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ArribaAbajo7.º Abolición de la pena capital para todos los delitos políticos, y aquellos que no tuviesen el carácter de un asesinato de hecho pensado.-Necesidad del poder extraordinario para la represión de los delitos políticos en las rebeliones armadas que amenazan muy de cerca la existencia de la Sociedad.-Uso que se hizo de semejante poder, bajo la administración Farías.

No entra en nuestro plan discutir el derecho que unos acuerdan y otros rehúsan a la sociedad para imponer la pena de muerte. Esta cuestión filosófica se halla completamente agotada, y cuanto sobre ella puede decirse para sostener el pro y el contra es sabido de todo el mundo. Así pues, la cuestión abstracta no es de nuestra competencia; pero sí lo es ella misma considerada con relación a las circunstancias que forman y formarán, inevitablemente por muchos, el estado político de la República mexicana.

Cuando la sociedad se halla dividida en dos fracciones que tienden a un estado político de diferentes y aun opuestos principios y resultados por sus miras, fines y objetos; cuando estas dos fracciones son casi iguales en poder, ya sea por el número, la obstinación o importancia social de los que las componen; finalmente, cuando en el estado social no existe un poder superior que pueda refrenar las tendencias a hostilizarse a que irresistiblemente son conducidas estas dos fracciones, el choque continuo y la lucha frecuente entre ellas es una calamidad que debe deplorarse, pero es también a la vez un suceso inevitable que es necesario aceptar, y del cual debe partirse para reglar en cuanto fuere posible la marcha política. Ahora bien, esto es a la letra lo que sucede en México; las revoluciones o revueltas han de existir por la fuerza misma de las cosas, mientras uno de los principios políticos que se hallan en contienda no llegue a sobreponerse al otro de una manera decisiva. Para que esto se logre es necesario que el principio vencido pierda hasta la esperanza de recobrar el poder que se le ha escapado de las manos, y como los triunfos y derrotas han sido también por la fuerza misma de las cosas, frecuentes, alternativos y de poca duración, esta esperanza no será fácilmente destruida, sino por una administración vigorosa y enérgica para reprimir las facciones, e ilustrada para hacer a las exigencias sociales las concesiones que no será posible rehusar sin gran peligro. Y ¿qué motivo hay para contar con esta administración que no es una consecuencia precisa del estado social y que podrá o no presentarse? Ninguno ciertamente. Es, pues, claro que por el orden común, el triunfo de uno de los principios no vendrá sino bien tarde, y entre tanto las revueltas continuarán arrastrando tras sí la mitad de la población, dirigida y acaudillada por hombres notables, cuyo delito en último resultado no podrá traducirse ni explicarse sino por una opinión, la cual podrá ser mañana la base de un gobierno. Si esto es así, como no puede negarse, ¿quién podrá tener la atrevida pretensión de poner en paralelo este delito, o mejor dicho, esta falta con los crímenes comunes, y querer sea castigado con las mismas o más graves penas que las que se imponen a éstos? La pena de muerte que causa un perjuicio irreparable y que hoy apenas se sufre en los pueblos civilizados, para los asesinos de hecho pensado, ¿se impondrá a las opiniones, o si se quiere, a los extravíos políticos? Y ¿a quiénes deberá imponerse esta pena? ¿Será a la multitud como se hacía bajo la administración Alamán? Pero la multitud cuando es una parte muy considerable de la sociedad no debe ser castigada, por el sencillísimo motivo de que el crimen es un estado excepcional, que nunca puede tener lugar sino en una parte mínima de los asociados; por eso se dice, y con razón, que jamás puede haber justicia en mandar veinte hombres cada semana al patíbulo. ¿Se impondrá la pena capital a los directores o jefes de las revueltas? Pero aunque entre estos hombres haya o pueda haber muchos depravados, es indudable que otros muchos son hombres de probidad y mérito, y siendo esto así, ¿deberán confundirse los unos con los otros, o establecerse entre ellos alguna distinción? Lo primero es la más grande injusticia, como lo será siempre el confundir las faltas con los crímenes; lo segundo es de muy difícil aplicación, y basta haber vivido en tiempos revueltos para conocer la parcialidad con que el espíritu de partido eludiría distinciones, que además sería bien difícil de establecer. Es necesario tener también en consideración que los hombres que proclaman, aun cuando sea turbando el orden social, a alguna idea o principio político, jamás son considerados como criminales por la multitud, aun cuando sus intenciones sean siniestras; sin embargo, la sanción de la multitud es un elemento necesario para que el castigo sea eficaz en sus resultados, y la pena capital impuesta por faltas o delitos políticos, lejos de producir la detestación del que la sufrió, lo convierte en héroe y lo diviniza.

La administración Farías, por estas razones y otras igualmente plausibles, no sólo se abstuvo de derramar sangre por motivos políticos, sino que erigió semejante conducta en principio a que nunca se faltó: conducta tan loable como difícil, así por haberse tenido con los hombres de una administración de sangre (la de Alamán), como porque la revolución de los fueros amenazó más de cerca que ninguna otra al poder establecido.

Lo hasta aquí expuesto no quiere decir que la Sociedad deba quedar sin defensa contra las rebeliones que la amenacen. El extrañamiento debe ser la pena, o mejor dicho, la precaución social contra los jefes de revueltas, impuesto por los tribunales en las conspiraciones o rebeliones que no amenacen a la Sociedad muy de cerca, y por el gobierno en ejercicio del poder extraordinario en las que fueren de este último carácter.

Cuanto puede decirse sobre el poder extraordinario se halla compendiado en el siguiente artículo, que publicamos en 183340.

«Las épocas de guerra intestina, particularmente aquellas que ponen en riesgo la existencia de la autoridad o amenazan con un cambio de sistema, son el tiempo de prueba para los gobiernos. En este período de turbación y desorden, todos los depositarios del poder salen del orden común que las leyes establecen, y todos son a la vez inculpados por los que sufren las consecuencias de medidas represivas y de actos de severidad que a su vez han ejercido. No ha habido jamás en el mundo gobierno alguno que no haya salido de las reglas comunes establecidas para regir a los miembros de la Sociedad, más o menos, según era mayor o menor el riesgo que corría o se figuraba correr en las turbaciones públicas, y este modo constante y uniforme de obrar es una de las pruebas más decisivas de que el orden de las Sociedades no está ni puede estar sometido a reglas que sean comunes a estos diversos períodos. Los antiguos Romanos nombraban unas veces un dictador, otras autorizaban a los supremos magistrados con la fórmula de caveant consules, ne quid Respublica detrimenti capiat. En ambos casos las formas y las personas eran diversas; pero la suma del poder público que se depositaba en sus manos era la misma, y ante ella doblaba la cerviz el pueblo más orgulloso de su independencia y soberanía que se conoce en la historia.

»Estos hechos constantes y repetidos con absoluta y total uniformidad necesariamente deben llamar la atención de los hombres pensadores y suscitar dudas fundadas y dignas de examinarse sobre las reglas de conducta, que de hecho se prescriben, y las que convendría prescribir a los gobiernos en lances críticos que no dejan de ser frecuentes. Hasta ahora no hemos visto que se examine esta materia con la imparcialidad ni calma precursora segura del acierto: siempre estas cuestiones se han ventilado cuando algunos han sido víctimas de la resolución sugerida por las pasiones, y cuando otros han temido serlo de los sacudimientos políticos. En esta época nos hallamos, y sin embargo, de las desventajas de semejante posición no podemos menos de aventurar algunas reflexiones que, al mismo tiempo que ilustren la materia, sirvan para sostener la administración actual y vindicarla de los cargos que se le hacen por haberse desviado en el curso de la revolución del orden común y establecido para la marcha ordinaria.

»Desde luego, es necesario convenir en que los gobiernos, lo mismo que los particulares, tienen el sentimiento de su propia conservación, y que para éstos así como para aquéllos, es la primera de sus necesidades. Este hecho es indisputable, y está fuera de toda duda por la experiencia no desmentida por cosa alguna contraria. ¿Y cuáles son las consecuencias de un impulso e instinto semejante? Las mismas en el particular que en el gobierno, a saber: el arrollar con todo antes que sucumbir, y no pararse en medios para repeler la agresión. Este impulso funda en el particular un derecho discrecional, no sólo para salir de las leyes comunes, sino para hacer viso de sus fuerzas hasta donde las circunstancias y el cálculo del momento le sugieran ser necesario para salvar su existencia. ¿Por qué, pues, al gobierno, cuando se halla en el mismo caso, se le ha de negar un derecho semejante? Tan importante es a la Sociedad su existencia como lo puede ser al particular la suya; si la conservación de ella funda, pues, en este último el derecho de atropellar con todo para salvarse, no se alcanza porque no ha de fundar él mismo en aquélla. La única diferencia que puede haber en uno y otro caso es que el derecho del particular es natural, y civil el de la Sociedad; mas esto nada tiene que ver con su existencia ni con el uso que se haga de él.

»Pero ¿es posible ni racional el reconocer en la Sociedad un poder ilimitado? Y un poder semejante, lejos de llamarse conservador, ¿no es en la realidad y debe considerarse como destructor? Para contestar a estas cuestiones, debe tenerse presente que no es lo mismo un poder que sale de las reglas comunes que un poder ilimitado: el primero tiene muchas a que sujetarse, el segundo no tiene ningunas. ¿Y cuáles son estas reglas? Las mismas que deben moderar la conducta del particular en el caso de agresión, y que todas pueden refundirse en una sola, a saber: no causar al enemigo mayor mal que el que las circunstancias exigieren para la conservación propia. Es verdad que ellas quedan libradas a la prudencia; pero lo es igualmente que no puede ser otra cosa, y la razón es perentoria, porque como los casos y riesgos pueden ser infinitamente variados, y la resolución ha de ser pronta por la naturaleza misma de las cosas, no es posible establecer otro regulador que el de la opinión que cada uno se forme del riesgo momentáneo y de la eficacia de los medios de evitarlo. Nadie puede dudar que semejante opinión podrá ser y aun será muchas veces poco acertada; pero esto lo que prueba es que nada puede ser perfecto en el mundo, y que hay males que no dejan de existir porque se pruebe que lo son. Si el particular, para deshacerse de su agresor, dio fuego a una pistola e hirió o dio muerte a alguno de los transeúntes, indudablemente causó un mal, pero de él nadie ha pretendido hacerle un cargo; y esto mismo debe decirse de la Sociedad cuando, por un error de cálculo, hace padecer por equivocación a algunos inocentes, y sólo tiene el designio de deshacerse de los culpados. Pero este error se puede evitar, se nos dirá, con sujetarse a las leyes comunes establecidas precisamente con este objeto. Ésta es una verdad indisputable; pero no lo es menos que si de evitarlo ha de resultar la ruina del cuerpo social, menos mal es incurrir en él que exponerse a caer en otros mayores y de una trascendencia más funesta y duradera. No nos cansemos, por más que se quiera decir, ningunas instituciones son tan perfectas que basten por sí mismas a sostener la Sociedad contra los ataques infinitamente variados a que puede hallarse expuesta, por la razón sencillísima de que no han podido preverse sino un corto número de ellos, y como, por otra parte, es indispensable ocurrir a todos, de necesidad es admitir un poder discrecional, del cual se haga el uso que convenga en el momento de obrar. He aquí la necesidad de las facultades extraordinarias para ciertos casos, que no pueden ser otros que los de una agresión armada, a virtud de la cual se pone en riesgo la existencia de la Sociedad. Asegurar, pues, que las facultades extraordinarias son contrarias a la constitución es no saber lo que se dice, ni distinguir los tiempos en que son necesarias las unas, de aquellos en que debe regir la otra.

»Las facultades extraordinarias son para la Sociedad lo que para el particular el derecho de defensa contra la agresión privada, es decir, el de repeler la fuerza con la fuerza del modo que se pudiere; y así como el particular cuando se ve acometido puede disparar golpes que lo salven, sin pararse ni detenerse, porque pueda ser por ellos herido o muerto un tercero que sea inocente, y esto a nadie ha ocurrido que sea materia de un cargo, de la misma manera, la Sociedad o su representante, que es el gobierno, en el momento de verse atacada, no puede ni debe limitar su defensa a los medios ordinarios si ellos son ineficaces, ni detenerse porque un tercero, aunque inocente, pueda sufrir algo de las medidas destinadas a sostenerla.

»Nos hemos detenido a fundar la necesidad y conveniencia de salir de las leyes comunes en caso de revolución, o lo que es lo mismo, de hacer uso del poder extraordinario, porque los cargos principales que se hacen a la administración (la de 1833-1834), en el período de la guerra, son el haber establecido semejante poder y el haber abusado de él. Se dice y se repite hasta el fastidio: la constitución no existe, las garantías individuales han desaparecido, y se ha entronizado el poder arbitrario. Aunque no con la extensión que se anuncia en estas quejas, es necesario convenir que las garantías constitucionales desaparecen en toda revolución que amenaza muy de cerca la existencia de la Sociedad, como ha sido en la última contra la Federación. Pero la cuestión no es si desaparecen semejantes garantías, si no, si es posible mantenerlas en él; mientras no se pruebe, como no se ha probado hasta hoy, esta posibilidad, nada se puede adelantar contra el poder extraordinario. Por sólo el hecho de confesar, como es necesario hacerlo, que la Sociedad, en ciertos casos, no puede salvarse por los medios ordinarios, es indispensable en ellos autorizarla extraordinariamente, y pasar por los inconvenientes temporales que pueda traer consigo el ejercicio de semejante poder. Estos inconvenientes no son evitables en su totalidad, pues el ejercicio del poder discrecionario de su naturaleza es expuesto al abuso; pero sí pueden reducirse a ciertos límites para ocurrir de alguna manera a los fundados temores y recelos que necesariamente debe inspirar.

»La primera limitación, y que está en la naturaleza de las cosas, es la del tiempo. Como lo único que puede justificar este formidable poder son circunstancias muy apuradas, y éstas son de su naturaleza pasajeras, el remedio debe ser, como ellas, eventual y de una duración ceñida a período determinado de tiempo, pasado el cual, debe restablecerse el curso ordinario de las cosas, y con él las garantías sociales, sin las cuales no se concibe sea posible conservar la libertad de un modo estable y duradero. La Constitución debe recobrar su imperio desde que cesó el motivo que creó la necesidad de interrumpirlo. De lo contrario, no valía la pena de conservar una Sociedad en que todo debía sacrificarse para no asegurar nada, y éste es el punto principal por donde falla el plan revolucionario (el de Arista): él creaba un poder absoluto para salvar a la nación de males que no existían, y frustraba completamente los fines del orden social por sólo el hecho de no limitar a período fijo de tiempo esta dictadura, ya por sí misma innecesaria y fuera de propósito. Se concibe muy fácilmente que el hombre se someta momentáneamente a todo género de privaciones para asegurar más adelante goces permanentes y duraderos; pero es absolutamente inconcebible que se empiece por renunciar indefinidamente los goces de que se está en posesión y sin riesgo, para someterse a privaciones sin término y cuyo objeto es desconocido. El primer caso es el de los partidarios de la administración, el segundo es el de los de la revolución y el público no podrá desconocer la inmensa diferencia que existe entre ambos.

