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ArribaAbajo- XVI -

Catalina


La joven esposa del señor Guzmán era verdaderamente hermosa, como acabamos de oírlo repetir a sus buenos amigos.

Catalina era peruana, nacida en Lima. Fue llevada a Cuba cuando aún no tenía cuatro años. Su madre también peruana, murió en Lima a causa, no tanto de una hipertrofia al corazón, cuanto de los pesares sufridos en su desgraciado matrimonio con Montiel. La hija heredó todas las cualidades de la madre, sin sacar ninguno de los defectos del padre.

Su tipo tenía algo del tipo andaluz, pero realzado en esa expresión dulce y suave de la mujer peruana.

Catalina miraba con tristeza y sonreía con dulzura. Diríase que las lágrimas habían impreso lúgubre huella sobre su risueño y juvenil semblante y que el dolor habíase extendido como velo de tristeza sobre un rostro en otro tiempo resplandeciente de alegría. Por eso en ella, veíase lo que puede llamarse alegría triste; esto que parece contrasentido, lo hemos visto siempre en esas personas que, a fuerza de llorar, pierden la costumbre de reír y en quienes parece que la risa estuviera cargada de lágrimas.

¡Llorar de amor!...; ¡suprema dicha, cuando la ausencia o el olvido, no amargan ese llanto!

¡Llorar por un ausente que olvida es más cruel que llorar a un ausente que muere!

Al menos, queda para éste, un culto, una memoria que la muerte diviniza, y a la que el corazón se apega con reverente amor.

Catalina había llorado por un ausente que la olvidaba. Había llorado con las lágrimas que queman, que aniquilan el alma y marchitan la tez. Lágrimas de hiel que jamás enjuga ni endulza la esperanza porque aquel ausente, llega a amar a otra mujer, y se convierte en un imposible.

¡Un imposible! ¡cuando un corazón enamorado comprende el sentido de esta palabra, llega al paroxismo del dolor!

¡Ausencia y olvido! Vosotros los que amáis ¿comprendéis mayor suplicio?

En Catalina la tristeza era como un ambiente que la rodeaba. Era el suave perfume de su alma, que, como el de la violeta, se percibe, sin saberse de que lado viene. Su tristeza no se mostraba ni en sus palabras ni en sus ojos ni en su semblante; era más bien, el misterioso y vago destello de su espíritu, que realzaba su hermoso semblante, esparciendo en torno suyo indecible y seductor encanto.

Tenía todos los movimientos y los ademanes lentos, pausados, pero agraciados: sin la desgarbada lentitud de la mujer de temperamento linfático. En ella todo era gracia, dulzura, sentimiento.

Catalina había sufrido muchísimo, y el sufrimiento que trae un sentimiento noble como es el amor, aunque marchita el rostro, embellece la expresión; sin duda porque, como el fuego, purifica y fortalece el alma. No así el sufrimiento del odio, que, como ennegrece el alma, afea la expresión y desfigura el rostro.

Más que linda era Catalina hermosa. Tenía esa palidez mate, opaca y densa del semblante que revela la constitución nerviosa, impresionable, vehemente de la mujer de grandes y acentuadas pasiones. Parecía una estatua animada con el fuego de un grande espíritu; la perfecta armonía de sus formas, constituían su excepcional hermosura y por su expresión, diríase que en ella se disputaban, en constante lucha, la voluptuosidad y el espiritualismo, el ardiente amor de la mujer con el misterioso anhelo de la púdica virgen.

Los ojos dulces al par que serenos, orlados de espesas, largas y arqueadas pestañas; las cejas pronunciadas y negrísimas y los labios frescos, levemente sonrosados, dábanle un aspecto interesante y encantador. Cuando miraba algún objeto distante, entornaba los ojos, con gracia tal, que parecía mas bien que pretendiera lucir las negras pestañas que como un velo cubrían sus ojos, que usar de este recurso propio de las personas cuya vista está algo afectada de miopía.

Tenía las manos finas y el cuello, levantado, se destacaba sobre unos hombros torneados y mórbidos.

Catalina era una de esas mujeres de constitución nerviosa, impresionable, vehemente, que por una de las tantas contradicciones inexplicables de la naturaleza humana, están, por dulce y bondadoso carácter templadas, o más bien diremos, contrabalanceadas, retenidas, encadenadas, por más que con frecuencia su impetuoso corazón las arrastre por la senda donde sin saberlo, sin pensarlo ni preverlo, encuéntranse con la para ellas, espantable sombra del mal.

Esta manera de ser había impreso en ella un sello de indefinible expresión.

Tal era, física y moralmente, la mujer que Álvaro había amado y que hoy, por una inexplicable coincidencia de la casualidad, se le presentaba casada con el padre de la que bien pronto debía ser su esposa.




ArribaAbajo- XVII -

Un diálogo interesante


Como hemos dicho ya, Catalina y Estela se colocaron junto al canapé.

En el primer momento, Catalina sintió repulsión, celos, al lado de la hija de su esposo, de la novia de Álvaro; pero pocos momentos después de conocerla y descubrir su bello carácter y el alma cándida e inocente que la joven puso de manifiesto con encantadora sencillez, sintiose conmovida y casi atraída hacia ella.

Después de larga y muda observación por la que se dejaba comprender que ninguna de las dos se atrevía a iniciar la conversación, Catalina dijo: -¿Esperaba Vd. con gran anhelo a su padre?

-¡Ah! Sí lo esperaba contando hasta las horas que faltaban -contestó Estela ruborizándose,- lo esperaba para casarme.

-¿Y el día de la boda está ya fijado? -preguntó Catalina con marcada ansiedad.

-No, yo he querido esperar a que Vd. y papá lo fijen.

-¡Ah! - exclamó Catalina, sin poder ocultar la expresión, mezclada de gozo y de angustia que se pintó en su semblante.

Estela, sin notar nada, acercose a Catalina y tomando una de sus manos entre las suyas con efusiva ternura, dijo:

-Usted y papá nos fijarán el día y Álvaro y yo, nos someteremos a la voluntad de ustedes.

-Ya hablaremos de esto, -dijo Catalina,- como si las palabras de la joven torturaran su corazón.

-Sí, -contestó con alegría Estela,- ya hablaremos: papá me ha dicho que Vd. será para mí una hermana, lo será Vd. ¿no es verdad?

-Sí, sí, seré su hermana, -apresurose a contestar Catalina como movida por un sentimiento que se despertaba en su corazón.

Estela miró a la esposa de su padre con una mirada dulce, llena de cariñosa gratitud y después, estrechándole nuevamente la mano agregó:

-Gracias, señora, mi corazón me dice que es Vd. buena y creo que debo esperar de Vd. el verdadero afecto de una hermana.

Catalina bajó la vista, y una ligera palidez cubrió su rostro, Estela continuó diciendo:

-Yo perdí muy temprano a mi madre. ¡Ah! si Vd. no fuera tan joven yo la llamaría a Vd. mi madre; pero a nuestra edad, viene mejor ser hermanas, ser amigas del alma; ¿no es verdad?

-Sí, sí,-contestó Catalina con voz ahogada.

-Cuánto debe amarse a una hermana,-dijo Estela con dulce expresión, -yo he tenido la desgracia de no conocer el amor de una madre ni tampoco el de una hermana, será sin duda por esto que me parece que en Vd. reconcentraré estos dos grandes afectos.

-Gracias, hija mía, -dijo con tristeza Catalina y después de un momento agregó,- yo procuraré hacerme merecedora de esos bellos sentimientos.

-Vd. los merece sin hacer nada de su parte, me parece que es Vd. muy amable.

-Imposible no serlo con Vd. señorita Estela, -contestó Catalina con dulce sonrisa.

Estela parecía inspirarse con la ingenua expresión de su interlocutora, y después de un corto silencio dijo:

-Mire Vd. papá acaba de decir y me lo ha repetido siempre, que él no pensaba casarse, temeroso de traer, con la mujer que eligiera, la desgracia, la discordia y tal vez el infortunio a esta casa donde él y yo tan felices hemos sido.

Catalina se inmutó visiblemente al escuchar estas palabras, y Estela, temiendo haber dicho algo que la ofendiera, apresurose a agregar:

-Como se conoce que papá no la había conocido a Vd. que lejos de traernos la desgracia, presiento va a ser la portadora de todas mis felicidades.

-¿Lo cree Vd. así? -preguntó Catalina con gran ansiedad.

-Sí, así lo creo, -dijo Estela y con candorosa expresión agregó: ¿por qué habíamos de ser desgraciadas ni Vd. ni yo?

-¡Oh! no, ni deberíamos hablar de tal cosa, -contestó Catalina.

Y Estela, como si deseara decir todo lo que en ese momento sentía, movida, sin duda, por uno de esos impulsos inexplicables que se llaman presentimientos, dijo:

-Yo sacrificaría mi felicidad, sacrificaría todo antes que darle un pesar a Vd. o a papá.

-Gracias, gracias, -dijo con ternura Catalina estrechando entre las suyas las manos de la joven.

-Yo siempre le he prometido a papá que sería muy buena con la mujer con quien él se casara, y ahora veo que esto me será, no sólo fácil sino muy agradable: sí, yo no dudo que seré muy feliz con la grata compañía de Vd.

-Quiera el cielo se cumplan sus deseos que son los míos, -contestó Catalina con dulce y triste acento.

Después de un momento de silencio, Estela, llevada de esa necesidad que tienen las jóvenes de hablar siempre del hombre que aman, dijo:

-Con Álvaro hemos hablado mucho de papá y de Vd. En nuestros largos paseos por el malecón de Chorrillos ¿sabe Vd. de qué hablábamos?

-¿De qué, diga Vd.? -contestó Catalina con imprudente y gozosa ansiedad.

-Va Vd. a reírse de nosotros, pues vea Vd. nos entreteníamos en disputar, ¿cómo sería Vd.? ¿cuál sería su talla? ¿de qué color tendría Vd. los ojos, el pelo, si sería U, morena o blanca, y en estas disputas nos pasábamos horas enteras.

-¡Es posible! -exclamó Catalina con la fisonomía radiante de gozo.

-Sí, y sucedía que pocas veces estábamos de acuerdo: yo la creía a Vd. blanca, rubia, de ojos azules, y él me decía que no debía Vd. ser así, porque este tipo era raro en Cuba, y luego me hacía la descripción de la manera como se la imaginaba él a Vd. y ¡cosa rara! parece que la hubiera conocido, tan parecida es Vd. a la mujer que él me describía.

-Es que mi tipo es vulgar en Cuba y generalmente se dice que las peruanas, somos parecidas a las cubanas.

-¿Es Vd. peruana? -preguntó Estela con extrañeza.

-Sí: muy niña dejé este delicioso suelo, y aunque guardaba muy vagos recuerdos, mi corazón se volvía siempre con cariñoso empeño hacia la hermosa Lima donde vi la luz primera y donde reposan las cenizas de mi madre.

Después de un corto silencio, como si temiera algún peligro en continuar esta conversación, cambiando de tono dijo:

-Cuénteme Vd. cómo conoció a su novio.

Estela quedó por un momento pensativa y luego, con tranquila y candorosa expresión:

-Lo conocí, -dijo,- porque vino con cartas de recomendación de papá. Cuando llegó a Lima estaba enfermo, triste, abatido. ¡Pobre Álvaro! si supiera Vd. ¡cuán desgraciado ha sido!

-¿Y cuál es la causa de esa desgracia? -preguntó Catalina, mirando con fijeza a su interlocutora.

-Es una historia muy larga para poderla contar, ahora, pero le diré, en resumen, que cuando llegó acababa de perder a su padre y también a su novia.

-Y de qué manera perdió al mismo tiempo a su padre y a su novia?

-El padre de Álvaro murió a manos de un español, que lo asesinó villana y cobardemente; este español era el padre de su novia y él resolvió no casarse con la hija del asesino de su padre.

-¿Y él le ha referido a Vd. esta historia? -preguntó Catalina, con semblante angustiado.

-Sí, la refirió a varias personas una hermosa mañana que fuimos de paseo al Salto del Fraile.

-¡Imprudente! -murmuró Catalina arrugando sus lindas cejas y sin dejarse oír por Estela.

-¿Qué decía Vd.?

-Decía, -repuso Catalina procurando serenarse, que era una verdadera desgracia la del joven Álvaro.

-Sí, una desgracia de las de que no puede uno consolarse en mucho tiempo.

-Y ahora ¿cree Vd. que está completamente consolado?

-¡Ah! sí, no sólo se ha consolado sino que ni aun se acuerda para nada de su antigua novia y hasta me ha prohibido el que le hable de ella.

Catalina exhaló un largo y doloroso suspiro.

