelta a hablar aunque para ello tuviera que cometer ruidoso escándalo.

¡Qué hacer! no era posible exponerse a un escándalo, ni provocar una asonada tratándose de persona que ofrecía hacer importantes revelaciones que tal vez apoyarían el fallo fatal que se proponían dictar; concedieron pues la palabra a la incógnita que, rompiendo la tradición y avasallando la ley que prohíbe recibir nuevas pruebas, venía a pedir audiencia en tan supremos momentos.

Cuando era mayor la ansiedad de todos los circunstantes, las miradas se volvieron hacia la puerta fijándose en una mujer que apareció vestida de riguroso luto y cubierta con un denso velo que le ocultaba el rostro. Un sordo murmullo dejose oír en el espacioso recinto, lleno en ese momento de personas que contaban los segundos por las angustiosas palpitaciones de sus corazones.

¿Quién era esa mujer que aparecía con aire resuelto y paso seguro?...

¿Vendrá a salvar o a perder al acusado?

¿Por qué se dirige al Tribunal en estos supremos instantes?

Rápidas como el pensamiento cruzaron estas ideas, sin que nadie alcanzara a presagiar lo que debía suceder, ni pudiera explicar la presencia inesperada de aquella desconocida.

Después de corto silencio, adelantose con paso mesurado y majestuoso, y levantando rápidamente el velo que la cubría, dejó ver su pálido y hermosísimo semblante.

Un grito semejante al rugido de un león herido de muerte, dejose oír, quedando perdido entre las exclamaciones de los que decían.

-¡La hija del señor Montiel!

-¡La señora de Guzmán!

-¡Pobre señora! Vendrá a pedir castigo para el asesino de su padre.

Catalina pálida, temblorosa, conmovida y más que nunca hermosísima, parecía una de esas consoladoras apariciones que los condenados a muerte, en su loco desvarío, esperan ver llegar, como la paloma de la leyenda bíblica, con el ramo de oliva, símbolo de paz y ventura.

Al murmullo de las primeras exclamaciones sucedió profundo silencio.

Catalina fijó sus grandes, ojos algo entornados pero de penetrante mirada, en los jueces, sin duda queriendo escudriñar el efecto que su presencia producía.

Todos permanecieron inmóviles como si se hallaran perplejos y anonadados ante la presencia de la señora Guzmán, de la esposa de un compañero y amigo.

Al pronto todos la juzgaron como la terrible acusadora del asesino de su padre.

-Todo está perdido -murmuró el joven abogado inclinándose al oído de su defendido, que, como de costumbre, estaba sentado a su lado. Álvaro movió la cabeza con indecible expresión mezcla de angustia y placer que parecía decir: -¡Sí, todo se ha perdido!

La señora de Guzmán después de descubrirse paseó una mirada serena a la par que altiva por la sala, y con voz temblorosa dijo:

-Soy la hija del señor Montiel, cobardemente asesinado.

-¿Tenéis algo que decir? -preguntó el Presidente.

-Sí, algo que decidirá la opinión de los que deben dictar la sentencia.

Un nuevo murmullo se dejó oír, distinguiéndose claramente, los sollozos de una joven que, con el rostro cubierto, parecía negarse a escuchar las palabras que iba a decir la señora de Guzmán.

Todos miraron a Álvaro como para decirle ha llegado el momento de oír tu inapelable acusación.

-Hablad señora -dijo el Presidente.

Catalina se estremeció; luego, con voz aptada pronunció estas terribles y reveladoras palabras:

-El señor Álvaro González es inocente del crimen de que se le acusa. En el momento que se cometía el asesinato, él estaba a mi lado, en mi alcoba.

Un rayo que hubiera caído no hubiera herido con más rapidez a mayor número de personas.

Todos miraban asombrados a la señora de Guzmán creyéndola víctima de una enajenación mental.

Nadie podía dar crédito a lo que acababa de escuchar, recordando que Catalina venía a revelar lo que todos vagamente sospechaban, esto es, que Álvaro era su antiguo novio y tal vez su actual amante.

Al fin, después de largo silencio, el Presidente dijo:

-Señora, ¿estáis segura de lo que acabáis de decir?

-Sí, lo estoy -contestó ella con firme y sonoro acento.

-Ved que se trata del hombre a quien se acusa y las apariencias presentan como al asesino de vuestro padre.

-Sí, lo sé, y porque él es inocente he venido a revelaros la verdad.

-¿No obedecéis a alguna extraña sugestión? -repuso el Presidente, sin duda esperando que Catalina dijera alguna palabra que la hiciera aparecer como instrumento de una trama infernal.

-No, no obedezco sino a un sentimiento de justicia que me ha impelido a salvar la vida de un inocente.

Álvaro con el semblante demudado y mortalmente pálido miraba a la señora de Guzmán, cual si más que de su salvación tratárase de su condena.

Por uno de esos generosos movimientos del espíritu, él no alcanzaba a ver en la escena que acabamos de describir, sino la espantosa situación que Catalina iba a crearse cerca de su esposo y de Estela.

Cuando un sentimiento llega hasta sobreponerse a instintos tan poderosos, como es el instinto de conservación, el hombre puede alejarse de toda idea egoísta, colocándose a la altura de un héroe; Álvaro encontrose en esta situación y sólo pensó en la deshonra de Catalina.

Con el ademán imponente púsose de pie, y mirando a sus jueces dijo:

-Señores, sin duda la señora de Guzmán obedece a un noble sentimiento de conmiseración, viniendo a sacrificarse por salvarme. Soy el asesino del señor Montiel, del hombre infame que victimó a mi padre, y cuya sangre yo estaba en el deber de vengar: pido pues que se me juzgue y se me condene conforme al rigor de la ley.

Catalina dio dos pasos cual si fuera a caer desfallecida. Por un momento vio desvanecerse la inmensa y dificultosa obra de su sacrificio, pero luego se reanimó y haciendo un supremo esfuerzo levantó la mano con solemne ademán y dijo:

-Juro por las cenizas aún calientes de mi padre, que he dicho la verdad.

Las sugestiones del señor Guzmán, habían inclinado la opinión de toda la Corte en contra del joven cubano. Si Catalina se hubiera presentado como acusadora, hubiese alcanzado apoyo y aprobación de parte de los jueces; al presentarse como reveladora de la inocencia del acusado, no alcanzó sino miradas de disgusto y desaprobación.

Después de un momento de silencio, Catalina, como si se sintiera sin fuerzas para resistir las miradas curiosas o investigadoras que se fijaban en ella, cubriose de nuevo el rostro y se dirigió a la puerta. Antes de traspasar el umbral se volvió hacía la respetable asamblea, y con solemne y sentenciosa voz,

-Señores, -dijo,- me retiro con la conciencia de haber cumplido un deber, y la responsabilidad de una sentencia injusta, pesará sólo sobre vosotros.

El Presidente quiso decir algunas palabras más, que aclararan la revelación que acababa de hacer la señora de Guzmán, pero ésta había ya desaparecido, dejándolos a todos atónitos y confusos, sin saber qué resolución tomar.

Ya hemos dicho que el punto esencial y culminante en que estaba fundada la acusación, era el silencio del acusado, respecto al lugar en que se encontraba, en el momento en que se cometía el asesinato.

Una vez descubierta la verdad, fácil era deducir las consecuencias y llegar al convencimiento de que, estando de por medio el honor de una dama, que además de su alta posición, pertenecía a la familia del acusado, éste había preferido la muerte a la deshonra de esa mujer.

Luego que Catalina hubo salido, el abogado aprovechando de los primeros momentos de sorpresa y estupor, tomó nuevamente la palabra, y apoyado en la revelación de la hija del señor Montiel, pronunció un elocuentísimo discurso, cuya contundente lógica no dejaba lugar a duda. Aprovechó esta ocasión, para dar lectura a la declaración hecha a Estela, por el verdadero autor de la muerte de Montiel, oculta hasta ese momento, por temor de lastimar el honor de la señora de Guzmán.

En cuánto a la acusación que de sí mismo hizo Álvaro, sabido es que no tiene valor ninguno aquel acto, estando prohibido que el delincuente se acuse a sí mismo. Como una reparación en favor de la inocencia de Álvaro, la votación se hizo inmediatamente3. El noble y valeroso joven salió, pues, absuelto y libre, de aquel recinto donde fue con la heroica resolución de morir por salvar el honor de la mujer amada.




ArribaAbajo- LII -

Catalina en el convento de la Encarnación


Catalina no meditó toda la enormidad del paso que acababa de dar, sino cuando salió del Palacio de Justicia.