»El poder extraordinario sobre las personas tampoco debe extenderse más allá de la destitución de empleos, suspensión de la libertad y extrañamiento del territorio. La vida del hombre es demasiado sagrada para someterla a un juicio discrecional, ni exponer a un inocente a sufrir un daño irreparable. Para que la Sociedad se ponga a cubierto de los tiros de los conspiradores, basta que de pronto pueda ponerlos fuera de combate y, más tarde, en la imposibilidad de perjudicarla. Lo primero se obtiene por el derecho de arrestar, y lo segundo por el de extrañar aquellos cuya constante conducta ministra al gobierno justos motivos de temor. Mucho más fundado y racional es semejante poder respecto de los que han sido aprehendidos con las armas en la mano, pues entonces la notoriedad del hecho aleja del todo el temor de equivocar la conducta de la persona y el de confundir al inocente con el culpado, verdadera y única razón acaso que milita contra el poder discrecional. Cuando sea preciso exponerse a causar mal (y, por desgracia, esto sucede muchas veces en épocas tempestuosas), es indispensable limitarse a las exigencias de las circunstancias y no traspasar este límite indicado por la naturaleza de las cosas.

»Que el gobierno, en revoluciones armadas que amenazan su existencia, deba quedar expedito para arrestar, confinar y extrañar, nos parece no sólo una verdad muy clara, sino también una medida de indispensable necesidad. Inutilizar al enemigo, y prevenir un golpe de mano con prontitud y rapidez, es lo único que puede precaver una revolución y evitar que se repita: y ¿cómo podrá hacerse todo esto por los trámites ordinarios de un juicio, cuya lentitud y morosidad son no sólo conocidas de todos, sino positivamente intentadas por el legislador? En las crisis peligrosas de la Sociedad, la salvación del gobierno depende de aprovechar los instantes, que serán inevitablemente perdidos si se pretende ligar su acción a las formas ordinarias. La razón de esto es muy clara: el conspirador se halla enteramente expedito para obrar, nada le liga desde que sacudió el yugo de la ley, y puede echar mano de todos los recursos que tenga a su alcance sin reconocer otros límites que los de sus fuerzas naturales; el gobierno, por el contrario, sometido a fórmulas que no le permiten obrar sino de un modo determinado y ceñido a ciertos procedimientos que le dan toda la ventaja contra un delincuente ordinario y aislado, pero que lo ponen muy en riesgo contra una revolución armada, cuyas fuerzas tal vez consisten en la libertad de obrar, necesariamente ha de sucumbir en lucha tan desigual.

»Pero todo esto, se nos dirá, lo más que prueba es que el gobierno debe tener la facultad de arrestar, mas no prueba ni funda la necesidad de autorizarlo para extrañar sin forma de juicio a los ciudadanos. Nosotros convenimos en que algunas veces la sola facultad de arrestar basta para la seguridad del gobierno: cuando una revolución no ha estallado todavía, sino que se halla en sus principios y en la clase de conspiración; cuando lo que ella se propone alcanzar no gusta ni halaga sino a muy pocos, y la totalidad de la nación se halla en sentido contrario a ello; finalmente, cuando por otras combinaciones, que sería largo enumerar, puede ser contenida por simples arrestos, entonces muy justo y debido es que nadie sea extrañado sino a virtud de un proceso, que puede seguirse en todos sus trámites sin graves inconvenientes. Pero hay casos en que se sabe con evidencia la culpabilidad de las personas, sin que sea posible probarla en juicio, y esto es demasiado frecuente en delitos políticos y muy raro en los comunes. Si todo hubiera de parar en que dejase de ser castigado quien lo merecía, de esto no resultaría el mayor de los males; pero los conspiradores que se llevan a los tribunales no sólo quedan impunes, sino que siguen siendo una amenaza perpetua al orden establecido, y la manía de proyectar trastornos no cesa en ellos sino por ser alejados durante un tiempo considerable del país que ha sido el teatro de sus empresas. Resulta, pues, que en los delitos políticos los procesos que se intentan contra los conspiradores quedan casi siempre sin el resultado que en ellos se busca para asegurar la tranquilidad pública, y como ésta es la primera de las necesidades sociales, si no es posible obtenerla por este medio debe recurrirse a otros, que no pueden ser sino los que ministra el poder extraordinario de extrañar por cierto tiempo sin forma ni aparato de proceso.

»Esta facultad, en cierto modo, debe estimarse personalmente favorable a los que han tenido la desgracia de conspirar; y aunque la proposición parece una paradoja, no es por esto menos cierta, pues ella asegura la vida a muchos que de otra manera infaliblemente la perderían. En efecto, no hay que hacerse ilusiones: por más que se clame contra el poder extraordinario, los gobiernos, cuando ven amenazada su existencia, siempre lo han ejercido y han de ejercerlo, o ya sea por las comisiones militares y tribunales extraordinarios con los aparatos, aunque sin la realidad de un juicio, o ya sea por la facultad franca y abierta de extrañar sin las apariencias estériles del poder tutelar que se busca en los tribunales. Ahora bien, ¿quien podrá dudar que se sufre menos y se corre menos riesgo en el segundo caso que en el primero? Ninguno, ciertamente, y si alguno se atreviese a sostenerlo, bastaría recordar las escenas sangrientas de 827, que, con razón o sin ella, ambos partidos, en diversas épocas, atribuyeron al señor Pedraza, y las que en 830 reprodujo el plan de Jalapa bajo la administración de los señores Alamán y Facio. ¡Por cuán felices se habrían tenido las víctimas de ambas épocas si se hubiesen hallado bajo la administración actual con sus facultades extraordinarias, y cuánto menos desgraciada habría sido su suerte que lo que lo fue bajo la exterminadora ley de 27 de setiembre! Y ¿cuál es la razón de esta diferencia? La más sencilla que puede ocurrir. El poder extraordinario, cuando se ejerce franca y abiertamente, da resultados más humanos que cuando se esconde bajo las fórmulas legales y el aparato de un juicio.

»No pretendemos persuadir a nadie que la existencia de semejante poder es un bien; la reconocemos como un mal, pero como un mal necesario que la revolución trae consigo y evita no sólo el mayor de todos, que es la disolución del orden social, sino hasta los que pesarían de otra manera y harían de peor condición la suerte de los que no deben atribuir sus desgracias sino a sí mismos. Seamos justos: nunca ha habido más razón para autorizar por un corto período, extraordinariamente, al gobierno que cuando se pretendía establecer para siempre y sin embozo el absolutismo. Sin embargo, nadie ha clamado tanto contra esta dictadura imperfecta y temporal, como los que la querían eterna, omnímoda y absoluta. ¿Por qué así? Porque ahora sufren personalmente no todos, sino una parte de los males que pretendían hacer pesar sobre sus enemigos, porque son víctimas cuando aspiraban al honor de verdugos: en una palabra, porque querían dictadura no para sí, sino para otros. Este rasgo caracteriza más que todo la buena fe, honradez y hombría de bien de los pronunciados, de sus adictos y de las clases privilegiadas.»

He aquí los fundamentos del poder extraordinario, ejercido franca y abiertamente. Este mismo poder había sido ejercido por la administración Alamán bajo todas sus formas, y en una extensión tan considerable a lo menos como la que se le dio bajo la administración de 1833. Los comandantes unas veces, y las comisiones militares otras, asesinaban por todas partes los sublevados contra el gobierno; la ley que se llamó de amnistía lo fue sólo de la pena capital, y autorizó al gobierno para desterrar; por último, el Sr. Pedraza, que regresaba de Europa, para donde no había salido por disposición de ninguna autoridad, se le impidió el desembarcar y regresar a su patria. Las violencias de la administración Alamán fueron menos conocidas en sus pormenores, porque recayeron sobre personas pobres y oscuras incapaces de defenderse ni hacer escuchar sus quejas en los campos o pequeñas poblaciones donde se ejercían. Al contrario, los destierros de 1833 casi todos recayeron sobre personas visibles y poderosas, o ligadas con las que lo eran. Éstos llamaban justicia los actos sanguinarios, que ellos mismos habían aconsejado o ejecutado, y daban el nombre de iniquidad a los destierros que sufrieron; sin embargo, la diferencia de las penas era bien marcada, en la sustancia y en el modo, cuando el delito político que por ellas se castigaba era idénticamente el mismo en ambas épocas y casos.

Procedamos por ahora a ver el uso que se hizo del poder extraordinario en 1833.

Desde que triunfó la revolución de 1832 se empezaron a externar por los vencedores algunos proyectos de extrañamientos, respecto de ciertas personas que en el partido vencido se manifestaban profundamente irritados de haber perdido en ella el influjo y el poder que disfrutaban. El general Sta. Ana, sin otro título que haber sido el jefe que ocupó la capital y firmó a nombre de la revolución el convenio de Zavaleta, pretendía ejercer por sí mismo, aunque bajo el nombre del presidente Pedraza, este formidable poder. Sus esfuerzos fueron vanos, pues el nuevo presidente, más cuerdo y menos irritado, opuso una resistencia que Sta. Ana no esperaba, y que frustró completamente sus proyectos de extrañamiento. Ignoramos si se llegaron a designar personas al Sr. Pedraza cuando se pretendió hacerlo cómplice de actos, que no merecen otro nombre que el de venganzas, o si sólo se le habló de destierros en general, pero es cierto que Sta. Ana destinaba a ellos a los generales Morán y Bustamante, a los tres Fagoagas, al Dr. Quintero y a D. Miguel Sta. María, todos enemigos suyos. Lejos de disimular sus designios, Sta. Ana los confiaba a cuantos querían escucharlo, reservándose el derecho de negarlos cuando le conviniese hacerlo con el impudor que le es característico. Estos proyectos quedaron por entonces sin efecto, pero no fueron olvidados, reservándolos para la instalación del nuevo gobierno que debía verificarse en abril próximo.

Abiertas las sesiones de las Cámaras algunos diputados y senadores trataron de promover de nuevo el punto, y al efecto tuvieron una reunión en la casa de uno de ellos, D. Ignacio Basadre, con el objeto de formar una lista de las personas que debían ser extrañadas, y de hacer proposiciones al efecto en el cuerpo legislativo. El general Mejía era uno de los que promovían estas cosas con más calor, y no perdía diligencia para que se llevasen a efecto; él era el alma de la reunión, y en ella se convino que dicho general haría como hizo la proposición al senado. Cuando esto sucedió, el Sr. Farías se hallaba gobernando como vicepresidente, por no haberse aún presentado el general Sta. Ana a tomar posesión de la presidencia, para que había sido electo; y tan luego como supo lo que pasaba, declaró a Mejía y a los miembros de la reunión que lejos de estar de acuerdo con ellos en los extrañamientos proyectados, se opondría a que tuviesen efecto hasta dejar el puesto si necesario fuese. La resistencia de Farías tuvo el mismo efecto que la de Pedraza; la proposición hecha quedó sin resultado, y los miembros del cuerpo legislativo que estaban por ella plegaron por entonces en sus designios, reservándose para la llegada del presidente Sta. Ana que se anunciaba como próxima, y se verificó en efecto a pocos días. Este cambio personal en el gobierno tampoco fue favorable a los proyectos de extrañamiento: fuese que Sta. Ana, más frío por el tiempo trascurrido, había depuesto el ardor contra sus enemigos; fuese, lo que es más probable, que pensaba ya constituirse en campeón de las clases privilegiadas, que lo llamaban sin embozo al ejercicio del poder absoluto, objeto único y exclusivo de este general y resultado preciso de las revoluciones militares; lo cierto es que él se negó a autorizar nada que pudiese hostilizar o incomodar a los vencidos.

Entre tanto estalló la rebelión de los privilegios, y en cuatro días se presentó a las puertas de México con aspecto amenazador. Todos creían complicado en ella al presidente Sta. Ana, que dejaba el gobierno para salir a atacarla, y el terror se difundía con una rapidez asombrosa entre los que cinco meses antes habían sido vencedores. Considerándose sin fuerzas por la general defección de la milicia privilegiada, y amenazados personalmente por la abolición de toda institución regular a la que se pretendía sustituir un poder arbitrario sin término ni medida y de una indefinida duración, apelaron como era regular a la erección del poder extraordinario, al caveant consules ne quid Respublica detrimenti capiat; las cámaras, pues, lo acordaron al gobierno, o mejor dicho, al Vicepresidente, único que les inspiraba confianza.

Farías, que no desconocía la necesidad inevitable del poder extraordinario, especialmente en aquellas circunstancias, estaba muy lejos de desear ejercerlo; porque, a diferencia de los ambiciosos vulgares que lo solicitan sin oportunidad y sin motivo, él no podía hacerse ilusión sobre los riesgos de confundir al inocente con el culpado, la pena que causa el hacer sufrir a otro y la responsabilidad inmensa que se incurre ante el público por el ejercicio de semejante poder. Estas consideraciones todas morales y honrosas lo determinaron a dar un paso de que hasta ahora no hay ejemplo en los gobiernos: el de rehusar las facultades extraordinarias, devolviendo a las cámaras con observaciones el acuerdo que se las confería. Se deliberó de nuevo sobre la materia según el orden constitucional tomando en consideración las observaciones hechas. El acuerdo se reprodujo reformado, y entonces el Sr. Farías se resignó, en la acepción propia y verdadera de esta voz, al ejercicio de un poder verdaderamente oneroso para quien conoce los compromisos y disgustos que trae consigo, y a que expone a la autoridad que se halla investida de él.

Una vez establecido el poder discrecionario y la funesta necesidad de ejercerlo, nada debe omitirse para alejar de su aplicación cuanto pueda causar errores, que son siempre de consecuencias funestísimas: las facultades extraordinarias excluyen la responsabilidad legal en la autoridad que las ejerce; pero suponen e implican en una nación donde la prensa es libre la responsabilidad ante la opinión pública; mas claro, los tribunales no pueden encausar ni pedir cuenta de procedimientos emanados del poder discrecionario, pero el público tiene un derecho indisputable para enterarse, más pronto o más tarde, de los motivos que lo han impulsado a obrar de tal manera en determinado caso. Necesario es, pues, que la autoridad se conforme a sufrir esta responsabilidad, que tampoco sería fácil eludir, y que esté dispuesta a dar razón de su conducta cuando el caso lo exigiere. Para lograrlo se aconsejó al Sr. Farías que no se procediese contra nadie a virtud de simples denuncias, sino de acusaciones formales; que se tomase declaración a los acusados y se oyesen sus descargos; y que, por lo que de ellos y de la acusación resultase, el gobierno formase su juicio discrecional y procediese en consecuencia. Así se acordó hacerlo no para los casos de aprensión con las armas en la mano, en que la notoriedad del hecho hacía menos necesarias estas fórmulas, sino para los casos de conspiración, en que ellas eran indispensables para justificar las providencias que se tomasen. Cuando los conspiradores de México o los acusados de tales fueron arrestados o mandados arrestar el 7 de junio de 1833, no se quiso todavía hacer uso del poder extraordinario; todos aquellos para cuya aprensión se expidieron órdenes de arresto habían sido formalmente acusados e iban a ser puestos a disposición de sus respectivos tribunales. El general Sta. Ana era el principal acusador, pues dejó una lista al Sr. Farías, en la cual se hallaban todos aquellos contra los cuales se expidieron órdenes de arresto, y algunos otros que no fueron molestados, entre ellos se hallaban el Dr. Quintero y D. José María Fagoaga. Ningún aprecio se hizo de semejante lista, que era la expresión viva de los resentimientos del presidente, y si se procedió contra algunos de los comprendidos en ella, fue para purificar ante los tribunales las acusaciones verdaderas o calumniosas que se hacían por otra parte, y de que el gobierno no podía desentenderse. Los hombres que querían vengar agravios o resentimientos personales, que nunca faltan en un pueblo que se halla en revolución, instaban al Sr. Farías para que procediese de una manera más expedita, sin exigir acusación previa contra los que eran o llamaban conspiradores; y no habiendo podido lograrlo llamaron para que lo hiciese al general Sta. Ana, que de nuevo se hallaba al frente de las fuerzas destinadas a batir los sublevados. Sta. Ana correspondió a este llamamiento, volvió a México para encargarse del gobierno, y no sólo se prestó a cuanto de él se exigía, sino que él mismo estimuló a los menos resueltos y apresuró la conclusión del negocio.