-Se conoce que el amor de Vd. ha borrado por completo en él todos los recuerdos, -dijo Catalina.

-¡Qué feliz sería yo si así fuera! -exclamó Estela.

-¿Lo ama Vd. mucho?

-Con toda mi alma: sin él la vida sería para mí un horrible suplicio.

Al escuchar estas palabras, Catalina sintió algo como si un dardo la atravesara el corazón; luego con tono festivo dijo:

-¿Y qué noticias ha tenido de esa pobre novia?

-Como él no se acuerda de ella y como, además, me prohibió que le hablara de esto, no he vuelto a preguntarle nada.

-¿Su novia era cubana o española?

-No lo sé a punto fijo; pero supongo que sea cubana, pues esos amores dice que principiaron cuando él tenía once años y ella siete.

-Eso parece inverosímil, -dijo Catalina con festiva sonrisa y agregó: -¿no será ésta una historieta inventada paró amenizar un día de paseo?

-¡Ah! no, Álvaro nos refirió esa historia porque dijo que quería que supiéramos la causa porque había estado preso y enjuiciado como un criminal.

Catalina guardó silencio y quedó abismada en un cúmulo de ideas que se agolparon en su mente.

Algunos amigos que llegaron interrumpieron la conversación.




ArribaAbajo- XVIII -

Las ambiciones de Elisa


A las siete de la noche retiráronse todos los concurrentes y sólo quedaron, para acompañar a comer a los recién llegados, Álvaro y algunos amigos de la casa.

Entre éstos estaba un coronel peruano, el cual, aunque desempeña papel muy secundario en esta historia, nos ocuparemos de él declarando que no tiene otro derecho a nuestra atención, que ser, por el momento, el objeto de las ambiciones de la despabilada Elisa, la hija de D. Lorenzo.

Parece que la foja de servicios del coronel estaba manchada con algunos pecados gordos que él, sin embargo, miraba con indiferencia. Mas esto no impedía que Elisa, con su carácter práctico y calculador, viendo el buen círculo que lo rodeaba y los muchos amigos que en la alta sociedad poseía, lo mirara como un buen partido que la elevaría a la alta posición social, que ella ambicionaba ocupar.

El coronel Garras era, pues, para la oscura hija de D. Lorenzo, conquista codiciable que más de una ver se había ella propuesto alcanzar.

En distintas ocasiones había desempeñado con maestría y delicadeza el puesto de edecán, cerca de varios Presidentes de la República; cumpliendo admirablemente todo aquél ceremonial que tan bien cuadraba a sus gustos e inclinaciones. Sus émulos y compañeros, aquéllos que, faltos de círculo y de buenos empeños, habíanse quedado rezagados en clase inferior, sin duda esperando ascender por medio del cumplimiento del deber y de la estricta adhesión a su causa o partido; tenían la osadía de decir que el coronel Garras era solicitado y ascendido por todos los Gobiernos por tener carácter servil y adulador. Aunque más de una vez llegaron hasta él estos ofensivos conceptos, él se alzaba de hombros y decía: -¡Pobres diablos ellos están muy abajo para que sus insultos puedan llegar hasta mí!

Tal vez se juzgará inverosímil la amistad de un hombre, severo, honrado como el Sr. Guzmán con otro desposeído de todas esas cualidades, como era el coronel.

Es que en la sociedad, como en la naturaleza, hay ciertos avechuchos que, como el búho, gustan de anidar en los edificios más elevados, y, a nuestro pesar, se constituyen en vecinos y amigos, sin que sea parte a alejarlos nuestro disgusto y desazón.

Sin embargo, diremos en justicia, que el coronel era bien recibido y agasajarlo en casa del Sr. Guzmán. No nos entrañe que así sucediera. El coronel era de esos hombres que hacen de la amistad una profesión y de la adulación un medio, que ponen en juego con tal maestría, que alcanzan a seducir aun a los más insensibles a sus pérfidos y engañosos halagos.

Todos de acuerdo convenían en afirmar que si el coronel Garras tenía grandes defectos que afeaban su personalidad moral, en cambio poseía una bella cualidad que lo hacía sumamente simpático: la de ser muy amigo de sus amigos. Jamás el coronel faltaba a los convites de entierros o funerales, ni mucho menos a los de matrimonios o cumpleaños. Tanto era así, que si alguno daba una fiesta y olvidaba invitarlo, dirigíase a la casa del olvidadizo amigo a felicitarlo por la feliz idea de reunir a sus numerosos amigos y permitirles que gozaran de las delicias incomparables que sólo él sabía proporcionar a sus invitados. Fácil es deducir que el resultado de esta felicitación era la inmediata reparación del olvido que lo eliminara del número de los convidados.

De más parece decir que el coronel era soltero, o mejor dicho, solterón; la familia, decía él, es carga pesada, que soló deben llevar los tontos, y luego, de este modo, un hombre está siempre expedito para desempeñar el regalado papel de enamorado perpetuo que tantas ventajas suele proporcionar cerca de las chicas que lo miran con ojos tiernos.

De más también parece decir, que encontrándose en casa del Sr. Guzmán una muchacha linda, ambiciosa y vivaracha, como Elisa, el coronel cumpliría la consigna, galanteándola con ardoroso empeño.

Elisa admitía risueña los piquineos del coronel, pensando que si algún día alcanzaba ser coronela, entraría de lleno a formar parte de la alta clase que tantos atractivos tenía para ella. Más de una vez solía decir en sus adentros mirando al coronel con ojos tiernos: -Si este avispón que me moscardonea a la oreja, me hablara de matrimonio yo realizaría todos mis sueños y ambiciones.

Y Elisa murmuraba estas palabras con toda la amargura de una pobre muchacha que, en su modesta oscuridad, siente la más desmedida ambición.

Más de una vez intentó conducirlo, hasta colocarlo en un punto donde esperaba que, al fin, le hablaría de matrimonio; pero el astuto hijo de Marte esquivaba, como buen zorro, las mañosas emboscadas que le tendía la joven. Esta situación traía a Elisa desesperada y aquel día, en que más que nunca sintió la pequeñez de su posición social, resolvió realizar una última tentativa resuelta a finiquitar sus platónicos amores con tan avieso enamorado. Elisa no podía conformarse a que la presentaran sólo como a la hija de D. Lorenzo. -¿Quién es don Lorenzo? -decía,- apenas si alguno sabrá que es el ayo de la señorita de la casa. Diremos, sin embargo, en honor de su buen corazón, que sentía gratitud, para Estela quien ese día la había presentado repetidas veces como a su amiga querida, y predilecta compañera.

Elisa dirigiose, pues, al coronel, como lo haría la zorra si pudiera atacar al león.

Con sus largos mostachos retroussés a lo Napoleón III, con sus áureas charreteras, gallardamente llevadas y su flamante tahalí de charol, del que colgaba la rica espada toledana, el coronel estaba ese día a los ojos de Elisa mucho más buen mozo que otras veces.

Poco antes de pasar al comedor y aprovechando de no ser en ese momento observada, por hallarse ambos en el alféizar de una ventana, Elisa acercose a él y con esa sonrisa entre burlona y cariñosa que siempre le prodigaba, díjole:

-¿Usted también se queda a comer con nosotros?

-Sí, contando con tu permiso.

-Qué tengo yo que hacer con Vd.? ¿es Vd. acaso mi novio? -dijo Elisa mirando con intención provocativa al coronel.

-Siempre cruel con el que tanto te ama -dijo el coronel queriendo estrecharle la mano.

Elisa se le acercó más y colocándose a su lado, con gracia y lisura, con cariñoso tono dijo:

-¡Qué bien luciría Vd. si pudiera llevar al brazo una mujer joven y linda que todos admiraran!

-Sí, joven y linda como tú.

-Sí, como yo, -dijo Elisa, con fingida modestia.

-Pero, como tú no me amas.

-Pero si Vd. no me habla de matrimonio.

-Es que tú has sido siempre tan adusta conmigo que no he podido decirte.

-¿Qué cosa? dijo con ansiedad Elisa.

-Cuánto te amaba.

-Pues bien hable Vd. esta noche mismo a papá Lorenzo y pídale Vd. mi mano.

-No puedo, sin estar seguro de que tú me amas.

-El amor viene después.

-No, hijita, yo quiero que venga antes.

-Pues bien, sepa Vd. que yo lo amo.

-¿Y me darás pruebas de ese amor?

-¿Pruebas? -repuso Elisa con dignidad.

-Es claro; yo necesito pruebas de ese amor.

-Ya comprendo: lo que Vd. quiere es perderme y después abandonarme, -dijo Elisa indignada.

-Perderte, no tal; abandonarte, mucho menos.

-Si esta noche mismo no le habla Vd. a papá Lorenzo, pidiéndole mi mano, no espere Vd. nada de mí.

El coronel sonrió maliciosamente y Elisa con tono colérico exclamó:

-¡Ah! se ríe Vd. porque no soy una tonta que da crédito a sus palabras. Bien comprendo que ustedes, los que se tienen por caballeros, sólo quieren perder a las jóvenes como yo: pero se equivoca Vd. señor coronel. Y Elisa, con aire resuelto, dio media vuelta, girando sobre los altos tacones de sus diminutas botas.

-Ven acá linda mía, dijo el coronel sujetando a Elisa por el vestido.

-¿Qué tiene Vd. que decirme? -replicó ella, resuelta a no dejar de la mano al que podía darle, si no todo, algo de lo que ella ambicionaba.

-Eres tú la que debes tener algo que decirme.

-Yo no tengo más que decirle, si no es, el asegurarle que tengo hecho propósito de no creer en el amor de Vd. si no me habla de matrimonio.

-¿Tanto deseas casarte?

-¡Casarme! -replicó con desdén Elisa,- no tal, pero sí deseo elevarme como tantas otras que, tan oscuras como yo se han hecho grandes señoras.

-Pues, hijita, esas grandes señoras han principiado por ser nada más que la querida del que más tarde puede llegar a ser su esposo, y no de otra suerte puede elevarse una muchacha oscura a una gran posición.

-¡Guá! ¿qué quiere Vd. decirme con eso?

-Que eres una pobre muchacha que no tienes más camino para elevarte que el que han tenido muchas otras como tú, que han subido muy alto.

-¿Y Vd. está muy alto para mí? -dijo Elisa con tono de dignidad ofendida.

-Ciertamente, tu oscuridad y mi alta posición social, sólo pueden confundirse por un camino ¿quieres que lo señale? -dijo el coronel, queriendo enlazar el talle de la joven: la que deshaciéndose de él enojada:

-Pues bien, quédese Vd. en sus alturas y déjeme a mí en mi oscuridad; dijo furiosa y retirose moviendo la cabeza con aire amenazador.

Elisa se fue trinando contra el coronel. No era de las que soportan, impasibles, insultos como el que acababa de recibir echándole en cara su oscuridad.

Principió a meditar de qué manera vengaría estas ofensas y después de un momento, cuando todos estaban reunidos, dirigiose al coronel y acercándose a él con gracia y desenfado dijo:

-Qué rica empuñadura tiene su espada coronel, lástima grande que todos digan que su hoja es de mala ley y que sólo ha brillado en las antesalas de palacio, y en otros lugares que le hacen menos honor.

El coronel se mordió los labios con rabia y queriendo esquivar la lanzada que le dirigió la joven, con tono arrogante y llevando la mano a la empuñadura dijo:

-Con esta espada he derrocado a muchos malos mandatarios de mi patria.

-Malos para Vd.; quizá tal vez muy buenos para los que no miran a su patria como un patrimonio que deben explotar en favor propio.

El tono con que Elisa pronunció estas palabras llamó la atención de todos los circunstantes, que miraban al coronel sonriendo maliciosamente: ella comprendió que era el momento de aprovechar y con colérica expresión agregó:

-No es derrocar Presidentes lo que debe enorgullecer a un militar, sino haber peleado en alguna guerra con el extranjero.

Todos los que conocían la hoja de servicios del coronel Garras, rieron y festejaron la agudeza de la joven. Por su parte, Elisa quedó satisfecha de haberse vengado de su desdeñoso y mal intencionado pretendiente.




ArribaAbajo- XIX -

La copa de champaña


Las siete de la noche eran, cuando, por indicación del Sr. Guzmán, que oyó sonar la campanilla del comedor, pasaron todos a ese lugar.

Estela y Catalina colocáronse cada cual al centro de la misa quedando la una frente a la otra.

El Sr. Guzmán, ocupó el asiento que quedaba al lado de su esposa, e hizo colocar a Álvaro junto a Estela, con lo que vino a quedar Catalina al frente de Álvaro.

La comida fue magnífica, la conversación animada, y todo parecía revelar el contento de los comensales.