¡Cuántas veces sucede que, considerando el lado noble y bello de una acción, olvidamos que hay un público, frío, impasible, casi siempre fastidiado y malévolo, que sólo quiere ver el lado adverso de todas las acciones!

Por esta vez no disculparemos a Catalina, ni increparemos a los que la condenaron.

Nadie está en el deber de investigar el lado oculto de las acciones, y al presentarse Catalina como la querida de Álvaro, todos procedieron con justicia considerándola como extraviada y convicta del delito de adulterio.

Los amigos de su esposo la miraron horrorizados, como si hubieran querido fulminar con sus ojos un rayo que la exterminara. Los indiferentes, los ociosos (esa plaga de nuestra sociedad) rieron y festejaron el lance como el más sorprendente que vieran jamás.

Catalina daba traspiés como una persona ebria: hubiera querido que la tierra la tragara, y desaparecer para siempre del número de los vivientes.

El señor Venegas, aquel buen español que tan cariñosamente la seguía para prestarle su apoyo, acercose a ella y tendiéndole la mano le dijo:

-¡Es Vd. una mujer admirable!

-¡Ah! ¡soy una víctima de la fatalidad!

-¿Necesita Vd. algo, señora?

-Mi coche tráigame mi coche, señor Venegas -dijo ella, pudiendo apenas articular estas palabras.

Después de un momento, un siglo para Catalina que tuvo que aguardar que su coche se abriera paso por entre los que habían tomado la delantera, volvió el señor Venegas seguido del coche, al que subió ella apoyándose en su brazo.

El coche partió rápidamente tirado por una pareja de magníficos caballos.

No bien hubieron caminado algunas calles, cuando Catalina detuvo al cochero que había tomado la dirección de su casa; si éste hubiera podido oír la exclamación de Catalina hubiera oído estas palabras:

-¡Dios mío! ¿dónde iré? no tengo valor para verlo, a él.

El cochero miró por la ventanilla y dijo:

-¿Adónde vamos?

Después de un momento de indecisión, como si no supiera qué dirección dar, dijo:

-Al convento de la Encarnación.

¿A qué iba la señora Guzmán a un convento? Sin duda a llorar sus culpas y a esperar su perdón.

¿Era acaso culpable?, se nos dirá.

Sí, la conciencia acusa a la mujer honrada, no sólo de las culpas que comete, sino también de las que da lugar a que se le inculpen.

Catalina, aunque era inocente, sintiose anonadada con el peso de su temeraria conducta.

Aunque era mujer de grandes pasiones y templado carácter, faltole ese desprecio y despreocupación, que sólo tiene la mujer de alma corrompida, para arrostrar la opinión pública, cuando las apariencias la condenan.

¡Pobre Catalina! Nada le quedaba que sufrir en el mundo, había apurado hasta las heces la copa de la amargura.

Perdido para siempre el ser a quien amaba y con él su fe, sus esperanzas, sus ilusiones, el dolor tomaba esa calma terrible, tenebrosa que sucede a las grandes tempestades.

Cuando el coche se detuvo delante de la puerta del convento de la Encarnación, bajó precipitadamente y tocó el torno.

-Hermana portera, -dijo.

-¿A quién busca? -contestó una voz triste y débil como son casi todas las de las monjas.

-A la madre superiora.

-No puede salir.

-Decidle que la señora de Guzmán necesita hablar con ella.

-Esperad en el locutorio.

Catalina se dirigió a aquel sitió, y dejose caer sobre una de las bancas.

Parecíale que su cerebro se desorganizaba, sus ideas estaban confusas, como cuando se sienten los primeros síntomas de la embriaguez.

Un momento después llegó la superiora.

-¿A qué suceso inesperado debemos la felicidad de verla, señora de Guzmán? -dijo con tono afectuoso la monja entreabriendo las cortinas.

-Vengo a pediros un asilo.

-¡Cómo! vos, señora, ¿venís a refugiaros a un convento?

-Sí, yo que os lo pido por compasión.

-¡Virgen Santísima! si me parece estar soñando; ¿vos, modelo de virtud, ídolo de los de vuestra familia, venís aquí donde sólo llegan las que lloran las decepciones del mundo o las que consagramos la vida al Señor?

-¡Madre! recibidme como a una mujer desgraciada, -exclamó Catalina con acento desesperado.

-Señora, estoy en el deber de abriros, no sólo las puertas de este convento, sino también de ofreceros cuanto tenemos: sois la esposa del hombre que más importantes servicios nos ha prestado, no sólo en su larga y honrada carrera de abogado, sino también haciéndonos toda suerte de caridades.

Y la superiora, después de abrir la puerta, dijo:

-Pasad, señora, y disponed como gustéis.

Catalina entró, y con una reverencia, dijo: -¡Gracias, gracias!

Ambas se dirigieron a la celda de la superiora, pasando ésta por delante.

Al atravesar los corredores, Catalina, vio pasar las figuras mudas y sombrías de las monjas, cubiertas con el velo negro que llevan delante de los extraños, y sintió algo como un frío que le llegara al alma.

Cuando llegaron a la celda, la religiosa se detuvo e hizo una venia, para que pasara Catalina.

Después que ambas se hubieron sentado en las dos únicas sillas de madera que había en la celda, la superiora con tono dulce, dijo:

-¿Necesitáis algo por el momento?

-Necesito recado de escribir.

Un momento después la señora de Guzmán, sola ya, escribía una carta dirigida a su esposo.

En la palidez que cubría su semblante y la emoción que agitaba su pecho, se conocía que aquella carta tenía para ella importancia decisiva.

¿Era tal vez la consumación de su inmenso sacrificio?

Luego lo veremos,

-He dado el primer paso y debo seguir adelante, -dijo con un estremecimiento nervioso:-así Álvaro aparecerá inocente y podrá vivir con Estela y con su padre: la vida para mí no tiene ya precio alguno. Este dolor que me desgarra el alma, acabará pronto con mi existencia, y en mi hora postrera tendré al menos el consuelo de haberme sacrificado por la felicidad de los que me acusan.

Y Catalina con mano convulsa doblaba la carta para el señor Guzmán, y le ponía la dirección.

-Madre, -dijo a la superiora, que con cauteloso paso acababa de asomar a la puerta,- el cochero debe estar aguardando, haced que le entreguen esa carta y que vaya a llevársela a mi esposo inmediatamente.

Un momento después el ruido de un carruaje que se alejaba, le dio a comprender que su orden había sido cumplida.

Catalina dijo a la superiora:

-Ahora, madre, dadme una celda, la más apartada de todas; quiero estar sola, completamente sola.

-¿Pero qué sucede, señora? Hasta ahora no salgo de mi estupor. ¿No merezco vuestra confianza? Depositad vuestras penas en mi pecho; los consuelos de la religión, son los únicos que pueden calmar los grandes pesares de la vida.

Catalina refirió en pocas palabras la historia de su vida, revelándole su inocencia y la situación en que se hallaba respecto a su esposo.

La religiosa oyó con interés y pena, la triste relación de las desgracias de Catalina.

Cuando ésta hubo terminado, la estrechó llorando contra su corazón, diciendo:

-Tened confianza en Dios; las almas buenas como la vuestra reciben siempre su recompensa.

-No ambiciono más que una felicidad.

-¿Cuál? -dijo la superiora con interés.

-Saber que Estela y Álvaro son felices y vivir siempre aquí, después de obtener el perdón de mi esposo.

Quiera el cielo concederos tan grande felicidad, -dijo con emoción la religiosa.

Era ya casi de noche, cuando Catalina y la superiora se separaron, ésta para ir a cumplir con los deberes que su alto cargo le imponía, aquella para ir a llorar y meditar en su solitaria celda.




ArribaAbajo- LIII -

Un golpe de muerte


El señor Guzmán había asistido a la Corte Suprema con la grata esperanza, de saborear el placer de ver salir a su rival, cargado con la reprobación del mundo entero y con la sentencia de muerte que él, con sus influencias, había contribuido a que se dictara.

Cuando vio a Catalina presentarse y declarar que Álvaro era inocente, descubriendo su deshonra como Agripina su seno desnudo, para que la hirieran los emisarios de su hijo; salió loco, frenético, con los puños crispados y la mirada extraviada, sin saber a donde dirigirse.

Cuando llegó a su casa, principió a pasearse agitadísimo.

Sus ideas eran oscuras y confusas, no sabía lo que deseaba ni podía darse cuenta de lo que le pasaba.

Unas veces se enternecía hasta derramar lágrimas, pensando en la desgracia de Estela, a quien él debía sacrificar todos sus resentimientos, todas sus pasiones, sin tener en cuenta más que la felicidad de su hija; otras, dominado por su gran pasión a Catalina, se estremecía, y la sed de venganza invadía su corazón.