Por el 20 de junio de aquel año se tuvo una reunión en el apartamento del presidente, a la cual asistieron los ministros del despacho, un cierto número de diputados y senadores, y los presidentes de ambas cámaras: en ella se trató de formar y se formó una lista de desterrados en la cual se fueron poniendo los que eran o se suponían conspiradores según lo que de ellos se sabía por documentos fehacientes, o lo que se conjeturaba por las denuncias vagas de los miembros de la reunión. Se puede asegurar que casi todos los comprendidos en la lista deseaban un cambio de cosas y sobre todo de personas, pero conspiradores no serían la mitad de ellos. Sin embargo todos fueron medidos del mismo modo, y salió una lista monstruosa, en la que al lado de personas temibles por su influjo y concepto se hallaban hombres tan oscuros o insignificantes, que eran enteramente desconocidos. Se examinó también si estos actos de proscripción deberían emanar del Presidente o de las Cámaras; y se convino en que la lista de desterrados para asegurarla más emanase de éstas, y al gobierno se le concediese la facultad de hacer lo mismo con cuantos creyese hallarse en el mismo caso. Se dice que el alma de todas estas cosas era el Sr. Ramos Arispe, ministro de justicia, y se asegura también que los otros tres ministros se opusieron a todo o a parte de lo que en la reunión se acordó hasta ofrecer su dimisión.

Grandes dificultades ofrecía esta resistencia, no sólo por el desconcepto en que debía caer la providencia y el gobierno que la dictaba, por la renuncia de sus ministros, sino porque los oficiales mayores que debían momentáneamente reemplazarlos tenían simpatías muy fuertes por el antiguo orden de cosas, y pocas o ningunas por el nuevo. A todo se creyó ocurrir cambiando de un golpe los oficiales mayores de tres de los ministerios: así es que D. José Tornel reemplazó a D. Cirilo Anaya en la secretaría de la guerra, D. Juan José del Corral a D. Juan de Dios Rodríguez en la de hacienda, y D. Francisco Lombardo a D. Manuel Monasterio en la de relaciones; en la de justicia fue también removido el oficial segundo D. José María Cabrera. Dado ya este paso el Sr. D. Carlos García, ministro de relaciones, se allanó por fin, no sin grandes repugnancias a autorizar el decreto con su firma. Pero las dificultades aún no estaban vencidas, pues faltaba la mayoría de ambas Cámaras con la cual era muy dudoso pudiese contarse. Para lograrla se usó de una verdadera sorpresa encerrando a los miembros de cada una de ellas en su respectivo salón, ponderando los grandes riesgos que corrían y la resolución en que se hallaba el presidente de abandonar el puesto si el decreto no se expedía.

A hombres que realmente se hallaban rodeados de peligros y conspiraciones, que no tenían por objeto como las anteriores el simple cambio de personas, sino la ruina total de la sociedad, sobre cuyos escombros debía levantarse el trono del despotismo, no era difícil infundirles temores que los determinasen a entrar por sendas desconocidas; así es que la mayoría se obtuvo, pero tan corta, que no fue, según se dice, sino de dos votos en la Cámara de Diputados y de uno sólo en el senado. El vicepresidente Farías fue llamado a la reunión de Palacio cuando todo estaba hecho: entonces supo lo que había; nada positivamente aprobó, habló en favor de D. José María Fagoaga que fue borrado de la lista, defendió sin fruto al Dr. Quintero, a D. Florentino Martínez y algunos otros, y por su cuanta se pusieron en la lista de extrañamiento a los clérigos regulares de S. Camilo que, por la ley vigente de expulsión de Españoles, residían ilegalmente en el país.

Ésta es en compendio la historia de la famosa ley de extrañamiento con que han metido tanto ruido, ¿quiénes?, los que ejercieron el poder discrecionario de una manera tan bárbara como hipócrita para hacer retrogradar a la nación, llamando juicios a las proscripciones militares y a las ejecuciones atroces; los que derramaron profusamente por más de un año la sangre de los Mexicanos; los que compraron la cabeza de un jefe que había hecho servicios importantes a la Independencia, y después lo asesinaron, tratándolo con el mayor vilipendio sin respetar el título de benemérito de la patria, que bien o mal le había acordado el Congreso de la nación; los que, cansados de derramar sangre y concluida la revolución Guerrero, apelaron para sus últimos restos a leyes de destierro peores que la de 1833, y que llamaron de amnistía; los que en plena paz y aun sin la sombra de facultades para hacerlo desterraron al Sr. Pedraza de la bahía de Veracruz; en una palabra, los que han ejercido el poder público de la manera más bárbara, menos regular y sin títulos legales, para alejar una época que ha de llegar al fin, y para crear y robustecer resistencias, cuyo único resultado será ensangrentar la marcha de un pueblo que caminaba a la civilización, aunque en medio de errores y extravíos. Inútil es decir que hablamos de la oligarquía militar y sacerdotal y de su jefe el Sr. Alamán. De ninguna manera nos constituimos defensores del modo con que el general Sta. Ana ejerció el poder discrecionario; pero si algunos tienen derecho de quejarse no serán por cierto el Sr. Alamán y los hombres de sacristía y de cuartel, que tienen tantos motivos para callar y sufrir las consecuencias de los principios que han sentado.

La inconsecuencia en las facciones políticas es tan frecuente que a fuerza de reproducirse sus ejemplos, parece una cosa muy natural: los que proclamaban la dictatura perpetua y absoluta, cuando comenzaron a conocer en sí mismos los resultados de otra que no lo era tanto, se desataron en quejas e invectivas contra el poder extraordinario acordado por las Cámaras y ejercido por el gobierno, y es necesario convenir en que se abusó de él con una prodigalidad escandalosa. Ni la lista de desterrados acordada por las cámaras a pesar de las visibles iniquidades que se notaban en ella por la sustancia y por el modo, ni el extrañamiento de los oficiales y jefes aprehendidos con las armas en la mano hubieran causado alarma universal si todo hubiera quedado en esto. Pero no fue así: el general Sta. Ana, al publicar la ley de desterrados que confería al gobierno facultades para hacer lo mismo, abusó de éstas sin término ni medida, expidiendo en dos solos días más de trescientos pasaportes a personas por la mayor parte inocentes o de una culpabilidad muy ligera o cuestionable. Este abuso fue todavía mayor en los Estados, cuyos gobiernos autorizados extraordinariamente por sus respectivas legislaturas se hicieron un deber de buscar y tener conspiradores a quienes desterrar, a imitación de los poderes supremos; hasta los prefectos alcaldes y ayuntamientos se creyeron autorizados a hacer lo mismo, y hubo bastantes ejemplos de que esta opinión no quedó siempre ceñida a la línea especulativa. De todo resultó que el gobierno supremo desterraba para fuera de la República las legislaturas, particulares y gobernadores de un Estado para otro, y las autoridades subalternas de un pueblo o ciudad a la otra. Así es como una parte muy considerable de los habitantes de la República se hallaron en pocos días fuera de su casa, de sus negocios y del lugar de su residencia, y concibieron el encono natural y consiguiente contra un estado de cosas que les causaba tamañas vejaciones casi siempre sin motivo. El gobierno general cuando volvió a él el Sr. Farías hizo poco uso del poder discrecionario, fuera de los casos de aprensión con las armas en la mano, en que se daba pasaporte para fuera de la República a los jefes más notables de entre los sublevados. Verdad es que se sostuvo lo hecho, porque el volver atrás en los primeros momentos se habría interpretado como un acto de temor y debilidad, cuando era más necesario que nunca mantener el prestigio de la energía del gobierno; pero aun en esto se fue cediendo visiblemente por grados, de manera que, a fines de 1833, los extrañados por disposición del general Sta. Ana habían logrado casi todos quedarse, y aun muchos de los comprendidos nominalmente en la lista del Congreso permanecían en su casa a sabiendas del gobierno y sin ser por él molestados. D. José Gutiérrez Estrada, D. José Antonio Mozo, D. Mariano y D. Antonio Villaurrutia, D. Francisco Fagoaga, y D. Joaquín Villa fueron de este número; el gobierno, aunque resuelto ya a no hacerlos salir, no podía darles una garantía positiva, que no estaba en sus facultades y que rehusaban los hombres más ardientes del partido, pero concedió permisos dilatorios a cuantos los solicitaron, y a los otros los dejó en su casa tranquilos.

Con relación a la masa considerable de jefes y oficiales de la milicia privilegiada aprendidos con las armas en la mano, el gobierno fue más duro, como debía serlo. Esta masa, compuesta en su mayor parte de hombres que eran la escoria y desecho de todas las revoluciones, se hallaba sumida en todos los vicios y acostumbrada a vivir de violencias, robos, drogas y estafas. Los cuatro reales que por cuenta del gobierno se les daban diariamente, si bien eran bastantes para sus más precisas necesidades, no podían alcanzar para satisfacer la pasión del juego y de la disolución, que era ya en ellos una segunda naturaleza; y como por otra parte eran hombres sin oficio ni fortuna, sin ningún género de industria lícita, y se hallaban todo el día ociosos, no se ocupaban de otra cosa que de proyectar y fomentar conspiraciones, y de turbar de todas maneras el orden público. Necesario era, pues, vigilarlos continuamente, arrestarlos con frecuencia y usar de medidas severas de precaución y seguridad, medidas que se toman aun en los países más libres contra los vagos y mal entretenidos, o lo que es lo mismo, contra los que no tienen industria ni fortuna. Esta clase de hombres, aunque hayan llegado inculpablemente a tan miserable estado, son condenados por los tribunales de Francia e Inglaterra, como puede verse diariamente en los periódicos de ambas naciones, a una prisión más o menos larga, por la razón sencillísima de que teniendo que satisfacer necesidades no podrán hacerlo sino a fuerza de maldades. Y ¿se admirará nadie que hombres mil veces peores que los vagabundos de Europa hayan sido tratados en la administración del Sr. Farías con una severidad infinitamente menor? Nada de satisfactorio puede decirse contra esto, sino que el gobierno que veía pesar esta carga sobre la sociedad debía aligerarla procurando ocupación a tales hombres. El Sr. Farías ni desconoció ni olvidó este deber, pero mientras llegaba el caso y la posibilidad de desempeñarlo, nada era más justo que precaver las turbaciones del orden público por medidas contra los vagos, que son de uso y práctica común en países libres y civilizados. Cuando los inmensos cuidados de la rebelión universal de la fuerza armada cesaron por la derrota y dispersión de la misma, se pensó ya seriamente en convertir en ciudadanos útiles los que, por sus extravíos y los desórdenes consiguientes a un estado de revolución permanente, habían sido y eran todavía hombres perniciosos.

El general D. Nicolás Bravo, patriota a quien con más justicia que a ningún otro se ha condecorado con el título honorífico de benemérito de la patria, había permanecido tranquilo y sin tomar parte por la rebelión de los fueros, a pesar de las repetidas e importunas instancias que para determinarlo a ello le hacían los hombres del retroceso. Cuando la tal rebelión estaba casi acabada, el general Sta. Ana por motivos que a él mismo toca explicar, y que nosotros no conocemos, dio orden al general Mejía, que mandaba las fuerzas del Sur, para que sorprendiese y arrestase a Bravo. D. José de Tornel, que por falta de ministro despachaba interinamente la secretaría de la guerra, firmó esta orden que después negó Sta. Ana y cuya responsabilidad aceptó Tornel sin vergüenza ni pudor, diciendo que había sido expedida por él, a nombre y sin conocimiento del Presidente. Bravo supo, aunque no muy a tiempo, lo que pasaba, y no teniendo otro medio de parar el golpe, se arrojó en la revolución, manejándose en ella como lo tiene de costumbre, es decir, con honradez y, sobre todo, con moderación. La fortuna no fue favorable al Sr. Bravo; pero el gobierno, que en cumplimiento de sus deberes se veía en la necesidad de atacarlo, lo trató siempre con la consideración a que era acreedor por sus servicios, por su honradez y por lo disculpable que era el paso dado en falso, que provocó la mezquina intriga de la orden expedida para su arresto. El Dr. Mora aprovechó la buena disposición que advertía en el Sr. Farías para arreglar este asunto con el Sr. Bravo de una manera amigable y pacífica, y cree haber contribuido algún tanto a lograrlo. El Vicepresidente comisionó al ministro de la guerra, D. Miguel Barragán, para que saliese a conferenciar con el Sr. Bravo, que obtuvo cuanto pidió no para sí, pues dijo que nada quería y se conformaba con salir de la República, sino para los que militaban a sus órdenes. Prendado de este desprendimiento el Sr. Farías, no quiso quedarse atrás y firmó una carta escrita por el Dr. Mora, sumamente honorífica, al Sr. Bravo, en que le declaraba que por disposición del gobierno no tendría que moverse de u casa, y que en cuanto a lo demás todo quedaba arreglado.

El Vicepresidente, que por el avenimiento del Sr. Bravo terminaba completamente la revolución, aun antes de que éste se verificase y desde que pudo ya racionalmente esperarse, trató de dar ocupación a la multitud de hombres que hacía muchos años carecían de medios de subsistir y habían recientemente tomado parte en la rebelión de los fueros. Al efecto se determinó enviarlos a colonizar a Texas, y se acordó proporcionarles todos los medios de lograrlo, haciendo por ellos las anticipaciones de la empresa. El Dr. Mora fue comisionado para extender el decreto y la alocución exhortatoria que debía precederle, y a muy pocos días todo estaba preparado para realizar cuanto en él se prometía, porque como ya hemos dicho otra vez, la administración Farías, a diferencia de las que la precedieron, nada decretaba que no se llevase a puro y debido efecto41.