D. Lorenzo, de ordinario, era hombre de pocas palabras, y esta vez, el gozo de ver a su querido amigo y protector tan feliz y contento, lo llevaba alborozado y se contentaba con el papel de mero espectador.

Sin embargo, no por esto dejó de darse cavilar, cómo era que los hombres, aun los más sesudos, daban en el débil de entregar su suerte en manos de una mujer. -¡Un ser tan frágil y liviano!- exclamaba en sus adentros el buen hombre.

No por esto dejó de reconocer que, si algo podía hacer disculpables estas tristes debilidades, era el cometerlas por una mujer tan bella como la encantadora Catalina.

Y cuidado que, para que un hombre del temperamento, de los años y más que todo de las ideas de D. Lorenzo declarara, aunque no fuera más que para sí mismo, que Catalina era encantadora, necesario era que aquélla fuese una beldad superior.

Aquí, mejor que en otra circunstancia, podría exclamarse con el poeta: ¡Supremo poder de la belleza!

Concluida la comida, el Sr. Guzmán pidió una copa de champaña que, como es sabido, es el vino de las expansiones y los brindis. Después que el criado hubo llenado todas las copas, el Sr. Guzmán, tomando en alto la suya y dirigiéndose a Álvaro y a Estela, dijo:

-Tomemos porque la felicidad de ustedes sea grande y duradera como espero que sea la mía.

-Y porque se realice y consolide pronto por medio del matrimonio, agregó uno de los que se hallaban presentes.

Álvaro, al ir a tomar la copa para levantarla en alto, chocó con ella y volcola derramando todo el contenido.

-¡Magnífico! -exclamó riendo el Sr. Guzmán- las verdaderas libaciones en honor de Venus deben hacerse así, vertiendo todo el vino.

-¡Ay Dios mío! ¡si será éste un mal augurio! -dijo Estela con voz angustiada, y mirando a su padre.

Catalina y Álvaro palidecieron al mismo tiempo: El Sr. Guzmán, con tono tranquilo y cariñoso, dijo:

-No, hija mía, al contrario, es presagio de felicidad y completa alegría.

-Sin embargo no sé por qué, -dijo Estela, me ha causado mal efecto este vino que debíamos tomar por mi felicidad, y que Álvaro ha derramado.

-No temas, querida Estela; recuerda que antiguamente se hacían libaciones en honor de los dioses tutelares, para lo que la copa era coronada de rosas, imagen de la brevedad de la vida. Creíase que la luna, el sol y las ninfas preferían las libaciones de miel mezclada con agua; y hasta la edad media los escribanos y notarios de esa época terminaban los negocios o contratos con sus clientes, chocando una copa de vino, y pronunciando con gran solemnidad las palabras latinas rata fiat que quiere decir: que sea ratificada. Ya ves, hija mía, refiero estos pormenores, para disipar tus temores, para que veas, al contrario, que lejos de ser mal augurio el vino vertido por Álvaro, es indicio tradicional de ventura, y de seguridad para el porvenir.

Tranquilízate, pues, mi querida Estela, tu felicidad está ya tan asegurada, que aunque, sucedieran los sucesos más significativos, aunque el salero se volcara y se apagaran las luces, que para los agoreros, es malísimo y fatal presagio; yo no me alarmaría, ni temería por tu felicidad, y si Álvaro no estuviera presente, y no temiera herir su modestia, te enumeraría todas las prendas de seguridad que tengo para estar completamente tranquilo, y mirar complacido tu porvenir.

-Señor -dijo Álvaro, confuso y turbado,- Vd. me colma de bondades y obliga mi gratitud...

-No hago más que hacerte justicia -contestó con afable sonrisa el Sr. Guzmán.

-¡Gracias! -repuso Álvaro y volvió a llenar la copa, apoyando con sumo cuidado el cuello de la botella, para que el ligero temblor de su pulso no revelara su profunda emoción; después hizo una venia a Catalina, a su esposo y a Estela, que esperaban con la copa en la mano, y apuró su contenido, al mismo tiempo que los demás.

-Sí, hijos míos, -dijo el Sr. Guzmán con tono dulce y afectuoso,- el matrimonio es en la vida la base de la felicidad, no hay dicha comparable a la que se disfruta al lado de una esposa amada, bella y virtuosa. Los que se casan tarde, lloran el tiempo perdido, para el matrimonio, como perdido para la felicidad, así lo lloré yo cuando me casé con la madre de Estela, que fue para mí un ángel de bondad y de ternura: después que la perdí hubiérame vuelto a casar, esperando hallar en un nuevo afecto, el bálsamo que mitigara el dolor que su recuerdo había dejado en mi alma, pero ese recuerdo, unido al amor que yo tenía por mi Estela fueron como una valla que preservó mi corazón de todo otro afecto: temía dar a mi hija una madrastra que la hiciera sufrir, y que no supiera llenar cerca de ella los deberes de madre...

-¡Gracias, papá!, -exclamó Estela con los ojos arrasados en lágrimas, ¿cómo podré pagarte esos sacrificios?

-Diciéndome siempre, -repuso su padre,- que eres feliz y manifestándome continuamente que esa felicidad no se ha turbado ni un sólo momento.

-¿Qué puede turbar mi felicidad? -dijo sonriendo y con los ojos llenos de lágrimas la inocente joven.

-Parece, -repuso Catalina con amable sonrisa,- que te refirieras a los disgustos que pueden surgir entre la madrastra y la nuera. ¿Qué le parecen a Vd. Estela, estos temores?

-¡Ah! -exclamó Estela,- es que papá no sabe cuánto hemos simpatizado, y cómo nos amamos ya.

-Ya lo haremos arrepentirse de sus malos juicios, -contestó sonriendo Catalina.

-Tanta simpatía y todavía se hablan de Vd. -dijo el Sr. Guzmán.

-Pues nos hablaremos desde este momento de tú, -se apresuró a contestar Catalina.

-Una segunda copa de champaña, -dijo el Sr. Guzmán,- en celebración de ese feliz tratamiento.

Un criado sirvió una segunda copa y Estela, adelantó la copa de Álvaro, diciendo:

-También Vd. nos acompañará.

Álvaro hizo una venia de asentimiento y acompañó a tomar la segunda copa.

-No sé si me equivoco, -dijo el Sr. Guzmán, mirando a Álvaro,- paréceme que estuviera Vd. algo triste, contrariado, ¿le aqueja algún pesar? ¿tiene Vd. alguna contrariedad?

-No, no, -se apresuró a contestar Álvaro- estoy contentísimo, pero tengo desde ayer una jaqueca,... no sé por qué hace días que no me siento bien de salud.

-¡Jaqueca! -exclamó el Sr. Guzmán- ese es mal de muchachas bonitas; ¡bah! parece que la influencia de nuestro debilitante clima lo estuviera afeminando a Vd. que es tan hombre.

-Son males pasajeros, mañana es seguro que estaré bien.

-Creo que no necesito decirle que nos acompañará Vd. todos los días a comer, no le pido que sea también a almorzar, porque esto sería esclavizarlo demasiado, y en la mañana gusta estar completamente libre.

-Gracias, -contestó Álvaro,- procuraré no faltar, ya que tiene Vd. la amabilidad de hacerme tan halagüeña invitación.

Estela miró a su padre con una mirada de ternura infinita, como agradeciéndole con toda su alma el que se adelantara a sus deseos.

Después de una larga sobremesa se retiraron del comedor y pasaron a la sala.

Todas conversaron largamente, y el coronel, que en la mesa había aprovechado de la circunstancia de estar al lado de Elisa para decirle toda suerte de galanterías, estaba radiante de alegría y loco de esperanzas.

La noche se pasó agradablemente en sabrosa plática, entre el coronel, el Sr. Guzmán y las jóvenes.

A ruego de su esposo, Catalina cantó, acompañándose en el piano, una canción cubana que tenía, todo el sentimiento y la dulce melodía del yaraví peruano.

Esa música sentimental, dolorida que parece el ¡ay! de un enamorado corazón, conmovió profundamente a Álvaro que miraba a Catalina con ojos apasionados.

Estela, aunque sorprendió algunas de estas miradas, no les dio importancia, pensó que Álvaro miraba a Catalina como ella misma la miraba, como se mira a una persona que por primera vez se conoce.

A las doce de la noche se despidieron todos para dejar a los recién llegados descansar de las fatigas del viaje.

El Sr. Guzmán se acercó a su hija y la besó en la frente, diciéndola:

-Buenas noches.




ArribaAbajo- XX -

Los esposos


Cuando el señor Guzmán quedó solo con su esposa, acercose a ella, y enlazándola, con la más delicada ternura que el corazón puede sentir, díjole.

-Ven, querida mía, te pondré en posesión de tu nuevo alojamiento y se dirigieron al departamento, que ocupaba toda el ala derecha, compuesto de diez habitaciones que comunicaban las unas con las otras, teniendo además una puerta de salida al gran peristilo que circundaba las habitaciones.

Después de pasar minuciosa revista de su nueva morada, Catalina dijo complacida y con tono de sincera gratitud.

-Todo está muy bien, te agradezco esta nueva prueba de tu cariño, amigo mío.

-¿Te parece bien, querida Catalina? -díjole mirándola con interrogadora mirada.

-¡Oh! sí todo está muy bien; encuentro comodidades, lujo y sencillez.

-Temía que esto dejara conocer el gusto mezquino de un solterón, como D. Lorenzo, que ha sido el que ha corrido con el arreglo de todo.

-¿Qué no es su hija Elisa la que lo ha comprado y dirigido todo? Ella acaba de decírmelo así.

-Sí, con el concurso del mejor tapicero de Lima.

Después que hubieron recorrido todas las piezas Catalina dejose caer en un diván exclamando:

-¡Cuán fatigada estoy!

-También yo me siento algo cansado de las impresiones del día; pero no te dejaré sin preguntarte ¿que te ha parecido mi hija?

-Encantadora, -dijo Catalina con sincero acento; es superior a cuantos encomios me habías hecho, espero que seremos verdaderas hermanas.

-Sí, querida Catalina, mi felicidad dependerá de allí; deseo que tú y Estela sean, si no madre e hija, al menos dos afectuosas amigas.

-Lo seremos, no lo temo -dijo Catalina con franca expresión.

-Deseaba hablarte largamente sobre esto, querida mía, -dijo el señor Guzmán con tono afable.

-Nada tienes que decirme: Estela es un ángel que se recomienda por sí misma.

-Deseo que ella viva siempre con nosotros aun después de su matrimonio, ¿no te parece bien?

Catalina calló y después de un momento, como si trepidara en la contestación dijo:

-¿No te parece más acertado que viva en otra casa, que tal vez le conviniera mejor?

El señor Guzmán meditó un momento y luego contestó:

-He pensado que luego que se casen vivan con nosotros ocupando las habitaciones bajas que les haré arreglar al efecto.

-Pero esto es demasiado extenso para ellos, -repuso Catalina, deseando convencer a su esposo de que Álvaro y Estela debían vivir lejos de ellos.

-No importa; tu sabes que nunca he gustado vivir con extraños y así viviremos todos en familia.

-Pero tal vez el señor Álvaro no quiera vivir aquí, -agregó Catalina, sin saber ya que objeción oponer al deseo de su esposo.

-Lo convenceremos y espero que cederá, -dijo el señor Guzmán, satisfecho de ver que su deseo prevalecía sobre todos los obstáculos.

-Ya veremos lo que dice -contestó Catalina algo pensativa.

-A propósito: ¿qué te ha parecido Álvaro? te advertiré que no lo juzguen por el aire embarazado y la opresión triste que hoy ha tenido; no comprendo por qué ha estado así; aunque no tiene carácter muy alegre, ni tampoco es muy hablador, sin embargo es franco, expansivo, y desde el tiempo que vivimos en Nueva York en el mismo hotel, quedé encantado de sus bellas cualidades y noble carácter. Es de esos hombres que, a medida que se les trata, se les estima más, pues de pronto no se puede valorizar sus prendas.

-Sí, -contestó Catalina con triste expresión,- se conoce que es un joven de mérito.

-Verdad es, -dijo el señor Guzmán,- que él siempre ha tenido sus horas de tristeza y de profunda amargura: la primera vez que lo conocí fue a bordo, iba de Cuba a Nueva York con una grave herida recibida en los campos de batalla, su denuedo y valor le han dado el afecto de sus compatriotas, quienes lo consideran como un héroe. Todos los cubanos me hablaban de él con verdadero entusiasmo, y aunque todos estuvieron de acuerdo en aconsejarle que viniera a viajar por estas regiones para restablecer su salud, alterada por los sufrimientos de la herida; sin embargo, lamentaron su viaje como una verdadera pérdida para la causa de Cuba.