Matar a Álvaro, beber su sangre, pisotear su cadáver, se le aparecía como deleitosa esperanza. En su celosa rabia, imaginábase verse con los ojos encendidos y el pulso acerado, arrastrando a su rival, al pérfido amigo, hasta sus plantas y clavándole el puñal, hasta desgarrarle las entrañas... Luego deteníase, y su fisonomía se iluminaba, imaginándose, con dulce gozo, con salvaje alegría, ver correr a borbotones la sangre del infame.

-¡Ah! -decía, apretando los puños,- él va a venir aquí, sí, ese miserable vendrá creyendo que seguirá en mi casa, gozando de la libertad que mi ciega confianza les dejaba. Ya vendrá, ¡y él mismo confesará sus culpas!... Catalina no es tan culpable, no, muchas veces, recuerdo haberla visto huir hasta con imprudencia de su lado, él, sólo él, es el culpable, él la ha perseguido, la ha asediado... ¡Necio de mí que no he comprendido mi situación, cuando tan claramente se presentaba a mi vista! Álvaro se ha casado con Estela para poder vivir tranquilamente al lado de su... ¡Ah! mi hija, yo, hemos sido víctimas de ese infame, ¡ah! morirá, sí, morirá en mis manos... ¡Cuánto tarda Dios mío! el momento de la venganza.

Y el señor Guzmán, ese hombre pacífico, bondadoso, amable, que sólo entreabría sus labios, para dejar escapar halagüeñas palabras y bondadosas sonrisas, habíase trasformado bajo las terribles emociones que agitaban su noble espíritu.

Con la frente ceñuda, los ojos llameantes, los labios apretados y ligeramente arqueados, diríase que no era el amante esposo y cariñoso padre que poco ha conocimos, sino un hombre feroz, inaccesible a la clemencia, empedernido a la compasión y obcecado en el mal.

Es que, en las naturalezas delicadas y en los caracteres tranquilos y bondadosos, en los que predominan nobles sentimientos, la idea de justicia, está profundamente grabada en su alma, y estas explosiones de indignación y dolor, son, por esto mismo, más vehementes y terribles que en los demás.

Después de largos y acelerados paseos, dejose caer en un sillón apoyando la cabeza en una mano.

Una lágrima rebelde, que más de una vez había humedecido sus ojos, rodó al fin por su rugosa mejilla.

-¡Catalina! -murmuró angustiado,- será preciso odiarla, alejarla de mi lado, vivir solo, solo como un oso en una caverna: desconfiando de todos los que me rodean, y odiando a todos los que tanto he amado. Será precio a todas horas, repetirle al corazón solitario, que Catalina es una infame, ella, cuyas manos yo besaba, con la veneración con que se besa las manos de una diosa.

Después de un momento de reflexión, como si todos sus recuerdos le trajeran el convencimiento de que ella era inocente, con la expresión de inefable esperanza, dijo:

-¿Y si Catalina fuera inocente? Si en vez de una mujer pérfida y criminal, encontrara una alma grande y generosa, ¡que se ha sacrificado por salvarle la vida al esposo de Estela! Si la viera venir amante, y arrepentida del paso que acaba de dar, a ofrecerme su vida, su afecto, sus cuidados, todo lo que este fatigado espíritu necesita... ¡ah! yo la perdonaría, sí, la perdonaría y olvidaría todo lo que ha pasado. Ella es tan buena, tan bella, cómo no amarla, cómo no perdonarla.

De súbito oscureciose su semblante, su ceño, se contrajo violentamente, como si acabara de ver un fantasma, que hasta ese momento no había distinguido, y apretando los clientes con rabia: exclamó:

-¡Ah! y el ridículo, ¡el espantoso ridículo que cedería sobre mí! Aunque Catalina fuera inocente, el mundo entero me señalaría con el dedo, riéndose de mi desgracia. ¡He ahí, dirán, un marido complaciente! seré la befa, la irrisión de todos... No, ¡venganza! ¡sangre! la sangre del culpable sólo puede lavar las manchas del honor.

Un estremecimiento como el de una pila eléctrica, interrumpió el acalorado monólogo del señor Guzmán... Acababa de sentir pasos en la escalera, y poniéndose precipitadamente de pie, dijo:

-Ya llega, compongamos el semblante, nadie me ha visto en el salón de la Corte, es preciso que crean que ignoro lo que ha pasado.

Y pasando sus manos por sus desordenados cabellos, procuró serenar su semblante y aparecer tan tranquilo cuando le era posible.

Los pasos aproximáronse, y Álvaro, seguido de un numeroso acompañamiento de compatriotas y amigos, apareció en el dintel de la puerta.

Todos felicitaban calurosamente al amigo que con tan inesperado suceso había salvado la vida.

No faltó alguno que felicitara al amante afortunado que acababa de recibir la más elocuente prueba que un amante puede alcanzar.

-¡Silencio! -contestaba él,- no juzguéis por las apariencias; es la fatalidad que me teje su red, con visos de felicidad.

Al llegar al dintel de la puerta, Álvaro se detuvo bruscamente. Por un momento parecía que sus pies se hubieran enclavado en el suelo, tan imposible le fue dar un paso adelante. El señor Guzmán, más dueño de sí mismo, miró tranquilo el lívido y demudado semblante del joven, y adelantándose, dijo:

-Siempre esperé que la Corte Suprema lo absolvería a Vd.: jamás ese Supremo Tribunal ha desmentido sus justicieros fallos, con una sentencia temeraria, como hubiera sido la que condenaba a muerte a Vd.

-Sí, es verdad, -contestó Álvaro turbado.

-Tanto más temeraria, -agregó el señor Guzmán, - cuanto que, según he sabido, no había en contra de Vd. más que una sola prueba, que a la verdad tiene gran valor: no saber dónde estuvo Vd. aquella noche, en el momento que se cometía el asesinato.

Álvaro palideció mortalmente, y no atinó a eludir tan duro ataque; pero un amigo suyo, vino en su auxilio, diciendo:

-Esa prueba ha sido plenamente destruida por otros argumentos que el abogado ha expuesto, el que ha pronunciado un discurso que es una defensa cicerómana.

Al escuchar estas palabras, el señor Guzmán que estaba profundamente alterado, podía apenas conservar su fingida calma.

Algo como la mordedura de una víbora le atenaceaba el corazón, quiso hablar y las palabras se le anudaron en la garganta, después de un momento pudo serenarse y con voz temblorosa y creciente exaltación dijo:

-Es decir que ha probado Vd. que no es Vd. el asesino del señor Montiel o lo que es lo mismo, que es Vd. un fanfarrón cobarde, que vino presentándose como un caballero, como una víctima de la fatalidad, condenado a ser el vengador de su padre, al que le juró Vd. antes de espirar darle una cumplida venganza. ¡Bah! Señor González, sus jueces lo han absuelto, pero el mundo entero debiera escupirle a la cara.

-Señor, me insultáis, -dijo Álvaro dando dos pasos adelante trémulo de rabia.

-Sí, os insulto y os hago la mayor ofensa que puede recibir un hombre.

Una ruidosa bofetada resonó en el salón y Álvaro, cerrando los puños, se lanzó sobre el padre de su esposa.

Todos los circunstantes, que hasta ese momento habían permanecido de pie agrupados cerca de Álvaro, interpusiéronse y pudieron impedir que ambos vinieran a las manos.

-¡Queréis un desafío! -gritó Álvaro forcejeando con los que lo sujetaban, y dirigiéndose con el ademán al señor Guzmán.

-Sí, ahora mismo, a muerte, -contestó éste furioso.

En ese momento llegó el cochero que había conducido a Catalina al convento, y entrando por la puerta que quedaba al costado, pudo acercarse libremente al señor Guzmán; pero éste hablaba acaloradamente, sobre la necesidad de arreglar el duelo sin demora y bajo las condiciones más severas para un duelo a muerte.

-Señor, -dijo al fin el cochero aprovechándose de la primera ocasión que pudo hallar.

-¿Qué hay? -preguntó con sequedad el señor Guzmán volviendo la cara.

-Perdone Vd. la señora me encargó que entregara inmediatamente esta carta.

-¿De quién es esa carta?

-Creo que es de la señora que se ha quedado en el convento de la Encarnación.

-¡Dios mío! -exclamó tomando con mano trémula la carta que le presentaba el cochero.

Un momento fue suficiente para que la leyera aprovechando de la animada conversación que sostenían los amigos de Álvaro, que, como sucede siempre en estos trances, cada cual decía ser él, el que impidió que ambos contendientes llegaran a las manos.

Hasta ese momento, todos permanecían de pie y ninguno atinaba a tomar un asiento ni a pasar adelante.