Entre las personas que salieron de la República y fueron comprendidas en el decreto de extrañamiento acordado por las Cámaras, una de ellas fue el Dr. D. Juan Nepomuceno Quintero, y ésta es una de las más chocantes y menos disculpables iniquidades que entonces se cometieron. Este ciudadano es nativo de la ciudad de Puebla y oriundo de una familia distinguida; su talento profundo y claro, su infatigable tesón en el estudio y su intachable probidad en todas líneas lo constituyen en el número de las notabilidades de primer rango en el país. Quintero es de los pocos que, lejos de ambicionar puestos y empleos, han rehusado constantemente los que se le han ofrecido de todos rangos: sobrio en sus gustos y placeres, y moderado en sus gastos, jamás se ha apresurado a hacer fortuna, mucho menos por los medios poco decentes que son en México tan frecuentes y comunes. Su carácter es fuerte y sumamente desconfiado de la lealtad de sus amigos; esta susceptibilidad impide que el número de ellos sea el que debía esperarse de sus cualidades personales, aunque no le faltan muchos que le son sinceramente adictos. Nombrado diputado de Puebla a las Cámaras de 1831 y 1832, se declaró abiertamente por el partido del progreso, del que no tardó en ser jefe, y condujo la oposición de manera que el partido retrógrado, triunfante en todas las votaciones, se halló completamente derrotado en la opinión pública al fin de la sesión. Cuando Quintero no hubiera prestado otro servicio, éste habría sido bastante para que los hombres que profesaban los mismos principios le hubiesen a lo menos ahorrado el indigno tratamiento que se le hizo sufrir; pero la lógica de las pasiones, especialmente de la envidia y el rencor, tiene procederes inauditos de los que fue víctima este ciudadano. Ninguno reprobó más concienciosamente la rebelión de los fueros, y decimos concienciosamente, porque esta conducta no provenía de temor ni pretensiones, y por ninguno hubo tanto empeño para que fuese desterrado. El Sr. Farías, que tenía de él el concepto a que es acreedor, hizo cuanto pudo para salvarlo, aun ya salido de México para embarcarse. El Dr. Mora fue autorizado por el Vicepresidente a decir, como dijo a D. Mariano Galván, que escribiese a Quintero para que se detuviese en Puebla: esta resolución transpiró más de lo que debía ser, y el Sr. Farías que había querido echarse encima tal responsabilidad, se vio obligado a revocar lo hecho; otro tanto y en los mismos términos se hizo con D. Florentino Martínez.

Otra de las personas notables que fue incluida sin mérito en la lista de desterrados, acordada por las Cámaras, fue el general D. José Morán. Este ciudadano, nacido de una familia pobre, supo por sí mismo hacerse su fortuna y elevarse a la clase de las notabilidades del país. En la guerra de la insurrección, Morán, como otros muchos, militó por la causa de España y fue uno de los últimos que la abandonaron. El mérito de Morán nada era menos que vulgar: estudioso, aplicado e instruido en su profesión; puntual y exacto en el cumplimiento de sus deberes; humano y accesible en una guerra en que los jefes militares se permitían todo género de excesos, fue apreciado de los pueblos aun defendiendo una causa impopular. El gobierno español a quien servía, aunque celoso y poco dispuesto a dar ascensos y mando en jefe a los Mexicanos de nacimiento, no se atrevió a rehusarle lo uno ni lo otro. Morán abrazó tarde la causa de la Independencia, pero jamás ha sido infiel a ella, y cuanto en este punto se ha dicho por su cuenta, es una formal y verdadera calumnia, originada de las gentes de su clase, cuyos desórdenes ha querido y no ha podido remediar. Esta calumnia, aunque destituida de fundamento, ha producido su efecto, y Morán en México es una persona impopular: liberal, especulativo y con fuertes prevenciones contra el personal de los que promueven prácticamente la causa del progreso. Sólo a la caída del imperio ha obrado de concierto con ellos, y después los ha tenido constantemente por enemigos, que han traducido por conspiraciones sus repugnancias y lo han hecho salir de la República; dos veces sus enfermedades y pesadumbres lo han inutilizado para el servicio de su patria, y la generación futura le hará la justicia que le rehúsa la presente.

Entre los actos dictatoriales de la administración de 1833, uno de los que merecen menos disculpa es el de la privación de empleo de generales de división, acordada por las Cámaras contra los Srs. Negrete y Echavarri. Estos ciudadanos, sobre quienes se había hecho gravitar de años atrás, sin la menor sombra de justicia, todo el peso de un infortunio no merecido, sufrían con resignación un destierro impuesto por el gobierno, después de un juicio absolutorio pronunciado por las comisiones militares que los juzgaron. Bochornoso era para el gobierno mexicano que personas de tan importantes y señalados servicios fuesen, siendo inocentes (pues tanto quiere decir absueltos), recompensados de una manera tan poco digna; a pesar de esto la conducta del gobierno tenía una explicación aparente, ya que no fuese como no lo era satisfactoria: son hombres agraviados y por otra parte temibles, podría decirse, y siendo así menos malo es tenerlos fuera del país. Esto, si no persuade, se entiende a lo menos; pero ¿cómo entender que se quite, sin antecedente, a un hombre, un título estéril para el poder y fecundo en consecuencias para el honor: título ganado sobre el campo de batalla, de donde ha salido la existencia política de la nación? Esta afrenta oficiosa contra hombres inofensivos es acaso la falta más enorme de la administración de 1833. Las de algunos Estados en el ejercicio del poder extraordinario no conocieron términos ni medida. Cuando el poder supremo templaba en el rigor de sus providencias, los gobiernos de México, Jalisco, S. Luis, Oaxaca y Puebla agravaban por una conducta poco prudente la situación ya bien crítica del país. Hoy, a Dios gracias, no hay quien no reconozca estos extravíos, y la lección dura y amarguísima que sufren los liberales no será tal vez pérdida para la marcha del progreso. El poder discrecionario es una necesidad indispensable en ciertos casos; pero es necesario usar de él con sobriedad y, sobre todo, no perder de vista su carácter excepcional, a virtud del cual no puede ser el regulador de la marcha ordinaria.




ArribaAbajo8.º Principios diplomáticos de la administración de 1833-1834.-Garantía de la integridad del territorio por la creación de colonias que tuviesen por base el idioma, usos y costumbres mexicanas.

En la administración Farías los asuntos diplomáticos no ofrecieron grandes dificultades ni un aspecto interesante. La probidad y buen sentido del jefe del gobierno hicieron se mantuviesen bajo un pie amigable las relaciones de la República con las potencias extranjeras. Como en México, lo único capaz de interrumpir estas buenas relaciones es la persecución de extranjeros bajo el concepto de tales, que no encontró cabida en la administración de aquella época. Todo siguió en un estado satisfactorio; aun el partido español, que era visiblemente hostil a la administración de entonces, nada tuvo que temer como lo acreditó la experiencia. Las cosas en 1833 no se hacían al acaso y sin pensarse; para todo se establecían principios más o menos acertados, y se obra con más o menos exactitud en consecuencia de ellos y sin perderlos de vista. Las notabilidades gubernativas de la época, y a su frente el Sr. Farías, tenían como base de su política la de igualdad y reciprocidad en los tratados con las potencias extranjeras, sin predilección ni animosidad por ninguna ni contra alguna de ellas; así es que en aquel período, como podrá advertirlo cualquiera, no hubo en los diarios aquella polémica apasionada que ha sido tan frecuente antes y después de él, deprimiendo una potencia, exaltando a la otra e indisponiendo a los súbditos de todas. Ni el Francés, ni el Inglés, ni el Americano, ni el Ruso, etc., tuvieron de qué quejarse, porque el Clero, cuya intervención en estas materias es fatal, perniciosa y de mal agüero, estaba seguro de que lejos de ser sostenido en sus tentativas, sería reprimido con severidad. En aquella época no hubo cuestiones de menudeo, de préstamos forzosos, de herejía extranjera, y otras muchas irritantes con que regalará siempre al país la clase sacerdotal, por poco que se vea sostenida y apoyada de la autoridad pública.

El gobierno, lejos de estar poseído de la manía de tratados, resistió constantemente multiplicar éstos, con potencias poco considerables que no tienen ni tendrán tal vez jamás con la República relaciones comerciales, únicas que pueden justificarlos. El gobierno por sistema, por principios y simpatías, deseaba, procuraba y favorecía cuanto le era posible la venida de extranjeros a la República y su establecimiento en ella. No tuvo la necia credulidad de persuadirse que todos los que llegasen de fuera habían de pertenecer a la sociedad culta de Europa y tener maneras de moderación y comedimiento; todo al contrario, contó con que irían muchos hombres sin educación y algunos positivamente viciosos, pero hecha la cuenta y en último resultado, halló que por las ventajas de su establecimiento debían tolerarse estos pequeños inconvenientes que existen en todas partes y no espantan a naciones acostumbradas a recibir extranjeros. En efecto, la experiencia, la necesidad y la ilustración de los gobiernos han desterrado de todas partes ese espíritu judaico de aislamiento, de manera que no subsiste ya sino en los pueblos de la lengua castellana, que parecen ser los últimos destinados a entrar en la carrera de la civilización.

A pesar de estas tendencias bien pronunciadas en la administración de aquella época al establecimiento de extranjeros, ella rehusó siempre admitirlos a colonizar en los territorios mexicanos que carecían de una base de población mexicana, y en esto fue también opuesta a las administraciones que la precedieron y que prodigaron las tierras de Texas a cuantos aventureros quisieron irse a establecer en ellas. La administración Farías, que pensaba las cosas antes de hacerlas y estaba siempre sobre sí misma para impedir que se hiciesen al acaso, no podía desconocer que una colonia extranjera establecida en territorio limítrofe y despoblado debía formar un pueblo igualmente extranjero que más tarde o más temprano entraría en lucha con el gobierno de la República, y sería necesario exterminarlo o que acabase por hacerse independiente. Tampoco se fió para dejar ir las cosas de esta manera en el poder real o presunto de la República, ni en el valor y número de sus soldados que podrían reprimir las tentativas de separación; porque esto equivale a la resolución de contraer un mal por la esperanza que se tiene de curarlo, y los hombres de aquella época no estaban acostumbrados a discurrir de una manera tan necia, o si se quiere poco sensata. El Sr. Farías no gustaba de crearse dificultades para después combatirlas, bien persuadido de que no era seguro poder contar con el triunfo, y poco tocado de esta ridícula heroicidad, se ocupó seriamente de ahorrar a la nación en sus nuevas colonias los amargos frutos que de ella ha recogido en Texas, por la miserable campaña anunciada con tantas bravatas y que acabó por poner en poder de los Americanos una parte tan considerable del territorio mexicano.

El Sr. Farías se hallaba penetrado de la necesidad de asegurar a la República los territorios que existen dentro de la línea divisoria, reconocida por el gobierno de los Estados Unidos, lo mismo que del inmenso e inminente riesgo en que se hallaban de perderse, por las incursiones frecuentes que en ellos hacían los Americanos con el designio bien poco disfrazado de ocuparlos. Para lograrlo ni aun le pasó por el pensamiento valerse de divisiones militares que, aun suponiéndolas disciplinadas, cosa por cierto bien difícil, costarían mucho y nada dejarían establecido, en razón de que no podrían arraigarse sin familias, en un terreno que tampoco estaban destinadas a cultivar: hombres civiles y sobre todo Mexicanos, sin excluir por eso a los que hubiesen pertenecido a la clase militar, era lo que se buscaba para formar la base de estas colonias, que debían extenderse por toda la línea divisoria entre México y los Estados Unidos. Este plan era muy vasto para que fuese obra de una sola administración, pero era de esperarse que, una vez comenzado, continuaría siguiéndose con más o menos lentitud en razón de lo plausible del motivo, a pesar de la flojedad, abandono y pereza de nuestros hombres de gobierno.

Pensar y hacer en la administración Farías eran cosas que se sucedían la una inmediatamente a la otra; así pues, luego que se proyectó la colonización, se procedió a ejecutarla, empezando por las dos extremidades de la línea divisoria, la una en la Nueva California en el océano Pacífico, y la otra en el desaguadero del Sabina, sobre el golfo de México. Como sólo se trataba de formar una base de colonización, y esta base importaba sobre todo que fuese mexicana, para que sobre ella viniesen a implantarse y amoldarse más tarde las empresas verdaderamente productivas compuestas de extranjeros, no se convocó ni admitió en lo general sino familias mexicanas. En la primera colonia, es decir, la de California, se admitió a todos los que se presentaron, por la seguridad que se tenía de que una vez trasladados, aun cuando se arrepintiesen, no les sería posible regresar. En cuanto a las de Texas, se procedió de otra manera: allí no se trataba de poblar, sino de someter la población existente, que no tenía de mexicana sino el nombre, y daba muestras visibles de sus intenciones de sublevarse. Para contenerla era necesario cortar el punto de continuidad que la unía a los Estados Unidos, por hombres que, sin ser soldados, fuesen guerreros, y cuando el caso lo pidiese, una vez ya arraigados, y armados al mismo tiempo, pudiesen imponer respeto y ser un punto de partida para introducir poco a poco el idioma y los usos mexicanos, y contener a la vez las tentativas de sublevación. Por esto fueron especialmente convocados para establecer estas colonias los militares, que en razón de las turbaciones públicas habían quedado sin destino, y de cuyas desgracias y un nuevo género de vida se esperaba sacar partido en favor de ellos mismos y de la integridad del territorio. El decreto de convocación manifiesta en cada una de sus líneas este loable designio, que habría tenido todo su efecto, como lo tuvo el de California, sin el pronto regreso al gobierno del general Sta. Ana, incapaz de comprender ni dar importancia a esta vasta combinación.

En los últimos días de la administración que nos ocupa, se inició también, aunque de una manera vaga, la cuestión con España sobre el reconocimiento de la Independencia. A lo que podemos recordarnos, este asunto no llegó a tener consistencia ni formalidad; sin embargo, las ideas dominantes sobre él eran de no hacer, sino de aguardar proposiciones, así para guardar una posición ventajosa, como porque se creía que la España era más interesada que México en el tal reconocimiento. Tampoco sabemos si se dieron, ni en qué sentido, instrucciones sobre este punto a los agentes diplomáticos de la República.

Bajo la administración Farías se hicieron dos solos nombramientos de ministros plenipotenciarios, que recayeron en dos personas que nada tienen de común, a saber: los señores Garro y Basadre, el primero para Inglaterra, y el segundo para Prusia.

El Sr. D. Máximo Garro es oriundo de una familia distinguida que de México pasó a radicarse a la ciudad de Guadalajara. Garro, después de haber hecho los primeros estudios, abrazó la profesión militar, y sirvió al gobierno español militando contra la Insurrección hasta 1812, época en que su opinión cambió a favor de la Independencia. Tal cambio produjo el abandono del servicio y de las esperanzas lisonjeras de ascensos y fortuna que obtuvieron otros de sus compañeros de mucho menos mérito. Éste fue el primero de los sacrificios de fortuna y honores que por una serie no interrumpida ha hecho Garro a su opinión. Venido a Europa por el año de 1818, tomó partido por la causa liberal, entonces perseguida en España, y aunque no rico ni persona influente todavía, la hizo servicios importantes por su constancia y actividad. En 1820 fue uno de los que con más calor promovieron la revolución liberal de la isla de León, y él fue quien formó la de Madrid y obligó a Fernando VII a jurar la Constitución. Nada pidió ni recibió Garro por este género de servicios, y de la revolución no le tocaron sino persecuciones del gobierno liberal por hechos equivocados. Por supuesto que a la caída de la Constitución de España no debió la vida sino a la fuga: emigrado a Inglaterra, el general Michelena le dio colocación en la legación mexicana, y desde entonces estuvo al servicio de la República hasta 1832, en que renunció el empleo de secretario de la legación inglesa, porque los principios del gobierno de México no eran conformes a los suyos. Otros principios eran dominantes en 1833, y entonces fue nombrado por el Sr. Farías ministro plenipotenciario: nueva caída de los principios liberales, y nueva renuncia de Garro, quedando por ella sin pensión y sin empleo. Y éste es el estado en que hoy se halla uno de los ciudadanos más recomendables por su capacidad para los negocios, su actividad para desempeñarlos, su buen sentido para juzgar rectamente de las cosas, y su desprendimiento para no convertir el servicio público en un negocio de plata.