Catalina estaba conmovida con las palabras de su esposo, pero dando a su voz un tono alegre y festivo procuro disimular sus emociones diciendo:

-Se conoce que si la hija está apasionada de su novio no lo está menos el padre, de su futuro yerno: ¿no es verdad querido amigo?

-Sí, ¿para qué ocultarlo? me envanezco de haber encontrado para mi hija un joven que será, después de ti el orgullo y la felicidad de mi vida.

Catalina, que no perdía ocasión de investigar hasta que punto eran conocidos por su esposo los sucesos que trajeron el rompimiento de su matrimonio con Álvaro, dijo:

-Alguna vez te he oído decir que un juicio criminal, por homicidio frustrado, se le había seguido en Cuba a este joven, y según comprendo, tú ignoras hasta qué punto sea falso este hecho.

-Todos saben, querida mía, que aquello no fue más que un infame abuso de autoridad cometido por un Gobernador que mató a su padre.

Catalina no pudo reprimir un ligero estremecimiento y con imprudente angustia dijo:

-¡Pero tú jamás me habías hablado de esto!

-Es que lo he mirado con la indiferencia que se debe mirar un suceso desgraciado que todos debemos olvidar.

-¿Y qué causas mediaron para que se realizara el asesinato? -preguntó Catalina algo agitada.

-Cuestiones políticas, querida mía, que en nada pueden empañar el buen nombre de Álvaro.

-¿Te ha hablado él de estos sucesos?

-Sí, una sola vez me dijo que su padre había sido victimado por un español y él encarcelado y acusado de asesinato frustrado, por haber ido donde el asesino, a desafiarlo, en el deseo de vengar tan injusta y alevosa muerte; después, no hemos vuelto a hablar más de esto, porque he comprendido que le era sumamente doloroso semejante recuerdo.

-Tú has debido indagar este hecho por medio de otras personas; tal vez si él no ha dicho la verdad.

-No lo creas, querida Catalina; lo conozco mucho; él es incapaz de ocultar lo que pudiera hacerle aparecer como un infame disfrazado con los arreos de caballero. Álvaro es verdaderamente un caballero digno de pertenecer a nuestra familia.

-Lo creo, amigo, y si te hago estas observaciones, es sólo por un exceso de celo que tú te explicarás fácilmente.

-Lo comprendo, querida mía y te agradezco el interés que tomas por todo lo que pertenece a mi familia, que ya es la tuya.

Y el señor Guzmán estrechó las manos de su esposa y luego las llevó a sus labios y las besó con cariñoso anhelo.

Como si esa muda manifestación de afecto torturara su corazón, Catalina exhaló un tristísimo suspiro. Después de un momento de silencio el señor Guzmán, con cariñoso acento dijo:

-Te hablaré francamente: al recomendar a Álvaro a D. Lorenzo, lo hice con la premeditada intención de que conociera a Estela abrigando la esperanza de que ambos se amarían. Ya vez, querida mía, que mis esperanzas no han salido fallidas, y este matrimonio no es más que el resultado de mi anhelo por establecer a Estela dándole un esposo digno de ella.

Cada una de estas palabras eran para Catalina un dardo que le hería el corazón.

-¿Y se realizará pronto este matrimonio? -dijo.

-Tan pronto como sea posible, pero será preciso dejarlos en completa libertad para que ellos, que lo desearan tanto como yo, fijen el día.

-Parece que el joven no es rico, -dijo Catalina, deseando desviar de este punto la conversación.

-Su familia era una de las más acomodadas, según he oído decir, pero la revolución la arruinó, como arruinó a sus padres, y como ha arruinado a otras muchas familias.

-No conozco a su familia, parece que siempre han vivido alejados de la ciudad.

-Sí, -contestó él,- Álvaro me ha dicho que su infancia la pasó en una casa-quinta situada en las afueras de la ciudad.

Catalina lanzó un tristísimo suspiro recordando la época de su vida en que, niña aún, amaba y era amada.

Los dos esposos guardaron silencio y después de un momento, tomando entre sus manos las de su esposa, el señor Guzmán quedose extático contemplando la deslumbradora belleza de su esposa.

Si, en ese momento un artista hubiese copiado el cuadro, hubiera pintado a un anciano con la fisonomía iluminada por la pasión y la felicidad y a una joven con el semblante oscurecido por las negras sombras del dolor y el remordimiento.




ArribaAbajo- XXI -

Reminiscencias del pasado


A la vista de Catalina el amor de Álvaro, aquel amor que él creyó poder acallar y dominar, acreció en intensidad y vehemencia.

Miró a Estela, su futura novia y apareciósele como ligera nubecilla, que a la radiante luz del sol se disipa; así a la vista de Catalina había desaparecido su amor por Estela.

Álvaro encontrábase como sumergido en una nueva atmósfera cuya influencia no podía alejar.

Catalina llenaba a tal extremo todos los ámbitos de su corazón, que llegó a dudar si verdaderamente había amado a Estela.

A las doce dirigiose a su casa, y después de abrir la puerta de calle; entró a su dormitorio y principió a pasearse como el que está profundamente preocupado.

El criado que había acudido al ruido de sus pasos quedó en pie. Álvaro despidiolo. Quería permanecer, solo, completamente solo, para entregarse a sus pensamientos y analizar su corazón, agitado en ese momento por el fuego de la pasión; para contemplar sus recuerdos y coordinar sus impresiones.

No tardó en desaparecer a sus ojos todo aquello que no era Catalina. Estela; el señor Guzmán, huyeron de su mente y sólo veía en sus recuerdos a Catalina, bella, radiante de juventud y tal vez de esperanzas, esperanzas que indudablemente dirigíanse a él, a su antiguo amor.

-No, -decía;- cuando se ha amado a una mujer como Catalina, no cabe en el corazón otro amor. Yo he sido un loco, un insensato. ¿Cómo pensar que el insulso y apacible amor de esa pobre niña pudiera disipar el inmenso amor de Catalina? Era lo mismo que intentar apagar una hoguera echándole gotas de agua, y de agua tibia, -agregaba con sarcástica risa.

-¿Qué es lo que se ha propuesto Catalina al venir a Lima, al acercarse a mí?... Ni un momento puedo forjarme la suposición de que ella ame a su esposo, no, ella no ama al señor Guzmán, no puede amarlo. Pero cuan fría e indiferente se ha mostrado conmigo, ni un solo momento la he visto mirarme, parecía tranquila, completamente tranquila: ¿Será tal vez que ya ella no me ame? ¡oh! esta idea me desespera; no, no puede ser, ella me ama ella se ha casado con el señor Guzmán, como me dice en su carta, por venir a mi lado; por darme la última prueba de su amor. ¡Catalina, yo te amo! ¡yo te amo hoy más que nunca! ¡Cuánto tarda el día que pueda decirle estas palabras! sí, yo le hablaré, le diré cuánto la amo, y si ella ha podido olvidarme, se apiadará de mí, me compadecerá al ver que tengo que fingirle amor a Estela... ¡oh! ¡este suplicio es horrible!.... ¿Es posible que una buena acción, un noble sentimiento, cual fue el que me obligó a romper mi compromiso con Catalina; es posible que el sacrificio que hice de mi amor, de mi felicidad, por guardar la lealtad de mi palabra, por no ser perjuro, tenga por toda recompensa la desgracia de mi vida, la tortura y la desesperación de todas mis horas y de todos mis momentos, ¡bah!... ¡bah! será preciso concluir por arrepentirme de mis buenas acciones y proponerme realizar sólo el mal?

Y con sarcástica risa exclamó:

-Será preciso decir como Prudhon: -Dios es el mal.

Así pensaba Álvaro presa de horrible excitación, de desesperada angustia.

La mirada de Catalina, aquella mirada que; aunque ahora no se había dirigido a él, le recordaba su primer amor, no se alejaba un solo instante de su mente.

Después de largos y agitados paseos dejose caer en un sillón exclamando:

-¡Cuán tenebroso veo mi porvenir!

En ese estado de sobrexcitación que produce el insomnio, su memoria recorría con asombrosa claridad aquellos felices días de sus amores.

¡Dulces reminiscencias del pasado, sueños de venturanza, que aparecíansele iluminados con las celestes claridades de un encantador y fantástico miraje!

Veía a Catalina, bellísima, cuando, casi adolescente, pero amándolo loca, frenéticamente, y asida de su brazo, se daban a vagar, departiendo cariñosamente a la sombra de los altos cocoteros o de los hojosos limoneros, embriagados por el balsámico olor de los azahares, ora corriendo, charlando, triscando cosechando flores que ella colocaba entre sus negros cabellos, o cogiendo ricas frutas, que comían a dos, procurando cada uno morder en el sitio en que el otro había puesto sus blancos dientes.

Parecíale que aún sentía la amorosa presión de su mano, cada vez que él la daba una flor, cogida muchas veces a duras penas, con escalamientos, y saltos que ella remuneraba, con una cariñosa sonrisa.

Parecíale escuchar su voz, dulce y conmovida, que, aprovechándose de algún recodo del camino o de la protectora sombra de un árbol, decíale furtivamente, para no ser vista de la vigilante mirada de sus ayas: -¿Tú me amas mucho no es verdad? a lo que él llevando la blanca mano de la joven, primero a sus labios y después a su corazón, decíale: -Lo que aquí siento no te lo puedo explicar; pero tú lo comprendes ¿no es verdad?

-Sí porque yo siento como tú.

Acordose de una tarde, en que, mirando dos blancas palomas que se acariciaban sobre la rama de un hojoso árbol, díjole ella:

-Mira, aquella dos palomitas son Álvaro y Catalina.

-Con una diferencia, -contestole él,- y es que ese amor tal vez acabará antes que su vida en tanto que el nuestro será eterno.

-Sí, -habíale dicho ella,- eterno como los astros adonde tal vez iremos a seguir amándonos.

Los más mínimos incidentes, los más pequeños sucesos, las más leves palabras todo, todo presentábasele a la mente con las radiosas imágenes que el amor había impreso en su alma.

-¡Qué bella era para mí entonces la vida! -decíase así mismo. ¡Aquél era un Edén de ventura incomparable!.. Jamás al lado de Estela me he sentido trasportado, ni aun siquiera conmovido, cual me sentía al lado de Catalina. Cuando estoy cerca de Estela, me imagino que soy feliz, en tanto que cuando estaba al lado de Catalina, sentía, y palpaba la felicidad, sin poder valorizar su magnitud, porque ella me anonadaba y parecía absorber todas mis facultades.

Mientras Álvaro discurría de esta suerte Catalina se abismaba en un mundo de reflexiones que produjeron en su alma una revolución completa.




ArribaAbajo- XXII -

Lo que pasó en el corazón de Catalina


Estudiar, y profundizar las alternativas de las pasiones; manifestar en cuanto sea posible las causas que pueden exacerbarlas o calmarlas, torcer sus impulsos o dirigirlas por noble senda, es sin duda la verdadera misión del novelista.

¿Por qué el novelista no ha de imitar al médico que busca y estudia los medios que pueden evitar ciertas enfermedades?

¿Por qué no ha de ser para sus lectores, lo que el profesor de anatomía para sus discípulos? Si el uno estudia las causas patológicas de las enfermedades del cuerpo, el otro debe estudiar las causas tropológicas que influyen en las pasiones. Y la trama novelesca no debe servirle sino para presentar y estudiar las evoluciones del alma, y las distintas situaciones de la vida en que debe mirar y estudiar el corazón humano.

La escuela realista, hoy en boga, que pretende pintar al desnudo el corazón humano, no ha hecho más que apoderarse de su parte más grosera, más baja y ruin para mostrarla, como lo único real y verdadero. ¿Y por qué olvidar que en el alma humana hay un lado noble elevado, bello, que es el que el novelista debe estudiar, debe estimular, y mostrar como el único medio de reformar las costumbres?

Paul de Saint Víctor refiriéndose a la facilidad con que Clara, la heroína de Goethe en «El Conde de Egmont», se entrega a su amante; dice: -«No hay que indignarse; la pasión en arte no está obligada a ser moral, con que sea simpática y franca, basta, y aquí la sinceridad llega al alma, porque nos sentimos en presencia de un carácter que se muestra sin velo, con su gracia y sus flaquezas. Culpable o irresponsable, Clara es real, y en el mundo de la poesía, causa mayor júbilo una muchacha mancillada, pero viviente, que mil heroínas sin mancha que no han existido jamás.»