¿Qué decía la carta de Catalina? vamos a verlo: decía así:

Convento de la Encarnación.           

Señor Guzmán:

Desde este asilo donde he venido a llorar mi desventura, me atrevo a implorar su perdón. No me maldiga Vd. Soy tan culpable como desgraciada. Una pasión irresistible me arrastró a Lima para acercarme al hombre que amaba. Él es inocente. Muchas veces se negó a seguirme recordándome mis sagrados deberes de esposa. Perdónelo Vd. pues sólo ha cometido la falta de obedecer a una mujer, que, ciega y loca de amor, lo arrastró, a su pesar, obligándolo a cometer la infamia de engañarlo. Yo estoy resuelta a morir en esta solitaria mansión, continúe Vd. viviendo al lado de Estela y Álvaro, ambos son dignos de su afecto.

CATALINA MONTIEL.          

El señor Guzmán concluyó de leer esta carta y sintió en su cerebro, algo como el que recibe un fuerte golpe que lo priva del sentido; pálido y tembloroso dio dos pasos bamboléandose y llevándose ambas manos a la garganta dijo:

-¡Dios mío, me ahogo!... y cayó desplomado como si hubiese sido herido por un rayo.




ArribaAbajo- LIV -4

La carta de Catalina


     Las diez de la noche acababan de sonar en todos los relojes de Lima.

     Cinco horas habían trascurrido desde el momento en que el señor Guzmán, presa de violento ataque cerebral, cayó sin sentido después de leer la carta de su esposa.

     Álvaro, agobiado por las violentas emociones del día, retirose a sus habitaciones.

     Meditaba sobre el género de vida, que debería seguir. Pensaba, lleno de dolorosa angustia, cuánto la felicidad de Estela y la del señor Guzmán, pesarían en el porvenir, sobre su conciencia.

     Un momento después de estar recostado en un sillón, oyó pasos en el corredor. Dos golpes dados a la puerta, anunciáronle una visita.

     -Adelante, -dijo con la indolencia del que no desea ver a ninguna persona.

     La puerta se abrió y apareció el señor Venegas.

     Después del saludo de estilo ambos se sentaron como dos buenos amigos.

     -¡Qué sucesos tan asombrosos los que han tenido lugar hoy! dijo el antiguo prisionero de Álvaro, deseando entrar de lleno en el asunto que traía entre manos.

     -Sí, en verdad asombrosos y desgraciados.

     -No tan desgraciados para Vd. -dijo aludiendo a su absolución en la Corte

     -¡Cuántas veces es preferible perder la vida a perder la tranquilidad!

     -Son tempestades que pronto se conjuran, amigo mío, y de las que no debe asustarse el que ha merecido que mis paisanos le den el soberbio epíteto de Corazón de león.

     -¡Ah! ese apodo merecí cuando luchaba en los campos de batalla, cuando no arrostraba sino la muerte y no desafiaba más que a un destino, al que entonces miraba sereno, indiferente a sus rigores. Confieso que ahora, que me hallo en situación de arrostrar la desgracia de los otros, de presentarme sereno viendo correr las lágrimas de una mujer, merezco que se me llame corazón de cordero, o mas bien de paloma.

     Y Álvaro rió con esa risa nerviosa, forzada, que muchas veces está más henchida de amargura, que el llanto mismo.

     -¡He aquí una cosa curiosa! ¡Un guerrillero temido por su audacia y su valor, que tiembla a la idea de ver correr una lágrima de mujer!

     -Sí, lo confieso, y en mi prisión, no me atormentaba tanto la idea de morir, cuanto el terror que me inspiraba el imaginarme, ver llegar a Estela, llorosa y desesperada a pedirme que viviera.

     -¡Corazón noble y generoso! -dijo el buen español asiendo con entusiasmo la mano del joven cubano.

     Álvaro, casi avergonzado de esta espontánea muestra de admiración retiró suavemente su mano y luego dijo:

     -¿Sabe Vd. algo de la señora de Guzmán?

     -Sí, precisamente venía a traer una carta para Vd.

     -¿De ella? exclamó Álvaro sin poder disimular su alegría.

     -Sí, de ella. Desde el día que tuve el honor de que me confiara sus secretos y me hiciera depositario de su confianza, le ofrecí servirla y sacrificarle, si fuere necesario mi vida por cumplir sus deseos, en la seguridad de que así cumplo los de Vd.

     -Gracias, gracias señor Venegas, -dijo Álvaro, tomando la carta que le presentaba y la que leyó en seguida.

     Catalina, después de manifestarle las causas que la llevaban a aquel retiro y la necesidad en que se encontraba de permanecer allí, mientras su presencia pudiera turbar la felicidad de Estela, por la que pedía a Dios diariamente, concluía así:

     «A Vd. no tengo derecho de pedirle ninguna gracia. Pero, si quiere Vd. endulzar el acerbo dolor que me tortura el alma; si cree Vd. que el sacrificio que hice presentándome ante sus jueces, para salvarle la vida, merece alguna recompensa, le pido una sola: haga Vd. la felicidad de Estela; noble criatura que tiene derecho a tanto y a quien con tan poco puede Vd. hacer feliz. Refiérale Vd. todo lo que ha sucedido. Ella, que es buena y generosa me perdonará. Dígale Vd. que a pesar de mi anhelo para su felicidad sólo alcancé labrar su desventura.

     Y cuando el dolor y el remordimiento hayan concluido con esta triste existencia, dígale Vd. que deposite una flor sobre mi tumba, en señal de su reconciliación. Mientras tanto ¡Adiós para siempre!»

CATALINA MONTIEL.          

     Al concluir la lectura de esta carta, Álvaro enjugó furtivamente una lágrima que había empañado su pupila.

     -¡Pobre Catalina! -murmuró dando un triste suspiro y luego preguntó:

     -¿Tiene conocimiento de la escena de esta tarde?

     -Sí; le he prometido referirle todo lo que suceda y le cumplido mi compromiso.

     Álvaro guardó silencio, y quedó absorto en sus tristes pensamientos.

     Un momento después el buen español dejó solo a su amigo, comprendiendo que su presencia podía ser embarazosa.

     Álvaro sacó la carta de Catalina que había guardado en el bolsillo del pecho.

     Con gran atención leyola por segunda vez.

     Luego la llevó a los labios y besándola con reverente amor, dijo:

     -¡Alma noble y generosa! Tú me enseñas el camino que debo seguir. Te sacrificas y me pides que te imite, te imitaré, y seremos dos víctimas inmoladas en aras del deber. Tú me lo ordenas y te obedezco. Tú tendrás el mérito del sacrificio yo sólo tendré el de la obediencia.

     Mientras que de esta suerte hablaba Álvaro con su antiguo prisionero, haciendo el propósito de sacrificarse imitando a Catalina; el señor Guzmán, repuesto ya de su ataque, aunque débil y abatido, conversaba con don Lorenzo.

     Este habíale hecho largas e importantes confidencias, resultarlo de sus observaciones y también de sus atrevidas acechanzas.

     Las primeras palabras del señor Guzmán fueron para informarse de la salud de Estela.

     Don Lorenzo con tono de gozosa satisfacción contestole:

     -Está casi buena, ha bastado la presencia del señor Álvaro para que recobre la salud y la alegría.

     El señor Guzmán arrojando un doloroso suspiro y con la voz alterada por la emoción, exclamó:

     -¡Pobre Estela! ¿cómo pude olvidar que yo ya no tengo derecho a pensar sino en su felicidad?

     -Deseche Vd. señor, esas ideas que tanto pueden agravar sus males, -dijo don Lorenzo.

     -Mi mal no tiene remedio, lo conozco y lo presiento, por eso quiero, antes que la enfermedad me conduzca hasta el extremo de no poder hablar, ahora ver mismo a Álvaro.

     -Precisamente es a la única persona que el médico ha prohibido se acerque a Vd.

     -Es porque no sabe lo que por mí pasa.

     -Señor, desista Vd. de esa idea -dijo don Lorenzo con suplicante voz.

     -No puedo desistir. Necesito hablar esta misma noche con Álvaro. Yo se lo ruego, amigo mío, vaya Vd. inmediatamente a llamarlo.

     Don Lorenzo quiso insistir, pero el señor Guzmán con un imperioso movimiento de cabeza, obligolo a salir en cumplimiento de lo que, más que una súplica, era una orden.

     Luego que estuvo sólo, el señor Guzmán, levantó pausadamente la mano y pasola repetidas veces por la frente.

     ¿Quería, tal vez, disipar las últimas huellas de sus hondos pesares?