Ojalá y pudiéramos decir lo mismo del Sr. Basadre, pero desgraciadamente no es así, pues su conducta es digna de los más severos reproches, y su nombre, aunque poco pronunciado, jamás lo es sino en consorcio de los epítetos más infamantes justamente merecidos. El Sr. Basadre ha comprometido en Francia el honor de la República, el de su puesto y el de su persona, por hechos que lo habrían conducido a una prisión si no se hubiera fugado, y que hoy mismo dan ocasión a que sean molestados con reclamos desagradables los que en Francia desempeñan la legación mexicana. Triste es, por cierto, que un nombre tan puro como el del Sr. Farías haya de sufrir por extravíos ajenos, pero es imposible dejar de decir las cosas como pasaron.

Hemos terminado la exposición de los principios que formaron el programa de la administración Farías, y hemos expuesto con candor, buena fe y sinceridad la aplicación buena o mala, errada o acertada que se hizo de ellos. Posible y fácil es que hayamos padecido muchas, pocas o algunas equivocaciones, pero todo ha pasado a nuestra vista, menos lo concerniente al ejercicio del poder extraordinario. Sin embargo, sobre este punto, los actores mismos y promotores de cuanto se hizo, entre los cuales figura en primera línea el general Mejía, nos han dado las noticias más precisas, puntuales y circunstanciadas, y todas han estado de acuerdo en la relación de los hechos, tales como van expuestos en esta revista. Los lectores tienen consignados en ella materiales suficientes para formar su juicio, que será, como sucede en todas las cosas, favorable o adverso, según su sistema político, su posición social y sus compromisos de partido.






ArribaAbajoReacción servil del general Sta. Ana

La administración Farías, como era necesario e inevitable, se hizo una multitud de enemigos, no sólo entre los del partido del retroceso, sino aun entre los hombres mismos de progreso, que sin intentarlo provocaron la reacción que dio en tierra con todo cuanto se había hecho. Aún no acababa la revolución de los fueros cuando ya se iniciaba la oposición a la administración Farías. Los señores Pedraza y Rodríguez Puebla fueron los que la promovieron y empezaron a formarla, en el Fénix de la Libertad y en la Cámara de los Diputados. Esta oposición, cuyo programa nunca pudo saberse, era más bien de repugnancias que de principios; así es que se limitaba a censurar actos de importancia muy secundaria, pero lo hacía con una animosidad bien pronunciada. El verdadero motivo de esta oposición consistía en el nuevo arreglo de la instrucción pública que estaba en conflicto abierto con los deseos, fines y objetos del Sr. Rodríguez Puebla en orden a la suerte futura de los restos de la raza azteca que aún existen en México. Este señor que pretende pertenecer a dicha raza es una de las notabilidades del país por sus buenas cualidades morales y políticas: su partido, en teoría, es el de progreso, y en el personal el yorkino; pero a diferencia de los hombres que obran en esto de concierto, el Sr. Rodríguez no limita sus miras a conseguir la libertad, sino que las extiende a la exaltación de la raza azteca, y de consiguiente su primer objeto es mantenerla en la Sociedad con una existencia propia. Al efecto ha sostenido y sostiene los antiguos privilegios civiles y religiosos de los Indios, el statu quo de los bienes que poseían en comunidad, las casas de beneficencia destinadas a socorrerlos y el Colegio en que recibían exclusivamente su educación; en una palabra, sin una confesión explícita, sus principios, fines y objetos tienden visiblemente a establecer un sistema puramente indio.

La administración Farías de acuerdo con todas las que la precedieron pensaba de distinto modo: persuadida de que la existencia de diferentes razas en una misma sociedad era y debía ser un principio eterno de discordia, no sólo desconoció estas distinciones proscritas de años atrás en la ley constitucional, sino que aplicó todos sus esfuerzos a apresurar la fusión de la raza azteca en la masa general; así es que no reconoció en los actos del gobierno la distinción de Indios y no Indios, sino que la sustituyó por la de pobres y ricos, extendiendo a todos los beneficios de la Sociedad. En el nuevo arreglo de instrucción pública se hizo, como era necesario hacer, la aplicación de estos principios, formando escuelas, establecimientos y un fondo común en que se refundieron las escuelas, el colegio y el fondo de los Indios. Nada de esto era conforme a los designios del Sr. Rodríguez y a lo que él creía sus deberes, y desde entonces concibió prevenciones desfavorables contra una administración que hasta allí había sostenido, y que como sucede siempre fueron aumentándose cuando la cuestión pasó a ser personal y de amor propio.

Esta oposición mínima no cambió en nada la marcha de las Cámaras, pero alentó a los hombres vencidos en la revolución de los fueros, y contribuyó al regreso del general Sta. Ana, que veía con pena levantarse a su lado la reputación y nombre de un hombre civil (el Sr. Farías) que eclipsaba la suya. Desde el mes de enero de 1834, empezaron a recibirse en Manga de Clavo cartas de los disgustados de todas clases y colores, invitando al Presidente: los unos, a ponerse al frente de las clases privilegiadas; los otros, a cambiar el personal de la administración, y todos a volver a ocupar la silla presidencial. Estas cartas, como todas las de su género, estaban llenas de quejas por un lado, de lisonjas por el otro, y de esperanzas exageradas fundadas en el poder y las virtudes del Presidente. Éste no se movía, no contestaba; pero seguía recibiendo las noticias que le daban D. José Tornel y D. Francisco Lombardo, cada uno de los cuales manejaban y conducían por separado pequeñas intrigas, más o menos favorables a las miras de Sta. Ana. Se aseguró entonces que lo que acabó de decidirlo a volver al gobierno fueron las instancias de los Srs. Pedraza y Rodríguez Puebla. Sea como fuere, a mediados de marzo se resolvió al regreso y, para asegurar un cambio que él mismo que lo intentaba no sabía cuál podría ser, se promovió en Orizaba un motín contra ciertos decretos del congreso de Veracruz, que decían ser contrarios a la religión los devotos de aquella villa. Hecho esto, se avisó oficialmente al gobierno: regresaba a ocupar la silla presidencial el general Sta. Ana.

El Sr. Farías no podía hacerse ilusiones sobre lo que quería decir un anuncio semejante. Tenía el poder suficiente para apoderarse de Sta. Ana y sumirlo en una fortaleza; pero le faltó la voluntad, y en esto cometió una enorme y la más capital de todas las faltas. Cuando se ha emprendido y comenzado un cambio social, es necesario no volver los ojos atrás hasta dejarlo completo, ni pararse en poner fuera de combate a las personas que a él se oponen, cualesquiera que sea su clase; de lo contrario se carga con la responsabilidad de los innumerables males de la tentativa que se hacen sufrir a un pueblo, y éstos no quedan compensados con los bienes que se esperan del éxito. El Sr. Farías sabía que toda la fuerza cívica, única existente en la República, estaba a su disposición; que las Cámaras aprobarían su conducta con una mayoría inmensa; que de los veinte Estados de la Federación, dieciocho a lo menos harían ciertamente lo mismo; y por último, que podía probar con documentos auténticos, uno de los cuales existía en poder del general Mejía, la complicidad de Sta. Ana con los que conspiraban a destruir aquel estado de cosas. ¿Por qué, pues, no hizo nada y dejó correr las cosas? Porque el paso era inconstitucional, y porque no se supusiese en el Vicepresidente una ambición de mando que no tenía: famosa razón, por cierto, que ha mantenido a lo más la reputación del Sr. Farías en un punto muy secundario, y ha hecho recular medio siglo a la nación, haciéndola sufrir sin provecho los males de la reforma, los de la reacción que la derribó y los que le causarán las nuevas e inevitables tentativas que se emprenderán en lo sucesivo para lograr aquélla. No pretendemos hacer cargos al Sr. Farías, sino hacer ver a los directores de las naciones las tristes consecuencias de un principio de moral mal aplicado. No lo hizo ni lo hace así el general Sta. Ana, y por eso en medio de la absoluta incapacidad que (incluso él mismo) le reconoce todo el mundo para regir la Sociedad, se sale con cuanto intenta en aquellas empresas que exigen atrevimiento, y obstinación y terquedad. El desaliento se propagó rápidamente entre los hombres de progreso desde que se supo que el Sr. Farías había dejado, o estaba resuelto a dejar, el puesto; y en la misma proporción renacían y se fortificaban las esperanzas del partido retrógrado: así se explica cómo hombres que cuatro meses antes eran en todas partes vencedores, cuatro meses después fueron universalmente vencidos.

El regreso de Sta. Ana coincidió con la publicación de la malhadada ley de curatos, que procuró a muchos los honores del martirio sin los riesgos que se corrían en otro tiempo, y de los cuales se encargó de libertarlos el Presidente, constituido ya en nuevo campeón de la Iglesia. Cuando esta ley no hubiera tenido otro efecto que poner a los liberales en el caso de humillarse delante de un hombre como D. Juan Manuel Irisarri, éste debía ser bastante para que la detestasen cordialmente. Se entabló una negociación humillante con este capitular, a virtud de la cual se convino, por parte de él, en admitir la ley de curatos, y por parte de los que lo solicitaron, en levantarle el destierro que debía sufrir por el decreto de extrañamiento: Irisarri, como era preciso y natural, hizo traición a los que se fiaron de él.

Llegar Sta. Ana a México y ponerse en fermentación todos los elementos de discordia fueron cosas de un momento: Sta. Ana quería hacerse un partido propio que lo elevase al poder absoluto, cualquiera que fuese por otra parte su programa político, al cual no daba la menor importancia; los hombres de los fueros, a los cuales estaban unidos por sufrimientos comunes los liberales escoceses, ansiaban por un poder que los retirase de los bordes del abismo, sin cuidarse por entonces de definir ni fijar sus facultades. Todo, pues, estaba dispuesto para la reacción militar y sacerdotal, y no faltaban más que amigos comunes que aproximasen y pusiesen en contacto estos elementos de tan fuertes simpatías. D. José Tornel y el licenciado Bonilla fueron los plenipotenciarios para ajustar este tratado, que se concluyó bien pronto a satisfacción de las partes contratantes, y en beneficio sobre todo de los que lo negociaron, que reservaron para sí mismos los principales provechos de que hasta ahora están gozando para honra y gloria de Dios. Este tratado se halla consignado en el devoto plan de Cuernavaca, cuya redacción se atribuían exclusivamente a sí mismos los que lo redactaron en común, y cuya gloria les adjudican hoy todos in solidum, sin haber fuera de ellos uno sólo que no procure renunciarla. La religión, los fueros y el general Sta. Ana son las cosas proclamadas en este famoso plan; y, por supuesto, las detestadas en él son las reformas o impiedad, la Federación y el vicepresidente Farías. Convenido todo, Tornel se constituyó en espada ejecutiva y Bonilla en cabeza dispositiva del nuevo orden de cosas; Sta. Ana era el cadáver del Cid que se ponía a caballo para servir de espantajo al enemigo cuando el caso lo pedía.

Los Srs. Herrera, Garay y Quintana, ministros de Guerra, Hacienda y Justicia, renunciaron sus puestos, y sucesivamente se separaron de ellos; sólo quedó el Sr. Lombardo para dar el triste ejemplo de inmoralidad, de firmar sucesivamente y por su orden los decretos, providencias y actos dictatoriales diametralmente opuestos a aquellos que él mismo había autorizado con su firma seis meses antes. Las cláusulas del contrato entre Sta. Ana, el sacerdocio y la milicia empezaron desde luego a ejecutarse: el autor de los destierros levantó la voz contra ellos, y de hecho los hizo cesar no por motivos de justicia, sino por principios reaccionarios; el Vicepresidente, sobre quien calumniosamente se hacía pesar esta odiosidad, en un documento público, la echó, como era justo, sobre Sta. Ana; y no habiendo nada que responder a él, ni quién quisiese encargarse de contestarlo, Tornel, a quien no le tocaba de oficio, se encargó de hacerlo, llenando de injurias al hombre que seis meses antes había tenido valor de nombrarlo general de brigada.

El licenciado Bonilla probaba con el libro en la mano al general Sta. Ana y al público, que por supuesto se daba por convencido, que era injusto perseguir a los hombres de los fueros, aunque esto podía hacerse lícitamente con los que los atacaban; que era legítimo el derecho de insurrección en las clases privilegiadas, pero no en la masa de la nación; que era un atentado atacar las facultades del Presidente, presupuestas o establecidas en la Constitución; pero que era un acto meritorio violar ésta, disolviendo las cámaras y cerrando la puerta a los diputados, por el ministerio suave y pacífico de un centinela apostado. Todos estos y algunos otros primores deducía el ingenio feliz del licenciado Bonilla de las doctrinas consignadas en el libro titulado Examen de los delitos de infidelidad a la patria; y D. José Tornel, conformándose por convicción con semejante polémica, obraba en consecuencia de ella propagando el plan de Cuernavaca y prometiendo, a nombre del Presidente, montes de oro a los que lo proclamasen, protegiesen, o a lo menos se conformasen con él.

Imposible es ni aun imaginar hasta dónde habría ido esta ridícula y miserable baraúnda, si los Escoceses no se hubiesen insinuado diestramente y poco a poco en el ánimo de Sta. Ana: éste los acogió con los brazos abiertos, no por convicción de sus doctrinas ni por amor que les profesase, sino por vanidad y ostentación; desde entonces Tornel y Bonilla quedaron en la clase de bullangueros, contentos con su suerte y con la imponderable ventaja de no tener rivales en ella. D. Francisco Lombardo, sin saber lo que se pasaba, era llamado como de costumbre, y en clase de editor responsable a autorizar con su firma lo que se le ponía delante.

Entre tanto las cosas no caminaban por todas partes de una manera absolutamente satisfactoria, ni las conspiracioncitas surtían todo su efecto a pesar de las cartas comendaticias de Tornel. En Querétaro, en S. Luis, en Jalisco, en Mechoacán y en Oaxaca se hicieron tentativas de resistencia, que si se hubieran combinado con la de Puebla y encontrado apoyo en los Estados de Zacatecas y Durango, habrían hecho vacilar las columnas de Cuernavaca y Orizaba; pero el Sr. García se equivocó en los medios de sostener la Federación y con ella los Estados, y peleó rigurosamente hablando por el derecho de ser degollado al último, como lo fue más adelante. Puebla, la heroica Puebla, y su gobernador D. Cosme Furlong fueron los que sostuvieron con esfuerzos dignos de mejor suerte, pero no menos honrosos, la libertad de la patria y su ley fundamental. Solos y aislados, reducidos al casco de la ciudad, sin víveres ni dinero, teniendo contra sí las tropas del gobierno, el poder del Clero y sobre todo la certidumbre de no ser socorridos, sostuvieron un sitio de más de tres meses batiéndose continuamente contra fuerzas muy superiores, con la certidumbre de que al fin debían sucumbir. En los últimos días del sitio el Sr. Furlong, compadecido de los sufrimientos de sus soldados, convino con el general Quintanar que sitiaba la plaza en una capitulación; pero los defensores de Puebla rehusaron ratificarla, continuaron la defensa y, al fin, hallándose sin jefe, se dispersaron por los pueblos inmediatos llevándose las armas que nadie se atrevió a disputarles, y abandonando la ciudad que no fue ocupada sino cuando quedó sola. Los primeros actos dictatoriales de Sta. Ana, bajo la dirección de Bonilla, la espada virgen de Tornel, el influjo de las clases privilegiadas y la firma de editor responsable de Lombardo, no tuvieron otro objeto que el cambio del personal en toda la República: las Cámaras fueron disueltas y lo mismo los Congresos de los Estados, los gobernadores de los mismos fueron destituidos, los ayuntamientos fueron cambiados, la Corte de Justicia y una parte muy considerable de la magistratura tuvieron que ceder el puesto, y de los jueces inferiores no quedaron en pie sino los que prestaron homenaje a la dictatura.