A pesar de esta declaración del gran crítico francés, nosotras creemos, que; si puede pintarse la belleza en una mujer mancillada, puede mejor pintarse en una virtuosa. Rechazar este lado bello y poético de la vida, sería la negación completa de la virtud. Sería convenir en que sólo puede haber belleza y poesía, en la mujer que sucumbe y se entrega, y no en la que combate y lucha.

Si hay belleza y naturalidad, cuando la heroína de Goethe, después de ser la querida del Conde de Egmont, dice: -Este cuartito, esta casa, es un paraíso desde que la habita el amor de Egmont: también debe haberla, en la mujer que diga: esta casa es un paraíso, pues que la habita la virtud, y la tranquilidad del deber cumplido.

No, no es sólo el lado corruptor e inmoral el único que puede servir de modelo en el arte: hay en el alma otra faz que, aun más cierta y bella, préstase a toda suerte de copias.

Todo lo que resulta de la vida, las cuestiones sociales, como las cuestiones psicológicas, los grandes vicios, como las grandes virtudes, todo debe estudiarse, todo debe llevarse a ese mundo ficticio de la novela que no es sino copia fiel del mundo real. Y como dice Dumas hijo, mientras más nos hallemos en la ficción, con mayor derecho podemos llevar hasta sus últimos extremos, hasta sus últimas consecuencias, las realidades de nuestro mundo imaginario: a lo que nosotras agregaremos: siempre que, concretándonos a copiar la naturaleza, podemos elegir el lado más bello y moral de las pasiones.

Sí; en el corazón hay movimientos generosos, hay impulsos nobles, hay trepidaciones, vacilaciones, que debemos estudiar, que debemos contemplar, como medios de conocernos y tal vez de perfeccionarnos.

Y mientras haya almas que, como la de Catalina, cegadas por la pasión, arrastradas por la fatalidad, forman la resolución de cometer una falta; el novelista no debe pasar volviendo la vista, cuando puede presentar una mujer, que aunque culpable, lleva en el alma, lo que llevan muchas otras en igualdad de circunstancias; el germen moral que puede levantarla y purificarla, dejando aún su alma inmaculada.

No en vano los antiguos, que tan poéticamente sintetizaban sus concepciones, creían, como Pitágoras y Platón, que el alma se componía de dos partes, la una fuerte y tranquila, asentada en el alcázar del cerebro, como en un Olimpo, al que no alcanzaban las negras tempestades del corazón ni el inmundo cieno de las pasiones; la otra débil, miserable, aquejada de todas las miserias de la vida y batida por todas las borrascas de las pasiones, revolviéndose tristemente junto con la materia, en el cieno de la voluptuosidad.

¿Por qué hemos de copiar sólo, esta alma que se revuelca tristemente junto con la materia en el cieno de la voluptuosidad, olvidando que hay otra, que, asentada en el alcázar del cerebro, domina las pasiones y mira al cielo como término de su triste peregrinación en el mundo?...

No: acerquémonos sin temor de copiarlo inverosímil ni de presentar un tipo imaginario, y veamos lo que pasa en el corazón de la señora de Guzmán, de la antigua amante de Álvaro; ella presentasenos como la imagen de esa antítesis de dos principios, de esa lucha del corazón y la razón, del deber, y la pasión que se disputan el predominio del alma.

Preciso es que digamos algo de lo que pasó en su corazón antes de casarse con el hombre, que sin más ascendiente que el de un afecto noble y apasionado, ha conseguido llevarla por la verdadera senda del deber.

Cuando Catalina supo en Cuba por el mismo señor Guzmán que Álvaro debía casarse con Estela, su desesperación no conoció límites, y un cúmulo de proyectos, a cual más temerario y romancesco acudieron a su mente.

Tan pronto pensaba en venir a Lima a impedir, frustrar el matrimonio, y luego huir con él, e ir a buscar su dicha en apartadas tierras, en lejanos bosques, huyendo del infortunio que tan injustamente la hiriera.

Tan pronto creía que verlo, acercarse a él, amarlo en silencio, sin más felicidad que la de escuchar su voz, sería suficiente a su eterna dicha.

Pero enseguida, la idea de venganza cruzaba por su mente y pensaba que ella sólo debía acercarse a él, como el ángel terrible de aquel célebre cuadro, que con una antorcha en la mano, alumbra sin cesar la conciencia del culpable.

Con su exaltada imaginación, fingíase ser para él el fantasma de su desgracia, el símbolo de su remordimiento, ya que no le era dado ser el ángel de su dicha y venturanza. La idea del adulterio, del crimen, si pasó por su mente, pasó embellecida, por los dorados celajes de un porvenir de dichas y de amores, o cuando menos, oculta tras la maléfica ilusión de la venganza.

Los celos, el despecho, la sed de venganza y también el amor, ese amor, que lo mismo crece en el infortunio que en la felicidad, se disputaban el predominio de su alma.

¡Horrible situación aquella en que es preciso odiar lo que tanto se ama!

Algunas veces, comparando su situación con todas las que imaginaba que pudiera alcanzar al lado de Álvaro decía, como dicen los enamorados, esos locos, que alguien ha llamado sublimes, dicen en iguales circunstancias: -al menos lo veré, aunque lo vea al lado de otra mujer.

¡Rara enfermedad la del amor! Ella da la preferencia a todos los sufrimientos y martirios, excepto a los de la ausencia, por más que ésta le ofrezca la esperanza de completa curación.

Con razón se ha dicho, que los enamorados, son los únicos enfermos que no desean curarse; ellos buscan todo lo que puede agradar su enfermedad, apegándose con inexplicable empeño, a todo aquello que puede empeorarla.

Así, pues, Catalina vino, en el delirio de su desgraciado amor, a buscar la causa misma de sus males, sin más que una vaga esperanza de alcanzar su felicidad.

Al encontrar en su esposo un corazón noble, lleno de afectos y ternura, algo como la sombra del remordimiento pasó por su alma, y aquel corazón de mujer, más inclinado al bien que al mal; próximo siempre a retroceder, si halla en el hombre al que ha unido su suerte, un corazón noble que la ama, y una mano generosa que la apoya, se dijo a sí misma:

-Yo sería un monstruo de perfidia. Preciso es que me haga digna del afecto de ese buen anciano; preciso es que sea para él lo que él espera de mí: una mujer buena que sabrá estimar su afecto y guardar su honor.

También Estela, esa inocente joven que habíale manifestado sincero afecto, cariñosa amistad, que habíale hablado de su pasión para con Álvaro, de su inmenso amor, con cándida expresión con ingenua franqueza, contribuyó a cambiar el curso de las ideas de Catalina, que más de una vez repetía estas palabras: -yo debo cumplir mi deber.

Así discurría Catalina, poseída del más noble sentimiento, que la llevaba al cumplimiento del deber, que le dictaba el sacrificio de su amor y ella sentíase con la fuerza necesaria para llenarlo. La idea de engañar y traicionará su esposo, presentose a su mente, rodeada de todo el mal y de las funestas consecuencias que podía traerle.

Quizá también el amor, ese sentimiento del que se ha dicho que puede hacer de un malvado un hombre bueno, de un cobarde un valiente, y de un guerrero un hombre dulce y cortesano, iba a convertir a Catalina de una mártir del amor, en una heroína del deber.

El verdadero amor es un sentimiento elevado que rechaza todo lo que es vil y degradante. Y quizá en parte, la idea de envilecerse a los ojos de Álvaro, contribuyó a levantarla hasta la idea del sacrificio.

En los tiempos caballerescos, los trovadores dieron a la palabra amor, significación mucho más extensa y elevada que la que en el día dárnosle; sin duda queriendo significar que el amor lleva a todo lo que es poético y elevado, aun cuando sea el sacrificio de ese mismo sentimiento.

El arte de trovar dice Quitard era considerado como el resultado y la expresión del amor, erigido en suprema virtud. Sus diversos grados correspondían a los de la pasión. De aquí vino que la lengua romana hiciera casi sinónimos las palabras amor y poesía, sinónimos aceptados por Petrarca cuando en sus versos llama al Trovador Aruand Daniel gran maestro de amor para expresar que era gran maestro en poesía.2

No nos extraña, pues, si Catalina, la enamorada joven de sangre ardiente y alma apasionada, sintiérase detenida al pensar en la infidencia, y deslealtad que debiera cometer entregándose al amor de Álvaro.

Catalina miró el cuadro de la familia de su esposo donde ella iba a entrar como siempre para envenenar el corazón del hombre honrado que la amaba, y de la candorosa joven que a ella se confiaba, y una vez más volvió a repetir estas crueles palabras: -Yo debo cumplir mi deber.




ArribaAbajo- XXIII -

Dificultades y complicaciones


Pocos días después, Álvaro fue a comer a casa del señor Guzmán, aprovechando la invitación que para ir todos los días habíale dirigido el bondadoso anciano.

Estela, que lo aguardaba, salió a su encuentro y díjole:

-Hace una hora que te espero. ¡Cuánto has tardado! yo creí que vendrías antes: te esperaba ansiosa, porque deseo referirte como he alcanzado que desde mañana seas nuestro vecino.

En este momento llegó el señor Guzmán con una carta en la mano, que parecía acababa de leer, y que guardó con calma en el bolsillo de su levita.

-Ya sabrá Vd. la buena nueva, -dijo,- ya Estela le habrá dicho que hemos resuelto que sea Vd. desde hoy mismo nuestro vecino.

-Ansiaba, señor, manifestarle mis agradecimientos por tan señalada muestra de afecto y confianza.

-¿Qué quiere Vd.? -contestó sonriendo el señor Guzmán;- cuando uno acostumbra a los hijos, a darles gusto en todo lo que piden se concluye por concederles hasta lo más escabroso y difícil; no quiero decir con esto que su instalación en nuestra casa, tenga escabrosidades, querido amigo, -agregó el señor Guzmán estrechando afectuosamente la mano del joven.

-Procuraré hacerme lo menos pesado que me sea posible, -dijo Álvaro algo turbado.

-Aquí estará Vd. como en su casa, puede Vd. entrar, salir, ocupar la servidumbre con la seguridad de que yo y mi esposa aprobaremos todo lo que Vd. haga.

-Gracias, señor, gracias; no abusaré de tantas bondades -contestó el joven, mirando a Estela.

-Debo anunciarle que dentro de poco tendrá Vd. un compañero de vecindad.

-¿Quién?

-Un excelente amigo mío, que lo será para Vd. también.

-No comprendo, quien pueda ser, repuso Álvaro pensativo.

-¿No adivina Vd. quien puede llegar a alojarse en mi casa? -contestó el señor Guzmán con tono festivo.

-A la verdad que no acierto y ruego a Vd. que me saque de la curiosidad.

-Pues bien, le diré que mañana llega a Lima el padre de Catalina.

-¿Quién? -preguntó Álvaro poniéndose mortalmente pálido,- ¿el señor Montiel?

-Sí, el señor Montiel, mi suegro, -contestó el señor Guzmán con aire indiferente.

-¡Él! -murmuró Álvaro mordiéndose los labios con mal disimulada angustia, y pasando su mano, por la frente y procurando dominarse agregó:

-No lo conozco, ni aun de vista.

-Es natural que no lo conozca Vd. -dijo el señor Guzmán, sin haber notado la alteración del semblante de Álvaro.- El señor Montiel ha residido en su casa de campo y sólo fue a la capital cuando estalló la revolución.

-Felicito a Vd. señor Guzmán por el placer que va Vd. a tener de ver a un amigo que, no dudo, será para Vd. muy querido.

-Sí, -contestó el señor Guzmán con afable tono. El señor Montiel es un verdadero caballero, y le estoy profundamente agradecido, pues, sin sus poderosas influencias, tal vez no hubiera yo alcanzado a casarme con Catalina: él, como padre, trabajó mucho en mi favor.

-¿Qué motivos lo traen al Perú? -preguntó Álvaro, deseando alejar la conversación de un punto que para él era tan doloroso.

-Lo ignoro, pero creo que son asuntos de interés, de los que algo le oí hablar en Cuba.

No era verdad que el señor Guzmán ignorase la causa que motivaba el viaje del padre de su esposa, sólo sí que, como hombre prudente, creyó conveniente guardar reserva sobre tal punto.

Pocos días después, de habitar Álvaro en la casa, Estela y Elisa, que de continuo entablaban sus afectuosas pláticas, hablaban algo que nos dará a conocer, hasta que punto el secreto de Catalina estaba en peligro de ser para la familia de su esposo una horrible certidumbre.

-¿Te has fijado, -decía Elisa a Estela,- cómo, desde que llegó la señora Catalina ha cambiado el señor Álvaro?

-Sí, su frialdad y su preocupación datan de aquel día, -dijo pensativa Estela.

-Yo me he fijado, en que Álvaro la mira mucho y de cierto modo que se me hace sospechoso.