     Después reclinó la cabeza en una mano apoyando, el codo en uno de los almohadones y con profunda amargura exclamó:

     -¡Pobre Álvaro! ¡Él también es desgraciado! ¡También él es víctima de la fatalidad que a todos nos ha herido! Yo no debo pensar sino en olvidarlo todo para que Estela sea feliz y, si es posible, ignore lo que ha pasado entre nosotros.

     Un ligero golpe dado en la puerta de entrada, interrumpió este angustioso monólogo.

     Álvaro, con la frente inclinada y el semblante triste, apareció en la puerta de la alcoba.

     -¿Me llamaba Vd. señor? -dijo con la voz apagada y apenas perceptible.

     -Sí, hijo mío, necesitaba hablar con Vd.

     -¡Señor! -exclamó Álvaro juntando las manos y dando algunos pasos, como si aquel nombre de hijo hubiera conmovido hasta la última fibra de su corazón, y sintiera la necesidad de arrojarse a sus pies.

     -Sí, necesitaba hablar con Vd. por eso he mandado a rogarle que se acercara Vd. un momento.

     -No necesitaba Vd. rogar sino ordenar.

     -Aquí tiene Vd. un asiento acérquese Vd. bien.

     Álvaro tomó el asiento que le señalaba y acercándolo se sentó en él, más como el criminal delante del juez que como el hijo delante de su padre.

     Un corto y penoso silencio siguió a las palabras del señor Guzmán. Luego con voz dulce y tranquila dijo:

     -La escena de hoy fue por demás violenta, lo confieso; pero por el ataque cerebral de que fui víctima habrá Vd. conocido el estado en que se encontrara mi ánimo. Todo ha pasado, felizmente. Ahora, sólo necesitamos ocuparnos de las personas cuya felicidad depende de nosotros.

     Álvaro miró atónito al señor Guzmán creyendo que le hablaba de Catalina, pero luego se tranquilizó, pues continuó diciendo:

     -Me refiero a Estela, a esa infeliz criatura que, apenas entrada en su primera juventud, sólo ha saboreado del amor las decepciones y amarguras.

     Álvaro no osaba contestar una sola palabra.

     -Como padre creo que tengo el derecho de preguntarle ¿qué es lo que piensa Vd. hacer?

     -Señor, haré lo que Vd. se digne ordenarme.

     Después de un momento de silencio el señor Guzmán dijo:

     -Vd. partirá mañana mismo con Estela.

     -¿Cree Vd. que Estela quiera seguirme?

     -Está Vd. en el deber de rogarla y alcanzar de ella esa gracia.

     -En el estado de enfermedad en que Vd. se encuentra creo imposible que ella consienta en alejarse de su lado.

     -Mi enfermedad no es de cuidado, dentro de doy días, tal vez, podré dejar la cama.

     Y al decir estas palabras el señor Guzmán exhaló un doloroso suspiro, como si hubiera querido decir: dejaré la cama para pasar al sepulcro...

     -Señor: espero nos concederá Vd. el favor de permitirnos permanecer a su lado hasta que esté Vd. fuera de peligro.

     -No se preocupe Vd. de esto: mi enfermedad no es de gravedad, -dijo el señor Guzmán con tono algo seco y casi sarcástico.

     -Pero un viaje en estas circunstancias y así, tan de improvisto, es casi imposible.

     -¿Y qué es lo que quiere Vd.? replicó desagradado el anciano, sin poder disimular la cólera que por momentos se apoderaba de él.

     Álvaro mirolo algo confuso y contestó:

     -Creo necesario que esperemos a que Vd. esté completamente restablecido para que podamos irnos todos.

     El señor Guzmán hizo un movimiento convulsivo que pudo apenas dominar.

     La palabra todos había sido un dardo lanzado a su corazón. Incorporose y con los ojos centellantes y el semblante, hasta entonces pálido, ligeramente coloreado, dijo:

     -¿Cree Vd. que puedo vivir un día más bajo el mismo techo que Vd. habita? ¡Miserable! si pienso perdonarle su infamia, es sólo a condición de que se aleje Vd. de mi vista.

     Álvaro se puso de pie pálido y tembloroso sin poder dominar su furor. Asió con ímpetu el sillón, pero como si una súbita idea lo calmara volvió a soltarlo. Luego inclinó la frente con expresión de resignación.

     Hubo un momento de silencio. Sólo se oía la respiración agitada del joven y la dificultosa e interrumpida del anciano.

     El soberbio y valeroso Álvaro que jamás consintiera ni aun el que le hablasen con altanería, viose obligado a soportar las ofensivas expresiones del señor Guzmán. Pero se trataba del padre de Estela, del esposo de Catalina, del hombre, en fin, a quien había ofendido con su loca pasión. Y ese hombre se hallaba en su presencia enfermo, débil, inhábil para defenderse, tuvo, pues, que hacer un supremo esfuerzo y procurando darle a su voz el tono más sereno que le fue posible, dijo:

     -Señor, le ruego que no abuse Vd. de su situación, para insultarme.

     -Mañana mismo partirá Vd. sin dilación ninguna.

     -Cumpliré mi deber, -contestó Álvaro dirigiéndose a la puerta para retirarse.

     -Una palabra más, -dijo el señor Guzmán suavizando el tono de su voz.

     -Señor, -dijo Álvaro deteniéndose y procurando dominar su agitación.

     El señor Guzmán quedose mirándolo un momento. Aquella mirada revelaba la lucha de afectos tiernos, y pasiones violentísimas.

     Luego con voz ahogada y profundamente conmovida, dijo:

     -Haga Vd. la felicidad de mi hija, y le perdonaré todo el mal que me ha causado.

     Álvaro miró al señor Guzmán; cuyo venerable semblante expresaba el dolor y la súplica. Comprendió que la idea de la felicidad de su hija, llevábalo hasta a olvidar sus odios y acallar sus celos, y participando de tan favorable cambio:

     -Señor, -dijo,- si la felicidad de una esposa depende de las consideraciones y el respeto que su esposo le tributa, yo le prometo a Vd. que Estela será feliz.

     -¿Y nada más puede Vd. darle? -dijo el señor Guzmán, sin poder disimular toda la amargura que encerraban estas palabras.

     -Ella no aceptará mi amor, -dijo Álvaro con tristeza.

     -Haga Vd. por merecer su perdón, y entonces aceptará su amor.

     Álvaro, confuso y entristecido por este justo reproche, y al ver al anciano con su habitual expresión bondadosa, con su rostro demacrado y su mirar macilento, sintiose profundamente conmovido, y plegando las manos en ademán de súplica, dio dos pasos, diciendo:

     -Señor, para merecer el amor de Estela, necesito antes el perdón de su padre.

     Y Álvaro cayó de rodillas delante del lecho del señor Guzmán, exclamando: -¡Perdón! ¡padre mío!

     -¡Hijo mío! -exclamó éste con la voz temblorosa y ahogada por las lágrimas, y extendiendo los brazos como para estrechar al joven, dijo:

     -Yo te perdono... haz la felicidad de mi hija.

     Álvaro se arrojó en los brazos del noble anciano que acababa de concederle su perdón.

     Tres días después, Estela y Álvaro salieron, feliz la una, resignado el otro, para dirigirse al Callao y partir en el mismo día para los Estados Unidos, donde fijarían su residencia.

     Estela, a pesar de llevar la convicción de que dejaba a su padre fuera de peligro, enjugaba a cada paso sus lágrimas, sin poder ocultar su amargura.

     Al fin, fuele preciso partir, después de abrazar a su padre, exigiéndole el juramento, de que antes de un mes iría a reunirse con ellos.

     No estaba lejos de su mente, ni se ocultaba a su penetración, la imperiosa necesidad de que su padre dejara de ver, siquiera fuera por un poco de tiempo a Álvaro, al que era la causa de sus desgracias y pesares, al que él no podía mirar sino como al rival que le robara el amor de su adorada Catalina.




ArribaAbajo- LV -

Reconciliación


     La separación de su hija, las impresiones repetidas en los días anteriores, habían influido fatalmente en el estado del señor Guzmán, tanto, que pocas horas después, más que un enfermo, era un agonizante próximo a morir.

     -Vaya Vd. a decirle a Catalina que quiero que ella cierre mis ojos, que quiero morir dándole mi perdón, dijo, dirigiéndose a don Lorenzo, que, esperando esta orden, preguntábale a cada instante:

     -¿Necesita Vd. algo? ¿quiere Vd. que vaya a alguna parte?

     El señor Guzmán no dio la orden de llamar a Catalina, sino cuando algunos amigos que habían ido a acompañar a los viajeros, dijeron, de regreso del Callao, que el vapor había zarpado llevándose a Álvaro y a Estela.