Los hombres de los fueros corrían por todas partes a bandadas, a conquistar, sobre los que eran enemigos de los privilegios, los puestos públicos que éstos ocupaban: cada cual se ponía en posesión de lo que le venía más a cuento o tenía más cerca, y para dejarlo en ella sólo se averiguaba si era adicto al plan de Cuernavaca, que en aquella época era el regulador universal y único del mérito de los funcionarios públicos. Los Mexicanos vieron, y los lectores podrán figurarse, qué es lo que resultó y debía resultar de que los directores de una nación fuesen constituidos por un medio tan acertado. Cuando ya no hubo nada de que apoderarse, ni puesto que conquistar, el reposo se estableció por sí mismo a virtud de la fuerza inercia. Sta. Ana, sin cámaras, sin consejo de gobierno, sin legislaturas de Estados, y hasta sin ministros, ejercía la dictatura a que había aspirado, sin oposición ni obstáculo.

Entonces los Escoceses, únicos hombres de sentido común y buen juicio entre los que caminaban con Sta. Ana, se presentaron a llenar el inmenso hueco que dejaba en el estado social la violenta supresión de todos los cuerpos constituidos, y se manejaron con tal destreza que no sólo lograron salvar las formas constitucionales y lo poco que hoy existe de libertad pública, sino que persuadieron a Sta. Ana que esta marcha era la que le convenía. Los Escoceses erigieron en principio la necesidad de conservar las formas federales aunque reformando la Constitución sin atenerse a los términos dilatorios que ella prescribía: la de mantener las reformas eclesiásticas, puestas ya en ejecución, y desistir de las que no se hallaban en este caso; finalmente, la de sostener el nuevo arreglo de la instrucción pública. D. José María Gutiérrez Estrada conducía esta negociación a nombre y con poder implícito de sus copartidarios, y Sta. Ana convino en este programa, reservándose por supuesto el derecho de desconocerlo, cuando le viniese a cuento, como lo hizo más adelante. Por sentado que el tal programa nada tuvo menos que la aprobación del Clero, que esperaba resultados más religiosos del bendito y devoto plan de Cuernavaca; pero seguro de triunfar en las próximas elecciones aun de los Escoceses mismos, en lo que no se engañó, aguardó pacientemente a que llegase este período, sin dejar por eso de aprovechar las muchas ocasiones que se le presentaba al paso de recobrar su poder. Entre tanto los principios adoptados eran y se consideraban vigentes; se reprimieron los conatos contra la Federación, y se desconocieron los pronunciamientos hechos en este sentido, entre los cuales se hallaba uno del licenciado Bonilla, que había usurpado el gobierno del Estado de México; y se expidieron las órdenes para que en los períodos constitucionales se verificasen las elecciones para constituir los nuevos congresos que debían continuar la marcha constitucional el año próximo, y efectuar en él las reformas que se pretendían hacer a la ley fundamental.

Este período llegó, y aunque los Escoceses y el partido personal de Sta. Ana pretendieron dirigir a los electores, la Milicia y el Clero obtuvieron una inmensa mayoría, que era más de esta última clase que de la primera. Así pues, en 1834 se repitió idénticamente lo mismo que había pasado en 1830, a saber, que el Clero y la Milicia, llamados como auxiliares, acabaron por convertirse en señores, excluyendo de la administración, poco a poco y por operaciones parciales, a los Escoceses que los habían llamado a ella. Éstos, sin embargo, no se desanimaron y continuaron la resistencia contra las tentativas de los devotos, que pretendían anular las reformas eclesiásticas y reponer en sus sillas los canónigos destituidos. El nombre y la autoridad de Sta. Ana era lo que se oponía a estas tentativas; y el Clero, para contrabalancearlo, ocurrió (¡cosa pasmosa!) a la detestada Federación y a la soberanía de los Estados. En efecto, los hombres que se llamaban a sí mismos congreso en Guadalajara y en Puebla, y un Sr. Romero y el licenciado Marín, que se titulaban gobernadores de ambos Estados, procedieron a reponer los capitulares, destituidos por la autoridad federal; y aunque tal procedimiento fue reclamado por D. Francisco Lombardo a nombre del general Sta. Ana, todo quedó como se había hecho, a virtud por supuesto de la soberanía de los Estados. Ocho meses, desde mayo hasta diciembre, se pasaron en destituciones, anulaciones, promociones, reposiciones, calumnias y dicterios revolucionarios de la oligarquía militar y sacerdotal: al fin, como todas las cosas deben tener un término, esto lo tuvo también, y fue ya necesario pensar en algo más que maldecir y hacer daño. Las elecciones estaban todas hechas bien o mal, los Escoceses habían atenuado un algo el espíritu reaccionario contra la Federación, y los hombres de los privilegios, que de grado o por fuerza dominaban por todas partes, se preparaban a la lucha parlamentaria que iba a abrirse en el año próximo de 1835.




ArribaAbajoSesión de 1835 bajo el influjo de la oligarquía militar y sacerdotal

Los Escoceses, que desde agosto del año anterior eran los directores de Sta. Ana, trataron desde el principio de constituir un ministerio parlamentario, formado de una vez, y con un programa fijo; pero este negocio ofrecía sus dificultades, en razón de la resistencia del Clero, de la versatilidad de Sta. Ana y de que los servidores de éste aspiraban a tener lugar en él. D. José Gutiérrez Estrada era el alma de este negocio, y lo condujo de manera que al fin halagando a unos, contemporizando con otros y ofreciendo a todo el mundo garantías que no siempre pudo prestar, consiguió por fin triunfar de las resistencias y superar los obstáculos que a su arreglo se oponían. La elección recayó en el mismo señor Estrada para secretario de relaciones, en el Sr. Torres para justicia, en el Sr. Blasco para hacienda y en D. José Tornel para guerra: los tres primeros por sus opiniones y antecedentes pertenecían al partido Escocés; el último era un ciego y obediente servidor del Sr. Sta. Ana, y hacía parte del gabinete tan sólo por este título. Estos ministros no entraron a funcionar a la vez, sino sucesivamente; y su programa era: conservar las reformas eclesiásticas ya efectuadas, abandonar las proyectadas, mantener la Federación, restablecer las bases del plan de instrucción pública, salvar al Sr. Alamán y renunciar al poder discrecionario. Necesario es convenir en que, menos D. José Tornel, todos los otros hicieron de buena fe cuanto pudieron para salir con su intento; y cuando de ellos se exigió otra cosa, abandonaron el puesto más pronto o más tarde, hasta dejar solo a Tornel, que no retrocede jamás delante de la voluntad del amo a quien sirve. La nación, sin embargo, poco fruto sacó de estas buenas intenciones, pues los hombres de los privilegios, que contaban en las Cámaras con una mayoría inmensa, espiaban, buscaban y provocaban las ocasiones de abolir la Federación y establecer sobre sus ruinas el imperio de la oligarquía militar y sacerdotal. Reintegrar al Clero y a sus jefes en el poder que antes tenían, poner fuera de combate a los jefes del partido federalista, levantar la fuerza de la milicia privilegiada y destruir a la cívica, era lo que podía llamarse el programa de la mayoría parlamentaria, para arribar al resultado final de la abolición del sistema. El Ministerio se adhirió a muchas de estas medidas sin lograr sacar las suyas, y por una ceguedad inconcebible, rehusando el fin, apoyó todos los medios que a él conducían de una manera infalible.

Los elementos políticos y las fuerzas que obraban sobre la masa de la nación en aquella época podían dividirse en cuatro clases. 1.ª Los partidarios del Clero y de la Milicia, que eran los más fuertes y numerosos; tendían visiblemente a establecer, bajo las formas representativas, una cosa análoga al sistema colonial, y tenían por jefes a los Srs. Tagle, Alamán, Elizalde, Becerra, etc. 2.ª Los federalistas del partido derrotado, cuyo programa era a poco más o menos el mismo que el de la administración Farías, y reconocían por jefes a los Srs. García (D. Francisco), Pedraza, Quintana, Rejón, Rodríguez Puebla, etc. 3.ª Los Escoceses, cuyo programa era el del ministerio, y que tenían por jefes a los Srs. D. José María y D. José Francisco Fagoaga, Gutiérrez Estrada, D. Felipe y D. Rafael Barrio, Camacho, Cortina y Muzquiz. 4.ª El partido que podremos llamar propio del general Sta. Ana, compuesto en su mayor parte de los aspirantes de la milicia privilegiada, sin otro programa que los adelantos personales de fortuna, y cuyos jefes visibles eran D. José Tornel, D. Francisco Lombardo, el licenciado Bonilla y el general Valencia. Estos elementos se combinaban de diversa manera en las diferentes cuestiones que se tocaban por la prensa o se trataban en las Cámaras; pero tres de ellos permanecían constantemente unidos contra el partido federalista, heredero de las tradiciones y programa de la administración Farías.

El programa del Clero estaba siempre a discusión, pues era el de la mayoría de las Cámaras; en ellas sólo se discutían las cosas, pero la prensa periódica se ocupaba también de las personas. El Clero había hecho ya desde el año anterior la reconquista importante de la educación pública, derribando el plan que se la había quitado; en el presente (1835) obtuvo la reposición de todos los canónigos destituidos; y no salió con su intento en la abolición de las leyes que retiraban la sanción cívica al pago del diezmo y a los votos monásticos. Esto es en cuanto a las cosas; por lo relativo a las personas, sus votos tuvieron un suceso completo con amigos y enemigos. El proceso del Sr. Alamán terminó por un auto absolutorio, y para obtenerlo se destituyó a la suprema corte de Justicia a petición del interesado; se rehusó admitir las acusaciones que contra el ex ministro se ofrecía hacer el Sr. Quintana, en ejercicio de la acción popular; por último, se mantuvo como juez de la causa a D. Juan Guzmán, que había sido recusado, y con justicia, como un hombre muy parcial en el asunto: ser absuelto de esta manera es peor que ser condenado. Con el Sr. Farías sucedió al contrario: confesando la legalidad de su nombramiento para la vicepresidencia, las Cámaras lo destituyeron, ¿a virtud de cuál poder?, del extraordinario contra el cual tanto habían clamado y aún clamaban las personas que las componían. Es también de notarse que este acto dictatorial esté firmado por un hombre que habría ido mucho más allá de los mares, y perdido un establecimiento ventajoso, sin la oficiosidad amistosa del Sr. Farías, que le ahorró todos estos males. Este señor es D. Cirilo Gómez Anaya, que podría muy bien haber dejado al vicepresidente de la Cámara de Diputados el triste honor de autorizar con su firma la destitución de un hombre, que había hecho servir el puesto que se le quitaba a la salvación del mismo señor Anaya. Pero todo está compensado en esta vida: el Sr. Barrio (D. Felipe), que era uno de los pocos sobre quienes el Sr. Farías había querido hacer pesar el poder discrecionario, fue quien se opuso con más empeño a su destitución.

Obtenidas por el Clero estas dos ventajas, en sentido contrario aunque con el mismo resultado, el general Sta. Ana que no ama el poder absoluto sino para ejercerlo en pequeñeces, y rehúsa cargar con las molestias que trae consigo el despacho de los negocios, se retiró a su finca dejando en el gobierno al presidente interino D. Miguel Barragán, hombre de tamaños mínimos y de una docilidad cual Sta. Ana necesitaba. En efecto, aunque el ministerio (Tornel exceptuado) pretendía que se gobernase sin consultar a Manga de Clavo, Barragán ni por descuido se olvidaba de acudir a esta fuente del poder, y si tal hubiera hecho, allí estaba Tornel para recordarle sus deberes, entre los cuales se contaba como el principal ocultar estas consultas al resto del ministerio. Entre tanto el Sr. Torres, ministro de Justicia y defensor de la regalía, o en términos republicanos de los derechos nacionales, se separó del ministerio, a lo que se cree, por las tracaserías del Clero; y para reemplazarlo se llamó a D. Justo Corro, uno de los abogados más devotos de toda la República. Este nuevo golpe que los Escoceses llevaron fue el signo precursor de la ruina de su influencia en el gobierno que no tardó en ser consumada. El Clero, en cuyo favor se había hecho semejante nombramiento, caminaba sin pararse y se dirigía imperturbablemente a su objeto, es decir, a abolir la Federación: un solo paso le faltaba, y éste era desarmar a los Estados, haciendo desaparecer su milicia cívica. El ministerio se halló conforme en este punto con las pretensiones del Clero, el proyecto se aprobó y se publicó una ley que reducía a proporciones muy pequeñas la milicia de los Estados. Zacatecas, que hasta allí había tenido todo género de condescendencia con el régimen de los privilegios, conoció que el tiro era directo contra aquel Estado, único que tenía la milicia cívica en toda la República. Entonces quiso contener el torrente, pero ya no era tiempo, pues la resistencia aislada a su territorio no podía ser eficaz: esto no impidió que se formalizase, y se puso al frente de ella su antiguo gobernador, a quien es preciso dar a conocer.

El Sr. D. Francisco García es uno de los primeros hombres públicos del país y uno de los ciudadanos más virtuosos de la República: desde que apareció en el primer congreso mexicano, se hizo notable por la rectitud de su juicio, la claridad de su talento, y lo positivo de sus ideas y principios administrativos, particularmente en el ramo de hacienda que es su especialidad. Los principios políticos del Sr. García son los de progreso, que ha adoptado por convicción y seguido con firmeza sin desmentirse jamás, ni aun cuando la fortuna le fue adversa. En el Congreso constituyente fue el autor del sistema de Hacienda federal, y en el senado de 1825 su análisis de la memoria de este ramo, obra pasmosa, de lógica, economía y estadística, levantó victoriosamente el crédito de la República, del abatimiento en que lo había sumido el Sr. Esteva, autor de dicha memoria. Esto valió al Sr. García el ministerio de Hacienda en 1827, en el cual sólo duró un mes, porque advirtió que los inmensos desórdenes que había en el gabinete no eran ni serían remediables en muchos años. El Sr. García fue nombrado en seguida gobernador de Zacatecas, y en seis años que desempeñó el gobierno se condujo de manera que aquel Estado, en los últimos días de la Federación, era indisputablemente el primero de toda la República. En efecto, por los esfuerzos de su gobernador, todos los ramos de la administración pública adquirieron un arreglo perfecto, y la prosperidad material se llevó a un grado que parece inconcebible. Cuando en todos los demás Estados se turbaba el orden constitucional, García mantenía el suyo en paz y tranquilidad porque, por manejos diestros y por el respeto que imponía, logró siempre alejar del territorio de Zacatecas la milicia privilegiada y poner la cívica bajo un pie muy respetable. Esta fuerza bien sostenida, y sobre todo bien disciplinada, hacía el servicio interior e imponía respeto al vandalismo de la milicia privilegiada, siendo como era una de las garantías más efectivas del sistema federal, a cuya conservación y salvación sirvió más de una vez. Las clases privilegiadas jamás han podido perdonar al Sr. García su designio de arrancarles el poder y los rudos golpes que ha descargado sobre ellas como gobernador de Zacatecas. Lo que ha indispuesto sobre todo a estos hombres son las virtudes de García y su desprendimiento, que los aspirantes del Clero y sobre todo de la Milicia consideran como una reprensión viva y severa de sus manejos vergonzosos para vivir de los caudales públicos: a pesar de ser un hombre pobre y de haber prestado a su patria servicios que en nada se parecen a las rebeliones clérico-militares, García jamás ha solicitado para vivir pensiones de ninguna clase; y cuando el congreso de Zacatecas le asignó una de tres mil pesos, rehusó admitirla, dando por razón que los servicios patrióticos no deben recompensarse con dinero.