-Sí, -repuso Estela,- pero ella no lo mira nunca y hasta me parece que lo tratase con demasiada frialdad.

-Hay mujeres, dijo Elisa, que tienen mucho arte para ocultar lo que sienten, quien sabe si esta sea una hipócrita que nos está engañando a todos.

-No me ha parecido una mujer falsa; el otro día me encontró llorando, le referí la causa de mis lágrimas y me prometió hacer todo lo que pudiera porque Álvaro realizara cuanto antes su matrimonio.

-No te lleves de apariencias, cuando yo quiera engañar a alguien, he de fingir llanto y todo lo que se me ocurra.

-No, las lágrimas verdaderas no pueden confundirse con las falsas.

- No sé que te diga, pero a mí siempre me ha sido antipática esa mujer.

-No tienes razón, Elisa mía, yo creo que Catalina es una buena joven.

-Quién sabe si sea ella la joven a quien Álvaro amó en Cuba.

-¡Oh no lo creas! -repuso Estela, desechando la suposición de su amiga como si fuera absurda.

-¿Y qué de imposible habría en ello?

-En ese caso, ¿qué la ha traído aquí? puesto que ha venido casada y no puede ya casarse con él.

-Habrá venido para impedir el matrimonio de Álvaro, y vivir, como me gustaría a mí vivir; con un viejo que me diera mucha plata y un joven que me diera mucho amor.

-¡Oh, calla! exclamó horrorizada la candorosa Estela.

-Tú eres muy inocente y todo lo juzgas por el lado bueno; ya verás como has de ser víctima de tu cándido carácter.

-¿Por qué juzgar mal cuando no hay motivo para ello? Catalina se ha expresado siempre bien de mí, y ayer, sin ir más lejos, le manifestó a Álvaro, los inconvenientes que hay en retardar un matrimonio, que está completamente arreglado, a lo que contestó él que sólo esperaba arreglar un asunto que no dependía de su voluntad.

-Pero tú sabes bien que este asunto no lo tenía antes, y que sólo ha aparecido desde el arribo de la señora Catalina, -dijo Elisa, procurando hacer fijar a Estela en algo que para ella era ya bien claro.

-Te prometo observar mucho y tener presentes tus sospechas, a pesar que ya yo más de una vez las he desechado como infundadas.

-Para mí la novia de Álvaro no es otra que la señorita Catalina.

Desde este momento, Estela que se había manifestado confiada y expansiva con la esposa de su padre, tornose adusta y recelosa, y principió, en compañía de Elisa a observarle cuidadosamente.

Catalina no parecía preocuparse con las miradas investigadoras de las dos jóvenes, -Ojalá,- se decía a sí misma,- que ellas pudieran ver mi corazón.

Catalina había resuelto sacrificarse y ni un momento sintió vacilar su firme voluntad.

Bien pronto el pacífico D. Lorenzo tomó parte en la vigilancia y principio a mirar a Catalina con ojos huraños y aire receloso. Ya hemos dicho que D. Lorenzo gustaba de dialogar consigo mismo.

-Ya me explico, -decía,- por qué este pícaro cubano se ha vuelto todo inconvenientes, y no llega el día que pueda realizar su matrimonio, ¡pobre de él! -agregaba con creciente furor, -pobre de él si llegara a dejar burlada a la señorita Estela, a mi querida discípula; yo mismo con estas manos le arrancaría la lengua. Y esa infame mujer ¿a qué ha venido aquí, si sabía que su amante estaba próximo a casarse con la hija de su esposo? Todo está muy claro, esa pérfida se casó con el señor Guzmán, con sólo el objeto de ponerlo de pantalla, de hacer un trampantojo, tras del cual pudiera realizar sus inicuos planes... Oh ¡las mujeres! ¡las mujeres! -exclamaba llevando ambas manos a su encanecida cabeza.

Después de un momento, con aire fiero y gesto amenazador, continuaba diciendo: -Conmigo están los muy infames; bueno soy yo para ver tapujos y gatuperios: a la primera que les sorprenda les arranco la máscara; a los pícaros se les debe castigar recio y fuerte, y luego dicen que yo tengo tirria y preparación contra las mujeres y ha bastado una sola para llevarnos a todos como por encanto, de la tranquilidad a la inquietud, de la alegría a la angustia y quien sabe si de la felicidad a la desgracia y de la virtud al crimen. ¡Mujeres! -agregaba moviendo tristemente la cabeza. -¡Mujeres! sois trasunto del infierno y retrato de Lucifer.

Y el buen hombre afianzaba cada día con mayores argumentos su aversión a las mujeres, sin poder nunca explicarse, cómo había hombre cesado que pudiera fiar honra y felicidad, en esas, como él las llamaba, «barquillas mal construidas que casi siempre zozobran.»

Mientras tanto, Catalina, con esa perspicacia, propia de ciertos espíritus observadores, había penetrado hasta lo más oculto del corazón de D. Lorenzo, y miraba tranquila el porvenir, sin cuidarse de los juicios que sobre ella formarían, segura de poderlos desvanecer.




ArribaAbajo- XXIV -

El señor Montiel


Conforme al anuncio del señor Guzmán, llegó a Lima el señor Montiel, padre de Catalina, quien debía alojarse en el departamento bajo que quedaba frente del que ocupaba Álvaro. Escusado es decir que el señor Guzmán, creyendo que para Álvaro sería Montiel un desconocido, como se lo había dicho pocos días antes, apresurose a presentarlo.

Al encontrarse el uno frente al otro, ambos, pusiéronse mortalmente pálidos; pero como si secreta idea, hubiéralos movido uniformemente, ambos se saludaron, como dos desconocidos que por primera vez se encontraran.

Después ni Estela ni su padre pudieron sorprender el más ligero indicio de disgusto entre ambos.

Álvaro evitaba con cuidadoso empeño el encontrarse frente a frente del asesino de su padre, del hombre a quien debía odiar, ya que no matar, como habíalo jurado un día a su moribundo padre. El antiguo Gobernador de Cuba, por su parte, evitaba también encontrarse en presencia del hijo de su víctima, como si la mirada imponente del joven fuera para su conciencia cruel e insoportable acusación. Esta situación, de suyo bien difícil, era suficiente para hacer perder la tranquilidad al hombre más sereno, mucho más a Montiel, que como todos los hombres feroces y sanguinarios, era cobarde y temblaba a la idea de que Álvaro lo llamara a rendir cuentas con un arma en la mano. Muchas veces pensó «ganarse la voluntad del joven» (así decía él) y principió a halagarle con bajas adulaciones y falsas sonrisas, pero éste deteníalo siempre con acritud y dignidad.

Nadie en la casa podía darse cuenta de porqué el señor Montiel, que tanto alardeaba de ser un valientazo de aquellos que el vulgo llama traga cureñas, y que según aseguraba había hecho temblar a los cubanos en el tiempo que desempeñó su honorífico cargo de Gobernador, nadie podía explicarse, decimos, por qué en Lima llevaba su miedo hasta un extremo que muchas veces excitaba la hilaridad de los amigos del señor Guzmán.

Don Lorenzo, con su flema y su acento sentencioso, solía decir:

-Este señor parece que debiera alguna muerte, cuando usa tantas precauciones, y le acosan tantos terrores.

Verdaderamente tomaba mil precauciones inusitadas e intempestivas; por ejemplo: a hora de retirarse; jamás, bajaba solo y sin luz las escaleras, y cuando llegaba después de las diez de la noche lo que era muy raro, llamaba al portero para que le abriera la puerta de la calle y no hacía uso de la llave, que él, como todos los de la casa llevaba.

El portero gruñía contra esta maldita costumbre que le interrumpía su sueño, pero el señor Montiel decía:

-Lo llamo a Vd. porque, lo más fácil es que en el momento que yo abra la puerta me den un golpe de mano.

-En la patria de este señor, -decía el portero por lo bajo,- darán golpes de mano todos los días, por eso, sin duda, está creyendo que Lima es también guarida de ladrones; ¡bah! sólo él tiene estos miedos.

El señor Guzmán no había observado los temores de su buen padre político, preocupado como se encontraba con la tristeza creciente de su esposa, no veía nada que no fuera ella, hasta la preocupación de Álvaro, y las lágrimas de su hija, pasaron desadvertidas a su vista.

El exceso de dolor como el de felicidad nos hace egoístas.

El señor Guzmán fue el primero que notó, apenas llegado, el cambio que se había operado en el novio de su hija, pero desde que tuvo él también algo que lo atormentase, no fijó su atención sino en el objeto que era causa de sus angustias.

¡Ah! si el hubiera podido comprender que de otro lado estaba la causa que él buscaba, con cuánto anhelo hubiera observado a Álvaro...

Por lo demás ningún otro motivo de pena existía para los de su casa.

Don Lorenzo que quiso retirarse a seguir viviendo en su modesta casa, que sólo había dejado por venir a acompañar a Estela durante la ausencia de su padre, quedó comprometido a permanecer por un poco más de tiempo, pues la compañía de Elisa, podía ser agradable a Estela.

Elisa en verdad consolaba y distraía a su amiga.




ArribaAbajo- XXV -

Un nuevo personaje


La casualidad suele desempeñar con los amantes desgraciados el papel de complaciente tercera, o también el de pérfida amiga que se complace en presentarles ciertos sucesos que pueden agravar sus penas y acrecer su amor.

No de otra suerte explicaremos el que Catalina, sin desearlo ni quererlo, llegara a conocer a un buen español que le refiriera algo que fue para ella la prueba más evidente de la pasión de Álvaro.

Nos encontramos en el Teatro de Lima, donde seguiremos a la familia de Guzmán que acaba de entrar en un palco de primera fila.

La proverbial belleza de los ojos de las limeñas, daba su más elocuente manifestación aquella noche. Todo parecía concurrir para que el Teatro estuviera magnífico.

La mujer limeña tiene gracia coquetería y expresión simpática, lo que le da desde el primer momento en que se la conoce, aquel atractivo poco común en otras mujeres. Ella sabe hacer de la moda un arte que adapta a su gusto y a su capricho. Por eso, sin duda, los tipos de alguna forasteras son tan disonantes, que aun llevando objetos lujosos y elegantes están siempre pobres y de desaliñado aspecto.

Estela y Catalina colocáronse en primeros asientos, cerca de la primera Álvaro y el señor Guzmán al lado opuesto. Álvaro y Catalina vinieron pues a quedar el uno frente al otro. El señor Montiel ocupó el asiento que quedaba en el fondo del palco.

Nada hay tan peligroso para un enamorado como la influencia que en ciertos momentos ejerce sobre él la música, y el corazón que ha resistido a todas las seducciones del amor, tal vez no resiste del mismo modo, si se halla bajo la influencia de una sentimental y apasionada música.

Catalina era de esas mujeres cuya alma se estremece y se exalta con todo lo que es bello, elevado y grande; la música, por consiguiente, tenía poderosa influencia sobre su espíritu.

La mujer que se encuentra en él deber de combatir un amor imposible y desgraciado, debe huir, como de un gran peligro, de las situaciones que la acerquen al hombre amado, bajo la influencia de una música apasionada que sea expresión de sus sentimientos.

La mujer que logra dominar y sobreponerse a esta situación, es digna de la admiración que se tributó a una diosa o del desprecio que inspira una tonta. No hay término medio: o tiene el alma de una diosa o la tiene de... alcornoque.

Los primeros cristianos, que participaban de la influencia de ciertas ideas con que el paganismo embellecía sus risueñas y poéticas creaciones, no hallaron otro medio de embellecer el Cielo que debía reemplazar al Empíreo, que poblarlo de ángeles que tocarían eternamente instrumentos de música.

Ciertamente, si la música no nos forma el verdadero paraíso, cuando menos es un preludio que nos da una idea de él.

La opera sublime Ruy Blas debía ponerse en escena, esa música sentimental y apasionada armonizaba asombrosamente con la situación de ánimo de la señora Guzmán. Ella, como la reina había dicho muchas veces:


           Sola co' miei pensieri             
Sola co' sogni miei...

Sola, sí, ¡siempre sola con sus sueños y sus tristes pensamientos!...

Como si quisiera alejarse de este mundo lleno para ella de horribles realidades, cerró los ojos, y dejó caer la cabeza reclinándola en el respaldo de la silla, quedando así en un estado de arrobamiento, o de éxtasis. De súbito, mortal palidez cubrió su rostro y un ligero temblor apoderose de todo su cuerpo; Álvaro que no había cesado de mirarla, pudo apenas ahogar un grito de angustia que se escapó de su pecho; y procurando dar a su voz una entonación suave y tranquila.