     Pocos momentos después apareció Catalina en el dintel de la puerta; estaba pálida y conmovida.

     Al ver el semblante cadavérico de su esposo, detúvose espantada.

     Un calor frío corrió por su cuerpo, al mismo tiempo que un desvanecimiento ofuscó por un momento su razón. El que tenía a su vista era, más que un enfermo, un cadáver.

     Adelantose hasta llegar al lecho de su esposo, y tomando entre las suyas la fría y descarnada mano del anciano, con voz débil y suplicante, dijo:

     -Aquí estoy, vengo a implorar tu perdón.

     El señor Guzmán, que había quedado por un momento embargado por ese sopor que acompaña a las enfermedades agudas, cuando han pasado el primer período de excitación; abrió los ojos que tenía casi cerrados, y mirando con asombro a su esposa, exclamó:

     -¡Catalina! ¿eres tú?

     -Sí, yo, vengo a postrarme a tus pies para alcanzar la gracia de acompañarte en estos supremos instantes.

     -Gracias -¡Dios mío! Ya puedo morir tranquilo, -y el señor Guzmán reclinó su cabeza en el seno de Catalina, que se había acercado hasta confundir su aliento con el de su esposo.

     -¡Dios mío! -exclamó Catalina,- si cometí una falta que mil veces quise reparar, bastante castigada estoy con el remordimiento que en estos momentos destroza mi alma.

     -¿Por qué hablas de remordimiento, si yo sólo soy culpable por haberme unido a una mujer joven y hermosa, de quien yo no era digno ni por mis años ni por mis méritos?

     -¡Alma generosa y noble! -exclamó Catalina, besando los canos cabellos de su esposo.

     -Sé todo lo que ha pasado. Don Lorenzo escuchó tus palabras aquella noche, en que Álvaro, sorprendiéndote, entró a tu alcoba usando una llave, que tomó sin tu consentimiento.

     -Perdónalo, él no es tan culpable como parece.

     -Lo he perdonado a él como te perdono a ti, si alguna culpa tienes.

     -¡Dios mío! -exclamó ella, ocultando el rostro entre los cobertores del lecho, como si aquel exceso de bondad la confundiera.

     El señor Guzmán hizo un esfuerzo incorporose, y sacando un pliego de debajo de los almohadones, dijo:

     -Toma, éste es mi testamento, en él te lego la mitad de mi fortuna.

     Catalina no pudo contestar una palabra, los sollozos embargaban su voz

     Después de un momento, el señor Guzmán con la voz apagada y la respiración dificultosa, continuó diciendo:

     -Aquí hago una declaración de todo lo que ha pasado, y te reconozco inocente del crimen de adulterio que pudieran inculparte. El mundo, que no comprende a las almas grandes como la tuya, se reirá de mis afirmaciones, si las conociera. Esto sólo lo he hecho para ti, para que lo guardes como un recuerdo de mi amor y gratitud.

     -No, tú no morirás, -exclamó Catalina, abrazándose al cuello de su esposo.

     Hubo un instante de pausa; luego el señor Guzmán tomando nuevamente aliento, dijo:

     -Quiero que sigas viviendo en esta casa, para ello te dejo mi nombre y parte de mi fortuna.

     -No, permíteme el que me retire al convento de la Encarnación, donde quiero tomar el velo de novicia.

     -¿Tú, joven y bella, quieres encerrarte en un convento?

     -Sí, lo deseo y si tengo la desgracia de perderte, quiero entrar cumpliendo tu última voluntad.

     -No, querida Catalina, no pienses en tales cosas, te lo ruego.

     -Sólo allí podré vivir tranquila y feliz.

     El señor Guzmán calló un momento, como si meditara sobre lo que debía contestar y dijo:

     -Si entras al convento, quiero que me hagas una promesa.

     -¿Cuál? Habla y te complaceré.

     -Prométeme no profesar antes de cuatro años.

     -¿Y por qué me exiges ese largo plazo?

     -Porque este deseo de entrar al convento, puede ser el resultado de tu desesperación del momento.

     -No, lo he meditado mucho.

     -No importa, después de cuatro años tendrás tiempo de meditarlo mejor, -dijo el señor Guzmán, con esa convicción que sólo la experiencia y el profundo conocimiento del corazón humano dan.

     Catalina guardó silencio.

     Comprendió que la agitación producida por esta conversación, podría producir al enfermo desfavorable efecto, en el estado de aniquilamiento y postración en que se hallaba.

     No obstante el señor Guzmán parecía visiblemente reanimado.

     Después de largo silencio, queriendo vencer ese sopor de la fiebre que nuevamente iba a embargar su inteligencia, movió la cabeza como si quisiera sacudir un peso enorme que le agobiaba.

     -¡Catalina! -dijo- no te alejes de mi lado, me siento muy mal.

     -Aquí estoy, duerme tranquilo yo velaré tu sueño.

     -¡Gracias! -contestó con la sonrisa inefable que sólo pueden tener los buenos, cuando ven acercare la hora suprema en que se resuelven todas las dudas que acosan la inteligencia del hombre.

     El señor Guzmán no era un creyente. Tampoco podía llamársele un ateo. Era lo que son hoy la generalidad de los hombres ilustrados: un ecléctico, y el eclecticismo cuando se adapta a una inteligencia clara y a un corazón bien intencionado, es el mejor guía que se puede elegir en la vida.

     Así que, no se vio pues atormentado, ni de los terrores que acosan en esta hora a los fanáticos, ni de las dudas y vacilaciones que atormentan a los escépticos.

     Los justos, cualesquiera que sean sus creencias, mueren viendo reflejarse la imagen de Dios, en el límpido cielo de su conciencia.

     La noche fue tranquila, aunque la enfermedad parecía tomar a cada momento mayores proporciones.

     Catalina no se separó un momento de la cabecera del enfermo.

     De vez en cuando, acercábase al lecho, y tomando una de las manos de su esposo la estrechaba contra su corazón, y la llevaba a sus labios con la misma reverencia con que hubiera besado las manos de un santo.

     A sus ojos, aquel anciano estaba santificado: santificado sí, por el martirio y por la clemencia.

     Recibir una ofensa y perdonar, sufrir y olvidar, es algo tan difícil a la naturaleza humana, que todos los fundadores o reformadores de elevadas y moralizadoras religiones, hanlo preconizado como base de su dogma.




ArribaAbajo- LVI -

El verdadero padre de Elisa


     Tres días después de la partida de Álvaro y Estela, el señor Guzmán dejó de existir, llevando el consuelo de exhalar el último aliento con la frente reclinada en el seno de su adorada Catalina, rehabilitada a sus ojos y embellecida por todas las virtudes de su noble corazón.

     Después de completa reclusión, en que sólo dejose ver de las personas de la familia, pensó volver al convento, donde esperaba hallar el reposo necesario a su alma, atormentada por tantos infortunios.

     ¿Qué podía hacer en el mundo, cuando para todos no era más que la mujer adúltera, que con su loca pasión había labrado la desventura de dos jóvenes esposos y causado la muerte de un venerable anciano?

     Donde quiera que volviera los ojos, no vería sino semblantes huraños, que alejarían de ella la vista o que, sonreirían, sería con la risa del escarnio y de la burla.

     El recuerdo de su desgraciada pasión, torturábale de continuo el corazón, y estas angustias, incesantemente sufridas, vigorizaban cada día más su aspiración de encerrarse en un asilo inaccesible a las miradas del mundo.

     Aunque Elisa la hija adoptiva de don Lorenzo había sido para ella más bien una enemiga que con frecuencia la dejaba oír sus burlescos cuchicheos, Catalina, la agasajó rogándole que permaneciera en la casa hasta que ella se retirara al convento.

     -Sé que tiene Vd. un novio que no se casa con Vd. por falta de recursos, -díjole Catalina un día.

     -Sí señora, -dijo Elisa poniéndose roja como una amapola, no porque le hablaran del novio, sino por tener que confesar que era pobre, lo que para la pretenciosa Elisa era la mayor vergüenza que podía sufrir, así que, apresurose a agregar:- aunque ahora es muy pobre, algún día será rico, pues debe heredar a un tío que es acaudalado, y además pertenece a la clase más distinguida de la sociedad.

     Suponemos no se habrá olvidado que el novio de Elisa, aquel que una noche fue causa de los terrores del señor Montiel, no era otro que el hijo del tapicero que renovó el mueblaje de la casa, cuando esperaban al señor Guzmán con su esposa.

     Fácil es comprender que el enamorado joven, conociendo la ambición y las pretensiones de Elisa, le forjó aquel tío rico y noble, que le dejaría una fortuna y por ende también un nombre ilustre.

     -¿Y quién es su novio, y dónde está ahora?