Los hombres de privilegio, que no se creían seguros mientras quedase en pie un solo centro liberal y deseaban además satisfacer el encono concebido contra el Sr. García por sentimientos de envidia, proyectaron la expedición contra Zacatecas. La rapacidad de los militares de privilegio y de su jefe el Sr. Sta. Ana, que pensaban apoderarse, como lo hicieron, de los caudales del Fresnillo y de los fondos del Estado, fueron los movibles que determinaron a la fuerza brutal a la conquista del Vellocino. Ésta se efectuó en una sola batalla en que acabó el Estado de Zacatecas y con él la Federación. Desde entonces empezaron los nuevos pronunciamientos para el centralismo, voz de orden y de concierto que se repetía maquinalmente por todas partes sin conocer su significación precisa, ni ocuparse de fijarla. Lo que por ella se pretendía era el universal desconcierto, del cual lo esperaban todos los partidos políticos y los intereses individuales.

Desde que empezó a advertirse la resistencia de Zacatecas a la abolición de la milicia cívica, los partidarios de Sta. Ana y los hombres de privilegio empezaron a entenderse entre sí mejor que lo habían hecho antes, no sólo para deshacerse de García y de los restos del antiguo partido reformador, sino también para alejar a los Escoceses, que aparecían y obraban como conservadores de la Federación y de lo que se había hecho en la administración Farías. Los Srs. Alamán y Tagle, jefes del Clero, el general Valencia, que se había constituido a sí mismo representante de la milicia privilegiada, y D. José Tornel con el licenciado Bonilla, que se decían representantes de Sta. Ana, arreglaron con éste y de acuerdo con los hombres que les estaban sometidos la abolición de la Federación. El dócil y obediente Barragán se prestó a todo; Tornel, Valencia y Bonilla se encargaron de la parte más tosca y grosera de este proyecto, es decir, de los pronunciamientos con todo su cortejo de robos, violencias y borracheras; a Sta. Ana se destinó la campaña gloriosa que debía precederlo; y los Srs. Alamán y Tagle se reservaron la nueva organización central. Este arreglo no fue precisamente explícito, pero cada una de las expresadas personas aceptó el papel que le correspondía según sus antecedentes, y lo desempeñó cumplidamente.

Este proyecto se ejecutó en el mismo orden que se había concebido: Sta. Ana triunfó en Zacatecas, y él mismo y sus soldados cometieron en aquel Estado actos de rapacidad inauditos, que provocaron reclamos hasta en el congreso mismo de los privilegios. En seguida vinieron Tornel y Bonilla con sus pronunciamientos y sus actos de violencia: los obispos, los canónigos, los curas y los frailes se prestaron a fomentar esta rebelión, y lo hicieron unas veces solapada y otras públicamente. D. José Tornel, a quien por derecho corresponde la ejecución de las empresas peligrosas y que exigen valor, se encargó de destruir la oposición de la prensa, y desterró valientemente a alguno o algunos de los editores del diario titulado la Oposición; más adelante y bajo la administración del devoto y benignísimo Corro, continuaron estos actos de valor, con los prisioneros de Tampico, de Texas y de Oaxaca, que fueron mandados fusilar por el joven Tornel para destruir la oposición armada.

Entre tanto el ministerio escocés se hallaba completamente dislocado, y al partido que representaba le sucedía lo mismo, pues además de ser poco numeroso, empezaban ya los que lo componían a vacilar en su fe de Federación. El Sr. Gutiérrez Estrada fue uno de los pocos que permanecieron firmes en sus ideas y, sobre todo, en sus compromisos políticos. Este ciudadano es nativo del Estado de Yucatán, donde reside su familia, distinguida bajo todos aspectos. No es necesario decir que Gutiérrez recibió una educación cuidada y escogida hasta haberlo tratado para conocer que fue así, y que supo aprovecharse de ella en la carrera del servicio público a la que se dedicó y en la cual ha permanecido puro y sin mancha en medio de una clase corrompida. Desde el principio fue destinado a las legaciones de Europa en razón de hablar y escribir corrientemente los idiomas francés e inglés, y es uno de los pocos que han empleado útilmente su tiempo en las capitales del Viejo Mundo: flexible por carácter, honrado por educación y principios, y expedito para los negocios; su servicio ha sido perfecto, y sobre todo leal y conciencioso. Gutiérrez es hombre de progreso por convicción y principios, pertenece al personal del partido escocés, y su conciencia política es firme, segura e ilustrada; por eso, no obstante la suavidad de su carácter, no se le hace ceder en nada de lo que él cree de su obligación aun cuando se atraviesan amistades íntimas y consideraciones de mucho peso. Bajo la administración Alamán dejó el servicio porque la creyó retrógrada, y a la caída de la Federación dejó el ministerio que desempeñaba porque estimó, y justamente, que continuar en él habría sido faltar a sus compromisos. Al separarse del puesto el Sr. Gutiérrez Estrada legó a la nación una especie de manifiesto, de aquellos que no se hacen sino en un momento de inspiración: obra de lógica, de sensatez y de lenguaje, este documento está destinado a ser inmortal y a pasar en la República mexicana hasta las generaciones más remotas que lo leerán con interés; él es la masa de Hércules que descarga sobre su enemigo golpes rudos que lo destruyen y desbaratan hasta reducirlo a materia informe.

Otro que no fuese D. José Tornel habría abandonado el puesto lleno de confusión y cubierto de rubor; pero hay hombres para todo, y no faltan quienes crean que para vivir en el mundo es necesario echarse la vergüenza a las espaldas. Los pronunciamientos por centralismo continuaron haciéndose en todas partes bajo el mismo tenor y forma, que prescribían las comunicaciones del ministerio; y cuando ya se tuvo una masa considerable de papeles de esta clase, se enviaron de montón al congreso, cuya mayoría los deseaba con ahínco para declararse, como se declaró, legislatura constituyente, formada de las dos Cámaras que se reunieron en una. Nada de esto se hizo sin fuertes reclamos de las legislaturas y gobernadores de los Estados, a pesar de ser hechuras de la reacción casi todas y todos ellos; los particulares hicieron también representaciones enérgicas para impedir este trastorno; y en las Cámaras hubo una escisión muy pronunciada entre la mayoría que acordó y la minoría que rehusó la abolición del sistema: ésta no se contentó con votar contra lo hecho, sino que se retiró casi toda, abandonando el templo de las leyes mancillado por tan horrenda traición. Aunque tenemos a la vista los nombres de las personas de que se formó esta minoría patriotica; de todos ellos no conocemos sino a los Srs. D. Luis Gordoa y D. José Bernardo Couto, pertenecientes uno y otro a las notabilidades del país, por sus calidades, influjo y circunstancias. El Dr. Gordoa es hombre de muy claro talento, de instrucción sólida y profunda, de juicio recto y, sobre todo, de moralidad y honradez; delicado hasta el exceso en conservar su independencia personal, fogoso por carácter y apasionado en las cuestiones políticas, habrá incurrido en algunas faltas, que sería de desear fuesen en otros el resultado de tan nobles principios. Los que Gordoa profesa son de progreso en toda la extensión de la palabra: las convicciones, en esta línea como en todas, han sido constantes, sin que haya tenido parte en ellas ningún motivo extrínseco o menos noble, y no vacilamos en pronosticar que sus luces y su influjo serán en lo sucesivo de grande utilidad a su patria. D. José Bernardo Couto es hombre de comprensión vasta y fácil, de estilo fluido y ameno, de instrucción vastísima para su edad, y de una aplicación incansable al estudio; su carácter es frío, calmado y tímido hasta el exceso en tomar partido por las reformas sociales: este temor no es en él cobardía por los riesgos que pueda correr personalmente, sino por los males públicos que se figura podrían ser el resultado de su voto; por eso está casi siempre por la negativa, y sus propensiones son ordinariamente más bien a conservar que a cambiar. La moralidad de Couto como hombre privado, como ciudadano y como funcionario público es cabal y perfecta en todas líneas; para él no hay distinción entre los deberes públicos y privados que somete a la conciencia, único medio de apreciarlos. Los principios políticos de Couto son de progreso; pero en razón de su carácter se prestará más fácilmente a sostener las reformas hechas, que a promover las que están por hacer: el en él siempre es difícil y muchas veces vacilante; el no es constantemente firme y pronunciado con resolución.




ArribaAbajoPeríodo de tránsito del federalismo al centralismo, bajo el influjo y dominación de la oligarquía militar y sacerdotal

Con la renuncia de los Srs. Gutiérrez Estrada y Blasco, y con los actos de usurpación del congreso, acabó antes de tiempo el último período constitucional de una administración regular, y se entró en otro discrecionario, que todo ha sido de pérdidas para la República, de anarquía para el gobierno, y de miserias, luto y lágrimas para la multitud. El nuevo ministerio central se compuso, como de justicia, de D. José Tornel, el licenciado Bonilla y D. Justo Corro: programa no lo tenía, a no ser que se repute tal la voracidad de Tornel y de Bonilla para apoderarse de los caudales públicos, por medios más o menos, pero siempre ilícitos, y el deseo vago del Sr. Corro de establecer el predominio del Clero. Así pues se caminaba, o mejor dicho, se retrogradaba al azar, y bajo el nombre fastidioso de centralismo que a fuerza de repetirse sin definirlo llegó a ser sinónimo de arbitrario. El licenciado Bonilla no parece entró al ministerio sino para proporcionarse ciertos adelantos de colocación y de bolsa que si no eran útiles o necesarios a la nación, eran por lo menos perfectamente adecuados a los deseos del interesado. Una vez entrado en el ministerio de relaciones, se apoderó también del de Hacienda: en el primero se hizo nombrar ministro plenipotenciario a Roma con instrucciones, entre las cuales ciertas demandas sobre diezmos en abierta oposición con la ley que los abolió civilmente. En el ministerio de Hacienda se hizo pagar cuanto se debía por cualquier título a él mismo y a su suegro residente en Guatemala, prefiriéndose a sí mismos y a su pariente a todos los acreedores nacionales, que para ser pagados tenían a lo menos tanto derecho como él; se adelantó también una cantidad considerable para gastos de viaje, casa, etc., que se asegura fue de cuarenta mil pesos. Venido a Europa empleó algunos meses en pasearse antes de ir a su destino: llegado a Roma se presentó públicamente infringiendo una ley de la República, con el escudo de armas que dice ser de su familia e hizo pintar en su coche, y con los distintivos de primera, segunda y quién sabe cuantas épocas, que no se portan en México y que es muy probable no tiene el mismo Bonilla derecho de portarlos. En cuanto al modo de conducir los negocios de su cargo y la manera de arreglarlos, nada acredita más decisivamente la incapacidad de Bonilla que la nota que va a la vuelta, copia fiel de la que ha enviado a México42. En este documento se ve lo que será difícil encontrar en otro de su clase: pretensiones exorbitantes de su autor a sagacidad y destreza diplomática, destruidas por el documento mismo.

Con la salida de Bonilla para su misión diplomática y el nombramiento del Sr. Corro para presidente interino a resultas del fallecimiento del general Barragán, Tornel quedó como único y exclusivo regulador de la marcha del gobierno. El centralismo empezaba a producir sus frutos, y el primero que se presentó fue la sublevación de Texas; apenas podrá encontrarse ejemplo de la torpeza con que este asunto fue conducido, entre otras causas, por no haberlo comprendido bien. Sus dificultades consistían en la naturaleza misma de la población, que podría bien ser exterminada, pero no sometida, y en los obstáculos naturales del suelo y del clima, que habían de producir como produjeron su efecto. Tornel y los hombres de privilegio se figuraron que en lucha de soldados mexicanos contra colonos texanos, la ventaja siempre quedaría por los primeros, aun puesta la cuestión de esta manera, la resolución que se le daba no era acertada: los Mexicanos peleaban fuera de su país, por decirlo así, y a más de doscientas leguas de él, cuando los Texanos lo hacían en su casa y por defender sus hogares; así pues ni la posición ni los intereses eran los mismos en los partidos beligerantes, y de consiguiente los resultados podían muy bien no ser los que se esperaban. Pero el aturdimiento era tal, que no se veían los obstáculos naturales y casi insuperables con que se iba a luchar y saltaban a la vista; por eso no se contó ni con los ríos, ni con las lluvias y hielos, ni con los pantanos, y, por último, ni con la absoluta falta de provisiones, sustancias y alojamientos en un territorio devastado. Sólo se trató de aproximar y poner en marcha la milicia, sin contar con que, falta de todo, hasta de los medios de defenderse, debía necesariamente perecer en el primer revés que sufriese como sucedió. Aun esta fuerza era muy corta e insuficiente para vencer y mantenerse sobre el terreno: la expedición no llegó jamás a seis mil hombres cuando la República gasta catorce millones de pesos en sostener soldados que la tiranicen sin defenderla. El resultado fue el que era natural temer, el invencible Sta. Ana fue derrotado; y por salvar su vida y la de sus compañeros de armas, firmó sin poderes varios tratados en que se reconocía la independencia de Texas. ¡He aquí ejemplos de patriotismo y de valor para imitación de la posteridad!

Entre los proyectos de D. José Tornel, uno de ellos fue el de la creación de una legión de honor para recompensar los servicios (pronunciamientos) de nuestros honrados militares. ¡Una legión de honor creada por Tornel!, pues ¿qué hay de común entre Tornel y el honor, entre estas dos ideas que parece como que se excluyen? ¡Un hombre que se ha echado a cuestas la librea de cuantos han querido ocuparlo como lacayo! ¡Triste suerte la de México de haber venido a parar en tales manos!

D. Justo Corro, por su parte y sin buscar el concurso de ministros, infringía devotamente las leyes, haciendo se asesinasen sin forma de proceso los prisioneros de Oaxaca, de Texas y de Tampico, violentando a una monja para que continuase en el convento, desconociendo la autoridad del gobernador de México, e intervirtiendo en los alcaldes del ayuntamiento el orden establecido por las leyes para suplir las faltas de este funcionario. Hemos dicho antes que D. José Tornel acabó violentamente con el periódico titulado la Oposición, que defendía la causa del progreso y hasta cierto punto el personal de la administración Farías. Este diario, redactado como pocos lo han sido en la República, a la que hace honor en todas sus páginas, así en lo político como en lo literario, era obra de los Srs. Ortega, Ulaguibel (D. Francisco) y Pesado. Los principales trabajos fueron de este último, que nada omitió para ilustrar a las masas sobre sus verdaderos intereses, señalando con dedo certero sus males y los medios de hacerlos cesar.