-Señora, ¿sufre Vd.? -dijo temiendo que si aquel estado de desfallecimiento se prolongara.

Ella, como si estas palabras la hubieran despertado de un sueño abrió los ojos exhaló hondo suspiro, y miró a Álvaro con mirada de indecible ternura.

¡Ah! cuánto hubiera dado por verse en ese momento libre de todas las cadenas que la sujetaban, para poderle decir a Álvaro todo lo que lo amaba, todo lo que sufría, todo lo que sentía; pero fuere preciso permanecer, fría, insensible, imponiendo silencio a su corazón, aun a riesgo de sofocarlo.

Álvaro no atinaba a mirar sino a Catalina, y se aprovechaba de la ventajosa situación de hallarse frente a frente de ella y casi a la espalda de Estela y del señor Guzmán, que, con la cara vuelta al precenio no podía verlo.

Concluido el acto, salió a traer un refresco, según dijo, pero en realidad a respirar libremente y desahogar su corazón oprimido, por el peso de las impresiones.

También el señor Guzmán salió a saludar a un amigo que no lejos de allí estaba.

En ese momento aparecía en la puerta del palco un individuo de aspecto halagüeño que se dirigía al señor Montiel, quien se encontraba recostado en la misma poltrona, en el fondo del palco, en que estuvo al principio del acto.

-Amigo y compatriota, -dijo el recién llegado extendiéndole la mano.

-Querido compatriota, mi buen amigo -contestó Montiel poniendose de pie y estrechando en sus brazos al recién llegado.

-Supe que estaba Vd. aquí y, como estoy de paso para Panamá, no he querido perder la ocasión de saludarlo, y ofrecerle mis servicios.

-Gracias, y yo aprovecharé esta oportunidad para presentarle a mi hija.

Después, volviéndose hacia Catalina, dijo:

-Catalina, tengo el gusto de presentarte a mi compatriota y antiguo amigo el señor Venegas.

-Catalina se inclinó graciosamente y le tendió su mano que él estrechó con efusión.

En seguida el señor Montiel presentó a Estela.

Después de un momento dijo el recién llegado:

-Señora Catalina, tiene Vd. un nombre por el que yo tengo veneración, figúrese Vd. que a él le debo la vida.

-¿Como así? -contestó sonriendo el señor Montiel- ¿acaso es algún milagro hecho por santa Catalina? ya sabrá Vd. que el tiempo de los milagros ha pasado, y ya ni los hombres los aceptan ni los santos quieren hacerlos.

-Deber la vida a un nombre parece cosa de maravilla, -dijo sonriendo con dulzura Catalina, y sin dar gran importancia a estas palabras.

-Es decir, -agregó éste,- que le debo la vida a una persona que me la perdonó a nombre de una Catalina.

-¿Y esa persona era un joven? -preguntó el señor Montiel, interesado en la pregunta.

-Este es mi secreto, -contestó el interpelado, permítanme guardarlo; de otra manera no diré una sola palabra más.

-Creo que es una reserva exagerada, toda vez que sólo nos interesa lo que a Vd. se refiere, -dijo el señor Montiel.

-Pero ya sabemos que hay una Catalina, -dijo riendo aún que algo agitada Catalina.

-Hay tantas Catalinas en el mundo, -contestó riendo el señor Montiel.

-Como que es un lindo nombre. Lo que de mí sé decir, es que tengo una especie de veneración para él.

-Amigo mío, me ha picado Vd. la curiosidad y no le perdono la historia.

-Pues bien, antes quiero que me diga Vd. cómo se encuentran esos malditos recalcitrantes cubanos...

-¡Silencio! exclamó el señor Montiel llevando un dedo a la boca y volviéndose a mirar como si temiera que alguien lo escuchara.

-¿Pues qué? también en el Perú teme Vd. que lo escuchen esos maldecidos cubanos con los que el diablo cargue.

¡Silencio! -volvió a repetir el señor Montiel mirando con cierto temor a Estela y a su hija, y luego agregó:

-En el Perú todos son cubanos de corazón y en la casa en que vivo hay uno de nacimiento, uno de esos que de buena gana descabezaríamos nosotros; pero cuidado; olvide Vd. que es español y guarde como yo sus rencores para cuando estemos allá entre los nuestros.

En este momento principió el segundo acto, todos los circunstantes guardaron silencio y el amigo de Montiel se retiró ofreciendo volver.

Catalina parecía inquieta e intranquila; ella que tanta atención prestara al principio, estaba distraída y preocupada.

Cuando concluyó el acto pensó que el visitante volvería a referir aquella historia que, sin saber por qué, la preocupaba; miró con ansiedad a Estela y le dijo.

-Querida mía, por qué no vas a hacerle una visita a las señoritas de X que toda la noche te han mirado.

Estela miró a Álvaro y dijo con afable sonrisa.

-Si Vd. quisiera acompañarme, estamos a dos pasos de distancia.

-¡Oh! sí, él te acompañará, -agregó con presteza Catalina,- y también tu papá.

Estela salió seguida de su padre y de Álvaro dirigiéronse al palco a donde iban a visitar.

Luego que Catalina quedó sola, con su padre respiró como si tomara el aire que hacía rato faltaba a su oprimido corazón.

-¡Ah! -dijo para sí, llevándose las manos al pecho, casi estoy segura de que esa historia se refiere a él; ¿quién otro puede ser magnánimo y generoso como Álvaro? ¡Dios mío, anhelo conocer esa historia y tiemblo a la idea de saber, por una nueva prueba, cuánto me amaba, cuánto era yo para él, cuanto era él para mí...! ¿Y hoy?...

Catalina dejó caer su hermosa cabeza entre las manos, y quedó reclinada y pensativa por largo tiempo.

-Creí que había Vd. olvidado su compromiso, -dijo el señor Montiel poniéndose de pie para recibir a su amigo que acababa de entrar.

-No, amigo: como buen español, soy esclavo de mi palabra.

Después, volviéndose a mirar el palco ocupado en ese momento sólo por Catalina, dijo:

-Siento que no esté presente la otra joven que con tan malos ojos me miró, deseaba hacerle ver que aunque español y enemigo de esos salvajes cubanos, he sabido reconocer sus méritos cuando he llegado a encontrarlos.

-Sí, querido, -repuso con satisfacción el señor Montiel,- la hidalguía española brillará siempre, con los resplandores de su pasada grandeza.

Y luego, contestando a la pregunta de su amigo agregó:

-La joven que se ha retirado y que tan malos ojos le puso a Vd., no nos importe que no esté presente, es una criatura que todavía no sabe lo que hace.

-Luego vendrá... salió un momento, -dijo con presteza Catalina.

El señor Montiel, deseando llevar la conversación al terreno que deseaba, dijo:

-¿Qué noticias nos da Vd. de esos malditos cubanos; ¿no ha cargado todavía, Lucifer con ellos?

-La revolución avanza de una manera asombrosa, porque esos basiliscos, a pesar que los exterminamos con una guerra sin cuartel, parece que como el ave fabulosa volvieran a renacer de sus cenizas.

-Es, -dijo Catalina con entusiasmo,- que los cubanos pelean por la grande y santa causa de su libertad. Por eso cada hombre se centuplica asombrosamente...

-Qué ideas tan erróneas tienes, hija mía, -dijo el señor Montiel sin poder ocultar su disgusto.

-Lo que la señora acaba de decir es muy verdadero, de otra manera no se explica que en el tiempo que llevamos de guerra, ya más de cuatro años, no hayamos podido vencerlos.

-Es que, para nosotros, el clima y la topografía del país nos son adversos en tanto que para ellos todo eso, les es favorable.

-Yo he visto, amigo mío, fusilar cubanos, como se matan hormigas en un hormiguero, por centenares.

-¡Qué horror! -exclamó Catalina.

-Ellos también, señora, nos pagaban en la misma moneda, con más, que para no gastar sus municiones, que siempre las tenían escasas, mataban con machete, es decir descabezaban a la víctima a machetazos.

-¡Qué atrocidades! -volvió a exclamar Catalina cubriéndose la cara con sus blancas y delicadas manos.

-Yo hube de morir de esta suerte, continuó diciendo el español; -peleaba a la sazón con el valeroso coronel Mendizábal, y nos propusimos destrozar a un bravo guerrillero que nos traía desesperados con su astucia y su infatigable valor.

-¿Cómo se llamaba? -preguntó ansioso el señor Montiel, interrumpiendo la relación de su amigo.

-Sí, díganos Vd. cómo se llamaba, -agregó Catalina con la respiración anhelosa.

El señor Venegas quedó un momento pensativo y luego dijo:

-Su nombre, no puedo revelarlo, ya verán ustedes que debo callarlo.

-Basta, -dijo el señor Montiel, disgustado con la contestación de su amigo.- Hace Vd. hincapié en cosas muy pequeñas. ¿Qué quiere decir que nosotros sepamos el nombre de un guerrillero como otros muchos? -Es que luego verán que estoy en el deber de guardar este secreto.

-¿Quién guarda fe con los traidores? -replicó con desprecio el señor Montiel.

-No los llames traidores, papá, cuando bien sabes que no lo son -replicó Catalina con expresión triste.

-Amigo mío, acaba Vd. de decirme que la hidalguía española brillará siempre con sus antiguos resplandores, y ¿pretende Vd. que yo la empañe con una revelación en la que está empeñada mi palabra de caballero?

-Bien, pues, continúe Vd. su historia, -replicó el señor Montiel, desagradado de que lo atacaran con sus propias armas.

El señor Venegas calló un momento y luego continuó diciendo:

-Decía, pues, que teníamos empeño en destrozar las fuerzas de un bravo guerrillero a quien conocíamos con el nombre de corazón de León, apodo que alcanzó por su temerario arrojo y su temible intrepidez.

-¿Quién puede ser? -dijo señor Montiel pensativo y mirando a su hija.

-Tal vez no lo conozcan ustedes, pero lo que hay que admirar en este héroe de leyenda es que a su gran valor y a esta temeraria intrepidez unía excelsa nobleza y generosa magnanimidad...

-¡Ah! -exclamó Catalina, con indecible expresión y llevando su mano al corazón

-Mientras sus compañeros de armas incendiaban los ingenios, asolaban los campos y destruían las poblaciones, él imponía severos castigos a sus subordinados siempre que hacían un daño o cometían una fechoría innecesaria o inútil al logro de sus planes de campaña; en cambio exponía a sus soldados conduciéndolos, él en persona, a realizar las hazañas más arriesgadas y las empresas más peligrosas. Para asaltar un tren y apoderarse de todo el material de guerra que conducía o para tomar por sorpresa una comunicación, aunque fuera conducida por fuerzas diez veces superiores, a las que llevaba, nadie podía como él, realizar estos prodigios de valor, que parecían maravillosos e imposibles.

Corazón de León llamábanlo sus compañeros y lo era verdaderamente, porque él, como ese noble animal, no destruía por tener el instinto del mal o como dicen los frenólogos, el órgano de la destructibilidad, sino por la noble ambición de gloria; tal vez con sólo el objeto de cumplir un deber sagrado para con la patria, que llenaba con heroísmo y abnegación.

-¡Diablos! -exclamó el señor Montiel sin poder ocultar su disgusto- cualquiera diría que está Vd. apasionado de su héroe, por lo que ya dudo que tantas cualidades puedan reunirse en un hombre.

-¡Ah! papá, no lo dudes, hay hombres tan generosos y valientes como el héroe de este caballero.

Y Catalina se dijo a sí misma: -Álvaro, sólo él puede ser ese hombre.

-Amigo mío, si, como dice Vd. estoy enamorado de él, no haría más que pagarle una deuda de gratitud.

-¿Tanto le debe Vd.? -dijo con aire burlón el señor Montiel.

-Sí le debo mucho y contrístame el pensar que jamás podré retornarle mi deuda.

-¿Es acaso una suma fabulosa de dinero?

-¡Ah! no, jamás he pedido dinero prestado.

-¿Pues qué le debe entonces? -Preguntó con fastidio el señor Montiel.

-Le debo, -dijo con tono expresivo el español;- le debo la vida.

-¡Hombre! ¿es a ese corazón de León a quien le debe Vd. la vida? -repuso el señor Montiel con asombro.

-¡A él mismo!...

-Cuéntenos Vd. los pormenores de ese suceso, -dijo Catalina vivamente interesada.

-Como les he dicho: mi coronel, que era un valiente, se propuso perseguir y capturará corazón de León, y después de muchas vueltas y revueltas, al fin llegó a atacarlo, con fuerzas tres veces superiores a las suyas. Se empeñó por parte de ambos una lucha terrible, feroz, en la que nuestros soldados, con un denuedo asombroso, llegaron a batirse cuerpo a cuerpo; desgraciadamente, en lo más reñido de la pelea, cayó muerto nuestro coronel, y esto difundió el espanto en nuestras filas, declarándose la victoria en favor de nuestros enemigos.