     -Ahora trabaja en el almacén de su padre.

     -¿En qué trabaja? ¿qué oficio tiene?

     -Es ebanista, -dijo Elisa volviéndose a poner encendida como la primera vez, a pesar de haber dicho ebanista en lugar de tapicero.

     Elisa pensó que así le daba mayor importancia a su novio, pues que, el trabajo de la ebanistería se prestaba a ser casi el de un artista.

¡Qué satisfecha hubiera quedado, si hubiera podido decir: es banquero, propietario o comerciante en alta escala!

     ¡Un ebanista! ¡qué condición tan triste para la que, como Elisa, tiene aspiraciones desmedidas!

     -Dígame Vd. -¿preguntó Catalina con dulzura,- ¿U. lo ama? ¿desea Vd. casarse con él?

     En otra circunstancia, Elisa hubiera negado que amaba al hijo de un tapicero; pero con la perspicacia que le era característica, comprendió, por el tono de Catalina, que podía esperar alguna protección, y fingiendo un tono melancólico y almibarado. dijo:

     -Sí, yo lo amo; pero como es tan pobre, por más que lo deseamos, no podemos casarnos, porque él me dice: -Señorita Elisa, ¿cómo voy a sacarla de esta casa que es un palacio, para llevarla a habitar un cuartito que es todo lo que mi padre me da; en el que apenas tendrá Vd. aire que respirar? Y ya Vd. señora, comprende que, por mucho que una ame a un hombre, no es posible sacrificar sus comodidades, para ir a pasar privaciones y trabajos.

     -Pues bien, ustedes se casarán y no pasarán privaciones. Habitarán en esta casa, que les dejo amueblada y con todos sus enseres.

     Elisa dio un salto de alegría.

     -¡Cómo! -dijo,-¿¡Esta casa me la deja Vd.!? ¿y por cuánto tiempo?

     -El señor Guzmán me la ha adjudicado junto con muchos otros bienes; pero como yo me retiro al convento, se la obsequio para que viva Vd. con don Lorenzo y Andrea.

     -¿Es verdad lo que está Vd. diciendo? -exclamó Elisa fuera de si de alegría.

     -Sí, Elisa, -dijo Catalina,- conozco que mi esposo ha cometido una falta, al olvidarse de ustedes en su testamento. Sin embargo, que de palabra me los recomendó a todos.

     Elisa no oía nada, reía y lloraba sin darse cuenta más que de una cosa: que con esa adquisición iba a pasar de pobre a rica. Luego, como si volviera en sí, se acercó a Catalina, y tomando con sus dos manos las de su bienhechora, dijo:

     -Perdone Vd., no sé lo que hago ni lo que digo. Yo quisiera arrodillarme a sus pies, para manifestarle mí gratitud, pero yo no tengo palabras para expresarle lo que siento; ya ve Vd., río y lloro al mismo tiempo,-¡Gracias, gracias, señora Catalina, es Vd. un ángel, es Vd.... ¡ay, Dios mío! todo lo que le digo me parece poco, pero Vd. comprenderá ¿no es verdad que comprende cuánto le agradezco?

     -Sí, hija mía. Me complazco en verla a Vd. feliz, contribuyendo a esa felicidad, ya que la mía es imposible en esta vida.

     Al día siguiente un escribano extendió la escritura de donación, que la señora de Guzmán hacía de la casa con todos sus muebles a la hija de don Lorenzo.

     Cuando Elisa se vio propietaria de una casa y poseedora de un gran capital, discurrió que era locura imperdonable, pensar en casarse con el hijo de un tapicero, cuando podía aspirar a algo mejor. Desde ese momento se propuso despreciar a su antiguo novio.

     Pocos días después de haber recibido, la magnífica y cuantiosa donación, que le hizo la señora de Guzmán, llegó el padre putativo de Elisa, con una carta en la mano, y con el semblante animado de lozana expresión, y acercándose a Elisa, díjole:

     -Dios, con regla torcida hace líneas derechas.

     -¿Por qué dice Vd. eso? -preguntó Elisa.

     -Porque la donación que te ha hecho la señora Catalina, no es más que la reparación de una falta cometida por su padre.

     -No comprendo de qué falta habla Vd.

     -Siempre esperé que mis sacrificios tuvieran su recompensa.

     -Explíquese Vd. papá Lorenzo, no comprendo una palabra de lo que dice Vd.

     -Digo que todos los misterios se revelan, y todas las buenas acciones se premian.

     -Bien, y eso ¿a qué viene al caso? -preguntó Elisa, cada vez más asombrada.

     -Viene al caso, porque tu madre ha muerto.

     -¡Mi madre! pero ¿cómo es que Vd. me dijo hace muchos años que yo no tenía madre; pues que la perdí siendo niña?

     -Es decir que entonces murió sólo para ti.

     -¿Y ahora ha muerto en realidad? -dijo Elisa con tal serenidad, como si se tratara de una persona extraña.

     -Sí, ha muerto, y antes de morir me ha revelado lo que siempre me ocultó.

     -¿Es algo que puedo saber?

     -Sí, y que te interesa.

     -Hable Vd., ¿de qué se trata?

     -De que tú eres hija del señor Montiel.

     -¡Yo! -exclamó Elisa en el colmo del asombro y llevándose ambas manos al pecho,- ¡yo! ¡hija de ese viejo tan perverso!

     -¡Calla! no insultes la memoria de tu padre.

     -Calle Vd. papá Lorenzo, y déjese Vd. de bromas.

     -Toma, lee esa carta.

     Elisa leyó una carta, que no dejaba lugar a duda alguna. Era de su madre y estaba escrita por un escribano público, en la forma de una declaración hecha por ella antes de morir.

     -Es decir, -dijo Elisa con cierto aire de satisfacción, que esta casa no es más que una indemnización que me ha hecho la hija por lo que el padre me usurpó, y que no estoy obligada a agradecer este obsequio, puesto que ya no soy la oscura Elisa Mafey, sino la señorita Elisa Montiel.

     -Te equivocas, Elisa; tú no eres hija reconocida. El señor Montiel estaba casado cuando tú naciste, así que no puedes llevar su apellido sino el de tu madre, como lo has llevado siempre.

     -¡Pist! -exclamó Elisa haciendo un gesto de disgusto,- entonces ¿qué es lo que yo he avanzado con saber que ese viejo pícaro fue mi padre?

     -Nada, ciertamente, pero las cosas deben hacerse como conviene.

     -Díme, papá, ¿y yo no podría establecer un pleito pidiendo la parte que me corresponde como hija del señor Montiel? ¿tanto derecho no tengo yo como Catalina?

     -¡Calla, ingrata!, acaba de enriquecerte la señora Guzmán y estás hablando de entablar una demanda contra ella, las hijas espurias no tienen derecho a heredar.

     -¿Qué es eso de espuria? ¿no soy yo tan hija del señor Montiel como Catalina?

     -Sí, pero no tienes derecho a heredar.

     -Sí, por aquello de que los hijos deben pagar las faltas de los padres. ¡Qué estúpidos son los hombres!

     Y Elisa dio a sus palabras indignado y despreciativo acento, que bien merecía ser oído por los legisladores.

     -¿Qué sabes tú de esas cosas? -dijo D. Lorenzo.

     -¿Qué necesito saber más que lo que mi buen sentido me dice?

     -Tú no comprendes el espíritu moralizador que se propone la ley, quitándoles todos los derechos a los hijos espurios.,

     -¿Cuál es ese espíritu? -dijo Elisa con sonrisa burlona.

     -Evitar el adulterio.

     Elisa soltó una estrepitosa carcajada.

     -Pues el espíritu de esa ley es como la carabina de Ambrosio -dijo, riéndose a más no poder.

     -¡Calla! tonta, ¿quién te lleva a ti a juzgar la obra de hombres sabios?

     -¡Ay! papá Lorenzo, por lo mismo que es obra de sabios es que me causa risa.

     -Tu risa es la de la ignorancia.

     -Pero, papá, si esa ley, en lugar de evitar el mal, lo autoriza, pues el hombre que puede tener hijos sin contraer obligaciones, los tendrá a sus anchas, esto es claro como el agua limpia.

     -Un hombre que reconociera hijos de distintas mujeres, sería inmoral y escandaloso, y lo que procuran de acuerdo la sociedad y las leyes es evitar el mal ejemplo y el escándalo.