D. José Joaquín Pesado es nativo de Orizaba e hijo único de una familia rica de aquella villa: sus disposiciones naturales para las ciencias morales y políticas, lo mismo que para la literatura, son verdaderamente portentosas. Su familia no lo dedicó a la carrera literaria, pero él se formó por sí mismo y por sus solos esfuerzos debidos a su estudio privado, hasta llegar a ser, como es, uno de los primeros literatos del país. Pesado escribe en prosa con exactitud, con facilidad y corrección: sus producciones poéticas son acaso las más perfectas que han salido hasta ahora de la pluma de un mexicano. Los principios políticos de este ciudadano son los de progreso rápido y radical, que jamás ha abandonado; pero suave y dulce por carácter, nunca ha pensado insinuarlos ni sostenerlos por castigos u otros medios que tengan el carácter de apremio o de violencia. El Sr. Pesado fue diputado al congreso de Veracruz, bajo la administración Farías; fue también electo para el gobierno del Estado, que no aceptó, y hoy vive en México para honor de la República, que a mayor edad debería elevarlo a la primera magistratura, para cuyo desempeño tiene fuerzas y capacidad sobradas. Ciudadanos de esta clase son raros, y la nación que llega a tenerlos debe colocarlos en posición proporcionada a sus talentos y virtudes.

Entre tanto la miseria pública, consecuencia precisa de tantos desórdenes, se difunde por toda la República; no circula sino moneda de cobre con un desmérito de setenta y cinco por ciento: la deuda se aumenta todos los días por préstamos forzosos o voluntarios, y a pesar de eso sólo se paga, y mal, a los soldados.

Sin embargo, ciertos hombres todo lo esperaban de la nueva Constitución; pero no promete ella nada para alentar las esperanzas abatidas, porque no contenta a ninguna de las fuerzas públicas provenientes de los diversos partidos que contienden por la posesión del poder. El partido de progreso federalista, o escocés, ve en ella una retrogradación notable; el Clero no puede desconocer que, aunque muy restringidos y limitados, quedan en esta ley septiforme los principios que tarde o temprano darán en tierra con su poder; la Milicia, que no conoce otro poder que el de las bayonetas y lo busca sin hallarlo en la nueva ley, la ve con desconfianza y aversión. La nueva Constitución no cuenta, pues, con más apoyo que el que podrán prestarle los que la compusieron y votaron; ella, pues, está destinada a perecer, si alguna circunstancia extrínseca no viene en su apoyo, pues choca con todos los intereses reales y, además, su organización es viciosa, sin esperanza de que se mejore. En ella se monopolizan el poder, las elecciones, la propiedad de todo género, la enseñanza y el fomento; las masas, pues, que no le deberán beneficio ninguno, puesto que ella está basada bajo el concepto de mantenerlas en el embrutecimiento y degradación, tampoco podrán amarla. Entre tanto la República, que había mantenido su integridad y permanecía en paz con todo el mundo bajo el sistema federal, ha sido desmembrada bajo el régimen central, y se halla expuesta a las hostilidades de tres potencias que no acabarán con ella, merced a sólo las defensas que le ha dado la naturaleza; pero que le causarán males que la harán retrogradar al siglo de la conquista Actum est de Republica, nosotros no podemos aún saber los males que lloverán aún todavía sobre nuestra patria, ni los designios de la Providencia, a la cual hacemos fervientes votos por ella.




ArribaConclusión

Los que han visto esta revista ya tienen a qué atenerse para poder juzgar con menos parcialidad al Dr. José María Luis Mora. En tanto como ha escrito bien o mal jamás ha hablado de sí mismo, ni se ha valido de otros para que lo elogien o defiendan como hacen no pocos: ha sufrido la censura de sus contrarios porque tienen la reflexión y tolerancia necesaria para conocer que habrá errado y puede errar muchas veces, en el juicio que haya formado o pueda formar de las cosas; y ha despreciado las calumnias de sus enemigos, porque desde que el sol empezó a calentar la tierra jamás ha faltado a las pasiones el idioma de los dicterios, ni éstas han dejado una sola vez de desatarse contra los promotores de reformas.

Mora ha nacido de una familia muy decente y que ha tenido su fortuna en el Estado de Guanajuato y pueblo de Chamacuero. Cuando empezó la insurrección un ranchero, llamado Montaño, se presentó de parte del cura Hidalgo en casa de su padre (D. José Ramón de Mora), y comenzó por hacerse entregar dieciocho mil pesos; para salvar otros setenta y tres mil, que quedaban en la casa, se trasladaron a Celaya y depositaron en el Carmen de donde los tomó Hidalgo, arruinando en un día completamente la familia de Mora, a la cual pertenecía a lo menos la mitad de estas cantidades. Sin embargo, cuando todo el mundo se ha hecho pagar tal vez más de lo que se le había quitado, la familia de Mora nada ha reclamado de lo que perdió, y ni aun siquiera se ha ocupado de hacerse reconocer el todo ni parte de esta deuda. La educación que Mora recibió fue cuidada; a ella debe su amor a las letras, a las ciencias sagradas y jurídicas, y sobre todo a las morales, políticas y económicas; y los que lo han tratado y visto sus producciones le reconocen alguna capacidad para formar juicio de las cosas, y para escribir lógicamente. Su carácter naturalmente ha sido, es y espera será independiente hasta la muerte; en consecuencia, jamás ha adoptado por base de su juicio la autoridad sino en materias religiosas, jamás ha solicitado ni consentido entrar en relaciones con los que se estiman superiores a él en cualquier línea, reservando las suyas para sus iguales e inferiores; finalmente, jamás ha acordado a nadie el derecho de protegerlo, ni ha aceptado otra importancia en el mundo que la que pueda venirle de él mismo.

Convencido por la persuasión más íntima, debida a sus propias reflexiones, de que los puestos públicos, mucho más cuando como en México se hallan envilecidos por la clase de personas que los han ocupado, no pueden dar por sí mismos importancia ninguna a quien no la tiene personalmente, no ha solicitado ninguno de palabra ni por escrito desde que entró en la carrera política; de los que se le han ofrecido, que tampoco han sido muchos, aunque sí de todos rangos, ha rehusado todos aquellos que, por su naturaleza o por las circunstancias, podían comprometerlo a causar directamente mal, a alguna o algunas personas: porque si bien es verdad que en la Sociedad debe haber verdugo, mientras haya crímenes que castigar, ésta no es una razón para que lo sea todo el mundo.

Mora ha adoptado el partido del progreso, tal como va expuesto en esta Revista, desde que pudo pensar, y la elección de sus conciudadanos lo puso en el caso de obrar; nada retracta ni desconoce de cuanto ha hecho y dicho en sentido de estos principios, por la única pero eficacísima razón de que hasta hoy (27 de marzo de 1837) no encuentra motivo para hacerlo, y también porque no es decente ni moral abandonar una causa cuando se halla perseguida. La adopción de este partido ha sido obra de pura convicción; los hombres del partido contrario, especialmente los de su clase, lo exaltaban y aun mimaban, cuando se separó de ellos de hecho, pues por convicción lo estaba mucho tiempo antes, de donde debe inferirse naturalmente que no fue el disgusto sino una causa más pura la que lo obligó a obrar así en 1820.

Mora, por combinaciones que sería difícil exponer, se constituyó en una clase cuyas obligaciones de conciencia no le son en manera alguna onerosas y que está resuelto a guardar, porque así lo exige su deber y el respeto a que sus conciudadanos son acreedores. Creyéndose primero ciudadano que miembro de esta clase, y hallándose por otra parte convencido de los males políticos que ella causa, por el estado civil que se le ha dado, ha pedido su reforma como escritor, y la ha votado y promovido como diputado y funcionario público. Esto ha creado entre él y los hombres de su clase, que jamás lo han acometido de frente, enconos y animosidades que se han robustecido y fortificado por el espacio de diecisiete años, y que no es posible deponer ni racional esperarlo. En tal estado de cosas todos los vínculos civiles que hayan existido o podido existir, de una y otra parte, son de hecho y deben considerarse de derecho enteramente disueltos. Mora, pues, renuncia y rehúsa para sí todos los privilegios civiles de su clase, que ninguna ley positiva le obliga a aceptar, y que en su caso resiste la ley de la naturaleza anterior a todas las otras, y a la vez superior a ellas: protesta que por su parte nada hará que sea o pueda interpretarse como un acto de reconocimiento de la existencia de estos vínculos civiles; y desde ahora anticipa, para cuando llegue el caso, si llegar debe, que resistirá hasta donde alcancen sus fuerzas a las pretensiones que otros puedan tener para imponerle privilegios que está resuelto a no aceptar.

Como funcionario público, Mora ha trabajado sin descanso en el despacho y expedición de los negocios que le han sido confiados; y en los congresos, juntas, comisiones y demás cuerpos colegiados a que ha pertenecido, ha sido incansable en agitar y promover la marcha del progreso tal como él mismo la entendía y va expuesta en la presente Revista. Para lograrlo ha aceptado el echarse sobre sí no sólo la responsabilidad de sus actos delante del cual jamás ha retrocedido, sino también lo más grande y penoso del trabajo de dichos cuerpos. Ni como funcionario, ni como particular, Mora ha pedido ni aconsejado jamás que se haga mal, se castigue o se haga sufrir a nadie, y tampoco lo ha hecho él mismo; bajo uno y otro aspecto jamás se ha ocupado de las personas sino para hacerles servicios a que no estaba por otra parte obligado. Los generales Bravo, Negrete, Echavarri y Arana, el coronel Castro y los hermanos Morenos, cuando se hallaban proscritos y abandonados, han sido defendidos por él con conciencia, con lealtad y exponiendo él mismo a grandes riesgos su persona, sin haber recibido servicios compensatorios sino de la familia de Negrete; de la misma manera ha obrado con la masa de los Españoles y con muchos de ellos en particular cuando se hallaban durísimamente perseguidos en los tres años corridos de 1827 a 1830. En este año en que los Yorkinos empezaron a estar de caída, hizo cuanto pudo para disminuir y atenuar la violenta persecución que contra ellos se desató; testigos son de ello los Srs. D. Cayetano Ibarra, D. Mariano Villaurrutia, D. Antonio Gortari, D. Joaquín Villa y otros muchísimos a quienes solicitaba en favor de los procesados, especialmente D. Manuel Reyes Veramendi, a quien Mora no ha saludado una sola vez.

En la administración Farías, Mora no se ocupó de los que sufrían con justicia o sin ella, sino para procurarles alivios que no siempre pudo lograr. Conociendo los riesgos que corrían muchas personas, algunas por injustas prevenciones que había contra ellas, otras por sus imprudencias, y las más porque realmente conspiraban; nada omitió de cuanto podía contribuir a que el Sr. Farías formase de ellas un concepto enteramente contrario al que por otra parte le inspiraban. Las relaciones de Mora con el personal de este partido eran muy poca cosa, por lo mismo no podía dirigirse sino a muy pocas personas; pero lo hizo constantemente, aunque siempre sin fruto, para procurarse el mismo resultado. D. José María, D. Francisco y D. José Francisco Fagoaga, D. Eulogio, D. Mariano y D. Antonio Villaurrutia, D. José Antonio Mozo, D. José Batres, D. Joaquín Correa, D. José Domínguez, el Dr. Quintero, D. Florentino Martínez, D. José Gutiérrez Estrada, D. Domingo Pozo, D. Manuel Ecala, dos clérigos Ochoa de Querétaro, D. Joaquín Villa, D. Manuel Cortázar, los generales Morán y Michelena, el Dr. Osores y D. Miguel Sta. María, deben a Mora servicios y oficiosidades que hasta hoy ignoran tal vez muchos de ellos, y de que podrá deponer el Sr. Farías. Mora lo importunaba todas las horas del día en favor de alguna o algunas de estas personas, sin fatigarse de las repulsas, ni arredrarse por las dificultades insuperables que era preciso y natural encontrar: a algunas de estas personas las escondió en su casa, a otras les dio avisos importantes de que se aprovecharon, y a todas ellas y a otras muchas, que no sería posible enumerar, las sirvió con celo y empeño, que era lo único que estaba de su parte. Por estos servicios no ha exigido, pedido ni admitido recompensa de ningún género, ni ha ocupado en nada posteriormente a ninguna de las expresadas personas. Algunas de ellas, y son las menos, han continuado con él en relaciones amistosas, otras, y son las más, se han mostrado indiferentes, y dos se han portado de una manera que se llama indecente en el diccionario de la lengua; éstas son D. Manuel Cortázar y, sobre todo, D. Miguel Sta. María, que en sus arrebatos de furor ha atribuido a Mora su persecución y desgracias. Quien piensa de esta manera de sus amigos es sin duda porque él mismo haría, en igual caso, lo que sospecha de los otros y, ciertamente, quien tal hace no merece tener amigos: la amistad de Mora valdrá mucho, poco o nada; pero tal cual ella es, no será en lo sucesivo de D. Miguel Sta. María.

Con relación a las personas, Mora no tiene otra falta de qué reprenderse a sí mismo que el haber señalado sin nombrarlo, como uno de los hombres más perniciosos a la República (en el Indicador de la Federación Mexicana) a D. Felipe Neri del Barrio. Esta oficiosidad podía ser en aquella época de consecuencias fatales, y por eso fue una falta, pero no a la amistad que no existía entre Mora y el Sr. Barrio: Mora, cuando se venía para Europa, tuvo el buen sentido de no aceptar las ofertas, que cree sinceras, y se le hicieron de parte del Sr. Barrio por conducto de D. Fernando Batres.

Se dijo y repitió hasta el fastidio que cuanto se hacía en aquella época era por influjo de Mora: mal conoce al Sr. Farías quien da crédito a estos desvaríos; este hombre, uno de los más independientes de la posteridad de Adam, es incapaz de sufrir tal influjo: uno es que Mora pensase y desease lo mismo que el Sr. Farías en los puntos capitales, y que en consecuencia se encargase de estudiarlos para facilitar su ejecución, y otro es que hiciese ceder o doblegase esta voluntad de fierro que hasta ahora nadie ha podido someter. El Sr. Farías podrá tomar consejo de éste o aquél, podrá tener más confianza de uno que de otro, pero la resolución buena o mala es siempre suya y parte de él exclusivamente, así es que siempre ha sido tachado de obstinación y jamás de debilidad.

Preciso es que Mora haya cometido cien mil faltas que por desgracia no conoce cómo sucede ordinariamente; pero éstas no son ciertamente las de que le hacen cargo sus enemigos, pues consintiendo en hechos falsos sobre los cuales no puede haber ilusión, él mismo ha podido no aceptarlas sin temor de equivocarse aunque parcial y muy parcial en el asunto.

Cuando otros menos instruidos que él mismo, de los hechos en cuestión, se han creído con el derecho y la instrucción necesaria para hacerlo, se le concederá a lo menos un derecho igual para ocuparse de una materia que le tocaba de cerca. Así lo ha hecho aunque por capítulos generales y en un breve resumen, para no dar a la materia la importancia que no puede tener por sí misma. Mora debe al cielo el inmenso beneficio de haber conocido desde sus primeros años todo el ridículo de un carácter pretencioso, y por lo mismo ha aplicado todos sus esfuerzos a alejar de sí este vicio que es la plaga mortal de la República. Para alejarse de sí esta falta, lo más posible, ha tomado el partido de no hablar jamás de sí, ni comprar elogios ajenos; por eso no se encuentra nada de esto en las publicaciones periódicas que en México dispensan sus elogios hasta la peste. Hoy ha faltado por la primera o acaso la última vez a su propósito, es porque no ha podido resistir a la tentación de dar algunas explicaciones a hechos falsos o constantemente tergiversados. Si este artículo no declina en elogio, sino que se limita al objeto dicho, se felicita por haber logrado su intento; pero si fuere lo contrario, esto es una nueva prueba de la debilidad humana y de la necesidad de mantener el propósito que cada uno debe hacer de no hablar jamás de sí mismo. En todo caso la cosa ya está hecha bien o mal, y el público juzgará.