-¡Maldición! ¡voto a los cuernos del diablo! -exclamó el señor Montiel, dando fuertemente en el suelo con el pie. -Siempre la suerte nos fue adversa.

El español calló un momento y luego continuó diciendo:

-En este encuentro perdimos muchísima gente: los que no quedaron tendidos en el campo de batalla quedamos prisioneros en poder del enemigo.

-Lo que era lo mismo que decir, -agregó el señor Montiel:- quedaban muertos... ¡cuerpo de Cristo! ¿Cómo es posible que esos pigmeos nos hagan tantos daños?

-Ciertamente, porque la guerra era a muerte y así como nosotros matábamos a sus prisioneros, era natural que ellos hicieran lo mismo.

-Matar insurgentes y revolucionarios no es lo mismo que matar hombres leales a su rey y a su patria.

Catalina que había escuchado todo este diálogo con la mayor ansiedad, miró con tristeza a su padre, quiso hablar y retuvo la palabra, como si el respeto la obligara a callar, a su pesar.

El señor Venegas miró con extrañeza a su amigo, como si desaprobara sus ideas, pero tampoco se atrevió a contradecirle, así que, sin dar contestación a lo que acababa de decir, continuó su relato.

-Al siguiente día, llegó al campamento la noticia de que nuevas fuerzas de los nuestros, se aproximaban rápidamente; esta noticia, que podía habernos llenado de alegría y esperanza, nos llenó de espanto, porque era seguro que para no verse embarazados en su fuga por un tan crecido número de prisioneros nos pasarían a todos por las armas.

-¡Infames! no en vano les he hecho yo tantos males, caro han pagado conmigo todas sus crueldades, dijo el señor Montiel con los puños crispados y la mirada fulgurante.

El español dio un suspiro y continuó diciendo: -Así sucedió; aquella misma noche se dio la orden de dar muerte a todos los prisioneros por no serles posible hacer marchas forzadas, con el peligro de caer en poder del enemigo, que venía siguiéndoles la pista para aprovecharse de que se encontraban sin municiones y horriblemente diezmados.

-¡Cuántos males! -exclamó Catalina juntando las manos horrorizada,- ¡cuántas desgracias por la ambición de los gobiernos y el desconocimiento de la justicia por el hombre!

-Es verdad, señora; muchos males, muchas desventuras provienen de allí.

-Y bien, -exclamó el señor Montiel, deseando cortar el sesgo que podía tomar la conversación,- ¿qué sucedió de esos desgraciados prisioneros, entre los que, según comprendo, estaba Vd.?

-Sí, yo y muchos de mis compañeros, caímos en poder del enemigo, que, para colmo de infortunios, tenía que fugar por no poder resistir un nuevo ataque, al que no podía hacer frente porque, como he dicho, faltábanle municiones: esta misma desgracia nos condenaba a morir a machetazos, lo que, como comprenderán ustedes, es una muerte poco apetecible.

-¡Qué horror! -exclamó Catalina.

-Se nos participó nuestra sentencia de muerte, a las diez de la noche, y a las doce, se nos debía ejecutar a todos, preguntándonos a cada cual, a nombre del jefe, qué encargo teníamos que hacer para nuestras familias.

-¡Infames! -exclamó el señor Montiel retorciéndose con rabia sus largos y canosos bigotes;- sería para ver si ustedes hacían alguna revelación que les interesase o disponían de algún dinero del que pudieran apoderarse.

-Yo, -continuó diciendo el español,- pedí por única gracia, hablar dos palabras con el jefe del cuerpo, lo que se me negó rotundamente. La hora fatal se aproximaba y ni yo ni ninguno de mis compañeros de infortunio habíamos alcanzado la gracia de hablar personalmente con el bravo corazón de León. Uno de los guerrilleros que nos custodiaban me dijo: No insista Vd. en hablar con mi jefe, porque no lo alcanzará; ha prohibido severamente el que se permita a ningún prisionero el llegar hasta él. Ya se ve, tiene razón, porque si él ve llorar a un hombre que le ruega y le suplica, es capaz de ceder, tiene un corazón tan bueno que parece una mujer; no puede ver la desgracia. ¿Y cómo es, -le dije,- que ha alcanzado que lo llamen corazón de León, si es que tiene corazón tan sensible? Sensible, -me replicó el soldado,- sólo para las desgracias de los otros, lo que es de él, parece que no se tiene a sí mismo ni pizca de compasión, pues busca la muerte con tal encarnizamiento e intrepidez, que parece tuviera empeño en morir.

En ese momento Catalina lanzó un hondo y largo suspiro; aquel hombre no podía ser otro que Álvaro. El español continuó diciendo:

-Cuando yo oí esta explicación de boca de un soldado, que me pareció hombre sensato y verás, una dulce esperanza me hizo pensar en hacer un supremo esfuerzo para hablar con aquel hombre generoso al que me preparaba a ablandar con mis súplicas.

-¡Maldición! -exclamó el señor Montiel, usando de ésta palabra que a cada momento repetía,- tener que suplicar un español, un compatriota de conquistadores y de héroes, a esos miserables desarrapados que debieran considerarse demasiado felices y afortunados, con poder formar parte de una nación grande y poderosa.

-No nos ceguemos, amigo, -dijo sonriendo con calma el extranjero y colocando una mano en el brazo de su amigo- no nos ceguemos, -repitió- si fue grande y poderosa, hoy no es ya ni lo uno ni lo otro.

-Y aun cuando lo fuera, -repuso Catalina- los cubanos, prefieren con mucha justicia su independencia.

-Hace tiempo que noto en ti ideas muy raras -dijo el señor Montiel mirando con extrañeza a su hija.

-Proseguiré mi historia, -dijo el señor Venegas,- poco me falta, y ya se aproxima el momento de retirarme.

-Y bien ¿cómo alcanzó Vd. que le perdonaran la vida?

-Cuando llegó el momento de la ejecución, principiaron a llevarnos por fracciones de cinco en cinco hombres. Eramos sesenta y cinco, y cuando me tocó a mí el marchar al lugar destinado para nuestro suplicio; me desprendí violentamente del grupo y corrí donde el joven, a quien sólo había visto una vez. Me dirigí corriendo al lugar donde comprendí que podía hallarlo: al ruido que hicieron los que pretendían volverse a apoderar de mí, salió él de en medio de todos, abraceme de sus rodillas y, con la desesperación del que ve la muerte en su presencia, imploré su clemencia. Al principio estuvo inflexible, pero vi que se cambió completamente cuando le dije que era padre de familia, con cinco hijos que quedarían huérfanos y una esposa joven a quien dejaría viuda y desamparada: ¿Qué será de mi pobre Catalina si yo muero? -exclamé desesperado.- ¡Catalina! -repitió él, como si esta palabra mágica que llegara hasta su alma.- ¿Se llama Catalina la esposa de Vd.? -Sí, -le contesté,- Catalina que bendecirá a todas horas vuestro nombre si le devolvéis a su esposo, al padre de sus hijos. Tal vez vos, señor, tenéis alguna Catalina a quien amáis, quizá vuestra madre, vuestra esposa se llame así; en nombre de ella, os lo pido: concededme la vida; yo y toda mi familia no cesaremos de pedir al cielo por ella, y su nombre será siempre bendecido.

El joven guerrero quedó por un momento pensativo, pálido y demudado; parecía que un recuerdo hubiérale asaltado en ese momento. Yo no cesaba de suplicarle invocando ese nombre de Catalina, cuyo recuerdo parecía conmover tan hondamente su corazón. Luego poniéndose de pie y con tono solemne, me dijo:

-¿Juráis no volver nunca jamás a tomar armas contra la causa de Cuba?

-Lo juro a fe de caballero, -le contesté, dando a mi voz el mismo tono que él había empleado.

-¿Juráis salir del país y no emplear vuestros servicios en favor de nuestros enemigos?

-Lo juro, -le contesté con todas las veras de mi alma.

-Alejaos, estáis libre, -me dijo, dando dos pasos para retirarse.- Entonces yo me arrojé a sus pies y díjele: decidme al menos vuestro nombre para poder bendecirlo a cada instante.

-Bendecid -me dijo- el nombre de Catalina que habéis invocado y a nombre de quien os he salvado la vida, -y se alejó sin decir una palabra más.

-¿Qué talismán, -me preguntaban los que me vieron salir libre,- ha tenido Vd. para alcanzar lo que nadie ha podido obtener? porque tratándose del cumplimiento, de un deber todos decían que el bravo corazón de León era duro como el granito. -¡Cómo! -les contesté yo,- ¿y aquel corazón de mujer tan sensible a la desgracia ajena de que me habéis hablado? -Sólo se ablanda, -contestáronme,- cuando no es en perjuicio de su patria, o fuera, del cumplimiento de su deber.

Catalina estaba trémula, palpitante, como si alguien hubiérale revelado que aquel héroe de leyenda era verdaderamente Álvaro. Cuando escuchó las palabras que revelaban el mágico efecto que su nombre había producido en su alma, llevó su pañuelo a los ojos y enjugó una lágrima próxima a rodar por sus pálidas mejillas.

El señor Montiel, aunque manifestó profundamente disgustado con la humillante relación de su compatriota, quedose caviloso y pensativo: también él parecía adivinar que aquel héroe no podía ser otro que el hijo de su víctima, quien después de salir de la cárcel había ido a buscar gloriosa muerte en defensa de su patria.

En este momento llegaron Estela, su padre y Álvaro, atraídos por la campanilla que tocaba prevención.

El extranjero se despidió del señor Montiel y de Catalina.

En el momento de salir encontrose cara a cara con Álvaro que entraba después de Estela y el señor Guzmán.

-¡Qué veo! -exclamó dando dos pasos atrás, y llevando una mano a sus ojos como si quisiera alejar alguna visión,- ¡mi salvador!- volvió a exclamar arrojándose al cuello de Álvaro.

Este retrocedió diciendo:

-¿Quién es Vd.? no lo conozco.

-Yo soy el prisionero a quién Vd. tan generosamente perdonó la vida, soy Gorje Venegas.

-¡Silencio!, calle Vd. se lo ruego, -dijo Álvaro bajando cuanto pudo la voz.

-Hay acaso algún peligro en hacer conocer a mi bienhechor, al hombre más...

-¡Silencio! -volvió a repetir Álvaro aterrado y mirando al señor Guzmán y a Estela.

Estos que se ocupaban en colocar cómodamente sus asientos no pudieron oír las exclamaciones del extranjero el que, al adelantarse hacia a Álvaro, había quedado fuera de la entrada del palco. Después, volviéndose hacia donde Álvaro miraba, dijo:

-Ah ya comprendo, hay en todo un misterio que adivino. Aquella joven es...

-Sí, -repuso Álvaro sin dejarlo concluir,- es la esposa de ese caballero que acaba de entrar...

-¿De ese anciano? -preguntó asombrado el antiguo prisionero de Álvaro.

-Sí, de él -contestó éste sin poder ocultar la amargura que se retrataba en su semblante.

En este momento levantaron el telón y principió el tercer acto de Ruy Blas.

-No olvide Vd. señor, -dijo el señor Venegas despidiéndose,- que en mí tiene un hombre resuelto a morir en todo tiempo por Vd.

-¡Gracias! Adiós, -contestó Álvaro y entró a sentarse frente a Catalina, como había estado antes.

Álvaro miró a la señora de Guzmán y viola pálida trémula y profundamente conmovida; ella también lo miró y murmuró estas palabras: -¡Era él! ¡Dios mío, dame resistencia! Cuando la reina dijo en la escena tercera.


           Perche resistere volli al mio core             
Ma t' amai sempre... Tu me fuggivi
Ed in secreto io ti seguia...

Cuando llegó aquel dúo sublime, arrebatador, la Sra. Guzmán no era ya dueña de sí misma. Si en ese momento Álvaro hubiera podido hablarle no hubiese encontrado la mirada fría, el ademán altivo que tantas veces dejole ella ver, cuando él pretendía hablarla de su amor y sus penas. Llegar a tiempo dicen que es el gran secreto para vencer en las lides del amor.

Tantas anomalías inexplicables, tantas uniones absurdas, se explicarían fácilmente con sólo estas palabras: llegó a tiempo.

Álvaro perdió aquella noche la ocasión de hablar a tiempo y casi podremos asegurar que ha perdido para siempre la oportunidad de conmover y vencer ese corazón entregado a la virtud y que anhela llegar hasta el sacrificio.