     Elisa quedó pensativa, como si este argumento la hubiera vencido; pero ella no era mujer de dejarse convencer tan fácilmente, y después de meditar largo rato, como si al fin hallara en sí misma un argumento incontestable, dijo:

     -¡Ay! querido papacito, todo lo que puedo decirte es que muchas veces he meditado, cuan horrible sería mi suerte y espantosa mi orfandad, si no te hubiera encontrado a ti, que me adoptaste por hija y me prodigaste los cuidados de padre. Lo que si te puedo asegurar es que, cuando yo hubiera llegado a comprender lo que ahora acabo de saber, me hubiera vengado de tan cruel injusticia, escandalizando verdaderamente a los que, por no escandalizar habían contribuido a mi desamparo y perdición. ¿Qué quiere decir evitar el mal de un momento, abriendo la puerta para nuevos y más grandes males? ¡Qué bien los hubiera yo escandalizado a esos señores para quitarles la gana de dejar hijas sin padres por temor del escándalo!

     Y Elisa golpeó con su linda mano la mesa al pronunciar esta amenaza.

     D. Lorenzo guardó silencio y permaneció profundamente pensativo, en sus adentros hacía esta reflexión. Tal vez esta locuela dice la verdad. ¿Que sería de ella sin mi protección? ¡Cuántas como Elisa van a aumentar por falta de apoyo, la espantosa cifra de las mujeres perdidas!

     Elisa creyó, que como siempre, había hablado de cosas insignificantes, sin parar mientes, en que acababa de tocar una cuestión social de inmensas trascendencias.




Arriba- LVII -

Recompensa


     Un año hacia que Catalina se había retirado al convento, en pos de la paz apetecida y del aislamiento que sus pasadas, no diremos faltas sino desgracias, la obligaban a buscar.

     Un año hacía que sin más compañía que sus amargos recuerdos, ni más consuelo que mirar hacia las celestes lontananzas de sus juveniles años; vivía entregada a las austeridades de la vida religiosa. Ni un punto cedía su voluntad en el constante anhelo que la llevó a aquel retiro, donde esperaba encontrar el bálsamo que ofrece la religión, el cual, si no cura, al menos calma los dolores del alma.

     Eran las seis de la mañana de uno de esos días calurosos y hermosos de la primavera.

     Catalina como de costumbre había dejado el lecho muy temprano.

     Ese día, más que nunca triste, contemplaba con amargura aquel despertar risueño de la naturaleza, aquella alborada que saludan con su cantar matutino las alegres y cantoras aves, y que, sin embargo no alcanzaba a disipar la tristura de su corazón ni a iluminar la tenebrosa noche que circundaba su espíritu.

     Hacía pocos días que había recibido una carta de Estela en que le decía:-« ¡Soy, feliz: Álvaro me ama y de continuo consagramos un recuerdo de gratitud al ángel que con su sacrificio le salvó la vida. Muy pronto, el fruto de nuestros amores vendrá a colmar esta felicidad; entonces seremos tres en lugar de dos los que le enviaremos nuestras bendiciones a Vd. nuestro ángel de salvación!...»

     Al leer este párrafo, Catalina lloró enternecida y levantando los ojos al cielo, dio gracias a Dios, que le permitía saborear estos momentos de inefable satisfacción.

     Pero ¡cosa rara! después de un momento, aquellas palabras: Álvaro me ama, quedaron clavadas en su corazón como dardo que ahondaba la herida que en vano esperaba ver curada.

     -¡Álvaro la ama! repetía sin atreverse a confesarse ni aun a sí misma, que en su corazón se despertaban los celos y que lejos de sentirse feliz con lo que ella había considerado como la realización de sus nobles aspiraciones; no encontraba sino una nueva tortura que aumentaba las penas de su ya, lacerado corazón.

     ¡Debilidad y miseria del corazón humano!

     Catalina, guiada por un sentimiento de justicia, más que humano, divino, creyó que la felicidad de aquellos por quienes se sacrificara, sería para su corazón la recompensa de ese sacrificio; sería, cuando menos, el consuelo de sus desventuras.

     Pero ¡ah! ¡cuántas veces contamos con fuerzas suficientes para realizar un ideal que la mente vislumbra, olvidando, que esta mísera envoltura humana, es débil y se resiste a elevarse allá, donde sólo es dado llegar a ciertas naturalezas privilegiadas!

     Y vosotros, los grandes mártires que habéis alcanzado la perfección del sacrificio, ¿acaso os librasteis de la debilidad y del desfallecimiento humano?

     Catalina se desesperaba al ver que cuando su corazón debía sentirse más satisfecho, pues que había alcanzado aquello por que se había sacrificado, no alcanzaba ni aun a calmar los celos que eran consecuencia de un amor que ella esperaba ver extinguirse.

     Como hemos dicho, aquel día se despertó más triste y abatida que de ordinario.

     Todas aquellas ideas, fluctuaban en su mente, como otros tantos puntos tenebrosos que en vano pretendía alejar de su vista.

     Después de cumplir con sus deberes religiosos retirose a las diez del día a su celda a meditar y llorar.

     El ruido de unos pasos que se aproximaban la sacó de sus meditaciones.

     -¡Señora Guzmán! -dijo la Superiora llamando suavemente a la puerta.

     Catalina se apresuró a abrir al reconocer la voz de la Superiora.

     -Madre, pase Vd. adelante.

     -¡Gracias!, acaban de avisarme que una persona, un joven, solicita permiso para hablar con Vd.

     -¡Quién puede ser!, exclamó Catalina, y sin saber por qué; sus mejillas se colorearon con un ligero encarnado.

     -Antes de contestar, quiero saber si Vd. espera alguna persona determinada.

     -A nadie, -contestó pensativa Catalina.

     -Si Vd. gusta puede ir a ver quien es.

     Catalina trepidó un momento; nervioso temblor sacudía sus miembros y sin saber por qué, sentíase turbada a la par que ansiosa de saber quién era el joven que solicitaba hablarla.

     -Con vuestro permiso, madre, -dijo y se adelantó; dirigiéndose al locutorio.

     A medida que se acercaba sentía que algo como un vago terror se apoderaba de ella.

     La vida monástica, de suyo tan tranquila y escasa de toda suerte de acontecimientos, habíala acostumbrado a esa inmovilidad de espíritu que remeda la paz de los sepulcros.

     No es, pues, extraño que la presencia de un joven, de un desconocido, produjera estos temores, inexplicable para ella.

     Cuando llegó al locutorio se detuvo un momento. Miró por entre las cortinas que ocultan a la vista de los curiosos el interior del convento.

     Con gran extrañeza sólo vio una mujer con un niño en los brazos, que parecía preocuparse poco de lo que pasaba en torno suyo.

     Dirigiose donde la portera y preguntó, si la persona que la buscaba estaba aún allí.

     -Acaba de ir al locutorio. -contestó la monja.

     Catalina, más temblorosa que antes, dirigiose de nuevo al locutorio, entreabrió la cortina y miró.

     -¡Álvaro! -exclamó poniéndose mortalmente pálida y llevándose ambas manos al corazón.

     -¡Catalina! sí, soy yo, que vengo a decirle: Estela ha muerto, dígnese usted ser la madre de su hijo.

     Un mes después Álvaro y Catalina se unían con los indisolubles lazos del matrimonio.

     El recuerdo de Estela no enturbiaba aquella felicidad. Ella había muerto bendiciendo a Catalina y rogándole a Álvaro que diera a su hijo por madre, a la mujer extraordinaria que sacrificó su honor por salvarle a él la vida; y su pasión por salvarle a ella su felicidad.

     ¿Y Elisa, la ambiciosa hija de don Lorenzo?

     Elisa, como sucede con toda joven que no sujeta sus ambiciones a la esfera de su condición; no se casó ni con el hijo del tapicero ni con el coronel Garras, y esperando hallar, un partido digno de su alta posición social, llegó a los treinta años, y exclamó: «funesta edad de amargos desengaños»; bien amargos ciertamente; pues que tuvo que casarse con un solterón pobre y regañón, que le amargó los días de la vida.

     En cuanto al coronel Garras; de este personaje tan pasivo como insípido; sólo diremos que continuó hasta edad muy avanzada, desempeñando su misión de amigo de sus amigos; y de adulador de los que podían servirle.

     Hay más ¿quién había de creerlo? Don Lorenzo, el recalcitrante solterón, el acérrimo enemigo de las mujeres, se casó también con la virtuosa doña Andrea.

     Y cuando pensó tomar tan inesperada resolución, decía:- ¿y por qué no he de casarme yo, cuando, hasta el mismo Balzac dobló al fin la cerviz, sin que después diera muestras de arrepentimiento?

     Y si alguno le decía: -Pero Vd. el enemigo descarado de las mujeres, ¿va Vd. a casarse?

     El buen hombre con sentencioso acento contestaba:

     -La experiencia me ha demostrado, que así malas como son las mujeres, son sin embargo, mejores que los hombres.




 
 
FIN